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Martes, 19 de marzo de 2024

Diáconos

De Enciclopedia Católica

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Definición

La palabra diácono (diakonos) únicamente significa ministro o servidor y es utilizada en este sentido tanto en los Setenta (aunque sólo en el libro de Ester, 2,2; 4, 3) como en el Nuevo Testamento (Mat. 20, 28; Rom. 15, 25; Ef 3,7; etc.) Pero en los tiempos apostólicos la palabra empezó a adquirir un significado más definido y técnico. En sus escritos de alrededor del año 63 d.C., san Pablo se dirige "a todos los santos que viven en Filipo, junto con los obispos y los diáconos" (Fil 1,1). Unos pocos años más tarde (1 Tim 3,8 ss) él insiste a Timoteo que "los diáconos deben ser castos, no mal hablados, no dados a beber mucho vino ni a negocios sucios, que guarden el misterio de la fe con una conciencia pura." Dice además que a ellos "primero se les someterá a prueba y después, si fuesen irreprensibles, serán diáconos." Y añade que deben ser casados una sola vez y que gobiernen bien a sus hijos y a su propia casa. Porque los que ejercen bien el diaconado alcanzan un puesto honroso y grande entereza en la fe de Cristo Jesús." Hay que destacar este pasaje porque no sólo describe las calidades deseables en los candidatos al diaconado sino que también sugiere que administración externa y manejo de dinero pueden llegar a ser parte de sus funciones.

Origen e historia primitiva del diaconado

De acuerdo a la tradición constante de la Iglesia Católica, la narración de Hechos 6, 1-6, que sirve de presentación al martirio de san Esteban, describe la institución inicial del oficio de diácono. Los apóstoles, para satisfacer las quejas de los judíos helenistas de que "sus viudas eran desatendidas en la asistencia cotidiana" (diakonia), convocaron la asamblea de los discípulos y dijeron: "No está bien que nosotros abandonemos la palabra de Dios por servir a las mesas. Por tanto hermanos, buscad de entre vosotros a siete hombres, de buena fama, llenos de Espíritu y de saber, y los pondremos al frente de esa tarea; mientras que nosotros nos dedicamos a la oración y al ministerio de la palabra (te diakonia tou logou). La propuesta le pareció bien a toda la asamblea y eligieron a Esteban, hombre lleno de fe y de Espíritu Santo (junto con otros seis allí nombrados). Los presentaron "a los apóstoles y, habiendo hecho oración, les impusieron las manos."

Ahora, en vista de que los siete no son llamados expresamente diáconos y que algunos de ellos (p. ej. San Esteban y luego Felipe (Hechos 21,8)) predicaron y fueron tenidos al mismo nivel de los apóstoles, los comentaristas protestantes se han opuesto a la asimilación de esta escogencia de los siete con la institución del diaconado. Pero aparte del hecho de que la tradición entre los Padres es unánime y temprana -p. ej. San Ireneo (Adv. Haer., 3,12, 10 y 4, 15, 1) habla de san Esteban como el primer diácono-es notable la semejanza entre las funciones de los siete que servían las mesas y las de los primeros diáconos. Comparar por ejemplo, las perícopas de Hechos y 1 Tim 3,8 ss citadas arriba, con la siguiente afirmación de Hermas (Sim. 9,26):

"Esos que tienen manchas son los diáconos que ejercieron mal su oficio y se quedaron con el dinero de las viudas y de los huérfanos y se aprovecharon de los estipendios recibidos por su ministerio".

O, de nuevo, San Ignacio (Escrito a los Tralianos):

"Aquellos que son diáconos de los misterios de Jesucristo deben agradar en todas las formas a todos los hombres. Porque ellos no son diáconos de comidas y bebidas (solamente) sino servidores de la iglesia de Dios".

San Clemente de Roma (aprox. 95 d.C.) describe la institución de los diáconos junto a la de los obispos como hecha por los apóstoles mismos (Ep. Clem. 10,3). Además debemos notar que la antigua tradición limitaba a siete el número de diáconos en Roma (Eusebio, Hist. de la Iglesia, xliii) y que un canon del concilio de Cesarea (325) prescribió la misma restricción para todas las ciudades, sin importar el tamaño, ateniéndose directamente a los Hechos de los Apóstoles como un precedente. Nos parece, por lo tanto, completamente justificada la identificación de las funciones de los siete con las de los diáconos de quienes oímos hablar tanto a los Padres Apostólicos en los primeros concilios. Establecidos principalmente para relevar a los obispos y a los presbíteros de sus deberes más seculares y desagradables, especialmente al distribuir las almas de los creyentes, no tenemos más que recordar el gran lugar ocupado por el ágape, o las conmemoraciones, en la primitiva adoración de la iglesia, para entender la facilidad con que el deber de servir a las mesas se convirtió en el privilegio de servir al altar. Se convirtieron en intermediarios naturales entre el celebrante y la gente. En el templo, ellos hacían anuncios públicos, organizaban la congregación, conservaban el orden y cosas por el estilo. Fuera de eso, eran los delegados del obispo en asuntos seculares y especialmente para el servicio de los pobres. El quedarse de pie durante las asambleas públicas de la iglesia parece que indicaba su subordinación y sus deberes de servicio en general, mientas que los obispos y los presbíteros permanecían sentados. Debe notarse que junto con esas funciones, probablemente cargaban con una gran parte de la instrucción de los catecúmenos y la preparación de los servicios del altar. Hasta en los Hechos de los Apóstoles (8,38), el sacramento del Bautismo es administrado por el diácono Felipe.

Recientemente se ha tratado, aunque algunos lo cree algo fantasioso, de encontrar el origen del diaconado en la organización de las primitivas comunidades helenístico-cristianas que en las primeras épocas de la iglesia tenían todo en común y eran apoyadas por los creyentes. Para ellos es claro que algún dirigente (oeconomus) debe haber sido nombrado para administrar sus asuntos temporales (Ver Diakonen der Bischofe und Presbyter, 1905). La presentación completa del asunto es algo intrincada y confusa para encontrar lugar aquí. Contentémonos con notar que menos dificultad tiene la teoría del mismo escritor para diferenciar las funciones judiciales y administrativas del archidiácono, de los deberes impuestos a un miembro escogido del colegio diaconal, que era llamado el diácono del obispo (diaconus episcopi) porque estaba comprometido con la administración temporal de fondos y limosnas de las que el obispo era el principal responsable. Con el tiempo, esto condujo a una cierta posición judicial y legal y a la vigilancia del clero subordinado. Para todo esto ver ARCHIDIÁCONO.

Deberes de los diáconos

1. No hay discusión en el sentido de que algunos, si no todos los miembros del colegio diaconal eran en todas partes administradores de los dineros de la iglesia y de las limosnas recogidas para las viudas y los huérfanos. Encontramos a san Cipriano hablando de Nicostrato como quien defraudó a viudas y huérfanos y también robó a la iglesia (Cyp., Ep. X1ix, a Cornelio). Eso pudo ocurrir con facilidad porque la mayoría de las ofrendas pasaban por sus manos. Las donaciones que la gente traía y no entregaba directamente al obispo se le presentaban a través de ellos (Apost. Const. II, xxvii) y ellos también tenían que distribuir entre las diversas órdenes del clero y en proporciones fijas las oblaciones (eulogias) que quedaban después de la liturgia. No hay duda de que funciones del diácono como estas son las que san Jerónimo llama mensarum et viduarum minister (Hieron.Ep. Ad Evang.). Ellos buscaban afuera a los pobres y a los enfermos, informaban al obispo de sus necesidades y seguían sus instrucciones en todas las cosas. Invitaban a las ancianas y probablemente a otras también, a los ágapes. En cuanto al obispo, ellos debían relevarlo de las funciones más exigentes y menos importantes y así llegaron a ejercitar en cierta medida una jurisdicción en los casos más sencillos que les eran remitidos para su decisión. En forma parecida, ellos buscaban a los culpables y sus agentes. En resumen, como las Constituciones Apostólicas lo declaran (II, x1liv) ellos debían ser "oídos y ojos y boca y corazón", o, como se dice en todas partes, "su alma y sus sentidos." (psyche kai aisthesis) (Apost., Const., III, xix).

2. De Nuevo, tal como las Constituciones Apostólicas lo explican en algún detalle, los diáconos eran los guardianes del orden en el templo. Ellos observaban que los creyentes ocuparan sus lugares y que nadie conversara en voz baja o durmiera. Debían dar la bienvenida a los pobres y a los ancianos y se preocupaban de que tuvieran un buen puesto en el templo. Se paraban en la puerta del baño reservado para los hombres para asegurarse de que durante la liturgia nadie entrara o saliera y, como dice san Juan Crisóstomo en términos generales: "si alguien se comporta mal, al diácono debe llamársele la atención" (Hom. Xxiv, in Act. Apost.). fuera de esto, ellos estaban ocupados principalmente en el ministerio directo del altar, alistando los vasos sagrados, trayendo el agua para las abluciones, etc. Aunque en tiempos posteriores, muchos de estos deberes fueron asignados a clérigos de un grado inferior. Más especialmente, ellos eran visibles por su administración y dirección de la congregación durante el servicio. Hasta hoy, como se recordará, anuncios tales como Ite, missa est, Flectamus genua, Procedamus in pace, son hechos siempre por el diácono; aunque esta función fue más acentuada en los primeros tiempos. El siguiente texto, tomado del recientemente descubierto "Testamento de Nuestro Señor", un documento de finales del siglo cuarto, se puede citar como un ejemplo interesante de una proclamación tal como era hecha por el diácono justo antes de la anáfora:

Pongámonos de pie; que cada uno sepa su puesto. Dejemos salir a los catecúmenos. Que no se queden los sucios ni los descuidados. Levanten los ojos de sus corazones. Los ángeles nos miran. Vean, dejemos que se vayan los sin fe. Que no haya adúlteros ni hombres furiosos aquí. Si alguno es esclavo del pecado, dejémoslo ir. Veamos, supliquemos como hijos de la luz. Supliquemos a nuestro Señor y Dios y Salvador, Jesucristo.

3. El deber especial del diácono de leer el Evangelio parece haber sido reconocido desde un principio, pero no parece haber sido tan distintivo como ha llegado a serlo en la Iglesia Occidental. Sozomen dice que en la iglesia de Alejandría el Evangelio sólo podía ser leído por el archidiácono, pero que en los otros lugares, los diáconos ordinarios desempeñaban ese oficio, después devuelto sólo a los sacerdotes. Puede ser esta relación con el Evangelio lo que condujo a las Constituciones Apostólicas (VIII, iv) a establecer que los diáconos debían sostener el libro de los Evangelios abierto sobre la cabeza del obispo electo durante la ceremonia de su consagración. Con la lectura del Evangelio debe probablemente también relacionarse la ocasional aunque rara, aparición del diácono en el oficio de predicador. El segundo concilio de Vaison (529) declaró que un sacerdote podría predicar en su propia parroquia, pero cuando estuviera enfermo, un diácono debería leer una homilía de uno de los Padres de la Iglesia e insistiendo en que los diáconos, si podían leer el Evangelio, necesariamente podrían leer un trabajo de un autor humano. Siempre fue rara la predicación de un diácono, a pesar del precedente del diácono Felipe y el obispo arriano de Antioquia, Leoncio, fue censurado por permitir predicar a su diácono Aetius. (Philostorgias, III, xvii). Por otra parte, dicen todas las autoridades de la época que el gran predicador de la Iglesia Siria Oriental, Efrén Siro, era apenas un diácono, aunque una frase de sus propios escritos (Opp. Syr., III, 467, d) deja en duda el hecho. Pero la frase atribuída a Hilario Diácono, nunc neque diaconi in popolo praedicant (ni los diáconos predican ahora a la gente), representa indudablemente la regla ordinaria en el siglo cuarto y después.

4. En cuanto a la gran acción de la liturgia, parece claro que el diácono tuvo siempre, en Oriente y Occidente, una relación muy especial con los vasos sagrados, la hostia y el cáliz, antes y después de la consagración. El concilio de Laodicea (can. Xxi) prohibió a las órdenes inferiores del clero el entrar al diaconium o tocar los vasos sagrados y un canon del primer concilio de Toledo estipula que los diáconos que han sido sometidos a penitencias públicas deben permanecer en el futuro con los subdiáconos y entonces ser separados del manejo de estos vasos. Por otra parte, aunque los subdiáconos asumieron después sus funciones, originalmente eran sólo los diáconos quienes:

  • Presentaban las ofrendas de los creyentes en el altar y especialmente el pan y el vino para el sacrificio,
  • Proclamaban los nombres de quienes habían contribuido (Jerónimo, Com. In Ezech., xviii)
  • Llevaban a la reserva en la sacristía lo que había sobrado y estaba consagrado y,
  • Entregaban el cáliz y, a veces, la sagrada hostia, a quienes comulgaban.

Apareció la pregunta de si los diáconos podrían dar la comunión a los sacerdotes pero la práctica fue prohibida por impropia en el primer concilio de Nicea (Hefele-LeClerq. I 610-614). En estas funciones, que se pueden remontar al tiempo de Justino mártir (Apol., lxv, lxvii; cf. Tertuliano, De Spectac., xxv., y Cipiano, De Lapsis, xxv), se insistía con frecuencia , a pesar de algunas restricciones, en que el oficio del diácono está enteramente subordinado al del celebrante, sea obispo o sacerdote (Apost. Const., VIII, xxviii, xlvi; y Hefele-LeClerq, I, 291 y 612). Aunque algunos diáconos parecen haber usurpado localmente el poder de ofrecer el Santo Sacrificio (offerre) este abuso fue severamente sancionado en el concilio de Arles (314) y no hay nada que apoye la idea de que el diácono en forma apropiada pudiera consagrar el cáliz, como hasta Onslow (in Dict. Christ., Ant., I, 530) lo permite ampliamente, aunque una frase muy retórica de san Ambrosio (De Ofic.., Min., 1, xli) haya sugerido lo contrario. El cuidado del cáliz ha permanecido como una atribución especial del diácono, hasta los tiempos modernos. Todavía hoy en la misa, las rúbricas establecen que cuando el cáliz es ofrecido, el diácono debe soportar el pie del cáliz o el brazo del sacerdote y repetir con él las palabras: Offerimus tibi, Domine, calicem salutris, etc. Como lo muestra un estudio cuidadoso del primer "Ordo romanus" el archidiácono dela misa papal parece presidir con el cáliz, y es él y sus compañeros diáconos quienes, después de que la gente ha comulgado bajo la forma de pan, les presenta a ellos el calicem ministerialem con la Preciosa Sangre.

5. Los diáconos también estuvieron íntimamente asociados a la administración del sacramento del Bautismo. Realmente, a ellos sólo se les permitía bautizar en caso de grave necesidad (Apost. Const., VII, xlvi niega expresamente cualquier deducción obtenida del bautizo del eunuco por Felipe), pero pregunta por los candidatos, su instrucción y preparación, la custodia del crisma, que los diáconos fueron a buscar cuando fueron consagrados, y ocasionalmente la administración real del sacramento como los delegados del obispo, parecen haber formado parte de sus funciones reconocidas. Entonces san Jerónimo escribe: "sine chrismate et episcopi jussione neque prebyteri neque diaconi jus habiant baptizandi." ( Sin crisma y la orden del obispo, ni presbíteros ni diáconos tienen el derecho de bautizar. -"Dial. C. Luciferum", iv) Su posición en el sistema penitencial fue análoga. Como una regla, su acción era sólo intermediaria y preparativa y es interesante notar lo prominente de la parte desempeñada por el archidiácono como intercesor en la forma para la reconciliación de penitentes el Jueves Santo todavía impresa en el Pontifical Romano. Pero algunas frases de los primeros documentos sugieren que en caso de necesidad los diáconos algunas veces absolvían. Entonces san Cipriano escribe (Ep., xviiii, 1) que si "no se puede conseguir un sacerdote y la muerte parece inminente, los enfermos también pueden hacer la confesión de sus pecados a un diácono que extendiendo las manos sobre ellos en penitencia, puedan llegar al Señor en paz" (ut mano eis in poenitentiam imposita veniant ad dominum cum pace). Se ha debatido mucho si este y casos semejantes podrían haber constituido una absolución sacramental, pero algunso teólogos católicos no han dudado en dar una respuesta afirmativa. (Vwer p. ej. Rauschen, Eucharistie und Buss-Sakrament, 1908, p. 132). Sin duda en la Edad Media la confesión en caso de necesidad se hizo con frecuencia aun diácono; pero también se hizo igualmente a un laico y, ante la imposibilidad del Sagrado Viático, hasta hierba era comida devotamente como una forma de comunión espiritual.

Para resumir, las varias funciones asignadas a los diáconos fueron establecidas concisamente por san Isidoro de Sevilla, en el siglo séptimo, en su carta a Leudefredo: "A los diáconos les corresponde ayudar a los sacerdotes y servir (ministrare) en todo lo que se hace en los Sacramentos de Cristo, en el bautismo, testigo, con el santo crisma, con la patena y el cáliz, traer la oblación al altar y arreglarlo, preparar la mesa del Señor y revestirla, cargar la cruz, proclamar (proedicare) el evangelio y la epístola, porque así como los lectores proclaman el Antiguo Testamento, los diáconos deben proclamar el Nuevo. A él también le corresponde el oficio de oraciones (officium precum) y la pronunciación de los nombres. Él es quien nos invita a abrir nuestros oídos al Señor, él es quien exhorta con su pregón y también quien anuncia la paz". (Migne., P.L.., LXXXII, 895) En los primeros tiempos, tal como lo muestran muchos epitafios cristianos existentes, el tener una buena voz era una cualidad esperada en los candidatos al diaconado. Dulcea nectario promebat mella canore se escribió del diácono Redempto en el tiempo del papa Dámaso, y el mismo epitafio aclaraba que el diácono había tenido mucho que ver con el canto, no solo de la epístola y el evangelio, sino también de los salmos como solista. En el siglo quinto se escribió del archidiácono Deusdedit:

Hic levitarum primus, in ordine vivens
Davidici cantor carminis iste fuit.

Pero el papa Gregorio el Grande en el concilio de 595 abolió los privilegios de los diáconos relacionados con el canto de los salmos (Dúchense, Christian Worship, vi) y cantores corrientes los reemplazaron en sus funciones. Sin embargo, aún así, algunos de los cantos más hermosos de la liturgia de la Iglesia, se le han confiado a los diáconos, especialmente el proeconium paschale, mejor conocido como el Exultet, la oración consagratoria con que se bendice el cirio pascual el Sábado Santo. Esta ha sido elogiada con frecuencia como el más perfecto ejemplo de canto gregoriano, y es cantado todo por el diácono.

Vestiduras y número de diáconos

Los primeros desarrollos de las vestiduras eclesiásticas son muy oscuros y los complica la dificultad de identificar con seguridad los objetos indicados apenas por un nombre. Sin embargo, con seguridad tanto en Oriente como en occidente, una estola, u orarium (orarion) que sustancialmente parece haber sido idéntica a los que hoy entendemos por el término, ha sido desde los primeros tiempos el atuendo distintivo del diácono. Tanto en Oriente como en Occidente ha sido usada por el diácono sobre el hombro izquierdo, y no alrededor del cuello, como la de un sacerdote. Los diáconos, de acuerdo al cuarto concilio de Toledo (633), deben usar una estola (Orarium -orarium quia orat, id est proedicat) sobre el hombro izquierdo, y el derecho se deja libre para significar la diligencia con que ellos deben dedicarse a sus funciones sagradas. Es interesante notar como una curiosidad la supervivencia de una antigua tradición de que el diácono en una de las misas de Cuaresma en la Edad Media se quitaba su casulla, y la arrollaba sobre su hombro izquierdo para dejar libre su mano derecha. Hoy todavía se quita su casulla durante la parte central de la misa y la reemplaza con una estola ancha. En el Oriente, el concilio de Laodicea, en el siglo cuarto, prohibió a los subdiáconos el uso de la estola (orarion) y un pasaje de san Juan Crisóstomo (Hom. In Fil. Prod.) se refiere al movimiento de las livianas vestiduras sobre el hombro izquierdo de aquellos que ayudan en el altar, describiendo evidentemente las estolas de los diáconos. El diácono todavía usa su estola sobre el hombro izquierdo aunque, excepto en el rito ambrosiano en Milán, debajo de su dalmática. La dalmática misma, ahora considerada como un distintivo del diácono, estaba limitada originalmente a los diáconos de Roma, y el uso de tales vestiduras fuera de Roma era permitido como un privilegio especial por los primeros papas. Tal concesión fue hecha aparentemente por ejemplo, por el papa Esteban II (752-757) al Abad Fulrad de san Denis permitiendo que seis diáconos usaran la stola dalmaticae decoris (sic) cuando desempeñaran sus funciones sagradas (Braun, die liturgische Gewandung, p. 251). De acuerdo al "Liber Pontificalis" del papa san Silvestre (314-335) constituit ut diaconi dalmaticis in ecclesia uterentur (ordenaba que los diáconos deberían usar dalmática en la iglesia), pero esta afirmación es muy poco confiable. Por otra parte, es prácticamente seguro que las dalmáticas eran usadas en Roma tanto por el papa como por sus diáconos en la última mitad del siglo cuarto (Braun, op. cit., p249). En cuanto a la manera de vestirla, después del siglo décimo sólo en Milán y el sur de Italia los diáconos llevaban la estola sobre la dalmática, pero con anterioridad, eso había sido costumbre en muchas partes en Occidente.

En cuanto al número de los diáconos, había mucha variación. En las ciudades más importantes había siete normalmente, siguiendo el ejemplo de la Iglesia de Jerusalén en Hech, 6, 1-6. En Roma había siete en tiempos del papa Cornelio y esta siguió siendo la regla hasta el siglo once, cuando el número de diáconos se aumentó de siete a catorce. Esto estaba de acuerdo con el canon xv del concilio de Neo-Cesarea incorporado en el "Corpus Juris". El "Testamento de Nuestro Señor" habla de doce sacerdotes, siete diáconos, cuatro subdiáconos y tres viudas con precedencia. Sin embargo, esta regla no se mantuvo constante. En Alejandría, por ejemplo, en épocas tan tempranas como el siglo cuarto, aparentemente debieron ser más de siete diáconos, porque se nos dice que nueve estuvieron contra Arrio. Otras regulaciones parecen sugerir tres como un número corriente. En la edad Media casi cada lugar tenía sus propias costumbres sobre el número de diáconos y subdiáconos que podían asistir a una misa pontifical. El número de siete diáconos y siete subdiáconos no era raro en muchas diócesis en días de gran solemnidad. Pero la gran diferencia entre el diaconado en las primeras épocas y el tiempo presente descansa probablemente en eso, que en los tiempos primitivos el diaconado fue considerado generalmente, de pronto en consideración al conocimiento de música que exigía, como un estado que era permanente y final. Un hombre permanecía como simple diácono toda su vida, Hoy en día, excepto en los casos más raros, (los cardenales diáconos algunas veces continúan permanentemente como meros diáconos), el diaconado es simplemente una etapa en ekl camino al sacerdocio. (Nota: el diaconado permanente fue restaurado en el Rito Latino después del Segundo Concilio Vaticano).

Carácter sacramental del diaconado

Aunque algunos teólogos como Cayetano y Durero se han arriesgado a dudar si el Sacramento del Orden es recibido por los diáconos, puede decirse que hoy generalmente se acepta que los decretos del concilio de Trento han decidido el asunto contra ellos. El concilio no sólo establece que el Orden es real y verdaderamente un sacramento, sino que prohibe bajo anatema (Sess. VVIII, can.ii) que cualquiera niegue "que hay en la Iglesia otras órdenes mayores y menores por medio de las cuales se avanza hacia el sacerdocio", e insiste en que el obispo ordenante no solo no dice en vano "recibe el Espíritu Santo", sino que el rito de la ordenación imprime un carácter. Ahora, no sólo encontramos en los Hechos de los Apóstoles, como se dijo antes, oración e imposición de las manos en la iniciación de los siete, sino el mismo carácter sacramental que sugiere que la comunicación del Espíritu Santo es evidente en el rito de ordenación tal como se practicaba en la primitiva iglesia y todavía hoy. En las Constituciones Apostólicas leemos:

Un diácono nombrarás, O Obispo, imponiendo tus manos sobre él, con todo el presbiterio y los diáconos de pie a tu lado; y orando sobre él dirás: Dios Todopoderoso...permite que nuestras súplicas lleguen a tus oídos y deja que tu faz brille sobre tu servidor que está destinado para el oficio de diácono (eis diakonian) y llénalo con el Espíritu y con poder, como llenaste a Esteban, el mártir y seguidor de los sufrimientos de Cristo.

El ritual de la ordenación de los diáconos hoy en día es como sigue: primero el obispo pregunta al archidiácono si los que van a ser promovidos al diaconado son dignos para el oficio y luego invita al clero y al pueblo a mencionar cualquier objeción que puedan tener. Después de una corta pausa el obispo explica a los ordinandi los deberes y privilegios de un diácono mientras ellos permanecen arrodillados unos momentos. Al terminar sus palabras, ellos se postran y el obispo junto con le clero, recitan las letanías de los santos mientras el obispo imparte tres veces su bendición. Después de algunas otras plegarias en las que el obispo continúa invocando la gracia de Dios para los candidatos, canta un corto prefacio en el que expresa la alegría de la iglesia al ver la multiplicación de sus ministros. Viene enseguida la parte más esencial de la ceremonia. El obispo extiende su mano derecha y la coloca sobre la cabeza de cada uno de los ordinandi, diciendo, "Recibe la fortaleza del Espíritu Santo y para resistir al demonio y sus tentaciones, en el nombre del Señor". Luego extendiendo su mano sobre todos los candidatos juntos dice: Te pedimos Señor, que envíes sobre ellos el Espíritu Santo con el cual sean fortalecidos para el desempeño lleno de fe de tu ministerio por medio de la concesión de tus siete gracias." Después de esto el obispo entrega a los diáconos la insignia del orden que han recibido, a saber, la estola y la dalmática, acompañándolas con la fórmula que expresa su especial significado. Finalmente, hace que todos los candidatos toquen el libro de los Evangelios, diciéndoles: "recibe el poder de leer el Evangelio en la Iglesia de Dios, a los vivos y a los muertos, en el nombre del Señor." Aunque las mismas palabras que acompañan la imposición de las manos del obispo Accipe Spiritum Sanctum ad robur, etc., parece que sólo se usan desde el siglo doce, todo el espíritu del ritual es antiguo y algunos de sus elementos, especialmente la entrega de la estola y la oración que sigue a la entrega de los Evangelios son mucho más antiguas. Vale la pena notar que en el "Decretum proArmenis" del papa Eugenio IV la entrega de los evangelios es mencionada como la "materia" del diaconado, Diaconatus vero per libri evangeliorum dationem (traditur).

En la Iglesia Rusa el candidato, después de haber sido llevado tres veces alrededor del altar y besado cada esquina, se arrodilla ante el obispo. El obispo coloca el extremo de su sobre su cuello y hace tres veces sobre su cabeza el signo de la cruz. Impone su mano sobre la cabeza del candidato y dice dos oraciones algo largas que hablan de la entrega del Santo Espíritu y de la fortaleza otorgada a los ministros del altar y recuerda las palabras de Cristo de que "el que quiera ser el primero entre ustedes, sea su servidor" (diakonos): se entrega entonces al diácono la insignia de su oficio que, además de la estola, incluye el litúrgico, y cuando cada uno de estos es entregado, el obispo dice cada vez con mayor intensidad, axios "valioso" (ver Maltzew, Die Sacramente der orthodox-katholische Kirche, 318-333).

En los últimos tiempos, el diaconado fue tan completamente considerado como una etapa de preparación para el sacerdocio, que ya no se ha puesto interés a sus deberes exactos y privilegios. Las funciones de un diácono fueron reducidas a ayudar al obispo en la misa y a exponer el Santísimo Sacramento para la Bendición. Pero podría, como delegado del párroco, distribuir la comunión en caso de necesidad. Sobre el celibato, ver el artículo Celibato del Clero.

Los diáconos fuera de la Iglesia Católica

Un diácono recibe la ordenación de las manos de un obispo solo en la Iglesia de Inglaterra y en grupos Episcopalianos de Escocia y Norte América. Como consecuencia de tal ordenación, se considera que ha recibido poder para desempeñar cualquier oficio sagrado, excepto el de consagrar los elementos y pronunciar la absolución, y habitualmente predica y ayuda en el servicio de la comunión. Sin embargo, entre los Luteranos en Alemania, la palabra diácono se aplica a los ministros que ayudan, aunque tengan la plena ordenación, al cura encargado de una parroquia en particular. También es usada en algunos lugares para ayudantes laicos que toman parte en la instrucción, el manejo de las finanzas, la visita a los hogares y a los necesitados. Este último es también el uso de una palabra que es común en muchos grupos no conformistas de Inglaterra y América.


Bibliografía: Seidl in Kirchenlex., s-v Diacon; Idem, Der diakonat in der kath. Kirche (Ratisbon, 1884); Onslow, en Dict of Christ. Antiq., s.v. Deacon; Zoeckler, Diaconen und Evangelisten in Biblische und Kirchenhistorische Studien (Munich, 1893); II, bruder, Verfassung der Kirche (Friburgo, 1904), 348 sqq.; Lamothe-tenet Le Diaconat (París, 1900); Leder, Der Diaconen, Bischofe, und Presbyter (Stuttgart, 1905); Achelis en Realencyk. F.prot Theol., s.v. Diakonen; Thomassin, Vetus et Nova eccl. Dicipl., Part I, Bk II Hefele-Le-Clercq, Les conciles, I, 610-614; Munz in Kraus, Real-Encyc., s.v. Diakon; Gasparri, Tractatus Canonicus de Sacra Ordinatione; Wernz, Jus Decretalium, II.

Fuente: Thurston, Herbert. "Deacons." The Catholic Encyclopedia. Vol. 4. New York: Robert Appleton Company, 1908. <http://www.newadvent.org/cathen/04647c.htm>.

Traducido por Ernesto Botero B.