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Martes, 19 de marzo de 2024

Infierno

De Enciclopedia Católica

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Nombre y lugar del Infierno

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El término hell es afín con “cueva” (caverna) y “hueco”. Es un sustantivo formado de las palabras anglosajonas helan o behelian, “esconder”. Este verbo tiene el mismo primitivo que el latín occulere y celare y que el griego Kaluptein. Así, por derivación, hell denota un lugar oscuro y oculto. En la antigua mitología escandinava, Hel era la repulsiva diosa del inframundo. Solo aquellos caídos en batalla pueden entrar al Valhalla; el resto cae al Hel en el inframundo, aunque no todos, sin embargo, al lugar de castigo para los criminales.

En su uso teológico infierno (infernus) es un lugar de castigo después de la muerte. Los teólogos distinguen cuatro significados del término infierno:

  • infierno, en el sentido estricto del término, o el lugar de castigo para los condenados, sean estos demonios u hombres;
  • el limbo de los infantes (limbus parvulorum), donde son confinados y padecen cierto tipo de castigo aquellos que murieron con solo el pecado original y sin pecado mortal;
  • el limbo de los Padres (limbus patrum), en donde las almas de los justos que murieron antes de Cristo esperaban su admisión al cielo; pues mientras tanto el cielo estaba cerrado para ellos como castigo por el pecado de Adán;
  • el Purgatorio, donde los justos que mueren en pecado venial, o que aún tienen una deuda de la pena temporal por el pecado, son limpiados por el sufrimiento antes de su admisión al cielo.

El presente artículo trata solamente del infierno en el sentido estricto del término.

La palabra latina infernus (inferum, inferi), la griega “hades” (ades) y la hebrea sheol (SHAL) corresponden a la palabra hell. Infierno se deriva de la raíz in; por lo tanto designa al infierno como un lugar dentro y debajo de la tierra. Aides, formada a partir de la raíz rid, ver, y el privativo Œ± denota un lugar invisible, escondido y oscuro; por lo tanto es similar al término hell. La derivación de sheol es dudosa. Generalmente se supone que viene de la raíz hebrea SH`L=SHAL cuyo significado es “estar hundido en, estar vacío”; en consecuencia denota una cueva o un lugar debajo de la tierra.
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En el Antiguo Testamento, ( Set. hades; Vulg. infernus) sheol se usa bastante en general para designar el reino de los muertos, de los buenos ( Gén. 37,35) así como de los malos ( Núm. 16,30); significa infierno en el sentido estricto del término, así como también el limbo de los Padres. Pero, como el limbo de los Padres terminó en el momento de la Ascensión de Cristo, ades ( Vulg. Infernus) en el Nuevo Testamento siempre designa el infierno de los condenados. Desde la Ascensión de Cristo, los justos ya no descienden al mundo inferior, sino que moran en el cielo (2 Cor. 5,1). Sin embargo, en el Nuevo Testamento, el término Gehena (geena) se usa con mayor frecuencia con preferencia a ades, como un nombre para el lugar de castigo de los condenados. Gehenna es el hebreo gê-hinnom ( Neh. 11,30), o la forma larga gê-ben-hinnom (Josué 15,8) y gê-benê-hinnom (2 Rey. 23,10) "valle de los hijos de Ben Hinnom". Hinnom parece ser el nombre de una persona no conocida de otro modo. El Valle de Hinnom está al sur de Jerusalén y hoy es llamado Wadi er-rababi.
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En días anteriores fue notorio por ser la escena del horrible culto a Moloc. Por este motivo, Josías lo profanó (2 Rey. 23,10), Jeremías lo maldijo (Jer. 7,31-33) y los judíos lo mantuvieron como abominación, quienes, en consecuencia, utilizaron el nombre de este valle para designar la morada de los condenados (Targ. Jon., Gén. 3,24; Henoch, c. XXVI), y Cristo adoptó ese uso del término.

Además de “hades” y “gehena” encontramos en el Nuevo Testamento muchos otros nombres para la morada de los condenados. Se le llama “infierno inferior” ( Vulg. tartarus Tártaro) (2 Ped. 2,4), "abismo" ( Lc. 8,31 y en otros lugares), "lugar de tormentos" (Lc. 16,28), "lago de fuego" ( Apoc. 19,20 y en otros lugares), "horno de fuego" ( Mt. 13,42.50), "fuego inextinguible" (Mt. 3,12 y en otros lugares), "fuego eterno" (Mt. 18,8; 25,41; Jud. 7), "tinieblas de fuera" (Mat. 8,12; 22,13; 25,30), "niebla" o "tormenta de oscuridad" (2 Ped. 2,17; Jud. 13). El estado de los condenados es llamado "destrucción" (apoleia, Fil. 3,19 y en otros lugares), "perdición" (olethros, 1 Tim. 6,9), "destrucción eterna" (olethros aionios, 2 Tes. 1,9), "corrupción" (phthora, Gál. 6,8), "muerte" ( Rom. 6,21), "segunda muerte" (Apoc. 2,11 y en otros lugares).

¿Dónde está el infierno? Algunos opinaban que el infierno está en todas partes, que los condenados están en libertad de vagar por todo el universo, pero llevan consigo su castigo. Los partidarios de esta doctrina fueron llamados ubiquistas o ubiquitarios; entre ellos, por ejemplo, Johann Brenz, un suabo, teólogo protestante del siglo XVI. Sin embargo, esa opinión ha sido rechazada universal y merecidamente; pues está más de acuerdo con su estado de castigo que los condenados estén limitados en sus movimientos y confinados a un lugar definido.
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Por otra parte, si el infierno es un fuego real, no puede estar en todas partes, especialmente después de la consumación del mundo cuando la tierra y el cielo sean renovados. Se ha hecho toda clase de conjeturas en cuanto a su ubicación; se ha sugerido que el infierno está situado en alguna isla lejana en el mar o en los dos polos de la tierra; Swinden, un inglés del siglo XVIII, se imaginaba que estaba en el sol; algunos se lo asignaron a la luna, otros, a Marte; otros lo colocaban más allá de los confines del universo [[[Stephan Wiest | Wiest]], “Instit. theol.”, VI (1789), 869]. La Biblia parece indicar que el infierno está dentro de la tierra, pues describe el infierno como un abismo a donde descienden los malvados. Incluso leemos que la tierra se abre y los malvados se hunden dentro el infierno ( Núm. 16,31 ss.; Sal. 55(54),16; Isaías 5,14; Eze. 26,20; Fil. 2,10, etc.). ¿Es ésta una mera metáfora para ilustrar el estado de separación de Dios? Aunque Dios es omnipresente, se dice que Él habita en el cielo, porque la luz y grandeza de las estrellas y el firmamento son las manifestaciones más brillantes de su infinito esplendor. Pero los condenados están totalmente alejados de Dios; por lo tanto, se dice que su lugar está lo más remoto posible de su morada, lejos del cielo y de su luz y, por lo tanto, escondido en los abismos oscuros de la tierra.
Despertador cristiano
Sin embargo, no se ha presentado una razón convincente para aceptar una interpretación metafórica con preferencia al significado más natural de las palabras de las Escrituras.
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De ahí que los teólogos generalmente aceptan la opinión de que el infierno está realmente dentro de la tierra. La Iglesia no ha decidido nada sobre este tema; por lo tanto podemos decir que el infierno es un lugar definido, pero dónde está, no lo sabemos. San Juan Crisóstomo nos recuerda: “No debemos preguntarnos dónde está el infierno, sino cómo vamos a escapar de él.” (En Rom., hom. XXXI, n. 5, en P.G., LX, 674). San Agustín dice: “Es mi opinión que la naturaleza del infierno-fuego y la ubicación del infierno no son conocidos por ningún hombre a no ser que el Espíritu Santo se lo dé a conocer mediante una revelación especial” (De Civ. Dei, XX, XVI, en P.L., XLI, 682). En otros textos expresa la opinión que el infierno está debajo de la tierra (Retract., II, XXIV, n. 2 en P.L., XXXII, 640). San Gregorio el Grande escribió: “No me atrevo a decidir esta cuestión. Algunos piensan que el infierno está en algún lugar de la tierra; otros creen que está debajo de la tierra” (Dial., IV, XLII, en P.L., LXXVII, 400; cf. Patuzzi, “De sede inferni”, 1763; Gretser, “De subterraneis animarum receptaculis”, 1595).

Existencia del Infierno

El Infierno existe, es decir, todos aquellos que mueren en pecado mortal personal, como enemigos de Dios e indignos de la vida eterna, serán severamente castigados por Dios después de la muerte. Sobre la naturaleza del pecado mortal, vea PECADO; sobre el comienzo inmediato del castigo después de la muerte, vea JUICIO PARTICULAR. En cuanto al destino de aquellos que mueren libres de pecado mortal personal, pero sí en pecado original, vea LIMBO (limbus parvulorum).

Por supuesto, todos aquellos que niegan la existencia de Dios o la inmortalidad del alma niegan la existencia del infierno. Así entre los judíos, los saduceos, entre los gnósticos, los seleucianos, y en nuestros tiempos, los materialistas, panteístas, etc., niegan la existencia del infierno. Pero aparte de éstos, si hacemos abstracción de la eternidad de las penas del infierno, la doctrina nunca ha enfrentado oposición digna de mención.

La existencia del infierno se prueba en primer lugar en la Biblia. Siempre que Cristo y los Apóstoles hablan del infierno presuponen el conocimiento de su existencia ( Mt. 5,29; 8,12; 10,28; 13,42; 25,41.46; 2 Tes. 1,8; Apoc. 21,8, etc.). En el "Die christliche Eschatologie in den Stadien ihrer Offenbarung im Alten und Neuen Testament", de Atzberger, Friburgo, 1890, se puede encontrar un desarrollo muy completo del argumento bíblico, sobre todo en lo que se refiere al Antiguo Testamento. También los Padres, desde los primeros tiempos, son unánimes en la enseñanza de que los malvados serán castigados después de la muerte. Y en prueba de su doctrina apelan tanto a la Escritura como a la razón (cf. Ignacio, "Ad Eph.", V,16; "Martyrium s. Polycarpi", II, n. 3; XI, n. 2; Justino, "Apol.", II, n. 8, en P.G., VI, 458; Atenágoras, "De resurr. mort.", c. XIX, en P.G., VI, 1011; Ireneo, "Adv. haer.", V, XXVII, n. 2, en P.G., VII, 1196; Tertuliano, "Adv. Marc.", I, c. XXVI, en P.L., IV, 277). Para citas a partir de las enseñanzas patrísticas vea Atzberger, "Gesch. der christl. Eschatologie innerhalb der vornicanischen Zeit" (Friburgo, 1896); Petavio, "De Angelis", III, IV ss.

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La Iglesia profesa su fe en el Credo de Atanasio: “Los que han hecho el bien irán a la vida eterna y los que han hecho el mal, al fuego eterno” ( Denzinger, “Enchiridion”, 10ma ed., 1908, n.40). La Iglesia ha definido esta verdad repetidamente, por ejemplo, en la profesión de fe hecha en el Segundo Concilio de Lyon (Denx, n. 464) y en el Decreto de Unión en el Concilio de Florencia (Denz, N. 693): “Las almas de los que mueren en pecado mortal o sólo en pecado original, bajan inmediatamente al infierno, para ser visitados, sin embargo, con penas desiguales” (poenis disparibus). Si nos abstraemos de la eternidad de su castigo, la existencia del infierno puede ser demostrada incluso por la luz de la mera razón. En su santidad y justicia, así como en su sabiduría, Dios debe vengar la violación del orden moral de tal modo que se preserve, al menos en general, alguna proporción entre la gravedad del pecado y severidad del castigo. Pero es evidente a partir de la experiencia que Dios no siempre hace esto en la tierra; por lo tanto el infligirá el castigo después de la muerte. Más aún, si todos los hombres estuvieran totalmente convencidos de que el pecador no necesita temer a ningún tipo de castigo después de la muerte, el orden moral y social se vería seriamente amenazado. Sin embargo, la sabiduría divina no puede permitir eso. Nuevamente, si no hubiera justo castigo más allá del que ocurre frente a nuestros ojos aquí en la tierra, tendríamos que considerar a Dios extremadamente indiferente al bien y al mal, y de ningún modo podríamos dar cuenta de su justicia y santidad. Tampoco se puede decir: los malvados serán castigados pero no por castigo positivo; pues ya sea que la muerte sea el fin de su existencia, o por la pérdida de la rica recompensa del bien, disfrutarán de algún grado menor de felicidad. Estos son subterfugios arbitrarios y vanos, sin apoyo de ninguna razón válida; el castigo definido es la recompensa natural del mal. Además, la debida proporción entre el demérito y el castigo se haría imposible a través de una aniquilación indiscriminada de todos los impíos.
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Y, finalmente, si los hombres supieran que a sus pecados no les sigue el sufrimiento, la mera amenaza de aniquilación al momento de morir, y menos aún la perspectiva de algún grado menor de beatitud, no sería suficiente para disuadirlos de pecar. Además, la razón entiende fácilmente que en la próxima vida el justo será feliz como premio a sus virtudes (ver CIELO). Pero el castigo del mal es la contraparte natural de la recompensa a la virtud. Por lo tanto, también habrá castigo por el pecado en la próxima vida. En consecuencia, encontramos entre todas las naciones la creencia que los malhechores mal serán castigados después de la muerte.
Los Condenados al Infierno. Apocalipsis
. Esta convicción universal de la humanidad es una prueba adicional de la existencia del infierno. Pues es imposible que, respecto a las cuestiones fundamentales de su ser y su destino, todos los hombres deban caer en el mismo error; de otro modo, el poder de la razón humana sería esencialmente deficiente, y el orden de éste mundo estaría indebidamente envuelto en el misterio; sin embargo, esto resulta repugnante tanto para la naturaleza como para la sabiduría del Creador. Sobre la creencia de todas las naciones en la existencia del infierno, vea cf. Luken, "Die Traditionen des Menschengeschlechts" (2da ed., Munster, 1869); Knabenbauer, "Das Zeugnis des Menschengeschlechts fur die Unsterblichkeit der Seele" (1878). Los pocos hombres que a pesar de la convicción moralmente universal de la raza humana, niegan la existencia del infierno son en su mayoría ateos y epicúreos. Pero si la opinión de tales hombres sobre la cuestión fundamental de nuestro ser pudiese ser la única verdadera, la apostasía sería el camino a la luz, a la verdad y a la sabiduría.

Eternidad del Infierno

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Muchos admiten la existencia del infierno, pero niegan la eternidad de sus castigos. Los condicionalistas sostienen sólo una hipotética inmortalidad del alma y afirman que luego de sufrir cierta cantidad de castigo, las almas de los malvados serán aniquiladas. Entre los gnósticos, los valentinianos mantienen la doctrina, y más tarde también Arnobio, los socinianos, muchos protestantes tanto en el pasado como en nuestros días, especialmente en los últimos tiempos ( E. White, “Life in Christ”, Nueva York, 1877). Los universalistas enseñan que al final todos los condenados, al menos todas las almas humanas, alcanzarán la bienaventuranza (apokatastasis ton panton, restitutio omnium, según Orígenes). Esto uno de los principios de los origenistas y los misericordes, de quienes habla San Agustín (De Civ. Dei, XXI, XVIII, n. 1, en P.L., XLI, 732).
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Hubo seguidores individuales a esta opinión en todos los siglos; por ej. Escoto Eriúgena; en particular, muchos protestantes racionalistas de los últimos siglos defendieron esta creencia, por ej. en Inglaterra, Farrar, “Eternal Hope” (cinco sermones predicados en la Abadía de Westminster, Londres y Nueva York, 1878). Entre los católicos, Hirscher y Schell recientemente han expresado la opinión de que aquellos que no mueren en estado de gracia aún pueden convertirse después de la muerte si no son demasiado malvados e impenitentes.

La Sagrada Biblia es muy explícita en la enseñanza de la eternidad de las penas del infierno. Los tormentos de los condenados durarán por los siglos de los siglos ( Apoc., 14,11; 19,3; 20,10). Ellos son eternos igual que son eternas las [[felicidad | alegrías. del cielo ( Mt. 25,46). Cristo dijo de Judas: "¡Más le valdría a ese hombre no haber nacido!” (Mt. 26,24). Pero esto no habría sido cierto si Judas habría de ser algún día liberado del infierno y admitido a la felicidad eterna. Una vez más, Dios dice de los condenados: “su gusano no morirá, su fuego no se apagará” (Isaías 66,24; Mc. 9,43.45.47). El fuego del infierno es llamado repetidamente eterno e inextinguible. La ira de Dios permanece sobre los condenados ( Juan 3,36); son vasos de la cólera divina ( Rom. 9,22); no poseerán el Reino de Dios ( 1 Cor. 6,10; Gál. 5,21), etc. Las objeciones aducidas a partir de la Escritura contra esta doctrina son tan insignificantes que no vale la pena discutirlas en detalle.

La enseñanza de los Padres no es menos clara y decisiva (cf. Petavio, “De Angelis”, III, VIII). Nosotros simplemente recordamos el testimonio de los mártires que a menudo declararon que estaban contentos con sufrir dolor de breve duración con tal de escapar de los eternos tormentos; e.g. “Martyrium Polycarpi”, c. II (cf. Atzberger, “Geschichte”, II, 612 ss.). Es verdad que Orígenes cayó en el error en este punto y precisamente por este error fue condenado por la Iglesia (Canones adv. Origenem ex Justiniani libro adv. Orígenes, can. IX; Hardouin, III, 279 E; Denz., n. 211). En vano se hicieron intentos para socavar la autoridad de estos cánones (cf. Dickamp, “Die origenistischen Streitigkeiten”, Münster, 1899, 137). Además incluso en Orígenes encontramos las enseñanzas ortodoxas sobre la eternidad de las penas del infierno; pues en sus obras el fiel cristiano fue una y otra vez victorioso sobre el filósofo que duda. Gregorio de Nisa parece haber favorecido los errores de Orígenes; muchos, sin embargo, creen que se puede demostrar que sus declaraciones están en armonía con la doctrina católica. Pero las sospechas que se le han adjudicado a ciertos pasajes de Gregorio de Nazianzo y a Jerónimo decididamente no tienen justificación (cf. Pesch, “Theologische Zeitfragen”, 2da series, 190 ss.). La Iglesia profesa su fe en la eternidad de las penas del infierno en términos claros en el Credo de Atanasio (Denz., nn. 40), en decisiones doctrinales auténticas (Denz, nn. 211, 410, 429, 807, 835, 915), y en incontables pasajes de su liturgia; ella nunca ora por los condenados. Por lo tanto, más allá de la posibilidad de duda, la Iglesia expresamente enseña la eternidad de las penas del infierno como una verdad de fe que nadie puede negar o cuestionar sin caer en herejía manifiesta.

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Pero ¿cuál es la actitud de la pura razón hacia esta doctrina? Así como Dios debe designar algún término fijo para el momento del juicio, luego del cual el justo entrará en segura posesión de una felicidad que nunca jamás perderá en toda la eternidad, así también es apropiado que luego de la expiración de ese término, al malvado le será cortada toda esperanza de conversión y felicidad. Pues la malicia de los hombres no puede forzar a Dios a prolongar el tiempo de prueba destinado y a concederles una y otra vez, sin fin, el poder de decidir su suerte por la eternidad. Cualquier obligación de actuar de esta manera, sería indigna de Dios, porque lo haría dependiente del capricho de la malicia humana, le quitaría a sus amenazas gran parte de su eficacia y le ofrecería a la presunción humana el alcance más amplio y el más fuerte incentivo. Dios realmente ha designado el fin de esta vida presente, o el momento de la muerte, como el término de la prueba del hombre.
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. Pues en ese momento se produce en nuestra vida un cambio esencial y trascendental; del estado de unión con el cuerpo, el alma pasa a una vida aparte. Ningún otro instante claramente definido de nuestra vida es de igual importancia. Por lo tanto, debemos concluir que la muerte es el final de nuestra prueba; pues es convenido que nuestro juicio debería terminar en un momento de nuestra existencia tan prominente y significativo de tal modo que sea fácilmente percibido por todo hombre. En consecuencia, es la creencia de toda la gente que la retribución eterna es dispensada inmediatamente después de la muerte. Esta convicción de la humanidad es una prueba adicional de nuestra tesis. Finalmente, no se proveería suficientemente la preservación del orden moral y social si los hombres supieran que el momento del juicio continuará después de la muerte.
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Muchos creen que la razón no puede dar ninguna prueba concluyente para la eternidad de las penas del infierno, sino que simplemente puede demostrar que esta doctrina no entraña ninguna contradicción. Puesto que la Iglesia no ha tomado ninguna decisión sobre este punto, cada cual es completamente libre de asumir esta opinión. Como es evidente, el autor de este artículo no la sostiene. Admitimos que Dios podría haber extendido el momento del juicio más allá de la muerte; sin embargo, de haberlo hecho, habría permitido al hombre conocer sobre ello y habría hecho las correspondientes provisiones para el mantenimiento del orden moral en esta vida. Podríamos admitir además que no es intrínsecamente imposible para Dios aniquilar al pecador luego de cierta cantidad definida de castigo, pero esto estaría menos conforme con la naturaleza del alma inmortal del hombre; y, en segundo término, no conocemos ningún dato que nos dé derecho a suponer que Dios actuaría de tal manera.

Se presenta la objeción de que no hay proporción entre el breve momento del pecado y un castigo eterno. ¿Pero por qué no? Ciertamente, admitimos una proporción entre una buena acción momentánea y su recompensa eterna, no, es cierto, una proporción de duración, sino una proporción entre la ley y su sanción correspondiente. Nuevamente, el pecado es una ofensa contra la autoridad infinita de Dios, y el pecador está de alguna manera consciente de esto, aunque imperfectamente. En consecuencia, en el pecado hay una aproximación a la malicia infinita, la cual merece castigo eterno. Finalmente, hay que recordar que, aunque el acto de pecar es breve, la culpa del pecado permanece para siempre, pues en la próxima vida, el pecador no se aparta de su pecado por una conversión sincera.

Se objeta también que el único objeto del castigo debe ser reformar al malhechor. Esto no es verdad. Además del castigo infligido para corregir, también hay castigos para la satisfacción de la justicia. Pero la justicia demanda que quien se desvíe del camino correcto en su búsqueda de la felicidad, no encuentre su felicidad, sino que la pierda. La eternidad de las penas del infierno responde a esta demanda de justicia. Y, además, el temor al infierno en realidad disuade a muchos de pecar; y, así, y en tanto es una amenaza de Dios, el castigo eterno también sirve para la reforma de la moral. Pero, si Dios amenaza al hombre con las penas del infierno, Él debe también llevar a cabo su amenaza si el hombre no le presta atención y no evita pecar.

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Para resolver otras objeciones, cabe señalar:

Dios no solo es infinitamente bueno, Él es infinitamente sabio, justo y santo. • Ninguno es arrojado al infierno si no lo merece plena y totalmente. • El pecador persevera por siempre en su mala disposición. • No debemos considerar el castigo eterno del infierno como una serie de términos de castigo distintos o separados, como si Dios estuviese por siempre una y otra vez pronunciando una nueva sentencia e infligiendo nuevas penas como si Él no pudiese satisfacer nunca su deseo de venganza. El infierno es, especialmente a los ojos de Dios, uno e indivisible en su totalidad; no es sino una sentencia y una pena. Podemos representarnos un castigo de intensidad indescriptible como en cierto sentido el equivalente a un castigo eterno; esto nos puede ayudar a ver mejor cómo Dios permite al pecador caer al infierno ---cómo la justa indignación de Dios puede permitir finalmente que caiga al infierno un hombre que hace tabla rasa de todas las advertencias divinas, que fracasa en aprovechar toda la paciente indulgencia que Dios le ha mostrado, y quien en desenfrenada desobediencia está absolutamente inclinado a precipitarse al castigo eterno.

En sí mismo, no es en rechazo al dogma católico el suponer que Dios pueda a veces, por vía de excepción, liberar un alma del infierno. Así algunos argumentan a partir de una falsa interpretación de 1 Pedro 1,19 ss., que Cristo liberó a varias almas condenadas con ocasión de su descenso al infierno. Otros fueron engañados por cuentos no confiables a la creencia de que las plegarias de Gregorio el Grande rescataron al Emperador Trajano del infierno. Pero ahora los teólogos son unánimes en enseñar que tales excepciones nunca han ocurrido ni ocurrirán, una enseñanza que debe ser aceptada. Si esto es verdad, ¿cómo puede la Iglesia orar en el ofertorio de la Misa por los difuntos: “Libera animas omnium fidelium defunctorum de poenis inferni et de profundo lacu” etc.? Muchos piensan que la Iglesia usa estas palabras para designar el purgatorio. Sin embargo, pueden ser explicadas más fácilmente si tenemos en cuenta el espíritu peculiar de la liturgia de la Iglesia; a veces ella refiere sus plegarias no al tiempo que son dichas, sino al tiempo para el cual son dichas. Así, el ofertorio en cuestión se refiere al momento cuando el alma está a punto de abandonar el cuerpo, aunque es realmente dicha algún tiempo después de tal momento; y como si estuviese realmente en el lecho de muerte del creyente, el sacerdote le implora a Dios que preserve sus almas del infierno. Pero sea cual sea la explicación preferida, esto permanece cierto, que, al decir este ofertorio la Iglesia intenta implorar sólo aquellas gracias que el alma aún es capaz de recibir, a saber, la gracia de una muerte feliz o la liberación del purgatorio.

Impenitencia de los Condenados

Los condenados están ratificados en el mal; cada acto de su voluntad es maligno e inspirado en el odio a Dios. Esta es la enseñanza común de la teología; Santo Tomás lo establece en varios pasajes. Sin embargo, algunos han mantenido la opinión que, aunque los condenados no pueden realizar ninguna acción sobrenatural, todavía son capaces de realizar, de vez en cuando algún hecho naturalmente bueno; hasta ahora, la Iglesia no ha condenado esta opinión. El autor de este artículo sostiene que la enseñanza común es la verdadera; porque en el infierno, la separación del poder santificante del amor Divino, es total. Muchos afirman que esta inhabilidad de hacer buenas obras es física, y asignan el impedimento de toda gracia como su causa próxima; al hacer esto, toman el término gracias en su significado más amplio, es decir, toda cooperación Divina tanto en buenas acciones naturales como sobrenaturales. Entonces, los condenados nunca pueden escoger entre actuar fuera del amor de Dios y la virtud y actuar fuera del odio a Dios. El odio es el único motivo en su poder; y no tienen otra alternativa que aquella de mostrar su odio a Dios escogiendo una acción maligna por sobre otra. La última y real causa de su impenitencia es el estado de pecado que libremente escogen como su porción sobre la tierra y sobre la cual pasaron, sin conversión, a la otra vida y a ese estado de permanencia (status termini) por naturaleza debido a criaturas racionales y a una actitud de mente incambiable. Bastante en consonancia con su estado final, Dios les otorga solo aquella cooperación que corresponde a la actitud que libremente escogieron como suya en esta vida. Por esto, los condenados no pueden sino odiar a Dios y hacer el mal, mientras que el justo en el cielo o en el purgatorio, es inspirado solamente por amor a Dios, no pueden sino hacer el bien. Por lo tanto, también, las obras de los reprobados, en tanto están inspiradas en el odio a Dios, no son pecados formales, sino solo materiales, porque son realizados sin el requisito de libertad para la imputabilidad moral. El pecado formal que comete el reprobado es solo aquel que, cuando de entre varias acciones en su poder, deliberadamente escoge aquella que contiene la mayor malicia. Por tales pecados formales, los condenados no incurren en ningún aumento esencial de castigo, porque en el estado final la misma posibilidad y el permiso Divino de pecar son en sí mismos un castigo y, más aún, una sanción de la ley moral podría parecer bastante sin sentido.

De lo que se ha dicho se sigue que el odio que las almas perdidas tienen hacia Dios, es voluntario sólo en su causa; y la causa es el pecado deliberado el cual fue cometido en la tierra y por el cual merecieron reprobación. Es también obvio que Dios no es responsable por los pecados materiales de odio de los reprobados porque si les otorga Su cooperación en sus actos pecaminosos como también si les rehúsa toda motivación al bien, El actúa bastante de acuerdo con la naturaleza de su estado. Por lo tanto, sus pecados no son más imputables a Dios que las blasfemias de un hombre en un estado de total intoxicación, aunque no son proferidas sin la asistencia Divina. El reprobado lleva consigo la primera causa de impenitencia; es la culpa del pecado que ha cometido en la tierra y con el cual ha pasado a la eternidad. La causa próxima de impenitencia en el infierno es que Dios deniega toda gracia y todo impulso por el bien. No sería intrínsecamente imposible para Dios llevar a los condenados al arrepentimiento; aunque tal curso sería mantenerlos fuera del estado de reprobación final. La opinión que el rechazo Divino a toda gracia y de motivación al bien es la causa próxima de impenitencia, es sostenida por muchos teólogos, y en particular por Molina. Suárez la considera probable. Scoto y Vásquez sostienen puntos de vista similares. Incluso los Padres y Santo Tomás pueden ser entendidos en este sentido. Es por esto que Santo Tomás enseña (De verit., Q. xxiv, a.10) que la causa principal de impenitencia es la justicia Divina la cual rehúsa dar a los condenados toda gracia. Sin embargo, muchos teólogos p.ej. Suárez, defiende la opinión que los condenados son solo moralmente incapaces de bien; tienen el poder físico, pero las dificultades en sus caminos son tan grandes que nunca podrán ser superadas. Los condenados nunca pueden desviar su atención de sus horrendos tormentos, y al mismo tiempo saben que han perdido toda esperanza. Por ello, la desesperanza y el odio a Dios, su justo Juez, es casi inevitable e incluso el más mínimo buen impulso se torna moralmente imposible. La Iglesia aún no ha decidido esta cuestión. El autor del presente artículo, se inclina por la opinión de Molina. Pero, si los condenados con impenitentes, ¿como pueden las Escrituras (Sabiduría, v) decir que se arrepienten de su pecado? Deploran con la mayor intensidad el castigo, pero no la malicia del pecado; a esto se aferran mas tenazmente que nunca. Si tuvieran la oportunidad, cometerían el pecado de nuevo, sin duda no por su gratificación, la cual encuentran ilusoria, sino por cabal odio a Dios. Se sienten avergonzados de su insensatez por buscar la felicidad en el pecado, pero no de la malicia del pecado en sí mismo (St. Tomás, Teol. comp., c. cxxv).

Poena Damni

La poena damni, o dolor de pérdida, consiste en la pérdida de visión beatífica y por ello, en una separación total de todos los poderes del alma de Dios, no pudiendo encontrar siquiera la menor paz o descanso. Es acompañado por la pérdida de todo don sobrenatural; pérdida de fe. Los caracteres impresos por los sacramentos solo permanecen para mayor confusión de quien los lleva. El dolor de pérdida no es la mera ausencia de bienaventuranza superior, sino que también es el dolor positivo más intenso. El vacío total del alma hecha para el disfrute de la verdad infinita y bondad infinitas, causa en el reprobado una angustia inconmensurable. Su conciencia que Dios, sobre Quien depende completamente, es su enemigo, es abrumadora. Su conciencia de haber perdido por su propio desatino, por incumplimiento las más altas bendiciones por placeres transitorios e ilusorios, los humilla y deprime más allá de toda medida. El deseo de felicidad, inherente en su misma naturaleza, completamente insatisfecho y ya sin la capacidad de encontrar ninguna compensación por la pérdida de Dios por el placer ilusorio, los deja completamente miserables. Más aún, están plenamente concientes que Dios es infinitamente feliz y por lo tanto su odio y deseo impotente de injuriarlo los llena de extrema amargura. Y lo mismo es cierto en relación con todos los amigos de Dios que disfrutan la gloria del cielo. El dolor de pérdida es la misma esencia del castigo eterno. Si los condenados contemplaran cara a cara a Dios, el infierno mismo, empero su fuego, sería una especie de cielo. De tener ellos alguna unión con Dios, aunque no sea precisamente unión de visión beatífica, el infierno ya no sería infierno, sino una especie de purgatorio. Y, sin embargo, el dolor de pérdida no es sino la consecuencia natural de aquella aversión a Dios que yace en la naturaleza de todo pecado mortal.

Poena Sensus

El poena sensus, o dolor de sentido, consiste en el tormento del fuego, tan frecuentemente mencionado en la Sagrada Biblia. De acuerdo a la gran mayoría de los teólogos, el término fuego, denota un fuego material, y por lo tanto, fuego real. Sostenemos estas enseñanzas como absolutamente verdaderas y correctas. Sin embargo, no debemos olvidar dos cosas: De Catarinus (m. 1553) hasta nuestros tiempos no han habido teólogos deficientes que interpreten el término fuego de las Escrituras en forma metafórica, como denotando un fuego incorpóreo; y en segundo lugar, hasta ahora la Iglesia no ha censurado su opinión. Algunos de los Padres también pensaron en una explicación metafórica. Sin embargo, las Escrituras y la tradición hablan una y otra vez del fuego del infierno, y no hay suficientes razones para considerar el término como una mera metáfora. Se argumenta: ¿Cómo puede un fuego material atormentar demonios o almas humanas antes de la resurrección del cuerpo? Pero, si nuestra alma está así unida al cuerpo como para ser profundamente sensible al dolor del fuego, ¿porqué el Dios omnipotente es incapaz de enlazar incluso los espíritus puros a alguna sustancia material de tal manera que sufran un tormento mas o menos similar al dolor del fuego el cual el alma puede sentir en la tierra? La respuesta indica, en la medida de lo posible, cómo debemos formarnos una idea del dolor del fuego el cual sufren los demonios. Los teólogos han elaborado varias teorías sobre este tema, las cuales, sin embargo, no deseamos detallar aquí (el actual estudio de Franz Schmid “Quaestiones selectae ex theol. dogm.”, Paderborn, 1891, q. iii; también Guthberlet, “Die poena sensus” en “Katholik”, II, 1901, 305 sqq., 385 sqq.). Es bastante superfluo agregar que la naturaleza del fuego infernal es diferente de aquel de nuestra vida ordinaria; por ejemplo, continua quemando sin la necesidad de renovar constantemente la provisión de combustible. Queda bastante indeterminado ¿cómo podemos formarnos un concepto en detalle?; nosotros sabemos meramente que es corpóreo. Los demonios sufren el tormento del fuego incluso cuando, por permiso Divino abandonan los confines del infierno y rondan sobre la tierra. ¿Cómo sucede esto?, es incierto. Podemos asumir que se mantienen encadenados inseparablemente a una porción de ese fuego. El dolor de sentido es la consecuencia natural de aquel desordenado recodo en las creaturas las cuales están involucradas en todo pecado mortal. Conviene decir que quien busca placer prohibido debe encontrar dolor como recompensa.. (Cf. Heuse, “Das Feuer der Hölle” en “Katholik”, II, 1878, 225 sqq., 337 sqq., 486 sqq., 581 sqq.; “Etudes religieuses”, L, 1890, II, 309, report of an answer of the Poenitentiaria, 30 April, 1890; Knabenbauer, “In Matth., xxv, 41”.)

Dolores Accidentales de los Condenados

De acuerdo con los teólogos, los dolores de pérdida y el dolor de sentido constituyen la esencia misma del infierno, el primero es, sin dudas por lejos la parte más espantosa del castigo. Aunque los condenados también sufren varios castigos “accidentales”.

Así como los benditos en el cielo están libres de todo dolor, así también, por otro lado, los condenados nunca experimentan ni siquiera el menor placer real. En el infierno, la separación de la influencia bienaventurada del amor Divino ha llegado a su consumación. Los reprobados deben vivir en el seno de los condenados; y su estallido de odio o de reproche en que gozan de sus sufrimientos, y sus deformes presencias, son una siempre fresca fuente de tormento. La reunión del alma y el cuerpo luego de la Resurrección será un castigo especial para los reprobados, aunque no habrá ningún cambio esencial en el dolor de sentido que ya están sufriendo.

En cuanto a los castigos de los condenados por sus pecados veniales, ver Suarez, “De peccatis”, disp. vii, s. 4.

Características de las Penas del Infierno

  1. Las penas del infierno difieren en grado de acuerdo al demérito. Esto es cierto no solo en relación con el dolor de sentido, sino también al dolor de pérdida. Un mayor odio a Dios, una conciencia más vívida del abandono total de bondad Divina, una mayor inquietud por satisfacer el deseo natural de beatitud con cosas externas a Dios, un sentido más agudo de verguenza y confusión ante el desatino de haber buscado felicidad en el gozo terrenal – todo esto implica como su correlación una más completa y dolorosa separación de Dios.
  2. Las penas del infierno son esencialmente inmutables; no hay intermedios temporales o alivios pasajeros. Algunos Padres y teólogos, en particular el poeta Prudencio, expresó la opinión que en algunos determinados días Dios otorga a los condenados cierto respiro y que además de esto, las plegarias de los creyentes les obtienen para ellos otros intervalos de descansos ocasionales. La Iglesia nunca ha condenado esta opinión en términos expresos. Pero ahora los teólogos están justa y unánimemente rechazándola. Santo Tomás la condena severamente (In IV Sent., dist. xlv, Q. xxix, cl.1). [Cf. Merkle, “Die Sabbatruhe in der Hölle” in “Romische Quartalschrift” (1895), 489 sqq.; ver también Prudencio.]
    Sin embargo, no están excluidos, los cambios accidentales en las penas del infierno. Así puede ser que los reprobados sean a veces más y a veces menos atormentados por sus alrededores. Especialmente luego del último juicio habrá un aumento accidental en el castigo; porque nunca jamás se les permitirá a los demonios abandonar los confines del infierno sino que serán finalmente prisioneros por toda la eternidad y las almas de los hombres reprobados serán atormentadas en unión con sus cuerpos deformes.
  3. El infierno es el estado de la más grande y completa desgracia, como es evidente luego de todo lo que se ha dicho. Los condenados no tienen ninguna especie de gozo, y les hubiera sido mejor para ellos, no haber nacido (Mat., xxvi, 24). No hace mucho tiempo, Mivart (El Siglo Diecinueve, Dic, 1892., Febr. y Abr., 1893) defendió la opinión que las penas podrían decrecer con el tiempo y que al final su sino sería tan extremadamente triste; que finalmente alcanzarían cierta felicidad y preferirían la existencia a la aniquilación; y aunque continuarían aún sufriendo el castigo simbólicamente descrito como un fuego por la Biblia, aún así no podrían odiar a Dios más y el más desafortunado entre ellos sería más feliz que muchos empobrecidos en esta vida. Es bastante obvio que todo esto es opuesto a las Escrituras y a las enseñanzas de la Iglesia. Los artículos citados condenados por la Congregación del Indice del Santo Oficio el 14 y 19 de Julio de 1893 (cf. “Civiltà Cattolia”, I, 1893, 672).

PETER LOMBARD, IV sent., dist. xliv, xlvi, y sus comentaristas; STO. TOMAS, I:64 y Suplemento 9:97, y sus comentaristas; SUAREZ, De Angelis, VIII; PATUZZI, De futuro impiorum statu (Verona, 1748-49; Venecia, 1764); PASSAGLIA, De aeternitate poenarum deque igne inferno (Rome, 1854); CLARKE, Eternal Punishment and Infinite Love in The Month, XLIV (1882), 1 sqq., 195 sqq., 305 sqq.; RIETH, Der moderne Unglaube und die ewigen Strafen in Stimmen aus Maria-Laach, XXXI (1886), 25 sqq., 136 sqq.; SCHEEBEN-KÜPPER, Die Mysterien des Christenthums (2nd ed., Freiburg, 1898), sect. 97; TOURNEBIZE, Opinions du jour sur les peines d'Outre-tombe (Paris, 1899); JOS. SACHS, Die ewige Dauer der Höllenstrafen (Paderborn, 1900); BILLOT, De novissimis (Rome, 1902); PESCH, Praelect. dogm., IX (2nd. ed., Freiburg, 1902), 303 sqq.; HURTER, Compendium theol. dogm., III (11th ed., Innsbruck, 1903), 603 sqq.; STUFLER, Die Heiligkeit Gottes und der ewige Tod (Innsbruck, 1903); SCHEEBEN-ATZBERGER, Handbuch der kath. Dogmatik, IV (Freiburg, 1903), sect. 409 sqq.; HEINRICH-GUTBERLET, Dogmatische Theologie, X (Münster, 1904), sect. 613 sqq.; BAUTZ, Die Hölle (2nd. ed., Mainz, 1905); STUFLER, Die Theorie der freiwilligen Verstocktheit und ihr Verhältnis zur Lehre des hl. Thomas von Aquin (Innsbruck, 1905); varios manuales recientes de teología dogmática (POHLE, SPECHT, etc.); HEWIT, Ignis Æternus in The Cath. World, LXVII (1893), 1426; BRIDGETT in Dub. Review, CXX (1897), 56-69; PORTER, Eternal Punishment en The Month, July, 1878, p. 338.

JOSEPH HONTHEIM .Transcrito por Michael T. Barrett Dedicado a las Pobres Almas del Purgatorio Traducido por Carolina Eyzaguirre A.

Selección de imágenes: José Gálvez Krüger

Fuente de las imágenes: Google books.[1]

Edición de imágenes: Juan Manuel Parra.