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Sábado, 21 de diciembre de 2024

Teología Moral

De Enciclopedia Católica

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Teología moral es una rama de la teología, la ciencia de Dios y las cosas divinas. La distinción entre teología natural y sobrenatural se apoya en una base sólida. La teología natural es la ciencia de Dios mismo, en la medida en que la mente humana puede por sus propios esfuerzos llegar a una conclusión definitiva acerca de Dios y su naturaleza: es siempre designada con el adjetivo natural. Teología, sin ninguna otra modificación, se entiende siempre como teología sobrenatural, es decir, la ciencia de Dios y las cosas divinas, en la medida en que se basa en la revelación sobrenatural. Su objeto no sólo abarca a Dios y su esencia, sino también sus acciones y sus obras de salvación y la guía que nos lleva a Dios, nuestro fin sobrenatural. En consecuencia, se extiende mucho más lejos que la teología natural; pues, aunque esta última nos informa de la naturaleza y atributos de Dios, sin embargo, no puede decirnos nada sobre sus obras de salvación gratuitas. El conocimiento de todas estas verdades es necesario para todos los hombres, al menos en sus líneas generales, y se adquiere mediante la fe cristiana. Pero esto no es ciencia todavía. La ciencia de la teología exige que el conocimiento obtenido a través de la fe sea profundizado, ampliado y fortalecido, de modo que los artículos de fe sean entendidos y defendidos por sus razones y sean, junto con sus conclusiones, dispuestos de forma sistemática.

Todo el campo de la teología propiamente dicha se divide en teología moral y dogmática, que difieren en la materia y en el método. La teología dogmática tiene como fin la discusión científica y el establecimiento de las doctrinas de fe, la teología moral de los preceptos morales. Los preceptos de la moral cristiana son también parte de las doctrinas de fe, ya que fueron anunciados o confirmados por revelación divina. El objeto de la teología dogmática es aquellas doctrinas que sirven para enriquecer el conocimiento necesario o conveniente para el hombre, cuyo destino es sobrenatural. Por otra parte, la teología moral se limita a aquellas doctrinas que discuten las relaciones del hombre y sus acciones libres hacia Dios y su fin sobrenatural, y propone los medios instituidos por Dios para el logro de ese fin. En consecuencia, la teología moral y la dogmática son dos partes estrechamente relacionadas de la teología universal. En la medida en que un número considerable de doctrinas individuales pueden ser reclamadas por cualquier disciplina, no se puede trazar una fuerte línea de demarcación entre la materia del dogma y la moral. Sin embargo, en la práctica se debe hacer una división y limitación de acuerdo con las necesidades prácticas.

La relación entre la teología moral y la ética es de una naturaleza similar. La materia de la moral natural o ética, según figura en el Decálogo, ha sido incluida en la revelación divina, positiva, y de ahí ha pasado a la teología moral. Sin embargo, los procesos argumentativos difieren en las dos ciencias, y por esta razón una gran parte de la materia no se considera en la teología moral y se refiere a la ética. Por ejemplo, la refutación de los falsos sistemas de los eticistas modernos generalmente se tratan bajo la ética, especialmente porque estos sistemas se refutan con argumentos extraidos no tanto de la fe, sino de la razón. La teología moral se ocupa de falsos sistemas sólo en la medida en que requiere una defensa de las doctrinas reveladas. Sin embargo, debe discutir los distintos requisitos de la ley natural, no sólo porque esta ley ha sido confirmada y definida por la revelación positiva, sino también porque cada violación de la misma supone una alteración del orden moral sobrenatural, cuyo tratamiento es una parte esencial de la teología moral.

El campo de la teología moral, su contenido y los límites que lo separan de temas afines, puede ser indicado brevemente como sigue: la teología moral incluye todo lo relativo a las acciones libres del hombre y el último, o supremo, fin a alcanzarse a través de ellos, hasta donde lo conocemos por la misma divina revelación; en otras palabras, incluye el fin sobrenatural, la regla o norma, del orden moral, las acciones humanas como tales, su armonía o disonancia con las leyes del orden moral, sus consecuencias, las ayudas divinas para su recto cumplimiento. Un tratamiento detallado de estos temas se puede encontrar en la segunda parte de la “Suma Teológica” de Santo Tomás, una obra todavía sin rival como un tratado de teología moral.

Santo Tomás en la "Suma Teol.", I, Q. I, a. P. 7 y II, en el proemio y en el prólogo de I-II esboza brevemente la posición de la teología moral en la teología universal; también lo hace Francisco Suárez en el proemio de sus comentarios sobre la I-II de Santo Tomás. El asunto de toda la segunda parte de la "Suma Teológica" es el hombre como agente libre. “El hombre fue creado a imagen de Dios, de su intelecto, su libre albedrío y un cierto poder de actuar espontáneamente. Por lo tanto, después de haber hablado del modelo, es decir, de Dios y de aquellas cosas que proceden de su divino poder según su voluntad, debemos ahora dirigir nuestra atención a su imagen, es decir, al hombre, considerando que él es también el principio o sus acciones en virtud de su libre albedrío y su poder sobre sus propias acciones.” Él incluye todo esto en teología, no sólo porque se considera como el objeto de la revelación divina positiva (I, Q. I, a. 3), sino también porque Dios siempre es el objeto principal, pues “la teología trata todas las cosas en su relación con Dios, ya sea hasta donde son Dios mismo o que sean dirigidas hacia Dios como su origen o último fin” (I, Q. I, a. 7). “Puesto que el principal objetivo de la teología el comunicar el conocimiento de Dios, no sólo como es Él en sí mismo sino también como el principio y fin de todas las cosas y, en particular, de criaturas racionales… hablaremos primero de Dios, en segundo lugar de la tendencia de la criatura racional hacia Dios”, etc. (I, Q. II, proem). Estas palabras señalan el alcance y el objeto de la parte moral de la teología. Francisco Suárez, que fecundamente llama a esta tendencia de las criaturas hacia Dios "el retorno de las criaturas a Dios", muestra que no existe contradicción al designar al hombre creado a imagen de Dios, dotado de razón y libre voluntad y ejerciendo estas facultades, como el objeto de la teología moral, y Dios como el objeto de toda la teología. “Si se nos pide que nombremos el objeto próximo de la teología moral, sin duda, diremos que es el hombre como un agente libre, que busca su felicidad por sus acciones libres; pero si se nos pregunta en qué sentido este objeto debe ser tratado principalmente, responderemos que esto debe hacerse con respecto a Dios como su último fin.”

En el índice analítico de la segunda parte de la “Suma Teológica” de Santo Tomás se puede hallar una descripción detallada del amplio alcance de la teología moral. Nosotros debemos limitarnos a un breve resumen. La primera pregunta trata sobre el fin último del hombre, la felicidad eterna, su naturaleza y posesión. A continuación sigue un examen de los actos humanos en sí mismos y sus varias subdivisiones, de los actos voluntarios e involuntarios, de la rectitud o la malicia moral de los actos interiores y exteriores y sus consecuencias; las pasiones en general y en particular, los hábitos o cualidades permanentes del alma humana, y los asuntos generales sobre las virtudes, vicios y pecados. Bajo este último título, mientras examina las causas del pecado, el autor incorpora la doctrina sobre el pecado original y sus consecuencias. Sin embargo, esta parte podría ser asignada con igual derecho a la teología dogmática en el sentido estricto de la palabra. Aunque Santo Tomás considera el pecado principalmente como una transgresión de la ley, y en particular de la “lex æterna” (Q. II, a.6), sin embargo sitúa los capítulos sobre las leyes después de la sección sobre el pecado; porque el pecado, un acto humano libre como cualquier otro acto humano, se discute primero desde el punto de vista de sus principios subjetivos, es decir, el conocimiento, voluntad, y la tendencia de la voluntad; sólo después de esto las acciones humanas son vistas con relación a sus principios objetivos o exteriores, y la ley es el principio exterior por el cual las acciones humanas son juzgadas no meramente como humanas, sino como acciones morales, ya sea moralmente buenas o moralmente malas. Puesto que él concibe la moral como moral sobrenatural, la cual excede la naturaleza y las facultades del hombre, discute después de la ley la gracia divina, el otro principio exterior de las acciones moralmente buenas del hombre. En el exordio a Q. XC, Santo Tomás establece brevemente su división como sigue: “El principio exterior que nos mueve a las buenas obras es Dios; Él nos instruye con su ley y nos ayuda con su gracia. Por lo tanto, debemos hablar primero de la ley y segundo de la gracia.”

Dedica completamente el siguiente volumen a los asuntos especiales, en el orden dado por Santo Tomás en el prólogo: “Luego de una ojeada superficial a las virtudes, vicios y principios morales en general, nos incumbe considerar los varios puntos en detalle. Las discusiones morales, si se satisfacen con generalidades, son de poco valor, porque las acciones tocan cosas individuales, particulares. Cuando es asunto de moral, debemos considerar las acciones individuales de dos modos: uno, examinando la materia, es decir, discutiendo los diferentes vicios y virtudes; otro, averiguando en los varias pasatiempos y estados de vida de los individuos.” Santo Tomás procede luego a discutir el amplio alcance de la teología moral desde ambos puntos de vista. Primero, escudriña cuidadosamente las varias virtudes, teniendo en mente las ayudas divinas, y los pecados y vicios opuestos a las respectivas virtudes. Examina primero las tres virtudes divinas que son totalmente sobrenaturales y abarca el vasto campo de la caridad y su práctica efectiva; luego pasa a las virtudes cardinales con sus virtudes afines y auxiliares.

El volumen concluye con una discusión de los estados de vida particulares en la Iglesia de Dios, incluyendo aquellos que suponen una guía divina extraordinaria. Sin embargo, esta última parte discute asuntos que pertenecen específicamente a la teología ascética o mística, tales como la profecía y los modos extraordinarios de oración, pero sobre todo la vida activa y la contemplativa, la perfección cristiana, y el estado religioso en la Iglesia. Una obra sobre teología moral, como, por ejemplo, la de Slater (Londres, 1909), contiene lo siguiente: actos humanos, conciencia, ley, pecado, las virtudes de la fe, esperanza, caridad; los preceptos del Decálogo, incluyendo un tratado especial sobre la justicia; los Mandamientos de la Iglesia; los deberes inherentes a los estados u oficios particulares; los Sacramentos, en cuanto su administración y recepción son medios de rectitud y reforma moral; leyes y penalidades eclesiásticas, sólo en la medida que afectan la conciencia; estas leyes forman propiamente la materia del derecho canónico, hasta donde gobiernan y regulan a la Iglesia como organización, su membresía, ministros, las relaciones entre la jerarquía, el clero, las órdenes religiosas, los laicos o de la autoridad temporal y espiritual.

Hay una circunstancia que no se debe pasar por alto. La teología moral considera las acciones humanas libres sólo en su relación con el orden supremo, y al último y más alto fin, no en su relación con los fines próximos que el hombre puede y debe perseguir, como por ejemplo políticos, sociales y económicos. La economía, la política y las ciencias sociales son campos separados de la ciencia, no subdivisiones de la ciencia moral. Sin embargo, estas ciencias especiales deben ser también guiadas por la moral, y deben subordinar sus principios a aquellos de la teología moral, por lo menos hasta donde no entren en conflicto con esta última. El hombre es un ser, y todas sus acciones deben estar guiadas finalmente hacia su último y más alto fin. Por lo tanto, varios fines próximos no deben desviarlo de ese fin, sino que deben estar subordinados a él y a su logro. Por lo tanto la teología moral examina todas las relaciones individuales del hombre y pasa juicio sobre los asuntos políticos, económicos y sociales, no con relación a su efecto sobre la política y la economía, sino respecto a su influencia sobre la vida moral. Esta es también la razón por la cual apenas hay otra ciencia que toque otras esferas tan cercanamente como lo hace la teología moral, y por qué su esfera es más amplia que la de ninguna otra. Esto es cierto en la medida en que la teología moral tenga el alcance eminentemente práctico de instruir y formar directores espirituales y confesores, que deben estar familiarizados con las condiciones humanas en su relación a la ley moral, y que aconsejen a las personas en cada estado y situación.

La manera en la cual la teología moral trata su materia debe ser principalmente positiva, como lo es generalmente en la teología, esto es, extrayendo de la revelación y de las fuentes teológicas. Comenzando desde esta base positiva, la razón también entra en juego muy ampliamente, especialmente puesto que la materia completa de la ética natural ha sido exaltada al nivel de la moral sobrenatural. Es verdad que la verdadera razón debe ser iluminada por la fe sobrenatural, pero cuando es iluminada su obligación es explicar, probar y defender la mayoría de los principios de la teología moral.

De lo que se ha dicho es manifiesto que la principal fuente de la teología moral es la Sagrada Escritura y la tradición junto con las enseñanzas de la Iglesia, sin embargo, los siguientes puntos deben observarse respecto al Antiguo Testamento. No todos los preceptos contenidos en él son universalmente válidos, pues muchos pertenecen al ritual y ley especial de los judíos. Estos estatutos nunca obligaron al mundo no judío y han sido simplemente abolidos por la Nueva Alianza, de modo que ahora las observancias del ritual propiamente dichas son ilícitas. El Decálogo, sin embargo, con el solo cambio en la ley de la celebración del Sabbath, ha pasado a la Nueva Alianza una confirmación divina positiva de la ley natural, y ahora constituye la principal materia de la moralidad cristiana. Por otra parte, debemos recordar que la Antigua Alianza no se hallaba en el alto nivel moral al cual Cristo elevó la Nueva Alianza. Jesús mismo menciona cosas que eran permitidas a los judíos “debido a la dureza de sus corazones”, pero contra las cuales aplicó de nuevo la ley impuesta al principio por Dios. Por lo tanto, no todo lo que fue tolerado en el Antiguo Testamento y sus escritos, es tolerado ahora; por el contrario, muchos de los usos aprobados y establecidos allí serían contrarios a la perfección cristiana según aconsejada por Cristo. Con estas limitaciones los escritos del Antiguo Testamento son fuente de teología moral, contienen ejemplos de y exhortaciones a las virtudes heroicas, desde las cuales el moralista cristiano, siguiendo las huellas de Cristo y sus apóstoles, puede muy bien extraer excelentes modelos de santidad.

Aparte de la Sagrada Escritura, la Iglesia reconoce también la Tradición como una fuente de verdades reveladas, y por lo tanto, de moral cristiana. Ha asumido una forma definida principalmente en los escritos de los Padres. Además, las decisiones de la Iglesia deben ser consideradas como una fuente, puesto que están basadas en la Biblia y Tradición, son la fuente próxima de teología moral, porque contienen el juicio final sobre el significado de la Sagrada Escritura así como las enseñanzas de los Padres. Estas incluyen la larga lista de proposiciones condenadas, las cuales deben ser consideradas como señales de peligro a lo largo de la frontera entre lo lícito y lo ilícito, no sólo cuando la condena ha sido pronunciada en virtud de la más alta autoridad apostólica, sino también cuando la congregación instituida por el Papa ha emitido una decisión doctrinal general en cuestiones inherentes a la moral. También se puede aplicar aquí lo que escribió el Papa Pío IX respecto a las reuniones de los eruditos de Munich en el año 1863: “Puesto que es un asunto sobre la sujeción que obliga a todos los católicos en conciencia, quienes desean adelantar los intereses de la Iglesia al dedicarse ellos mismos a las ciencias especulativas, que los miembros de esta asamblea recuerden que no es suficiente para los eruditos católicos aceptar y estimar los antedichos dogmas, sino que ellos están también obligados a someterse a las decisiones de las congregaciones papales así como a aquellas enseñanzas que son, por el constante y universal consentimiento de los católicos, sostenidas como verdades teológicas y a ciertas conclusiones cuya opinión contraria, aunque no sea herética, aún así merece alguna censura teológica.” Si esto es cierto para las doctrinas dogmáticas en el sentido estricto de la palabra, podemos decir que es aún más cierto en el caso de las cuestiones morales, porque para ellas no sólo las absolutas e infaliblemente ciertas, sino también las decisiones moralmente ciertas deben ser consideradas como normas obligatorias.

Las palabras de Pío IX antes citadas apuntan a otra fuente de doctrinas teológicas, y por lo tanto de moral, es decir, las enseñanzas universales de las escuelas católicas. Pues éstas son los canales por los cuales las doctrinas sobre fe y moral deben ser transmitidas sin error, y las cuales consecuentemente tienen la naturaleza de una fuente. De la doctrina unánime de las escuelas católicas se deriva naturalmente la convicción de la Iglesia universal. Pero puesto que es un principio dogmático que la Iglesia completa no puede errar en asuntos de fe y moral, el consentimiento de varias escuelas católicas debe ofrecer la garantía de infalibilidad en estos asuntos.

Para que la teología moral sea completa en todos los aspectos debe realizar en los asuntos morales lo que la teología dogmática realiza en cuestiones relativas al dogma. Esta última tiene que explicar claramente las verdades de fe y probarlas como tales; debe también, hasta donde sea posible, mostrar su acuerdo con la razón, defenderlas contra las objeciones, trazar su conexión con otras verdades y, por medio de la argumentación teológica, deducir verdades ulteriores. La teología moral debe seguir las mismas cuestiones procesivas que la moral. Es evidente que esto no se puede hacer en todas las ramas de la teología moral de tal modo que agote el asunto, excepto por una serie de monografías. Tomaría volúmenes esbozar sólo la belleza y la armonía de las disposiciones de Dios, las cuales trascienden la ley natural, pero que Dios promulgó para elevar al hombre al más alto plano y guiarlo a su fin sobrenatural en una vida futura---y sin embargo todo esto está comprendido en la materia de la moral sobrenatural. Ni la teología moral está confinada a la exposición de estos deberes y virtudes, los cuales no pueden ser eludidos si el hombre desea llegar a su fin último; incluye todas las virtudes, incluso aquellas que marcan la cima de la perfección cristiana y su práctica, no sólo en grado ordinario, sino también en la vida ascética y mística. Por lo tanto, es completamente correcto designar al ascetismo y al misticismo como partes de la teología moral cristiana, aunque ordinariamente se les trata como ciencias distintas.

La tarea del teólogo moral de ningún modo está completa cuando ha explicado las cuestiones indicadas. La teología moral, en más de un aspecto, es esencialmente una ciencia práctica. Sus instrucciones se deben extender al carácter moral, a la conducta moral, al logro y éxito de las aspiraciones morales, de modo que pueda ofrecer una norma definida para las complejas situaciones de la vida humana. Con este propósito debe examinar los casos individuales que surgen y determinar los límites y la gravedad y la obligación en cada uno de ellos. Particularmente aquéllos cuyo oficio y posición en la Iglesia demanda el cultivo de la ciencia teológica, y que son llamados a ser maestros y consejeros, deben encontrar en ella una guía práctica. Según la jurisprudencia debe capacitar al futuro abogado y juez para administrar justicia en casos individuales, así la teología moral debe capacitar al director espiritual o confesor para decidir asuntos de conciencia en casos diversos de la vida diaria; para sopesar las violaciones a la ley natural en el balance de la justicia divina; debe capacitar al guía espiritual para distinguir correctamente y aconsejar a otros sobre qué es y que no es pecado, qué es aconsejable y qué no, qué es bueno y qué es lo mejor; debe proveer un entrenamiento científico para el pastor del rebaño, de modo que pueda dirigir todo a una vida de deber y virtud, advertirles contra el pecado y peligros, llevar de buenos a mejores a aquellos dotados con la luz necesaria y poder moral, levantar y fortalecer a aquellos que han caído del nivel moral. Muchas de estas tareas pertenecen a la ciencia colateral de la teología pastoral, pero esto también trata una parte especial de los deberes de la teología moral, y cae, por lo tanto, dentro de la esfera de la teología moral en su sentido más amplio. El tratamiento puramente teórico y especulativo de las cuestiones morales debe ser suplementado con la casuística. No es importante para la materia misma si esto debe ser hecho separadamente, esto es, si la materia debe ser tomada casuísticamente antes o después de su tratamiento teórico, o si el método debe ser al mismo tiempo teórico y casuístico; la viabilidad práctica decidirá este punto, mientras que para obras escritas sobre teología moral, lo determinará la meta especial del autor. Sin embargo, el que enseña o escribe teología moral para la educación de sacerdotes católicos, no le hará completa justicia al fin que persigue, si no une el elemento casuístico al teórico y al especulativo.

Lo dicho hasta aquí, bosqueja lo suficiente el concepto de teología moral en su sentido más amplio. Nuestra próxima tarea es dar seguimiento a su actual formación y desarrollo.

La teología moral correctamente entendida significa la ciencia de la moral revelada sobrenaturalmente. Por lo tanto, los que rechazan la revelación sobrenatural no pueden hablar de teología moral; lo más que pueden hacer es recurrir a la ética natural. Pero distinguir entre teología moral y ética es admitir más temprano o más tarde una ciencia de ética sin Dios ni religión.

Que esto contiene una contradicción esencial es claro para todo el que analice las ideas de rectitud y perversión moral, o el concepto de un deber absoluto que se obliga a sí mismo con persistencia inflexible sobre todos los que han llegado al uso de razón. Sin Dios, un deber absoluto es inconcebible, porque no hay nadie que imponga la obligación. No me puedo obligar a mí mismo porque no puedo ser mi superior; mucho menos puedo obligar a la raza humana, y aún así me siento obligado a muchas cosas, y no puedo sino sentirme absolutamente obligado como hombre, y por lo tanto no puedo sino considerar a todos aquellos que comparten la naturaleza humana conmigo como igualmente obligados. Es evidente entonces que esta obligación debe proceder de un ser superior que sea superior a todos los hombres, no sólo a los que viven hoy día, sino a todos los que han sido y serán, no, y en cierto sentido incluso a aquellos que son meramente posibles. Este ser superior es el Señor de todos: Dios. Es también palmario que aunque este Supremo Legislador puede ser conocido por la razón natural, ni Él ni su Ley pueden ser suficientemente conocidos sin una revelación de su parte. Por lo tanto, si es que la teología moral, el estudio de esta Ley Divina efectivamente cultivada sólo por quienes se aferran fielmente a la Revelación divina, y por las sectas que cortan su conexión con la Iglesia, sólo en la medida en que mantienen la creencia en una Revelación sobrenatural a través de Jesucristo.

Dondequiera que el Protestantismo haya arrojado esta creencia por la borda, allí el estudio de la teología moral ha sufrido un naufragio. Hoy día sería sólo tiempo perdido buscar un avance en ella de parte de una denominación no católica. En los siglos XVII y XVIII todavía había hombres que intentaron hacerlo. J. A. Dorner afirma en Herzog, "Real-Encyklopädie", IV, 364 ss. (s.v. "Ethik"), que los escritores protestantes prominentes que defienden las “morales teológicas” han aumentado muy poco desde el siglo XVIII. Sin embargo, esto no es del todo correcto. Para aquellos que aún se aferran a un protestantismo positivo, debemos mencionar a Martensen, quien a principios del siglo XX entró a las listas con profunda convicción por la “Ética Cristiana”; lo mismo hizo Lemme, aunque a su modo peculiar, en su “Christliche Ethik” (1905); ambos le atribuyen un alcance más amplio y más objetivamente diferente que el de la ética natural. Aquí serán suficiente unos pocos nombres de los siglos XVII y XVIII: Hugo Grocio (m. 1645), Pufendorf (m. 1694) y Christian Thomasius (m. 1728) todos ven la diferencia entre la moral teológica y la natural en que la primera es también positiva, es decir, divinamente revelada, pero con la misma materia que la última. Esta última afirmación sólo podría surgir de la opinión protestante que lo ha arriesgado todo en el “fides fiducialis”; pero apenas puede reconocer una serie de deberes ampliados por Cristo y por el cristianismo. Otros escritores de una “theologia moralis” basados en esta “fides fiducialis” son Buddeus, Chr. A. Crusius y Jerem. Fr. Reuss. Un resultado lógico del kantismo fue la negación de la misma posibilidad de la teología moral, pues Kant había hecho de la razón autónoma la única fuente de la obligación. Dorner dice sobre este punto (loc. Cit.): “Es cierto que la autonomía y la autocracia del ser moral separa la moral y la religión.”; él hubiese estado más cerca de la marca si hubiese dicho: “ellos destruyen toda moral”. Generalmente hablando los protestantes liberales modernos apenas conocen ninguna otra moral autónoma; aun cuando hablan de moral “religiosa”, ellos hallan su última explicación en el hombre, la religión y Dios o la revelación divina tomados en su sentido modernista, esto es nociones subjetivas de cuyo valor objetivo no tenemos conocimiento ni certeza.

Siendo este el caso, queda sólo una pregunta por discutirse: ¿Cuál ha sido el verdadero desarrollo y método de la teología moral en la Iglesia? Y aquí debemos primero que todo recordar que la Iglesia no es una institución educativa o escuela para el avance de las ciencias. En realidad, ella estima y fomenta las ciencias, especialmente la teología, y ella funda las escuelas científicas; pero ésta no es su única ni principal tarea. Ella es la institución autoritativa, fundada por Cristo para la salvación de la humanidad; ella habla con poder y autoridad a toda la raza humana, a todas las naciones, a todas las clases sociales, a toda época, les comunica la doctrina de la salvación inalterada y les ofrece su ayuda. Su misión es instar igualmente a las personas educadas y no educadas a la aceptación de la verdad, sin importar su establecimiento y estudio científico. Después que esto ha sido aceptado en fe, ella también promueve e insta a la investigación científica de la verdad, según los tiempos y las circunstancias, pero retiene la supervisión sobre ella y se mantiene sobre todas las aspiraciones y trabajos científicos. Como resultado, vemos la materia de la teología mora, aunque establecida y comunicada positivamente por la Iglesia, tratada en forma diferente por los escritores eclesiásticos según los requerimientos de los tiempos y las circunstancias.

En los primeros años de la Iglesia primitiva, cuando se vio germinar la semilla divina, nutrida por la sangre de los mártires, a pesar de las frías escarchas de la persecución, cuando para sorpresa del mundo hostil, creció como un árbol poderoso de plantación celestial, apenas había tiempo libre para el estudio científico de la doctrina cristiana. Por lo tanto al principio se trató a la moral en forma parenética y popular. A través de todo el período patrístico apenas estuvo en boga ningún otro método para las cuestiones morales, aunque este método pudiese consistir ya en una concisa exposición, ya en una discusión más detallada de los deberes y virtudes individuales. Una de las primeras obras de la tradición cristiana, si no la primera luego de la Sagradas Escrituras, el “Didache” o “Enseñanza de los Apóstoles”, es principalmente de una naturaleza moral-teológica. Es apenas más que un código de leyes es un decálogo agrandado, al cual se le añaden los principales deberes que surgen de la institución divina de los medios de salvación y de las instituciones apostólicas de un culto común---a este respecto valiosos para la teología dogmática en un sentido estrecho. El “Pastor” de Hermas, compuesto un poco después, es de carácter moral, esto es, contiene una exhortación ascética a la moralidad cristiana y a una penitencia seria si uno ha caído en el pecado.

Existe una serie de largos escritos ocasionales que tratan sobre la teología moral, desde el primer período de la era cristiana; su propósito era recomendar una cierta virtud o exhortar a los fieles en general para ciertos tiempos y circunstancias. Así, desde Tertuliano (murió cerca del 240) tenemos: "De spectaculis", "De idolatria", "De corona militis", "De patientia", "De oratione", “De poenitentia”, "Ad uxorem", sin tomar en consideración las obras que escribió después de su defección al montanismo y los cuales ciertamente son de interés para la historia de la moral cristiana, pero no pueden servir como una guía para ella. De Orígenes (m. 254) todavía poseemos dos obras menores que tratan sobre nuestro asunto, es decir, “Demartyrio”, de carácter parenético, y “De oratione”, de contenido moral y dogmático; el último se halla con las objeciones que son avanzadas o más bien reiteradas incluso hoy día contra la eficacia de la oración.

En las preciosas obras de San Cipriano de Cartago (m. 258) tenemos escritos ocasionales y monografías; entre los primeros se pueden nombrar: “De mortalitate” y “De martyrio”, en cierto sentido también “De lapsis”, aunque tiene más bien un carácter disciplinario y judicial; a la última clase pertenecen: "De habitu virginum", "De oratione", "De opere et eleemosynis", "De bono patientiæ", y "De zelo et livore". Un título más claro para ser clasificado entre los libros morales-teológicos parece pertenecer a una obra anterior, el “Paedagogus” de Clemente de Alejandría (m. c. 217). Es un relato detallado de una vida diaria cristiana genuina, en el cual las acciones ordinarias del diario vivir se miden por el estándar de la moralidad sobrenatural. El mismo autor toca la moral cristiana también en sus otras obras, particularmente en la “Stromata”; pero esta obra fue escrita principalmente desde el punto de vista apologético, puesto que estaba destinada a vindicar la doctrina cristiana completa, tanto fe y moral, contra las filosofías paganas y judías.

En años subsiguientes, cuando las persecuciones cesaron y comenzó a florecer la literatura patrística, encontramos no solo escritos exegéticos y apologías escritos para defender la doctrina cristiana contra varias herejías, sino también numerosas obras morales-teológicas, principalmente sermones, homilías y monografías. Las primeras de éstas son los discursos de San Gregorio Nacianceno (m. 391), de San Gregorio de Nisa (m. 395), de San Juan Crisóstomo (m. 406), de San Agustín (m. 430), y sobre todo las “catequesis” de San Cirilo de Jerusalén (m. 386). De San Juan Crisóstomo tenemos "De sacerdotio"; de San Agustín, "Confessiones", "Soliloquia", "De cathechizandis rudibus", "De patientia", "De continentia", "De bono coniugali", "De adulterinis coniugiis", "De sancta virginitate", "De bono viduitatis", "De mendacio", "De cura pro mortuis gerenda", de modo que los títulos nada más bastan para mostrar la riqueza de temas discutidos con no menos unción que originalidad y profundidad de pensamiento. San Ambrosio intentó tratar separadamente la moralidad sobrenatural de los cristianos en sus libros “De officiis”, una obra que, a imitación de las discusiones de Cicerón, forma la contraparte cristiana de las discusiones puramente naturales de los paganos. Una obra con un sello completamente diferente y de mayores proporciones es la "Expositio in Job, seu moralium lib. XXV", del Papa San Gregorio I Magno (m. 604). No es un arreglo sistemático de los varios deberes cristianos, sino una colección de instrucciones y exhortaciones morales basado en el Libro de Job; Alzog (Handbuch del Patrologie, 92) lo llama un “repertorio de moral casi completo”. Más sistemática es su obra “De cura pastorali”, la que estaba dirigida principalmente al pastor y la cual es considerada incluso hoy día una obra clásica en la teología pastoral.

Habiendo delineado ampliamente el progreso de la teología moral durante la era patrística propiamente, debemos suplementarla detallando el desarrollo de una rama muy especial de la teología moral y su aplicación práctica; pues la teología moral debe asumir necesariamente una forma peculiar cuando su propósito se restringe a la administración del Sacramento de la Penitencia. El principal resultado a obtenerse fue una noción clara de los varios pecados y sus especies, de su relativa congoja e importancia, y de la penitencia a ser impuesta por ellos. Para asegurar un procedimiento uniforme, fue necesario que los superiores eclesiásticos establecieran instrucciones detalladas, lo cual hicieron ya sea por mutuo acuerdo o en respuesta a preguntas. Escritos de este tipo son las cartas pastorales o canónicas de San Cipriano de Cartago, San Pedro de Alejandría, San Basilio el Grande y San Gregorio de Nisa; los decretales y cartas sinodales de un número de Papas, como Siricio, Inocencio I, Celestino I, León I, etc.; cánones de varios concilios ecuménicos. Estos decretos fueron recopilados en una fecha temprana y usados por los obispos y sacerdotes como norma para distinguir pecados e imponer penitencia eclesiástica por ellos.

La ascendencia de los llamados “libros penitenciales” data del siglo VII, cuando ocurrió un cambio en la práctica de la penitencia eclesiástica. Hasta entonces había sido una ley tradicional en la Iglesia que los tres crímenes capitales, apostasía, homicidio y adulterio, debían ser expiados con una penitencia determinada, la cual era pública al menos para pecados públicos. Esta reparación, que consistía principalmente en ayunos severos y prácticas públicas humillantes, era acompañada por varias ceremonias religiosas bajo la estricta supervisión de la Iglesia; incluía cuatro estaciones distintas o clases de penitentes y a veces duraba de quince a veinte años. En una fecha más temprana, sin embargo, los antedichos pecados capitales fueron divididos en secciones, según que las circunstancias fuesen agravantes o atenuantes, y se les aplicaba los correspondientes largos o cortos períodos de penitencia. Con el correr de los siglos, cuando se recibió al seno de la Iglesia a naciones enteras, incivilizadas y dominadas por fieras pasiones, y cuando, como resultado, los crímenes atroces se multiplicaron, muchas ofensas, afines a las mencionadas, se incluyeron entre los pecados sujetos a penitencias canónicas; mientras que para otros, especialmente para los pecados secretos, el sacerdote determinaba la penitencia, su duración y modo, de acuerdo a los cánones. El siglo VII trajo consigo una relajación, no ciertamente en la penitencia canónica, sino en el control eclesiástico; por otro lado, hubo un aumento en el número de crímenes que demandaban una penitencia fija si se quería mantener la disciplina; además se debía tomar en consideración muchos derechos hereditarios de una naturaleza particular, que habían llevado a una cierta mitigación de la norma universal de la penitencia. Gradualmente tuvieron entrada y se pusieron en boga sustitutos y las llamadas redemptiones, que consistían en donativos pecuniarios a los pobres o a las utilidades públicas. Todo esto requirió la redacción de listas comprehensivas de varios crímenes y de las penitencias a ser impuestas por ellos, de modo que los confesores llegaran a una cierta uniformidad sobre el tratamiento a los penitentes y la administración de los sacramentos.

Apareció cierta cantidad de “libros penitenciales”. Algunos de ellos, aprobados por la Iglesia, seguían de cerca los antiguos decretos canónicos de los Papas y los concilios, y los estatutos aprobados de San Basilio, San Gregorio de Nisa y otros; otros eran meramente obras privadas que, recomendadas por el renombre de sus autores, encontraban una circulación amplia; otros iban muy lejos en sus decisiones y por lo tanto obligaron a los superiores eclesiásticos ya sea a reprenderlos o condenarlos. Una descripción más detallada de estas obras se puede hallar en otro artículo.

Estos libros no fueron escritos con un propósito científico, sino práctico jurídico. Ni marcan un avance en la ciencia de la teología moral, sino más bien una detención, no, incluso una decadencia. Esos siglos de migraciones, de conmociones sociales y políticas, ofrecieron un terreno poco adaptado para un cultivo exitoso de las ciencias, y aunque en el siglo IX se hizo un nuevo intento para elevar los estudios científicos a un nivel más alto, aún así la obra de los siglos siguientes consistió más bien en recopilar y renovar los tesoros de los siglos anteriores y no en añadirles nada nuevo. Esto es cierto para los asuntos de teología moral, no menos que para otras ramas de la ciencia. De este estancamiento de la teología en general y de la teología moral en particular surgió una nueva vida hacia fines del siglo XII y comienzos del XII. Se notó una nueva corriente de desarrollo saludable en la teología moral, la cual fue en dos direcciones: una en la nueva fuerza infundida a la práctica de los confesores, y la otra en un renovado vigor dado a la parte especulativa.

Con esta gradual desaparición de las penitencias públicas, los “libros penitenciales” perdieron su importancia cada vez más. Los confesores se interesaron cada vez menos en la medida exacta de las penitencias que sobre el objeto esencial del sacramento, el cual es la reconciliación del pecador con Dios. Además, los “libros penitenciales” eran muy defectuosos para enseñar a los confesores cómo juzgar varios pecados, sus consecuencias y remedios. Para llenar esta necesidad, San Raimundo de Peñafort escribió hacia el año 1235 la “Summa de poenitentia et matrimonio”. Igual que su famosa colección de decretos, es un repertorio de cánones sobre varios asuntos, es decir, importantes pasajes de los Padres, concilios y decisiones papales. Más inmediatamente adaptado al uso real fue la “Summa de casibus conscientiae”, que fue escrita alrededor de 1317 por un miembro desconocido de la Orden Franciscana en Asti en la Alta Italia, y la cual es, por lo tanto, conocida como la “Summa Astensana” o “Summa Astensis”. Sus ocho libros cubren la materia total de la teología moral y los decretos canónicos, ambos indispensables para el pastor y el confesor: Libro I, los Mandamientos divinos; II, virtudes y vicios; III, contratos y testamentos; IV-VI, sacramentos, excepto el matrimonio; VII, censuras eclesiásticas; VIII, matrimonio.

Los siglos XIV y XV produjeron cierto número de summoe similares para los confesores; todos ellos, sin embargo, desecharon el arreglo en libros y capítulos, y adoptaron el orden alfabético. Su valor es, por supuesto, ampliamente diferente. Los siguientes son los más importantes y más populares entre ellos: La “Summa Confessorum” del dominico Juan de Friburgo (m. 1314), el cual fue publicado unos pocos años antes de la “Summa Astensis”; su gran fama y amplia circulación se debió a su revisión por otro miembro de la Orden de Predicadores, Bartolomé de Pisa (m. 1347), quien la organizó alfabéticamente y suplementó sus partes canónicas; es comúnmente conocida como la “Summa Pisana”. La obra sirvió como base para la “Summa angelica”, un tratado claro y conciso, compuesto alrededor del año 1476 por el franciscano Angelo Cerleto, llamado “Angelus a Clavasio” por su ciudad natal, Chiavasso. Atestigua su gran popularidad el hecho de que tuvo por lo menos treinta y una ediciones de 1476 a 1520. Una popularidad similar obtuvo la “Summa casuum” del franciscano J. B. Trovamala, la cual apareció unos pocos años más tarde (1484) y, después de ser revisada por su mismo autor en el 1495, llevó el título de “Summa rosella”. Una de las últimas y más renombradas de estas “summoe” fue probablemente la “Summa Silvestrina” del dominico Silvester Prierias (m. 1523), tras la cual la teología moral comenzó a ser tratada de forma diferente. Las “summoe” aquí mencionadas, aunque fueron escritas exclusivamente para el uso práctico de los confesores, no desecharon la forma más elemental; sino que representaron los resultados de un estudio científico minucioso, el cual produjo no sólo escritos de esta clase, sino también otras obras sistemáticas de una profunda erudición.

El siglo XII atestiguó una gran actividad en la teología especulativa, la cual se centró alrededor de la catedral y escuelas monásticas. Éstas produjeron hombres como Hugo y Ricardo de San Víctor, y especialmente al alumno de Hugo, Pedro Lombardo, llamado el Maestro de las Sentencias, el cual floreció en la escuela catedral de París hacia mediados de siglo, y cuyo “Libro sententiarum” sirvió por muchos siglos como el libro de texto estándar en los salones de conferencias teológicas. En esos días, sin embargo, cuando comenzaron a aparecer herejías peligrosas contra los dogmas y misterios fundamentales de la fe cristiana, la parte moral de la doctrina cristiana recibió un tratamiento limitado; Pedro el Lombardo incidentalmente discute unos pocos asuntos morales, como por ejemplo, sobre el pecado, al hablar de la creación y el estado original del hombre, o más particularmente, al tratar sobre el pecado original. Otras preguntas, por ejemplo, sobre la libertad de nuestras acciones y la naturaleza de los actos humanos en general, son contestadas en la doctrina sobre Cristo, donde él discute el conocimiento y la voluntad de Cristo. Incluso el renombrado comentador de las “Sentencias”, Alejandro de Hales, O. Min., todavía no entra seriamente a la moral cristiana. El trabajo de construir la teología moral como una ciencia especulativa fue por fin emprendido y completado por esa gran luminaria de la teología, Santo Tomás de Aquino, a cuya “Summa theologica” nos referimos anteriormente. Aparte de esta obra maestra, cuya segunda parte y porciones de la tercera tratan sobre la moral, existen varias obras menores que tienen un carácter moral y ascético. Esta última rama fue cultivada con extraordinaria habilidad por el franciscano San Buenaventura, aunque él no igualó el genio sistemático de Santo Tomás.

Este siglo y el siguiente produjeron cierto número de teólogos prominentes algunos de los cuales impugnaron varias doctrinas de Aquino, como Juan Duns Scoto y sus seguidores, mientras que otros siguieron sus huellas y escribieron comentarios sobre sus obras, como Ægidius Romanus y Juan Capreolo. Sin embargo, rara vez fueron asunto de controversia durante este tiempo las cuestiones morales-teológicas puras; no se asomó una nueva época en el método de la teología moral hasta después del Concilio de Trento. Sin embargo, hay dos escritores extremadamente fértiles en el siglo XV que no sólo ejercieron una poderosa influencia sobre el avance de la teología, sino que elevaron el estándar de la vida práctica. Ellos son Denis el Cartujo y San Antonino, obispo de Florencia. El primero es muy conocido por sus obras ascéticas, mientras que el último se dedicó a la práctica del confesionario y al trabajo ordinario de pastor. Su “Summae Theologica” pertenece especialmente a nuestro asunto. Pasó por varias ediciones, y en 1740 apareció en Florencia la revisión de A. Ballerini, que consta de cuatro folios. El tercer volumen trata principalmente de la ley eclesiástica; discute detalladamente la posición legal de la Iglesia y su código penal. Unos pocos capítulos del primer volumen están dedicados al lado psicológico del hombre y sus acciones. El resto de la obra es un comentario, desde el punto de vista moral meramente, sobre la segunda parte de la “Summa Theologica” de Santo Tomás, a la cual se refiere constantemente. No es una explicación teórica pura, pero está tan llena de detalles jurídicos y casuísticos que puede ser llamada una fuente inagotable para los manuales de casuística. El apodo “Antoninus consiliorum”, Antonino del bueno consejo, que se le dio en el Breviario Romano atestigua cuán altamente se estimaba la sabiduría práctica de Antonino durante su vida.

Con el Concilio de Trento la Iglesia Católica respiró nuevo aliento de vida. La reforma de la moral le dio un fresco ímpetu a la ciencia teológica. Éstas habían caído gradualmente del alto nivel a donde se habían elevado en tiempos de Santo Tomás; el deseo de un sólido avance había dado lugar frecuentemente a la búsqueda de argumentaciones inteligentes para asuntos poco importantes. El siglo XVI atestiguó un cambio completo. Incluso antes de la citación del concilio, hubo eminentes estudiosos de seria mentalidad como Tomasso de Vio Gaetani Cajetan (usualmente llamado Cayetano), Victoria, y los dos Sotos (Pedro de Soto y Domingo de Soto, todos hombres cuyo sólido conocimiento de la teología probó ser de inmenso beneficio al concilio mismo. Su ejemplo fue seguido por una larga serie de excelentes eruditos, especialmente dominicos y miembros de la recién fundada Compañía de Jesús. Fue sobre todo el lado sistemático de la teología moral lo que ahora se retomó con renovado celo. En siglos anteriores, la “Sentencias” de Pedro Lombardo había sido el libro de texto universal, y las obras teológicas más prominentes de la época siguiente se declaraban nada más que comentarios sobre ellas; sin embargo, de ahí en adelante la “Summa Theologica” de Santo Tomás se siguió como guía en teología y un gran número de las mejores obras teológicas, escritas después del Concilio de Trento, se llamaron “Commentarii in Summam Sti. Thomae”. El resultado natural fue un tratamiento más comprehensivo de los asuntos morales, puesto que éstos constituían por mucho la mayor parte de la “Summa” de Santo Tomás. Entre las primeras obras clásicas de este tipo está el “Commentariorum theologicorum tomi quattuor” de Gregorio de Valencia. Está muy bien pensado y muestra gran exactitud; los volúmenes III y IV contienen la explicación de la “Prima Secundae” y la “Secunda Secundae” de Santo Tomás. Esta obra fue seguida, a fines del siglo XVI y principios del XVII, por una cantidad de comentarios similares; entre ellos ocupan un lugar prominente los de Gabriel Vásquez, Leonard Lessius, Francisco Suárez, Becano y las obras de Tomás Sánchez “In decalogum” así como “Consilia moralia”, que son más casuísticas en su método; los comentarios de Domingo Báñez, que habían aparecido un tiempo antes; y las de Medina (vea Bartolomé Medina, Probabilismo).

Conspicuo entre todos los mencionados está Francisco Suárez, S.J., en cuyas voluminosas obras se desarrolla los principales asuntos de la “Seounda” de Santo Tomás con gran exactitud y riqueza de conocimiento positivo. Casi cada tema es examinado minuciosamente y llevado cerca de su solución final; se discuten extensamente las más variadas opiniones de teólogos anteriores, se someten a un cercano escrutinio y la decisión final se da con gran circunspección, moderación y modestia. Un gran folio trata los asuntos fundamentales de teología moral en general:

  • 1. De fine et beatitudine;
  • 2 De voluntario et involuntario, et de actibus humanis;
  • 3 De bonitate et malitia humanorum actuum;
  • 4 De passionibus et vitiis.

Otro volumen trata sobre “Leyes”; muchos volúmenes en folio se dedican a tratados que ciertamente pertenecen a la moral, pero que están inseparablemente conectados con otros asuntos estrictamente dogmáticos sobre Dios y sus atributos, es decir, “De gratia divina”; hoy día se asignan al dogma propiamente. Una tercera serie da la doctrina completa sobre los sacramentos (excepto el sacramento del matrimonio) desde su punto de vista moral y dogmático. Francisco Suárez no examinó todas las varias virtudes; además del tratado sobre virtudes teológicas, sólo poseemos el de la virtud de la religión. Pero si alguna de las obras de Francisco Suárez ha de llamarse clásica es la antedicha, la cual discute en cuatro volúmenes el asunto completo “De religione”. Dentro del amplio campo de “religio”, incluyendo su noción y posición relativa, sus varias acciones y prácticas, como oración, votos, juramentos, etc., los pecados contra ella, apenas se puede hallar una cuestión dogmática o casuística que no haya sido resuelta o cuya solución no se haya al menos intentado. De los últimos dos volúmenes uno trata de las órdenes religiosos en general, el otro sobre el “Instituto” de la Compañía de Jesús.

En el transcurso de los siglos XVII y XVIII aparecieron un número de obras similares, aunque más concisas, que tratan asuntos morales-teológicos como parte de una teología universal con el espíritu genuino de la ciencia escolástica. Están las de Tanner, Coninck, Platel, Gotti, Billuart, y muchas otras, cuya mera enumeración nos llevaría muy lejos. Sin embargo, debemos mencionar a Juan de Lugo, a quien nadie puede negar el honor de haber adelantado la teología práctica y la especulativa, y especialmente la moral práctica. Dotado de un genio especulativo y poco común y de un juicio práctico y claro, en muchos casos señaló rutas completamente nuevas hacia la solución de asuntos morales. Hablando de su teología moral San Alfonso le llama “sin duda el líder después de Santo Tomás”. Sus obras que nos han llegado son: "De fide", "De Incarnatione", "De justitia et jure", "De sacramentis", viz., "De sacramentis in genere", "De baptismo et eucharistia", and "De poenitentia". El volumen “De poenitentia” es sobre todos el que, a través de su décimo sexta discusión, se ha convertido en el panfleto clásico para la teología moral casuística y particularmente para la distinción específica de los pecados; al mismo asunto pertenece la obra póstuma “Responsa moralia”, una colección de respuestas dadas por de Lugo en casos de conciencia complicados. Este no es el lugar para señalar su eminencia como dogmatista; baste decir que muchas preguntas de largo alcance reciben soluciones originales que, aunque no universalmente aceptadas, han arrojado suficiente luz sobre estos asuntos.

El método que Lugo aplica a las cuestiones de teología moral puede muy bien ser llamado mixto, esto es, es tanto especulativo como casuístico. Tales obras de carácter mixto ahora son comunes, tratan la materia completa de la teología moral, hasta donde es útil al confesor y al pastor de esta forma mixta, aunque ellos insisten más en la casuística que Lugo. Un tipo de esta clase es la "Theologia moralis" de Paul Laymann (m. 1635); en esta categoría también se pueden contar la "Theologia decalogalis" y "Theologia sacramentalis" de Patritius Sporer (m. 1683), la "Conferentiæ" de Benjamín Elbel (m. 1756), y la "Theologia moralis" de Reuter (m. 1762). Los manuales para confesores son casi innumerables, escritos en una forma casuística simple, aunque incluso éstos justifican sus conclusiones con razones internas después de legitimizarlas con una apelación a la autoridad externa. Frecuentemente son el fruto de un conocimiento especulativo minucioso y extensa lectura. Uno de los más sólidos es probablemente el "Manuale confessariorum et poenitentium" de Azpilcueta (1494-1586), el gran canonista, comúnmente conocido como "Doctor Navarrus"; además, la "Instructio sacerdotum" o "Summa casuum conscientiæ" del Cardenal Tolet (m. 1596), que fue altamente recomendado por San Francisco de Sales. Otra obra que merece mención, es decir, la llamada "Medulla theologiæ moralis" de Hermann Busembaum (m. 1688), que se ha hecho famosa debido a su uso extendido (cuarenta ediciones en menos de veinte años durante la vida del autor) y el número de sus comentadores. Entre éstos se incluyen Claude Lacroix, cuya teología moral se considera una de las más valiosas del siglo XVIII, y a San Alfonso María de Ligorio, con el cual, sin embargo, comenzó una época completamente nueva en la teología moral.

Antes de entrar a esta nueva fase, demos una ojeada al desarrollo del llamado sistema de moral y controversias que se esparció entre los eruditos católicos, así como al método casuístico de tratar la teología moral en general. Porque estas controversias se centran precisamente alrededor de la casuística de la teología moral, y la que ha experimentado severos ataques. Estos ataques se confinaron mayormente a Alemania. Los campeones de los adversarios fueron Hirscher (m. 1865), Döllinger, Reusch, y un grupo de eruditos católicos que, de 1901 a 1902, demandaron una “reforma de la teología moral católica”, aunque no todos estuvieron movidos por el mismo espíritu. Hirscher estuvo movido por el celo de una supuesta buena causa, aunque él estuvo implicado en errores teológicos. Döllinger y Reusch intentaron cubrir sus defecciones de la Iglesia y su negativa a reconocer la infalibilidad papal al ridiculizar las condiciones y asuntos del mundo eclesiástico que ellos pensaban militaban contra esa infalibilidad: la última fase de esta oposición fue el resultado de malos entendidos. Para poder elucidar las acusaciones traídas contra la casuística, usamos el criticismo completamente injustificado que Hirscher esgrimió contra la teología escolástica en general en su obra de 1832 “Sobre la relación entre el Evangelio y el Escolasticismo Teológico”, el cual Döllinger y Reusch citan con aprobación (Moralstreitigkeiten, 13 ss.):

1. "En vez de penetrar en el espíritu que hace de la virtud lo que es y subyace bajo todo lo bueno de este mundo, en otras palabras, en lugar de comenzar con la naturaleza única e indivisible de todo lo bueno, comienzan con el material de las varias prohibiciones y preceptos morales sin advertir de dónde se originan, sobre qué bases descansan, y cuál es su principio dador de vida.” Esto significa que los escolásticos y los casuísticos sólo conocen cosas individuales, y no ven nada universal y uniforme en las virtudes y deberes.

2. "En vez de derivar estos preceptos y prohibiciones de la esencia única e individual de todas las bondades y de este modo crear certeza en los juicios morales de su audiencia, ellos rechazan los principios, los encuerdan “debes” con “debes”, les proveen de innumerables estatutos y cláusulas, confunden y oprimen al oyente con la sobreabundante medida de deberes, medios deberes, no-deberes.” En otras palabras, los escolásticos oprimen y confunden con una innecesaria multiplicación de deberes y no deberes.

3. “Está más acorde con el espíritu del mosaísmo que con el del cristianismo cuando la moralidad cristiana es tratada menos como una doctrina de virtudes que de leyes y deberes, y cuando al añadir mandamiento a mandamiento, prohibición a prohibición, nos da una medida completa y colmada de reglas morales en lugar de construir sobre el espíritu cristiano, derivarlo todo de él y señalar todas las virtudes particulares a su luz.” O brevemente, la casuística promueve la santurronería exterior sin el espíritu interior.

4. “Los que tratan la moral desde el punto de vista de la casuística, le asignan una parte importante a la diferencia entre leyes graves y leves, deberes pesados y leves, transgresiones serias y leves y pecados mortales y veniales… Ahora bien, la distinción entre pecados veniales y mortales tiene una base sólida, y está basada principalmente en las diferentes cualidades de la voluntad, y si además los varios grados de bondad o de malicia se miden por la presencia, por ejemplo, de una voluntad puramente buena y fuerte, de una menos pura y menos fuerte, de una voluntad, débil, inerte, impura, maliciosa, pervertida, entonces nadie levantará su voz contra ella. Pero es completamente diferente cuando la distinción entre pecados mortales y veniales se toma objetivamente, y basada en la gravedad o levedad de los mandamientos… Tal distinción entre pecados mortales y veniales, fundada en las diferencias materiales de los mandamientos y las prohibiciones, es una fuente de tormento y ansiedad para muchos… La verdadera moralidad no se puede adelantar a través de tal ansiedad… La masa del pueblo derivará sólo una ganancia de tal método: muchos se abstendrán de lo prohibido bajo pena de pecado mortal y harán lo que se les ordena bajo tal penalidad, pero se preocuparán poco por lo que se manda o prohíbe bajo pena de pecado venial solamente. Por el contrario, buscarán una compensación en el último por lo que sacrificaron en los pecados graves. Pero, ¿podemos llamar cristianas las vidas de tales personas?” En otras palabras, la casuística falsifica las conciencias al distinguir objetivamente entre pecados mortales y veniales, lleva a una conformidad con los últimos y hace que sea imposible una vida verdaderamente cristiana.

No es difícil confutar todas estas acusaciones. Una ojeada a la “Summa Theologica” de Santo Tomás probará cuan incorrecto es el primer cargo de que el escolasticismo y la casuística conocen sólo las buenas acciones individuales y las virtudes individuales, sin preguntarse sobre el fundamento común de todas las virtudes. Antes de tratar las virtudes y deberes individuales, Santo Tomás da un volumen completo de discusiones de naturaleza general, en las cuales podremos notar las profundas especulaciones sobre el juicio final, la bondad y maldad de las acciones humanas, la ley eterna.

La segunda acusación, que la casuística escolástica confunde la mente por su volumen de deberes y no-deberes, puede sólo significar que la casuística escolástica fija éstos arbitrariamente y contrario a la verdad. La queja puede referirse solamente a esas obras y conferencias que apuntan a la instrucción del clero, pastores y confesores. El lector u oyente que se sienta confundido u oprimido por esta “masa de deberes”, etc. muestra con ese mismo hecho que no tiene el talento necesario para el oficio de confesor o director espiritual, y que por lo tanto debe escoger otro oficio.

El tercer cargo, dirigido contra la hipocresía judaica que descuida el fomento de la vida interior, se refuta por cada obra sobre casuística, aunque escasos, pues cada uno de ellos declara enfáticamente que la mayoría, sin el estado de gracia y una buena intención, todas las obras externas, no importa cuán difíciles y heroicas, son de poco valor a los ojos de Dios. ¿Puede la necesidad del espíritu interno ser presentada más claramente? Y aunque, en algunos casos, la realización externa de un determinado trabajo se establece como el mínimo exigido por Dios o la Iglesia, sin la cual el cristiano incurriría en la condenación eterna, pero esto no es desterrar el espíritu interior, sino designar el cumplimiento externo como la línea de bajamar de la moralidad.

Por último, el cuarto cargo surge de un error teológico muy grave. No puede haber duda de que, al juzgar la atrocidad del pecado y al distinguir entre pecados mortales y veniales, se debe tomar en consideración el elemento subjetivo; sin embargo, todos los compendios de teología moral, no importa cuán casuísticos sean, cumplen con este requisito. Cada manual distingue los pecados que surgen por la ignorancia, maldad, malicia, sin, sin embargo, tildar todos los pecados de debilidad como pecados veniales, o todos los pecados de malicia como pecados mortales; pues seguramente que hay actos menores de malicia que no se puede decir que causan la muerte del alma. Cada manual también toma conocimiento de los pecados que se cometen sin suficiente deliberación, conocimiento o libertad; todos éstos, aunque la materia sea grave, son considerados como pecados veniales. Por otro lado, cada manual reconoce los pecados veniales y mortales que lo son por la gravedad de la materia solamente. ¿O quién podría, abstrayéndose de todo lo demás, poner una mentira jocosa a la par con una negación de fe? Pero incluso en estos pecados, mortales o veniales según su objeto, los casuistas ponen énfasis en las disposiciones personales en las cuales fue cometido el pecado realmente. De ahí el principio universal; el resultado de una conciencia errónea subjetivamente puede ser que una acción que en sí misma era venial, se convierta en pecado mortal y viceversa, que una acción que es en sí misma mortalmente pecaminosa, esto es, que constituya una violación grave de la ley moral, puede ser sólo un pecado venial. Sin embargo, todos los teólogos, todos los casuistas, consideran la conciencia correcta un gran don y por lo tanto se esfuerzan, por sus discusiones casuísticas, en contribuir hacia la formación de conciencias correctas, de modo que el estimado subjetivo de la moralidad de ciertas acciones puede coincidir, hasta donde sea posible, con la norma objetiva de moralidad.

Por último, cuando varios oponentes del método casuístico objetan que el moralista se ocupa exclusivamente de los pecados y su análisis, con el “lado oscuro” de la vida humana, deben recordar que es físicamente imposible decir todo de una vez, que, igual que en muchas otras artes y ciencias, una división del trabajo también puede ser ventajosa para la teología moral, que el propósito particular de manuales y conferencias puede limitarse a la educación de confesores diestros y que este propósito puede muy bien ser realizado centrando la atención en el lado oscuro de la vida humana. Sin embargo, se debe conceder que este no puede ser el único propósito de la teología moral; es indispensable una discusión minuciosa de todas las virtudes cristianas y el modo de adquirirlas. Si en algún momento esta parte de la teología moral tuviese que ser llevado al trasfondo, la teología moral se convertiría en unilateral y necesitaría una revisión, no eliminando la casuística, sino dedicando más tiempo y energía a la doctrina de las virtudes en su aspecto científico, parenético y ascético.

En la época del Concilio de Trento era notable un gran avance en todas las ramas de la teología moral. La creciente frecuencia en la confesión sacramental explica que se pusiera más énfasis en la casuística en particular, lo cual es concedido libremente por los adversarios. Döllinger y Reusch dicen (op. cit., 19 ss.): “El hecho de que la casuística tuviera un desarrollo ulterior después del siglo XVI está relacionado con las cambios en la disciplina penitencial. De ahí en adelante prevaleció la costumbre de acercarse al confesionario más frecuentemente, regularmente antes de la Sagrada Comunión, de confesar no sólo los pecados mortales sino también los veniales, y de pedir consejo al confesor para todos los problemas de la vida espiritual, de modo que el confesor se convirtió cada vez más en un padre y guía espiritual.” El confesor necesitaba este adiestramiento y educación científica, el único que podría capacitarle para dar decisiones correctas en casos complejos de la vida humana, para formar un estimado correcto de la bondad o defecto moral, deber o violación de deber, virtud o vicio. Ahora bien, era inevitable que el confesor se encontrase casos donde la existencia o medida exacta de la obligación permaneciese obscura incluso después de un examen minucioso, donde el moralista era confrontado por la pregunta de cuál debería ser la decisión final en estos casos; si uno estaba obligado a considerarse obligado cuando el deber era oscuro y dudoso, o cómo uno podría remover esta duda y llegar a una conclusión definida de que no había obligación estricta. Siempre se había sabido y había sido variamente expresado en reglas prácticas que el anterior no podía ser el caso, sino que una obligación para existir debía primero ser probada: "In dubiis benigniora sequenda", "odiosa sunt restringenda", etc. Sin embargo, no siempre se tenía claramente a la vista el principio básico para resolver tales casos dudosos y llegar a la certeza necesaria para la moralidad de una acción. Establecer este principio universal era equivalente a establecer un sistema moral; y los varios sistemas se distinguían por el principio al cual se adherían.

La historia del probabilismo se da bajo ese título, baste decir aquí que desde mediados del siglo XVII, cuando comenzó la violenta discusión sobre este asunto, el desarrollo de la teología moral coincide con el del probabilismo y de otros sistemas probabilistas; aunque estos sistemas tocan sólo una pequeña parte de la moral y de las verdades morales y nada está más lejos que la verdad que la opinión, tan ampliamente difundida entre los adversarios de la moral católica, que el probabilismo le dio una nueva forma y un nuevo espíritu a la totalidad de la teología moral. El probabilismo y los otros sistemas de moral se ocupan sólo de los casos que son objetivamente dudosos; de ahí que se abstraen completamente de la amplia esfera de verdades establecidas y certeras. Ahora bien, la última clase es por mucho la más amplia en la teología moral también; si no fuera así, la razón humana estaría en un lamentable apuro, y la Divina Providencia le habría concedido poco cuidado a las más nobles de sus criaturas visibles y a sus más altos bienes, incluso en el orden sobrenatural, en el cual una gran medida de dones y gracias fue derramada con abundancia sobre los rescatados en Cristo. La parte cierta e indiscutible incluye todas las cuestiones fundamentales de la moral cristiana; comprende aquellos principios de orden moral por los cuales se regulan las relaciones del hombre consigo mismo, con Dios y con su prójimo y con las varias comunidades; abarca la doctrina del último fin del hombre y de los medios sobrenaturales para alcanzar dicho fin. Hay sólo un comparativamente pequeño número de leyes objetivamente obscuras y dudosas o deberes que apelan al probabilismo o antiprobabilismo para una decisión. Sin embargo, como ya se ha dicho, desde medidos del siglo XVII el interés de los teólogos morales se centró en el asunto acerca del probabilismo o antiprobabilismo.

Igual de lejos de la verdad está la segunda opinión de los adversarios del probabilismo, VIX., que este sistema induce a la gente a evadir las leyes y los endurece hasta la insensibilidad. Por el contrario, debatir del todo la cuestión del probabilismo era señal de un alma severamente consciente. El que propone la cuestión en absoluto conoce y confiesa por ese mismo hecho primero, que no es legal actuar con una conciencia dudosa, que el que realiza una acción sin estar firmemente convencido de que es permitida, comete pecado a los ojos de Dios; segundo, que una ley, sobre todo la Ley Divina nos obliga a tomar conciencia de ella y que, sin embargo, cada vez que surge la duda sobre la existencia probable de una obligación debemos aplicar suficiente cuidado para llegar a la certeza, de modo que un olvido frívolo de dudas razonables es en sí mismo un pecado contra la sumisión debida a Dios. A pesar de todo esto, puede suceder que todos nuestros dolores y preguntas no nos lleven a la certeza, que se hallen sólidas razones tanto para como contra la existencia de una obligación. Bajo estas circunstancias, un hombre conciente naturalmente preguntará si él mismo se debe considerar atado a la ley o si puede, por reflexiones ulteriores---principios reflejos, como se les llama---llegar a una conclusión plena de que no hay obligación ni de hacer u omitir el acto en cuestión. Si estuviésemos obligados a considerarnos atados en cada duda, el resultado, obviamente, sería una severidad intolerable. Pero puesto que antes de realizar una acción el veredicto final de nuestra conciencia debe estar libre de duda, es evidente la necesidad de remover tales dudas de una forma u otra según surgieron.

Al principio hubo falta de claridad respecto al probabilismo y las preguntas relacionadas con él. Las definiciones de opinión, probabilidad y certeza conflictivas sólo podían causar confusión. Cuando las obras sobre teología moral y manuales prácticos comenzaron a multiplicarse, fue inevitable que algunos individuos tomaran la palabra “probable” en un sentido muy amplio o muy estrecho, aunque no puede haber duda que en sí mismo significa “algo aceptable a la razón”; en otras palabras, puesto que la razón no puede aceptar nada a menos que tenga apariencia de verdad, “algo basado en la razón que generalmente lleva a la verdad”. De ahí que avanzaron y se expandieron como practicables opiniones que estaban poco de acuerdo con los requerimientos de la fe cristiana, y las cuales se ganaron la censura de la Santa Sede. Nos referimos particularmente a las tesis condenadas por el Papa Alejandro VII el 24 de septiembre de 1665 y el 18 de marzo de 1666, y por el Papa Inocencio XI el 2 de marzo de 1679. No se debe hacer responsable de ello al probabilismo, sino a las vaguedades de unos pocos probabilistas.

Como resultado de estas condenas, algunos teólogos se sintieron obligados a oponerse al sistema mismo y a alinearse con el probabiliorismo. Antes de este giro de los asuntos, los jansenistas habían sido los más notables adversarios del probabilismo. Pero ellos también habían recibido un revés cuando el Papa Inocencio X condenó (31 de mayo de 1653) en el “Augustinus” de Jansenio, entonces recién fallecido, la proposición “Los hombres justos, con la fuerza ahora a su disposición, no pueden guardar ciertos mandamientos de Dios incluso si ellos desean y tratan de hacerlo; además, están sin la gracia de Dios que podría hacerlo posible.”, fue tomada de la obra y rechazada como herética y blasfema. Ahora el probabilismo era menos reconciliable con esta tesis jansenista, que podría ser mantenida más fácilmente, mientras más estrictas fuesen las obligaciones morales impuestas a la conciencia del hombre y mientras más severo el sistema proclamado como únicamente justificado. En consecuencia, los seguidores de la doctrina jansenista trataron de atacar el probabilismo, de arrojar sospechas en él como innovación, y de representarlo incluso como conducente al pecado. Las exageraciones de unos pocos probabilistas, quienes fueron demasiado lejos en su laxitud, dio oportunidad a los jansenistas para atacar el sistema, y pronto un número de eruditos, notablemente entre los dominicos abandonaron el probabilismo, el cual habían defendido hasta entonces, lo atacaron y defendieron el probabiliorismo; algunos jesuitas también se opusieron al probabilismo. Pero por mucho, la mayoría de los escritores jesuitas así como un vasto número de otras órdenes y del clero secular se adhirieron al probabilismo. Esta controversia se tomó un siglo completo, lo cual probablemente no tiene paralelo en la historia de la teología católica.

Afortunadamente, las obras en ambos lados de esta controversia no fueron escritos populares. Sin embargo, teorías exageradas causaron una desigualdad evidente y mucha confusión en la administración del Sacramento de la Penitencia y en la guía de las almas. Este parece haber sido el caso particularmente en Francia e Italia; Alemania probablemente sufrió menos el rigorismo. Por lo tanto fue una bendición de la Divina Providencia que surgió un hombre a mediados del siglo XVIII, quien de nuevo insistió en una práctica más suave y gentil, y quien, debido a su eminente santidad, la cual combinó con un sólido aprendizaje, y la cual muy pronto después de su muerte lo elevó al honor de los altares, recibió la aprobación eclesiástica de su doctrina, estableciendo de este modo la práctica moderada en la teología moral.

Este hombre es San Alfonso María de Ligorio, quien murió en 1787 a la edad de 91, fue beatificado en 1816, canonizado en 1839, y declarado doctor de la Iglesia en 1871. En su juventud Ligorio había sido imbuido con los principios de teología moral más estrictos, pero, según confiesa él mismo, la experiencia de una vida misionera que se extendió por más de quince años, y el estudio minucioso, lo llevó a percibir su falsedad y malas consecuencias. Elaboró un manual de teología moral principalmente para los miembros de la congregación religiosa que debió su existencia a su celo ferviente. El mismo se basó en el ampliamente usado “Medulla” del jesuita Hermann Busenbaum, cuyas tesis él sometió a un profundo examen, confirmó con razones internas y autoridad externa, ilustró con opiniones adversas y modificó aquí y allá. La obra, completamente probabilista en sus principios, fue publicada por primera vez en 1748. Fue recibida con aplauso universal, fue alabada incluso por los Papas y tuvo su segunda edición en 1753; luego siguió edición tras edición, y casi todas mostraban la mano revisora del autor; la novena y última edición fue publicada durante la vida del santo, en el año 1785. Después de su beatificación y canonización su “Theologia moralis” alcanzó una aún más amplia circulación. No sólo se arreglaron varias ediciones, sino que casi parecía como si el crecimiento ulterior de la teología moral estuviese restricto a una reiteración y a revisiones compendiadas de las obras de San Alfonso. Una excelente edición crítica de la "Theologia moralis Sti. Alphonsi" es la de Léonard Gaudé, C.SS.R. (Roma, 1905), quien verificó todas las citas en la obra y la ilustró con anotaciones eruditas.

Ninguna obra futura sobre teología moral práctica puede pasar sin amplias referencias a los escritos de San Alfonso. Por lo tanto sería imposible ganar una clara percepción sobre el estado presente de la teología moral y su desarrollo sin estar más o menos familiarizado con el sistema del santo, según narrado en el artículo probabilismo. La controversia, que todavía se sostiene sobre probabilismo y equiprobabilismo, no tiene significado a menos que la última sobrepase los límites impuestos a ella por San Alfonso y se una al probabiliorismo. Sin embargo, aunque teóricamente la controversia no ha sido abandonada todavía, aún así en la práctica diaria es dudoso si hay alguno que siga otras reglas al decidir casos dudosos que los del probabilismo. Esta ascendencia de la escuela moderada en teología moral sobre la más rigurosa ganó nuevo ímpetu cuando Alfonso fue canonizado y cuando la Iglesia señaló en particular que la Divina Providencia lo había elevado como un bastión contra los errores del jansenismo, y que por sus numerosos escritos había marcado una ruta más confiable que los guías de almas podían seguir seguramente en medio de opiniones conflictivas ya sea muy estrictas o muy laxas. Durante su vida el santo se vio obligado a entrar en varias disputas literarias debido a sus obras sobre teología moral; sus principales adversarios fueron Daniello Concina y Patuzzi, ambos dominicos y adalides del probabiliorismo.

Las últimas décadas del siglo XVIII pueden muy bien ser llamadas un período de decadencia general en cuanto a las ciencias sagradas, incluyendo la teología moral, se refiere. El espíritu frívolo de los enciclopedistas franceses habían infectado, por así decirlo, a toda Europa. La Revolución, la cual fue su resultado, ahogó toda vida científica. Serán suficientes sólo unas pocas palabras sobre el estado de la teología moral durante este período. Italia se separó en dos por la disputa acerca del rigorismo y una práctica moderada; en Francia, el rigorismo había recibido todos los derechos de ciudadanía a través del movimiento jansenista y se mantuvo firme hasta tarde en el siglo XIX; Alemania se inclinó por un espíritu de superficialidad que amenazó con desplazar la moral cristiana por principios racionalistas y naturales. Los “seminarios generales” que José II estableció en los estados austríacos contrataban a profesores que no se ruborizaban en fomentar doctrinas heréticas y en excluir el “niégate a ti mismo” cristiano del catálogo de obligaciones morales. Otras instituciones alemanas, también, ofrecieron sus cátedras de teología a profesores que se habían empapado de las ideas de la “ilustración”, descuidaron el insistir sobre doctrinas de fe católica y pusieron a un lado la vida sobrenatural, buscaban el fin y meta de la educación en una moralidad meramente natural. Pero en la segunda década del siglo XIX la Revolución Francesa se gastó a sí misma, la quietud había seguido al tumulto, la restauración política de Europa había comenzado. También se inauguró una restauración del espíritu y aprendizaje eclesiástico y se hizo notable el gradual ascenso de la teología moral. Aparte del lado puramente ascético hubo tres divisiones en las cuales esta nueva vida fue claramente visible; el catecismo, la instrucción popular y el trabajo pastoral.

Aunque es el propósito de la enseñanza catequética instruir a los fieles en el campo completo de la religión cristiana, en las doctrinas de la fe no menos que en las de la moral, aún así la primera puede también ser concebida y discutida respecto a los deberes y el modo por el cual el hombre se destina a obtener su fin último. Por lo tanto, el tratamiento catequético de los asuntos religiosos puede ser considerado como una parte de la teología moral. Durante el período de “ilustración”, esta rama había sido degradada a una somera moralizante a lo largo de líneas naturales. Muchas numerosas y excelentes obras del siglo XIX, tanto catecismos como discusiones extensas, atestiguan que se elevó de nuevo a una explicación lúcida de la totalidad de la doctrina cristiana. A estos se debe añadir los más minuciosos manuales de doctrina cristiana destinados a escuelas superiores, en los cuales las partes morales y apologéticas de instrucción religiosa se trataban científicamente y se adaptaban a las necesidades de la época. No hay nada, sin embargo, que nos prive de situar estos escritos en la segunda de las antedichas clasificaciones, puesto que su meta es la instrucción de los cristianos, aunque principalmente a los laicos educados. Es verdad que estas obras pertenecen exclusivamente, incluso menos que las catequéticas, a la teología moral, puesto que su materia comprende la totalidad de la doctrina cristiana, aun así las tendencias moralmente destructivas del ateísmo y las nuevas cuestiones morales presentadas por las condiciones de nuestros tiempos, le inculcaron a los escritores la importancia de la instrucción moral en manuales de la fe católica. Las últimas décadas en particular probaron que este lado de la teología ha sido bien cuidado. Varias cuestiones que inciden en la moral cristiana se trataron extensamente en monografías, como por ejemplo, la cuestión social, el significado del dinero, la doctrina de la Iglesia sobre la usura, los asuntos de la mujer, etc. Citar obras particulares o entrar en detalle a los diferentes asuntos excedería los límites de este artículo.

La tercera línea en la cual se notó un avance fue llamada la pastoral, esto es, instrucción que tiene como su meta especial la educación y ayuda a pastores y confesores. Ya se mencionó arriba que esta instrucción es necesariamente, aunque no exclusivamente, casuística. La escasez de sacerdotes, la cual se sintió en muchos lugares, ocasionó una falta del tiempo necesario para una educación científica comprehensiva de los candidatos al sacerdocio. Esta circunstancia explica por qué los manuales científicos de la teología moral, por décadas, fueron meramente compendios casuísticos, que contenían ciertamente el quid de investigaciones científicas, pero carentes de argumentación científica. La aprobación con que la Iglesia distinguió las obras de San Alfonso María de Ligorio había asegurado y facilitado la exactitud de la doctrina eclesiástica. Por lo tanto, muchos de estos compendios son nada menos que recapitulaciones de la “Theologia moralis” de San Alfonso, o, si seguían un plan propio, mostraban en cada página que sus autores la habían tenido siempre a mano. Aquí se debe mencionar dos obras que gozaron de más amplia circulación que ningún otro libro sobre teología moral y que incluso hoy día se utilizan frecuentemente: la “Theologia moralis universa” de Scavini, y el corto “Compendium theologiae moralis” de Jean-Pierre Gury, junto con las numerosas revisiones que aparecieron en Francia, Alemania, Italia, España y América del Norte.

Sin embargo, no debemos engañarnos concluyendo que, debido a la aprobación eclesiástica a San Alfonso y a sus escritos morales, la teología moral quedó establecida para siempre y, por así decirlo, cristalizada. Ni esta aprobación nos asegura que todas las preguntas individuales han sido resueltas correctamente, y por lo tanto la discusión de ciertas cuestiones morales queda aún abierta. La Sede Apostólica misma, o más bien la Penitenciaría Sagrada, cuando se le preguntó “Si un profesor de teología moral puede seguir y enseñar tranquilamente las opiniones que San Alfonso María de Ligorio enseña en su Teología Moral”, ciertamente dio una respuesta afirmativa el 5 de julio de 1831; sin embargo añadió, “pero se debe reprender a aquellos que defienden otras opiniones apoyadas por la autoridad de doctores confiables”. El que concluya la garantía de la absoluta corrección a partir de la aprobación eclesiástica a las obras del santo, haría que la Iglesia se contradiga a sí misma. Santo Tomás de Aquino fue por lo menos tan solemnemente aprobado para el campo completo de la teología como San Alfonso para la teología moral. Sin embargo, por ejemplo, sobre el asunto de la eficacia de la gracia, que entra profundamente a la moral, Santo Tomás y San Alfonso defienden opiniones completamente contradictorias, ambos no pueden estar en lo correcto, y así debe ser discutido libremente. Lo mismo puede decirse de otros asuntos. A principios del siglo XX, Antonio Ballerini sobre todo hizo un uso simple de esta libertad de discusión, primero en sus anotaciones al “Compendio” de Gury; luego en su “Opus theologicum morale”, que fue reformada y editada después de su muerte por Dominic Palmieri. Le hizo un servicio eminente a la casuística; pues aunque no podemos aprobar todo, aun así la autoridad de varias opiniones ha sido cuidadosamente escudriñada y discutida completamente.

Por último, se han hecho intentos de desarrollar la teología moral a lo largo de otras líneas. Los reformadores afirman que el método casuístico ha ahogado a cualquier otro y que debe dar paso a un tratamiento más científico y sistemático. Es evidente que un tratamiento meramente casuístico no cumple las demandas de la teología moral, y de hecho, durante las últimas décadas del siglo XIX, se insistió más y más en el elemento especulativo incluso en obras principalmente casuísticas. Si debe prevalecer uno u otro elemento se determinará de acuerdo a la meta próxima que la obra intenta satisfacer. Si hay una cuestión de explicación puramente científica de la teología moral que no intenta exceder los límites de la especulación, entonces el elemento casuístico es sin duda especulativo, la discusión sistemática de los asuntos pertenece a la teología moral; la casuística entonces sólo sirve para ilustrar las explicaciones teóricas. Pero si hay una cuestión de un manual destinado a las necesidades prácticas de un pastor o un confesor y para su educación entonces la porción científica y sólida de cuestiones morales-teológicas generales deben ser suplementadas por una casuística extensiva. De ningún modo, cuando faltan tiempo y ocio para añadir amplias explicaciones teóricas a un patrón casuístico extensivo, no debemos criticar al que bajo estas circunstancias insiste en el último a expensas del primero, es el más necesario en la práctica real.


Bibliografía: SLATER, Breve Historia de la Teología Moral (Nueva York. 1909); BOUQUILLON, Theologia moralis fundamentalis, (3ra ed., Bruges, 1903), Introductio; BUCCERONI, Commentar. de natura theologioe moralis (Roma, 1910); SCHMITT, Zur Gesch. des Probabilismus (1904); MAUSBACH, Die kathol. Moral, ihre Methoden, Grundsätze und Aufgaben (2nd ed. 1902); MEYENBERG, Die kath. Moral als Angeklagte (2nd ed. 1902); KRAWUTZKI, Einleitung in das Studium der kath. Moraltheologie (2nd. ed. 1898); GERIGK, Die wissenschaftliche Moral und ihre Lehrweisc (1910).

Fuente: Lehmkuhl, Augustinus. "Moral Theology." The Catholic Encyclopedia. Vol. 14. New York: Robert Appleton Company, 1912. <http://www.newadvent.org/cathen/14601a.htm>.

Traducido por Luz María Hernández Medina.