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Martes, 19 de marzo de 2024

Homicidio

De Enciclopedia Católica

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(Lat. homo, hombre, y caedere, matar)

Homicidio significa, en general, dar muerte a un ser humano. Sin embargo, en la práctica, la palabra ha llegado a significar el acto de quitar injustamente la vida humana, perpetrado por una persona distinta a la víctima, mediante un acto individual deliberado. No se hablará, por tanto, dentro del alcance del presente artículo, del suicidio, ni de la ejecución de la pena de muerte mediante un proceso señalado por la ley. Matar directamente a una persona inocente, obviamente, debe tenerse como uno de los pecados más horribles. Se dice que tal acción se comete cuando la muerte de una persona se percibe como un fin, o como un medio indispensable para alcanzar un fin deseado. La maldad de ese pecado se ubica primariamente en la violación al derecho supremo de Dios sobre la vida de sus creaturas. También en la ira que esa acción provoca al ser violado el derecho más visible y estimable del ser humano, el de la vida. ("La Escritura precisa lo que el quinto mandamiento prohíbe: "No quites la vida del inocente y justo" (Ex 23, 7). El homicidio voluntario de un inocente es gravemente contrario a la dignidad del ser humano, a la regla de oro y a la santidad del Creador. La ley que lo proscribe posee una validez universal: obliga a todos y a cada uno, siempre y en todas partes". Catecismo de la Iglesia Católica, 2261). Para el objetivo del presente trabajo, una persona es inocente mientras no haya causado algún daño a la comunidad o a otro individuo mediante un acto responsable comparable a la pérdida de vida. Se llama homicidio indirecto cuando la muerte resultante no formaba parte del objetivo del agente, ni como fin ni como medio para otro fin. Según esta hipótesis, el dar muerte a otra persona es permitido exclusivamente ante la amenaza de un peligro equivalente a la destrucción de una vida humana. De ese modo, por ejemplo, un comandante militar puede dirigir sus armas contra un sitio fortificado a pesar de que esté perfectamente consciente de que ello conllevará casi seguramente la muerte de algún civil no combatiente. En tal caso, existe una razón suficiente al considerarse necesaria la derrota del enemigo para proteger el bien común. Cuando, sin embargo, la muerte de una persona es el resultado no deseado de una acción prohibida, precisamente por el alto riesgo que ésta encierra de causar un efecto fatal, entonces el actor de la misma deberá considerarse culpable en conciencia, a pesar de su falta de intención. Quien dispara un arma en un área populosa debe ser tenido como culpable de homicidio si alguna de sus balas causa la muerte a alguien, por más que quiera alegar que no tiene deseos de causar daño a alguien.

Es universalmente aceptado que uno puede defenderse violentamente de un ataque violento contra su vida o la de otro, contra su integridad física, su castidad o bienes materiales, incluso hasta llegando a dar muerte al agresor injusto, siempre y cuando no se rebase el límite de la justa defensa personal. En este caso debe tomarse nota de que (1) el peligro percibido en contra de si mismo o de otro debe ser real y, por así decir, inminente, y no meramente posible. No es justificable, entonces, el uso de la fuerza por parte de una persona para vengarse. Ello sólo correspondería a la autoridad pública. (2) No debe emplearse una violencia mayor a la necesaria para protegerse de un asalto en contra de los bienes enumerados más arriba. El derecho a la legítima defensa, tan universalmente reconocido, no exige necesariamente que se descubra en el agresor una premeditación culpable. Basta que se vea amenazada la vida, o cualquier otro bien comparable a la vida, por una acto fuera del cauce de la ley. En este contexto es válido dar muerte a un loco, o a un borracho fuera de sus sentidos, aunque no haya malicia de su parte, si eso constituye el único medio de detener su agresión. Santo Tomás afirma que es ilegítimo, incluso en defensa propia, buscar directamente la muerte de otra persona, o sea, buscar expresamente quitarle la vida. Su opinión es que el deseo formal de quien se defiende debe ser únicamente el de proteger su vida y rechazar el ataque, y que en lo tocante a la pérdida de la vida del otro, que puede ser consecuencia de su defensa, debe tener una actitud puramente permisiva. Esta opinión es rechazada por Juan de Lugo y otros que consideran justo buscar expresamente la muerte del agresor como medio para proteger la vida propia. El axioma que propone que ningún individuo puede matar a otro legítimamente por causa alguna está en concordancia con la doctrina tomista, pues en la legítima defensa uno no busca, hablando técnicamente, quitar la vida al agresor, sino detener su agresión. Según el Doctor Angélico es solamente mediante el debido ejercicio de la ley que una persona puede ser sometido a la muerte (En torno al homicidio en legítima defensa, cfr. Códice de Derecho Canónico (1986), 1323 y 1324; Catecismo de la Iglesia Católica (1992), 1737, 2263, 2264, N.T.).

A diferencia del daño causado por otro tipo de delincuentes, el homicida no puede retribuir adecuadamente a la víctima. Porque no puede devolver la vida que quitó. Pero obviamente está obligado a pagar a los herederos de la víctima el dinero que sea necesario para cubrir los gastos médicos en que se haya incurrido a causa de su crimen. Igualmente, a hacerse responsable del sostenimiento de los dependientes directos de la víctima, tales como esposa, hijos o padres. Y si llegase a ocurrir que el asesino muriese antes de cumplir estas obligaciones, de ellas deberá hacerse cargo quien herede sus bienes. No está claro qué obligaciones- de existir alguna- competen al homicida en relación los acreedores de la persona a la que asesinó. Pero parece justo que les pague lo correspondiente si se llega a probar que el fin que perseguía con el homicidio era causarles daño a ellos.

Aquella persona que ha matado a alguien en circunstancias que demuestren que su acto constituye un pecado mortal, ya sea que la muerte haya sido buscada directamente, ya sea indirectamente, y sin importar si esa persona sea la causa moral o material del crimen, queda afectada por el impedimento canónico conocido como irregularidad (Cfr. Código de Derecho Canónico, 1323, 1324, 1336, 1370,1397, 1398, N.T.). Antiguamente existían muchos castigos, censuras y otros, para quienes participaban causalmente en un asesinato. Con ello se entiende a aquellas personas que, por medio de la promesa de un pago u otro tipo de recompensa, expresamente comisionaban a hombres perversos para que matasen a alguien (Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 2268, 2269,2277, 2324, N.T.). El texto de la ley que versa sobre esta atrocidad hace referencia directa al caso de que algún no creyente fuese contratado para matar a un cristiano. El castigo que se imponía era la excomunión, que fue posteriormente substituida por otras penas. Por ejemplo, un criminal de ese tipo no podía invocar el derecho de asilo; si fuese un clérigo, debería ser degradado canónicamente y puesto a disposición del poder secular para que fuese ejecutado sin violar la inmunidad propia de su estado (Cfr. Código de Derecho Canónico, 1336 y 1350, N.T.). No está claro si también el asesino, que lleva a cabo el encargo de su patrón, deba también ser considerado en esas provisiones de la ley.

EN LA JURISPRUDENCIA CIVIL

De acuerdo a su significado en la jurisprudencia el homicidio es "la muerte de un ser humano a manos de otro ser humano" (J. F. Stephen, "Digest of the Criminal Law", Londres y Nueva York, 1894, 175; Wharton, "The Law of Homicide", 3ª. ed., Rochester, N.Y., 1907, 1), y "puede ser libre de culpa legal" (Serjeant Stephen, "New Commentaries on the Laws of England", 14ª. ed., Londres, 1903, IV, 37; Wharton, op. cit., 1). La más antigua forma de la lengua latina tenía numerosas expresiones para indicar el acto de matar a una persona, pero nunca usó el vocablo "homicidium", que pasó a formar parte del vocabulario en una época comparativamente posterior (T. Mommsen, "Le Droit penal Romain", traducción francesa., París, 1907, II, 324-5). La alusión que hace Horacio al criminal Héctor indica que ese término no connotaba la acción de un criminal (Epod., XVII, 12).

La ley inglesa dividía el homicidio no culpable en justificable y excusable. Un ejemplo del homicidio justificable se tiene en la "necesidad inevitable" de la ejecución de un criminal "después de la sentencia de muerte y en estricto apego a la ley" (Wharton, op. cit., 9). Ejemplos del homicidio excusable serían la muerte causada en un acto de defensa personal o la muerte accidental de una persona durante la realización de una acción legal y sin intención de matar a otro (Idem, op. cit.). Pero en sentido contrario a la doctrina jurídica que Sir William Blackstone (Commentaries on the Laws of England, IV, 186) deduce de Lord Bacon, la moderna ley inglesa no parece admitir la necesidad de auto preservación como excusa para matar "a un inocente e inofensivo vecino" (La Reina vs. Dudley y Stephens, English Law Reports, 14 Queen's Bench Division, 286). El homicidio que se realiza en circunstancias que ni justifican ni excusan el acto se cataloga como crimen de los llamados "felonía" (Bishop, "New Comment. on Crim. Law", Chicago, 1892, II, sec. 744). El homicidio felón, cuando es atribuido por la ley a la debilidad de la naturaleza humana y considerado como acto sin premeditación, es llamado "homicidio no premeditado", pudiendo ser una muerte voluntaria "en un arranque inesperado de pasión", o una muerte involuntaria "durante la realización de un acto ilegal" (Wharton, op. cit., 6). Cuando el homicidio culpable es acompañado de premeditación constituye un asesinato, un crimen cometido "cuando una persona en disfrute de sana memoria y juicio ilegalmente y con premeditación, expresa o implícita, mata a una creatura de razón que esté en paz con la sociedad o el soberano" (Wharton, op. cit., 2). Blackstone considera necesario explicar que la "paz del rey" es de un alcance tan universal que matar "a un extranjero o un judío o un bandido" (excepto el extranjero en tiempos de guerra) "es tan criminal como matar al más común de los nativos de Inglaterra". Pero añade (op. cit., IV, 198) que "matar a un niño en el seno de su madre no se considera hoy un asesinato sino una gran "conspiración" (El original inglés usa el vocablo "misprision", de uso arcaico en la ley inglesa para señalar o un crimen no reportado por quien debería hacerlo, o la comisión, por parte de un funcionario público, de un acto impropio, como impedir que alguien testifique en un juicio. Dicho delito no alcanza el grado de "felonía". N.T.). El asesinato más perverso, según Blackstone (op. cit., IV, 204), es al que la ley inglesa llama "pequeña traición", la muerte de un superior a manos de un inferior quien debe a aquél lealtad y obediencia. Tal crimen puede ser cometido, por ejemplo, por un clérigo contra su superior, por una esposa contra su esposo, por un sirviente contra su patrón. Esto actos, en la legislación actual, no se distinguen de otros homicidios [op. cit., IV, 203, nota en referencia a la edición de Lewis (Filadelfia, 1897), 204] (Bishop, op. cit., I, sec. 611). En la ley común inglesa el suicidio constituye un homicidio delictuoso (Wharton, op. cit., 587). Mas dado que el antiguo decomiso de bienes está siendo abolido, esta ofensa está más allá de los tribunales humanos (Bishop, op. cit., II, sec. 1187). Para que una persona pueda ser legalmente culpable de un homicidio criminal, la muerte resultante de su acto debe acontecer dentro del período de un año y un día después del atentado del que se le acusa (Bishop, op. cit., sec. 640). Aunque el código penal de la mayor parte de los estados de los Estados Unidos (excepto Luisiana) está basado en la ley común inglesa, se han realizado, sin embargo, numerosas e importantes modificaciones.

(Al estudiar este tema, la encíclica "Evangelium Vitae" de S.S. Juan Pablo II constituye una referencia indispensable. Igualmente, toda la enseñanza pontificia contemporánea en torno a la bioética, la clonación, la fertilización in vitro, etc. N.T.)

RICKABY, "Ethics and Natural Law" (Londres, 1908); IDEM, "Aquinas Ethicus" (Londres, 1896); SLATER, "Manual of Moral Theology" (Nueva York, 1908); BALLERINI, "Opus Theologicum Morale" (Prato, 1899).

JOSEPH F. DELANY/CHARLES W. SLOANE Transcrito por M.E. Smith Traducido por Javier Algara Cossío