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Martes, 19 de marzo de 2024

Vida de San Agustín de Hipona

De Enciclopedia Católica

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En este artículo trataremos sobre la vida de San Agustín de Hipona. La extraordinaria vida de San Agustín se desdobla ante nosotros en documentos de riqueza sin rival, y no tenemos información de ningún otro carácter de la antigüedad comparable al de las "Confesiones", que relatan la conmovedora historia de su alma; las "Retractaciones", que exponen la historia de su mente; y la Vida de San Agustín, escrita por su amigo Posidio, que nos habla del apostolado del santo.

Nos limitaremos a esbozar los tres períodos de esta extraordinaria vida: (1) el gradual retorno a la fe del joven descarriado; (2) el desarrollo doctrinal del filósofo cristiano hasta el momento de su episcopado; (3) el completo desarrollo de sus actividades una vez en el trono episcopal de Hipona.

Desde su nacimiento hasta su conversión (354-386)

Agustín nació en Tagaste el 13 de noviembre de 354. Tagaste, hoy Souk Ahras, a unas 60 millas de Bona (la antigua Hippo-Regius), era por aquel tiempo una ciudad pequeña y libre de la Numidia preconsular que se había convertido recientemente del donatismo. Su familia no era rica aunque sí eminentemente respetable, y su padre, Patricio, uno de los decuriones de la ciudad, todavía era pagano; sin embargo, las admirables virtudes que hicieron de Mónica el ideal de madre cristiana consiguieron, a la larga, que su esposo recibiera la gracia del bautismo y una muerte santa, alrededor del año 371.

Agustín recibió una educación cristiana. Su madre le hizo la Señal de la Cruz y lo inscribió entre los catecúmenos. Una vez, estando muy enfermo, pidió el bautismo pero pronto pasó todo peligro y difirió recibir el sacramento, cediendo así a una deplorable costumbre de la época. Su asociación con "hombres de oración" dejó profundamente grabadas en su alma tres grandes ideas: La Divina Providencia, la vida futura con sus terribles sanciones y, sobre todo, Jesucristo el Salvador. "Desde mi más tierna infancia llevaba dentro de lo más profundo de mi ser, mamado con la leche de mi madre, el nombre de mi Salvador, Vuestro Hijo; lo guardé en lo más recóndito de mi corazón; y aún cuando todo lo que ante mí se presentaba sin ese Divino Nombre, aunque fuese elegante, estuviera bien escrito e incluso repleto de verdades, no fue bastante para arrebatarme de Vos" (Confesiones, I, IV).

Pero una enorme crisis moral e intelectual sofocó todos estos sentimientos cristianos durante cierto tiempo, siendo el corazón el primer punto de ataque. Patricio, orgulloso del éxito de su hijo en las escuelas de Tagaste y Madaura, decidió enviarlo a Cartago a preparase para una carrera forense. Pero, desgraciadamente, se necesitaban varios meses para reunir los medios precisos y Agustín tuvo que pasar en Tagaste el decimosexto año de su vida disfrutando de un ocio que resultó ser fatal para su virtud, pues se entregó al placer con toda la vehemencia de una naturaleza ardiente. Al principio rezaba, pero sin el sincero deseo de ser escuchado, y cuando llegó a Cartago a finales del año 370 todas las circunstancias tendían a apartarlo de su verdadero camino: las muchas seducciones de la gran ciudad, aún medio pagana, el libertinaje de otros estudiantes, los teatros, la embriaguez de su éxito literario y el orgulloso deseo de ser el primero en todo, incluso en el mal. Al poco tiempo se vio obligado a confesar a Mónica que se había metido en una relación pecaminosa con la persona que dio a luz a su hijo (372), "el hijo de su pecado"---un enredo del que tan sólo se liberó a sí mismo en Milán, al cabo de quince años de esclavitud.

Al evaluar esta crisis deben evitarse dos extremos. Algunos la han exagerado, como Mommsen, tal vez engañados por el tono de pesar en las "Confesiones": en la "Realencyklopädie" (3ra. ed., II, 268) Loofs reprueba a Mommsen por este motivo y, sin embargo, él mismo es demasiado indulgente con Agustín, al alegar que en aquellos días la Iglesia permitía el concubinato. Solamente las "Confesiones" ya demuestran que Loofs no entendió el décimo séptimo canon de Toledo. No obstante puede decirse que Agustín, incluso en su caída, conservó cierta dignidad y sintió compunción que le honra; y que, desde los diecienueve años, tuvo un sincero deseo de romper la cadena. De hecho, en 373, una completamente nueva inclinación se manifestó en su vida, después de leer el "Hortensio" de Cicerón, de donde absorbió ese amor a la sabiduría que Cicerón elogia tan elocuentemente. A partir de entonces, Agustín consideró la retórica únicamente como una profesión; la filosofía le había ganado el corazón.

Desgraciadamente, tanto su fe como su moral iban a atravesar una crisis terrible. En este mismo año, 373, Agustín y su amigo Honorato cayeron en las redes del maniqueísmo. Parece extraño que una mente tan extraordinaria hubiera podido caer víctima de las vaciedades orientales sintetizadas en un dualismo tosco y material que el persa Mani (215-276) había introducido en África hacía apenas cincuenta años. El mismo Agustín nos dice que se sintió seducido por las promesas de una filosofía libre sin ataduras a la fe; por los alardes de los maniqueos, que afirmaban haber descubierto contradicciones en la Sagrada Escritura; y, sobre todo, por la esperanza de encontrar en su doctrina una explicación científica de la naturaleza y sus más misteriosos fenómenos. A la mente inquisitiva de Agustín le entusiasmaban las ciencias naturales, y los maniqueos declaraban que la naturaleza no guardaba secretos para su doctor, Fausto. Además, Agustín se sentía atormentado por el problema del origen del mal y al no resolverlo, reconoció dos principios opuestos. Por añadidura, existía el poderoso encanto de la irresponsabilidad moral en una doctrina que negaba el libre albedrío y atribuía la comisión del pecado a un principio ajeno.

Una vez conquistado por esta secta, Agustín se dedicó a ella con todo el ardor de su carácter; leyó todos sus libros, adoptó y defendió todas sus opiniones. Su frenético proselitismo llevó al error a su amigo Alipio, y a Romaniano, el amigo de su padre que fue su mecenas en Tagaste y estaba sufragando los gastos de estudios de Agustín. Fue durante este período maniqueo cuando las facultades literarias de Agustín llegaron a su completo desarrollo, y todavía era estudiante en Cartago cuando abrazó el error.

Sus estudios terminaron, a su debido tiempo habría entrado al “forum litigiosum”, pero prefirió la carrera de las letras, y Posidio nos cuenta que regresó a Tagaste a "enseñar gramática". El joven profesor cautivó a sus alumnos y uno de ellos, Alipio, apenas algo más joven que su maestro, sintiéndose reacio a abandonarlo lo siguió hasta el error; después recibió con él el bautismo en Milán, y más adelante llegó a ser obispo de Tagaste, su ciudad natal. Pero Mónica deploraba profundamente la herejía de Agustín y no lo habría aceptado ni en su casa ni en su mesa si no hubiera sido por el consejo de un santo obispo (San Ambrosio), quien declaró que "el hijo de tantas lágrimas no puede perecer". Poco después Agustín se fue a Cartago, donde continuó enseñando retórica. En este escenario más amplio, su intelecto resplandeció aún más y alcanzó plena madurez en la búsqueda infatigable de las artes liberales. Se llevó el premio en un concurso poético en el que tomó parte, y el procónsul Vindiciano le confirió públicamente la “corona agonistica”.

Fue en este momento de embriaguez literaria, cuando acababa de completar su primera obra sobre estética (ahora perdida), que empezó a repudiar el maniqueísmo. Las enseñanzas de Mani habían distado mucho de calmar su intranquilidad, incluso cuando Agustín disfrutaba del fervor inicial, y aunque se le haya acusado de haber sido sacerdote de la secta, nunca lo iniciaron ni nombraron entre los "elegidos", sino que permaneció como "oyente", el grado más bajo de la jerarquía. Él mismo nos explica el por qué de su desencanto. En primer lugar estaba la espantosa depravación de la filosofía maniquea---"destruyen todo y no construyen nada"; después, esa terrible inmoralidad que contrasta con su afectación de la virtud; la flojedad de sus argumentos en controversia con los católicos, a cuyos argumentos sobre las Escrituras la única respuesta que daban era: "Las Escrituras han sido falsificadas". Pero lo peor de todo es que entre ellos no encontró la ciencia---ciencia en el sentido moderno de la palabra---ese conocimiento de la naturaleza y sus leyes que le habían prometido. Cuando les hizo preguntas sobre los movimientos de las estrellas, ninguno de ellos supo contestarle. "Espera a Fausto", decían, "él te lo explicará todo". Por fin, Fausto de Mileve, el famoso obispo maniqueo, llegó a Cartago; Agustín fue a visitarlo y le interrogó; en sus respuestas descubrió al retórico vulgar, un completo ignorante de toda sabiduría científica. Se había roto el hechizo y, aunque Agustín no abandonó la secta inmediatamente, su mente ya rechazó las doctrinas maniqueas. La ilusión había durado nueve años.

Pero la crisis religiosa de esta gran alma sólo se resolvería en Italia, bajo la influencia de San Ambrosio. En el año 383, a la edad de veintinueve años, Agustín cedió a la irresistible atracción que Italia ejercía sobre él, pero como su madre sospechaba su partida y estaba determinada a no separarse de él, recurrió al subterfugio de embarcarse escabulléndose por la noche. Recién llegado a Roma cayó gravemente enfermo; al recuperarse abrió una escuela de retórica, pero disgustado por las argucias de los alumnos, que le engañaban descaradamente con los honorarios de las clases, solicitó una cátedra vacante en Milán, la cual obtuvo y el prefecto Símaco lo aceptó. Cuando visitó al obispo Ambrosio se sintió tan cautivado por la amabilidad del santo que comenzó a asistir con regularidad a sus prédicas.

Sin embargo, antes de abrazar la fe, Agustín sufrió una lucha de tres años en los que su mente atravesó varias fases distintas. Primero se inclinó hacia la filosofía de los académicos con su escepticismo pesimista; después la filosofía neoplatónica le inspiró un genuino entusiasmo. Estando en Milán, apenas había leído algunas obras de Platón y, más especialmente, de Plotinio cuando despertó a la esperanza de encontrar la verdad. Una vez más comenzó a soñar que él y sus amigos podrían dedicar la vida a su búsqueda, una vida limpia de todas las vulgares aspiraciones a honores, riquezas o placer, y acatando el celibato como regla (Confesiones, VI). Pero era solamente un sueño; todavía era esclavo de sus pasiones.

Mónica, que se había reunido con su hijo en Milán, le convenció para que se desposara, pero la prometida en matrimonio era demasiado joven y, si bien Agustín se desligó de la madre de Adeodato, enseguida otra ocupó el puesto. Así fue como atravesó un último período de lucha y angustia. Finalmente, la lectura de las Sagradas Escrituras le iluminó la mente y pronto le invadió la certeza de que Jesucristo es el único camino a la verdad y a la salvación. Después de esto, sólo se resistía el corazón. Una entrevista con Simpliciano, futuro sucesor de San Ambrosio, quien contó a Agustín la historia de la conversión del famoso retórico neoplatónico Victorino (Confesiones, VIII.1, VIII.2), abrió el camino para el golpe de gracia definitivo que a la edad de treinta y tres años lo derribó al suelo en el jardín en Milán (septiembre de 386). Unos cuantos días después, estando Agustín enfermo, se aprovechó de los días de fiesta de otoño, renunció a su cátreda y se marchó con Mónica, Adeodato, y sus amigos a Casicíaco, la propiedad campestre de Verecundo, para dedicarse allí a la búsqueda de la verdadera filosofía que para él ya era inseparable del cristianismo.

Desde su conversión hasta su episcopado (386-395)

Gradualmente, Agustín se fue familiarizando con la doctrina cristiana, y la fusión de la filosofía platónica con los dogmas revelados se iba formando en su mente. La ley que le condujo a este cambio de pensar ha sido frecuentemente mal interpretada en estos últimos años, y es lo bastante importante como para definirla con precisión. La soledad en Casicíaco hizo realidad un sueño anhelado desde hacía mucho tiempo. En sus libros "Contra los académicos", Agustín ha descrito la serenidad ideal de esta existencia, que sólo la estimula la pasión por la verdad. Completó la enseñanza de sus jóvenes amigos, ya con lecturas literarias en común, ya con conferencias fisosóficas, a las que a veces invitaba a Mónica y que, recopiladas por un secretario, han proporcionado la base de los "Diálogos". Más adelante Licencio recordaría en sus "Cartas" esas deliciosas mañanas y atardeceres filosóficos en los que Agustín solía evolucionar los incidentes más corrientes en las más elevadas discusiones. Los tópicos favoritos de las conferencias eran la verdad, la certeza (Contra los académicos), la verdadera felicidad en la filosofía (De la vida feliz), el orden de la Providencia en el mundo y el problema del mal (De Ordine) y, por último, Dios y el alma (Soliloquios, Acerca de la inmortalidad del alma).

De aquí surge la curiosa pregunta planteada por los críticos modernos: ¿Era ya cristiano Agustín cuando escribió los "Diálogos" en Casicíaco? Hasta ahora, nadie lo había puesto en duda; los historiadores, basándose en las "Confesiones", habían creído todos que el doble objetivo de Agustín para retirarse a la quinta fue mejorar la salud y prepararse para el bautismo. Pero hoy en día ciertos críticos aseguran haber descubierto una oposición radical entre los "Diálogos" filosóficos que escribió en este retiro, y el estado del alma que describe en las "Confesiones". Según Harnack, cuando Agustín escribió las "Confesiones" tuvo que haber proyectado los sentimientos del obispo del año 400 en el ermitaño del año 386. Otros van más lejos y sostienen que el ermitaño de la quinta milanesa no podía haber sido cristiano de corazón, sino platónico; que la conversión en la escena del jardín no fue al cristianismo, sino a la filosofía; y que la fase genuinamente cristiana no comenzó hasta 390.

Pero esta interpretación de los "Diálogos" no encaja con los hechos ni con los textos. Se ha admitido que Agustín recibió el bautismo en la Pascua de 387; ¿a quién puede ocurrírsele que esta ceremonia careciera de sentido para él? Y, ¿cómo puede aceptarse que la escena en el jardín, el ejemplo de los ermitaños, la lectura de San Pablo, la conversión de Victorino, el éxtasis de Agustín al leer los Salmos con Mónica, todo esto fueran invenciones hechas después? Además, Agustín escribió la hermosa apología "Sobre la Santidad de la Iglesia Católica" en 388 ¿cómo puede concebirse que todavía no fuera cristiano en esa fecha? No obstante, para resolver el argumento lo único que hace falta es leer los propios "Diálogos". Ellos son ciertamente una obra puramente filosófica---tal como Agustín reconoce ingenuamente, una obra de juventud, además, no sin cierta pretensión (Confesiones, IX.4); sin embargo, contienen la historia completa de su formación cristiana.

Ya por el año 386, en la primera obra que escribió en Casicíaco nos revela el gran motivo subyacente de sus investigaciones. El objeto de su filosofía es respaldar la autoridad con la razón y, "para él, la gran autoridad, ésa que domina todas las demás y de la cual jamás deseaba desviarse, es la autoridad de Cristo"; y si ama a los platónicos es porque cuenta con encontrar entre ellos interpretaciones que siempre estén en armonía con su fe (Contra los académicos, III, c. X). Esta seguridad y confianza era excesiva, pero permanece evidente que el que habla en estos "Diálogos" es cristiano, no platónico. Nos revela los más íntimos detalles de su conversión, el argumento que lo convenció a él (la vida y conquistas de los Apóstoles), su progreso en la fe en la escuela de San Pablo (ibid., II,II), las deliciosas conferencias con sus amigos sobre la Divinidad de Jesucristo, las maravillosas transformaciones que la fe obró en su alma, incluso conquistando el orgullo intelectual que los estudios platónicos habían despertado en él (De la vida feliz), y por fin, la calma gradual de sus pasiones y la gran resolución de elegir la sabiduría como única compañera (Soliloquios, I, X).

Ahora es fácil apreciar en su justo valor la influencia del neoplatonismo sobre la mente del gran doctor africano. Sería imposible para cualquiera que haya leído las obras de San Agustín negar la existencia de dicha influencia, pero también sería exagerar enormemente esta influencia pretender que en algún momento sacrificó el Evangelio por Platón. El mismo crítico docto sabiamente concluye así su estudio: "Por lo tanto, San Agustín es francamente neoplatónico siempre y cuando esta filosofía esté de acuerdo con sus doctrinas religiosas; en el momento que surge una contradicción, no duda nunca en subordinar su filosofía a la religión, y la razón a la fe. Era ante todo cristiano; las cuestiones filosóficas que constantemente tenía en la cabeza iban siendo relegadas cada vez más a un segundo plano" (op. Cit., 155). Pero el método era peligroso; al buscar así armonía entre las dos doctrinas creyó, demasiado fácilmente, encontrar el cristianismo en Platón o el platonismo en el Evangelio. Más de una vez, en sus "Retractaciones" y en otros lugares, reconoce que no siempre ha evitado este peligro. Así, imaginó haber descubierto en el platonismo la doctrina completa del Verbo y el prólogo entero de San Juan. Asimismo, desmintió un gran número de teorías neoplatónicas que al principio lo habían conducido al error---la tesis cosmológica del alma universal, que hace del mundo un animal inmenso---las dudas platónicas sobre esa grave pregunta: ¿Hay un alma única para todo el universo o cada uno tiene un alma distinta? Pero, por otra parte, como Schaff observa muy adecuadamente (San Agustín, Nueva York, 1886, p. 51), siempre había reprochado a los platónicos el fueran ignorantes o que rechazaran los puntos fundamentales del cristianismo: "primero, el gran misterio, el la Encarnación del Verbo; y después, el amor, descansando sobre una base de humildad". También ignoran la gracia, dice, dando sublimes preceptos de moralidad sin ninguna ayuda para alcanzarlos.

Lo que Agustín perseguía con el bautismo cristiano era la gracia Divina. En el año 387, hacia principios de Cuaresma, fue a Milán y, con Adeodato y Alipio, ocupó su lugar entre los “competentes” y Ambrosio lo bautizó el día de Pascua Florida o, al menos, durante el tiempo Pascual. Es infundada la tradición que afirma que en esa ocasión el obispo y el neófito cantaron el Te Deum alternadamente. Sin embargo, esta leyenda ciertamente expresa la alegría de la Iglesia al recibir como hijo a aquel que sería su más ilustre doctor. Fue entonces cuando Agustín, Alipio, y Evodio decidieron retirarse en aislamiento a África. Agustín, no hay duda, permaneció en Milán hasta casi el otoño continuando sus obras: "Acerca de la inmortalidad del alma" y "Acerca de la música". En el otoño de 387 estaba a punto de embarcarse en Ostia cuando Santa Mónica fue llamada de esta vida. No hay páginas en toda la literatura que alberguen un sentimiento más exquisito que la historia de su santa muerte y del dolor de Agustín (Confesiones, IX). Agustín permaneció en Roma varios meses, principalmente ocupándose de refutar el maniqueísmo. Después de la muerte del tirano Máximo (agosto 388) navegó a África, y al cabo de una corta estancia en Cartago regresó a su nativa Tagaste. Al llegar allí, inmediatamente deseó poner en práctica su idea de una vida perfecta: comenzó por vender todos sus bienes y regaló las ganancias a los pobres. A continuación, él y sus amigos se retiraron a sus tierras, que ya no le pertenecían, para llevar una vida en común de pobreza, oración y estudio de las Escrituras. El libro de las "LXXXIII cuestiones" es el fruto de las conferencias celebradas en este retiro, en el que también escribió "De Genesi contra Manichaeos", "De Magistro", y "De Vera Religione."

Agustín no pensó en entrar al sacerdocio y, por miedo al episcopado, incluso huyó de las ciudades donde era necesaria una elección. Un día en Hippo Regius, donde lo había llamado un amigo cuya salvación del alma estaba en peligro, estaba orando en una iglesia cuando de repente la gente se agrupó a su alrededor aclamándole y rogando al obispo, Valerio, que lo elevara al sacerdocio. A pesar de sus lágrimas, Agustín se vio obligado a ceder a las súplicas y fue ordenado en 391. El nuevo sacerdote consideró esta ordenación un motivo más para volver a su vida religiosa en Tagaste, lo que Valerio aprobó tan categóricamente que puso cierta propiedad eclesiástica a disposición de Agustín, permitiendo así que estableciera un monasterio, el segundo que había fundado. Sus cinco años de ministerio sacerdotal fueron admirablemente fructíferos; Valerio le había rogado que predicara, a pesar de que en África existía la deplorable costumbre de reservar ese ministerio para los obispos. Agustín combatió la herejía, especialmente el maniqueísmo, y tuvo un éxito prodigioso. Fortunato, uno de sus grandes doctores al que Agustín había retado en conferencia pública, se sintió tan humillado al verse derrotado que huyó de Hipona. Agustín también abolió el abuso de celebrar banquetes en las capillas de los mártires. El 8 de octubre del año 393 tomó parte en el Concilio Plenario de África, presidido por San Aurelio, obispo de Cartago, y a petición de los obispos se vio obligado a dar un discurso que, en su forma completa, más tarde llegó a ser el tratado de "De Fide et symbolo."

Como obispo de Hipona (396-430)

Valerio, obispo de Hipona, debilitado por la vejez, obtuvo la autorización de San Aurelio, primado de África, para asociar a Agustín con él, como coadjutor. Agustín se hubo de resignar a que Megalio, primado de Numidia, lo consagrara. Tenía entonces cuarenta y dos años y ocuparía la sede de Hipona durante treinta y cuatro. El nuevo obispo supo combinar bien el ejercicio de sus deberes pastorales con las austeridades de la vida religiosa y, aunque abandonó su convento, transformó su residencia episcopal en monasterio, donde vivió una vida en comunidad con sus clérigos, que se comprometieron a observar la pobreza religiosa. Lo que así fundó, ¿fue una orden de clérigos regulares o de monjes? Esta pregunta ha surgido con frecuencia, pero creemos que Agustín no se paró mucho a considerar estas distinciones. Fuera como fuere, la casa episcopal de Hipona se transformó en una verdadera cuna de inspiración que formó a los fundadores de los monasterios que pronto se extendieron por toda África, y a los obispos que ocuparon las sedes vecinas. San Posidio (Vita S. August., XXII) enumera diez de los amigos del santo y discípulos que fueron promovidos al episcopado. Fue así que Agustín ganó el título de patriarca de los religiosos y renovador de la vida del clero en África.

Pero, ante todo, él fue defensor de la verdad y pastor de las almas. Sus actividades doctrinales, cuya influencia estaba destinada a durar tanto como la Iglesia misma, fueron múltiples: predicaba con frecuencia, a veces cinco días consecutivos, y de sus sermones manaba tal espíritu de caridad que conquistó todos los corazones; escribió cartas que divulgaron sus soluciones a los problemas de la época por todo el mundo entonces conocido; dejó su espíritu grabado en diversos concilios africanos a los que asistió, por ejemplo, los de Cartago en 398, 401, 407, 419 y Mileve en 416 y 418; y por último, luchó infatigablemente contra todos los errores. Describir estas luchas sería interminable; por tanto, seleccionaremos solamente las principales controversias y en cada una indicaremos cuál fue la postura doctrinal del gran obispo de Hipona.

La controversia maniquea y el problema del mal

Después de ser consagrado obispo, el celo que Agustín había demostrado desde su bautismo en acercar a sus antiguos correligionarios a la verdadera Iglesia tomó una forma más paternal, sin llegar a perder el prístino ardor -"dejad que se encolericen contra nosotros aquellos que desconocen cuán amargo es el precio de obtener la verdad… En cuanto a mí, os mostraría la misma indulgencia que mis hermanos mostraron conmigo cuando yo erraba ciego por vuestras doctrinas" (Contra Epistolam Fundamenti, III). Entre los acontecimientos más memorables ocurridos durante esta controversia, cuenta la gran victoria que en 404 obtuvo sobre Félix, uno de los "elegidos" de los maniqueos y gran doctor de la secta. Estaba propagando sus errores en Hipona, y Agustín le invitó a una conferencia pública cuyo tema necesariamente causaría un gran revuelo; Félix se declaró derrotado, abrazó la fe y, junto con Agustín, suscribió las actas de la conferencia. Agustín, en sus escritos, refutó sucesivamente a Mani (397), al famoso Fausto (400), a Secundino (405), y (alrededor de 415) a los fatalistas priscilianistas a quien Paulo Orosio había denunciado. Estos escritos contienen la opinión clara e incuestionable del santo sobre el eterno problema del mal, pensamiento basado en un optimismo que proclama, igual que los platónicos, que toda obra de Dios es buena y la única fuente del mal moral es la libertad de las criaturas (De Civitate Dei, XIX.13.2). Agustín defiende el libre albedrío, incluso en el hombre como es, con tal ardor que sus obras contra los maniqueos son una inagotable reserva de argumentos en esta controversia todavía en debate.

Los jansenistas han sostenido en vano que Agustín era inconscientemente pelagiano, y que después reconoció la pérdida de la libertad por el pecado de Adán. Los críticos modernos, sin duda desconocedores del complicado sistema del santo y de su peculiar terminología, han ido mucho más lejos. En la "Revue d'histoire et de littérature religieuses" (1899, p. 447), M. Margival muestra a San Agustín como la víctima del pesimismo metafísico absorbido inconscientemente de las doctrinas maniqueas. "Nunca" dice, "la idea oriental de la necesidad y la eternidad del mal, ha tenido un defensor más celoso que este obispo". Nada es más opuesto a los hechos. Agustín reconoce que todavía no había comprendido cómo la primera inclinación buena de la voluntad es un don de Dios (Retractaciones, I, XXIII, n, 3); pero hay que recordar que nunca se retractó de sus principales teorías sobre el libre albedrío y nunca modificó su opinión sobre lo que constituye la condición esencial, es decir, la plena potestad de elegir o de decidir. ¿Quién se atrevería a decir que cuando revisó sus propios escritos le faltó claridad de percepción o sinceridad en un punto tan importante?

La controversia donatista y la teoría de la Iglesia

El cisma donatista fue el último episodio en las controversias montanista y novaciana que habían agitado la Iglesia desde el siglo II. Mientras en Oriente se discutían aspectos variados del problema Divino y Cristológico del Verbo, Occidente, debido sin duda a su genio más práctico, se ocupó del problema moral del pecado en todas sus formas. El dilema general era la santidad de la Iglesia; ¿Podía ser perdonado el pecador y dejar que continuara en su seno? En África, el dilema concernía especialmente a la santidad de la jerarquía. Los obispos de Numidia, que en el año 312 habían rehusado aceptar como válida la consagración de Ceciliano, obispo de Cartago, de manos de un traidor (traditor), habían introducido el cisma, y al mismo tiempo propusieron estas graves preguntas: ¿dependen los poderes jerárquicos del mérito moral del sacerdote? ¿cómo puede la santidad de la Iglesia ser compatible con la indignidad de sus ministros?

Cuando Agustín llegó a Hipona, el cisma ya había alcanzado enormes proporciones y se había identificado con tendencias políticas---quizás con un movimiento nacional contra la dominación romana. De todas formas, es fácil descubrir en él una oculta corriente de venganza antisocial que los emperadores tuvieron que combatir con leyes estrictas. La extraña secta conocida por "Soldados de Cristo", y llamada por los católicos circumcelliones (bandoleros, vagabundos), era semejante a las sectas revolucionarias de la Edad Media en un momento de destrucción fanática---hecho que no debe perderse de vista si se va a apreciar debidamente la severa legislación de los emperadores.

La historia de las luchas de Agustín contra los donatistas también es la de su cambio de opinión en cuanto a las rigurosas medidas a emplear contra los herejes; y la Iglesia Africana, de cuyos concilios él había sido el alma, siguió su ejemplo. Este cambio de posición lo atestigua solemnemente el mismo obispo de Hipona, especialmente en sus Cartas, (93), (en el año 408). Al principio buscó restablecer la unidad por medio de conferencias y amistosas discusiones. Inspiró varias medidas conciliadoras en los Concilios de África, y envió embajadores a los donatistas invitándolos a reintegrarse a la Iglesia o, al menos, apremiándolos a que enviaran diputados a una conferencia (403). Al principio los donatistas respondieron con silencio, después con insultos, y por último con una violencia tal que Posidio, obispo de Calamet, amigo de Agustín, tuvo que huir para librarse de la muerte, el obispo de Bagaïa quedó cubierto con horribles heridas, y el mismísimo obispo de Hipona sufrió varios atentados contra su vida (Carta 88 a Januario, el obispo donatista). Esta locura de los circumceliones exigía una represión dura y Agustín, siendo testigo de las muchas conversiones que surgieron de todo esto, aprobó a partir de entonces unas rígidas leyes. No obstante, hay que señalar esta importante salvedad: San Agustín jamás deseó que la herejía se castigara con la muerte---Vos rogamos ne occicatis (Epístola l00, al procónsul Donato). Pero los obispos aún favorecían una conferencia con los cismáticos, y en 410 Honorio proclamó un edicto que puso fin a la negativa donatista. En junio de 411 tuvo lugar una conferencia solemne en Cartago, en presencia de 279 obispos donatistas y 286 católicos. Los portavoces de los donatistas eran Petiliano de Constantinopla, Primiano de Cartago, y Emérito de Cesarea; los oradores católicos eran Aurelio y Agustín. En cuanto a la cuestión histórica que entonces se debatía, el obispo de Hipona demostró la inocencia de Ceciliano y de su consagrante Félix; y en el debate dogmático estableció la tesis católica de que mientras la Iglesia esté en la tierra puede, sin perder su santidad, tolerar bajo su palio a los pecadores a fin de convertirlos. En nombre del emperador, el procónsul Marcelino sancionó la victoria de los católicos en todos los puntos. Poco a poco el donatismo fue decayendo hasta desaparecer con la llegada de los vándalos.

Agustín desarrolló su teoría de la Iglesia tan amplia y magníficamente que, según Specht, "merece que se le llame el Doctor de la Iglesia además de "Doctor de la Gracia"; y Möhler (Dogmatik, 351) no tuvo miedo de escribir: "Desde los tiempos de San Pablo, no se ha escrito nada sobre la Iglesia que tenga la profundidad de sentimiento y la fuerza de concepto comparable a las obras de San Agustín". Corrigió, perfeccionó e incluso superó las hermosas páginas de San Cipriano de Cartago sobre la institución divina de la Iglesia, su autoridad, sus marcas esenciales y su misión en la distribución de la gracia y administración de los Sacramentos. Los críticos protestantes, Dorner, Bindemann, Böhringer y especialmente Reuter, proclaman bien alto, e incluso a veces exageran, este papel que desempeñó el doctor de Hipona; y si bien Harnack no concuerda completamente con ellos en todos los aspectos, no duda en decir (Historia del Dogma, II, c., III): "Es uno de los puntos en los que Agustín especialmente afirma y vigoriza la idea católica… Fue el primero [!] en transformar la autoridad de la Iglesia en una potencia religiosa, y en conferir a la religión práctica el don de doctrina de la Iglesia". No fue el primero, pues Dorner reconoce (Agustinus, 88) que San Optato de Mileve ya había expuesto la base de la mismas doctrinas. Sin embargo Agustín profundizó, sistematizó y completó las ideas de San Cipriano y Optato; pero aquí es imposible meterse en más detalles. (Véase Specht, Die Lehre von der Kirche nach dem hl. Augustinus, Paderborn, 1892.)

La Controversia Pelagiana y el Doctor de la Gracia

El final de la lucha contra los donatistas casi coincidió con los comienzos de una gravísima disputa teológica que no sólo iba a exigir la plena atención de Agustín hasta el momento de su muerte, sino que también se convertiría en un eterno problema para los individuos y para la Iglesia. Más adelante nos extenderemos en el sistema de Agustín; aquí sólo necesitamos señalar las fases de la controversia. África, donde Pelagio y su discípulo Celestio habían buscado refugio después de la toma de Roma por Alarico, fue el centro principal de los primeros desórdenes pelagianos; ya en 412 un concilio celebrado en Cartago condenó a los pelagianos por sus ataques a la doctrina del pecado original. Entre otros libros que Agustín escribió en contra de ellos estaba el famoso "De naturâ et gratiâ", gracias al cual los concilios celebrados más tarde en Cartago y Mileve confirmaron la condena a estos innovadores que habían conseguido engañar a un sínodo reunido en Diospolis en Palestina, condena que fue reiterada después por el Papa San Inocencio I (417). Un segundo período de intrigas pelagianas se suscitó en Roma, pero el Papa San Zósimo, a quien las estratagemas de Celestio tuvieron momentáneamente cegado hasta que Agustín le hizo abrir los ojos, pronunció la solemne condena de estos herejes en 418. A partir de entonces el combate se hizo por escrito contra Julián de Eclana, que asumió el liderazgo del partido y atacó violentamente a Agustín.

Hacia 426 se unió a las listas una escuela que después se llamó semipelagiana, sus primeros miembros eran monjes de Adrumetum en África, a los que siguieron otros de Marsella, dirigidos por Casiano, el famoso abad de San Víctor. Sin poder admitir la absoluta gratuidad de la predestinación, buscaron un punto medio entre San Agustín y Pelagio, y sostenían que la gracia se debe otorgar a aquellos que la merezcan y negarla a los demás; por lo tanto, la buena voluntad tiene precedencia, pues desea, pide y Dios recompensa. Cuando Tiro Próspero de Aquitania le informó sobre estas ideas, una vez más, el santo doctor expuso en "De Prædestinatione Sanctorum" cómo incluso estos primeros deseos de salvación existen en nosotros debido a la gracia de Dios, lo que por tanto controla absolutamente nuestra predestinación.

Luchas contra el Arrianismo y los últimos años

En 426, el santo obispo de Hipona a los setenta y dos años de edad, deseando ahorrar a su ciudad episcopal la agitación de una elección después de su muerte, hizo que tanto el pueblo como el clero aclamaran la elección del diácono Heraclio como auxiliar y sucesor suyo, y le transfirió la administración de materias externas. Agustín podría haber disfrutado de algo de descanso (427) si no hubiera sido por la agitación en África debido a la inmerecida desgracia y a la revuelta del conde Bonifacio. Los ostrogodos, enviados por la emperadora Placidia para oponerse a Bonifacio, y los vándalos, a quienes llamó después en su ayuda, eran todos arrianos. Maximino, un obispo arriano, entró en Hipona con las tropas imperiales. El santo doctor defendió la fe en una conferencia pública (428) y en varios escritos. Profundamente apenado por la devastación de África, se afanó por conseguir una reconciliación entre el conde Bonifacio y la emperatriz. Efectivamente la paz volvió a establecerse, pero no con Genseric, el rey vándalo. Vencido Bonifacio, buscó refugio en Hipona, donde muchos obispos ya habían huído en busca de protección y esta ciudad bien fortificada iba a padecer los horrores de dieciocho meses de asedio. Con gran esfuerzo por controlar su angustia, Agustín continuó refutando a Julián de Eclana pero cuando comenzó el asedio fue víctima de lo que resultó ser una enfermedad mortal, y al cabo de tres meses de admirable paciencia y ferviente oración, partió de esta tierra de exilio el 28 de agosto de 430, en el año septuagésimo octavo año de su vida.

Fuente: Portalié, Eugène. "Life of St. Augustine of Hippo." The Catholic Encyclopedia. Vol. 2. New York: Robert Appleton Company, 1907. <http://www.newadvent.org/cathen/02084a.htm>.

Traducido por Roxana S. Gahan. L H M

Selección de imágenes: José Gálvez Krüger



Enlaces internos

[1] Agustín de Hipona en las Audiencias de Benedicto XVI (I).

[2] Agustín de Hipona en las Audiencias de Benedicto XVI (II).

[3] Agustín de Hipona en las Audiencias de Benedicto XVI(III).

[4] Agustín de Hipona en las audiencias de Benedicto XVI (IV).

[5] Agustín de Hipona en las Audiencias de Benedicto XVI(V)

[6] Himno Agustín de Mónica.

[7] Enseñanzas de Agustín de Hipona.

[8] Obras de Agustín Hipona

[9] Regla de Agustín de Hipona.

[10] Agustín de Hipona, Pedagogo de la Sabiduría.

[11] Carta 140 a Honorato.

[12] San Agustín de Hipona: significado de cor en sus obras.