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Martes, 19 de marzo de 2024

Albigenses

De Enciclopedia Católica

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(De Albi, en latín Albiga, la actual capital del departamento del Tarn). Una secta neo-maniquea que floreció en el sur de Francia en los Siglos XII y XIII. El nombre de albigenses, que les dio el Concilio de Tours (1163) prevaleció hacia el fin del Siglo XII y fue durante mucho tiempo aplicado a todos los herejes del sur de Francia. También se les llamó cátaros (katharos, puro), aunque en realidad fueron sólo una rama del movimiento cátaro. El surgimiento y extensión de la nueva doctrina en la Francia meridional fue favorecido por diversas circunstancias, entre las cuales pueden mencionarse: la fascinación ejercida por el fácilmente comprensible principio dualista; el residuo de elementos doctrinales judíos y mahometanos; la riqueza, ocio, y mente imaginativa de los habitantes de Languedoc; su desprecio por el clero católico, causada por la ignorancia y la vida mundana, demasiado frecuentemente escandalosa, de éste; la protección de una abrumadora mayoría de la nobleza, y la íntima combinación local de aspiraciones nacionales y sentimientos religiosos.

I. PRINCIPIOS

(a) Doctrinales Los albigenses afirmaban la coexistencia de dos principios opuestos entre sí, uno bueno, y el otro malo. El primero es el creador del mundo espiritual, el segundo del material. El mal principio es la fuente de todo mal; fenómenos naturales, bien ordinarios como el crecimiento de las plantas, o bien extraordinarios como los terremotos, al igual que los desórdenes morales (guerra), deben serle atribuidos. Él creó el cuerpo humano y es el autor del pecado, que nace de la materia y no del espíritu. El Antiguo Testamento debe serle parcial o totalmente atribuido; mientras que el Nuevo Testamento es la revelación del Dios benefactor. Este último es el creador de las almas humanas, a las que el mal principio encerró en cuerpos materiales tras haberles engañado para dejar el reino de la luz. Esta tierra es un lugar de castigo, el único infierno que existe para el alma humana. El castigo, sin embargo, no es eterno; pues todas las almas, al ser de naturaleza divina, deben ser liberadas a la larga. Para llevar a cabo esta liberación Dios envió a la tierra a Jesucristo, quien, aunque perfectísimo, como el Espíritu Santo, es aun así una mera criatura. El Redentor no habría podido tomar un cuerpo humano genuino, porque de ese modo habría caído bajo el control del principio del mal. Su cuerpo fue, por tanto, de esencia celestial, y con ella penetró por la oreja de María. Sólo aparentemente nació de ella y sólo aparentemente padeció. Su redención no fue operativa, sino solamente instructiva. Para disfrutar de sus beneficios, uno debía hacerse miembro de la Iglesia de Cristo (los Albigenses). Aquí abajo, no son los sacramentos católicos sino la peculiar ceremonia de los albigenses conocida como consolamentum, o “consolación”, la que purifica el alma de todo pecado y asegura su inmediata vuelta al cielo. La resurrección del cuerpo no tendrá lugar, puesto que por su naturaleza toda carne es mala.

(b) Morales El dualismo de los albigenses fue también la base de su enseñanza moral. El hombre, enseñaban, es una contradicción viviente. De ahí que la liberación del alma de su cautividad en el cuerpo sea la verdadera finalidad de nuestro ser. Para alcanzar ésta, el suicidio es recomendable; era costumbre entre ellos en la forma de la endura (inanición). La extinción de la vida corporal en el mayor grado compatible con la existencia humana es también una finalidad perfecta. Como la generación propaga la esclavitud del alma al cuerpo, debe practicarse la castidad perpetua. La relación matrimonial es ilegal; el concubinato, al ser de naturaleza menos permanente, es preferible al matrimonio. El abandono de la mujer por su marido, o viceversa, es deseable. La generación era aborrecida por los albigenses incluso en el reino animal. Por consiguiente, se ordenaba la abstención de todo alimento animal, excepto el pescado. Su creencia en la metempsicosis, o trasmigración de las almas, resultado lógico de su rechazo del purgatorio, suministra otra explicación para la misma abstinencia. A esta práctica añadieron largos y rigurosos ayunos. La necesidad de absoluta fidelidad a la secta era fuertemente inculcada. La guerra y el castigo capital eran absolutamente condenados.

II. ORIGEN E HISTORIA

El contacto del Cristianismo con la mente y las religiones orientales había producido varias sectas (Gnósticos, Maniqueos, Paulicianos, Bogomiles) cuyas doctrinas eran semejantes a los dogmas de los albigenses. Pero la relación histórica entre los nuevos herejes y sus predecesores no se puede averiguar claramente. En Francia, donde fueron introducidas por una mujer de Italia, las doctrinas neo-maniqueas se difundieron secretamente durante varios años antes de que aparecieran, casi simultáneamente, cerca de Toulouse y en el sínodo de Orléans (1022). A los que las proponían se les hizo sufrir incluso la pena de muerte. El Concilio de Arras (1025), el de Charroux, departamento de Vienne (ca. 1028), y el de Reims (1049) tuvieron que tratar de la herejía. En el de Beauvais (1114) se suscitó el caso de los neo-maniqueos de la diócesis de Soissons, pero se remitió al concilio a celebrar poco después en esta ciudad. El Petrobrusianismo se familiarizó ahora en el sur con algunos de los dogmas de los albigenses. Su condena por el Concilio de Toulouse (1119) no evitó que el mal se extendiera. El Papa Eugenio III (1145-53) envió un legado, el cardenal Alberico de Ostia, a Languedoc (1145), y San Bernardo secundó los esfuerzos del legado. Pero su predicación no produjo efectos duraderos. El Concilio de Reims (1148) excomulgó a los protectores “de los herejes de Gascuña y Provenza”. El de Tours (1163) decretó que los albigenses debían ser encarcelados y sus propiedades confiscadas. Se celebró una discusión religiosa en Lombez (1165), con el habitual resultado insatisfactorio de tales conferencias. Dos años después, los albigenses celebraron un concilio general en Toulouse, su principal centro de actividad. El cardenal legado Pedro hizo otro intento de arreglo pacífico (1178), pero fue recibido con burlas. El Tercer Concilio Ecuménico de Letrán (1179) renovó las severas medidas anteriores y publicó un llamamiento a usar la fuerza contra los herejes, que estaban saqueando y devastando Albi, Toulouse, y los alrededores. A la muerte (1194) del católico conde de Toulouse, Raimundo V, su sucesión recayó en Raimundo VI (1194-1222), que favorecía la herejía. Con el acceso de Inocencio III (1198) la obra de conversión y represión fue emprendida vigorosamente. En 1205-6 tres acontecimientos auguraban el buen éxito de los esfuerzos hechos en esa dirección. Raimundo VI, frente a las amenazadoras operaciones militares emprendidas contra él por Inocencio III, prometió bajo juramento desterrar de sus dominios a los disidentes. El monje Fulco de Marsella, anteriormente un trovador, se convirtió ahora en arzobispo de Toulouse (1205-31). Dos españoles, Diego, obispo de Osma y su compañero, Domingo de Guzmán (Santo Domingo), volviendo de Roma, visitaron a los legados papales en Montpellier. Por consejo suyo el excesivo esplendor externo de los predicadores católicos, que ofendía a los herejes, fue reemplazado por una austeridad apostólica. Se reanudaron las disputas religiosas. Santo Domingo, percibiendo las grandes ventajas derivadas para sus oponentes de la cooperación de mujeres, fundó (1206) en Pouille, cerca de Carcassonne, una congregación religiosa para mujeres, cuyo objeto era la educación de las chicas más pobres de la nobleza. No mucho después de esto fundó la Orden Dominicana. Inocencio III, en vista de la inmensa extensión de la herejía, que infectaba unas 1000 ciudades o pueblos, pidió ayuda (1207) al rey de Francia, como soberano del condado de Toulouse, para utilizar la fuerza. Renovó su apelación al recibir la noticia del asesinato de su legado, Pierre de Castelnau, un monje cisterciense (1208), que a juzgar por las apariencias, atribuyó a Raimundo VI. Numerosos barones del norte de Francia, Alemania, y Bélgica se unieron a la cruzada, se puso a los legados papales al frente de la expedición, Arnaldo, abad del Císter, y dos obispos. Raimundo VI, aún bajo la pena de excomunión pronunciada contra él por Pierre de Castelnau, ofreció ahora someterse, se reconcilió con la Iglesia, y se puso en campaña contra sus antiguos amigos. Roger, vizconde de Béziers, fue atacado en primer lugar, y sus principales fortalezas; Béziers y Carcassonne, fueron tomadas (1209). Las monstruosas palabras: “Matadlos a todos; Dios reconocerá a los suyos”, que supuestamente habría proferido el legado papal en la captura de Béziers, no fueron pronunciadas nunca (Tamizey de Larroque, “Rev. des quest. hist.” 1866, I, 168-91). Se le dio a Simón de Monfort, conde de Leicester, el control del territorio conquistado, y se convirtió en el caudillo militar de la cruzada. En el Concilio de Aviñón (1209) Raimundo VI fue de nuevo excomulgado por no cumplir las condiciones de la reconciliación eclesiástica. Fue a Roma en persona, y el Papa ordenó una investigación. Tras infructuosos intentos en el Concilio de Arles (1211) de un acuerdo entre los legados papales y el conde de Toulouse, éste abandonó el concilio y se preparó a resistir. Fue declarado enemigo de la Iglesia y sus posesiones dadas como prenda a cualquiera que las conquistara. Lavaur, departamento del Tarn, cayó en 1211, en medio de una terrible carnicería, en manos de los cruzados. Estos, exasperados por la rumoreada matanza de 6.000 de sus seguidores, no perdonaron ni edad ni sexo. La cruzada degeneró ahora en una guerra de conquista, e Inocencio III, a pesar de sus esfuerzos, fue impotente para volverla a llevar a su finalidad original.. Pedro de Aragón, cuñado de Raimundo, se interpuso para obtener su perdón, pero sin éxito. Entonces tomó las armas para defenderle. Las tropas de Pedro y de Simón de Montfort se enfrentaron en Muret (1213). Pedro fue derrotado y muerto. Los aliados del rey caído estaban tan debilitados ahora que ofrecieron someterse. El Papa envió como su representante al cardenal-diácono Pedro de Santa María in Aquiro, quien llevó a cabo sólo parte de sus instrucciones, recibiendo de hecho a Raimundo, a los habitantes de Toulouse, y a otros de vuelta en la Iglesia, pero promoviendo al mismo tiempo los planes de conquista de Simón. Este jefe continuó la guerra y fue nombrado por el Concilio de Montpellier (1215) señor de todo el territorio adquirido. El Papa, informado de que era el único medio efectivo de aplastar la herejía, aprobó la elección. A la muerte de Simón (1218), su hijo Amalrico heredó sus derechos y continuó la guerra pero con poco éxito. Finalmente el territorio fue cedido casi totalmente al rey de Francia tanto por Amalrico como por Raimundo VII, mientras que el Concilio de Toulouse (1229) confiaba a la Inquisición, que pronto pasó a manos de los Dominicos (1233), la represión de la herejía albigense. La herejía desapareció hacia el fin del Siglo XIV.

III. ORGANIZACIÓN Y LITURGIA

Los miembros de la secta se dividían en dos clases: Los “perfectos”(perfecti) y los meros “creyentes” (credentes). Los “perfectos” eran los que se habían sometido al rito de iniciación (consolamentum). Eran pocos en número y eran los únicos obligados a la observancia de la rígida ley moral arriba descrita. Mientras que los miembros femeninos de esta clase no viajaban, los hombres iban, por parejas, de sitio en sitio, realizando la ceremonia de iniciación. El único lazo que ligaba a los “creyentes” al albigenismo era la promesa de recibir el consolamentum antes de la muerte. Eran muy numerosos, podían casarse, hacer la guerra, etc., y generalmente cumplían los diez mandamientos. Muchos seguían siendo “creyentes” durante años y sólo se iniciaban en su lecho de muerte. Si la enfermedad no terminaba fatalmente, la inanición o el veneno impedían con bastante frecuencia subsiguientes transgresiones morales. En algunos casos la reconsolatio se administraba a los que, tras la iniciación, habían recaído en el pecado. La jerarquía consistía en obispos y diáconos. La existencia de una Papa albigense no es universalmente admitida. Los obispos eran elegidos de entre los “perfectos”. Tenían dos ayudantes, el hijo mayor y el menor (filius major y filius minor), y eran sucedidos generalmente por el primero. El consolamentum, o ceremonia de iniciación, era una especie de bautismo espiritual, análogo en rito y equivalente en significado a varios de los sacramentos católicos (Bautismo, Penitencia, Orden). Su recepción, de la que estaban excluidos los niños, era precedida, si era posible, por un cuidadoso estudio religioso y prácticas penitenciales. En este periodo de preparación, los candidatos realizaban ceremonias que tenían un chocante parecido con el antiguo catecumenado cristiano. El rito esencial del consolamentum era la imposición de manos. El compromiso que los “creyentes” tomaban para ser iniciados antes de la muerte era conocido como la convenenza (promesa).

IV. ACTITUD DE LA IGLESIA

Propiamente hablando, el albigenismo no fue una herejía cristiana, sino una religión extra-cristiana. La autoridad eclesiástica, después de que la persuasión hubo fracasado, adoptó una dirección de severa represión, que condujo a veces a lamentables excesos. Simón de Montfort tuvo al principio buenas intenciones, pero después utilizó el pretexto de la religión para usurpar el territorio de los condes de Toulouse. La pena de muerte fue, realmente, infligida demasiado libremente a los albigenses, pero debe recordarse que el código penal de la época era considerablemente más riguroso que el nuestro, y que los excesos fueron a veces provocados. Raimundo VI y su sucesor, Raimundo VII, estaban siempre dispuestos, cuando estaban en apuros, a prometer, pero nunca a enmendarse seriamente. El Papa Inocencio III estaba justificado al decir que los albigenses eran “peores que los sarracenos”; y aun así aconsejó moderación y desaprobó la egoísta política adoptada por Simón de Montfort. Lo que la Iglesia combatía eran principios que conducían directamente no sólo a la ruina del cristianismo, sino a la propia extinción de la raza humana.

N.A. WEBER Transcrito por Tim Drake Traducido por Francisco Vázquez