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Martes, 19 de marzo de 2024

Guerra

De Enciclopedia Católica

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Definición

Guerra en su sentido jurídico, es una contienda llevada a cabo por medio de las armas entre Estados soberanos, o comunidades que tienen el derecho de los Estados a este respecto. El término se utiliza a menudo para la lucha civil, sedición, rebelión propiamente dicha, o incluso para cuando el Estado intenta derrotar por la fuerza a los cuerpos organizados de bandidos, y de hecho no hay otra palabra adecuada para la lucha como tal; pero como estos no están jurídicamente en la misma clase con las disputas de fuerza entre Estados soberanos, el jurista no puede usar el término con ese significado.

Sin embargo, un pueblo en revolución, en el raro caso de un esfuerzo por restablecer el gobierno civil que prácticamente haya desaparecido de la comunidad excepto en nombre, o para vitalizar los derechos constitucionales residual o específicamente reservados al pueblo, se acepta que está en igual caso jurídico que un Estado, en la medida en que protege sus derechos fundamentales por la fuerza de las armas. Grote insistió que la guerra era una condición más o menos continua de conflicto entre los contendientes por la fuerza, y así lo es ciertamente; pero incluso Grote, cuando trató de determinar las bases de bien y mal en tal condición, necesariamente retrotrajo la cuestión al derecho a los actos de fuerza en cualquiera de las partes contendientes, y así justificó la definición jurídica más aceptada de una disputa armada entre Estados contendientes. Se habla de la condición jurídica de los contendientes a la guerra como de un estado de beligerancia, mientras que el término guerra se aplica con mayor propiedad a la serie de actos de fuerza hostiles ejercidos en la disputa. Para presentar aquí la posición de la filosofía católica en este sentido, será conveniente discutir en secuencia los siguientes temas, de los cuales podremos adquirir la idea de una guerra justa:

Existencia del Derecho de Guerra

El derecho de guerra es el derecho de un estado soberano a librar una contienda armada contra otro, y es en su análisis un ejemplo del poder moral general de coacción, es decir, a hacer uso de la fuerza física para conservar sus derechos inviolables. Todo derecho perfecto, es decir, todo derecho que imponga a los demás una obligación en justicia de deferencia a él, para ser eficaz, y por lo tanto un poder verdadero y no ilusorio, lleva consigo en el último recurso el derecho subsidiario de la coacción. Un derecho perfecto, entonces, implica el derecho a la fuerza física para defenderse contra la infracción, para recuperar el objeto de derecho injustamente retenido o para exigir su equivalente, y para infligir daño en el ejercicio de esta coerción donde sea, como es casi universalmente el caso, la coerción no puede ejercerse eficazmente sin tal daño.

Las limitaciones de este derecho coercitivo son: que su ejercicio sea necesario y que el daño no sea infligido excesivamente —en primer lugar por necesidad y en segundo lugar en proporción con el objeto de derecho en cuestión. Por otra parte, en las comunidades civiles el ejercicio de la coacción se limita a la autoridad pública debido a que tal restricción es una necesidad del bien común. De igual manera, se reserva a la autoridad pública el uso de la fuerza más allá de la región de defensa y reparación, es decir, para la imposición de castigo para restaurar el equilibrio de la justicia retributiva por compensación por la mera violación de la ley y la justicia, así como para garantizar la seguridad futura de ella, debido a que el Estado es el guardián natural de la ley y el orden, y —al ser la naturaleza humana lo que es— el permitir al individuo, incluso en cuestión de ofensa personal, que sea testigo, juez y verdugo a la vez sería una fuente de injusticia más que de reajuste equitativo.

Ahora bien, el Estado tiene derechos corporativos propios que son perfectos; también tiene el deber de defender los derechos de sus ciudadanos; en consecuencia, tiene el derecho de coerción en la salvaguarda de sus propios derechos y los de sus ciudadanos en caso de amenaza o violación del extranjero, así como del país, no sólo contra individuos extranjeros, sino también contra Estados extranjeros. De lo contrario el deber antes indicado sería imposible de cumplir; los derechos corporativos del Estado serían ineficaces, mientras que los derechos individuales de los ciudadanos estarían a merced del mundo exterior. Es cierto que la presión de tal coerción se puede aplicar en ciertas circunstancias sin que ambas partes lleguen al extremo de un conflicto nacional completo; pero cuando éste surge, como comúnmente lo hace, tenemos la guerra pura y simple, incluso como la primera aplicación de fuerza es la guerra inicial.

La filosofía católica, por lo tanto, le concede al Estado el derecho natural de guerra, ya sea defensivo, como en el caso del ataque en masa de otro contra él; ofensivo (más propiamente coercitivo), donde ve la necesidad de tomar la iniciativa en la aplicación de la fuerza; o punitivo, para infligir castigo por el mal hecho contra sí mismo o, en determinados casos, contra otros. El derecho internacional ve con suspicacia el derecho de guerra punitivo; pero, aunque está abierto al abuso, no se puede disputar su existencia original bajo el derecho natural.

Fuente del Derecho de Guerra

La fuente del derecho de guerra es el derecho natural que confiere a los Estados, así como a los individuos, las facultades o derechos morales que son los medios necesarios para que estos logren el propósito esencial que la ley natural establece. Así como la ley natural ha concedido sus derechos sustanciales al estado con miras a los propósitos naturales de la creación de la humanidad, así es esa misma ley la que concede el derecho subsidiario de la coacción física para su mantenimiento, sin la cual ninguno de sus derechos sería eficaz. Sin embargo, la verdad plena toma en consideración las limitaciones y extensiones del derecho de guerra establecido por el derecho internacional en virtud del contrato (ya sea implícito en la costumbre aceptada o explícito en el pacto formal) entre las naciones que son parte en la obligación legal internacional. Pero hay que señalar que las naciones civilizadas, en su esfuerzo por mejorar las condiciones crueles de la guerra, a veces han dado su consentimiento para permitir, como el menor de dos males inminentes, lo que está prohibido por la ley natural. Este no es estrictamente un derecho, aunque a veces se le denomina así, sino una tolerancia internacional de un mal natural. En las ambiciones territoriales o comerciales comunes de las grandes potencias puede haber un acuerdo de tolerancia mutua de lo que es un mal moral puro y simple en virtud de la ley natural, y eso sin la excusa de que es un mal menor que otro que debe evitarse; en este caso la injusticia es aún más evidente, pues la tolerancia en sí es un error. La determinación original del derecho de guerra viene solo de la ley de la naturaleza; el consentimiento de la humanidad puede manifestar la existencia de una fase de esta ley, pero no la constituye.

El acuerdo de las naciones puede entregar en común una parte del derecho pleno y así lo restringe; o puede tolerar un abuso limitado de él; pero tal acuerdo no confiere una partícula del propio derecho original, ni puede quitarle nada, excepto por el consentimiento de las naciones así desfavorecidas. Se puede argumentar que la costumbre al respecto de la mayor parte del mundo obliga a todas las naciones, pero el argumento no concluye convincentemente. Las decisiones de los tribunales estadounidenses se inclinan hacia la proposición de obligación universal; los juristas ingleses no están tan clara o generalmente a su favor. Por supuesto, no puede haber controversia para esa parte del derecho internacional que se refiere a la guerra, que se puede decir justamente que es la ley natural que obliga a las naciones en sus tratos entre sí, cuya existencia se manifiesta por el consentimiento común de la humanidad; aquí el derecho internacional es solo el nombre para una parte del derecho natural.

Es cierto que Suárez se inclina a pretender que el derecho de guerra sea un medio no precisamente de defensa, sino de reparación de derecho y de castigo de violación, del derecho internacional, sobre la base de que no es necesario en la naturaleza de las cosas que el poder de tal rehabilitación y castigo deba quedar en manos del estado agraviado (aunque debe ser en algún sitio en la tierra), sino que la humanidad ha aceptado el método de estado individual en lugar de la formación de un tribunal internacional con poderes policiales adecuados. Sin embargo, el argumento dado arriba muestra con justa claridad que el poder pertenece al estado agraviado, y que a pesar de que podría haber confiado, o que aún puede confiar su ejercicio a un árbitro internacional, no está obligado a hacerlo, ni lo ha hecho en el pasado, salvo en algunos casos excepcionales.

Poseedor del Derecho de Guerra

El derecho de guerra descansa solamente en la autoridad soberana del Estado. A medida que fluye desde el carácter eficaz de otros derechos en peligro, el derecho coercitivo debe pertenecer al poseedor, o guardián natural, de esos derechos. Los derechos en cuestión pueden ser directamente derechos corporativos del Estado, o que, por supuesto, el propio Estado es el poseedor, y para el que no hay guardián natural, sino la autoridad soberana del Estado; o directamente los derechos de partes del Estado subordinadas o incluso de sus ciudadanos individuales, y la autoridad soberana es el guardián natural de estos contra la agresión extranjera. La autoridad soberana es el guardián, porque no hay mayor poder en la tierra al cual se pueda apelar; y, por otra parte, en el caso del ciudadano individual, la protección de sus derechos contra la agresión extranjera se convertirá normal e indirectamente en un asunto del bien de la comunidad de naciones.

Está claro que el derecho de guerra no puede llegar a ser una prerrogativa de cualquier poder subordinado en el estado, o de una sección, de una ciudad, o un individuo, por varias razones: que ninguno de esos puede tener el derecho de poner en peligro el bien de todo el estado (como sucede en la guerra), excepto el guardián jurídico del bienestar de todos; que partes subordinadas del estado, así como el ciudadano individual, al tener la autoridad suprema del estado a la cual apelar, no están en el caso de necesidad requerida para el ejercicio de la coerción; finalmente que cualesquiera de dichos derechos en manos que no sean las del poder soberano alteraría la paz y orden de todo el estado. Le pertenece a la cuestión de la revolución explicar cómo la autoridad soberana en asuntos de guerra se revierte de nuevo al pueblo como un todo en ciertas circunstancias. En el poder supremo también descansa la autoridad judicial para determinar cuándo es necesaria la guerra, y cuál es la medida necesaria y proporcionada de daño que puede infligir; no hay otro tribunal natural al que se pueda recurrir, y sin esta facultad judicial el derecho de guerra sería inútil.

Motivo y Propósito de la Guerra

Las motivos principales de un estado para ir a la guerra son: (1) el hecho de que el derecho del Estado (ya sea directa o indirectamente a través de sus ciudadanos) esté amenazado por una agresión extranjera que solo pueda impedirse por la guerra; (2) el hecho de una violación real de derecho no reparable de otro modo; (3) la necesidad de castigar el poder amenazante o infractor para la futura seguridad. A partir de la naturaleza del derecho probado, estos tres hechos son necesariamente motivos justos, y el estado cuyos derechos están en peligro es en sí mismo el juez de ellos. Motivos secundarios le pueden llegar a un estado (1) por la petición de otro estado en peligro (o de un pueblo que esté en posesión del derecho); (2) del hecho de la opresión de inocentes, cuyo sufrimiento injusto es proporcional a la gravedad de la guerra y a quienes es imposible rescatar de otro modo; en este caso los inocentes tienen derecho a resistir, la caridad reclama la ayuda y el estado interventor puede justamente asumir la comunicación del derecho del inocente a ejercer coerción extrema a su favor.

No está claro si un estado puede encontrar motivo para interferir para castigo después de la destrucción de los inocentes que no eran de ningún modo sus propios súbditos, a menos que tal castigo sea una necesidad razonable para la seguridad futura de sus propios ciudadanos y sus derechos. Se ha argumentado que la extensión del derecho punitivo del estado fuera de la esfera de sus propios asuntos parecería ser una necesidad de condiciones naturales; pues el derecho debe estar en algún lugar, si hemos de tener ley y orden en la tierra, y no hay lugar para ponerlo excepto en las manos del estado que está dispuesto a asumir el castigo. Sin embargo, el asunto no está tan claro como el derecho de interferir en la defensa de los inocentes.

El bien común de la nación es una condición restrictiva sobre el ejercicio de su derecho a ir a la guerra, pero en sí mismo no es motivo suficiente para este tipo de ejercicio. Así, la mera expansión del comercio, la adquisición de nuevos territorios, por muy beneficiosos o necesarios que sean para un país en desarrollo, no dan ningún motivo natural para hacer la guerra a otro estado para obligarlo a comercio con él, o a exigirle una medida de su territorio excedente, ya que el bien común de un estado no tiene mayor derecho que el bien común de otro, y cada uno es juez y guardián del suyo. Mucho menos se puede hallar motivo en la mera necesidad de ejercer una fuerza marcial permanente, en el someter a la gente a impuestos para su mantenimiento o para escapar de problemas revolucionarios en casa.

Aquí, también, hay que señalar que las naciones no pueden trazar un paralelo a partir de los motivos del Antiguo Testamento. Los israelitas vivían bajo una teocracia; Dios, como Señor supremo de toda la tierra, en casos específicos, mediante el ejercicio de su dominio supremo, transfería la propiedad de tierras extrañas a su pueblo; por su mandato hacían la guerra para obtener posesión de ella, y su motivo para la guerra era la propiedad (así dada a ellos) de la tierra por la que lucharon. Así, la privación ocasionada a sus dueños anteriores y poseedores reales tenía, además, el carácter de castigo infligido a ellos por orden de Dios por los delitos cometidos contra Él. Ningún estado puede encontrar tal motivo por sí mismo bajo el derecho natural existente.

Por otra parte, un motivo claro está limitado a la condición de que la guerra sea necesaria como último recurso. Por lo tanto, si hay base razonable para pensar que el estado ofensor retirará su amenaza, reparará el daño hecho y pagará una pena suficiente para satisfacer la justicia retributiva y dar una justa garantía de la seguridad futura del orden jurídico entre los dos estados concernidos —todo a consecuencia de una representación adecuada, la diplomacia prudente, la urgencia paciente, una mera amenaza de guerra o cualesquiera otros medios justos— entonces no puede decirse que la guerra en sí misma es necesaria, y así, sobre tales premisas, carece de motivo pleno. Se debe dar una sincera oportunidad de ajuste, o tener una afirmación razonable, de que la ofensa no será rectificada, excepto bajo el estrés de la guerra, antes de que el motivo sea justo. Está dentro de la propia competencia del estado perjudicado el decidir si debe dar su consentimiento para arbitrar las diferencias de juicio antes de recurrir a la guerra, ya que la ley natural no ha establecido ningún juez, sino el propio estado agraviado, y el derecho internacional no lo obliga a transferir su derecho judicial a cualquier otro tribunal, excepto en la medida en que se ha obligado a hacerlo mediante un acuerdo previo.

No obstante, cuando la ofensa no está clara, y la autoridad pública tiene buena razón para pensar que puede tomar disposiciones para que un tribunal haga justicia, parecería que la necesidad de guerra en ese caso individual no es definitiva, y aunque el derecho internacional puede dejar libre al estado para que rechace todo arbitraje, parecería que la ley natural lo recomendaría, si no lo ordenaría. Hacia esta solución de diferencias internacionales, a pesar de la dificultad de asegurar un tribunal, se ha hizo algún progreso a fines del siglo XIX.

Para considerar la determinación de la plena justicia de un motivo, se debe considerar la cuestión de la proporción entre los daños a ser infligidos por la guerra y el valor del derecho nacional amenazado o violado. Aquí hay que tener en cuenta las consecuencias de dejar indefenso tal derecho. Las naciones son propensas a ir a la guerra casi por cualquier violación del derecho y su reparación absolutamente rechazada. Esta tendencia arguye la convicción común de que tal violación irá de mal en peor, y que si el derecho soberano no se reconoce en una pequeña cosa, mucho menos lo será en una grande. Esa convicción tiene un fundamento racional; y sin embargo, el orgullo de poder y la sensibilidad de la vanidad nacional puede llevar fácilmente, en la excitación del momento, a un juicio equivocado de la gravedad de una ofensa proporcional a todos los males de la guerra. La fuerza tampoco es un medio exitoso para asegurar el honor, a menos que sea para asegurar el debido reconocimiento de los derechos del poder soberano detrás de ese honor; mientras que en el foro calmado de la razón deliberada la pérdida de una vida humana pesa más que la simple vanidad ofendida de un rey o de un pueblo.

La verdadera proporción entre el daño a infligirse y el derecho violado se ha de medir por si la pérdida del derecho en sí mismo o en sus consecuencias naturales ordinarias sería moralmente tan gran perjuicio al bien común del estado agraviado como los daños que la guerra contra el agresor ocasionaría al bien común de este, poniendo en la balanza contra este último la cantidad adicional de daños debidos a él como el castigo de la justicia retributiva. Por último, el estado que va a la guerra debe sopesar sus propias probables pérdidas en sangre y dinero, y su perspectiva de victoria, antes de que pueda entrar justamente a una guerra; pues el interés del bien común en el hogar inhibe el ejercicio de la fuerza en el extranjero, a menos que se calcule razonablemente que no será en definitiva una pérdida más grave a la propia comunidad. Esto no es una limitación de motivo propiamente, sino una limitación cautelar del ejercicio de un derecho frente a un motivo pleno. El fin propio de la guerra se indica por el motivo, y es un mal moral la guerra llevada a cabo por un propósito más allá de ese que aparece en el justo motivo.

Materia del Derecho de Guerra

La materia del derecho de guerra cubre lo que puede hacer el poder beligerante en el ejercicio de su derecho. Incluye la imposición de todo tipo de daños a la propiedad y a la vida del otro estado y sus sujetos en conflicto, hasta la medida requerida para hacer obligar a la sumisión, lo que implica la aceptación de un reajuste final y una pena proporcional; incluye en general todos los actos que son medios necesarios para dicho daño, pero es refrenado por la provisión de que ni el daño infligido ni los medios tomados involucren acciones que sean intrínsecamente inmorales. En el proceso de la guerra está prohibido el asesinato o lesiones a los no combatientes (mujeres, niños, ancianos y enfermos, o incluso aquellos capaces de portar armas pero que de hecho no participan en la misma de ningún modo), excepto donde su destrucción simultánea sea un accidente inevitable que sea inherente al ataque contra la fuerza contendiente.

La destrucción desenfrenada de la propiedad de tales no combatientes, cuando no contribuye o contribuirá al mantenimiento o ayuda al estado o su ejército, también carece de la requerida condición de necesidad. De hecho, la destrucción desmedida de la propiedad del estado o de los combatientes, —es decir, cuando dicha destrucción no puede justificar su sumisión, reparación o castigo proporcional— está más allá de la justa materia de la guerra. La quema del Capitolio y la Casa Blanca en Washington, D.C. |Washington]] en 1814, y la devastación de Georgia, Carolina del Sur y el Valle del Shenandoah durante la Guerra Civil estadounidense no han escapado a las críticas en esta categoría. Es cierto que la “guerra es un infierno”, en el sentido de que inevitablemente conlleva un máximo de miserias humanas; no se puede sostener éticamente en el sentido que se justifica cualquier cosa que haga para el sufrimiento y castigo de un pueblo en guerra. No se puede sostener la defensa de que acelera el final de la guerra a través de la simpatía con el sufrimiento creciente incluso de los no combatientes. El asesinato de los heridos o prisioneros, que han dejado de ser combatientes y han presentado sumisión, no solo no es necesario, sino que está más allá de los límites del derecho debido a la sumisión, mientras que la caridad común requiere que se les cuide adecuadamente.

Podría surgir alguna duda sobre la obligación de salvar a los heridos y prisioneros, cuya tutela o cuidado evitaría una prosecución de la guerra quizás en su momento más auspicioso, o su despido si no engruesan las fuerzas del enemigo. Se podría renunciar al cuidado de los heridos, ya que su obligación no es de justicia sino de caridad, lo que cede a un reclamo superior de beneficio propio; pero el asesinato de prisioneros presenta un problema diferente. Toda duda práctica al respecto ha sido eliminada entre las naciones civilizadas mediante acuerdos de derecho internacional. Los cánones de la ley natural de necesidad y proporción que fijan el límite del mal moral intrínseco son tan difíciles de aplicar por las fuerzas contendientes que la historia de las guerras está llena de excesos; por lo tanto, el derecho internacional se ha movido constantemente hacia líneas duras y rápidas que disminuirán el desperdicio de vidas humanas y las miserias de la guerra. Así, mediante un acuerdo internacional basado en la obvia limitación del derecho natural, se excluye el uso de municiones que causen destrucción excesiva de vidas humanas o sufrimiento excesivo, heridas incurables o desfiguración humana más allá de los requisitos para sacar a los combatientes del conflicto y así ganar una batalla. El envenenamiento, que ponga en peligro excesivo a inocentes, y el asesinato, asociado con la traición y la asunción personal del derecho a la vida y la muerte (por no mencionar su falta de una oportunidad justa de defensa y la cobardía comúnmente implicada en ello) han hallado una condena común, cerrando así la brecha de oscuridad en la ley natural.

Sin embargo, la ley natural es suficientemente clara al condenar como intrínsecamente inmorales la mentira y el engaño directo a otro, así como la mala fe y la traición. La frase “en la guerra y el amor todo se vale” no puede ser tomada en serio; es un dicho libre tomado de las prácticas imprudentes de los hombres, y va en contra de la recta razón, la ley natural y la justicia. Ningún fin justifica un medio inmoral, y la mentira, el perjurio, la mala fe, la traición, así como la matanza directa de inocentes, el saqueo y atrocidades desenfrenadas de tiempos antiguos, son, en lo que respecta al peor de ellos, una cosa del pasado entre las naciones civilizadas. Ocasionalmente es un hecho hoy día que los estados no siempre son escrupulosos en conciencia sobre la mentira, el engaño y la mala fe en la guerra como en la diplomacia; y la defensa de la mentira y el engaño en las estratagemas de la guerra, donde no se viola la buena fe o la convención común, es una secuencia de la errónea doctrina de Grote de que mentir no es intrínsecamente inmoral, sino que solo es incorrecto en la medida en que aquellos con quienes tratamos tienen derecho a exigir la verdad de nosotros; pero como la filosofía católica repudia casi unánimemente tal enseñanza, la práctica no tiene hoy ningún defensor ético en el pensamiento católico. El ahorcamiento de espías, aunque comúnmente se dice que es simplemente una medida de amenaza contra un peligro peculiar de guerra, parece tener detrás una sugerencia remota de castigo de una forma de engaño que es intrínsecamente incorrecta.

En los términos de reajuste después de la victoria, el estado victorioso, si su causa fue justa, puede exigir una reparación total de la injusticia original sufrida, una compensación total por todas sus propias pérdidas debidas a la guerra, una pena proporcional para asegurar el futuro no solo contra el estado conquistado, sino, por miedo a tal castigo, incluso contra otros estados posiblemente hostiles. En la ejecución de dicho juicio, el asesinato o la esclavización de los combatientes sobrevivientes, aunque, hablando en términos absolutos, podrían caer dentro de la medida de un castigo justo, hoy día parecerían ser un castigo extremo y la práctica de la civilización lo ha abolido.

Aquí nos enfrentamos a la terrible destrucción de los vencidos en las guerras del Antiguo Testamento, donde frecuentemente todos los varones adultos eran asesinados después de la derrota y rendición, y a veces incluso las mujeres y los niños, hasta el exterminio total. Pero no podemos argüir el derecho natural de estos casos, ya que, donde se hizo justamente, esta matanza generalizada fue el mandato directo de Dios, el Soberano Árbitro de la vida y la muerte, así como el Juez Justo de toda recompensa y castigo. Por revelación Dios convirtió a los israelitas en verdugos de su sentencia sobrenatural; la pena estaba dentro del derecho de Dios de asignar, y dentro del derecho comunicado de los israelitas de hacer cumplir. La apropiación de una parte del territorio de los vencidos puede ser fácilmente una necesidad de pago como reparación por daños y pérdidas, e incluso toda la sujeción del estado conquistado, como parte o tributario de su conquistador, puede posiblemente caer dentro de los requisitos proporcionados para la reparación total o para la seguridad futura, y, de ser así, dicha sujeción está dentro de la competencia de la última adjudicación. La historia de las naciones, sin embargo, indicaría que esta exigencia se aplicaba mucho más de lo que se justificaba por una necesidad proporcionada.

Término del Derecho de Guerra

El término del derecho de guerra es la nación contra la cual se puede hacer justamente la guerra. Debe estar jurídicamente en lo incorrecto, es decir, debe haber violado un derecho perfecto de otro estado, o al menos haberse involucrado en un intento de tal violación. Tal derecho perfecto es uno basado en la estricta justicia entre los estados y así fundamenta una obligación en justicia en el estado contra el cual se librará la guerra. Aquí se requiere una distinción entre la obligación de un deber ético y la de uno jurídico. Un deber jurídico supone un derecho ajeno que es violado por la negligencia del estado en cumplir con ese deber; no es un deber meramente ético, pues este procede de algún otro fundamento que no es la justicia, y por lo tanto no implica ningún derecho ajeno que sea violado por el incumplimiento del deber. El fundamento del derecho de guerra es un derecho violado o amenazado, no un mero deber ético descuidado. Ningún estado, no más que un individuo, puede usar la violencia para obligar a su vecino a cumplir ese deber.

De ahí que un estado extranjero puede tener el deber de desarrollar sus recursos no solo para su propia necesidad inmediata o particular, sino por cortesía universal para ayudar a la prosperidad de otros estados, pues una comunidad está unida a otra por la caridad como lo están los individuos; pero en otro estado no hay derecho a ese desarrollo fundado en la justicia. Asumir que un estado tiene el derecho de hacer la guerra a otro para obligarlo a desarrollar sus propios recursos es asumir que cada estado tiene sus posesiones en fideicomiso para la raza humana en general, con un derecho estricto de compartir su usufructo inherente en cada otro estado en particular, —una suposición que aún espera la prueba.

Así también el que un estado necesite más territorio para su exceso de población no le da derecho a apoderarse del territorio superabundante y subdesarrollado de otro. En caso de extrema necesidad, paralela a la de un hombre hambriento, donde no haya otro remedio que no sea la venta forzada o la incautación del territorio en cuestión, habría algo sobre lo que basar un argumento, y se puede concebir el caso, pero parece lejano que surja. Del mismo modo, el que un gobierno sea negligente en un deber jurídico hacia su propio pueblo no le da derecho natural a un estado extranjero a interferir, salvo solo en la emergencia, lo suficientemente extrema y rara, donde el pueblo tendría el derecho a la fuerza contra su gobierno y al pedir ayuda del extranjero comunicaría en parte el ejercicio de este derecho coercitivo al poder que socorre. Por último, en el caso de la persecución generalizada de inocentes por parte de un estado con muerte o esclavitud injusta, se puede decir razonablemente que una potencia extranjera que abraza su causa asume el llamado de estos y hace uso de su derecho de resistencia.

En conclusión, para que una guerra sea justa, debe ser emprendida por un poder soberano para la seguridad de un derecho perfecto propio (o de otro que invoque justamente su protección) contra la violación extranjera en un caso donde no hay otros medios disponibles para asegurar o reparar el derecho; y debe llevarse a cabo con una moderación que, en la continuación y la solución de la lucha, no cometa ningún acto intrínsecamente inmorales, ni exceda en el daño hecho, o en el pago y en la pena exigida, la medida de la necesidad y la proporción al valor del derecho involucrado, el costo de la guerra y la garantía de seguridad futura.


Bibliografía: SANTO THOMAS, Summa Theologica (RomA, 1894), II-II, 40 y 108; SUAREZ, De caritate (París, 1861), XIII; BELLARMINO, De laicis (Nápoles, 1862), III, 4 y 6; MOLINA, De justitia et jure (Colonia, 1752), XCIX; GROTE, De jure belli et pacis (s.d., 1719); COSTA-ROSSETTI, Philosophia moralis (Innsbruck, 1886); CASTELFIN, Philosophia moralis (Bruselas, 1899); LAWRENCE, Principles of International Law (Boston, 1909).

Fuente: Macksey, Charles. "War." The Catholic Encyclopedia. Vol. 15, págs. 546-550. New York: Robert Appleton Company, 1912. 7 mayo 2020 <http://www.newadvent.org/cathen/15546c.htm>.

Traducido por Luz María Hernández Medina