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Miércoles, 30 de octubre de 2024

Verdad

De Enciclopedia Católica

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La verdad, en inglés truth (del anglosajón tréow, tryw; verdad, conservación de un sólido, basado en el teutón Trau, creer) es una relación que se tiene(1) entre el conocedor y lo conocido—Verdad lógica; (2) entre el conocedor y la expresión exterior que da a su conocimiento—Verdad moral; y (3) entre la cosa misma, tal como existe, y la idea de ella, tal como es concebida por Dios—Verdad ontológica. En cada caso esta relación es, según la teoría escolástica, de correspondencia, conformidad, o concordancia (adaequatio) (Santo Tomás, Summa I: 21:2).

Verdad Ontológica

Toda cosa existente es verdadera, en cuanto es la expresión de una idea que existe en la mente de Dios, y es, por así decir, el ejemplar conforme al cual ha sido creada o modelada la cosa. Igual que las creaciones humanas—una catedral, una pintura, o un poema épico—se ajustan o encarnan las ideas del arquitecto, del artista o del poeta, así, sólo que de una manera más perfecta, las criaturas de Dios se ajustan y encarnan las ideas de Aquel que les da el ser. (Q.D., De verit.; aa.4; Summa I:16:1 ). Las cosas que existen, además, son activas tanto como pasivas. Tienden no sólo a desarrollarse, y así a realizar cada vez más perfectamente la idea para cuya expresión han sido creadas, sino que tienden también a reproducirse ellas mismas. La reproducción se consigue dondequiera que hay interacción entre cosas diferentes, pues un efecto, en tanto que procede de una causa dada, debe parecerse a esa causa. Ahora bien, la causa del conocimiento en el hombre es—últimamente, en cualquier caso—la cosa que es conocida. Mediante sus actividades causa en el hombre una idea que es semejante a la idea encarnada en la cosa misma. De ahí pues, que se pueda decir que las cosas son ontológicamente verdaderas en cuanto son a la vez el objeto y la causa del conocimiento humano (Cf. IDEALISM; y Summa, I:16:7 y I:16: 8; m 1, periherm., 1. III,; Q.D., I, De veritate, a. 4.)

Verdad Lógica

La teoría escolástica

Juzgar que las cosas son lo que son es juzgar verdaderamente. Todo juicio comprende ciertas ideas que se refieren a, o niegan, la realidad. Pero no son esas ideas las que son el objeto de nuestro juicio. Son meramente los instrumentos por medio de los cuales juzgamos. El objeto sobre el cual juzgamos es la realidad misma –o bien cosas concretas que existen, sus atributos y sus relaciones, u otras entidades cuya existencia es meramente conceptual o imaginaria, como en el drama, la poesía o ficción, pero en cualquier caso entidades que son reales en el sentido de que su ser es otro que nuestro pensamiento presente sobre ellas. La realidad por tanto es una cosa y las ideas y juicios por medio de las cuales pensamos sobre la realidad, otra; una objetiva, y los otros subjetivos. Con todo, diversos como son, la realidad está de algún modo presente en ellos, si no presente en la conciencia cuando pensamos, y de alguna manera se revela la naturaleza de la realidad por medio del pensamiento. Siendo éste el caso, el único término adecuado para describir la relación que existe entre pensamiento y realidad, cuando nuestros juicios sobre esta última son juicios verdaderos, parecería ser la conformidad o correspondencia. “Veritas logica est adaequatio intellectus et rei” (Summa, I :21:2). Siempre que la verdad es predicable de un juicio, ese juicio corresponde, o se parece a la realidad, cuya naturaleza o atributos revela. Todo juicio está, sin embargo, como hemos dicho, hecho de ideas, y pueden analizarse lógicamente como sujeto y predicado, que están unidos por la cópula es, o separados por la expresión no es. Si el juicio fuera verdadero, por tanto, estas ideas deben también ser verdaderas, esto es, deben corresponder con las realidades que significan. Como, sin embargo, esta referencia objetiva o significación de las ideas no se reconoce ni se establece excepto en el juicio, las ideas como tales se dice que son sólo “materialmente” verdaderas. Es solo el juicio el que es formalmente verdadero, puesto que solo el juicio es una referencia hecha formalmente a la realidad, y a la verdad reconocida o afirmada como tal.

El juicio negativo parece a primera vista constituir una excepción a la norma general de que la verdad es una correspondencia; pero no es este realmente el caso. En el juicio afirmativo ambos, sujeto y predicado y la unión entre ellos, de cualquier clase que sea, están referidos a la realidad; pero en el juicio negativo negamos que el predicado tenga realidad en el caso particular a que se refiere el sujeto. Por otro lado, todos esos predicados tienen realidad en algún lugar, de otro modo no hablaríamos de ellos. O son cualidades reales o cosas reales, o en cualquier caso alguien los ha concebido como reales. Por consiguiente, puede también decirse que el juicio negativo, si es verdadero, corresponde con la realidad, puesto que ambos, sujeto y predicado, serán reales en alguna parte, bien como existentes o bien como concepciones. Lo que negamos, de hecho en el juicio negativo no es la realidad del predicado, sino la realidad de la conjunción mediante la que unimos a sujeto y predicado en la afirmación que implícitamente cuestionamos o negamos. El sujeto y el predicado pueden ambos ser reales, pero si nuestro juicio es verdadero, estarán separados, no unidos en la realidad.

Pero, ¿qué es precisamente esta realidad con la que se dice que los juicios verdaderos y las ideas verdaderas se corresponden? Es bastante fácil comprender cómo las ideas pueden corresponder con realidades que son ellas mismas conceptuales o ideales, pero la mayor parte de las realidades que conocemos no son de esta clase. Entonces, ¿cómo pueden las ideas y sus uniones y separaciones, que son de carácter psíquico, corresponderse con realidades que en su mayor parte no son psíquicas sino materiales? Para resolver este problema debemos retroceder a la verdad ontológica que, como vimos, implica la creación del universo por Uno que, al crearlo, ha expresado en él sus propias ideas mucho más que un arquitecto o un autor expresa sus ideas en las cosas que crea excepto que la creación en este último caso supone un material ya existente. Nuestra teoría de la verdad supone que el universo está construido según un plan definido y racional, y que todo en el universo expresa o encarna una parte integrante y esencial de ese plan. De donde se sigue que igual que en un edificio o en una escultura vemos el plan y el designio que se realiza en ella, así, en nuestra experiencia de las cosas concretas, por medio de la misma facultad intelectual, aprehendemos las ideas que encarnan o expresan. La correspondencia por tanto, en la que consiste la verdad no es una correspondencia entre ideas y algo material como tal, sino entre ideas tal como existen en nuestra mente y funcionan en nuestros actos de cognición, y la idea que la realidad expresa o encarna—ideas que tienen su origen y prototipo en la mente de Dios.

Con respecto a los juicios de tipo más abstracto o general, el funcionamiento de este criterio es bastante simple. Las realidades a las que se refieren los conceptos abstractos no tienen existencia material como tal. No hay tal cosa, por ejemplo, como una acción o reacción en general; ni hay doses o cuatros. Lo que queremos decir cuando decimos que “la acción y la reacción son iguales y opuestas”, o que “dos más dos son cuatro”, es que estas leyes, que por su propia naturaleza son ideales, se realizan o actualizan en el universo material en el que vivimos; o, en otras palabras, que las cosas materiales que vemos a nuestro alrededor se comportan de acuerdo con estas leyes, y por medio de su actividad las hacen manifiestas a nuestras mentes.

Los juicios de percepción, esto es, los juicios que habitualmente acompañan y dan expresión a actos de percepción, difieren de los anteriores en que se refieren a objetos que son inmediatamente presentes a nuestros sentidos. Las realidades en este caso, por tanto, son cosas concretas que existen. Es, sin embargo, más bien con la apariencia de tales cosas con la que nuestro juicio se relaciona más que con su naturaleza esencial o constitución interna. Así, cuando predicamos colores, sonidos, olores, sabores, dureza o blandura, calor o frío de este o ese objeto, no hacemos afirmación alguna sobre la naturaleza de tales cualidades, aún menos sobre la naturaleza de la cosa que las posee. Lo que afirmamos es que tal y tal cosa existe, y

  • que tiene una cierta cualidad objetiva, que llamamos verde, o pesada, o dulce, o dura, o caliente, para distinguirla de otras cualidades – roja, o blanda, o amarga, o fría –a las que no es idéntica; mientras que
  • nuestra afirmación implica además que la misma cualidad le parecerá de modo similar a cualquier hombre normalmente constituido, esto es, le afectará del mismo modo que nos afecta a nosotros.

Según eso, si en el mundo real se consigue tal condición de las cosas—si, esto hay que decirlo, la cosa en cuestión existe y tiene de hecho alguna propiedad distintiva y peculiar por la cual afecta a mis sentidos de una manera peculiar y distinta—mi juicio es verdadero.

La verdad de los juicios de percepción de ningún modo implica una correspondencia exacta entre lo que se percibe y las imágenes, o sensaciones complejas por las que percibimos; ni la teoría escolástica necesita de tal criterio. No es la imagen o sensación compleja, sino la idea, la que en el juicio se refiere a la realidad, y la que nos da el conocimiento de la realidad. El color y otras cualidades de las cosas objetivas son indudablemente percibidas por medio de la sensación de una cualidad o tono peculiar y distinto, pero nadie imagina que esto presupone similares sensaciones en el objeto percibido. Es por medio de la idea de color y sus diferencias específicas que se predican los colores de los objetos, no por medio de las sensaciones. Tal idea no podría, en realidad, surgir si no fuera por las sensaciones que la acompañan y la condicionan en la percepción; pero la idea misma no es una sensación, ni forma parte de la sensación. Las ideas tienen su origen en la experiencia sensible y son indefinibles, en cuanto experiencia inmediata, salvo por referencia a tal experiencia y por diferenciación de experiencias en las que se presentan otras y diferentes propiedades de los objetos. Concedido, por tanto, que las diferencias en lo que técnicamente se conoce como la “calidad” de la sensación corresponden a diferencias en las propiedades objetivas de las cosas, la verdad de los juicios de percepción está asegurada. No se requiere otra correspondencia; pues la correspondencia que la verdad postula es entre la idea y la cosa, no entre la sensación y la cosa. La sensación condiciona el conocimiento, pero no es conocimiento como tal. Es, por así decir, un enlace entre la idea y la cosa. Las diferencias de sensación son determinadas por la actividad causal de las cosas; y de la sensación compleja, o imagen se deriva la idea por un instintivo y casi intuitivo acto de la mente que llamamos abstracción. Así la idea que inconscientemente expresa la cosa encuentra su expresión consciente en el acto del conocedor, y la vasta combinación de relaciones y leyes que están de facto encarnadas en el universo material se reproducen a sí mismas en la conciencia del hombre. La correspondencia entre pensamiento y realidad, idea y cosa, o conocedor y conocido, por tanto, resulta en todos los casos pertenecer a la propia esencia de la relación de verdad. De ahí que, dicen los oponentes a nuestra teoría, en orden a conocer si nuestros juicios son o no verdaderos, debemos compararlos con las realidades que son conocidas – una comparación que es obviamente imposible, puesto que la realidad sólo puede ser conocida a través del instrumento del juicio.

Esta objeción, que se va a encontrar en casi todos los libros no escolásticos que traten este asunto, se basa en un grave error de concepto sobre el significado real de la doctrina escolástica. Ni Santo Tomás ni ningún otro de los grandes escolásticos ha afirmado nunca que la correspondencia sea el criterio escolástico de la verdad. Inquirir qué sea la verdad, es una cuestión; preguntar cómo conocemos que hemos juzgado verdaderamente, es otra enteramente distinta. De hecho, la posibilidad de responder la segunda se supone por el mero hecho de que se plantea la primera. Para ser capaces de definir la verdad, primero debemos poseerla y saber que la poseemos, esto es, debemos ser capaces de distinguirla del error. No podemos definir lo que no podemos distinguir y hasta cierto punto aislar. La teoría escolástica supone, por tanto, que la verdad ya ha sido distinguida del error, y procede a examinar la verdad con vistas a descubrir en qué consiste precisamente. Este punto de vista es epistemológico, no criteriológico. Cuando dice que la verdad es correspondencia, está afirmando lo que la verdad es, no por medio de qué signos o indicios puede ser distinguida del error. La cuestión de los criterios de la verdad apenas fue tocada por los escolásticos antiguos. Discutían los criterios de razonamiento válido en sus tratados de lógica, pero por lo demás dejaban la discusión de los criterios particulares a la metodología de las ciencias particulares. Y lo hacían correctamente, pues realmente no hay criterios de aplicación universal. La distinción entre verdad y error es en el fondo intuitiva. No podemos seguir creando criterios ad infinitum. En algún punto debemos llegar a lo que es último, o primeros principios o hechos.

Esto es precisamente lo que afirma la teoría escolástica de la verdad. Por respeto a la moderna demanda de un criterio infalible y universal de verdad, no pocos autores escolásticos tardíos han sugerido la evidencia objetiva. La evidencia objetiva, sin embargo, no es nada más que la manifestación del objeto mismo, directa o indirectamente, a la mente, y de ahí que no sea estrictamente un criterio de verdad. Como expone el Père Geny en su panfleto discutiendo “Une nouvelle théorie de la connaissance", afirmar que la evidencia es el último criterio de la verdad es equivalente a afirmar que el conocimiento propiamente dicho no tiene necesidad de criterio, puesto que es absurdo un conocimiento que no haga conocer lo que conoce. Una vez aceptado, como deben aceptar todos los que deseen evitar un absoluto escepticismo, que el conocimiento es posible, de ahí se sigue que, usadas apropiadamente, nuestras facultades deben ser capaces de proporcionarnos la verdad. Sin duda, la coherencia y la armonía con los hechos son por tanto signos de presencia de la verdad en nuestras mentes; pero lo que necesitamos en la mayor parte de los casos no son signos de verdad, sino signos o criterios de error – no pruebas por las cuales descubrir cuando nuestras facultades han funcionado bien, sino pruebas por las cuales descubrir cuando han funcionado mal. Nuestros juicios serán verdaderos, esto es, el pensamiento se corresponderá con su objeto, con tal de que el objeto mismo, y no alguna otra causa, subjetiva u objetiva, determine el contenido de nuestro pensamiento. Lo que tenemos que hacer, por tanto, es tener cuidado de que nuestra afirmación se determine por la evidencia con la que estamos confrontados, y por ella sola. Con respecto a los sentidos esto significa que debemos cuidar de que estén en buenas condiciones y que las circunstancias en las que están ejerciendo sean normales; con respecto al intelecto lo que no debemos es permitir que consideraciones irrelevantes pesen en nosotros, debemos evitar la precipitación, y, hasta tanto sea posible, desembarazarse de sesgos, prejuicios, y de una ansiosa voluntad de creer. Si se hace así, y dado que haya suficiente evidencia, el juicio resultará necesaria y naturalmente verdadero. La finalidad de la argumentación y discusión, como de todos los demás procesos que conducen al conocimiento, es precisamente que el objeto en discusión pueda manifestarse en sus diversas relaciones, directa o indirectamente, a la mente. Y el objeto tal como se manifiesta a sí mismo es lo que los escolásticos llaman evidencia. Es el objeto, por tanto, lo que en su opinión es la causa determinante de la verdad. Toda clase de procesos, tanto mentales como físicos, pueden ser necesarios para preparar el camino para un acto de cognición, pero en última instancia un acto tal debe ser determinado en cuanto a su contenido por la actividad causal del objeto, que se hace evidente a sí mismo produciendo en la mente una idea que es semejante a la idea de la cual su propia existencia es la realización.

La teoría hegeliana

En el idealismo de Hegel y en el absolutismo de la Escuela de Oxford ( de la que Mr. Bradley y Mr. Joachim son los más destacados representantes) realidad y verdad son esencialmente una, esencialmente un todo orgánico. La verdad, de hecho, no es sino realidad qua pensada. Es un acto inteligente en el que el universo es pensado como conjunto de infinitas partes o diferencias, todas orgánicamente interrelacionadas y de algún modo inclinadas a la unidad. Y porque la verdad es así orgánica, cada elemento dentro de ella, cada verdad parcial, se modifica por las otras en tanto que se aparta de ellas, y a su vez apartada del conjunto, no es sino un fragmento distorsionado, una abstracción mutilada que en realidad no es verdad en absoluto. Por consiguiente, puesto que la verdad humana es siempre parcial y fragmentaria, no hay estrictamente tal cosa como una verdad humana. Para nosotros la verdad es ideal, y desde ella nuestras verdades están hasta tal punto separadas que, para convertirlas en la verdad, tendrían que experimentar un cambio del que no sabemos ni la medida ni el alcance.

El carácter flagrantemente escéptico de esta teoría es suficientemente obvio, y no hay ningún intento por parte de sus exponentes de negarlo. Partir de la presunción de que concebir es “mantener muchos elementos juntos en una relación exigida por sus diversos contenidos”, y que ser concebible es ser un “todo significativo”, esto es, un todo, “tal que todos sus elementos constituyentes se determinen recíprocamente unos a otros de forma que sean características contributivas a una única significación concreta”, el Dr. Joachim audazmente identifica lo verdadero con lo concebible (Naturaleza de la verdad, 66 ). Y puesto que ningún intelecto humano puede concebir en este pleno y magnífico sentido, él admite francamente que ninguna verdad humana pueda ser más que aproximada, y que al margen de error que esta aproximación implica no se le puede fijar límites. La verdad humana se extrae de la verdad absoluta o ideal “cualesquiera esencia y conservabilidad” que posea (Green, “Prolegom.”, artículo 77); pero no es, y nunca puede ser, idéntica a la verdad absoluta, ni siquiera a una parte de ella, pues estas partes se modifican una a otra esencial e intrínsecamente. Por su definición de la verdad humana, por tanto, el absolutista se ve forzado a retroceder a la doctrina escolástica de la correspondencia. La verdad humana representa o se corresponde con la verdad absoluta en la medida en que nos presenta esta verdad con más o menos desorden, o en la medida en que nos haría falta más o menos para convertir la una en la otra (Bradley, “Apariencia y realidad”, 363).

Mientras que ambas teorías señalan la correspondencia como característica esencial de la verdad humana, hay esta fundamental diferencia entre ellas: Para los escolásticos esta correspondencia, hasta donde llegue, debe ser exacta; pero para los absolutistas es necesariamente imperfecta, tan imperfecta, en realidad, que “la última verdad” de cualquier proposición dada “puede transformar enteramente su significado original” (Apariencia y realidad, 364). Admitir que la verdad humana es esencialmente representativa es realmente admitir que la concepción es algo más que el mero “mantenimiento de muchos elementos juntos en una relación exigida por sus diversos contenidos”. Pero la falacia de la “teoría de la coherencia” no descansa tanto en esto, ni siquiera en la identificación de lo verdadero y lo concebible, como en su presunción de que la realidad, y por tanto la verdad, es orgánicamente una. El universo es indudablemente uno, en cuanto que sus partes están interrelacionadas y son interdependientes; y de ahí se sigue que no podemos conocer cualquier parte completamente salvo que conozcamos el todo; pero no se sigue que no podamos conocer ninguna parte en absoluto salvo que conozcamos el todo. Si cada parte tiene alguna especie propia de ser, entonces puede ser conocida por lo que es, conozcamos sus relaciones con las demás partes o no; y de manera similar alguna de sus relaciones con las demás partes puede ser conocida sin que conozcamos todas ellas. Ni se destruye la individualidad de las partes del universo por su interdependencia; más bien se sostiene por esa razón.

La única base que tienen los hegelianos y los absolutistas para negar estos hechos es que no cuadran con su teoría de que el universo es orgánicamente uno. Por tanto, ya que es confesadamente imposible explicar la naturaleza de esta unidad o mostrar cómo en ella se “reconcilian” las muy numerosas diferencias del universo, y puesto que, además, esta teoría es reconocida como desesperanzadamente escéptica, es seguramente irracional mantenerla por más tiempo.

La teoría pragmática

La vida es para los pragmatistas esencialmente práctica. Toda actividad humana tiene una finalidad, y su finalidad es el control de la experiencia humana con vistas a su mejora, tanto en el individuo como en la especie. La verdad no significa sino un medio para este fin. Las ideas, hipótesis, y teorías no son sino instrumentos que el hombre ha “forjado” en orden a mejorarse a sí mismo y a su medio; y, aunque de tipo específico, como todas las demás formas de la actividad humana existen solamente para este fin, y son “verdaderas” en tanto en cuanto lo cumplen. La verdad es así una forma de valor: es algo que funciona satisfactoriamente; algo que “sirve a los intereses humanos, finalidades y objetos de deseo” (Estudios de Humanismo, 362). No hay axiomas ni verdades auto-evidentes. Hasta que una idea o un juicio no ha probado su valor en el manejo de la experiencia concreta, no es sino un postulado o pretensión de verdad. Ni hay verdades absolutas o irreversibles. Una proposición es verdadera hasta el momento en que se prueba útil, y no más. Con respecto a los rasgos esenciales de esta teoría de la verdad, W. James, John Dewey, y A. W. Moore en América, F.C.S. Schiller en Inglaterra, G. Simmel en Alemania, Papini en Italia, y Henri Bergson, Le Roy y Abel Rey en Francia están sustancialmente de acuerdo. Es, dicen, la única teoría que tiene en cuenta los procesos psicológicos por los que se construye la verdad, y la única teoría que otorga una respuesta satisfactoria a los argumentos de los escépticos.

Con respecto a la primera de estas afirmaciones no puede haber duda de que el Pragmatismo se basa en un estudio de la verdad “en construcción”. Pero la cuestión a discutir no es si el interés, la finalidad, la emoción, y la volición juegan de hecho un papel en el proceso de cognición. Esto no se discute. La cuestión es si, al juzgar la validez de una pretensión de verdad, tales consideraciones deben tener peso. Si el objeto de todos los actos cognitivos es conocer la realidad como es, entonces claramente los juicios son verdaderos sólo en cuanto satisfacen esta demanda. Pero esto no nos ayuda a decidir qué juicios son verdaderos y cuáles no, pues la verdad de un juicio debe ser conocida ya antes de que esta demanda sea satisfecha Lo mismo con respecto a los intereses y finalidades particulares; pues aunque tales intereses y finalidades puedan incitarnos a procurar el conocimiento, no estarán satisfechos hasta que conozcamos verdaderamente, o en cualquier caso creamos conocer verdaderamente. La satisfacción de nuestras necesidades, en otras palabras, es posterior a, y presupone ya, la posesión del conocimiento verdadero sobre cualquier cosa que deseemos utilizar como medio para la satisfacción de esas necesidades. Para actuar eficientemente, debemos saber qué es lo que estamos haciendo y cuáles serán los efectos de la acción contemplada. La verdad de nuestros juicios se verifica por sus consecuencias sólo en aquellos casos en que sabemos que tales consecuencias pueden resultar si nuestro juicio es verdadero, y entonces actuar en orden a descubrir si en realidad resultan.

Teóricamente, y según los principios escolásticos, puesto que cualquier cosa que es verdadera es también buena, los juicios verdaderos deben producir consecuencias buenas. Pero, aparte del hecho de que la verdad de nuestro juicio debe en muchos casos ser conocida antes de que debamos actuar según ellos con éxito, el criterio pragmático es demasiado vago y demasiado variable para ser de utilidad práctica. “Buenas consecuencias”, “operaciones sobre la realidad con éxito”, “interacción benéfica con particulares sensibles” denotan experiencias que no son fáciles de reconocer o distinguir de otras experiencias menos buenas, de menos éxito, y menos benéficas. Si tomamos como prueba las valoraciones personales, estas son proverbialmente inestables; mientras que, si son admisibles solas las valoraciones sociales, ¿dónde vamos a encontrarlas y sobre qué bases serán aceptadas por los individuos? Además, cuando se ha hecho una valoración, ¿cómo vamos a saber que es exacta? Para esto, parecería, se requerirán ulteriores valoraciones, y así ad infinitum. Claramente los criterios pragmáticos de verdad son a la vez poco prácticos y faltos de confianza, especialmente el criterio de la satisfacción sentida, que parece ser el favorito, pues en la determinación de ésta no sólo el factor personal, sino el humor del momento e incluso las condiciones físicas juegan un considerable papel. Por consiguiente la pretensión de los pragmatistas sobre el segundo punto no puede ser aceptada de ningún modo. La teoría pragmática no es apenas menos escéptica que la teoría absolutista que busca desplazar. Si la verdad es relativa a las finalidades e intereses, y si estas finalidades e intereses están, como tienen que admitir que están, todos ellos matizados por la idiosincrasia personal, entonces lo que es verdadero para un hombre no será verdadero para otro, y lo que es verdadero ahora no será verdadero cuando tenga lugar un cambio o bien en el interés que lo ha engendrado o en las circunstancias en las que se ha verificado.

Todo esto lo conceden los pragmatistas, pero replican que tal verdad es todo lo que el hombre necesita y todo lo que puede conseguir. Los juicios verdaderos no se corresponden con la realidad, ni en los juicios verdaderos conocemos la realidad como es. La función de la cognición, en resumen, no es conocer la realidad, sino controlarla. Por esta razón la verdad se identifica con sus consecuencias – teóricas, si la verdad fuera meramente virtual, pero en el fondo prácticas, particulares, concretas. “La verdad significa operaciones sobre la realidad con éxito” (Studies in Hum., 118). La relación de verdad “consta de partes intermedias del universo que pueden en cada caso señalarse y catalogarse” (Significado de la verdad, 234). “La cadena de operaciones que una opinión establece es la verdad de la opinión” (Ibíd., 235). Así, con vistas a refutar a los escépticos, los pragmatistas cambian la naturaleza de la verdad, redefiniéndola como el éxito definidamente experimentable que alcanza el funcionamiento de ciertas ideas y juicios; y al hacerlo así acepta precisamente lo que los escépticos buscan probar, a saber, que nuestras facultades cognitivas son incapaces de conocer la realidad como es. (Ver PRAGMATISMO).

La teoría del “nuevo” realismo

Como es un primer principio de los absolutistas y pragmatistas que la realidad cambia por el mismo acto en que la conocemos, así el principio radical del “Nuevo” Realismo es la negación de esta tesis. En esto los ”nuevos” realistas están acordes con los escolásticos. La realidad no depende de la experiencia, ni es modificada por la experiencia como tal. Los “nuevos” realistas, sin embargo, no han adoptado hasta ahora la teoría de la verdad como correspondencia. Consideran tanto la verdad como el conocimiento como relaciones únicas que se tienen de manera inmediata entre conocedor y conocido, y que son como su naturaleza indefinible. “La diferencia entre sujeto y objeto de conciencia no es una diferencia de calidad o sustancia, sino una diferencia de función o lugar en una configuración” (Journal of Phil.Psychol. and Scientific Meth., VII, 396). La realidad está formada de términos y sus relaciones, y la verdad es sólo una de esa relaciones, sui generis, y por tanto reconocible sólo por intuición. Esta versión de la verdad es indudablemente simple, pero hay en cualquier caso un punto que parece ignorarse por completo, a saber, la existencia de juicios e ideas de los que, y no de la mente como tal, es predicable la relación de verdad. No tenemos por una parte los objetos y por otra la mente desnuda; sino por una parte los objetos y por otra una mente que por medio de los juicios refiere sus propias ideas a objetos – ideas que como tales, tanto en consideración a su existencia como a su contenido, pertenecen a la mente que juzga. ¿Cuál es entonces la relación que existe entre estas ideas y sus objetos cuando nuestros juicios son verdaderos, y también cuando son falsos? Seguramente tanto la lógica como la criteriología implican que conozcamos algo más sobre tales juicios que meramente que son diferentes. Bertrand Russell, que ha dado su adhesión al “Programa y Primera Plataforma de seis realistas” redactado y firmado por seis profesores americanos en julio de 1910, modifica un tanto la naiveté de su teoría de la verdad. “Todo juicio”, dice (Philos. Essays, 181), “es una relación de la mente con varios objetos, uno de los cuales es una relación.

Así el juicio, ‘Carlos I murió en el cadalso’, denota varios objetos u ‘objetivos’ que están relacionados de una manera definida, y la relación es tan real en este caso como lo son los otros objetivos. El juicio ‘Carlos I murió en su cama’, por otro lado, denota los objetos, Carlos I, muerte, y cama, y una cierta relación entre ellos, que en este caso no relaciona los objetos como se supone que los relaciona. Un juicio por tanto, es verdadero, cuando la relación que es uno de los objetos relaciona los demás objetos, de otro modo es falso” (loc.cit.). En esta afirmación sobre la naturaleza de la verdad, la correspondencia entre la mente que juzga y los objetos sobre los que juzga está claramente implicada, y es precisamente esta correspondencia la que consta como signo distintivo de los juicios verdaderos. Russell, sin embargo, parece desafortunadamente estar en desacuerdo con los demás miembros de la escuela neo-realista sobre este punto. G.E. Moore expresamente rechaza la teoría de la verdad como correspondencia (“Mind”, N.S., VIII,179 y s.), y Pritchard, otro realista inglés, afirma explícitamente que en el conocimiento no hay nada entre el objeto y nosotros mismos (Teoría del conocimiento de Kant, 21). Sin embargo, hay que alegrarse de que con respecto a los principales puntos en disputa – la no alteración de la realidad por los actos de cognición, la posibilidad de conocerla en algunos aspectos sin conocerla en todos, el desarrollo del conocimiento por “acreción”, el carácter no espiritual de algunos de los objetos de experiencia, y la necesidad de descubrir empíricamente y no por métodos a priori, el grado de unidad que se consigue entre las diversas partes del universo – los “nuevos” realistas y los realistas escolásticos están sustancialmente de acuerdo.

Verdad Moral o Veracidad

Veracidad es la correspondencia de la expresión exterior dada al pensamiento con el pensamiento mismo. No debe ser confundida con la verdad verbal (veritas locutionis), que es la correspondencia de la expresión exterior o verbal con la cosa que se pretende expresar. Esta última supone por parte del que habla no sólo la intención de hablar de manera verdadera, sino también la facultad de hacerlo, esto es, supone (1) conocimiento verdadero y (2) un correcto uso de las palabras. La verdad moral, por otra parte, existe siempre que el que habla expresa lo que está en su mente incluso si de facto está equivocado, a condición de que el diga lo que cree ser verdadero. Esta última condición, sin embargo, es necesaria. De ahí que una definición mejor de la verdad moral sería “la correspondencia de la expresión exterior del pensamiento con la cosa tal como es concebida por el que habla”. La verdad moral, por tanto, no implica conocimiento verdadero. Pero, aunque una desviación de la verdad moral sería sólo materialmente una mentira, y por tanto no censurable, salvo que el uso de las palabras o signos sea intencionalmente incorrecto, la verdad moral implica la utilización correcta de palabras y signos. Una mentira por tanto, es una desviación intencionada de la verdad moral, y se define como una locutio contra mentem, esto es, es la expresión externa de un pensamiento que es intencionadamente distinto de la cosa tal como es concebida por el que habla.

Es importante observar, sin embargo, que la expresión del pensamiento, sea por palabras o mediante signos, debe en todos los casos ser tomada en su contexto; con respecto a ambos, palabras y signos, la costumbre y las circunstancias producen considerables diferencias respecto a su interpretación. La veracidad, o hábito de decir la verdad, es una virtud, y la obligación de practicarla surge de un origen doble. En primer lugar, “puesto que el hombre es un animal social, un hombre debe naturalmente a los demás aquello sin lo que una sociedad no perdura. Pero los hombres no pueden vivir juntos si no creen estar diciéndose la verdad uno a otro. De ahí que la virtud de la veracidad esté hasta cierto punto dentro del capítulo de la justicia [rationem debiti] (Sto.Tomás, Summa, II-II:109:3). La segunda fuente de la obligación de veracidad surge del hecho de que el habla tiene claramente la finalidad por su propia naturaleza de la comunicación del conocimiento de uno a otro. Debe utilizarse, por tanto, para la finalidad para la que está naturalmente propuesta, y las mentiras deben ser evitadas. Pues las mentiras no son meramente un mal uso, sino un abuso, del don de la palabra, ya que, al destruir la confianza instintiva del hombre en la veracidad de su prójimo, tienden a destruir la eficacia de ese don.


Bibliografía: Para el escolasticismo ver: tratados escolásticos sobre lógica mayor, s.v. Veritas; Etudes sur la Vérité (París, 1909); GENY, Une nouvelle théorie de la connaissance (Tournai, 1909); MIVART, On Truth (Londres, 1889); JOHN RICKABY, First Principles af Knowledge; ROUSSELOT, L'Intellectualisme de St. Thomas (París, 1909); TONQUEDEC, La notion de la vérité dans la philosophie nouvelle in Etudes (1907), CX, 721; CXI, 433; CXII, 68, 335; WALKER, Theories of Knowledge (2ª ed., Londres, 1911); HOBHOUSE, The Theory of Knowledge (Londres, 1906).

Absolutismo: BRADLEY, Appearance and Reality (Londres, 1899); IDEM, Articles in Mind, N.S., LT, LXXI, LXXII (1904, 1909, 1910); JOACHIM, The Nature af Truth (Oxford, 1906); TAYLOR, Elements of Metaphysics (Londres, 1903); Artículos en Mind, N.S., LVII (1906), y Philos. Rev., XIV, 3.

Pragmatismo: BERGSON, L'Evolution Créatrice (7ª ed., París, 1911); DEWEY, Studies in Logical Theory (Chicago, 1903); JAMES, Pragmatism (Londres, 1907); IDEM, The Meaning af Truth (Londres, 1909); IDEM, Some Problems of Philosophy (Londres, 1911); MOORE, Pragmatism and Its Critics (Chicago, 191O); ABEL REY, La théorie de la physique (París, 1907); SCHILLER, Axioms as Postulates in Personal Idealism (Londres, 1902); IDEM Humanism (Londres, 1902); IDEM, Studies in Humanism (Londres 1907); SIMMEL, Die Philosophie des Geldes (Leipzig, 1900), iii. Nuevo Realismo: Artículos en Journal of Philosophy, Psychology, and Scientific Methods (1910, 1911), especialmente VII, 15 (July 1910); MOORE, The Nature of Judgment in Mind, VIII; PRICHARD, Kant's Theory af Knowledge (Oxford, 1910); RUSSELL, Philosophical Essays (Londres, 1910); IDEM, Artículos en Mind N.S., LX (1906), y en Proceedings of the Aristotelian Society VII.

Fuente: Walker, Leslie. "Truth." The Catholic Encyclopedia. Vol. 15. New York: Robert Appleton Company, 1912. <http://www.newadvent.org/cathen/15073a.htm>.

Traducido por Francisco Vázquez