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Domingo, 24 de noviembre de 2024

Sacrificio de la Misa

De Enciclopedia Católica

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Introducción

La palabra Misa (missa) fue originalmente la designación general para el Sacrificio Eucarístico en Occidente después de la época del Papa San Gregorio I Magno (murió en 604); la Iglesia primitiva usó la expresión la “fracción del pan” (fractio Panis) o “liturgia (Hch. 13,2, leitourgountes); la Iglesia Griega ha usado este último nombre por más de dieciséis siglos.

En los primeros días del cristianismo se empleaban otros términos, tales como:

  • “La Cena del Señor” (coena dominica),
  • el “Sacrificio” (prosphora, oblatio),
  • “la reunión” (sinaxis, congregatio),
  • “los Misterios”, y
  • (desde Agustín), “el Sacramento del Altar”.

La idea del Sacrificio de la Misa no estaba necesariamente conectada con el nombre “Fiesta de Amor” (ágape). Etimológicamente la palabra missa no procede (como establece Baronio) del hebreo, ni del griego mysis, sino que simplemente se deriva de missio, así como oblata se deriva de oblatio, colecta de collectio, y ulta de ultio. Sin embargo, la referencia no era a una “misión” divina, sino sólo a un “despido” (dismissio) como se acostumbraba también en el rito griego (cf. "Canon. Apost.", VIII, XV: apolyesthe en eirene), y como todavía resuena en la frase Ite missa est. Esta forma solemne de despedida no fue introducida por la Iglesia como algo nuevo, sino que fue adoptada del lenguaje ordinario, como muestra el obispo San Avito de Vienne tan temprano como en 500 d.C. (Ep. 1 en P.L., LIX, 199): “en las iglesias y en el lugar del emperador o las cortes de los prefectos, Missa est se dice cuando se releva de la asistencia a la gente.”

En el sentido de “despedida” o mejor dicho “cierre de la oración, missa se usa en el famoso “Peregrinatio Silvae” por lo menos setenta veces (Corpus scriptor. eccles. latinor., XXXVIII, 366 sq.) y la Regla de San Benito coloca la fórmula regular, Et missae fiant (finalizaron las oraciones), después de las horas, vísperas y completas. El lenguaje popular aplicó el ritual de despedida gradualmente, como fue expresado tanto en la Misa de los catecúmenos como en la de los fieles, por sinécdoque al Sacrificio Eucarístico completo, llamando al todo como la parte. El primer rastro certero de tal aplicación se halla en San Ambrosio (Ep. XX, 4, en P.L. XVI, 995). Usaremos este sentido de la palabra en nuestra consideración de la Misa en su causalidad, esencia y existencia.

La Existencia de la Misa

Antes de tratar sobre las pruebas de revelación suministradas por la Biblia y la tradición, primero se deben determinar ciertos puntos preliminares. El más importante de éstos es que la Iglesia trata de que la Misa sea considerada como un “verdadero y propio sacrificio”, y no puede tolerar la idea de que el sacrificio sea idéntico con la Sagrada Comunión. Ése es el sentido de una cláusula del Concilio de Trento (Ses. XXII, can. 1): “Si alguno dice que en la Misa no se ofrece a Dios un verdadero y propio sacrificio; o, que ser ofrecido es sólo que Cristo se nos da como alimento; sea anatema” (Denzinger, “Enchir.”, 10ma ed. 1908, n. 948). Cuando el Papa León XII, en la bula dogmáticaApostolicae Curae” del 13 de septiembre de 1896, basó la invalidez de la fórmula de consagración anglicana en el hecho, entre otros, que en la fórmula de consagración de Eduardo VI (es decir, desde 1549) no hay ninguna declaración certera respecto al Sacrificio de la Misa, los arzobispos anglicanos contestaron con alguna irritación: “Primero, nosotros ofrecemos el sacrificio de alabanza y acción de gracias; luego, suplicamos y representamos ante el Padre el Sacrificio de la Cruz… y, por último, ofrecemos el sacrificio de nosotros mismos al Creador de todas las cosas, que ya hemos significado por la oblación de sus criaturas. A esta acción total, en la cual el pueblo tiene necesariamente que tomar parte con el sacerdote, acostumbramos llamar la comunión, el Sacrificio Eucarístico.” Respecto a este último alegato, el obispo Hedley de Newport declaró su creencia de que ni uno entre mil anglicanos está acostumbrado a llamar a la comunión el “Sacrificio Eucarístico”. Pero aun si estuviesen acostumbrados, tendrían que interpretar los términos en el sentido de los treinta y nueve Artículos, que niegan tanto la Presencia Real como el poder sacrificial del sacerdote, y así admiten un sacrificio en un sentido irreal o figurativo solamente. Por otro lado, el Papa León XIII junto con todo el pasado cristiano, tuvo en mente en la antedicha Bula nada más que el “Sacrificio Eucarístico del verdadero Cuerpo y Sangre de Cristo” sobre el altar. Este sacrificio realmente no es idéntico en la forma de celebración anglicana.

El simple hecho de que numerosos herejes como Wyclif y Lutero, repudiaban la Misa como “idolatría”, mientras que conservaban el Sacramento del verdadero Cuerpo y Sangre de Cristo, prueba que el Sacramento de la Eucaristía es algo esencialmente diferente al Sacrificio de la Misa. En verdad, la Eucaristía realiza dos funciones a la vez: la del sacramento y la del sacrificio. Aunque la inseparabilidad de los dos se ve más claramente en el hecho que los poderes sacrificiales del sacerdote coinciden, y en consecuencia que el sacramento se produce sólo y a través de la Misa, la diferencia real entre ambos se muestra en que el sacramento está destinado privadamente para la santificación del alma, mientras que el sacrificio sirve principalmente para glorificar a Dios mediante la adoración, acción de gracias, oración y expiación. El recipiente de uno es Dios, quien recibe el sacrificio de su Hijo Unigénito; del otro es el hombre, que recibe el sacramento para su propio bien. Además, el Sacrificio incruento del Cristo Eucarístico es en su naturaleza una acción transitoria, mientras que el Sacramento del Altar continúa como algo permanente después del sacrificio, e incluso puede ser preservado en custodias (ostensorio) y ciborios. Finalmente, esta diferencia también merece mencionarse: la Comunión bajo una sola forma es la recepción del sacramento total, mientras que, sin el uso de las dos formas del pan y el vino (la separación simbólica del Cuerpo y la Sangre), no se realiza la muerte mística de la víctima, y por lo tanto el Sacrificio de la Misa.

La definición del Concilio de Trento supone como palmaria la proposición que, junto con el “verdadero y real Sacrificio de la Misa”, puede haber y hay en la cristiandad sacrificios figurativos e irreales de varias especies, tales como oraciones de alabanza y acción de gracias, limosnas, mortificación, obediencia y obras de penitencia. La Biblia se refiere a menudo a tales ofrendas, por ejemplo, en Eclesiástico 35,3: “Apartarse del mal es complacer al Señor, sacrificio de expiación apartarse de la injusticia”; y en Salmo 141(140),2: “Valga ante ti mi oración como incienso, el alzar de mis manos como oblación de la tarde”. Sin embargo, estas ofrendas figurativas presuponen el real y verdadero ofrecimiento, tal como una pintura presupone su asunto y un retrato a su original. Las metáforas bíblicas---un “sacrificio de aclamación” (Sal. 27(26),6), “en vez de novillos te ofreceremos nuestros labios” (Oseas 14,3), el “sacrificio de alabanza” (Hb. 13,15)---expresiones que aplican términos sacrificiales al sacrificio (hostia, thysia). El sistema sacrificial completo de la Legislación de Moisés atestigua que hubo tal sacrificio. Es cierto que podemos y debemos reconocer con Santo Tomás de Aquino (II-II:85:3), como el “principale sacrificium” la intención sacrificial la cual, contenida en el espíritu de oración, inspira y anima las ofrendas externas como el cuerpo anima al alma, y sin la cual incluso la más perfecta ofrenda no tendría valor ni efecto ante Dios. Por lo tanto, el santo salmista dice: “Pues no te agrada el sacrificio, si ofrezco un holocausto no lo aceptas. El sacrificio a Dios es un espíritu contrito. [Sal. 51(50),18ss]. Sin embargo, este requisito indispensable de un sacrificio interior de ningún modo hace superfluo el sacrificio externo en el cristianismo; ciertamente, sin la oblación perpetua que deriva su valor del sacrificio ofrecido una sola vez en la Cruz, el cristianismo, la religión perfecta, sería inferior no sólo a la del Antiguo Testamento, sino incluso a la forma más pobre de religión natural. Puesto que el sacrificio es así esencial a la religión, es mucho más necesario para el cristianismo, que no puede de otro modo cumplir su deber de mostrar a Dios el honor visible del modo más perfecto. Así, la Iglesia, el Cristo místico, desea y debe tener su propio sacrificio permanente, que seguramente no puede ser ni una adición independiente al del Gólgota, ni su complemento intrínseco; sólo puede ser el mismo propio sacrificio de la Cruz, cuyos frutos, por una ofrenda incruenta, está diariamente disponible para los creyentes y no creyentes y es aplicado a ellos en forma de sacrificio.

Si la Misa es un verdadero sacrificio en el sentido literal, debe realizar la concepción filosófica del sacrificio. De ahí surge la última pregunta preliminar: ¿Qué es un sacrificio en el sentido propio del término? Sin tratar de establecer y fijar una teoría comprehensiva del sacrificio, será suficiente mostrar que, según la historia comparativa de las religiones, para un sacrificio son necesarias cuatro cosas:

  • un don sacrificial (res oblata),
  • un ministro sacrificando (minister legitimus),
  • una acción sacrificial (action sacrificica), y
  • una meta u objeto sacrificial (finis sacrificii).

En contraste con los sacrificios en sentido figurativo o menos propio, el don sacrificial debe existir en una substancia física, y debe ser real o virtualmente destruido (matanza de animales, derrame de libaciones, otras cosas inadecuadas para usos ordinarios), o por lo menos realmente transformado, en un lugar fijo para el sacrificio (ara, altare), y ofrecido a Dios. En cuanto a la persona oferente, no se permite que cualquier individuo ofrezca sacrificio por su propia cuenta. En la religión revelada, como en casi todas las religiones paganas, sola una persona cualificada (usualmente llamado sacerdote, sacerdos, lereus), quien ha recibido el poder por comisión o vocación, puede ofrecer sacrificios a nombre de la comunidad. Después de Moisés, los sacerdotes autorizados por ley en el Antiguo Testamento pertenecían a la tribu de Leví, y más especialmente a la casa de Aarón (Hb. 5,4). Pero ya que Cristo mismo recibió y ejerció su sumo sacerdocio, no por la arrogación de autoridad, sino en virtud de un llamado divino, hay mayor necesidad de que los sacerdotes que lo representan reciban poder y autoridad a través del sacramento de los Órdenes Sagrados para ofrecer el sublime sacrificio de la Nueva Ley.

El sacrificio alcanza su culminación externa en el acto sacrificial, en el cual tenemos que distinguir entre la materia inmediata y la forma real. La forma descansa no en la transformación real o destrucción completa del don sacrificial, sino más bien en su oblación sacrificial, en cualquier modo que sea transformado. Aun cuando una destrucción real ocurriese, como en las matanzas sacrificiales del Antiguo Testamento, el acto de destrucción era realizado por los sirvientes del Templo, mientras que la propia oblación, que consistía en el “derramamiento de sangre” (aspersio sanguinis), era función exclusiva de los sacerdotes. Así la forma real del Sacrificio de la Cruz no consistió ni en el asesinato de Cristo por los soldados romanos, ni en una auto-destrucción imaginaria de parte de Jesús, sino en la sumisión [[Voluntad|voluntario] a que otros derramaran su Sangre, y en el ofrecimiento de su vida por los pecados del mundo. Por consiguiente, la destrucción o transformación constituye a lo sumo la materia inmediata; por otro lado, la oblación sacrificial es la forma física del sacrificio.

Finalmente, el objeto del sacrificio, como relevante a su significado, eleva el ofrecimiento externo más allá de cualquier mera acción mecánica en la esfera de lo espiritual y lo divino. El objeto es el alma del sacrificio y, en cierto sentido, su “forma metafísica”. En todas las religiones hallamos, como idea esencial del sacrificio, una completa sumisión a Dios con el propósito de unirse con Él; y a este idea se añade, de parte de los pecadores, el deseo del perdón y la reconciliación. Por lo tanto de inmediato surge la distinción entre sacrificios de alabanza y expiación (sacrificium latreuticum et propitiatorium), y sacrificios de acción de gracias y petición (sacrificium eucharisticum et impetratorium), por lo tanto también la inferencia obvia que so pena de idolatría, el sacrificio se debe ofrecer sólo a Dios como principio y fin de todas las cosas. Correctamente señala San Agustín (Ciudad de Dios, X.4): “¿Quién jamás pensó en ofrecer sacrificio excepto a uno que él conocía, o pensaba o imaginaba ser Dios?”.

Entonces si combinamos las cuatro ideas constituyentes en una definición, podemos decir: “Sacrificio es la oblación externa a Dios de un objeto perceptible por los sentidos por un ministro autorizado, ya sea a través de su destrucción o por lo menos a través de su transformación real, en reconocimiento al supremo dominio de Dios y para aplacar su ira”. Demostraremos la aplicabilidad de esta definición a la Misa en la sección dedicada a la naturaleza del sacrificio, después de resolver el asunto de su existencia.

Pruebas Bíblicas

Es un hecho notable que la divina institución de la Misa puede ser establecida, se puede decir, con la mayor certeza por medio del Antiguo Testamento que por medio del Nuevo.

1. Antiguo Testamento

Las profecías del Antiguo Testamento aparecen registradas parte entipos y parte en palabras. Siguiendo el precedente de muchos Padres de la Iglesia (vea Belarmino, “De Euchar.”, V, 6), el Concilio de Trento (Ses. XXII, cap. I) enfatizó especialmente en la relación profética que indudablemente existe entre la ofrenda de pan y vino por Melquisedec y la Última Cena de Jesús. Brevemente, el suceso fue como sigue: Después que Abraham (aún se llamaba “Abram”) con su ejército había rescatado a su sobrino Lot de manos de los cuatro reyes hostiles que lo habían atacado y robado, Melquisedec, rey de Salem (Jerusalén), “presentó (proferens) pan y vino, pues era sacerdote del Dios Altísimo, y le bendijo (a Abraham) diciendo: “¡Bendito sea Abram del Dios Altísimo… y dióle Abraham el diezmo de todo.” (Génesis 14,18-20). Los teólogos católicos (con muy pocas excepciones) han enfatizado correctamente desde el principio la circunstancia que Melquisedec trajo pan y vino, no sólo para restaurar las fuerzas del séquito de Abraham, cansados por la batalla, pero que estaban bien provistos con el botín que habían obtenido (Gén. 14,11.16), sino para presentar el pan y vino como ofrenda agradable al Dios Todopoderoso. No como un anfitrión, sino como “sacerdote del Dios Altísimo”, él trajo pan y vino, bendijo a Abraham y recibió de él el diezmo. De hecho, se establece claramente que la verdadera razón para su “ofrenda de pan y vino” es su sacerdocio: “porque era un sacerdote”. Por lo tanto, proferre necesariamente debe convertirse en offerre, aún si fuera cierto que la palabra “hiphil” no es un término sacrificial hierático; pero incluso esto no es enteramente cierto (cf. Jueces 6,18ss). Por ende, Melquisedec hizo una ofrenda alimenticia real de pan y vino.

La Escritura enseña claramente que Cristo es “sacerdote para siempre según el orden (kata ten taxin) de Melquisedec” (Sal. 110(109),4; Heb. 5,6s.; 7,1ss). Sin embargo, Cristo de ningún modo asemejó su prototipo sacerdotal en su sacrificio sangriento en la Cruz, sino sólo y únicamente en la Última Cena. En esa ocasión igualmente hizo una ofrenda alimenticia incruenta, sólo eso, como prefigurada, Él realizó algo más que una mera oblación de pan y vino, a saber, el sacrificio de Su Cuerpo y Sangre bajo las simples formas de pan y vino. De otro modo, las sombras proyectadas antes por las “cosas buenas por venir” habrían sido más perfectas que las cosas mismas, y el prefigurado de todos modos no más rico en realidad que el tipo o figura. Ya que la Misa es nada más que una repetición continua, ordenada por Cristo mismo, del sacrificio realizado en la Última Cena, resulta que el Sacrifico de la Misa toma parte en el cumplimiento de la profecía de Melquisedec en el Nuevo Testamento. (Respecto al Cordero Pascual como el segundo tipo de la Misa vea Belarmino "De Euchar.", V, VII; cf. también von Cichowski, "Das altestamentl. Pascha in seinem Verhaltnis zum Opfer Christi", Munich, 1849.)

Pasando sobre las más o menos claras referencias a la Misa en otros profetas (Sal. 22(21),27ss; Is. 66,18ss), la predicción mejor y más clara respecto a la Misa es sin dudas la que aparece en la profecía de Malaquías, quien le hace a los sacerdotes levitas un anuncio conminador en nombre de Dios: “No tengo ninguna complacencia en vosotros, dice Yahveh Sebaot, y no me es grata la oblación de vuestras manos. Pues desde el sol levante hasta el poniente, grande es mi Nombre entre los gentiles (paganos, no judíos), y en todo lugar se ofrece a mi Nombre un sacrificio de incienso y una oblación pura. Pues grande es mi Nombre entre las naciones, dice Yahveh Sebaot.” (Mal. 1,10-11). Según la interpretación unánime de los Padres de la Iglesia (vea Petavio) "De incarn.", XII, 12), el profeta aquí predice el Sacrificio perpetuo de la Nueva Dispensación. Pues él declara que ciertamente ocurrirán estas dos cosas:

  • la abolición de todos los sacrificios levíticos, y
  • la institución de un sacrificio completamente nuevo.

Como la determinación de Dios de acabar con los sacrificios de los levitas aparece consistentemente en toda la denuncia, lo esencial es especificar correctamente la clase de sacrificio que Él promete en su lugar. En cuanto a esto, se deben establecer las siguientes proposiciones;

  • que el nuevo sacrificio vendrá en los días del Mesías;
  • que será un sacrificio real y verdadero, y
  • que no coincide formalmente con el Sacrificio de la Cruz.

Es fácil demostrar que el sacrificio mencionado por Malaquías no significaba un sacrificio de su tiempo, sino que sería un sacrificio futuro perteneciente a la época del Mesías. Pues aunque los participios hebreos del original pueden ser traducidos por el tiempo presente (hay sacrificio; es ofrecido), la mera universalidad del nuevo sacrificio---“desde el levante hasta el poniente”, “en todo lugar”, aún “entre los gentiles”, es decir paganos (no judíos)---es prueba irrefragable que el profeta consideraba como presente un evento del futuro. Dondequiera que Yahveh habla de su glorificación por los paganos, como en este caso, Él puede tener en mente, según las enseñanzas del Antiguo Testamento (Sal. 22(21),28; 72(71),10 ss; Is. 11,9; 49,6; 60,9; 66,18 ss; Amós 9,12; Miqueas 4,2, etc.) sólo el reino del Mesías o la futura Iglesia de Cristo; este texto destruye cualquier otra explicación. Ni mucho menos el profeta puede estar pensando en un nuevo sacrificio en su tiempo. Ni puede haber una idea de un sacrificio entre los paganos genuinos, como ha sugerido Hitzig, pues los sacrificios de los paganos, asociados con la idolatría e impureza, son impuros y desagradables a Dios (1 Cor. 10,20). Tampoco puede referirse a un sacrificio de los judíos dispersos (diáspora), pues aparte del hecho de que tales sacrificios en la diáspora eran bastante problemáticos, ciertamente no eran ofrecidos al mundo entero, ni poseían el significado extraordinario inherente a modos especiales de honrar a Dios. En consecuencia, la referencia es sin duda a un sacrificio del futuro completamente distinto. Pero, ¿de cuál futuro? ¿Sería un sacrificio futuro entre los paganos genuinos tales como los aztecas o los nativos africanos? Esto es tan imposible como en el caso de otras formas paganas de idolatría. ¿Sería acaso un nuevo y más perfecto sacrificio entre los judíos? Esto está fuera de discusión, pues desde que Tito destruyó a Jerusalén (70 d.C.), el sistema sacrificial judío completo fue asunto del pasado; y además, el nuevo sacrificio será realizado por un sacerdocio no judío (Is. 66,21). Por lo tanto, todo señala al cristianismo, en el cual, de hecho, el Mesías gobierna sobre los pueblos gentiles.

Ahora la segunda pregunta se presenta a sí misma: ¿Será el sacrificio universal así prometido “en todo lugar” sólo una ofrenda puramente espiritual de oración, en otras palabras un sacrificio de alabanza y acción de gracias, tal como con el que se contentan los protestantes; o será un sacrificio en el sentido estricto, como mantiene la Iglesia Católica? Es inmediatamente claro que debe corresponder la abolición y la sustitución, y por consiguiente que el viejo sacrificio real no puede ser sustituido por un nuevo sacrificio irreal. Además, la oración, la adoración, la acción de gracias, etc. están lejos de ser una nueva ofrenda, pues ellas son realidades comunes permanentes a toda época, y constituyen el fundamento indispensable de toda religión de antes o después del Mesías.

La última duda se disipa en el texto hebreo, el cual tiene no menos de tres declaraciones sacerdotales clásicas que se refieren a la promesa del sacrificio, suprimiendo así adrede la posibilidad de interpretarlo metafóricamente. Especialmente importante es el substantivo hebreo para “sacrificio”. Aunque en su origen era el término genérico para todo sacrificio, incluido el cruento (cf. Gén. 4,4 ss.; 1 Sam. 2,17), nunca se usó para indicar un sacrificio irreal (tal como ofrenda de oraciones), sino que incluso se convirtió en el término para un sacrificio incruento (mayormente ofrendas de alimentos), en contraste con el sacrificio sangriento al que se le da el nombre de Sebach.

En cuanto a la tercera y última proposición, no se necesita una prolija demostración para mostrar que el sacrifico de Malaquías no puede ser identificado formalmente con el Sacrificio de la Cruz. El Minchah, es decir, ofrenda incruenta (alimentos) contradice de inmediato esta interpretación. Entonces hay otras consideraciones convincentes basadas en el hecho. Aunque es un sacrificio real, perteneciente a la época mesiánica y el medio más poderoso concebible para glorificar el Nombre Divino, el Sacrificio de la Cruz, lejos de ser ofrecido “en todo lugar” y entre los gentiles, estuvo confinado al Gólgota y en medio del pueblo judío. Ni el Sacrificio de la Cruz, el cual fue realizado por el Salvador en persona sin la ayuda de un sacerdocio representativo humano, puede ser identificado con ese sacrificio de ofrenda para cuyo ofrecimiento el Mesías usa sacerdotes a la manera de los levitas, en todo lugar y a toda hora. Además, cierra voluntariamente los ojos contra la luz, el que niegan que la profecía de Malaquías es realizada al pie de la letra en el Sacrificio de la Misa. En él se unen todas las características del sacrificio prometido: es un rito sacrificial incruento como un genuino Minchah, su universalidad en cuanto a lugar y tiempo, su extensión a los pueblos no judíos, su sacerdocio delegado contrario al de los judíos, su unidad esencial por razón de la identidad del Sumo Sacerdote y la Víctima (Jesucristo), y su pureza intrínseca y esencial que ninguna impureza levítica o moral puede mancillar. Sorprende poco que el Concilio de Trento haya dicho (Ses. XXII, cap. I): “Esta es la oblación pura, que no puede ser mancillada por la indignidad e impiedad de los que la ofrecen, y respecto a la cual Dios predijo a través de Malaquías, que sería ofrecida una oblación pura a su Nombre en todo lugar, que sería grande entre los gentiles (vea Denzinger, n. 339).

2. Nuevo Testamento

Pasando ahora a las pruebas contenidas en el Nuevo Testamento, podemos comenzar por señalar que los escritores dogmáticos ven en el diálogo de Jesús con la mujer samaritana en el pozo de Jacob (Jn. 4,21 ss.) una referencia profética a la Misa: “Créeme, mujer, que llega la hora en que ni en este monte [Garizim], ni en Jerusalén adoraréis al Padre… Pero llega la hora (ya estamos en ella) en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad.” Ya que el punto en discusión entre los samaritanos y judíos se refería, no a la ofrenda privada ordinaria de la oración practicada por doquier, sino al culto solemne y público representado en un sacrificio real, Jesús realmente parece referirse a un sacrificio de alabanza real, el cual no se limitará en su liturgia a la ciudad de Jerusalén, sino que cautivará al mundo entero (vea Belarmino, “De Euchar., V, 11). Con mucha razón la mayoría de los comentadores apelan a Hb. 13,10: “Tenemos un altar [Thysiastesion, altare], donde no tienen derecho a comer [Phagein, edere], los que dan culto en la Tienda.” Puesto que San Pablo contrastó la ofrenda alimenticia judía (Bromasin, escis) y la comida del altar cristiano, cuya participación le fue negada a los judíos, la inferencia es obvia: donde hay un altar, hay un sacrificio. Pero la Eucaristía es el alimento que sólo se le permite comer a los cristianos: por lo tanto, ahí hay un sacrificio eucarístico. La objeción de que en los tiempos apostólicos el término altar no se usaba todavía en el sentido de la “Mesa del Señor” (cf. 1 Cor. 10,21) es claramente un pedido del asunto, pues San Pablo puede haber sido el primero en introducir el término, el cual fue adoptado por escritores posteriores (por ejemplo San Ignacio de Antioquía, murió 107 d.C.).

Apenas se puede negar que es rebuscada la explicación completamente mística de la “comida espiritual del altar de la Cruz”, favorecida por Santo Tomás de Aquino, Estius, y Stentrup. Por otro lado, podría parecer aún más extraño que en el pasaje de la Epístola a los Hebreos, donde se compara a Cristo y Melquisedec, no se coloca a las dos ofrendas de alimento en relación profética entre sí, sino que ni siquiera se menciona. Sin embargo, la razón no está lejos: el paralelo estriba completamente fuera del alcance del argumento. Todo lo que San Pablo quería mostrar era que el sumo sacerdocio de Cristo era superior al sacerdocio levítico del Antiguo Testamento (cf. Heb. 7,4 ss.), y esto se demuestra completamente al probar que Aarón y su sacerdocio estaban muy por debajo de la altura inalcanzable de Melquisedec. Por lo tanto, cuánto más Cristo como “sacerdote según el orden de Melquisedec” supera el sacerdocio levítico. Sin embargo, la dignidad peculiar de Melquisedec se manifestó no a través del hecho de que hizo una ofrenda de pan y vino, algo que también los levitas podían hacer, sino principalmente a través del hecho de que bendijo al gran “Padre Abraham y recibió de él el diezmo”.

El principal testimonio del Nuevo Testamento descansa en el relato de la institución de la Eucaristía, y más claramente en las palabras de consagración pronunciadas sobre el cáliz. Por esta razón consideraremos dichas palabras primero, pues por ese medio, debido a la analogía entre las dos fórmulas, se arrojará una luz más clara sobre el significado de las palabras de consagración pronunciadas sobre el pan. En aras de la claridad y fácil comparación, incluimos los cuatro pasajes en griego y en español.

  • San Mateo 26,28: Touto gar estin to aima mou to tes [kaines] diathekes to peri pollon ekchynnomenon eis aphesin amartion. “porque esta es la sangre de mi Alianza, que será derramada por muchos para perdón de los pecados.”
  • San Marcos 14,24: Touto estin to aima mou tes kaines diathekes to yper pollon ekchynnomenon. “Esta es mi Sangre de la Alianza que será derramada por muchos.”
  • San Lucas 22,20: Touto to poterion he kaine diatheke en to aimati mou, to yper ymon ekchynnomenon. “Esta copa es la Nueva Alianza en mi sangre, que será derramada por vosotros.”
  • 1 Corintios 11,25: Touto to poterion he kaine diatheke estin en to emo aimati. “Esta copa es la nueva alianza en mi sangre.”

La Divina institución del sacrificio del altar se prueba al mostrar

  • que el “derramamiento de sangre” mencionado en el texto se realiza allí y entonces y no por primera vez en la cruz;
  • que fue un sacrificio real y verdadero;
  • que fue considerado una institución permanente en la Iglesia.

La forma presente del participio “ekchynnomenon” junto con el presente “estin” establecen el primer punto. Pues es una regla gramatical del griego del Nuevo Testamento que, cuando se usa el presente doble (esto es, en participio y en verbo finito, como es el caso aquí), el tiempo que se denota no es el futuro cercano o distante, sino estrictamente el presente (vea Fr. Blass, "Grammatik des N.T. Griechisch", p. 193, Gottingen, 1896). Esta regla no se aplica a otras construcciones del tiempo presente, como cuando Cristo dijo antes (Jn. 14,12): “Yo voy (poreuomai) al Padre”. Tales alegadas excepciones a la regla no son tales en realidad, como por ejemplo en Mateo 6,30: “Pues si a la hierba del campo, que hoy es y mañana se echa al horno (ballomenon), Dios así la viste (amphiennysin) ¿no lo hará mucho más con vosotros, hombres de poca fe?” Pues en este pasaje no es cuestión de algo en el futuro, sino de algo que ocurre todos los días. Cuando la Vulgata traduce los participios griegos por el futuro (effundetur, fundetur), no está en discrepancia con los hechos, considerando que el derramamiento de sangre místico en el cáliz, si no estuviera en íntima relación con el derramamiento de sangre físico en la cruz, sería imposible e insignificante, pues uno es la presuposición y fundamento del otro. Sin embargo, desde el punto de vista de la filología, effunditur (funditur) debe ser traducido estrictamente en el presente, como realmente se hizo en muchos códices antiguos. La exactitud de dicha exégesis es finalmente atestiguada de modo rotundo por el parafraseo griego en San Lucas: to poterion… ekchynnomenon. Aquí el derramamiento de sangre aparece como realizándose directamente en el cáliz, y por lo tanto, en el presente. Críticos muy celosos, es cierto, han asumido que aquí hay un error gramatical, en el cual San Lucas erróneamente conecta el “derramamiento” con el cáliz (posterion), en lugar de con la “sangre” (to aimati), el cual está en el dativo. En lugar de corregir este griego altamente cultivado, como si fuera un colegial, preferimos asumir que intentaba usar la sinécdoque, una figura de lenguaje conocida por todos, y por consiguiente poner la vasija para indicar su contenido.

En cuanto al establecimiento de nuestra segunda proposición, los protestantes creyentes y los anglicanos admiten fácilmente que la frase “derramar la sangre por otros para remisión de pecados” no es lenguaje genuinamente bíblico respecto al sacrificio, sino que también designa en particular el sacrificio de expiación (cf. Lev. 7,14; 14,17; 17,11; Rom. 3,25, 5,9; Hb. 9,10, etc.). Sin embargo, ellos refieren este sacrificio de expiación no a lo que se realizó en la Última Cena, sino a la Crucifixión del día siguiente. Por la demostración dada arriba en la que Cristo, por la doble consagración del pan y el vino separó místicamente su Cuerpo y su Sangre y así en un mismo cáliz vertió su Sangre de modo sacramental, queda claro que deseaba solemnizar la Última Cena no sólo como un sacramento sino como un sacrificio eucarístico. Si el “verter el cáliz” significa nada más que la bebida sacramental de la Sangre, el resultado es una tautología intolerable. “Beban todos de él, porque esta es mi Sangre, que se toma”. Sin embargo, como realmente lee “Beban todos de esto, porque esta es mi Sangre, que es derramada por muchos (ustedes) para el perdón de los pecados,” es evidente el carácter del rito como sacramento y sacrificio. El sacramento se muestra en la “bebida”, el sacrificio en el “derramamiento de sangre”.

Además, “la sangre de la nueva alianza”, de la cual hablan todos los cuatro pasajes, tiene su paralelo exacto en la institución análoga del Antiguo Testamento a través de Moisés. Pues por mandato divino él asperjó al pueblo con la verdadera sangre de un animal y añadió, como hizo Cristo, las palabras de institución (Éxodo 24,8): “Esta es la sangre de la alianza (Versión de los Setenta: idou to aima tes diathekes) que Yahveh ha hecho con vosotros, según todas estas palabras.” Sin embargo, San Pablo (Heb. 9,18 ss), después de repetir este pasaje, demuestra solemnemente (ibid., 9,11 ss) la institución de la Nueva Alianza a través de la sangre derramada por Cristo en la crucifixión; y el Salvador mismo, con igual solemnidad, dice del cáliz: “Esta es mi Sangre de la nueva alianza”. Por lo tanto, se deduce que Cristo deseba que su verdadera Sangre en el cáliz no sólo fuera impartida como sacramento, sino también como un sacrificio para la remisión de los pecados. Con nuestra última anotación, también se establece la permanencia de la institución de la Iglesia, puesto que la duración del Sacrificio Eucarístico está indisolublemente unida con la duración del sacramento. Así la Última Cena de Cristo adquiere el significado de una institución divina por cuyo medio se establece la Misa en su Iglesia. De hecho, San Pablo (1 Cor. 11,25) pone en boca del Salvador las palabras: “Cuantas veces la bebiereis, hacedlo en recuerdo mío.”

Estamos ahora en posición de apreciar en su sentido profundo las palabras de consagración que Cristo pronunció sobre el pan. Ya que sólo San Lucas y San Pablo han hecho adiciones a la oración “Este es Mi Cuerpo”, es sólo en ellos que podemos basar nuestra demostración.

  • Lucas 22,19: Hoc est corpus meum, quod pro vobis datur; touto esti to soma mou to uper umon didomenon; Este es mi cuerpo que es entregado por vosotros.
  • 1 Corintios 11,24: Hoc est corpus meum, quod pro vobis tradetur; touto mou esti to soma to uper umon [klomenon]; Este es mi cuerpo que se da por vosotros.

Una vez más sostenemos que el “dar el cuerpo” sacrificialmente (en unidad orgánica con el “derramamiento de sangre” en el cáliz) se debe interpretar aquí como un sacrificio presente y como una institución permanente en la Iglesia. Respecto al punto decisivo, es decir, indicación de qué es lo que se está llevando a cabo realmente, es de nuevo San Lucas quien habla con la mayor claridad, pues a soma él añade el participio presente, didomenon, por el cual describe la “entrega del cuerpo” como algo que ocurre en el presente, aquí y ahora, no como algo que se realizará en el futuro.

La versión klomenon en San Pablo es puesta en duda. De acuerdo a la mejor versión crítica (Tischendorf, Lachmann) el participio es colocado completamente de modo que San Pablo probablemente escribió: to soma to uper umon (el cuerpo por ti, es decir, por tu salvación. Sin embargo, hay buena razón para considerar la palabra klomenon (de klan, romper) como paulina, pues San Pablo poco antes habló del “partir del pan” (1 Cor. 10,16), que para él significaba “ofrecer como comida el verdadero cuerpo de Cristo”. Podemos concluir de esto que el “partir el cuerpo” no sólo confina la acción de Cristo al presente estrictamente hablando, especialmente como su Cuerpo natural no podía ser “partido” en la Cruz (cf. Éx. 12,46; Juan 19,32 ss), sino que también implica la intención de ofrecer un “cuerpo partido por ti” (uper umon), es decir, el acto constituía en sí mismo un verdadero ofrecimiento de comida. Se elimina toda duda respecto a su carácter sacrificial con la expresión didomenon de San Lucas, la cual la Vulgata esta vez traduce correctamente al presente: “quod pro vobis datus.” Pero “el dar el propio cuerpo por otros” es verdaderamente una expresión bíblica para sacrificio (cf. Juan 6,52; Rom. 7,4; Col. 1,22; Heb. 10,10, etc.) como la frase paralela “el derramamiento de sangre”. Por lo tanto, en la Última Cena Cristo ofreció Su Cuerpo como un sacrificio incruento. Finalmente, que el ordenó la renovación del Sacrificio Eucarístico por todos los tiempos a través de la Iglesia es claro por la adición: “Hagan esto en conmemoración mía.” (Lc. 32,19; 1 Cor. 11,24).

Pruebas en la Tradición

Harnack opina que la Iglesia primitiva, hasta el tiempo de San Cipriano (murió en 258), se conformaba con los sacrificios puramente espirituales de adoración y acción de gracias, y que no poseía el Sacrificio de la Misa, como lo entiende hoy día el catolicismo. Asimismo, el Dr. Wieland, un sacerdote católico, en una serie de escritos sostenía, ante la férrea oposición de otros teólogos, que los cristianos primitivos confinaban la esencia del sacrificio cristiano a una oración de acción de gracias eucarística subjetiva, hasta que San Ireneo (murió en 202) presentó la idea de una ofrenda de dones objetiva, y especialmente de pan y vino. Según esta opinión, él fue el primero en incluir en su expandida concepción del sacrificio, la completamente nueva idea de ofrenda material (es decir, los elementos eucarísticos) que hasta ese tiempo la Iglesia primitiva había repudiado formalmente.

Si esta afirmación fuese correcta, la doctrina del Concilio de Trento (Ses. XXII, c. II), según la cual en la Misa los sacerdotes ofrecen, en obediencia al mandato de Cristo, su Cuerpo y Sangre” (vea Denzinger, “Enchir”, n. 949), difícilmente podría apoyarse en la tradición apostólica; el puente entre la antigüedad y el presente se hubiese roto por la abrupta intrusión de una opinión completamente contraria. Un estudio imparcial de los textos tempranos parece ciertamente que aclarará esto: que la Iglesia primitiva prestaba la mayor atención al aspecto espiritual y subjetivo del sacrificio y ponía énfasis primordial en la oración y acción de gracias en la función eucarística.

Sin embargo, esta admisión no es idéntica con la declaración de que la Iglesia primitiva rechazaba completamente el sacrificio objetivo, y reconocía como genuino sólo el sacrificio espiritual según expresado en la “acción de gracias eucarística”. Nadie familiarizado con el asunto puede negar que ha habido un desarrollo dogmático histórico de lo indefinido a lo definido, de lo implícito a lo explícito, de la semilla al fruto. Una presunción tan razonable, la única consistente de hecho con el cristianismo, es, sin embargo, fundamentalmente diferente de la hipótesis que la idea cristiana del sacrificio ha girado de un extremo al otro. Esto es a priori improbable y no demostrado de hecho. En el Didajé o “Enseñanza de los Doce Apóstoles”, el monumento literario post-bíblico más antiguo (cerca de 96 d.C.), no sólo se refiere a la “fracción del pan” (cf. Hch. 20,7) como un “sacrificio” (Thysia) y menciona que hay que reconciliarse con el enemigo antes del sacrificio (cf. |Mt. 52,3), sino que el pasaje completo es coronado con una cita de la profecía real de Malaquías, la que se refiere, como es bien sabido, a un sacrificio real y objetivo (Didajé, c. XIV). Los primeros cristianos le dieron el nombre de “sacrificio” no sólo a la “acción de gracias” eucarística, sino también a la celebración ritual completa incluyendo la “fracción del pan” litúrgica, sin distinguir claramente al principio entre la oración y el don (pan y vino, Cuerpo y Sangre). Cuando San Ignacio de Antioquía (m. 107), un discípulo de los apóstoles, dice de la Eucaristía: “Hay sólo una carne de Nuestro Señor Jesucristo, sólo un cáliz que contiene su única Sangre, un altar (en thysiasterion), como también sólo un obispo con el sacerdocio y los diáconos (Ep., ad. Philad. IV), le da aquí a la celebración eucarística litúrgica, de la cual habla solamente, por su referencia al “altar”, un significado evidentemente sacrificial, aunque a menudo en otros contextos use la palabra “altar” en un sentido metafórico.

Surgió una acalorada controversia alrededor de la concepción de San Justino (m. 166) del hecho de que en su “Diálogo con Trifón” (c. 117) él describe la “oración y acción de gracias” (euchai kai eucharistiai) como el “único sacrificio perfecto agradable a Dios” (teleiai monai kai euarestoi thysiai). ¿Trataba con esto al enfatizar así el sacrificio espiritual interior excluir el sacrificio real y exterior de la Eucaristía? Claramente que no, pues en el mismo “Diálogo” (c. 41) él dice que la “ofrenda alimenticia” de los leprosos, indudablemente una ofrenda real (cf. Lev. 14), era figura (typos) del pan de la Eucaristía, que Jesús mandó a ofrecer (poiein) en conmemoración de sus sufrimientos.” Luego continúa: “de los sacrificios que ustedes (los judíos) ofrecían antes, Dios dijo a través de Malaquías: ‘No me complacen, etc.’ Sin embargo, por los sacrificios (thysion) que nosotros los gentiles le presentamos en todo lugar, esto es (toutesti) del pan de la Eucaristía y asimismo del cáliz eucarístico, Él dijo que nosotros glorificamos su Nombre, mientras que ustedes lo deshonran”. Aquí “pan y cáliz” son por el uso de toutesti claramente incluidos como ofrenda objetiva en la idea del sacrificio cristiano. Si los demás apologistas (Arístides, Atenágoras, Minucio Félix, Arnobio) varían el pensamiento grandemente---Dios no tiene necesidad de sacrificio; el mejor sacrificio es el conocimiento del Creador; sacrificio y altares son desconocidos para los cristianos---se debe presumir no sólo que bajo lo impuesto por la disciplina arcani ellos retenían la verdad completa, sino también que ellos correctamente repudiaban toda conexión con la idolatría pagana, el sacrificio de animales y los altares paganos. Tertuliano declaró bruscamente: “nosotros no ofrecemos sacrificios (non sacrificamus) porque no podemos comer tanto la Cena del Señor como la de los demonios (De spectac., c. XIII). Y aun en otro pasaje (Sobre la Oración 19) el llama a la Sagrada Comunión “participación en el sacrificio” (participatio sacrificii), el cual se realiza “sobre el altar de Dios” (ad aram Dei); el habla (De cult fem., II, XI) de un “ofrecimiento del sacrificio” real y no meramente metafórico (sacrificium offertur); él insiste más lejos como montanista (Sobre el Pudor 9) tanto en el “poder alimenticio del Cuerpo del Señor” (opimitate dominici corporis) como en la “renovación de la inmolación de Cristo” (rursus illi mactabitur Christus).

Con San Ireneo de Lyons llega un punto crucial, puesto que él, con claridad consciente, primero presenta “pan y vino” como ofrendas objetivas, pero al mismo tiempo mantiene que estos elementos se convierten en el “Cuerpo y Sangre” del Verbo a través de la consagración, y así al combinar simplemente estos dos pensamientos tenemos la Misa católica de hoy día. Según él, (Contra Herejías, IV.18.4) es sólo la Iglesia “la que ofrece una oblación pura” (oblationem puram offert), mientras que los judíos “no recibieron al Verbo, el cual se ofrece (o a través del cual se hace una ofrenda) a Dios” (non receperunt Verbum quod [aliter, per quod] offertur Deo). Pasando sobre las enseñanzas de Clemente de Alejandría y Orígenes, cuyo amor por la alegoría, junto con las restricciones de la disciplina arcani, envolvían sus escritos en una obscuridad mística, hacemos particular mención de San Hipólito de Roma (m. 235) cuyo famoso fragmento Achelis ha tildado erróneamente como espurio. Él escribe (Fragm. en Prov., IX, I, P.G., LXXX, 593), "El Verbo preparó su precioso e inmaculado Cuerpo (soma) y su Sangre (aima), que diariamente (kath’ekasten) son presentados como sacrificio (epitelountai thyomena) en la mesa mística y divina (trapeze) como memorial de aquella siempre memorable primera mesa de la misteriosa cena del Señor”. Ya que según el juicio incluso de historiadores del dogma protestantes, San Cipriano (m. 258) debe ser considerado como el “heraldo” de la doctrina católica sobre la Misa, debemos asimismo obviarlo, así como a San Cirilo de Jerusalén (m. 386) y a San Juan Crisóstomo (m. 407) que han sido acusados de “realismo” exagerado y cuyos simples discursos sobre el sacrificio rivalizan con los de San Basilio el Grande (m. 379), San Gregorio de Niza (m. c. 394) y San Ambrosio (m. 397). Sólo se debe decir una palabra sobre San Agustín (m. 430), ya que se le cita como favorecedor de la teoría “simbólica” respecto a la presencia real de Cristo en la Eucaristía. Es precisamente su enseñanza sobre el sacrificio la que mejor sirve para aclarar la sospecha de que él se inclinaba a una interpretación meramente espiritual.

Para Agustín nada es más cierto que toda religión, ya sea verdadera o falsa, debe tener una forma exterior de celebración y culto (Respuesta a Fausto XIX.11). Esto aplica también a los cristianos (l.c., XX, 18), quienes “conmemoran el sacrificio consumado (en la Cruz) con la más santa oblación y participación del Cuerpo y Sangre de Cristo” (celebrant sacrosancta oblatione et participatione corporis et sanguinis Christi). La Misa es, a sus ojos (Ciudad de Dios X.20), el “más alto y verdadero sacrificio” (summum verumque sacrificium), en el que Cristo es a la vez “sacerdote y víctima” (ipse offerens, ipse et oblatio) y él le recuerda a los judíos (Adv. Jud, IX, 13) que el sacrificio de Malaquías se hace ahora en todo lugar (in omni loco offerri sacrificium Christianorum). Él relata sobre su madre Santa Mónica (Confesiones IX.13) que ella había pedido oraciones en el altar (ad altare) por su alma y había asistido a Misa diariamente. De Agustín en adelante la corriente de la tradición de la Iglesia fluye suavemente a través de un canal bien ordenado, sin obstáculo ni interrupción, a través de la Edad Media hasta nuestro tiempo. Aun el poderoso intento de contenerlo que hizo la Reforma Protestante no tuvo efecto.

Una demostración más breve de la existencia de la Misa es la tal llamada prueba de prescripción, que se formula así: Un rito sacrificial en la Iglesia que es más antiguo que el más antiguo ataque hecho por los herejes no puede ser desacreditado como “idolatría”, pero se debe remontar al Fundador del cristianismo como una herencia legítima de la cual Él fue el originador. Ahora la posesión legítima de la Iglesia en cuanto a la Misa se puede rastrear a los comienzos del cristianismo. Se deduce que la Misa fue instituida divinamente por Cristo. Respecto a la proposición menor, cuya prueba sólo nos atañe aquí, debemos comenzar de inmediato con la Reforma, el único movimiento que se deshizo completamente de la Misa. Psicológicamente, es muy comprensible que hombres como Ulrich Zwingli, Karlstadt y John Oecolampadius derribaran los altares, pues ellos negaban la presencia real de Cristo en el Sacramento. El calvinismo también, al denigrar la “misa papista” que el catecismo de Heidelberg describía como “abominable idolatría”, era auto-consistente pues sólo admitía una presencia “dinámica”. Por otro lado, es bastante extraño que a pesar de su creencia en el significado literal de las palabras de la consagración, Martín Lutero, después de una violenta “disputa nocturna con el diablo”, en 1521, tenía que haber repudiado la Misa. Pero son exactamente estas medidas de violencia las que mejor muestran a qué profundidad la institución de la Misa se había enraizado por ese tiempo en la Iglesia y en la gente. ¿Por cuánto tiempo había estado echando raíces? Para comenzar, la respuesta es: a través de toda la Edad Media regresando a Focio el originador del Cisma de Oriente (869). Aunque John Wycliff protestó contra la enseñanza del Concilio de Constanza (1414-18), que sostuvo que la Misa podía ser probada por la Escritura; y a pesar de que los albigenses y valdenses reclamaban para los laicos también el poder de ofrecer sacrificio (cf. Denzinger, “Enchir.”, 585 y 430), no es menos cierto que incluso los griegos cismáticos se agarraban fuertemente al sacrificio eucarístico como una herencia preciosa de su pasado católico. En las negociaciones para la reunión en Lyons (1274) y Florencia (1439) mostraron que lo habían mantenido intacto; y que lo habían salvaguardado fielmente hasta ese día. De todo lo cual es claro que la Misa existía en ambas Iglesias mucho antes de Focio, una conclusión que nace de los monumentos de la antigüedad cristiana.

Dando un gran paso hacia atrás desde el siglo IX al IV, llegamos a los nestorianos y monofisitas que fueron expulsados de la Iglesia durante el siglo V en Éfeso (431) y Calcedonia (451). Desde ese día hasta el día de hoy ellos han celebrado en su solemne liturgia el sacrificio de la Nueva Ley, y ya que ellos sólo lo pudieron haber tomado de la antigua Iglesia cristiana, se deduce que la Misa se remonta en la Iglesia más allá del tiempo del nestorianismo y monofisismo. Ciertamente, el Primer Concilio de Nicea (325) en su famoso canon décimo octavo prohibía a los sacerdotes recibir la Eucaristía de manos de los diáconos por la misma obvia razón, “que ni los cánones ni la costumbre nos han transmitido que aquellos que no tienen el poder de ofrecer sacrificio (prospherein) puedan dar el Cuerpo de Cristo a los que lo ofrecen (prospherousi)”. De ahí es claro que para la celebración de la Misa se requería la dignidad de un sacerdocio especial, del cual los diáconos como tales estaban excluidos. Sin embargo, puesto que el Concilio de Nicea habla de una “costumbre que nos remonta al siglo III”, estamos ya en la época de las catacumbas con sus pinturas eucarísticas, las cuales, de acuerdo a las mejor fundadas opiniones, representan la celebración litúrgica de la Misa. Según Wilpert, la representación más antigua del Santo Sacrificio es la “Capilla Griega” en la catacumba de Santa Priscila (c. 150). Sin embargo, la evidencia más convincente de esos días antiguos la proveen las liturgias de Oriente y Occidente, cuyos principios básicos se remontan a los tiempos apostólicos y en las cuales la idea sacrificial de la celebración eucarística encontró expresión decisiva y no adulterada (vea Liturgia). Por lo tanto, hemos rastreado las Misas desde el presente hasta los tiempos antiguos, estableciendo así su origen apostólico, el cual a su vez se remonta a la Última Cena.

Naturaleza de la Misa

En su negación de la verdadera Divinidad de Cristo y de toda institución sobrenatural, el escepticismo moderno procura, por medio del tal llamado método histórico-religioso, explicar el carácter de la Eucaristía y del Sacrificio Eucarístico como el resultado natural de un proceso de desarrollo espontáneo en la religión cristiana. Con relación a esto es interesante observar cómo estas hipótesis conflictivas y diferentes se refutan entre sí, con el muy sorprendente resultado que al final descuella de la investigación un problema nuevo, grande e insoluble. Mientras que algunos descubren las raíces de la Misa en las fiestas fúnebres judías (O. Holtzmann) o en la secta judía de los esenios (Bousset, Heitmuller, Wernle), otros escudriñan en el estrato subterráneo de las religiones paganas. Sin embargo, aquí se pone a su disposición una gran variedad de hipótesis. En esta época de pan-babilonismo no es sorprendente que las ideas germinales de la Comunión cristiana se puedan localizar en Babilonia, donde en el mito Adapa (en las Tablas de Tell el-Amarna) se ha hallado mención del “agua de vida” y “comida de vida” (Zimmern). Otros (por ejemplo, Brandt) se imaginan que han hallado una analogía aún más notable en el “pan y agua” (Patha y Mambuha) de la religión mandaeana. La opinión más ampliamente sostenida hoy día entre los defensores de la teoría histórico-religiosa es que la Eucaristía y la Misa se originaron en las prácticas del mitraísmo persa (Dietrerich, H. T. Holtzmann, Pfleiderer, Robertson, etc.). “En la misa mandeana” escribe Cumont (Misterien des Mithra”, Leipzig, 1903, p. 118), “el celebrante consagra pan y agua, el cual mezclaba con jugo de haoma perfumado, e ingiere esta comida mientras realizaba las funciones del servicio divino.” Tertuliano en su furia adscribía al “diablo” esta pantomima de los ritos cristianos y observaba con asombro (De prescript haeret, C. XL): "celebrat (Mithras) et panis oblationem." Este no es el lugar para criticar en detalle estas creaciones salvajes de una imaginación acalorada. Sea suficiente notar que todas estas explicaciones necesariamente llevan a la noche impenetrable, mientras que los hombres se nieguen a creer en la verdadera Divinidad de Cristo, quien ordenó que su sacrificio cruento en la Cruz se renovara diariamente por un sacrificio incruento de su Cuerpo y Sangre en la Misa bajo los simples elementos de pan y vino. Este solo es el origen y naturaleza de la Misa.

Carácter Físico de la Misa

En cuanto al carácter físico, surge no sólo la pregunta sobre las partes concretas de la liturgia, en la cual el verdadero ofrecimiento yace escondido, sino también la pregunta respecto a la relación de la Misa con el sacrificio cruento de la Cruz. Para comenzar con la última pregunta por mucho la más importante, los católicos y protestantes creyentes igualmente reconocen que como cristianos veneramos en el sacrificio cruento de la Cruz el único, universal y absoluto sacrificio para la salvación del mundo. Y esto de hecho es cierto primero en un doble sentido, porque entre todos los sacrificios del pasado y el futuro, el Sacrificio de la Cruz sólo se sitúa sin ninguna relación con, y absolutamente independiente de, cualquier otro sacrificio, una completa totalidad y unidad en sí mismo; segundo, porque toda gracia, medio de gracia y sacrificio, ya pertenezca a la economía judía, cristiana o pagana, deriva su completa fuerza indivisa, valor y eficiencia sólo y únicamente de este sacrificio absoluto en la Cruz. La primera consideración implica que todos los sacrificios del Antiguo Testamento, así como el Sacrificio de la Misa, llevan la marca esencial de la relatividad, hasta donde estén necesariamente relacionados al Sacrificio de la Cruz, como la periferia de un círculo al centro. De la segunda consideración se deduce que todos los demás sacrificios, incluida la Misa, son vacíos, estériles y nulos de efecto, hasta donde y hasta cuando no provengan del manantial de méritos (debido al sufrimiento) del Crucificado. Vamos a tratar brevemente con esta doble relación.

Respecto a la cualificación de relatividad, que se adhiere a todo sacrificio distinto al sacrificio de la Cruz, no hay duda que los sacrificios del Antiguo Testamento por sus formas figurativas y su significado profético apuntan al sacrificio de la Cruz como su eventual cumplimiento. La Epístola a los Hebreos (caps. 8-9) en particular desarrolla grandemente el carácter figurativo del Antiguo Testamento. El sacerdocio levítico no sólo era como una “sombra de las cosas por venir”, un tipo tenue del sumo sacerdocio de Cristo, sino que el culto sacrificial completo, ampliamente desplegado en sus partes, prefiguraba el único sacrificio de la Cruz. Sirviendo sólo a la “limpieza de la carne” legal los sacrificios levíticos no podían efectuar ningún “perdón de pecados”, sin embargo, por su misma ineficacia ellos apuntan proféticamente al perfecto sacrificio de propiciación sobre el Gólgota. Justo por esa razón su continua repetición así como su gran diversidad era esencial para ellos, como medio de mantener vivo en los judíos el deseo ardiente por el verdadero sacrificio de expiación que traería el futuro. Este anhelo fue saciado sólo por el único Sacrificio de la Cruz, que nunca más se repetiría. Naturalmente la Misa, también, si ha de tener el carácter de un sacrificio legítimo debe estar de acuerdo con esta regla inviolable, ya no como un tipo profético de cosas futuras, sino más bien como la realización viviente y la renovación del pasado. Sólo la Última Cena, situada a medio camino como si fuera entre la figura y su cumplimiento, aún miraba al futuro, hasta donde era una conmemoración anticipatoria del sacrificio de la Cruz. En el discurso con que se instituyó la Eucaristía, el “entregar el Cuerpo” y el “derramamiento de la Sangre” eran de necesidad respecto a la separación física de la sangre del cuerpo en la Cruz, sin la cual la inmolación sacramental de Cristo en la Última Cena hubiese sido inconcebible. Los Padres de la Iglesia, tales como San Cipriano de Cartago (Ep., LXIII, 9), San Ambrosio (De offic., I, XLVIII), San Agustín (Respuesta a Fausto XX.28) y el Papa San Gregorio I (Magno) (Dial., IV, LVIII), insisten que la Misa en su naturaleza esencial debe ser la que Cristo mismo caracterizó como una “conmemoración” de Él (Lc. 22,19) y San Pablo como el “anuncio de la muerte del Señor” (1 Cor. 11,26).

Respecto al otro aspecto del Sacrificio de la Cruz, es decir, la imposibilidad de su renovación, su singularidad y su poder, San Pablo de nuevo proclamó con energía que Cristo sobre la Cruz definitivamente redimió al mundo entero, en que “con su propia Sangre, penetró en el santuario una vez para siempre consiguiendo una redención eterna” (Hb. 9,12). Esto no significa que la humanidad es de pronto y sin la acción de su propia voluntad llevada de nuevo al estado de inocencia en el Paraíso y librada de la necesidad de trabajar para lograr para sí misma los frutos de la redención. De otro modo los niños no tendrían necesidad del bautismo ni los adultos de la fe justificante para ganar la eterna felicidad. El “cumplimiento” de que habla San Pablo puede por lo tanto referirse sólo al lado objetivo de la redención, que no prescinde de, sino por el contrario requiere, la propia disposición subjetiva. El Sacrificio ofrecido una sola vez sobre la Cruz llenó las reservas infinitas con aguas sanadoras, pero aquéllos que estén sedientos de justicia deben venir con sus cálices y sacar lo que necesiten para calmar su sed. En esta importante distinción entre redención objetiva y subjetiva, la cual pertenece a la esencia del cristianismo descansa no sólo la posibilidad, sino también la justificación de la Misa. Pero desafortunadamente aquí los católicos y protestantes se separan. Estos últimos pueden ver en la Misa sólo una “negación del sacrificio de Jesucristo. Esta es una opinión errónea, porque si la Misa puede hacer y no hace más que transmitir los méritos de Cristo a la humanidad por medio de un sacrificio exactamente como los hacen los sacramentos sin el uso del sacrificio, es lógico que la Misa no es ni un segundo sacrificio independiente junto al sacrificio de la Cruz, ni un substituto por medio del cual se completa o se aumenta el valor del sacrificio de la Cruz.

La única distinción entre la Misa y el sacramento descansa en esto: que el último aplica al individuo los frutos del Sacrificio de la Cruz por simple distribución, la primera por una ofrenda específica. En ambos la Iglesia se aproxima al único Sacrificio de la Cruz. Éste es y permanece como el único Sol, que da vida, luz y calor a todo, los Sacramentos y la Misa son sólo los planetas que giran alrededor del cuerpo central. Por otro lado, sin esos dos el Sacrificio de la Cruz reinaría tan independientemente como el sol sin los planetas. Por lo tanto, el Concilio de Trento (Ses. XXII, Can. IV) correctamente protestó contra el reproche que “la Misa es una blasfemia contra o una derogación del Sacrificio de la Cruz” (cf. [[Heinrich Joseph Dominicus Denzinger|Denzinbger, “Enchir.”, 951). ¿Se debería hacer el mismo reproche sobre los sacramentos también? ¿No se aplica al bautismo y la Comunión entre los protestantes? ¿Y cómo Cristo mismo puede poner blasfemia y oscuridad en el camino de su Sacrificio en la Cruz cuando Él mismo es el sumo sacerdote, en cuyo nombre y por cuya comisión su representante humano ofrece sacrificio con las palabras: “Este es mi Cuerpo, esta es mi Sangre”? Es la enseñanza clara de la Iglesia (cf. Trento Ses. XXII, I) que la Misa es en su misma naturaleza una “representación” (representatio), una “conmemoración” (memoria) y una “aplicación” (applicatio) del Sacrificio de la Cruz. Cuando ciertamente el Catecismo Romano (II, c. IV, Q. 70) como una cuarta relación adopta la repetición diaria (instauratio), significa que tal repetición no se debe tomar en el sentido de multiplicación, sino simplemente como una aplicación de los méritos de la Pasión. Según la Iglesia no hay nada que repudie más que la sugerencia de que con la Misa es como si el sacrificio de la Cruz se dejase a un lado, ella va un paso más allá y sostiene la identidad esencial de ambos sacrificios, afirmando que la principal diferencia entre ellos esta en la diferente forma de sacrificio---el uno cruento y el otro incruento (Trento, Ses. XXII, II): "Una enim eademque est hostia idem nunc offerens sacerdotum ministerio, qui seipsum tunc in cruce obtulit, sofa offerendi ratione diversa". Puesto que el sacerdote que sacrifica (offerens) y la víctima sacrificial (hostia) en ambos sacrificios son Cristo mismo, equivalen incluso a una identidad numérica. En cuanto a la manera del sacrificio (offerendi ratio), por otro lado, es naturalmente un asunto sólo de una identidad o unidad específica que incluya la posibilidad de diez, cientos o miles de Misas.

Partes Constituyentes de la Misa

Volviendo ahora a la primera pregunta de la sección anterior sobre las partes constituyentes de la liturgia de la Misa en la cual se debe buscar el sacrificio real, sólo necesitamos considerar sus tres partes principales: el Ofertorio, la Consagración y la Comunión. La anticuada visión de Johann Eck, según la cual el acto de sacrificio estaba contenido en la oración “Unde et memores… offerimus”, es por lo tanto excluida de nuestra discusión, así como también la de Melchor Cano, quien sostenía que el sacrificio se realiza en la ceremonia simbólica del partir de la Hostia y en su mezcla con el cáliz. Por lo tanto surge primero la pregunta: ¿Está el sacrificio incluido en el Ofertorio? Por las frases de la oración por lo menos es claro que el pan y el vino constituyen los elementos sacrificiales secundarios de la Misa, puesto que el sacerdote en el verdadero lenguaje de sacrificio, ofrece a Dios pan como una hostia inmaculada (immaculatam hostiam) y vino como el cáliz de salvación (calicen salutaris). Pero el mismo significado de este lenguaje prueba que la atención se dirige mayormente a la prospectiva Transubstanciación de los elementos eucarísticos. Puesto que la Misa no es un mero ofrecimiento de pan y vino, como la ofrenda alimenticia figurada de Melquisedec, es claro que sólo el Cuerpo y Sangre de Cristo pueden ser la materia primaria del sacrificio como lo fue el caso en la Última Cena (cf. Concilio de Trento Ses. XXII, I, can. 2; Denzinger, n. 983, 949). En consecuencia, el sacrificio no está en el Ofertorio. ¿Consiste entonces en la Comunión del sacerdote? Hubo y hay teólogos que favorecen esa opinión. Pueden ser categorizados en dos clases, según vean en la Comunión lo esencial o lo co-esencial.

Los que pertenecen a la primera categoría (Domingo de Soto, Renz, Bellord) tuvieron que estar alerta contra la doctrina herética proscrita por el Concilio de Trento (Ses. XXII, can. 1), es decir, que la Misa y la Comunión eran idénticas. En los círculos ingleses y americanos la tal llamada “teoría del banquete” del difunto obispo Bellord una vez causó alguna agitación (cf. La Revista Eclesiástica, XXXIII, 1905, 258 ss). Según dicha opinión, la esencia del sacrificio no se debía buscar en la ofrenda de un don a Dios, sino únicamente en la Comunión. Sin Comunión no hay sacrificio. Respecto a los sacrificios paganos Döllinger (“Heidentum und Judentum”, Ratisbona 1857) ya había demostrado la incompatibilidad de esta opinión. Los sacrificios paganos finalizaban con el completo derramamiento de sangre, de modo que la cena que algunas veces los seguía expresaba meramente la satisfacción sentida por la reconciliación con los dioses. Aun los horribles sacrificios humanos tenían como objeto la muerte de la víctima solamente y no una fiesta caníbal. En cuanto a los judíos, solo unos pocos sacrificios levíticos, tal como la ofrenda de paz, tenían banquetes relacionados a ellos; la mayoría, y especialmente las ofrendas abrasadas (holocausta), se realizaban sin banquete (cf. Lev. 6,9 ss). El obispo Bellord, habiendo compartido su suerte con la “teoría del banquete”, podía naturalmente encontrar la esencia de la Misa en la Comunión del sacerdote solamente. Estaba de hecho lógicamente obligado a reconocer que la Crucifixión misma tenía el carácter de sacrificio sólo en conjunción con la Última Cena, en la cual sólo se ingería alimento; pues la Crucifixión excluía cualquier ritual de ofrenda alimenticia. Estas consecuencias inquietantes son de lo más serio puesto que carecen de ninguna base científica.

Inocua, aunque improbables, es la otra opinión (San Roberto Bellarmine, Juan de Lugo, Honoré Tournély, etc.), la cual incluye la Comunión como por lo menos un factor co-esencial en la constitución de la Misa; pues la consunción de la Hostia y del contenido del Cáliz, al ser una especie de destrucción, podría aparecer como acorde con la concepción del sacrificio desarrollado más arriba. Pero sólo en apariencia; pues la transformación sacrificial de la víctima debe efectuarse sobre el altar, y no en el cuerpo del celebrante, mientras que la participación de los dos elementos puede a lo más representar el entierro y no la muerte sacrificial de Cristo. La Última Cena también podría haber sido un verdadero sacrificio sólo con la condición de que Cristo le hubiese dado la Comunión no sólo a los Apóstoles, sino que también la hubiese recibido Él mismo. Sin embargo, no hay evidencia de que tal comunión se realizó, probable como puede parecer. Por el resto, la Comunión del sacerdote no es el sacrificio, sino sólo el cumplimiento de, y participación en, el sacrificio; pertenece por lo tanto no a la esencia, sino a la integridad del sacrificio. Y esta integridad se conserva también absolutamente incluso en la tal llamada “Misa privada” en la cual el sacerdote comulga solo; las Misas privadas se permiten por esa razón (cf. Trento, Ses. XXII, can. 8). Cuando el Sínodo |Jansenista de Pistoia (1786) al proclamar el falso principio de que “la participación en el sacrificio es esencial al sacrificio”, demandaba que los fieles hicieran por lo menos una “comunión espiritual” como condición para permitir las Misas privadas, fue negado por el Papa Pío VI en su bulaAuctorem fidei” (1796) (vea Denzinger, n. 1528).

Después de eliminar el ofertorio y la Comunión, queda sólo la Consagración como la parte en la cual se debe buscar el verdadero sacrificio. En realidad, esa parte sola debe ser considerada como el acto sacrificial propiamente dicho, el cual es tal por la propia institución de Cristo. Ahora, las palabras del Señor son: “Este es mi Cuerpo; esta es mi Sangre.” La epiklesis oriental no puede ser considerada como el momento de consagración por la razón que no aparece en la Misa de Occidente y se sabe que se puso en práctica por primera vez después de los tiempos apostólicos (vea Eucaristía. El sacrificio también debe ser en el momento en que Cristo aparece personalmente como Sumo Sacerdote y el celebrante humano actúa sólo como su representante. Sin embargo, el sacerdote no asume la parte personal de Cristo ni en el ofertorio ni en la Comunión. El sólo hace eso cuando dice las palabras: “Este es mi Cuerpo; esta es mi Sangre”, en la cual no hay una posible referencia al cuerpo y sangre del celebrante. Mientras que se puede mostrar con certeza que la Consagración es el acto de Sacrificio, la necesidad de la doble consagración puede ser demostrada sólo como altamente probable. No sólo teólogos antiguos como Claude Frassen, Gotti y Bonacina, sino también teólogos posteriores tales como Schouppen, Stentrup y Fr. Schmid, han apoyado la insostenible teoría de que cuando uno de los elementos consagrados es inválido, tal como pan de cebada o cidra, la consagración del elemento válido no sólo produce el Sacramento, sino también el sacrificio (mutilado). Su principal argumento es que el sacramento en la Eucaristía es inseparable en idea del sacrificio. Pero ellos pasaron por alto completamente el hecho de que Cristo prescribió positivamente la consagración doble para el sacrificio de la Misa (no para el sacramento), y especialmente el hecho de que en la consagración de un elemento únicamente no está simbólicamente representada la intrínsecamente esencial relación de la Misa con el sacrificio de la Cruz. Ya que lo que Cristo sufrió no fue una mera muerte por sofocación, sino una muerte sangrienta, en la cual sus venas se vaciaron completamente, esta condición de separación debe recibir representación visible sobre el altar, como en un drama sublime. Esta condición se realiza sólo por la doble consagración, que trae ante nuestros ojos el Cuerpo y la Sangre en el estado de separación, y así representa el derramamiento místico de sangre. En consecuencia, la doble consagración es un elemento absolutamente esencial de la Misa como un sacrificio relativo.

Carácter Metafísico de la Misa

Al haber establecido en la consagración de las dos especies la esencia física de la Misa, surge la pregunta metafísica de si en esta doble consagración se realiza y en qué grado el concepto científico de sacrificio. Ya que las tres ideas (sacerdote sacrificador, don sacrificial y objeto sacrificial) no presentan dificultades al entendimiento, finalmente vemos que el problema estriba completamente en la determinación del acto sacrificial real (actio sacrifica), y ciertamente no tanto en la forma de este acto como en la materia, puesto que la Víctima glorificada, a consecuencia de su impasibilidad, no puede ser realmente transformada, mucho menos destruida. En su investigación de la idea de destrucción, los teólogos post- tridentinos han usado toda su agudeza, a menudo con resultados brillantes, y han elaborado una serie de teorías respecto al Sacrificio de la Misa, del cual, sin embargo, podemos discutir sólo las más notables e importantes. Pero primero, para que tengamos a mano un estándar crítico y confiable con el cual probar la validez o invalidez de las varias teorías, afirmamos que una teoría robusta y satisfactoria debe satisfacer las siguientes cuatro condiciones.

  • la consagración doble debe mostrar no sólo el relativo, sino también el momento absoluto del sacrificio, de modo que la Misa no consista en una mera relación, sino que pueda ser revelada como un verdadero sacrificio en sí misma; * el acto de sacrificio (actio sacrifica), velado en la doble consagración, debe referirse directamente a la materia sacrificial, es decir al Cristo Eucarístico mismo, no a los elementos del pan y vino o sus especies incorpóreas.
  • el sacrificio de Cristo debe de algún modo resultar en una kenosis, no en una glorificación, puesto que ésta última es a lo más el objeto del sacrificio, no el sacrificio mismo.
  • puesto que esta postulada kenosis, sin embargo, puede ser irreal, sólo una mística y sacramental, debemos valorar inteligentemente esos momentos que aproximan en algún grado la “muerte mística” a una postración real, en lugar de rechazarlos.

Con la ayuda de estos cuatro criterios es comparativamente fácil llegar a una decisión respecto a la probabilidad u otramente de las diferentes teorías respecto al sacrificio de la Misa.

(i) El jesuita Gabriel Vásquez, cuya teoría fue apoyada por Giovanni Perrone en el siglo XIX, requiere para la esencia de un sacrificio absoluto sólo---y así en el caso presente, para el Sacrificio de la Cruz---una destrucción real o la muerte real de Cristo, mientras que para la idea del sacrificio relativo de la Misa es suficiente que la muerte anterior sobre la Cruz sea representada visiblemente en la separación del Cuerpo y la Sangre sobre el altar. Esta opinión pronto encontró un crítico agudo en el cardenal Juan de Lugo, quien, apelando a la definición tridentina de Misa como un sacrificio propio y verdadero, reprendió a Vásquez por reducir la Misa a un sacrificio puramente relativo. Si Jefté resucitara de la tumba con su hija hoy día, argumenta él (De Euchar., disp. XIX, sec. 4, N. 58), y presentara ante nuestros ojos una reproducción dramática en vivo del asesinato de su hija según la moda de la tragedia, sin duda que veríamos no un sacrificio verdadero, sino una representación histórica o dramática del anterior sacrificio cruento. Esto podría de hecho satisfacer la noción de un sacrificio relativo, pero ciertamente no la noción de la Misa, la cual incluye en sí mima tanto el momento sacrificial relativo como el absoluto (en oposición al meramente relativo). Si la Misa ha de ser algo más que un drama de la Pasión Ober-Ammergau, entonces no sólo Cristo debe aparecer en su personalidad real sobre el altar, sino que Él debe también ser en alguna manera realmente sacrificado sobre ese mismo altar. La teoría de Vásquez así falla en cumplir con la primera condición mencionada arriba.

Hasta cierto punto la teoría opuesta a la de Vásquez es la del Cardenal Cienfuegos, quien, mientras que exagera el momento absoluto de la Misa, subestima el momento relativo igualmente esencial del sacrificio. Él encuentra la destrucción sacrificial del Cristo Eucarístico en la suspensión voluntaria de los poderes sensoriales (especialmente la vista y el oído), que el modo de existencia sacramental implica, y que dura desde la Consagración hasta la mezcla de las dos especies. Pero aparte del hecho de que uno no puede hacer de un “theologumenon” hipotético la base de una teoría, uno no puede desde tal punto de vista defender exitosamente la indispensabilidad de la doble consagración. Igualmente difícil es encontrar en la voluntaria rendición de las funciones sensitivas del Cristo Eucarístico el momento relativo de sacrificio, es decir, la representación del sacrificio cruento de la Cruz.

El punto de vista de Francisco Suárez, adoptado por Scheeben, es tanto exaltante como impositivo; la transformación real del don sacrificial a que se refiere es la destrucción de los elementos Eucarísticos (en virtud de la Transubstanciación) en su conversión en el precioso Cuerpo y Sangre de Cristo (immulatio perfectiva), igual que, en el sacrificio del incienso del Antiguo Testamento, el fuego transformaba los granos de incienso en la altísima y preciosa forma del más suave olor y fragancia. Pero, ya que la anterior destrucción de las substancias de pan y vino de ningún modo puede ser considerada como el sacrificio del Cuerpo y Sangre de Cristo, Francisco Suárez es finalmente obligado a identificar la producción sustancial de la Víctima Eucarística con el sacrificio de la misma. Aquí se revela de inmediato una seria debilidad, ya claramente percibida por Juan de Lugo. Puesto que la producción de una cosa nunca puede ser identificada con su sacrificio; de otro modo uno pudiera declarar que la producción de plantas del jardinero o la crianza de ganado del agricultor es un sacrificio. Así, la idea de kenosis que en las mentes de todos los hombres está íntimamente ligada con la noción de sacrificio, y que hemos dado arriba como nuestra tercera condición, está ausente en la teoría de Francisco Suárez. Ofrecer algo como sacrificio siempre significa despojarse uno de ello, incluso aunque este propio despojo pueda llevar finalmente a la exaltación.

En Alemania encontró gran favor la profunda pero pobremente desarrollada teoría de Valentín Thalhofer. Sin embargo, no necesitamos exponerla aquí especialmente porque descansa en la falsa base de un supuesto “sacrificio celestial” de Cristo que, al igual que la virtual continuación del Sacrificio de la Cruz, se convierte en un fenómeno temporal y espacial en el Sacrificio de la Misa. Pero, como enseñan prácticamente todos los otros teólogos, la existencia de este sacrificio celestial (en el sentido estricto) es sólo un bello sueño teológico, y de ningún modo puede ser demostrado desde la Epístola a los Hebreos.

(ii) Al rechazar las antedichas teorías respecto al Sacrifico de la Misa, los teólogos hodiernos buscan de nuevo una aproximación más cercana a la concepción pre-tridentina, al darse cuenta que la teología post-tridentina quizás, por razones polémicas, ha exagerado innecesariamente la idea de la destrucción en el sacrificio. La antigua concepción, que nuestros catecismos incluso hoy día proclaman al pueblo como la más natural e inteligible, se puede declarar sin miedo como la opinión patrística y tradicional; su reinstalación a la posición de estima general es gracias al Padre Billot (De sacram., I, 4ta ed., Roma, 1907, pp. 567 ss.). Puesto que esta teoría refiere el momento absoluto del sacrificio a la “muerte mística sacramental” (activa), y el relativo a la “separación (pasiva) del Cuerpo y Sangre”, ciertamente ha hecho la “espada de doble filo” de la doble consagración la causa de donde procede el doble carácter de la Misa como un sacrificio absoluto (real en sí mismo) y relativo. Tenemos un sacrificio absoluto, pues la Víctima es---no en specie propria, sino in specie aliena---matada sacrificialmente, tenemos también un sacrificio relativo, puesto que la separación sacramental del Cuerpo y la Sangre representa perceptiblemente el derramamiento de Sangre en la Cruz.

Mientras que esta opinión cumple todos los requisitos de la naturaleza metafísica del Sacrificio de la Misa, no creemos correcto rechazar irreflexivamente la algo más elaborada teoría de Leonard Lessius en lugar de utilizarla en el espíritu de la opinión tradicional para la extensión de la idea de una “muerte mística”. Lessius (De perfect. moribusque div. XII, XIII) va más allá de la antigua explicación al añadir la cierta observación de que la fuerza intrínseca de la doble consagración tendría como resultado un derramamiento de sangre sobre el altar actual y verdadero, si éste no fuera per accidens imposible en consecuencia de la impasibilidad del Cuerpo de Cristo transfigurado. Puesto que ex vi verborum la consagración del pan hace realmente presente sólo el Cuerpo y la consagración del Cáliz sólo la Sangre, la tendencia o la doble consagración es hacia una exclusión formal de la Sangre del Cuerpo. La muerte mística así se acerca más a una destrucción real y el momento sacrificial absoluto de la Misa recibe una confirmación importante. A la luz de esta opinión, la famosa declaración de San Gregorio Nacianceno se vuelve de especial importancia ("Ep. CLXXI, ad Amphil." en P.G., XXXVII, 282): "No duden en orar por mí… cuando con un golpe incruento [anaimakto tome] separas [temnes] el Cuerpo y la Sangre del Señor; teniendo el lenguaje como una espada [phonen echon to Xiphos]."

Como antiguo alumno del cardenal Franzelin (De Euchar., p. II, thes. XVI, Roma, 1887), el presente escritor puede quizás hablar una buena palabra para la una vez popular, pero recién combatida teoría del cardenal de Lugo, que Franzelin revivió después de un largo período de abandono, sin embargo, no es que él intente proclamar la teoría en su forma presente como completamente satisfactoria, pues, con mucho por la cual recomendarla, también tiene serios defectos. Sin embargo, creemos que esta teoría, como la de Lessius, puede ser más útil si se utiliza para desarrollar, suplementar y profundizar la opinión tradicional. Comenzando por el principio de que la destrucción Eucarística puede ser no una física sino moral, De Lugo encuentra este vaciamiento en la reducción voluntaria de Cristo a la condición de comida (reduction ad statum cibi el potus), en virtud de la cual el Salvador, a modo de comida inanimada, se pone Él mismo a merced de la humanidad. Nadie puede negar que esto es verdaderamente equivalente a una kenosis real. En esto el púlpito cristiano tiene a su disposición una fuente verdaderamente inagotable de excelsos pensamientos con los cuales ilustrar en lenguaje resplandeciente la humildad y amor, la privación y el desamparo de Nuestro Salvador bajo el velo sacramental. Su magnánima sumisión a la irreverencia, al deshonor y sacrilegio, y con la cual incluso hoy día el fuego del propio sacrificio que una vez ardió en la Cruz todavía envía sus lenguas de fuego de forma misteriosa desde el Corazón de Jesús a nuestros altares.

Mientras en esta condescendencia incomprensible el momento absoluto del sacrificio se descubre de forma especialmente sorprendente, uno es renuentemente obligado a reconocer la ausencia de dos de los otros requisitos: en primer lugar, la necesidad de la doble consagración no se hace aparente propiamente, puesto que una sola consagración sería suficiente para producir la condición de comida, y por lo tanto produciría el sacrificio; segundo, la reducción al estado de comestibles revela no la más débil analogía a la Sangre---derramada en la Cruz, y así no se trata propiamente con el momento relativo del Sacrificio de la Misa. Por lo tanto, parece que la teoría de De Lugo no sirve de nada en relación a esto. No obstante, rinde el mejor servicio al extender la idea tradicional de la “muerte mística”, puesto que ciertamente la reducción de Cristo a alimento es y significa ser nada más que la preparación de la víctima místicamente matada para la fiesta sacrificial de la Comunión del sacerdote y los fieles.

Causalidad de la Misa

En esta sección se tratará: (a) los efectos (effectus) del Sacrificio de la Misa, que prácticamente coinciden con los varios fines para los cuales se ofrece el Sacrificio, esto es, adoración, acción de gracias, impetración y expiación; (b) la manera de su eficacia (modus efliciendi), que reside en parte objetivamente en el Sacrificio de la Misa mismo (ex opere operato), y en parte depende subjetivamente de la devoción personal y piedad del hombre (ex opere operantis).

Los Efectos del Sacrificio de la Misa

Los reformadores se vieron obligados a rechazar completamente el Sacrificio de la Misa, puesto que ellos reconocían la Eucaristía meramente como un sacramento. Ambas opiniones se basaban en la reflección, propiamente apreciada arriba, que el sacrificio cruento de la Cruz era el solo Sacrificio de Cristo y de la cristiandad y así no reconoce el Sacrificio de la Misa. Ellos habían aprobado antes la Misa como sacrificio de alabanza y acción de gracias en un sentido simbólico o figurado, y Philipp Melancthon resintió la acusación de que los protestantes la habían abolido completamente. A lo que se oponían más tenazmente era a la doctrina católica de que la Misa es un sacrificio no sólo de alabanza y acción de gracias, sino también de impetración y reparación, cuyos frutos pueden beneficiar a otros, mientras que es evidente que un sacramento como tal puede beneficiar sólo al recipiente. Aquí el Concilio de Trento se interpuso con una definición de fe (Ses. XXII, can. III): "Si alguno dice que la Misa es sólo un sacrificio de alabanza y acción de gracias… pero no un sacrificio propiciatorio; o, que sólo se beneficia el recipiente, y que no debe ser ofrecido por los vivos y los muertos, por los pecados, castigos, satisfacciones y otras necesidades, sea anatema" (Denzinger, n. 950). En ese canon, que da un resumen de todos los efectos sacrificiales en orden, el sínodo enfatiza la naturaleza propiciatoria e impetratoria del sacrificio. Propiciación (propitiatio) y petición (impetratio) son distintas una de otra, puesto que la última apela a la bondad y la primera a la misericordia de Dios. Por lo tanto, naturalmente, difieren también en cuanto a sus objetos, pues, mientras que la petición está dirigida hacia nuestros intereses espirituales y temporales y necesidades de todas clases, la propiciación se refiere a nuestros pecados (percata) y a los castigos temporales (poenae), que deben ser expiados con obras de penitencia o satisfacción (satisfactiones) en esta vida, o de otro modo por el correspondiente sufrimiento en el Purgatorio. Respecto a todo esto el impetratorio y expiatorio Sacrificio de la Misa es de la mayor utilidad, tanto para los vivos como para los muertos.

Si se pidiese un fundamento bíblico para la doctrina tridentina, primero debemos argumentar como sigue: Así como había en el Antiguo Testamento, en adición a los sacrificios de alabanza y acción de gracias, sacrificios propiciatorios e impetratorios (cf. Levítico 4ss; 2 Samuel 24,21ss. etc.), el Nuevo Testamento, como su prototipo, debe también tener un sacrificio que sirva y satisfaga para todos estos objetos. Pues según la profecía de Malaquías, ése es la Misa, que la Iglesia debe celebrar en todos los lugares y todos los tiempos. Por lo tanto, la Misa es el sacrificio impetratorio y propiciatorio. En cuanto a la referencia especial a su carácter propiciatorio, la historia de la institución establece que la Sangre de Cristo está en el cáliz "para la remisión de pecados" (Mateo 26,28).

Sin embargo, la principal fuente de nuestra doctrina es la tradición, que desde tiempos remotos declara el valor impetratorio del Sacrificio de la Misa. Según Tertuliano (Ad scapula, II), los cristianos sacrificaban "por el bienestar del emperador" (pro salute imperatoris); según Crisóstomo (Hom. XXI en Act. Apost., n. 4), "por los frutos de la tierra y otras necesidades". San Cirilo de Jerusalén (d. 386) describe la liturgia de la Misa de su tiempo como sigue (Cat. Mist 5, núm. 8): "Después del Sacrificio espiritual [pneumatike thysia], se completa el servicio incruento [anaimaktos latreia]; oramos a Dios, con este sacrificio de propiciación [epi tes thysias ekeines tou ilasmou] por la paz universal de las Iglesias, por el adecuado gobierno del mundo, por el emperador, soldados y acompañantes, por los enfermos y por los muertos, por los que están involucrados en problemas y en general por todos los que necesitan ayuda, oramos y ofrecemos este sacrificio [tauten prospheromen ten thysian]. Luego conmemoramos a los patriarcas, profetas, los Apóstoles, mártires, para que Dios, por sus oraciones e intercesión, acepte benignamente nuestras súplicas. Luego oramos por los muertos… pues creemos que será del mayor beneficio [megisten onesin esesthai], si a la vista de la santa y muy majestuosa Víctima [tes hagias kai phrikodestates thysias] hacemos nuestras oraciones por ellos. El Cristo, que fue muerto por nuestros pecados, sacrificamos [Christon esphagmenon yper ton emeteron amartematon prospheromen] para propiciar al Dios misericordioso por aquellos que se han ido antes que nosotros y por nosotros mismos.”

Este hermoso pasaje, que lee como un devocionario moderno, es interesante en más de un aspecto. En primer lugar, prueba que la antigüedad cristiana reconocía el ofrecimiento de la Misa por los difuntos, igual que nuestra Iglesia reconoce hoy día las Misas de Réquiem---un hecho que es confirmado por otros testigos independientes, por ejemplo Tertuliano (De monog., X), San Cipriano de Cartago (Ep. LXVI, n. 2), y Agustín (Confes., IX, 12). En segundo lugar, nos informa que nuestra llamada Misa de los Santos también tenía su tipo entre los cristianos primitivos, y para esta opinión asimismo encontramos otros testimonios, por ejemplo, Tertuliano (De Cor., III) y Cipriano (Ep. XXXIX, n. 3). Misa de Santos no significa ofrecer la Misa a un santo, que sería la más vergonzosa idolatría, sino un sacrificio, el cual, al ser ofrecido a Dios solamente, por un lado le da gracias a Él por la triunfal coronación de los santos, y por el otro apunta a procurar para nosotros la eficaz intercesión del santo ante Dios. Tal es la auténtica explicación del Concilio de Trento (Ses. XXII cap, III, en Denzinger, n. 941). Con esta triple limitación, las Misas "en honor de los santos" no son ciertamente un vil “engaño”, sino que son moralmente permisibles, como declara específicamente el Concilio de Trento (loc. cit. can. V); "Si alguno dice que es un engaño celebrar Misas en honor a los santos y para obtener su intercesión ante Dios, como pretende la Iglesia, sea anatema”. En el presente caso se asume, por supuesto, la permisividad moral general de invocar la intercesión de los santos, de la cual se hablará en otro artículo.

Mientras que la adoración y la acción de gracias son efectos de la Misa que se relacionan a Dios solo, por otro lado, los logros de la impetración y expiación se revierten al hombre. Así también los teólogos llaman a estos últimos dos efectos los "frutos de la Misa" (fructus missae) y esta distinción nos lleva a la discusión de la difícil y frecuentemente hecha pregunta de si le vamos a atribuir valor finito o infinito al Sacrificio de la Misa. Esta pregunta no es de las que se puede contestar con un sí o no. Pues, aparte de la antedicha distinción entre adoración y acción de gracias por un lado e impetración y expiación por el otro, debemos distinguir claramente entre el valor intrínseco y el extrínseco de la Misa (valor intrinsecus, extrinsecus). En cuanto a su valor intrínseco, parece más allá de toda duda que, en vista del infinito valor de Cristo como víctima y Sumo Sacerdote en una Persona, el sacrificio debe ser considerado como de valor infinito, tal como el de la Última Cena y el de la Cruz. Sin embargo, debemos aquí enfatizar fuertemente una vez más que el hecho de la actividad sacrificial continua de Cristo en el Cielo no sirve y no puede servir para acumular méritos redentores nuevos y para asumir valor objetivo nuevo; simplemente acuña en moneda corriente, por así decirlo, los méritos redentores obtenidos definitiva y perfectamente en el Sacrificio de la Cruz, y los pone en circulación entre la humanidad. Esta también es la enseñanza del Concilio de Trento (Ses. XXII, cap. II): “de cuya oblación cruenta los frutos se obtienen abundantemente a través de este incruento (la Misa).” Pues incluso en su carácter de sacrificio de adoración y acción de gracias, la Misa extrae su valor total y todo su poder sólo del Sacrificio de la Cruz que Cristo hace de incesante eficacia en el Cielo (cf. Romanos 8,34; Hebreos 7,25). Sin embargo, no hay razón por la cual este valor intrínseco de la Misa derivado del Sacrificio de la Cruz, hasta donde representa un sacrificio de adoración y acción de gracias, no podría operar hacia fuera hasta el alcance total de su infinitud, pues parece inconcebible que el Padre Celestial pueda aceptar con otra que con infinita satisfacción el sacrificio de su Hijo Unigénito. En consecuencia Dios, como ya había profetizado Malaquías, es honrado, glorificado y alabado en grado infinito en la Misa; a través de Nuestro Señor Jesucristo los hombres le dan gracias por todos sus beneficios de modo infinito, de un modo digno de Dios.

Pero cuando volvemos a la Misa como un sacrificio de impetración y expiación, el caso es diferente. Mientras que debemos siempre considerar su valor intrínseco como infinito, puesto que es el sacrificio del Dios-Hombre mismo, su valor extrínseco debe ser necesariamente finito en consecuencia de las limitaciones de hombre. El alcance de los llamados “frutos de la Misa” es limitado. Así como un pequeño pedazo de manera no puede contener en sí mismo toda la energía del sol, así mismo, y en un mayor grado, el hombre es incapaz de convertir el valor ilimitado del sacrificio impetratorio y expiatorio en un efecto infinito para su alma. Por lo que, en la práctica, el valor impetratorio del sacrificio es siempre tan limitado como lo es su valor propiciatorio y satisfactorio. La mayor o menor medida de los frutos obtenidos dependerá mucho naturalmente de los esfuerzos personales y dignidad, la devoción y el fervor de los que celebran o están presentes en la Misa. Esta limitación de los frutos de la Misa no debe, sin embargo, ser mal interpretada para significar que la presencia de una congregación numerosa causa una disminución de los beneficios derivados del Sacrificio por cada individuo, como si tales beneficios fueran de algún modo divididos en tantas partes alícuotas. Ni la Iglesia ni los cristianos tienen ninguna tolerancia para el falso principio: “A menor sea el número de fieles en la Iglesia, más ricos serán los frutos”. Por el contrario, la Novia de Cristo desea para cada Misa una iglesia llena, estando correctamente convencida que de los tesoros ilimitados de la Misa resulta mucha más gracia para el individuo en un servicio que tiene participación de la congregación completa, que en una a la que asistan sólo unos pocos fieles. Este valor infinito relativo se refiere ciertamente sólo a los frutos generales de la Misa (fructus generalis) y no a los especiales (fructus specialis), dos términos cuya diferencia se definirá claramente más adelante. Aquí, sin embargo, haremos notar que por los frutos especiales de la Misa se entiende que para la aplicación de la misma para una intención especial el sacerdote debe aceptar un estipendio.

Ahora surge la pregunta de si a este respecto el valor aplicable de la Misa se considerará finito o infinito (o, más precisamente, ilimitado). Esta pregunta es importante en vista de las consecuencias prácticas que envuelve. Pues si nos decidimos a favor del valor ilimitado, una sola Misa celebrada por cien personas o intenciones es tan eficaz como cien Misas celebradas por una sola persona o intención. Por otro lado, es claro que, si nos inclinamos hacia el valor finito, el fruto especial se divide pro rata entre las cien personas. En su búsqueda de una respuesta para esta pregunta, se distinguen dos clases de teólogos según sus tendencias: la minoría (Gotti, Billuart, Antonio Ballerini, etc.) se inclinan a sostener la certeza o por lo menos la probabilidad de la primera opinión, argumentando que la dignidad infinita del Sumo Sacerdote Cristo no puede ser limitada por la actividad sacrificial finita de su representante humano. Pero puesto que la Iglesia ha prohibido completamente como un ruptura de la estricta justicia que un sacerdote pueda tratar de efectuar, al decir una sola Misa, las obligaciones impuestas por varios estipendios (vea Denzinger, n. 1110) estos teólogos se apresuran a admitir que su teoría no se debe traducir a la práctica, a menos que el sacerdote aplique tantas Misas individuales para todas las intenciones de los que dan los estipendios como estipendios ha recibido. Pero puesto que la Iglesia ha hablado de justicia estricta (justitia commutativa), la abrumadora mayoría de teólogos se inclinan incluso teóricamente a la convicción de que el valor satisfactorio---y según muchos también el propiciatorio e impetratorio---de la Misa por la cual se ha recibido un estipendio está estrictamente circunscrito y limitado desde el comienzo, que se acumula pro rata (según sea mayor o menor el número de vivos o muertos por quienes se ofrece la Misa) a cada individuo. Sólo basados en esa hipótesis es que prevalece la costumbre entre los fieles de mandar a celebrar varias Misas por los difuntos o por sus intenciones inteligibles.

Sólo sobre tal hipótesis se puede uno explicar las ampliamente establecidas “Asociaciones de Misas”, una unión piadosa cuyos miembros voluntariamente se obligan a mandar por lo menos una Misa anualmente por las pobres almas en el Purgatorio. Tan temprano como en el siglo VIII hallamos en Alemania la llamada “Totenbund” (vea Pertz, “Monum. Germaniae hist.: Leg.”, II, I, 221). Pero probablemente la mayor de tales sociedades es la Messbund de Ingolstadt, fundada en 1724; fue elevada al rango de confraternidad (Confraternidad de la Inmaculada Concepción) el 3 de febrero de 1874, y para 1908 contaba con 680,000 miembros (cf. Beringer, "Die Ablasse, ihr Wesen u. ihr Gebrauch", 13th ed., Paderborn, 1906, pp. 610 ss.). Honoré Tournély (De Euch. q. VIII, a. 6) ha buscado también bases de probabilidad internas importantes a favor de esta opinión, por ejemplo, al advertir el curso visible de la Divina Providencia: todos los efectos naturales y sobrenaturales en general se ven como lentos y graduales, no momentáneos ni intermitentes, por lo cual es la más santa intención de Dios que el hombre pueda, por sus esfuerzos personales, luche por medio del mayor número posible de Misas para participar en los frutos del Sacrificio de la Cruz.

Forma de eficacia de la Misa

En frase teológica un efecto “desde la obra de la acción” (ex opere operato) significa una gracia condicionada exclusivamente por el objetivo que trae a la actividad de una causa del orden sobrenatural, en relación con la cual la propia disposición del sujeto viene subsiguientemente a la cuenta sólo como una condición antecedente indispensable (conditio sine qua non), pero no como una causa conjunta real (concausa). Así, por ejemplo, el bautismo por su mera administración produce ex opere operato la gracia interior en cada recipiente del sacramento que en su corazón no pone obstáculo (obez) a la recepción de las gracias del bautismo. Por otro lado, todos los efectos sobrenaturales, los cuales, presuponiendo el estado de gracia se realizan por las acciones y ejecuciones personales del sujeto (por ejemplo, todo lo obtenido por la simple oración) son llamados efectos “por la obra del agente”; (ex opere operantes). Nos confrontamos ahora con la pregunta difícil: ¿De qué manera el Sacrificio Eucarístico realiza sus frutos y efectos? Puesto que los primeros escolásticos le dieron poca atención a este problema, le debemos a los escolásticos posteriores casi toda la luz arrojada al asunto.

(i) Primero que nada es necesario aclarar que en cada sacrificio de la Misa participan realmente cuatro clases de personas.

A la cabeza de todos está por supuesto el Sumo Sacerdote, Cristo mismo; para hacer fructífero el Sacrificio de la Cruz para nosotros y para asegurar su aplicación, Él se ofrece a sí mismo como sacrificio, lo cual es independiente de los méritos o deméritos de la Iglesia, el celebrante o los fieles presentes en el sacrificio, y es para éstos un opus operatum.

Luego después de Cristo y en segundo lugar viene la Iglesia como una persona jurídica, quien, según la enseñanza precisa del Concilio de Trento (Ses. XXII, cap. I), ha recibido de manos de su Divino Fundador la institución de la Misa y también la comisión de ordenar sacerdotes constantemente y que éstos celebran el muy venerable Sacrificio. Esta etapa intermediaria entre Cristo y el celebrante no puede ser obviada ni eliminada, puesto que un sacerdote malo e inmoral, como oficial eclesiástico, no ofrece su propio sacrificio---el cual ciertamente sería impuro---sino el inmaculado Sacrificio de Cristo y su novia inmaculada, que no puede ser manchada por la maldad del celebrante. Pero a esta actividad sacrificial especial de la Iglesia, ofreciendo el sacrificio junto con Cristo, también debe corresponder un mérito eclesiástico-humano como un fruto, el cual, aunque por sí mismo un opus operantis de la Iglesia, es todavía completamente independiente de la dignidad del celebrante y los fieles y por lo tanto constituye para éstos un opus operatum. Sin embargo, como [[Juan de Lugo correctamente señala, si un sacerdote suspendido o excomulgado celebra retando la prohibición de la Iglesia, el mérito de dicho eclesiástico se pierde, puesto que tal sacerdote ya no actúa en nombre y con la comisión de la Iglesia. Sin embargo, su sacrificio es válido, puesto que en virtud de su ordenación sacerdotal, él celebra en nombre de Cristo, aunque en oposición a sus deseos, y como el propio sacrificio de Cristo, incluso dicha Misa permanece esencialmente como un sacrificio inmaculado y limpio ante Dios. Estamos obligados a concurrir en otra opinión de Juan de Lugo, es decir, que la grandeza y alcance de este servicio eclesiástico depende de la mayor o menor santidad del Papa reinante, los obispos y el clero a través del mundo, y que por esta razón en tiempos de decadencia eclesiástica y laxitud moral (especialmente en la corte papal y entre el episcopado) los frutos de la Misa, que resultan de la actividad sacrificial de la Iglesia, bajo ciertas circunstancias, pueden fácilmente ser muy pequeños.

Con Cristo y su Iglesia se asocia en tercer lugar el sacerdote celebrante, puesto que él es el representante a través del cual el Cristo real y místico ofrece el sacrificio. Por lo tanto, si el celebrante es un hombre de gran devoción personal, santidad y pureza, habrá acumulación de un fruto adicional que le beneficiará no sólo a sí mismo, sino también a aquéllos en cuyo favor él aplica la Misa. Los fieles son así guiados por un sano instinto cuando prefieren que las Misas por sus intenciones las celebre un sacerdote santo e íntegro en lugar de uno indigno, puesto que, en adición al principal fruto de la Misa, ellos se aseguran ese fruto especial que surge ex opera operantes, de la piedad del celebrante.

Finalmente, y en cuarto lugar, se debe mencionar a aquéllos que participan activamente en el Sacrificio de la Misa, por ejemplo, los servidores, sacristán, organista, cantores y la congregación completa que se reúne en el sacrificio. Por lo tanto, el sacerdote ora también en su nombre: Offerimus (es decir, ofrecemos). Es evidente sin más demostración que el efecto resultante de esta actividad sacrificial (metafórica) depende completamente de la dignidad y piedad de aquéllos que toman parte en ella y así resulta exclusivamente ex opere operantes. Mientras más ferviente sea la oración, más ricos serán los frutos. Más íntima es la participación activa en el Sacrificio de aquellos que reciben la Sagrada Comunión durante la Misa, puesto que en su caso los frutos especiales de la Comunión se añaden a aquellos de la Misa. Si la Comunión sacramental es imposible, el Concilio de Trento (Ses. XXII, cap. VI) aconseja a los fieles hacer por lo menos la “Comunión espiritual” (spirituali effectu communicare), que consiste en un deseo ardiente de recibir a Jesús Eucarístico. Sin embargo, como ya hemos enfatizado, la omisión de la Comunión real o espiritual de parte de los fieles presentes no hace la Misa ni inválida ni ilegal, por lo cual la Iglesia incluso permite “Misas privadas”, la cual puede por causas razonables ser celebrada en una capilla a puertas cerradas.

(ii) En adición a los participantes activos, los hay también pasivos en el Sacrificio de la Misa. Éstos son aquellas personas a cuyo favor se ofrece el Sacrificio de la Misa---incluso puede ser sin su conocimiento y en oposición a sus deseos. Éstos forman tres categorías: la comunidad, el celebrante y la persona (o personas) por quien se ofrece la Misa especialmente. A cada una de estas tres clases corresponde “ex opere operato” un fruto especial de la Misa, ya sea un efecto impetratorio del Sacrificio de Petición o un efecto propiciatorio y satisfactorio del Sacrificio de Expiación. Aunque el desarrollo de la enseñanza respecto al triple fruto de la Misa comienza sólo con Escoto (Quaest. Quodlibetr. XX), sin embargo está basado en la misma esencia del Sacrificio en sí mismo. Puesto que, según la fraseología del Canon de la Misa, la oración y el sacrificio se ofrecen por todos los presentes, la Iglesia completa, el Papa, el obispo diocesano, los fieles vivos y difuntos, e incluso “por la salvación del mundo entero”, sobre todo debe resultar un “fruto general” (fructus generalis) para toda la humanidad, cuya concesión descansa inmediatamente en la voluntad de Cristo y su Iglesia, y no puede ser frustrada por una intención contraria del celebrante. En este fruto participan incluso del excomulgados, herejes e infieles, principalmente para que se conviertan.

La segunda clase de fruto (fructus personalis, specialissimus) recae en la parte personal del celebrante, puesto que sería injusto que---aparte de su dignidad y piedad (opus operantis)---saliera con las manos vacías del sacrificio. Entre estos dos frutos descansa el tercero, el tal llamado “fruto especial de la Misa” (fructus specialis, medius, o ministerialis), que usualmente se aplica a personas vivas o muertas particulares según la intención del celebrante o donante del estipendio. Esta “aplicación” descansa tan exclusivamente en las manos del sacerdote que incluso la prohibición de la Iglesia no puede hacerlo ineficaz, aunque el celebrante en ese caso pecase de desobediencia. Pues la existencia del fruto especial de la Misa, correctamente defendido por el Papa Pío VI contra el Sínodo Jansenista de Pistoia (1786), tenemos el testimonio también de la antigüedad cristiana, que ofrecía el Sacrificio por personas e intenciones especiales. Para asegurar de todos modos el efecto determinado de este fructus specialis, Francisco Suárez (De Euch., disp. LXXIX, Secc. 10) da a los sacerdotes el sabio consejo que deben siempre añadir a la primera una “segunda intención” (intentio secunda), la cual tomaría su lugar si la primera fuese ineficaz.

(iii) El modo especial de eficacia del Sacrificio de Expiación se enfrenta a un último y completamente separado problema. Como sacrificio expiatorio, la Misa tiene la doble función de borrar los pecados propiamente dichos, especialmente los mortales (effectus stricte propitiatorius), y también de quitar, en el caso de aquéllos en estado de gracia, los castigos temporales que falten por sufrir (effectus satisfactorius). La pregunta principal es: ¿Se produce este efecto ex opere operato mediata o inmediatamente? En cuanto al perdón real del pecado, en oposición a teólogos anteriores (Aragón, Casalis, Gregorio de Valencia), se debe sostener como indudable el principio cierto que el sacrificio expiatorio de la Misa no puede realizar el perdón de los pecados mortales, a menos que no sea por la contrición y la penitencia, y por lo tanto sólo mediatamente a través de la gracia de la conversión (cf. Concilio de Trento, Ses. XXII, cap. II: “donum paenitentiae concedens”). Sin embargo, con esta limitación la Misa puede remitir aún los pecados más dolorosos (Concilio de Trento, 1. C., "Crimina et peccata etiam ingentia dimittit"). Puesto que, según la presente economía de la salvación, ningún pecado cualquiera que sea, mortal o venial, no puede ser perdonado sin un acto de arrepentimiento, debemos limitar la eficacia de la Misa, incluso en el caso de pecados veniales, para obtener para los cristianos la gracia de la contrición para pecados menos serios (Ses. XXII, cap. I). Es ciertamente esta actividad puramente mediata lo que constituye la distinción esencial entre el sacrificio y el sacramento. Si la Misa remitiera los pecados inmediatamente ex opere operato, como el Bautismo o la Confesión, sería un sacramento de los muertos y dejaría de ser un sacrificio (vea Sacramentos).

Respecto a la remisión del castigo temporal debido por el pecado, sin embargo, el cual parece efectuarse de manera inmediata, nuestro juicio debe ser diferente. La razón descansa en la distinción intrínseca entre el pecado y su castigo. Sin la cooperación personal y dolor del pecador, es imposible que Dios perdone ninguna clase de pecado; sin embargo, esto no se puede decir de la mera remisión del castigo. Una persona puede válidamente exonerar de las deudas o multas de otro, incluso sin informar al deudor de su intención. Esta misma regla se aplica a una persona justa, quien después de su justificación, está todavía agobiado con el castigo temporal consecuente con sus pecados. Es cierto que, sólo de esta forma inmediata, se le puede dar ayuda a las pobres almas del Purgatorio a través del Sacrificio de la Misa, puesto que ellos están en adelante impedidos de realizar obras personales de satisfacción (cf. Concilio de Trento, Ses. XXV, de Purgat.). De esta consideración podemos deducir por analogía la conclusión legítima de que este es exactamente el mismo caso respecto a los vivos.

Preguntas Prácticas Respecto a la Misa

De la valoración muy alta que la Iglesia pone en la Misa como sacrificio incruento del Hombre-Dios salen, por así decirlo, de forma espontánea todos los preceptos prácticos de un carácter positivo o negativo, que se dan en las rúbricas de la Misa, en derecho canónico y en Teología Moral. Pueden ser convenientemente divididos en dos categorías, según estén destinados a asegurar el más alto grado posible de dignidad objetiva del Sacrificio o la dignidad subjetiva del celebrante.

1. Preceptos para la Promoción de la Dignidad del Sacrificio

(a) Uno de los más importantes requisitos para la digna celebración de la Misa es que el lugar en el cual se ha de celebrar el muy santo Misterio sea uno adecuado. Puesto que, en los días de la Iglesia Apostólica no había iglesias ni capillas, se nombraban hogares privados con acomodación apropiada para solemnizar el “partir del pan” (cf. Hch. 2,46; 20,7 ss; Col. 4,15; Fil. 2). Durante la era de las persecuciones los servicios Eucarísticos en Roma se transfirieron a las catacumbas, donde los cristianos se creían seguros de los agentes del gobierno. Las primeras “casas de Dios” se remontan ciertamente a fines del siglo II, como aprendemos por Tertuliano (Adv. Valent., III) y Clemente de Alejandría (Stromata I.1). En la segunda mitad del siglo IV (370 d.C.) San Optato de Mileve (De Schism Donat. II, IV) pudo ya contar más de cuarenta basílicas que adornaban la ciudad de Roma. De este período data la prohibición del Sínodo de Laodicea (can. LVIII) de celebrar Misas en casas privadas. De ahí en adelante las iglesias públicas fueron los únicos lugares de culto.

En la Edad Media los sínodos les concedieron a los obispos el derecho de permitir casas-capillas dentro de sus diócesis. Según la ley de hoy día (Concilio de Trento, Ses. XXII, de reform.), la Misa se puede celebrar sólo en capillas y oratorios privados (o semi-públicos), que deben ser consagrados o al menos bendecidos. Al presente, las capillas privadas pueden ser erigidas sólo en virtud de un indulto pontificio especial (S.C.C., 23 de enero de 1847, 6 de septiembre de 1870). En el último caso, el lugar real de sacrificio es el altar consagrado (o piedra de altar), que debe ser colocado en un salón apropiado (cf. Missale romanum, rubr. Gen., tit. XX). En tiempos de gran necesidad (por ejemplo, guerra, persecución de católicos), el sacerdote puede celebrar fuera de la iglesia, pero naturalmente sólo en un lugar conveniente, provisto con los utensilios más necesarios. Sobre bases razonables, el obispo puede, en virtud de las llamadas “facultades quinquenales” permitir la celebración de la Misa al aire libre, pero la celebración de la Misa en el mal sólo se permite por indulto papal. En tal indulto usualmente se provee que el mar esté en calma durante la celebración, y que un segundo sacerdote (o diácono) esté cerca para prevenir el derrame del cáliz en caso de oscilaciones de la nave.

(b) Para la digna celebración de la Misa también es de gran importancia la circunstancia de tiempo. En la época apostólica los primeros cristianos se reunían regularmente el domingo para “la fracción del pan” (Hch. 20,7: “en el primer día de la semana”), cuyo día el Didajé (c. XIV), y luego San Justino Mártir (I Apol., LXVI), ya llamaban el “día del Señor”. San Justino mismo parece estar consciente sólo de la celebración del domingo, pero Tertuliano añade los días de fiesta en miércoles y viernes y los aniversarios de los mártires (“De cor. Mil.”, III; “De orat.”, XIX). Como Tertuliano llama a la temporada pascual completa (hasta Pentecostés) “una larga fiesta”, podemos concluir con alguna justicia que durante este período los fieles no sólo comulgaban diariamente, sino que también estaban presentes en la Liturgia Eucarística. Respecto a la hora del día, en la época apostólica no había preceptos fijos respecto a la hora en que se debía celebrar la Eucaristía. El apóstol San Pablo parece que en alguna ocasión “partió el pan” cerca de la medianoche (Hch. 20,7). Pero Plinio el Joven, gobernador de Bitinia (m. 114 d.C.), ya establece en su informe oficial al emperador Trajano que los cristianos se reunían a primeras horas de la mañana y que estaban unidos por un “sacramentum” (juramento), por el cual podemos entender hoy día sólo la celebración de los misterios. Tertuliano da como hora de la reunión el tiempo antes del crepúsculo (De cor. Mil., III: antelucanis aetibus). Cuando se percataron del hecho de que la Resurrección de Jesucristo había ocurrido en la mañana antes del alba, se ordenó un cambio de horario, y la celebración de la Misa se pospuso hasta este tiempo. Así San Cipriano de Cartago escribe sobre la celebración dominical (Ep. LXIII): “celebramos la Resurrección del Señor en la mañana.” Desde el siglo quinto la “hora tercia” (es decir, 9:00 a.m.) se consideró como “canónica” para la Misa Solemne de domingos y días de fiesta. Cuando en la Edad Media las Pequeñas Horas (prima, tercia, sexta, nona) comenzaron a perder su significado como “horas canónicas”, los preceptos que gobiernan la hora para la Misa conventual recibió un nuevo significado. Así, por ejemplo, los preceptos de que la Misa conventual se debía celebrar después de nona en días de ayuno no significa que se celebraría entre mediodía y atardecer, sino sólo que “la recitación de nona en coro sería seguida por la Misa”. En general se dejó a discreción del sacerdote celebrar a cualquier hora entre el amanecer y mediodía (ab aurora usque ad meridiem). Es propio que leería antes los maitines y laudes de su breviario.

La sublimidad del Sacrificio de la Misa demanda que el sacerdote se acerque al altar usando las vestimentas sagradas (amito, estola, cíngulo, manípulo y casulla). Los arqueólogos todavía discuten la pregunta de si las vestiduras sacerdotales son desarrollos históricos del judaísmo o paganismo. De cualquier modo el “Canones Hippolyti” requiere que en la Misa Pontifical los diáconos y sacerdotes aparezcan con “vestimentas blancas” y que los lectores también usen ropas festivas. Ningún sacerdote puede celebrar la Misa sin luz (usualmente dos velas) excepto en el caso de necesidad urgente (por ejemplo, para consagrar una Hostia como Viático para una persona seriamente enferma). La Cruz del altar también es necesaria como indicación de que el Sacrificio de la Misa no es nada más que la reproducción incruenta del Sacrificio de la Cruz. Usualmente también el sacerdote debe ser ayudado en el altar por un monaguillo. Sólo se permite celebrar la Misa sin un servidor sólo en caso de necesidad (por ejemplo, para procurar el Viático para un enfermo, o para que los fieles puedan satisfacer su obligación de participar en la Misa). Durante la celebración de la Misa un simple sacerdote no puede usar ninguna cobertura en la cabeza---ya sea birreta, píleo, o peluca completa (comae fictitiae)---pero el obispo puede permitirle usar una peluca como protección a su calvicie.

(c) Para conservar inmaculado el honor del muy venerable sacrificio, la Iglesia ha rodeado la institución de los estipendios de Misas con una fuerte defensa de regulaciones defensivas especiales; su intención es por un lado mantener lejos del altar todo asomo de avaricia, y por el otro asegurar y salvaguardar el derecho de los fieles a la celebración consciente de las Misas encargadas.

Un estipendio de Misa significa cierta ofrenda monetaria que cualquiera hace al sacerdote con la acompañante obligación de celebrar una Misa de acuerdo con las intenciones del donante (ad intentionem dantis). La obligación incurrida consiste, concretamente hablando, en la aplicación del “fruto especial de la Misa” (fructus specialis), cuya naturaleza ya hemos descrito en detalle (A, 3). La idea del estipendio emana de las épocas más antiguas, y su justificación descansa indiscutiblemente en el axioma de San Pablo (1 Cor. 9,13): “Que los que sirven al altar, participen del altar”. Al principio consistían en lo necesario para vivir, y el estipendio se consideraba como “limosnas para una Misa” (eleemosyna missarum), cuyo objeto era contribuir al debido sostén del clero. El carácter de pura limosna se ha perdido desde entonces por el estipendio, puesto que éste puede ser aceptado incluso por un sacerdote rico. Pero el principio paulino aplica al sacerdote rico tanto como al pobre. La ahora acostumbrada ofrenda monetaria, la que se introdujo alrededor del siglo VIII y fue tácitamente aprobada por la Iglesia, se debe considerar meramente como el sustituto o conmutación de la antigua presentación de lo necesario para vivir. Sobre este punto también se ha introducido un cambio a la antigua práctica, pues al presente un sacerdote individual recibe el estipendio personalmente, mientras que antes todos los clérigos de una iglesia particular compartían entre ellos el total de las oblaciones y regalos.

En su forma presente, la Iglesia ha tomado completamente bajo su protección el asunto completo de los estipendios, tanto por el Concilio de Trento (Ses. XXII, de ref.) como por la Bula dogmáticaAuctorem fidei” (1796) del Papa Pío VI (Denzinger, n. 1554). Puesto que el estipendio, en su origen y naturaleza, pretende ser nada más que una contribución legítima hacia el adecuado sostén del clero, se demuestra que son infundadas las tontas y falsas opiniones de los ignorantes que suponen que una Misa puede ser simoniacamente comprada con dinero (Cf. Suma Teológica II-II:100:2). Para obviar todos los abusos respecto a la cantidad del estipendio, existe en cada diócesis un listado fijo (establecido por la antigua costumbre o por una regulación episcopal), al que ningún sacerdote puede exceder, salvo que una inconveniencia extraordinaria (por ejemplo, ayuno prolongado o una larga jornada a pie) justifique una suma algo mayor. Para erradicar toda codicia indigna entre el clero y los laicos en relación con una cosa tan sagrada, el Papa Pío IX, en su Constitución “Apostolicae Sedis” del 12 de octubre de 1869, prohibió bajo pena de excomunión el tráfico comercial de estipendios (mercimonium missae stipendiorum). El tráfico consiste en reducir los estipendios más grandes al nivel del “impuesto” y apropiarse del sobrante para uno mismo. En la categoría de bochornoso tráfico de estipendios también cae la reprensible práctica de libreros y comerciantes, que organizan colectas de estipendios públicas y retienen el dinero como pago por libros, mercancías, vinos, etc. para ser enviados al clero (S.C.C., 31 de agosto de 1874, 25 de mayo de 1893). Como castigo especial para esta ofensa, se proclama contra los sacerdotes una “suspensio a divinis” reservada al Papa, irregularmente contra otros clérigos, y la excomunión se reserva al obispo, contra los laicos.

Otro baluarte contra la avaricia es la estricta regulación de la Iglesia, que obliga bajo pena de pecado mortal, que los sacerdotes no aceptarán más intenciones de las que puedan satisfacer dentro de un período razonable (S.C.C., 1904). Esta regulación fue enfatizada por una adicional que prohíbe que los estipendios se transfieran a los sacerdotes de otra diócesis sin el conocimiento de sus ordinarios (S.C.C., 22 de mayo de 1907). La aceptación de un estipendio impone, bajo pena de pecado mortal, la obligación no sólo de decir la Misa estipulada, sino también de cumplir conscientemente todas las otras condiciones de carácter importante señaladas (por ejemplo, el día señalado, altar, etc.). Si surgiese algún obstáculo, el dinero debe ser devuelto al donante o procurarse un sustituto. En este último caso, el sustituto se debe dar, no el estipendio usual, sino la ofrenda completa recibida (cf. Prop. IX damn. 1666 ab Alex. VIII en Denzinger, n. 1109), a menos que esté indiscutiblemente claro que el donante destinó el exceso sobre el estipendio usual sólo para el sacerdote. Hay una condición tácita que requiere que la Misa estipulada se celebre tan pronto como sea posible. Según la opinión común de los teólogos morales, se puede admitir una posposición de dos meses en los casos menos urgentes, incluso aunque no se pueda presentar un impedimento legítimo. Sin embargo, si el sacerdote pospone la Misa para un parto feliz hasta después del evento, estará obligado a devolver el estipendio. Sin embargo, puesto que todos estos preceptos se han establecido en interés del dador del estipendio, es evidente que él disfruta del derecho a sancionar todas las dilaciones inusuales.

(d) Al asunto afín de “fundaciones de Misas” la Iglesia ha dedicado el mismo preocupado cuidado, en interés del fundador y de su alta estima por el Santo Sacrificio. Fundaciones de Misas (fundatines missarum) son legado de fondos o propiedad real fijados, cuyo interés o ingreso se asigna para ya sea la celebración de Misa por el fundador o según sus intenciones. Aparte de los aniversarios, las fundaciones de Misas se dividen, según el arreglo testamentario del testador, en mensuales, semanales y diarias. Como propiedad eclesiástica, las fundaciones de Misas están sujetas a la administración de las autoridades eclesiásticas, especialmente del obispo diocesano, quien debe dar su permiso para la aceptación de tales y debe fijar para ellas la tarifa más baja. La fundación se considerará completada sólo cuando se asegure la aprobación episcopal; de ahí en adelante será inalterada para siempre. En lugares donde la adquisición de propiedad eclesiástica esté sujeta a la aprobación del Estado (por ejemplo, en Austria), el establecimiento de la fundación de Misa debe también ser sometida a la autoridad civil. Los deseos expresados por el fundador son sagrados y decisivos sobre el modo de cumplimiento. Si no hay ninguna intención especial en la escritura de fundación, la Misa debe ser aplicada por el fundador mismo (S.C.C., 18 de marzo de 1668). Para asegurar la puntualidad en la ejecución de la fundación, el Papa Inocencio XII ordenó en 1697 que en cada iglesia que poseyera tal concesión, se mantuviese una lista de las fundaciones de Misas, organizadas por meses. La administración de fundaciones piadosas está obligada bajo pena de pecado mortal a enviar al obispo a fin de cada año una lista de todas las Misas fundadas que no se celebraron junto con el dinero de ellas (S.C.C., 25 de mayo de 1698).

El celebrante de una Misa fundada tiene derecho a la cantidad completa de la fundación, a menos que sea evidente por las circunstancias de la fundación o por el parafraseo de la escritura que se justicia una excepción. Tal es el caso cuando la fundación sirve también como la dotación de un beneficio, y en consecuencia, en tal caso el beneficiario está obligado a pagar a su sustituto sólo el impuesto regular (S.C.C., 25 de julio de 1874). Sin razón urgente, las Misas fundadas no pueden ser celebradas en iglesias (o altares) otros que no sean los estipulados por la fundación. Se reserva al Papa la transferencia permanente de tales Misas, pero en casos aislados es suficiente la dispensación del obispo (cf. Concilio de Trento, Ses. XXI de ref.; Ses. XXV de ref.). La inevitable pérdida de ingreso de la fundación pone fin a las obligaciones relacionadas con ella. Una seria disminución del capital de la fundación, debido a la depreciación del dinero o del valor de la propiedad, también al necesario aumento del impuesto, escasez de sacerdotes, pobreza de una iglesia o del clérigo, pueden constituir bases justas para la reducción del número de Misas, puesto que se puede presumir razonablemente que el fundador difunto no insistiría en la obligación bajo tales circunstancias. El 21 de junio de 1625 el Papa Urbano VII reservó de nuevo a la Santa Sede el derecho de reducción, que el Concilio de Trento le había conferido a los obispos, abades y los generales de las órdenes religiosas.

2. Preceptos para Asegurar la Dignidad del Celebrante:

Aunque el Concilio de Trento declaró (Ses. XXII, cap. I) que el venerable, puro y sublime Sacrificio del Dios hecho Hombre “no puede ser manchado por ninguna indignidad o impiedad del celebrante”, aun así la legislación eclesiástica hace tiempo considera como materia de especial interés que los sacerdotes se deben preparar para la celebración del Santo Sacrificio mediante el cultivo de la integridad, la pureza de corazón y otras cualidades de naturaleza personal.

(a) En primer lugar se debe preguntar: ¿Quién puede celebrar Misa? Puesto que para la validez del sacrificio es esencial el oficio de un sacerdocio especial, es claro, para comenzar, que sólo los obispos y sacerdotes (no diáconos) están cualificados para ofrecer el Santo Sacrificio (vea Eucaristía). El hecho de que incluso a principios del siglo II el oficiante regular de la celebración parece haber sido el obispo se puede entender más claramente cuando recordamos que en esa época tan temprana no había distinción estricta entre los oficios de obispo y sacerdote. Igual que el Didajé (XV), el Papa San Clemente I (Ad. Cor., XL-XLII) habla sólo del obispo y su diácono en relación con el sacrificio. San Ignacio de Antioquía, ciertamente, quien da testimonio irrefutable de la existencia de estas tres divisiones en la jerarquía---obispo (episkopos), sacerdotes (presbyteroi) y diáconos (diakonoi)---confina al obispo el privilegio de celebrar el Servicio Divino de acción de gracias cuando dice: “Es ilegal bautizar o celebrar el ágape sin el obispo”. Los “Canones Hippolyti”, compuestos probablemente cerca de fines del siglo II, primero contienen la regulación (can. XXXII): “Si, en ausencia del obispo, está disponible un sacerdote, todos le corresponderán, y será honrado como se honra a un obispo”. La tradición subsiguiente no reconoce a otro celebrante del Misterio de la Eucaristía que los sacerdotes y obispos, que están válidamente ordenados “según las llaves de la Iglesia” (secundum claves Ecclesiae). (cf. Cuarto Concilio de Letrán, cap. “Firmiter” en Denzinger, n. 430).

Pero la Iglesia demanda aun más al insistir también en la dignidad moral personal del celebrante. Esto connota no sólo libertad de todas las censuras eclesiásticas (excomunión, suspensión, interdicto), sino también una preparación adecuada de alma y cuerpo del sacerdote antes de acercarse al altar. La Iglesia siempre ha considerado que celebrar en estado de pecado mortal es un sacrificio infame (cf. 1 Cor. 11,27 ss). Para la digna (no válida) celebración de la Misa, se requiere especialmente, por lo tanto, que el celebrante esté en estado de gracia. Para ponerlo en esta condición ya no es suficiente el despertar una contrición perfecta, desde el Concilio de Trento (Ses. XIII, cap. VII en Denzinger, n. 880), pues hay un precepto eclesiástico estricto que la reacción del Sacramento de la Penitencia debe preceder a la celebración de la Misa. Esta regla aplica a todos los sacerdotes, incluso cuando su oficio (ex officio) les obliga a decir Misa para sus parroquianos, por ejemplo, en domingos. Sólo se pueden conformar con hacer un acto de perfecta contrición (contritio), sólo en casos cuando no hay un confesor disponible, e incurren en la obligación de ir a confesarse “tan pronto como sea posible” (quam primum), lo cual en derecho canónico, significa dentro de tres días máximo. Además de la pía preparación para la Misa (accessus), se prescribe la correspondiente larga acción de gracias luego de la Misa (recessus), cuya longitud prescriben algunos teólogos morales entre quince minutos a media hora, aunque a este respecto se deben considerar los compromisos oficiales particulares del sacerdote. En cuanto a la duración de la Misa misma, es naturalmente variable, según se celebre una Misa rezada o una Misa solemne. Para realizar dignamente todas las ceremonias y pronunciar claramente todas las oraciones en la Misa rezada se requiere un promedio de media hora. Los teólogos morales justamente declaran que es imposible la prisa escandalosa necesaria para terminar una Misa en menos de un cuarto de hora sin pecado grave.

Respecto a la preparación inmediata del cuerpo, la costumbre ha declarado desde tiempo inmemorial, y el derecho canónico positivo desde el Concilio de Constanza (1415), que los fieles, cuando reciben el Sacramento del altar, y los sacerdotes, al celebrar el Santo Sacrificio, deben estar en ayunas (jejunium naturale), lo cual significa que no deben haber comido o bebido nada desde la medianoche. La medianoche comienza con el primer toque de la hora. Al calcular la hora, se debe usar el llamado “ínterin” (u hora local). Según una decisión reciente (S.C.C., 12 de julio de 1893), se debe usar también la hora de Europa Central, y en Norte América el “tiempo de zona”. A principios del siglo XX surgió entre el clero alemán un movimiento que favorecía la mitigación de la regulación estricta para los sacerdotes débiles o con mucho trabajo con obligación de duplicar, la cual tuvo serias objeciones, puesto que una relajación general de la antigua rigidez podía fácilmente resulta en aminorar el respeto por el Santísimo Sacramento y en una dañina reacción entre laicos irreflexivos. La concesión de mitigaciones en casos generales o excepcionales pertenece solo a la Santa Sede. Para mantener lejos del altar a aventureros irreverentes y a sacerdotes indignos, el Concilio de Trento (Ses. XXIII, de ref.) emitió el decreto, hecho más severo en los últimos tiempos, de que no se le puede permitir celebrar la Misa en ninguna iglesia a un sacerdote desconocido sin la debida identificación y permiso de su obispo.

(b) Se puede formular una segunda pregunta: ¿Quién puede celebrar Misa? En primer lugar, si esta pregunta se considera idéntica con la duda de si una obligación general de Ley Divina obliga a todo sacerdote por razón de su ordenación, los antiguos escolásticos están divididos en opinión. Santo Tomás de Aquino, Guillermo Durando, Paludano y Antonio de Bolonia ciertamente afirmaban la existencia de tal obligación; por otro lado, Ricardo de San Víctor, Alejandro de Hales, San Buenaventura, Gabriel Biel y el cardenal Cajetan se declararon por la opinión opuesta. El derecho canónico no enseña nada a este respecto. En ausencia de una decisión, Francisco Suárez (De Euchar., disp. LXXX, sec. 1, n. 4) cree que uno que se puede declarar libre de pecado mortal a uno que se conforme con la opinión negativa. De los antiguos ermitaños se sabe que no celebraban el Santo Sacrificio en el desierto, y San Ignacio de Loyola, guiado por altos motivos, se abstuvo por un año entero de celebrar. El cardenal Juan de Lugo (De Euchar.,disp. XX, sec. 1, n. 13) toma una posición intermedia, al adoptar teóricamente la opinión más suave, mientras declara que, en la práctica, la omisión por displicencia y negligencia puede fácilmente ascender a pecado mortal, debido al escándalo causado. Esta consideración explica la enseñanza de los teólogos morales que cada sacerdote está obligado bajo pena de pecado mortal a celebrar por lo menos unas cuantas veces al año (por ejemplo, en Pascua, Pentecostés, Navidad, la Epifanía). La obligación de participar en Misa todos los domingos y días de precepto, por supuesto, no se abroga para tales sacerdotes. El espíritu de la Iglesia demanda---y es hoy día costumbre universal---que un sacerdote debe celebrar Misa diariamente, a menos que prefiera omitir su Misa ocasionalmente por motivos de reverencia.

Hasta muy avanzada la Edad Media se dejaba a discreción del sacerdote, a su devoción personal y celo por las almas, si deseaba celebrar más de una Misa al día. Pero desde el siglo XII el derecho canónico declara que se puede conformar con una sola Misa al día, y los sínodos del siglo XIII permitieron, incluso en caso de necesidad, a lo más una duplicación (vea Binación). Con el correr del tiempo se redujo cada vez más este privilegio de celebrar el Santo Sacrificio dos veces en el mismo día. Según la ley existente, se permite la duplicación, bajo condiciones especiales, sólo los domingos y días de fiesta, y entonces solo en interés de los fieles, para que puedan cumplir su obligación de participar en la Misa. Sólo se les permite a los sacerdotes retener el privilegio de celebrar tres Misas diarias para la fiesta de Navidad, este privilegio se extendió a España y Portugal para el Día de los Difuntos (2 de noviembre) por un indulto especial del Papa Benedicto XIV (1746). Tales costumbres son desconocidas en Oriente.

No se debe confundir esta obligación general del sacerdote de celebrar Misa con la obligación especial que resulta de la aceptación de un estipendio de Misa (obligatio ex stipendio) o de la cura de almas (obligatio ex cura animarum). Ya se ha dicho suficiente sobre la primera. Respecto a las reclamaciones del cura de almas, la obligación de Ley Divina de que los sacerdotes parroquiales y los administradores de parroquia deben de tiempo en tiempo celebrar Misa para sus parroquianos, surge de las relaciones del [pastor]] con el rebaño. El Concilio de Trento (Ses. XXIII, de ref.) ha especificado este deber de aplicación más cercanamente, al ordenar que el sacerdote parroquial debe aplicar especialmente la Misa, para la cual no se recibe estipendio, por su rebaño todos los domingos y días de fiesta (cf. Benedicto XIV, “Cum semper oblatas”, 19 de agosto de 1744). La obligación de aplicar la Misa “pro populo” se extiende también a los días santos abrogados por la Bula del Papa Urbano VIII, “Universa per orbem”, del 13 de septiembre de 1642; pues incluso hoy día éstos permanecen como “días de fiesta fijados canónicamente”, aunque se dispense a los fieles de la obligación de oír Misa y se puedan emplear en trabajos serviles. La misma obligación de aplicar la Misa recae asimismo sobre los obispos, como pastores de sus diócesis, y en aquellos abades que ejercen una jurisdicción cuasi-episcopal sobre el clero y el pueblo. Sólo se exceptúa a los obispos titulares, aunque incluso en su caso es deseable la aplicación (cf. León XIII, “En supremacía”, 10 de junio de 1882). Como la obligación misma es no sólo personal, sino también real, en caso de que surja un impedimento, la aplicación se debe hacer poco después, o efectuarse a través de un sustituto, quien tiene el derecho al estipendio de Misa según regulado por el impuesto. Respecto a la pregunta total, vea Heuser, "Die Verpflichtung der Pfarrer, die hl. Messe fur die Gemeinde zu applicieren" (Düsseldorf 1850).

(c) En aras de la compleción se debe tocar una tercera y última pregunta en esta sección: ¿Por quiénes se puede celebrar la Misa? Se puede dar una respuesta en general: Por todos aquellos y sólo por aquellos que estén aptos para participar de los frutos de la Misa como un sacrificio impetratorio, propiciatorio y satisfactorio. De esto se deduce inmediatamente la regla de que la Misa no se puede aplicar a los condenados en el infierno ni a los beatificados en el cielo, puesto que ellos son incapaces de recibir los frutos de la Misa; por esa misma razón se excluye de ese beneficio a los niños que mueren sin el bautismo. Así, sólo quedan como posibles participantes sólo los vivos en la tierra y las pobres almas en el Purgatorio (cf. Trento, Ses. XXII, can. III; Ses. XXV, decret. De purgat.). Sin embargo, en parte por su gran veneración al Sacrificio y en parte para evitar el escándalo, la Iglesia ha rodeado a aplicación de la Misa para ciertas clases de vivos y muertos con ciertas condiciones que los sacerdotes están obligados a observar en obediencia. La primera clase son personas excomulgadas no tolerables, que deben ser evitadas por los fieles (excommunicati vitandi). Aunque, según varios autores, no se le prohíbe al sacerdote aplicar la Misa privada y con una mera intención mental por tales infelices personas; sin embargo sería un “communicatio in divinis”, y está estrictamente prohibido bajo pena de excomunión (cf. C. 28, de sent. Excomm., V, t. 39), anunciar públicamente tal Misa o insertar el nombre de la persona excomulgada en las oraciones, incluso aunque esté en estado de gracia debido a la contrición perfecta o haya muerto verdaderamente arrepentido. También está prohibido ofrecer la Misa pública y solemnemente por los muertos no católicos, incluso si fueron príncipes (Innoc. III C. 12, X 1. 3, tit. 28). Por otro lado, está permitido, en consideración al bienestar del estado, celebrar una Misa pública solemne por un gobernante vivo no católico. Se puede aplicar la Misa privadamente (e incluso recibir un estipendio) por los herejes y cismáticos vivos, también por los judíos, turcos y paganos, con el objeto de procurarles la gracia de la conversión a la verdadera fe. Sólo se permite la aplicación privada e hipotética de la Misa por un hereje muerto sólo cuando el sacerdote tiene suficiente base para creer que el difunto estuvo en el error de buena fe (bona fide). Cf. X.C. Officii, 7 de abril de 1875). Se permite celebrar la Misa privadamente por catecúmenos muertos, puesto que se asume que ya estaban justificados por su deseo del bautismo y que están en el Purgatorio. De la misma manera se puede celebrar la Misa privadamente por las almas de los judíos y paganos muertos, que hayan llevado una vida recta, puesto que el Sacrificio está destinado al beneficio de todos los que están en el Purgatorio. Para más detalles vea Göpfert, "Moraltheologie", III (5th ed., Paderborn, 1906).


Fuente: Pohle, Joseph. "Sacrifice of the Mass." The Catholic Encyclopedia. Vol. 10. New York: Robert Appleton Company, 1911. 12 Mar. 2009 <http://www.newadvent.org/cathen/10006a.htm>.

Traducido por Luz María Hernández Medina.


Enlaces internos

[1] La Misa,Sacrificio de Cristo y de su Iglesia.

[2] Celebración de la Eucaristía y sus partes.

[3] Santa Misa. Recursos de Aci Prensa.

[4] Misa Parroquial.

[5] Misa Pontifical.

[6] Misa Votiva.

[7] Misa Capitular y Conventual.

[8] Liturgia de la Misa.

[9] Música de la Misa.

[10] Misal.

[11] Abusos litúrgicos ayudarían a explicar publicación de Motu proprio de Benedicto XVI.

[12] Motu Propio sobre misa tridentina no es vuelta al pasado.

[13] Santa Sede explica otu Propio.

[14] Católicos chinos pesaron más que lefebvristas en Motu Proprio.



Enlaces externos


Selección de enlaces: José Gálvez Krüger