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Martes, 19 de marzo de 2024

Cristianismo

De Enciclopedia Católica

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Introducción

En el siguiente artículo se da una descripción del cristianismo como religión, y se describe su origen, su relación con otras religiones, su naturaleza esencial y principales características, pero no en relación con sus doctrinas en detalle ni a su historia como una organización visible. Estos y otros aspectos de este gran tema se tratarán bajo títulos separados. Además, el cristianismo del que hablamos es el que se percibe claramente en la Iglesia Católica solamente; por lo tanto, aquí no nos ocupamos de aquellas formas que están incluidas en las varias sectas cristianas no católicas, ya sean cismáticas o heréticas.

Nuestras fuentes documentales de conocimiento sobre el origen del cristianismo y su desarrollo temprano son principalmente el Nuevo Testamento y los varios escritos sub-apostólicos, cuya autenticidad debemos en grado sumo dar por sentada, al igual que sobre menos bases admitimos la autenticidad de “Cæesar” cuando trató con la Galia primitiva, y de “Tácito” cuando estudió el crecimiento del Imperio Romano (cf. Kenyon, “Manual de Crítica Textual del Nuevo Testamento”). Tenemos esta nueva autorización para hacerlo, para que las más maduras opiniones críticas entre los no-católicos, abandonando las extravagantes teorías de Baur, Strauss, y Renan, tiendan, en lo que se refiere a fechas y autores, a coincidir más estrechamente con la posición católica. Se reconoce que los Evangelios, Hechos y la mayoría de las Epístolas pertenecen a la Era Apostólica. “La más antigua literatura de la Iglesia”, dice el Profesor Harnack, “es, en los puntos principales y en la mayoría de sus detalles, desde el punto de vista de la historia literaria, verídica y confiable… El que estudia estas cartas atentamente (es decir, las de Clemente e Ignacio) no puede dejar de ver qué plenitud de tradiciones, asuntos sobre predicación, doctrinas y formas de organización ya existentes en los tiempos de Trajano (98-117 d.C.), y que ya habían alcanzado permanencia en iglesias particulares” (Chronologie der altchristlichen Literature, Bk. I, pp. 8, 11). Por supuesto, se tocarán otros puntos y se asumirán otros resultados, que se tratan más completa y formalmente en los artículos Jesucristo, la Iglesia, Revelación, Milagro.

Origen del Cristianismo y su Relación con Otras Religiones

Cristianismo es el nombre dado al sistema definido de creencia y práctica religiosa enseñada por Jesucristo en el país de Palestina, durante el reinado del emperador romano Tiberio, y ciertos hombres escogidos entre sus seguidores la promulgaron, luego de la muerte de su Fundador, para la aceptación del mundo entero. Según la cronología reconocida, ellos comenzaron su misión el día de Pentecostés, en el año 29 d.C., cuyo día es considerado, por consiguiente, como el día de nacimiento de la Iglesia Cristiana. Para poder apreciar mejor el significado de este evento, debemos primero considerar las influencias y tendencias religiosas previamente en operación en las mentes de los hombres, tanto judíos como gentiles, las cuales prepararon el camino para la expansión del cristianismo entre ellos.

La historia completa de los judíos, según se detalla en el Antiguo Testamento, se ve, cuando se lee a la luz de otros eventos, como una clara aunque gradual preparación para la predicación del cristianismo. En esa nación solamente, las grandes verdades de la unidad y existencia de Dios, el gobierno providencial de sus criaturas y su responsabilidad hacia Él, fueron conservadas intactas en medio de la corrupción general. El mundo antiguo estaba entregado al panteísmo y a la idolatría; Israel solamente, no debido a su “instinto monoteísta” (Renan), sino debido a la intervención periódica de Dios a través de sus profetas, se resistió en la mayor parte a la tendencia general a la idolatría. Además de mantener aquellas puras concepciones de la Deidad, los profetas de tiempo en tiempo, y con cada vez más creciente claridad hasta que llegó el testimonio directo y personal del Bautista, prefiguraron una revelación más completa y universal---un tiempo cuando, y un Hombre a través del cual, Dios bendeciría a todas las naciones de la tierra.

No es necesario aquí trazar las predicciones mesiánicas en detalle; su claridad y fuerza son tales que San Agustín no vacila en decir (Retract., I, XIII, 3): “Lo que ahora llamamos la religión cristiana existió entre los antiguos, y existía desde el comienzo de la raza humana, hasta que Cristo mismo vino en la carne; desde cuyo tiempo la ya existente verdadera religión comenzó a ser llamada cristiana”. Y así se ha señalado que Israel sólo entre las naciones de la antigüedad esperaba con agrado las glorias venideras. Todos los pueblos semejantes retuvieron algún más o menos vago recuerdo del Paraíso perdido, una Edad Dorada remota, pero sólo el espíritu de Israel mantuvo viva la esperanza definida de un imperio mundial de justicia, en donde la caída del hombre sería reparada. El hecho de que, eventualmente, los judíos malinterpretaran sus oráculos, e identificaran el Reino Mesiánico con una soberanía de Israel meramente temporal, no puede invalidar el testimonio de las Escrituras, según interpretadas por la propia vida de Cristo y la enseñanza de sus apóstoles, a la gradual evolución de esa concepción de la cual el cristianismo es la expresión plena y perfecta. Un orgullo nacional errado, acentuado por su irritante sujeción a Roma los llevó a ver un significado material en las predicciones del triunfo del Mesías, y de ahí a amar su privilegio de ser el pueblo escogido de Dios. El olivo silvestre en la metáfora de San Pablo (Rom. 11,17) fue injertado al tronco de los patriarcas, en lugar de las ramas rechazadas, y entró en su herencia espiritual.

Podemos trazar, también, en el mundo en general, aparte del pueblo judío, una preparación similar aunque menos directa. Ya sea debido esencialmente a las predicciones del Antiguo Testamento o a los fragmentos de la revelación original transmitida entre los gentiles, una cierta expectativa vaga de la venida de un gran conquistador parece haber existido en Oriente y hasta cierto punto en los mundos romanos, en medio del cual la nueva religión tuvo su nacimiento. Pero una mucho más marcada predisposición al cristianismo se puede notar en ciertos rasgos de la religión romana después de la caída de la república. Los antiguos dioses del Lacio habían dejado de reinar hacía tiempo. En su lugar la filosofía griega ocupaba las mentes de los ilustrados, mientras que una variedad de extraños cultos importados de Egipto y Oriente atraían al populacho. Sea cual fuere su corrupción, estas nuevas religiones, que concentraban el culto en una sola deidad prominente, eran en efecto monoteístas. Además, muchas de ellas se caracterizaban por ritos de expiación y sacrificio, que familiarizaron las mentes de los hombres con la idea de una religión mediadora. Ellos se combinaron para destruir la noción del culto a la nación, y a separar el servicio a la deidad del servicio al Estado. Finalmente, como una causa contribuyente a la difusión del cristianismo, no debemos dejar de mencionar la muy difundida Pax Romana, que resultó de la unión de las razas civilizadas bajo un gobierno central fuerte.

No más se puede decir respecto a la preparación remota del mundo para la recepción del cristianismo. Lo que precedió inmediatamente a su institución, según nació en el judaísmo, concierne a la raza judía solamente, y está contenido en la enseñanza y milagros de Cristo. Su muerte y Resurrección, y la misión del Espíritu Santo.

Durante toda su vida mortal sobre la tierra, incluyendo los dos o tres años de su ministerio activo, Cristo vivió como un judío devoto, observando Él mismo e insistiendo en que sus seguidores observaran los preceptos de la Ley (Mt. 23,3). La suma de su enseñanza, así como la de su precursor, era la cercanía del “Reino de Dios, denotando no sólo la regla de justicia en el corazón individual (“el Reino de Dios está dentro de ti” Lc. 17,21), sino también la Iglesia (como es claro a partir de muchas parábolas) que estaba a punto de instituir.

Sin embargo, aunque Él mismo previó un tiempo cuando la Ley como tal cesaría de obligar, y aunque Él mismo, en prueba de su mesiazgo, ocasionalmente dejaba a un lado sus provisiones, (“Pues el Hijo del Hombre es Señor incluso del Sabbath”, Mt. 12,8), aun así, a pesar de sus milagros, Él no ganó reconocimiento de ese mesiazgo, mucho menos de su divinidad, de parte de los judíos en general. Él confinó su enseñanza explícita sobre la Iglesia a sus seguidores inmediatos, y les encargó a ellos, cuando llegó el tiempo, el anunciar abiertamente la abrogación de la Ley. (Hch. 15,5-11.18; Gál. 3,19.24-28; Ef. 2,2.14-15; Col. 2,16-17; Hb. 7,12).

No fue tanto, entonces, al proponer los dogmas del cristianismo, sino al infundir a la Antigua Ley con el espíritu de la ética cristiana que Cristo se halló capacitado para preparar los corazones judíos para la religión venidera. Además, la fe que Él no pudo inspirar por los numerosos milagros que obró, trató de proveerla con un incentivo ulterior más fuerte al morir bajo toda circunstancia de dolor, desgracia y derrota, y luego al resucitar de entre los muertos en triunfo y gloria. Fue a este hecho, más bien que a los milagros que obró en su vida, que sus acreditados testigos siempre apelaban en sus enseñanzas. En los designios de Dios la fe del cristianismo se basa sobre la maravilla de la Resurrección. “Si Cristo no resucitó, vana es vuestra fe”, declara el apóstol Pablo (1 Cor. 15,17), quien no dice una sola palabra sobre las demás maravillas que Cristo realizó. Por su muerte, sin embargo, y su regreso de entre los muertos, Cristo, como lo probó el evento, suministró los medios más fuertes para una predicación efectiva de la religión que vino a fundar.

La tercera condición antecedente al nacimiento del cristianismo, como aprendemos por los registros sagrados, fue una especial participación del Espíritu Santo dado a los Apóstoles el día de Pentecostés. Según la promesa de Cristo, la función de su don divino era enseñarles la verdad y traer a su recuerdo todo lo que Él les había dicho (Jn. 14,26; 16,13). “Yo voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre. Por vuestra parte permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto.” (Lc. 24,49). “Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días.” (Hch. 1,5). Como resultado de la visita divina hallamos a los Apóstoles predicando el Evangelio con maravillosa valentía, persuasión y seguridad frente a los hostiles judíos e indiferentes gentiles, “colaborando el Señor con ellos y confirmando la Palabra con las señales que les acompañaban.” (Mc. 16,20).

Ahora consideraremos las circunstancias de los comienzos del cristianismo y estimaremos hasta qué punto fue afectado por las ya existentes creencias religiosas de la época.

Como hemos visto, tuvo su origen en el judaísmo: su Fundador y sus discípulos fueron judíos ortodoxos, y los discípulos mantuvieron sus prácticas judías, al menos por un tiempo, incluso después del día de Pentecostés. Los mismos judíos consideraban a los seguidores de Cristo como una mera secta (airesis) israelita como los saduceos o los esenios, llamando a San Pablo “el instigador de la revuelta de la secta de los nazoreos” (Hch. 24,5). Al principio la nueva religión estuvo completamente confinada a la sinagoga, y sus consagrados tenían todavía una gran parte de la exclusividad judía; ellos leían la Ley, practicaban la circuncisión, y adoraban en el Templo, así como en el cuarto alto en Jerusalén. No nos debe sorprender entonces que algunos racionalistas modernos, que rechazan su origen sobrenatural e ignoran la operación del Espíritu Santo en sus primeros misioneros, vean en el cristianismo primitivo puro y simple judaísmo, y encuentren la explicación de su carácter y crecimiento en el ambiente religioso pre-existente. Pero esta teoría del desarrollo natural no se ajusta a los hechos según narrados en el Nuevo Testamento, el cual está lleno de indicaciones de que las doctrinas de Cristo eran nuevas, y su espíritu extraño. En consecuencia, hay que mutilar los registros para que se ajusten a la teoría. No podemos pretender seguir, allí o en otros lugares, a los racionalistas en su crítica del Nuevo Testamento. Hay poca necesidad de hacerlo, ya que sus teorías son a menudo mutuamente destructivas. A fines del siglo XIX un observador calculó que desde 1850 habían sido publicadas 747 teorías respecto al Antiguo y Nuevo Testamentos, de las cuales 608 eran ya difuntas en ese tiempo (vea Hastings, “Alta Crítica”). El efecto de estas hipótesis fortuitas ha sido en su mayoría fortalecer la opinión ortodoxa, la cual procedemos a establecer.

El cristianismo se desarrolló a partir del judaísmo en el sentido de que contiene la revelación divina del credo judío, algo así como una pintura incluye el boceto original. La misma mano produjo ambas religiones, y por tipo, promesa y profecía la Antigua Dispensación señala claramente a la Nueva.

Pero tipo, promesa y profecía indican claramente que el Nuevo será algo muy diferente al Viejo. Ninguna mera evolución orgánica los conecta a los dos. Una revelación más completa, una moralidad más perfecta, una distribución más amplia iban a señalar el Reino del Mesías. “El fin (u objetivo) de la Ley es Cristo”, dice San Pablo (Rom. 10,4), queriendo decir que la Ley fue dada a los judíos para excitar su fe en el Cristo por venir. “De manera”, dice además (Gál. 3,24), “la ley ha sido nuestro pedagogo hasta Cristo”, llevaba a los judíos al cristianismo como el esclavo llevaba sus encargados a la puerta de la escuela.

Cristo le reprochaba a los judíos por no leer las Escrituras correctamente. “Porque si creyerais a Moisés, me creeríais a mí, porque él escribió de mí.” (Jn. 5,46). Y San Agustín resume todo el asunto en las impactantes palabras: “En el Antiguo Testamento yace escondido el Nuevo; en el Nuevo, se manifiesta el Viejo” (Sobre la Catequización de los Indoctos, 4.8). Pero Cristo reclamó cumplir la Ley al substituir la substancia por la sombra y el don por la promesa, y, habiendo alcanzado el fin, llegaba a su conclusión todo lo que era temporero y provisional en el judaísmo. Aun así era necesaria una intervención divina para realizar todo eso, justo como, en cualquier relato racional de la teoría de la evolución, se debe recurrir al poder sobrenatural para pontear el abismo entre el ser y no ser, la vida]] y la no vida, la razón y la sinrazón. “Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo.” (Heb. 1,1-2), el mensaje crece en claridad y contenido con cada declaración sucesiva hasta que llegó a su plenitud en la Encarnación del Verbo.

El cristianismo, entonces, que los Apóstoles predicaron el día de Pentecostés era completamente distinto al judaísmo, especialmente según entendido por los judíos de esa época; era una religión nueva, nueva en su Fundador, nueva en mucho de su credo, nueva en su actitud hacia Dios y el hombre, nueva en el espíritu de su código moral. “La Ley fue dada a Moisés; la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo.” (Jn. 1,17).

Como era de esperarse, San Pablo fue nuestro más claro testigo sobre este punto. “El que está en Cristo”, dice él, “es una nueva criatura; todo lo viejo ha pasado; mirad, todas las cosas son nuevas.” (2 Cor. 5,17). Los mismos judíos demostraron cómo era el nuevo cristianismo al condenar a muerte a su Autor y al perseguir a sus adherentes. Renan mismo, que no es siempre consistente, admite que “lejos de Jesús ser el continuador del judaísmo, lo que caracteriza su obra es su rompimiento con el espíritu judío”. (Vie de Jésus, C. XXVIII).

Se debe admitir que hay cierto parecido entre las comunidades esencial y las primeras asambleas cristianas; pero éste es sólo en el exterior. El espíritu de los esenios era intensamente nacional; excepto en el asunto del culto en el Templo, ellos eran ultra-judíos en su observancia de las formas externas, abluciones, el Sabbath, etc., y su modo de vida y su no apoyo al matrimonio eran esencialmente anti-sociales. Harnack mismo confiesa que Cristo no se relacionaba con esta secta rigurosa, como muestra su libre interacción con los pecadores, etc. (Das Wesen des Christenthums, Lect. II, p. 33, tr.). Pero el cristianismo no rechazó nada del judaísmo que fuera de valor permanente, y así los judíos conversos el día de Pentecostés no pudieron haber sentido que estaban abjurando de su antigua fe, sino más bien que por primera vez estaban entrando al pleno entendimiento de ella. Se puede decir más sobre este punto cuando consideramos lo que es la esencia del cristianismo, pero debemos notar que la Iglesia muy temprano creyó necesario enfatizar su distinción del judaísmo al abandonar los ritos esencialmente judíos de la circuncisión, el culto en el Templo y la observancia del Sabbath.

El judaísmo no es el único sistema religioso que los racionalistas han pretendido como explicación a la aparición del cristianismo. Se han tomado varios puntos de semejanza entre la enseñanza de Cristo y sus apóstoles y las grandes religiones de Oriente para indicar una derivación del cristianismo a partir de éstas, y se ha citado la elaborada escatología de la religión egipcia para explicar ciertos dogmas sobre la vida futura.

Fue una larga y no muy fructífera labor establecer y refutar estas varias teorías en detalle. Subyacente a todas ellas está el postulado racionalista que niega el hecho e incluso la posibilidad de la intervención divina en la evolución de la religión. En virtud de esa actitud el racionalismo se confronta con la imposible tarea de explicar cómo una religión universal como el cristianismo, con un sistema de dogma tan extenso y lógico pudo haber evolucionado de un proceso de préstamos mezclados de los cultos existentes y todavía preservar por doquier su unidad y coherencia. Si la selección la hicieron Cristo y sus seguidores, los racionalistas nos deben decir cómo estos “hombres ignorantes e iletrados” (Hch. 4,13; cf. Mt. 13,54; Mc. 6,2) conocían las religiones de Oriente, cuando era asunto de sorpresa para sus contemporáneos que conocieran la propia.

O, si los dogmas y prácticas bajo consideración eran adiciones de una época posterior, surgen las preguntas, primero, cómo reconciliar esta declaración con el hecho de que la esencia del cristianismo se puede descubrir en los primeros testigos cristianos y, segundo, cómo comunidades dispersas compuestas por varias nacionalidades y viviendo bajo condiciones diferentes pudieron unirse al seleccionar y mantener los mismos dogmas y reglas de conducta.

Podemos preguntar, además por qué el cristianismo el cual, sobre esta hipótesis, sólo seleccionó doctrinas pre-existentes, excitó por doquier tan amarga hostilidad y persecución. “Sobre esta secta”, dijeron los judíos romanos a San Pablo en prisión “se nos informa que halla oposición en todas partes.” (Hch. 28,22).

Se ha desperdiciado una inmensa erudición en el intento de mostrar que el budismo en particular es el prototipo del cristianismo, pero, aparte de la dificultad de distinguir el credo original de Gautama del posterior y posiblemente adiciones post cristianas, se puede objetar brevemente que el budismo es a lo mejor sólo un sistema ético, y no una religión, pues no reconoce a ningún Dios ni ninguna responsabilidad, que en la medida en que enfatiza la inutilidad comparativa de las cosas terrenales y la insuficiencia de los placeres terrenales está de acuerdo con el espíritu cristiano, pero en cuanto a la meta es esencialmente diferente. La meta suprema del cristianismo es la felicidad eterna en un estado que envuelve el uso de todas las actividades del alma, la del budismo es la última pérdida de la existencia consciente . Admitamos de una vez y por todas que la interacción de Dios con sus criaturas no está confinada a la antigua y Nueva Alianza, y que el cristianismo incluye muchas doctrinas accesibles a la razón humana sin ayuda, y propugna muchas prácticas que son el resultado natural de las actividades humanas ordinarias. Así esperamos encontrar que, al ser la naturaleza humana igual dondequiera, las varias expresiones del sentido religioso tomarán formas similares entre todos los pueblos. Por lo tanto, las falsas religiones pueden muy bien inculcar prácticas ascéticas y poseer la idea de sacrificio y banquete sacrificial, de un sacerdocio, de pecado y confesión, de ritos sacramentales como el bautismo, de los accesorios del culto tales como imágenes, himnos, luces, incienso, etc. No todo es falso en la religión falsa, ni todo es sobrenatural en la verdadera religión (o cristianismo). “No debemos buscar (de modo distintivo)”, dice M. Müller, “ideas cristianas en la creencia original de la humanidad, sino las ideas religiosas fundamentales sobre las cuales se construyó el cristianismo, sin el cual como su apoyo histórico y natural, el cristianismo no se hubiese vuelto lo que es” " (Wissenschaft der Sprache, II, 395).

Estas observaciones aplican no sólo a los sistemas religiosos que se alega han influido la concepción del cristianismo, sino a aquellos con los que se halló tan pronto brotó del judaísmo, su cuna. Aquí estamos cara a cara con la historia y no con meras hipótesis y suposiciones. Pues el cristianismo, en su primer esfuerzo por realizar su destino como religión universal, entró en contacto con dos poderosos sistemas religiosos: la religión de Roma, y el muy difundido cuerpo de pensamiento, más una filosofía que un credo, prevaleciente en el mundo de habla griega.

El efecto de la religión nacional de la Roma pagana en el cristianismo primitivo tuvo que ver con los ritos y ceremonias, más bien que con puntos de doctrina, y se debió a las causas generales antedichas. Con la filosofía griega, por otro lado, que representaba los más altos esfuerzos del intelecto humano para explicar la vida y la experiencia y para alcanzar el Absoluto, el cristianismo, el cual profesa resolver todos los problemas, tuvo natural y necesariamente muchos puntos de contacto.

Es en esta conexión que los racionalistas modernos han puesto todo su conocimiento e investigación en el esfuerzo por demostrar que todo el sistema intelectual posterior del cristianismo es algo más o menos extraño a su concepción original. Fue la transferencia del cristianismo de un terreno semita a uno griego que explica, según Dr. Hatch (Hibbert Lectures, 1888), “por qué un sermón ético estuvo en primer plano en la enseñanza de Jesús, y un credo metafísico en primera fila del cristianismo del siglo IV.” El profesor Harnack establece el problema y lo resuelve de forma similar. Él le atribuye el cambio, según él lo concibe, de un simple código de conducta al Credo de Nicea, a las tres causas siguientes:

  • La ley universal en todo desarrollo de religión es que cuando ha muerto la primera generación de conversos que han estado en contacto, más o menos inmediato, con el fundador, y dotados con su espíritu, sus sucesores, al no tener el alcance de su credo, deben depender sobre fórmulas y dogmas.
  • La unión del Evangelio con el espíritu griego (a) debido a las conquistas de Alejandro y la subsiguiente mezcla de judíos y gentiles, (b) fortalecida luego cerca de 130 d.C. cuando los conversos griegos llevaron al cristianismo la filosofía en la cual habían sido educados, además, cerca de un siglo después, cuando los misterios y civilización griegos en su más amplia extensión fueron admitidos, y finalmente (d) cerca de mediados del siglo IV, cuando el espíritu griego finalmente prevaleció y se admitieron el politeísmo y la mitología (es decir, el culto a los santos).
  • Las luchas internas con el gnosticismo, el cual apuntaba a una síntesis de todos los credos existentes. “La lucha con el gnosticismo obligó a la Iglesia a poner su enseñanza, su culto y su disciplina en formas y ordenanzas fijas, y a excluir a todo el que no les concediera obediencia” (Das Wesen des Christenthums, Lect. XI, p. 210).

Es la segunda de estas razones para el nacimiento y crecimiento del dogma lo que nos concierne inmediatamente; pero debemos señalar respecto a la primera que ignora que lo que siempre ha marcado el curso del cristianismo es la obra directa de Dios sobre el alma del individuo, la perpetua renovación del fervor a través de la oración y el uso de los sacramentos. Incluso en esto el espíritu de sus primeros días se ve todavía energético, a pesar de lo complicado del credo y ritual del cristianismo moderno. Se acepta que los santos son los más perfectos exponentes del cristianismo práctico; ellos no son excepciones o accidentes o productos derivados del sistema; aún así ellos no consideraron al dogma como un estorbo para su perfecto servicio a Dios y al hombre.

En cuanto a la tercera causa antes mencionada, debemos admitir que siempre ha sido la función providencial de la herejía ocasionar una definición más clara del credo cristiano, y que el gnosticismo en sus muchas variedades sin duda tuvo dicho efecto. Pero mucho antes de que el gnosticismo se desarrollara lo suficiente para necesitar la salvaguarda de la doctrina por una definición conciliar, encontramos rastros de una Iglesia organizada con un credo muy definido. Sin mencionar el tradicional “modelo de doctrina” mencionado por San Pablo (Rom. 6,17) y el acto de fe que le requirió Felipe al eunuco (Hch. 8,37), muchos críticos, incluyendo a los protestantes Zahn y Kattenbusch (Das Apostolische Symbol., Leipzig, 1894-1900), concuerdan que el presente Credo de los Apóstoles representa una fórmula que tomó forma en la época apostólica y no fue influenciado por el gnosticismo, cuya herejía variable se volvió formidable cerca de 130 d.C. Y en cuanto a organización, sabemos que el episcopado fue una institución plenamente reconocida en el tiempo de Ignacio (c. 110), mientras que el Canon del Nuevo Testamento, cuyo establecimiento final fue indudablemente ayudado por el gnosticismo, estaba en proceso de reconocimiento incluso en tiempos apostólicos. San Pedro (suponiendo que la Segunda epístola es suya) clasifica las epístolas de San Pablo con las “otras Escrituras” (2 Pd. 3,16), y San Policarpo, temprano en el siglo II, cita como Escritura a nueve de los doce documentos paulinos.

Respecto a la “unión del Evangelio con el espíritu griego” el cual, según Hatch y Harnack, resultó en tan profunda modificación del primero, debemos reconocer muchas de las declaraciones formuladas, sin extraer de ellas las inferencias racionalistas. Fácilmente admitimos que el pensamiento y la cultura griegos habían permeado completamente la sociedad en la que nació el cristianismo. Las conquistas de Alejandro habían traído una difusión de los ideales griegos a través de Oriente. Los judíos se habían dispersado hacia el oeste, tanto desde Palestina como desde los pueblos del cautiverio, y se habían establecido en colonias en las principales ciudades del imperio, especialmente en Alejandría. El ámbito de esta dispersión se puede recoger del libro de los Hechos 2,9-11, el griego se volvió el lenguaje del comercio y del intercambio social, y Palestina misma, más particularmente Galilea, estaba helenizada en grado sumo. Las Escrituras judías se conocían mejor en la versión griega, y las última adiciones al Antiguo Testamento---el Libro de Sabiduría y el Segundo Libro de Macabeos---fueron compuestos en dicha lengua en su totalidad. En adición a esta pacífica impregnación del genio griego al hebraico, se hicieron esfuerzos formales de tiempo en tiempo, tanto en la esfera política como en la filosófica, para helenizar del todo a los judíos.

Es en este último intento que estamos interesados, pues los escritos de Filo Judeo, su principal y primer abogado, coincidió con el nacimiento del cristianismo. Filo era un judío de Alejandría, muy versado en filosofía y literatura griega, y al mismo tiempo un devoto creyente en la revelación del Antiguo Testamento. El propósito general de sus principales escritos era mostrar que la admirable sabiduría de los griegos estaba contenida en substancia en las Escrituras Judías, y su método era descifrar alegorías en las simples narraciones del Pentateuco. Al puro y cierto monoteísmo del judaísmo él asoció varias ideas tomadas de Platón y los estoicos, tratando así de resolver el problema, con la cual se confronta toda filosofía, de pontear el abismo entre la mente y la materia, lo infinito y lo finito, lo absoluto y lo condicionado. Los escritos de Platón eran, sin duda, ampliamente conocidos entre los judíos, tanto en casa como fuera, en el tiempo cuando los Apóstoles comenzaron a predicar, pero es sumamente improbable que estos últimos, quienes no eran hombres educados, estuviesen familiarizados con ellos.

No fue hasta la conversión de San Pablo y el comienzo de su apostolado que se puede decir que el cristianismo haya entrado, en la mente de uno de sus principales exponentes, en contacto directo con las teorías religiosas y filosóficas griegas. San Pablo era instruido, no sólo en hebreo, sino también en el saber helénico y un instrumento singularmente apto en el designio de la Providencia, debido a su origen y educación judíos, su conocimiento griego y su ciudadanía romana, para ayudar al cristianismo a despojarse de los pañales de su infancia e ir adelante a la conquista de las gentiles.

Pero mientras reconocemos esta dispensa providencial en la elección de San Pablo, no podemos, de cara a su propio claro y enfático testimonio, afirmar que él universalizó el cristianismo, como Filo intentó universalizar el judaísmo, añadiendo a su contenido ético la religión meramente natural de los pensadores griegos de sus propias concepciones mas puras y sublimes. En una de sus primeras cartas, la Primera Epístola a los Corintios, San Pablo les reprende su espíritu faccioso, por el cual algunos de ellos se llamaban partidarios de Apolo, un alejandrino instruido, y repudia una y otra vez el mismo intento de hacer el cristianismo plausible al revestirlo con las apariencias de las especulaciones en boga. “nosotros predicamos a un Cristo crucificado, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles” (1 Cor. 1,23; vea capítulos 1 y 2, y Epístola a los Colosenses 2,8). San Pablo, de cualquier modo, no le debía su cristología a Filo o su escuela, y cualquier similitud en terminología que pudiera ocurrir en las obras de los dos autores pueden razonablemente adscribirse a las metáforas ya contenidas en el lenguaje que ambos usaron.

Se ha insistido más, quizás, en el parecido entre la cristología establecida por San Juan en los primeros capítulos de su Evangelio y en el Apocalipsis, y las teorías del Logos que elaboró Filo, las cuales se dice que tomó de fuentes griegas. Debemos señalar que si lo hizo, descuidó otras más antiguas y más cercanas a la mano, pues la concepción de una Palabra Divina de Dios, por la cual la Deidad entra en relación con el universo creado, no es ni exclusiva ni originalmente griega. La idea, expresada en los primeros versículos del Génesis, se repite frecuentemente en el Antiguo Testamento (vea Salmos 33(32),6; 147,15; Prov. 8,22; Sab. 7,24-30, etc.). Sin embargo, Filo no estaba obligado a buscar el fundamento de su doctrina en el Nous platónico, el cual es meramente la causa directiva de la creación o el Logos estoico, como el alma racional del universo. Su teoría del Logos no es del todo clara o consistente, pero, aparentemente, él concibe el Verbo como un ser cuasi-personal, subordinado, intermedio entre Dios y el mundo, que permite al Creador entrar en contacto con la materia. Él llama a este Logos “el más viejo” y el “primogénito” hijo de Dios, y usa frases que sugiere el Cuarto Evangelio; pero no hay parecido en substancia entre las audaces, claras y categóricas declaraciones del Apóstol inspirado, y las confusas, si poéticas, concepciones del filósofo alejandrino. Podemos conjeturar que San Juan escogió su lenguaje para impresionar la mente cultivada del griego con la verdadera doctrina del Logos Divino, conectando así su enseñanza con la antigua revelación, y al mismo tiempo poniendo un freno a los errores gnósticos a los cuales el filoísmo ya estaba dando nacimiento.

Abandonando la era apostólica, Harnack, en su “Historia del Dogma”, le atribuye la helenización del cristianismo a los apologistas del siglo II (1ra ed. alemana, p. 253). Esta afirmación puede ser mejor refutada mostrando que las doctrinas esenciales del cristianismo aparecen ya en las Escrituras del Nuevo Testamento, mientras que dan, al mismo tiempo, la debida fuerza a las tradiciones del conjunto cristiano. Si el Credo de Nicea no puede ser probado artículo por artículo a partir de los registros sagrados, interpretados por la tradición que les precedió y determinó su canon, entonces la afirmación racionalista tendrá algún apoyo.

Pero el punto de comparación con el Credo no debe ser sólo el Sermón de la Montaña, como desea Hatch, ni meramente la enseñanza verbal de Cristo, sino el registro del Nuevo Testamento completo. Cristo enseñó con su vida no menos que con sus palabras, y fueron sus acciones y sufrimientos tanto como sus lecciones verbales lo que sus apóstoles predicaron. Para una exposición más completa de esto, vea el artículo Revelación. Baste aquí señalar que la teología cristiana se convirtió, en manos de los apologistas, en la síntesis de toda verdad especulativa. Halló y conquistó los varios sistemas imperfectos que poseían las mentes de los hombres en su nacimiento y los que surgían después.

Las primeras herejías---sabelianismo, arrianismo, y el resto---fueron sólo intentos de hacer del cristianismo una entre el total de filosofías; los intentos fallaron, pero las verdades dispersas que esas filosofías contenían, con el correr del tiempo, existieron y hallaron su cumplimiento también en el cristianismo. “La Iglesia”, dice Newman, “ha estado siempre ‘sentada entre los doctores tanto oyendo como haciéndole preguntas’; reclamando para ella lo que ellos digan correctamente, corrigiendo sus errores, supliendo sus defectos, completando sus comienzos, expandiendo sus conjeturas, y así gradualmente por medio de ellos expandiendo el alcance y refinando el sentido de su enseñanza (Desarrollo de la Doctrina, VIII).

En la misma sección Newman resume así la batalla y el triunfo: “…tal era el conflicto del cristianismo con el antiguo paganismo establecido, el cual estaba casi muerto antes de que el cristianismo apareciera; con los Misterios Orientales revoloteando ampliamente de un lado a otro como espectros; con los gnósticos, que hicieron el conocimiento en general, despreciaban a los muchos, y llamaban a los católicos meros niños en la Verdad; con los neoplatónicos, hombres de literatura, pedantes, visionarios o cortesanos; con los maniqueos, que profesaban buscar la verdad por la razón, no por la fe; con los fluctuantes maestros de la escuela de Antioquía, los oportunistas eusebianos, y los atrevidamente versátiles arrianos; con los fanáticos montanistas y ásperos novacianos, quienes se apartaron de la doctrina católica, sin poder para propagar la suya propia. Estas sectas no tenían soporte ni consistencia, aun así contenían elementos de verdad en medio de sus errores, y si el cristianismo hubiese sido como el de ellos, se hubiese reducido a ellos; pero tenía ese dominio de la verdad que le dio a su enseñanza una gravedad, una rectitud, una consistencia, una severidad, y una fuerza ante los cuales sus rivales, en su mayoría, eran extraños.” (ibid, VIII).

Elementos Esenciales del Cristianismo

Hemos visto hasta aquí, en su origen y crecimiento, la independencia esencial del cristianismo de todos los demás sistemas religiosos, excepto del judaísmo, con el cual sin embargo, su relación fue meramente de la substancia a la sombra. Es ahora tiempo de señalar sus doctrinas distintivas.

En el cristianismo primitivo hubo mucho que fue transitorio y excepcional. No fue presentado al mundo completamente desarrollado, sino que se dejó desarrollar de acuerdo por las fuerzas y tendencias que fueron implantadas en él desde el principio por su Fundador. Y nosotros, al tener su seguridad de que su Espíritu habitaría en él por todos los tiempos para inspirar y regular sus elementos humanos, podemos ver en su historia posterior la obra de su designio. Por lo tanto, no nos molesta hallar en el cristianismo primitivo cualidades que no sobrevivieron después de haber servido a su propósito. Causas naturales y el curso de los eventos, siempre bajo la guía divina, resultaron en que el cristianismo tomó la forma que podría asegurar mejor su permanencia y eficiencia. En los tiempos apostólicos, la autoridad suprema en cuanto a fe y moral fue concedida a los doce representantes de Cristo, cada uno de los cuales fue comisionado a proclamar y a interpretar infaliblemente su Evangelio. La jerarquía estaba en una condición incipiente. Los carismas especiales, como los dones de profecía y de lenguas, se concedían a individuos fuera del cuerpo de enseñanza oficial. La Iglesia estaba en proceso de organización, y las distintas comunidades, unidas sin duda en un fuerte lazo de caridad y en el sentido de que tenían un solo Señor, una fe y un bautismo eran en gran medida independientes unas de otras en asuntos de gobierno.

Tal fue el modo en que Cristo permitió que se estableciera su Iglesia, la cual ha cambiado grandemente en las apariencias externas durante las épocas. Pero, ¿ha habido algún cambio correspondiente en substancia? ¿Son los elementos esenciales del cristianismo iguales ahora que lo que eran entonces? Afirmamos que sí lo son, y probamos nuestra afirmación al examinar los puntos principales de la enseñanza, tanto de Cristo como de sus Apóstoles. Debemos mirar el asunto como un todo. No podemos juzgar adecuadamente al cristianismo antes de la venida del Espíritu Santo. Los Evangelios describen un proceso que no se consumó hasta después de Pentecostés. Los Apóstoles mismos no eran completamente cristianos hasta que conocieron a través de la fe todo lo que Cristo era---su Dios y su Redentor, así como su Maestro. Y como el cristianismo provee un principio regulador tanto para la mente como para la voluntad, al enseñarnos qué creer y qué hacer, la fe no menos que las obras debe caracterizar al cristiano perfecto.

Las Enseñanzas de Jesucristo

Tomando, entonces, primero que todo, la propia enseñanza dogmática y moral de Cristo, la podemos dividir en (a) lo que no reveló sino sólo reafirmó, (b) lo que sacó de la obscuridad, y (c) lo que añadió a la suma total de creencia y práctica.

(a) Los judíos en el tiempo de Cristo, aunque mundanos, estaban de cualquier modo libres de su tendencia ancestral a la idolatría. Ellos eran estrictamente monoteístas, creían en la unidad, poder, y santidad de la Deidad Suprema. Cristo reafirmó, purificó y confirmó la teología judía, tanto moral como dogmática. Él afirmó la naturaleza espiritual de Dios (Jn. 1,18; 4,28), e insistió en la importancia de rendirle culto en espíritu, es decir, con más que meramente ritos externos. Y exigió la misma correcta disposición del corazón en todo el servicio a Dios, mostrando cómo tanto la culpa como el mérito dependen de la voluntad e intención (Mt. 5,28; 15,18). Recordó la unidad e indisolubilidad del vínculo matrimonial. Dio prominencia la inmortalidad y por lo tanto la trascendente importancia del alma humana (Mt. 16,26), en cuanto a la herejía de los saduceos y la mundanalidad de los judíos en general. En todos estos puntos Él cumplió la Ley al mostrar su significado real y pleno.

(b) Pero Él no se detuvo ahí. Tomó el gran precepto central de la Antigua Dispensa---el amor de Dios---señaló todas sus implicaciones e hizo claro que la doctrina de la Paternidad de Dios, tan imperfectamente comprendida bajo la ley de miedo, era la fuente inmediata de la doctrina de la hermandad de los humanos, la cual los judíos nunca percibieron del todo. Nunca se cansó en hacer hincapié en la bondad amorosa y en la tierna providencia de su Padre, e insistió igualmente en el deber de amar a todos los hombres, resumiendo toda su enseñanza ética en la observancia de la ley del amor (Mt. 5,43; 22,40). Él designó esta caridad universal como la marca de sus verdaderos seguidores (Jn. 13,45), y en ella, por lo tanto, debemos ver el genuino espíritu cristiano, tan distinto de todo lo que se había visto hasta ahora en la tierra que Él llamó “nuevo” (Jn. 13,34) al precepto que lo inspiró. La enseñanza clara y definida de Cristo, además, sobre la vida venidera, el juicio final resultante en una eternidad de felicidad o miseria, la responsabilidad estricta adjudicada a los más pequeños actos humanos, está en gran contraste con la escatología judía corriente. Al substituir las sanciones eternas por las recompensas y castigos terrenales, elevó y ennobleció los motivos para la práctica de la virtud, y al colocar ante la ambición humana un objetivo completamente digno de los hijos adoptivos de Dios, la extensión del Reino de su Padre en sus propias almaa y en las almas de los demás.

(c) Entre las doctrinas añadidas por Cristo a la fe judía, la principal, por supuesto son aquellas concernientes a Sí mismo, incluyendo el dogma central del sistema cristiano completo, la Encarnación del Hijo de Dios. En relación a sí mismo Cristo hizo dos afirmaciones, aunque no con igual insistencia. Declaró que Él es el Mesías de los judíos, el esperado de las naciones, cuya misión era deshacer los efectos de la caída y reconciliar al hombre con Dios; y afirmó que es Dios, igual a, y uno con el Padre. En apoyo de esta doble afirmación, señaló al cumplimiento de las profecías y obró muchos milagros. Su reclamación de ser el Mesías no fue admitida por los líderes de su nación; si la hubiesen admitido, sin duda Él hubiese demostrado su Divinidad más claramente. La mayoría de los racionalistas modernos (Harnack, Wellhausen y otros) reconocen que Cristo desde el principio de su predicación se conoció a sí mismo como el Mesías, y aceptó los varios títulos que le pertenecen en la Escritura a ese personaje---Hijo de David, Hijo del Hombre (Dn. 7,13), el Cristo (vea Jn. 14,24; Mt. 16,16; Mc. 14,61-62). En un pasaje---y uno muy significativo---Él se aplica el nombre a sí mismo---“Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo” (Jn. 17,3).

Respecto a su Divinidad, su afirmación es clara, pero no enfática. No podemos decir que el título “Hijo de Dios”, que se le da repetidamente en los Evangelios (Jn. 1,34; Mt. 27,40; Mc. 3,12; 15,39, etc.), y que se describe que tomó para sí mismo (Mt. 27,43; Jn. 10,36), necesariamente en sí mismo connota una personalidad divina; y en boca de muchos de los que hablan, por ejemplo, en la exclamación de Natanael, “Rabí, Tú eres el Hijo de Dios”, presumiblemente no lo es. Pero en la confesión de San Pedro (Mt. 16,16) las circunstancias apuntan a una mera amplificación del título mesiánico. En ese tiempo ese título era de uso habitual para referirse a Jesús, y no hubiese habido nada significativo en la expresión de Pedro y en la jubilosa aceptación de Cristo, si no hubiese ido más lejos que la creencia común. Cristo aclamó la confesión de Pedro como una revelación especial, no como una mera deducción por datos externos. Cuando comparamos ésta con la otra declaración narrada en el mismo Evangelio (Mt. 26,62-66), donde, en contestación a la adjuración del sumo sacerdote, “Yo te conjuro por Dios Vivo que nos digas si tú eres el Cristo, el Hijo de Dios” Y Jesús le replicó, “Sí, tú lo has dicho” (es decir, “Yo soy”; vea Mc. 14,62), no podemos razonablemente dudar que Cristo afirmó ser Dios. Los judíos lo entendieron así también y lo mandaron a matar por blasfemo.

Otro rasgo prominente en la teología de Cristo fue su doctrina sobre el Paráclito. Cuando, en el Evangelio según San Juan (14,16-17), Él dice: “y yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad”, es imposible creer que lo que Él promete es una mera abstracción, no una persona como Él mismo. En el versículo 26, la personalidad se señala aún más: “Y el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo.” (Cf. 15,26, “Cuando venga el Paráclito que yo os enviaré de junto al Padre, el Espíritu de la verdad que procede del Padre…”). Puede ser que el significado pleno de esas palabras no fue comprendido hasta que el Espíritu vino realmente; además, la revelación fue hecha, por supuesto, sólo a sus seguidores cercanos; aun así ninguna mente imparcial puede negar que Cristo aquí habla de una influencia personal como una entidad Divina distinta; una distinción y una Divinidad que es luego implicada en la fórmula bautismal que instituyó luego (Mt. 28,19).

Cristo tomó la carga de la predicación de su precursor y proclamó el advenimiento del Reino de Dios, o el Reino de los Cielos, una concepción ya familiar en el Antiguo Testamento (Sal. 145(144),11-13), pero provisto con un contenido más amplio y más variado en las palabras de Cristo. Debe tomarse como que significa, según el contexto, el Reino Mesiánico en su verdadero sentido espiritual, es decir, la Iglesia de Dios que Cristo vino a fundar, en donde almacenar y perpetuar los beneficios de la Encarnación (cf. Las parábolas del trigo y la cizaña, la red barredera, y el banquete de bodas), o el Reino de Dios en el corazón que se somete a su soberanía (Lc. 16,21) o la morada del bendito (Mt. 5,20 etc.). El principal tema de su predicación fue el mostrar qué disposiciones de mente, corazón y voluntad eran necesarios para entrar al “Reino”, lo que, en otras palabras, era el ideal cristiano. Considerada como la Iglesia, Él predicó el Reino a la multitud sólo en parábolas, y reservó las explicaciones completas para la interacción privada con sus Apóstoles (Hch. 1,3).

El último gran dogma que aprendemos de la vida, predicación y muerte de Cristo es la doctrina de la Redención. “Pues el Hijo del Hombre tampoco ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos.” (Mc. 10,45). El carácter sacrificial de su muerte es claramente establecido en la Última Cena. “Esta es mi sangre de la nueva alianza, que será derramada por muchos para la remisión de pecados” (Mt. 26,28). Y ordenó a sus discípulos que perpetuaran ese Sacrificio con las palabras: “Hagan esto en conmemoración mía” (Lc. 22,19). Cristo, siguiendo los consejos de su Padre, deliberadamente se prestó para realizar sn su propia Persona el retrato del siervo doliente de Yahveh, tan vívidamente pintado por Isaías (cap. 53), un Mesías que triunfaría a través de la muerte y la derrota. Esta fue una extraña revelación a Israel y al mundo. Es sorprendente que tan novel idea no pudiera entrar a la mente de los Apóstoles hasta que realmente fuese realizada y explicada por la Víctima Divina misma (Lc. 24,27.45). Así, primero que todo en acción, Cristo predicó la gran doctrina de la Expiación, y, al levantarse de entre los muertos, añadió otra prueba a las que establecían su misión divina y su personalidad divina. Pero suficientemente natural, dejó la enseñanza más explícita sobre estos puntos a sus testigos escogidos, cuyo presentimiento del cristianismo examinaremos.

Para girar ahora a lo que es nuevo en las enseñanzas morales de Cristo, debemos decir, de una vez y por todas, que incluía la perfección ética. Puede haber desarrollo de la doctrina, pero después del Sermón de la Montaña, no puede haber ulterior evolución de la moral. La propia perfección de Dios se pone como estándar (Mt. 5,48). El deber era el principal motivo de la Antigua Dispensación; en la Nueva éste era sublimado en el amor. Se les enseñó a los hombres a servir no debido a las ataduras penales ligadas al no servicio, sino sobre principios de generosidad. Antes, la voluntad de Dios debía ser la meta de las acciones de las criaturas; ahora, también se buscaría su gran placer. “Porque yo hago siempre lo que le agrada a Él” (Jn. 8,29), y por la acción incluso más que por la palabra enseñó Cristo la lección del auto sacrificio voluntario. Nunca hasta su tiempo se habían predicado o practicado los consejos evangélicos: pobreza voluntaria, castidad perpetua y obediencia total. Sin embargo, las ocho Bienaventuranzas no pudieron haber evolucionado de ningún código moral previo. La mansedumbre y la humildad como virtudes eran desconocidas para los paganos, y despreciadas por los judíos. Cristo hizo de ellas el fundamento de todo el edificio moral. Para percibir qué cosa nueva trajo al mundo la enseñanza ética de Cristo y ponerla al alcance de todos, sólo tenemos que pensar en el gran ejército de santos cristianos. Pues ellos son los verdaderos discípulos de la Cruz, los que se empaparon y expresaron mejor su espíritu, quienes tuvieron la fortaleza de probar la verdad de esa paradoja divina que forma la substancia del mensaje moral de Cristo; “Porque quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará.” (Mt. 16,25; cf. Mc. 8,35; Lc. 9,24; 17,33; Jn. 12,25). Ese fue el curso que Él mismo adoptó---el camino de la Cruz---y sus discípulos no estaban sobre su Maestro. La conquista propia como un preliminar para conquistar el mundo de Dios---esa fue la lección enseñada por la vida de Cristo, y mucho más por su Pasión y Muerte.

Las enseñanzas de los Apóstoles

¿Acaso el cristianismo que se nos presenta en el resto de los escritos del Nuevo Testamento difiere del descrito en los Evangelios? Y si es así, ¿es la diferencia una de clase o de grado? Hemos visto que el cristianismo no debe ser juzgado en la formación, sino como un producto terminado. Nunca se quiso establecerlo completo en los Evangelios, donde se le presenta principalmente en acción. “Mucho tengo todavía que deciros, pero todavía no podéis con ello”, dijo Cristo en su último discurso. “Pero cuando venga Él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa… y os anunciará lo que ha de venir” (Jn. 16,12-13). Debemos presumir que Cristo mismo les dijo estas muchas cosas cuando “Se mostró vivo después de su Pasión, con muchas pruebas, se les apareció durante cuarenta días, y les habló del Reino de Dios”. (Hch. 1,3), y que fueron hechas permanentes en las mentes de los Apóstoles por la morada del Espíritu de la Verdad después de Pentecostés. En consecuencia, debemos esperar encontrar en su enseñanza una exposición del cristianismo más formal, más teórica y más dogmática que en el drama de la vida de Cristo. Pero lo que no tenemos derecho a esperar, y lo que los racionalistas siempre esperan, es encontrar el cristianismo completo en sus registros escritos. Cristo nunca prescribió la escritura como un medio de promulgar su Evangelio. Fue comparativamente tarde en la era apostólica, y aparentemente sin obedecer a ningún plan preconcebido, que comenzaron a aparecer los libros sagrados. Muchos cristianos debieron haber vivido y muerto antes de que dichos libros existieran, o sin conocimiento de ellos. Así que no podemos argumentar la no existencia de un dogma particular a partir de su no aparición, ni su primera invención a partir de su primera mención---falacias que a menudo vician las investigaciones eruditas de los racionalistas.

Los principales líderes de la predicación apostólica, hasta donde podemos recoger de sus registros, varían con el carácter de las audiencias a las que se dirigían. A los judíos le hacían hincapié en el maravilloso cumplimiento de las profecías en Cristo, mostrando que, a pesar de la manera de su vida y Muerte, Él era verdaderamente el Mesías, y que su sacrificio en la Cruz realmente había logrado la redención de sus pecados. Esa era la carga de los discursos de San Pedro (Hch. 2 y 3) y de los de San Esteban y de todos los que se dirigían a los judíos en sus sinagogas (cf. Hch. 26,22-23). Una vez convencidos de la realidad de la misión de Cristo y del sello de Dios puesto sobre ella con su Resurrección, eran recibidos en el cuerpo cristiano para descubrir con más calma todas las implicaciones de sus creencias. En cuanto a los gentiles, el mismo hecho impactante de la Resurrección estaba al frente de la enseñanza apostólica, pero se ponía más énfasis en la divinidad de Cristo. Más aún, San Pablo, cuya misión particular era demostrar la nueva revelación a aquellos que andaban en tinieblas y no tenían base común de creencia con los judíos, no consideró que su Evangelio fuese diferente del de los otros. “He trabajado más que todos ellos, pero no yo, sino la gracia de Dios que está conmigo. Pues bien, tanto ellos como yo esto es lo que predicamos, esto es lo que habéis creído” (1 Cor. 15,10-11).

Esta precisión y uniformidad en el contenido del mensaje apostólico, y este sentido de responsabilidad respecto a su carácter, es aún más notablemente enfatizado por el mismo apóstol en su próxima epístola, en la cual, regaña a los gálatas por haberle hecho caso a los innovadores (herejes) “que quieren deformar el Evangelio de Cristo”, exclama: “Pero aun cuando nosotros mismos o un ángel del cielo os anunciara un evangelio distinto del que os hemos anunciado, sea anatema.” (Gál. 1,7-8). Aquí no hay rastro de incertidumbre o ignorancia sobre el significado de cristianismo, o de tanteo en la búsqueda de la verdad. Incluso entonces, cuando la ciencia teológica estaba en su infancia, encontramos al apóstol exhortando a Timoteo a mantenerse en las mismas frases en que recibió la fe, “en forma de palabras sensatas”, evitando “palabrerías profanas” (1 Tim. 6,20; 2 Tim. 1,13). Una vez más, “Así pues, hermanos, manteneos firmes y conservad las tradiciones que habéis aprendido de nosotros, de viva voz o por carta” (2 Tel. 2,15). Y aquellas tradiciones fueron directamente comunicadas por Cristo mismo a sus Apóstoles, como nos dice en muchos pasajes---“Porque yo recibí del Señor lo que os he trasmitido” (1 Cor. 11,23), y de nuevo “Porque os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí” (1 Cor. 15,3).

Muchos racionalistas han manifestado descubrir en los escritos apostólicos varias clases de cristianismo mutuamente antagonistas y todos parecidos a un desarrollo ilegítimo del Evangelio original. Tenemos paulinos, petrinos, joánicos, cristianismo, según se distinguen del cristianismo de Cristo. Pero esas teorías que ignoran la tradición católica y guía sobrenatural, y descansan sobre los registros escritos solamente, están siendo gradualmente abandonadas, ayudada su desaparición por los críticos mismos, quienes respetan poco las hipótesis de los demás. Debemos tomar los mensajes apostólicos como un todo consistente, cuyas discrepancias aparentes o falta de coherencia son ampliamente explicadas por las diferentes circunstancias de su emisión.

Por lo tanto, esta predicación, reducida a su forma más simple era: La Resurrección de Jesucristo como una prueba de su Divinidad y Encarnación, una garantía de su enseñanza y una promesa de la salvación del hombre

Todo el cristianismo se basa en el hecho histórico de la Resurrección. Si Él no fue verdaderamente asesinado, Cristo no puede haber sido hombre; si no resucitó, no pudo haber sido Dios. San Pablo no vacila en arriesgar todo sobre la verdad de este hecho: “Y si Cristo no resucitó, nuestra predicación es vacía y también vana es vuestra fe. Y somos convictos de falsos testigos de Dios” (1 Cor. 15,14-15). En consecuencia la providencia de Dios ha arreglado los asuntos de tal forma que las pruebas de la Resurrección de Cristo colocan el hecho más allá de toda duda razonable.

Pero si San Pablo es tan enfático sobre los fundamentos de la fe cristiana, también es cuidadoso en erigir el edificio sobre ella. Es a él que debemos la declaración de la doctrina de la gracia, ese maravilloso don de Dios para la regeneración del hombre. Cristo ya había enseñado, en la alegoría de la vid y los sarmientos (Jn. 15,1-17), que no puede haber acción saludable de parte de los fieles sin una comunicación vital con Él. Se abunda sobre esta gran verdad en muchos pasajes de San Pablo (Fil. 2,13; Rom. 8,9-11; 1 Cor. 15,10; 2 Cor. 3,5; Gál. 4,5-6), en la cual el hombre regenerado aprende que es el hijo adoptivo de Dios y que está unido a él por la morada de su Espíritu Santo. Este privilegio es lo que el hombre gana por la redención de Cristo, cuyos beneficios se aplican a su alma con el bautismo y otros Sacramentos. Y San Pablo no es el único exponente de esta doctrina, pero fue el único de los Apóstoles en promulgar de nuevo el misterio de la Sagrada Eucaristía, la principal fuente de gracia (1 Cor. 11,23-24; cf. Jn. 4,13-14).

No necesitamos proseguir el desarrollo de la doctrina entre los Apóstoles. El cristianismo que predicaban lo recibieron de Cristo mismo y su Espíritu evitaba que lo malinterpretaran o formaran conceptos erróneos. Sobre la fuerza de su comisión insistían en la obediencia de fe, denunciaron la herejía, y con habilidad, increíble si no hubiese sido divina, preservaron la verdad que se les encomendó en medio de una civilización perversa, astuta y corrupta. Esa misma habilidad divina ha permanecido con el cristianismo desde entonces; una tras otra, las herejías han atacado la fe y han sido derrotadas, dejando la fortaleza mucho más inexpugnable para su ataque. El cristianismo que profesamos hoy día es el cristianismo de Cristo y sus Apóstoles. Justo como ellos fueron más explícitos que Él en su formulación verbal, así la Iglesia Apóstólica desde entonces ha laborado para expresar cada vez más claramente los tesoros de doctrina que se le encomendaron a su cargo originalmente. En un sentido, nosotros debemos creer más que nuestros ancestros cristianos, pues tenemos un conocimiento más completo del contenido de nuestra fe; en un sentido, ellos creían todo lo que nosotros, pues aceptaban igual que nosotros el principio de una autoridad docente divinamente comisionada, a cuyas declaraciones dogmáticas estaban siempre prestos a dar consentimiento. La misma unidad de fe esencial y la misma variedad en su contenido para el individuo existen lado a lado en la Iglesia hoy día. Los teólogos diestros, ampliamente versados en las maravillas de la revelación, y los jóvenes o inexpertos que conocen explícitamente poco más que los elementos esenciales del cristianismo, al conocer al Único Dios Verdadero, y a Jesucristo, a quien Él envió, al creer en la Encarnación, la Expiación, la Iglesia, son igualmente cristianos, igualmente dueños de la integridad de la fe.

Propósito Divino del Cristianismo

Falta ahora establecer el propósito de Dios al establecer el cristianismo, hasta donde podamos determinarlo a partir de los registros sagrados y del curso de la historia misma. Deducimos que el Fundador Divino quiso que el cristianismo fuese (1) una religión universal, (2) una religión perfecta, (3) una religión visiblemente organizada.

La Universalidad Incluye Tanto Espacio como Tiempo

En cuanto a espacio, vemos que el cristianismo está destinado para el mundo entero:

  • a partir de las profecías que lo previeron en el Antiguo Testamento. Entre éstas estaban las promesas hechas a Abraham y su descendencia, la constantemente recurrente nota de que en ella “todas las naciones de la tierra serán bendecidas”.
  • del propósito claramente expresado por Cristo mismo, quien, al proclamar que a su misión personal le interesaba sólo las “ovejas perdidas de la Casa de Israel” (Mt. 15,24), anunció la futura extensión de su Reino: “Tengo otras ovejas que no son de este rebaño” (Jn. 10,16); “Muchos de oriente y occidente vendrán y se reclinarán con Abraham, Isaac y Jacob en el Reino de los Cielos” (Mt. 8,11); “Y este Evangelio del Reino será predicado a través del mundo entero en testimonio a todas las naciones” (Mt. 28,19).
  • por la conducta real de los Apóstoles, que, aunque requerían la inspiración del Espíritu Santo para exponerles de manera convincente el contenido práctico de esta comisión, ellos finalmente dejaron la sinagoga y proclamaron la fe a todos sin distinción de raza o país.

La universalidad del cristianismo, en tiempo así como en espacio, está implícita en la promesa de Cristo “Porque estaré con ustedes todos los días, incluso hasta la consumación del mundo” (Mt. 28,20). Además se deduce del próximo elemento en el propósito de Dios a ser considerado.

El Cristianismo está Destinado a ser una Religión Perfecta

Por lo anterior, podemos esperar que a un sistema religiosa que fue revelado e instituido, no por un profeta o incluso un ángel, sino por la acción personal de Dios mismo, y fue diseñado, además, para suplantar una forma de religión imperfecta y provisional, no le faltaría nada de perfección posible en fines y medios. La misma enseñanza de Cristo satisfizo esta expectativa, y descarta la noción abrigada por los primeros herejes, y todavía viva en las mentes de los hombres, de una más completa y más perfecta revelación por venir.

  • Primero que todo, Él, su Fundador, es Dios, y por lo tanto tenía todo el conocimiento y todo el poder requerido para establecer una religión perfecta.
  • Segundo, Él le prometió a sus Apóstoles la continua presencia del Espíritu de la Verdad, que les enseñaría toda la verdad.
  • Tercero, Él prometió que el cuerpo que guardara este depósito nunca sería visitado por el error---“las puertas del infierno no prevalecerán contra ella” (Mt. 16,18; cf. Ef. 5,27).
  • Cuarto, la misma verdad se insinúa en las palabras de San Pablo: “Dios que en el tiempo oportuno…último que todo…nos ha hablado por su Hijo” (Hb. 1,1), y por la expresión, la plenitud de los tiempos, usada en Gál. 4,4, para indicar la época de la Encarnación.
  • Quinto, por el carácter de la revelación cristiana misma y el ideal ético cristiano que es la imitación de Cristo, el Ser Perfecto. No se puede pensar en ningún desarrollo de la humanidad que no halle todo lo necesario en Cristo.

Por lo tanto, estamos obligados a creer que la revelación cristiana cerró con la muerte del último de aquellos comisionados a establecerla. Nos oponemos a una opinión moderna respecto a la revelación que ha sido condenada como herética por el Papa San Pío X (Encíclica “Pascendi Gregis”, septiembre de 1907). Es al efecto de que la revelación no es nada externo, sino una más clara y cercana aprehensión de cosas divinas por la conciencia cristiana, que en cada época particular es la expresión de la experiencia de los mejores hombres de esa época. En consecuencia, la revelación crece, como un organismo material, por desecho y suplido renovado, y por lo tanto, lo que es cierto para una época puede ser bastante diferente de lo que es cierto para otra. El error que tiene estos desarrollos es finalmente filosófico, al estar basado en la falsa asunción de que le mente finita puede conocer sólo los fenómenos y puede tener la no certeza de lo que está más allá de la experiencia. Si esto fuera así, cualquier revelación externa sería imposible, pues sus garantizadores---el milagro y la profecía---no podrían ser captados por la inteligencia humana. Estos errores fueron expuestos hace tiempo y condenados por el Concilio Vaticano I. La mirada más casual a la historia del cristianismo muestra que ha habido desarrollo de la doctrina; el Credo creció sólo gradualmente; pero ese desarrollo es meramente lógico, producido por el análisis del contenido del depósito original. (Vea

Dios se propuso, en tercer lugar, que el cristianismo fuese una organización visible

Cristo estableció una Iglesia y, en una variedad de parábolas, esbozó muchos de los rasgos de su carácter e historia, todos los cuales señalan a algo externo y perceptible por los sentidos. Es la “casa construida sobre la roca” (Mt. 7,24), que muestra la seguridad y permanencia de su fundamento, y la “ciudad establecida sobre la colina” (Mt. 5,14), que indica su visibilidad. Su doctrina trabaja en las tres grandes razas descendientes de los hijos de Noé como la levadura escondida en tres medidas de harina, silenciosamente, irresistiblemente (Mt. 13,33). Crece grande a partir de orígenes humildes, como la semilla de mostaza (Lc. 13,19). Es un viñedo, un rebaño y finalmente un reino, todas cuyas imágenes son incomprensibles si el lazo que une a los cristianos es meramente el lazo invisible de la caridad.

La antigua distinción entre el cuerpo y el alma de la Iglesia es útil para prevenir la confusión de ideas. El bautismo cristiano constituye la membresía en la Iglesia Visible; el estado de gracia, la membresía en la Invisible. Es obvio que una membresía no necesariamente implica la otra. Algunas de estas parábolas aplican sólo a la Iglesia completamente desarrollada, y así indican el propósito final de Cristo. La historia nos muestra que, al establecer el cristianismo como una institución, él tuvo a bien que en su lado humano su organización estaría sujeta a las mismas leyes de crecimiento y desarrollo que otras instituciones humanas. Él no les dio de antemano a sus Apóstoles un esquema de la constitución de la Iglesia, para ser trabajado en el curso de las épocas, ni prescribió las varias etapas de progreso ni indicó el término final. Pero la organización que existía en germen en la jerarquía consagrada de los Apóstoles se dejó desenvolver por sí misma bajo la guía del Espíritu, según las necesidades del tiempo y lugar. La presencia del Espíritu Santo y la promesa de Cristo garantizan suficientemente el resultado, que de cualquier modo que se obtenga está de acuerdo con el designio original. Muy bien puede ser que el desarrollo fue en su mayoría natural, modelado, primero que todo, en la sinagoga, y luego en el gobierno civil existente; su progreso puede haber sido acelerado o retrasado por las pasiones de los individuos, pero no puede ser cierta cualquier descripción de ella que ignore el dedo director de la Providencia.

Este es, entonces, el cristianismo, una religión sobrenatural la única absoluta; en un sentido (desarrollada en la Epístola a los Hebreos), la más antigua, pues la Iglesia no es una decisión subsiguiente, sino instituido por Dios en la plenitud del tiempo, y contiene la revelación de Él mismo, la cual a todos los que se le ha presentado adecuadamente están obligados a aceptar bajo pena de eterna condenación (Mc. 16,16), y ofrece a todos los que lo buscan con sinceridad, la solución de todos los problemas del mundo; capacita a la naturaleza para elevarse a las alturas más sublimes y “hacer el inmortal”; lleno de misterios y paradojas divinas, según trae lo infinito en contacto con lo finito; el único lazo de la civilización, la única condición de progreso, la única esperanza de la humanidad. Su riqueza ha sido la riqueza de su Fundador, “no todos obedecen el Evangelio” (Rom. 10,16). Los judíos rechazaron a Cristo a pesar de la evidencia de profecía y milagro; el mundo rechaza la Iglesia de Cristo, la “ciudad sobre la colina”, conspicua aunque sea a través de las notas que la proclaman Divina. Lo que los hombres llaman en fracaso del cristianismo no es prueba de que no sea la revelación final de Dios. Sólo hace evidente cuán real es la libertad humana y cuán grave la responsabilidad humana. El cristianismo posee toda la evidencia necesaria para crear la convicción de su verdad, si hay buena voluntad. “El que tenga oídos, que oiga”.


Bibliografía: El cristianismo se estudia mejor en las Escrituras del Nuevo Testamento, y es autenticado e interpretado por la Iglesia de Cristo. Sólo se puede dar una pequeña selección de la literatura no inspirada.

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Traducido por Luz María Hernández Medina