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Martes, 19 de marzo de 2024

Mérito

De Enciclopedia Católica

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El témino mérito (meritum) en general denota la propiedad de una buena obra que le da derecho al que la hace a recibir una recompensa (proemium, merces) de aquél a cuyo servicio se realiza la obra. Por antonomasia, la palabra ha llegado a designar también la buena obra misma, en la medida en que se merece una recompensa de la persona en cuyo servicio se llevó a cabo.

En sentido teológico un mérito sobrenatural sólo puede ser un acto saludable (actus salutaris), aquel al cual Dios, a consecuencia de su promesa infalible, le debe una recompensa sobrenatural, que consiste últimamente en la vida eterna, la cual es la visión beatífica en el cielo. Dado que el propósito principal de este artículo es vindicar la doctrina cristiana de lo meritorio de las buenas obras, el asunto se tratará bajo cuatro encabezados:

Naturaleza del Mérito

(a) Si analizamos la definición dada arriba, se vuelve evidente que la propiedad de mérito se puede hallar sólo en obras que sean positivamente buenas; mientras que las malas obras, ya sea que beneficien o perjudiquen a un tercero, no contienen nada más que demérito (demeritum) y por lo tanto merecen castigo. Así, el buen trabajador sin duda merece la recompensa de su trabajo, y el ladrón merece el castigo de su crimen. De esto se deduce naturalmente que el mérito y la recompensa, el demérito y el castigo, guardan entre sí la relación de una acción y su retribución; son términos correlativos de los cuales uno da como cierto al otro. La recompensa es debida al mérito y la recompensa es proporcional al mérito. Esto lleva a la tercera condición, a saber, que el mérito supone dos personas distintas, la que adquiere el mérito y la otra que lo premia; pues la idea de la auto-recompensa es tan contradictoria como la del auto-castigo. Por último, la relación entre el mérito y la recompensa proporciona la razón intrínseca por la que en materia de servicio y su remuneración la norma de conducta puede ser solamente la virtud de la justicia, y no la bondad desinteresada o pura misericordia; pues destruiría la misma noción de recompensa el concebirla como un don gratuito de la abundancia (cf. Rom. 11,6). Sin embargo, si en virtud de la justicia divina los actos saludables pueden dar el derecho a una recompensa eterna, esto es posible sólo porque ellos mismos tienen su raíz en la gracia gratuita, y por lo tanto son, por su propia naturaleza, dependientes en última instancia de la gracia, según declara enfáticamente el Concilio de Trento (Ses. VI, cap XVI, en Denzinger, 10ª ed, Friburgo, 1908, n 810): "el Señor…, cuya bondad para con todos los hombres es tan grande, que va a permitir que las cosas, que son Sus propios dones, sean sus méritos".

La ética y la teología distinguen claramente dos clases de mérito:

• El mérito de condigno o mérito en el sentido estricto de la palabra ( meritum adœquatum sive de condigno ), y

• Mérito de congruo o cuasi-mérito (meritum inadœquatum sive de congruo).

El mérito de condigno supone una igualdad entre el servicio y la retribución; se mide por la justicia conmutativa (justitia commutativa), y así da un reclamo real por una recompensa. El mérito de congruo, debido a su insuficiencia y a la falta de proporción intrínseca entre el servicio y la recompensa, reclama una recompensa sólo basada en la equidad. Esta distinción y terminología escolásticas tempranas, que ya eran reconocidas en concepto y sustancia por los Padres de la Iglesia en sus controversias con los pelagianos y semipelagianos, fueron enfatizadas de nuevo por Johann Eck, el famoso adversario de Martín Lutero (cf. Greying, "Joh. Eck als junger Gelehrter," Münster, 1906, pp. 153 sqq.). La diferencia esencial entre meritum de condigno y meritum de congruo se basa en el hecho de que, además de aquellas obras que reclaman una remuneración bajo pena de violar la justicia estricta (como contratos entre patrono y empleado, en las compraventas, etc.), hay también otras obras meritorias que a lo sumo tienen derecho a recompensa u honor debido a la equidad (ex œquitate) o simple justicia distributiva (ex justitia distributiva), como es el caso de gratificaciones y condecoraciones militares. Desde un punto de vista ético, la diferencia estriba prácticamente en esto: que, si se retuviese la recompensa debida al mérito de condigno, hay una violación del derecho y la justicia y la consiguiente obligación en conciencia a la restitución; mientras que, en el caso del mérito de congruo , la retención de la recompensa no envuelve la violación del derecho ni la obligación de restablecer, al ser simplemente una ofensa contra lo que es apropiado o una cuestión de discriminación personal (acceptio personarum). De ahí que la recompensa del mérito de congruo depende siempre en gran medida de la bondad y la generosidad del donante, aunque no pura y simplemente por su buena voluntad.

Al aplicar estas nociones de mérito a la relación del hombre con Dios es especialmente necesario tener en cuenta la verdad fundamental de que la virtud de la justicia no puede ser presentada como la base de un título real para una recompensa divina, ya sea en el orden sobrenatural o en el natural. La simple razón es que Dios, al ser auto-existente, absolutamente independiente y soberano, no puede estar bajo ningún aspecto atado en justicia respecto a sus criaturas. Hablando con propiedad, el hombre no posee nada propio; todo lo que tiene y todo lo que hace es un don de Dios, y, puesto que Dios es infinitamente autosuficiente, no hay ninguna ventaja o beneficio que el hombre pueda conferirle por sus servicios. Por lo tanto, de parte de Dios sólo puede ser cuestión de una promesa gratuita de recompensa por ciertas buenas obras. A tales obras Él les debe la recompensa prometida, no en justicia o equidad, sino únicamente porque Él se ha comprometido libremente, es decir, a causa de sus propios atributos de veracidad y fidelidad. Es a base de esto solamente que podemos hablar de justicia divina en absoluto, y aplicar el principio: Do ut des (cf. Agustín, Serm. CLVIII, c. II, en P.L., XXXVIII, 863).

(b) Hay distinción entre mérito y satisfacción; pues una obra meritoria no es idéntica, ya sea en concepto o de hecho, a una obra satisfactoria. En el lenguaje de la teología, satisfacción significa:

  • compensar con algún servicio adecuado por una injuria causada al honor de otro o por cualquier otra ofensa, algo similar al duelo moderno en el que se satisface el honor ultrajado mediante el recurso a las espadas o pistolas;
  • pagar el castigo temporal debido por el pecado mediante obras penitenciales saludables asumidas [[[voluntad |voluntariamente]] después que los pecados han sido perdonados.

El pecado, como una ofensa contra Dios, exige la satisfacción en el primer sentido; la pena temporal debida al pecado exige la satisfacción en el segundo sentido (vea el artículo PENITENCIA).

La fe cristiana nos enseña que el Hijo de Dios encarnado por su Muerte en la Cruz ha tomado nuestro lugar para satisfacer plenamente la ira de Dios por nuestros pecados, y por lo tanto efectuar una reconciliación entre el mundo y su Creador. Sin embargo, no es como si ahora no quedase nada que hacer por el hombre, o como si él estuviera ahora restaurado al estado de la inocencia originaria, lo quiera o no; por el contrario, Dios y Cristo le demandan que haga suyos los frutos del [[sacrificio}} de la Cruz mediante su esfuerzo personal y la cooperación con la gracia, por la fe que justifica y la recepción del bautismo. Es un artículo definido de la fe católica que el hombre antes, durante y después de la justificación deriva toda su capacidad de merecer y satisfacer, así como sus méritos y satisfacciones reales, únicamente desde el infinito tesoro de méritos que Cristo ganó para nosotros en el Cruz (cf. Concilio de Trento, Ses VI, cap XVI;. Sesión XIV, cap VIII).

El segundo tipo de satisfacción, por el cual, a saber, se elimina el castigo temporal, consiste en que después de su justificación el penitente anule gradualmente las penas temporales, debido a sus pecados, ya sea ex opere operato, mediante la realización concienzuda de la penitencia impuesta por su confesor, o ex opere operantis, por penitencias autoimpuestas (tales como la oración, el ayuno, la limosna, etc.) y por llevar pacientemente los sufrimientos y las pruebas enviadas por Dios; si descuida esto, tendrá que dar plena satisfacción (satispassio) en las penas del purgatorio (cf. Trento, Ses. XIV, c. XIII, en Denzinger, n. 923). Ahora bien, si se compara el concepto de satisfacción en su doble significado con el de mérito según desarrollado arriba, la primera conclusión general será que el mérito constituye un deudor que debe una recompensa, mientras que la satisfacción supone un acreedor cuyas demandas se deben cumplir. En la obra de redención de Cristo el mérito y la satisfacción coinciden materialmente casi en toda su extensión, ya que, como cuestión de hecho, los méritos de Cristo son también obras de satisfacción para el hombre. Pero, ya que por medio de su Pasión y Muerte Él realmente mereció para nosotros no sólo gracias, sino también la gloria externa para su propia Persona (su gloriosa ||Resurrección de Jesucristo |Resurrección]] y Ascensión, el estar sentado a la diestra del Padre, la glorificación de su Nombre de Jesús, etc.), se deduce que su mérito personal se extiende más allá de su satisfacción, ya que no tenía necesidad de satisfacer por sí mismo.

La distinción sustancial y conceptual entre el mérito y la satisfacción es válido cuando se aplica a los cristianos justificados, pues cada acto meritorio tiene como objeto principal el aumento de la gracia y de la gloria eterna, mientras que las obras satisfactorias tienen por objeto la eliminación de la pena temporal todavía debido al pecado. En la práctica y en términos generales, sin embargo, el mérito y la satisfacción se encuentran en cada acto saludable, por lo que cada obra meritoria es también satisfactoria y viceversa. De hecho, es también esencial para el concepto de un acto de penitencia satisfactorio que sea penal y difícil, cuyas cualidades no se connotan con el concepto de mérito; pero dado que, en el actual estado de naturaleza caída, no hay ni puede haber una obra meritoria que de una forma u otra no lleve conectadas con ella dificultades y penurias, los teólogos enseñan unánimemente que todas nuestras obras meritorias, sin excepción, son de carácter penal y de esta manera pueden convertirse automáticamente en obras de satisfacción. ¡Contra cuántas dificultades y distracciones no tenemos que lidiar incluso durante nuestras oraciones, que por derecho debería ser la más fácil de todas las buenas obras! Por lo tanto, la oración se convierte también en una penitencia, y por lo tanto los confesores pueden en la mayoría de los casos contentarse con la imposición de la oración como penitencia (Cf. De Lugo, "De pœnitentia," disp. XXIV, Sec. 3).

(c) Debido a la relación peculiar entre y la identidad material del mérito y la satisfacción en la actual economía de la salvación, en general se debe distinguir un doble valor en toda buena obra: el valor meritorio y el satisfactorio. Pues cada uno conserva su carácter distintivo, en teoría, por la diferencia en conceptos, y prácticamente en esto, que el valor de mérito, como tal, que consiste en el aumento de la gracia y de la gloria celestial, es puramente personal y no es aplicable a los demás, mientras que el valor satisfactorio puede ser separado del agente merecedor y ser aplicado a otros. La posibilidad de esta transferencia se basa en el hecho de que los castigos residuales por el pecado son de la naturaleza de una deuda, que puede ser pagada legítimamente al acreedor y por lo tanto no sólo cancelada por el deudor mismo, sino también por un amigo del deudor. Esta consideración es importante para la comprensión adecuada de la utilidad de los sufragios por las almas en el purgatorio (cf. Trento, Ses. XXV, Decret. De purgat., en Denzinger, n. 983). Cuando se desea ayudar a las almas que sufren, no se puede aplicar a ellas la cualidad puramente meritoria de su obra, ya que el aumento de la gracia y la gloria se acumula sólo para el agente que merece. Pero le ha agradado a la sabiduría y misericordia divinas aceptar la cualidad satisfactoria de la propia obra bajo determinadas circunstancias como un equivalente de la pena temporal todavía a ser soportada por los fieles difuntos, como si estos hubiesen realizado la obra. Este es uno de los aspectos más bellos y consoladoras de que la magnífica organización social que llamamos la "Comunión de los Santos", y además nos da una percepción clara de la naturaleza del "acto heroico de caridad", aprobado por el Papa Pío IX, en el que los fieles en la tierra, por caridad heroica por las almas del purgatorio, renuncian voluntariamente a su favor los frutos satisfactorios de todas sus buenas obras, incluso todos los sufragios que se ofrecerán por ellos después de su muerte, con el fin de que puedan beneficiarse así y ayudar a las almas del purgatorio con mayor rapidez y eficacia.

La eficacia de la oración de los justos, ya sea por los vivos o por los muertos, requiere una consideración especial. En primer lugar, es evidente que la oración, como una obra sumamente buena, tiene en común con otras buenas obras similares, como el ayuno y la limosna, el doble valor de mérito y satisfacción. Debido a su carácter satisfactorio, la oración también obtendrá para las almas en el purgatorio, por medio del sufragio (per modum suffragii), o bien una disminución o una cancelación total de la pena que queda por pagar. La oración tiene, además, el efecto característico de impetración (effectus impetratorius), pues el que ora apela únicamente a la [|bien |bondad]], el amor y la liberalidad de Dios para el cumplimiento de sus deseos, sin tirar el peso de sus propios méritos en la escala. El que ora con fervor y sin cesar gana audiencia con Dios porque ora, incluso aunque ore con las manos vacías (cf. Jn. 14,13 ss.; 16,23). De este modo se explica fácilmente la eficacia especial de la oración por los difuntos, ya que combina la eficacia de la satisfacción y la impetración, y esta doble eficacia se ve reforzada por la dignidad personal de quien, como amigo de Dios, ofrece la oración. Dado que lo meritorio de las buenas obras supone el estado de justificación, o, lo que es lo mismo, la posesión de la gracia santificante, el mérito sobrenatural es solamente un efecto o fruto del estado de gracia (cf. Concilio de Trento, Ses. VI, cap. XVI). Por lo tanto, es evidente que todo este artículo es en realidad sólo una continuación y una compleción de la doctrina de la gracia santificante (Vea también los artículos Gracia Actual, Gracia Santificante, Justificación y Adopción Sobrenatural.

Existencia del Mérito

(a) De acuerdo con Lutero la justificación consiste esencialmente en la simple cobertura de los pecados del hombre, los cuales permanecen en el alma, y en la imputación externa de la justicia de Cristo; de ahí su afirmación de que incluso “los justos pecan en cada obra buena” (Vea Denzinger, n. 771), y también que “cada obra del justo es digna de condenación (damnabile) y un pecado mortal (peccatum mortale), si se ha de considerar como realmente es en el juicio de Dios” (vea Möhler, "Symbolik", 22). De acuerdo con la doctrina de Calvino (Instit., III, II, 4) las buenas obras son "impurezas y contaminación" (inquinamenta et sordes), pero Dios cubre su fealdad innata con el manto de los méritos de Cristo, y las imputa a los predestinados como buenas obras con el fin de que Él pueda retribuirles, no con la vida eterna, sino a lo sumo con una recompensa temporal. Como consecuencia de la proclamación de la "libertad evangélica" de Lutero, Juan Agrícola (m.6) afirmó que en el Nuevo Testamento no se permitió predicar la "Ley", y Nicholas Amsdorf (m. 1565) afirmaba que las buenas obras son positivamente perjudiciales. Tales exageraciones dieron lugar en 1527 a la feroz controversia antinomiana, que, después de varios esfuerzos por parte de Lutero, se resolvió finalmente en 1540 por la retractación forzada de Agrícola por Joaquín II de Brandenburgo. Aunque la doctrina del protestantismo moderno continúa oscura e indefinida, enseña en términos generales que las buenas obras son una consecuencia espontánea de la fe que justifica, sin ser de alguna utilidad para la vida eterna. Aparte de las anteriores declaraciones dogmáticas dadas en el Segundo Sínodo de Orange de 529 y en el Cuarto Concilio de Letrán de 1215 (ver Denzinger, 191, 430), el Concilio de Trento confirmó la doctrina tradicional del mérito al insistir en que la vida eterna es a la vez una gracia y una recompensa (Ses. VI, cap. XVI, en Denzinger, n. 809). Condenó como herética la doctrina de Lutero de la pecaminosidad de las buenas obras (Ses. VI, Can. XXV), y declaró como un dogma que los justos, a cambio de sus buenas obras hechas en Dios por los méritos de Jesucristo, deben esperar una recompensa eterna (loc. cit., can. XXVI).

Esta doctrina de la Iglesia simplemente se hace eco de la Escritura y la Tradición. Ya el Antiguo Testamento declara lo meritorio de las buenas obras delante de Dios. " Los justos, en cambio, viven eternamente; en el Señor está su recompensa, y su cuidado a cargo del Altísimo” (Sab. 5,15). "No aguardes hasta la muerte para justificarte, porque la recompensa de Dios continúa por siempre" (Eclo. 18,22). Cristo mismo añade un premio especial a cada una de las ocho bienaventuranzas y termina con este pensamiento fundamental: "Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será muy grande en los cielos" (Mt. 5,12). En su descripción del [|Juicio General |juicio final]], él hace que la posesión de la dicha eterna dependa de la práctica de las obras de misericordia corporales (Mt. 25,34 ss.). A pesar de que San Pablo no insiste en nada más vigorosamente que en la gratuidad absoluta de la gracia cristiana, aun así reconoce los méritos fundados en la gracia y la recompensa que les es debida de parte de Dios, que él llama variamente "premio" (’Epístola a los Filipenses |Flp.]] 3,14; 1 Cor. 9,24) "recompensa" (Col. 3,24; 1 Cor. 3,8), "corona de justicia" (2 Tim. 4,7 ss.; cf. Stgo. 1,12). Es digno de notar que estas y muchas otras buenas obras no están representadas como meros apéndices de la fe justificante, sino como verdaderos frutos de la justificación y causas parciales de nuestra felicidad eterna. Y cuanto mayor es el mérito, mayor será la recompensa en el cielo (cf. Mt. 16,27; 1 Cor.3,8; 2 Cor. 9,6). Así, la misma Biblia refuta la afirmación de que "la idea del mérito es de origen extraño al Evangelio" ("Realencyklopädie für protest. Theologie," XX, 3ª ed. Leipzig, 1908, p. 501). Sólo es ajeno a la Biblia que esa gracia cristiana puede ser merecida, ya sea por la observancia de la Ley judía o por meras obras naturales (vea Gracia). Por otra parte, en la Biblia se promete la recompensa eterna para aquellas obras sobrenaturales que se realizan en el estado de gracia, y debido a que son meritorios (cf. Mt. 25,34 ss.; Rom. 2,6 ss.; 2 Cor. 5,10).

Incluso los protestantes admiten que, en la literatura más antigua de los Padres Apostólicos y de los apologistas cristianos, "la idea de mérito fue leída en el Evangelio", y que Tertuliano mediante la defensa del "mérito en el sentido estricto dio la nota clave para el catolicismo occidental" (Realencykl., pp. 501, 502). Fue seguido por San Cipriano de Cartago |San Cipriano]] con la declaración: "Puedes alcanzar la visión de Dios, si es que lo mereces por tu vida y tus obras" ("De op. et elemos.", XIV, ed. Hartel, I, 384). Con San Ambrosio (De offic., I, XV, 57) y San Agustín (De morib. eccl., I, XXV), los demás Padres de la Iglesia tomaron la doctrina católica sobre el mérito como una guía en su enseñanza, especialmente en sus [[homilía]s a los fieles, de modo que se asegura una concordancia ininterrumpida entre la Biblia y la Tradición, entre la patrística y la enseñanza escolástica, entre el pasado y el presente. Si, por tanto, "la Reforma fue principalmente una lucha en contra de la doctrina de mérito" (Realencyklopädie, loc. cit., pág. 506), esto sólo prueba que el Concilio de Trento defendió contra las innovaciones injustificadas la vieja doctrina de lo meritorio de las buenas obras, fundada por igual en la Escritura y la tradición.

(b) Esta doctrina de la Iglesia, además, concuerda plenamente con la ética natural. La Divina Providencia, como el supremo legislador, se debe a sí misma el dar sanción eficaz tanto a la ley natural como a la sobrenatural con sus muchos mandamientos y prohibiciones, y el asegurar su observancia mediante el ofrecimiento de premios y castigos. Incluso las leyes humanas están provistas de sanciones, que son a menudo muy severas. Aquel que niega el mérito de las buenas obras realizadas por el justo debe necesariamente también negar la culpabilidad y el demérito de las fechorías del pecador; debe afirmar que los pecados quedan sin castigo, y que el miedo al infierno es a la vez infundado e inútil. Si no hubiese recompensa eterna por una vida recta y ningún castigo eterno por el pecado, poco le importaría a la mayoría de las personas el llevar una vida buena o mala. Es verdad que, aunque no hubiese premio ni castigo, sería contrario a la naturaleza racional el llevar una vida inmoral; pues la obligación moral de hacer siempre lo que es correcto, no depende en sí misma de la retribución. Pero Kant, sin duda, fue demasiado lejos cuando rechazó como inmorales aquellas acciones que se realizan con miras a nuestra felicidad personal o a la de los demás, y proclamó el "imperativo categórico", es decir, el deber gélido claramente percibido como el único motivo de la conducta moral. Pues, aunque esta supuesta "autonomía de la voluntad moral" a primera vista podría parecer altamente ideal, aun así no es natural y no puede llevarse a cabo en la vida práctica, porque la virtud y la felicidad, el deber y el mérito (con el reclamo a la recompensa), no son excluyentes entre sí, sino que, como correlativos, más bien se condicionan y completan entre sí. La paz de una buena conciencia que sigue al fiel cumplimiento del deber es una recompensa no buscada de nuestra acción y una felicidad interior de las cual ninguna calamidad nos puede privar, de modo que, como cuestión de hecho, el deber y la felicidad siempre están unidos entre sí.

(c) Pero ¿acaso no es este continuo actuar “con un ojo en el cielo”, con el cual el profesor Jodl reprocha la enseñanza moral católica, el más bajo "espíritu mercenario" y la avaricia que necesariamente vicia hasta el tuétano toda acción moral? ¿Puede haber alguna duda de la moral, si es sólo el deseo de la felicidad eterna o simplemente el temor del infierno lo que determina a uno a hacer el bien y evitar el mal? Tal disposición está ciertamente lejos de ser el ideal de la moral católica. Por el contrario, la Iglesia proclama a todos sus hijos que el amor puro de Dios es el primer y supremo mandamiento (Mc. 12,39). Es nuestro más alto ideal el actuar por amor; pues el que ama de verdad a Dios guarda sus mandamientos, aunque no hubiese recompensa eterna en la otra vida. Sin embargo, el deseo del cielo es una consecuencia necesaria y natural del amor perfecto de Dios; pues el cielo es solo la perfecta posesión de Dios por el amor. Como un buen amigo desea ver a su amigo sin hundirse por ello en el egoísmo, así el alma amante desea ardientemente la visión beatífica, no por anhelo de recompensa, sino por amor puro. Por desgracia, es también cierto que sólo el mejor tipo de cristianos, y especialmente los grandes santos de la Iglesia, llegan a este alto estándar de moral en la vida cotidiana. La gran mayoría de los cristianos ordinarios debe ser disuadida de pecar principalmente por el miedo al infierno y estimulada a las buenas obras por la idea de una recompensa eterna, antes de alcanzar el amor perfecto. Pero, incluso para aquellas almas que aman a Dios, hay momentos de grave tentación cuando sólo el pensamiento del cielo y el infierno les impide caer. Tal disposición, ya sea habitual o sólo transitoria, es moralmente menos perfecta, pero no es inmoral. Como, según la doctrina de Cristo y la de San Pablo (vea más arriba), es legítimo esperar una recompensa celestial, por lo que, de acuerdo con la misma doctrina de Cristo (cf. Mt. 10,28), el miedo a la el infierno es un motivo de acción moral, una "gracia de Dios y un impulso del Espíritu Santo" (Concilio de Trento, Ses. XIV, cap. IV, en Denzinger, n. 898). Sólo es reprobable ese deseo de remuneración (amor mercenarius) que se contenta con una felicidad eterna sin Dios, y es solo inmoral ese "miedo doblemente servil" (timor serviliter servilis) que procede de un mero temor al castigo sin que al mismo tiempo temer a Dios. Pero la enseñanza dogmática, así como la enseñanza moral de la Iglesia evita ambos extremos (vea ATRICIÓN).

Además de culpar a la Iglesia por alentar un "ansia de recompensa", los protestantes también la acusan de enseñar la "justificación por obras". Las obras externas solamente, alegan, como el ayuno, la limosna, la peregrinación, la recitación del rosario, etc., hacen al católico bueno y santo, sin tener en cuenta la intención y la disposición. "Toda la doctrina del mérito, especialmente según explicada por los católicos se basa en la opinión errónea que coloca la esencia de la moral en la acción individual sin tener en cuenta la disposición interior como la dirección habitual de la voluntad personal" (Realencyklopädie, loc. cit., p. 508). Sólo la más crasa ignorancia de la doctrina católica puede presentar dichos señalamientos. De acuerdo con la Biblia, la Iglesia enseña que la obra externa tiene un valor moral sólo cuando y en la medida en que procede de una intención y disposición interior rectas (cf. Mt. 6,1 ss.; Mc. 12,41 ss.; 1 Cor. 10,31, etc.). Según el cuerpo recibe su vida del alma, así las acciones externas deben estar penetradas y vivificadas por la santidad de la intención. En un hermoso juego de palabras dice San Agustín (Serm III, n XI): Bonos mores faciunt boni amores. Por lo tanto, la Iglesia insta a sus hijos a formar cada mañana la “buena intención”, para que de ese modo santifiquen todo el día e incluso hacer que las acciones indiferentes de su vida exterior sirvan para la gloria de Dios; "todo para la mayor gloria de Dios", es la oración constante de los fieles católicos. No sólo la enseñanza moral de la Iglesia Católica no le atribuye ningún valor moral a la simple ejecución externa de buenas obras sin una correspondiente buena intención, sino que detesta tal ejecución como hipocresía y presunción. Por otro lado, nuestra buena intención, con tal de que sea genuina y arraigada, naturalmente, nos estimula a las obras externas, y sin estas obras se reduciría a una mera apariencia de vida.

Un tercer cargo contra la doctrina católica del mérito se resume en la palabra "justicia propia", como si el hombre justo ignorara por completo los méritos de Cristo y se arrogara todo el crédito de sus buenas obras. Si cualquier católico ha sido alguna vez tan farisaico como para mantener y practicar esta doctrina, ciertamente se ha colocado en oposición directa a lo que la Iglesia enseña. La Iglesia siempre ha proclamado lo que San Agustín expresa con las palabras: "Non Dens coronat merita tua tanquam merita tua, sed tanquam dona sua" (De grat. et lib. arbitrio, XV), es decir, Dios corona tus méritos, no como tus ganancias, sino como sus dones. Nada fue inculcado más fuerte y frecuentemente por el Concilio de Trento que la proposición de que los fieles le deben toda su capacidad de merecer y todas sus buenas obras exclusivamente a los infinitos méritos del Redentor Jesucristo. De hecho, es evidente que las obras meritorias, como "frutos de la justificación", no pueden ser otra cosa que méritos debidos a la gracia, y no méritos debido a la naturaleza (cf. Concilio de Trento, Ses. VI, cap. XVI). El católico sin duda debe confiar en los méritos de Cristo, y, lejos de alardear de su propia justicia, debe reconocer con toda humildad que hasta sus méritos, adquiridos con la ayuda de la gracia, están llenos de imperfecciones, y que su justificación es incierta (vea [[gracia |GRACIA). El Concilio de Trento hace esta declaración explícita sobre las obras de penitencia satisfactorias: "Por lo tanto, el hombre no tiene en qué gloriarse, sino que toda nuestra glorificación es en Cristo, en quien vivimos, nos movemos y hacemos la satisfacción, produciendo frutos dignos de penitencia, que para Él tienen su eficacia, que Él los ofrece al Padre, y a través de Él encuentran la aceptación del Padre "(Sess. XIV, cap. VIII, en Denzinger, n. 904). ¿Parece esto justicia propia?

Condiciones del Mérito

Para todo mérito verdadero (vere mereri; Concilio de Trento, Ses. VI, Can. XXXII), por el que se ha de entender sólo el mérito de condigno (meritum de condigno) (vea [Pietro Sforza Pallavicino |Pallavicini]], “Hist. Concil. Trident.”, VIII, IV), los teólogos han establecido siete condiciones, de las cuales cuatro consideran la obra meritoria, dos al agente que merece y una a Dios que recompensa.

(a) A fin de que sea meritoria, una obra debe ser moralmente buena, moralmente libre, hecha con la ayuda de la gracia actual e inspirada por un motivo sobrenatural. Al igual que toda obra mala implica demérito y merece castigo, así la misma noción de mérito moral supone una obra moralmente buena. San Pablo enseña que "cualquier cosa buena [bonum] que cualquier hombre hiciere, será recompensado por el Señor según el bien que hiciere, sea esclavo o sea libre" (Ef. 6,8). No sólo son buenas y meritorias las obras más perfectas de supererogación, tales como el voto de castidad perpetua, sino también obras de obligación, como la fiel observancia de los mandamientos. Cristo mismo hizo realmente que el alcanzar el cielo dependiese de la mera observancia de los diez mandamientos cuando le contestó al joven que estaba preocupado por su salvación: (Mt. 19,17) "Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos". De acuerdo con la declaración auténtica del Cuarto Concilio de Letrán (1215), el estado matrimonial también es meritorio para el cielo: "No sólo los que viven en la virginidad y continencia, sino también aquellos que están casados, agradan a Dios por su fe y buenas obras y merecen la felicidad eterna "(cap. Firmiter, en Denzinger, n. 430). En cuanto a las acciones moralmente indiferentes (por ejemplo, el ejercicio y el juego, la recreación derivada de la lectura y la música), algunos moralistas sostienen con los escotistas que dichas obras pueden ser indiferentes no sólo en abstracto, sino también prácticamente; sin embargo, la mayoría de los teólogos rechazan esta opinión. Los que sostienen este punto de vista afirman que tales acciones moralmente indiferentes no son ni meritorias ni demeritorias, sino que se vuelven meritorias en la medida en que se hacen moralmente buenas por medio de la "buena intención". Aunque la omisión voluntaria de una obra de obligación, como la asistencia a Misa los domingos, es pecado y por lo tanto de demeritoria, aun así, de acuerdo con la opinión de Francisco Suárez (De gratia, X, II, 5 ss.), es más que dudoso si por el contrario la mera omisión de una mala acción es en sí mismo meritoria. Sin embargo, el vencer una tentación sería meritorio, ya que esta lucha es un acto positivo y no una mera omisión. Dado que la obra externa, como tal, deriva la totalidad de su valor moral de la disposición interior, no añade ningún aumento de mérito, excepto en la medida en que reacciona en la voluntad y tiene el efecto de intensificar y sostener su acción (cf. ”[Juan de Lugo |De Lugo]], "De poenit. ", disp. XXIV, Sec. 6).

En cuanto al segundo requisito, es decir, la libertad moral, es claro a partir de la ética que debido a fuerza externa o a compulsión interna, las acciones pueden no merecer ni recompensa ni castigo. Es un axioma de la jurisprudencia penal que nadie puede ser castigado por un delito hecho sin libre albedrío; del mismo modo, una buena obra puede entonces ser sólo meritoria y digna de recompensa cuando procede de una libre determinación de la voluntad. Esta es la enseñanza de Cristo (Mt. 19,21.): "Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes, y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo".

La necesidad de la tercera condición, es decir, de la influencia de la gracia actual, es clara por el hecho de que todos los actos que merecen el cielo deben, evidentemente, ser sobrenaturales al igual que el cielo mismo es sobrenatural, y que por lo tanto no se puede realizar sin la ayuda de la gracia operante y de la cooperante, la cual es necesaria incluso para los justos. El destino estrictamente sobrenatural de la [Visión Beatífica |visión beatífica]], por la cual debe luchar el cristiano, exige formas y medios que se encuentran por completo más allá de lo puramente natural (vea GRACIA).

Por último, se requiere un motivo sobrenatural porque las buenas obras deben ser sobrenaturales, no sólo en cuanto a su objeto y las circunstancias, sino también en cuanto a la finalidad por la que se llevan a cabo (ex fine). Pero, los teólogos difieren ampliamente al asignar las cualidades necesarias de este motivo. Mientras que algunos requieren el motivo de la fe (motivum fidei) con el fin de tener mérito, otros exigen además el motivo de la caridad (motivum caritatis), y así, por al hacer las condiciones más difíciles, restringen considerablemente el alcance de las obras meritorias (a diferencia de simplemente buenas obras). Otros, de nuevo, fijan como la única condición del mérito que la obra buena del hombre justo, que ya tiene la fe y la caridad habituales, esté en conformidad con la ley divina, y no requieren ningún otro motivo especial. Esta última opinión, que está de acuerdo con la práctica de la mayoría de los fieles, es sostenible, a condición de que la fe y la caridad ejerzan al menos una influencia habitual (no necesariamente virtual o real) sobre la buena obra, cuya influencia consiste esencialmente en esto, que el hombre al momento de su conversión haga un acto de fe y de amor a Dios, comenzando así a sabiendas y voluntariamente su viaje sobrenatural hacia Dios en el cielo; esta intención conserva habitualmente su influencia siempre que no sea revocada por el pecado mortal. Y, puesto que es una obligación grave hacer actos de fe, esperanza y caridad de vez en cuando, estos dos motivos serán de este modo renovados y revividos ocasionalmente. Para la controversia respecto al motivo de la fe ver Chr. Pesch, "Prælect. Dogmat.", V, 3ª ed. (1908), 225 ss.; sobre el motivo de la caridad, véase Pohle, "Dogmatik" II 4ª ed. (1909), 565 ss.

(b) El agente que merece debe reunir dos condiciones: debe estar en estado de peregrinación (status viœ) y en estado de gracia (status gratiœ). Por el estado de peregrinación ha de entenderse nuestra vida terrena; la muerte como un límite natural (aunque no uno esencialmente necesario), cierra el tiempo de merecer. El tiempo de la siembra se limita a esta vida; la cosecha está reservada para la próxima, cuando nadie será capaz de sembrar trigo o cizaña. Al comparar la vida terrenal con el día y la hora después de la muerte con la noche, Cristo dice: "…llega la noche, cuando nadie puede trabajar [operari]" (Jn. 9,4; cf. Ecls. 11,3; Eclo. 14,17). La opinión propuesta por algunos teólogos (Hirscher, Schell), que para cierta clases de hombres todavía puede haber una posibilidad de conversión después de la muerte, es contraria a la verdad revelada de que el juicio particular (judicium particulare) determina instantánea y definitivamente si el futuro ha de ser uno de felicidad eterna o de miseria eterna (cf. Kleutgen, "Theologie der Vorzeit", II, 2ª ed., Münster, 1872, págs. 427 y ss.). Los niños bautizados, que mueren antes de alcanzar la edad de la razón, son admitidos al cielo sin méritos bajo el único título de herencia (titulus hœreditatis); en el caso de los adultos, sin embargo, está el título adicional de recompensa (titulus mercedis), y por esa razón disfrutarán de un mayor grado de felicidad eterna.

Además del estado de peregrinación, el estado de gracia (es decir, la posesión de la gracia santificante) es necesario para merecer, porque sólo los justos pueden ser "hijos de Dios" y "herederos del cielo" (cf. Rom. 8,17). En la parábola de la vid Cristo declara expresamente que la "permanencia en él" es una condición necesaria para "dar fruto": "El que permanece en mí, y yo en él, ése da mucho fruto" (Jn. 15,5); y esta unión constante con Cristo se efectúa únicamente por la gracia santificante. En oposición a Vásquez, la mayoría de los teólogos opinan que uno que es más santo ganará mayor mérito de una obra determinada que uno que es menos santo, aunque este último realice la misma obra bajo las mismas condiciones y de la misma manera. La razón es que un mayor grado de gracia mejora la dignidad divina del agente, y esta dignidad aumenta el valor del mérito. Esto explica por qué Dios, en consideración a la mayor santidad de algunos santos especialmente queridos para él, se ha dignado conceder favores que de otro modo habría negado (Job 42,8; Dan. 3,35).

(c) El mérito requiere de parte de Dios que Él acepte (in actu secundo ) la buena obra como meritoria, aunque la obra en sí misma (in actu primo) y previo a su aceptación por Dios, aunque ya sea verdaderamente meritoria. Sin embargo, los teólogos no están de acuerdo en cuanto a la [necesidad]] de esta condición. Los escotistas sostienen que toda el merecimiento de la buena obra se basa exclusivamente en la promesa gratuita de Dios y su aceptación libre, sin la cual incluso el acto más heroico carece de mérito, y con el que incluso las obras buenas simplemente naturales pueden llegar a ser meritorias. Otros teólogos con Suárez (De gratia, XIII, 30) sostienen que, antes y sin la aceptación divina, la igualdad estricta que existe entre el mérito y la recompensa funda un reclamo de justicia para que las buenas obras sean premiadas en el cielo. Ambos puntos de vista son extremos. Los escotistas casi pierden de vista por completo la dignidad divina que pertenece a los justos como "hijos adoptivos de Dios", y que imprime naturalmente en sus acciones sobrenaturales el carácter de meritorias; Suárez, por el contrario, exagera innecesariamente la noción de la justicia divina y la condignidad del mérito, pues el abismo que hay entre el servicio humano y la remuneración divina es siempre tan amplio que no habría ninguna obligación de tenderle un puente por encima mediante una promesa gratuita de recompensa y la posterior aceptación por parte de Dios, que se ha obligado por su propia fidelidad. Por lo tanto preferimos con Lesio (De perfect. moribusque div., XIII, II) y De Lugo (De incarnat. Disp. 3, sec. 1 ss.) seguir un camino intermedio. Por lo tanto, decimos que la condignidad entre el mérito y la recompensa debe su origen a una doble fuente: al valor intrínseco de la buena obra y a la libre aceptación y promesa gratuita de Dios (cf. Stgo. 1,12). Ver Schiffini, "De gratia divina" (Friburgo, 1901), págs. 416 y ss.

Los Objetos del Mérito

En su sentido estricto, mérito (meritum de condigno) da derecho a una recompensa triple: aumento de la gracia santificante, la gloria del cielo y el aumento de los mismos; se puede adquirir otras gracias sólo en virtud del mérito de congruo (meritum de conqruo).

(a) En su Sexta Sesión (Can. XXXII), el Concilio de Trento declaró: “Si alguno dijere… que el hombre justificado a través de las buenas obras… no merece verdaderamente [vere mereri] un aumento en la gracia, la vida eterna y el logro de esa vida eterna ---si es el caso, sin embargo, que muera en gracia--- y también un aumento de la gloria, sea anatema". La expresión “vere mereri” muestra que los tres objetos mencionados arriba pueden ser meritorios en el verdadero y estricto sentido de la palabra, a saber, de condigno. Se nombre en primer lugar el aumento de la gracia (augmentum gratiœ) para excluir la primera gracia de la justificación respecto a la cual el Concilio ya había enseñado: "Ninguna de esas cosas, que preceden a la justificación ---ya sea la fe o las obras--- merecen la gracia misma de la justificación" (Ses. VI, cap. VIII). Esta imposibilidad de merecer la primera gracia habitual es tanto un dogma de nuestra fe como la imposibilidad absoluta de merecer la primera gracia actual (ver GRACIA). Por otro lado, el crecimiento en la gracia santificante es perfectamente evidente a partir de la Escritura y la tradición (cf. Eclo. 18,22; 2 Cor. 9,10; Ap. 22,11 ss.). A la pregunta de si el derecho a las gracias actuales necesitadas por los justos son también un objeto de estricto mérito, los teólogos comúnmente responden que, junto con el aumento de la gracia habitual, se puede merecer “de condigno“ suficientes gracias, pero no gracias eficaces. La razón es que el derecho a las gracias eficaces necesariamente incluye el derecho estricto a la perseverancia final, que se encuentra completamente fuera de la esfera del mérito de condigno aunque puede obtenerse a través de la oración (ver GRACIA). Ni siquiera los actos heroicos dan un estricto derecho a las gracias que son siempre eficaces o a la perseverancia final, pues incluso el más grande santo todavía está obligado a observar, orar y temblar para no caer del estado de gracia. Esto explica por qué cuando el Concilio de Trento enumeró los objetos del mérito, omitió deliberadamente la gracia eficaz y el don de la perseverancia.

La vida eterna (vita œterna) es el segundo objeto del mérito; la prueba dogmática de esta afirmación se ha dado anteriormente al tratar sobre la existencia de mérito. Todavía queda por investigar si la distinción hecha por el Concilio de Trento entre vita œterna y vitœ œternœ consecutio pretende denotar una doble recompensa: la "vida eterna" y "la consecución de la vida eterna", y por lo tanto, un doble objeto del mérito. Pero los teólogos con razón niegan que el concilio tuviese esto en mente, porque está claro que el derecho a un premio coincide con el derecho al pago del mismo. Sin embargo, la distinción no fue inútil o superflua porque, a pesar del derecho a la gloria eterna, la posesión real de la misma se debe diferir necesariamente hasta la muerte, e incluso entonces depende de la condición: "si tamen in gratin decesserit“ (siempre que muera en gracia). Con esta última condición, el Concilio quiso también para inculcar la verdad saludable que la gracia santificante se puede perder por el pecado mortal, y que la pérdida del estado de gracia ipso facto implica la pérdida de todos los méritos por grandes que sean. Incluso el más grande santo, si muere en el estado de pecado mortal, llega a la eternidad como un enemigo de Dios con las manos vacías, como si durante la vida no hubiese hecho nada meritorio. Se cancelan todos sus anteriores derechos a la gracia y a la gloria; para hacerlos revivir es necesaria una nueva justificación. Sobre este “revivir de méritos” (reviviscentia meritorum) vea Schiffini, "De gratia divina" (Friburgo, 1901), págs. 661 ss.; este asunto es tratado en detalle por Pohle, "Dogmatik", III (4ta ed., Paderborn, 1910), págs. 440 ss.

Como tercer objeto del mérito el Concilio menciona el "aumento de gloria ("gloriœ augmentum) que, evidentemente, debe corresponder al aumento de la gracia, como este corresponde a la acumulación de buenas obras. En el último día, cuando Cristo venga con sus ángeles para juzgar al mundo, "…pagará a cada uno conforme a sus obras [secundum opera eius] (Mt. 16,27; cf. Rom. 2,6). Y San Pablo repite lo misma (1 Cor. 3,8): "…cada cual recibirá el salario según su propio trabajo [secundum suum laborem]". Esto explica la desigualdad que existe entre la gloria de los diferentes santos.

(b) Mediante sus buenas obras el hombre justo puede merecer para sí mismo muchas gracias y favores, no, sin embargo, por derecho y justicia (de condigno), sino sólo de forma congruente (de congruo). La mayoría de los teólogos se inclinan a la opinión de que la gracia de la perseverancia final es uno de los objetos del mérito de congruo, que, como se mostró anteriormente, no es y no puede ser merecida de condigno. Sin embargo, es mejor, y más seguro si, con el fin de obtener esta gran gracia de la que depende nuestra felicidad eterna, recurrimos a la ferviente y constante oración, pues Cristo nos ofreció que por encima de todas nuestras necesidades espirituales él oiría infaliblemente nuestra oración por este gran don (Mt. 21,22; Mc. 11,24; Lc. 11,9; Jn. 14,13, etc.). Para una explicación más detallada vea Belarmino, "De Justif.", V, XXII; Tepe, "Instit. Theol.", III (París, 1896), 258 ss.

Es imposible responder con igual certeza la pregunta de si el hombre justo es capaz de merecer de antemano la gracia de la conversión, si por casualidad sucediese que cayera en pecado mortal. Santo Tomás lo niega absolutamente: "Nullus potest sibi mereri reparationem post lapsum futurum neque merito condigni neque merito congrui" (Summa Theol., I-II, Q. CXIV, a. 7). Pero debido a que el profeta Jehú le declaró a Josafat, el malvado rey de Judá (cf. 2 Crón. 19,2 ss.), que Dios tenía en cuenta sus méritos anteriores, casi todos los otros teólogos consideran una "opinión pía y probable" que Dios, al conceder la gracia de la conversión, no descartar por completo los méritos perdidos por el pecado mortal, especialmente si los méritos adquiridos previamente superan en número y peso a los pecados, que, tal vez, se debieron a debilidad, y si esos méritos no fueron aplastados, por así decirlo, por una carga de maldad (cf. Suárez, "De gratia", XII, 38). La oración por la futura conversión del pecado es de hecho moralmente buena y útil (ver Sal. 71(70),9), porque no puede dejar de agradarle a Dios la disposición por la cual deseamos sinceramente ser liberados tan pronto como sea posible del estado de enemistad con Él. Bendiciones temporales, tales como la salud, el librarse de la pobreza extrema, el éxito en las propias empresas, parecen ser objetos de mérito de congruo solamente en la medida en que son conducentes a la salvación eterna; pues sólo bajo esta hipótesis asumen el carácter de gracias actuales (cf. Mt. 6,33). Pero, para la obtención de favores temporales la oración es más eficaz que las obras meritorias, con tal de que la concesión de la petición no vaya contra de los designios de Dios o el verdadero bienestar del que ora.

El hombre justo puede merecer de congruo para otros (por ejemplo, padres, parientes y amigos) lo que es capaz de merecer para sí mismo: la gracia de la conversión, la perseverancia final, las bendiciones temporales, más aún, incluso la primera gracia operante (gratia prima prœveniens), (S.Tomás, I-II, Q. CXIV, a. 6) que de ningún modo puede merecer para sí mismo. Santo Tomás da como razón de esto el lazo íntimo de amistad que la gracia santificante establece entre el hombre justo y Dios. Estos efectos son enormemente fortalecidos por la oración por los demás; ya que está fuera de toda duda que la oración juega un papel importante en la actual economía de la salvación. Para una explicación más detallada vea Suárez, "De gratia", XII, 38. Contrario a la opinión de unos pocos teólogos (por ejemplo, Billuart), sostenemos que incluso un hombre en pecado mortal, siempre que coopere con la primera gracia de la conversión, es capaz de merecer de congruo por sus actos sobrenaturales no sólo una serie de gracias que darán lugar a la conversión, sino finalmente la justificación misma; en todo caso, lo cierto es que puede obtener estas gracias por la oración, hecha con la ayuda de la gracia (cf. Sal. 51(50),9; Tob. 12,9; Dan. 4,24; Mt. 6,14).


Bibliografía: Para el concepto de mérito veae TAPARELLI, Saggio teoretico del diritto naturale (Palermo, 1842); Summa theol., I-II, Q. XXI, aa. 3-4; WIRTH, Der Begriff des Meritum bei Tertullian (Leipzig, 1892); IDEM, Der Verdienstbegriff in der christl. Kirche nach seiner geschichtl. Entwickelung. II: Der Verdienstbegriff bei Cyprian (Leipzig, 1901). Para la concepción judía de mérito vea WEBER-SCHNEDEMANN, Jüdische Theol. (2da ed., Leipzig, 1897). Para el mérito mismo cf. Summa Theol., I-II, Q. CIX, a. 5; Q. CXIV, aa. 1 sqq.; BELLARMINE, De justific., V, I-XXII; SUAREZ, De gratia, XII, I ss.; RIPALDA, De ente supernaturali, disp. LXXI-XCVI; BILLUART, De gratia, dissert. VIII, aa. 1-5; SCHIFFINI, De gratia divina (Freiburg, 1901), págs. 594 ss.; PESCH, Præl. dogmat., V (3ra ed., Friburgo, 1908), 215 ss.; HEINRICH-GUTBERLET, Dogmat. Theologie, VIII (Maguncia, 1897); POHLE, Dogmatik (4ta ed., Paderborn, 1909); ATZBERGER, Gesch. der christl. Eschatologie (Friburgo, 1896); KNEIB, Die Heteronomie der christl. Moral (Viena, 1903); IDEM, Die "Lohnsucht" der christl. Moral (Viena, 1904); IDEM, Die Jenseitsmoral im Kampfe um ihre Grundlagen (Friburgo, 1906); ERNST, Die Notwendigkeit der guten Meinung. Untersuchungen über die Gottesliebe als Prinzip der Sittlichkeit und Verdienstlichkeit (Friburgo, 1905); STREHLER, Das Ideal der kathol. Sittlichkeit (Breslau, 1907); CATHREIN, Die kathol. Weltanschauung in ihren Grundlinien mit besonderer Berücksichtigung der Moral (2da ed., Friburgo, 1910).

Fuente: Pohle, Joseph. "Merit." The Catholic Encyclopedia. Vol. 10. New York: Robert Appleton Company, 1911. 18 Jul. 2016 <http://www.newadvent.org/cathen/10202b.htm>.

Traducido por Luz María Hernández Medina.