Transubstanciación
De Enciclopedia Católica
TRANSUBSTANCIACIÓN: Antes de probar dogmáticamente el hecho del cambio substancial que se trata, primero echaremos un vistazo a su historia y naturaleza.
(a) El desarrollo científico del concepto de Transubstanciación difícilmente puede decirse que sea un producto de los griegos, quienes no pasaron de las notas más generales; más bien es la notable contribución de los teólogos latinos, quienes fueron estimulados a desarrollarlo en forma lógica por las tres controversias Eucarísticas mencionadas arriba. El término transubstanciación parece haber sido usado por primera vez por Hildeberto de Tours (ca. 1079). Su ejemplo alentador fue pronto seguido por otros teólogos, como Esteban de Autun (m. 1139), Gaufredo (1188) y Pedro de Blois (m. 1200), mientras que varios concilios ecuménicos también adoptaron esta significativa expresión, como el Cuarto Concilio de Letrán (1215) y el Concilio de Lyon (1274), en la profesión de fe del emperador griego Miguel Palæologus. El Concilio de Trento (Ses. XIII, cap. IV, can. II) no solo aceptó como un legado de la fe la verdad contenida en la idea, sino que con autoridad confirmó la “aptitud del término” para expresar notablemente el concepto doctrinario legítimamente desarrollado. En un análisis lógico más profundo de la Transubstanciación, primero encontramos la primera y fundamental noción de ser una conversión, la cual puede ser definida como la “transición de una cosa a otra bajo algún aspecto.” Como es evidente de inmediato, conversión (conversio) es algo más que un mero cambio (mutatio). Mientras que en los meros cambios uno de los dos extremos debe ser expresado de manera negativa, por ejemplo, en el cambio del día y la noche, la conversión requiere dos extremos positivos, los cuales están relacionados el uno con el otro como cosa a cosa, y deben tener, además, tal conexión íntima entre sí, que el último extremo (terminus ad quem) empieza a ser hasta que el primero (terminus a quo) deja de ser, por ejemplo, en la conversión de agua en vino en Caná. Usualmente se requiere de un tercer elemento, conocido como el commune tertium, el cual, aún antes de la conversión que ha tomado lugar, ya sea física o por lo menos lógicamente une un extremo al otro, porque en cada conversión verdadera la siguiente condición debe ser satisfecha: “Lo que anteriormente era A, es ahora B.” Una cuestión muy importante sugiere que la definición debería ir más allá de postular la no-existencia previa del ultimo extremo, puesto que parece extraño que un terminus a quo A existente, deba ser convertido en un existente terminus ad quem B. Si el hecho de la conversión no es ser un mero proceso de sustitución, como en un acto de prestidigitación, el terminus ad quem debe sin lugar a dudas de alguna manera ser de nueva existencia, así como el terminus a quo debe, de algún modo, dejar de existir. Pero como la desaparición del primero no se atribuye a aniquilación propiamente dicha, no hay necesidad de postular una creación, estrictamente hablando, para explicar que el último empiece a existir. La idea de conversión se realiza ampliamente si la siguiente condición se cumple, a saber, que una cosa que existe en sustancia, adquiera una completamente nueva y previamente inexistente forma de ser. Así pues en la resurrección de los muertos, el polvo de los cuerpos humanos será verdaderamente convertido en los cuerpos de los resucitados por sus ya existentes almas, así como en la muerte fueron realmente convertidos en cadáveres por la partida de sus almas. Esto en lo que concierne a la noción general de conversión. La Transubstanciación, sin embargo, no es una conversión simple, sino una conversión sustancial, en la que una cosa es substancialmente o esencialmente convertida en otra. He aquí pues, que el concepto de Transubstanciación queda excluido de cualquier tipo de conversión meramente accidental, ya sea puramente natural (e.g. la metamorfosis de los insectos) o sobrenatural (e.g. la Transfiguración de Cristo en el Monte Tabor). Finalmente, la Transubstanciación difiere de cualquier otra conversión sustancial en esto, que solo la sustancia es convertida en otra –los accidentes permanecen iguales– así como sería el caso de que la madera milagrosamente se convirtiera en hierro, con la sustancia del hierro permaneciendo escondida bajo la apariencia externa de la madera.
La aplicación de lo anterior a la Eucaristía es asunto fácil. Primero que nada, la noción de conversión se verifica en la Eucaristía, no solo en general, sino en todos sus detalles esenciales, porque tenemos los dos extremos de la conversión, a saber, pan y vino como terminus a quo y el Cuerpo y la Sangre de Cristo como terminus ad quem. Aún más, la conexión íntima entre el cese de un extremo y la aparición del otro parece ser preservada por el hecho de que ambos eventos son los resultados, no de dos procesos independientes, como sería aniquilación y creación, sino de un solo acto, dado que, de acuerdo con el propósito del Todopoderoso, la sustancia del pan y el vino parten para dejar el espacio para el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Finalmente, tenemos el commune tertium en las apariencias in cambiadas del pan y el vino, bajo las cuales el preexistente Cristo asume una nueva, sacramental, forma de ser y sin la cual Su Cuerpo y Sangre no podrían ser tomados por los hombres y mujeres. Que la consecuencia de la Transubstanciación, como conversión de la sustancia total, es la transición de la entera sustancia del pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, es la doctrina expresa de la Iglesia (Concilio de Trento, Ses. XIII, can. II). Así pues fueron condenadas como contrarias a la fe la visión anticuada de Durandus, que dice que solo la forma sustancial del pan es cambiada, mientras que la materia prima permanece; y, especialmente, la doctrina de Consubstanciación de Lutero, i.e. la coexistencia de la sustancia del pan con el verdadero Cuerpo de Cristo. Así también la doctrina de la Impanación defendida por Osiander y ciertos berengarianos, y de acuerdo a la cual se supone que se realiza una unión hipostática entre la sustancia del pan y la del Dios-hombre ha sido rechazada. Así que la doctrina católica de la Transubstanciación establece un muro protector alrededor del dogma de la Presencia Real y constituye en sí misma un distinto artículo doctrinal, el cual no queda englobado en el de la Presencia Real, a pesar de que la doctrina de la Presencia Real está necesariamente contenida en la de la Transubstanciación. Fue por esta razón que Pío VI, en su Bula dogmática “Auctorem fidei” (1794) en contra del pseudo sínodo de Pistoia (1786), protestó vigorosamente en contra de suprimir esta “cuestión escolástica,” como el sínodo había aconsejado hacer.
(b) En la mentalidad de la Iglesia, la Transubstanciación ha estado tan íntimamente ligada a la Presencia Real, que ambos dogmas han pasado juntos de generación en generación, aunque no podemos ignorar por completo un desarrollo histórico-dogmático. La conversión total de la sustancia del pan se expresa claramente en las palabras de la Institución: “Esto es mi cuerpo.” Estas palabras forman una proposición no teórica, sino práctica, cuya esencia consiste en que la identidad objetiva entre sujeto y predicado es efectiva y verificada solo después de que todas las palabras han sido pronunciadas, no muy diferente del nombramiento de un comandante a su subalterno: “Te nombro mayor,” o, “Te nombro capitán,” lo cual inmediatamente ocasiona la promoción del oficial a un rango superior. Cuando, entonces, Aquél Quien es Todo Verdad y Todo Poder dijo al pan: “Esto es mi cuerpo,” el pan se convirtió, por la acción de estas palabras en el Cuerpo de Cristo; consecuentemente, al completar el enunciado, la sustancia del pan ya no estuvo presente, sino el Cuerpo de Cristo bajo la apariencia de pan. Por lo tanto el pan debe haberse convertido en el Cuerpo de Cristo, i.e. el primero debe haberse convertido en el segundo. Las palabras de la Institución fueron a la vez palabras de Transubstanciación. Indudablemente la forma real en la cual la ausencia del pan y la presencia del Cuerpo de Cristo se efectúa, no se lee en las palabras de la Institución pero se deduce estricta y exegéticamente de ellas. Los calvinistas, por lo tanto, están perfectamente bien cuando rechazan la doctrina luterana de la consubstanciación como una ficción, sin base en las Escrituras. Puesto que si Cristo hubiese querido la coexistencia de Su Cuerpo con la sustancia del pan, hubiese expresado una simple identidad entre hoc y corpus por medio de la conjunción est, y hubiese resultado una expresión más o menos como: “Este pan contiene mi cuerpo,” o, “En este pan está mi cuerpo.” Por otro lado, la sinécdoque es clara en el caso del Cáliz: “Esto es mi sangre”, i.e. el contenido del cáliz es mi sangre, y por lo tanto ya no es vino.
Con respecto a la tradición, los primeros testigos como Tertuliano y Cipriano, difícilmente pudieron haber dado cualquier consideración particular a la relación genética de los elementos naturales del pan y el vino con el Cuerpo y la Sangre de Cristo, o de la manera en la cual los primeros fueron convertidos en los segundos; puesto que incluso Agustín no tuvo una concepción clara de la Transubstanciación, mientras estuvo atado por los lazos del platonismo. Por otra parte, se tiene completa claridad sobre el asunto en escritores tan antiguos como Cirilo de Jerusalén, Teodorato de Cyrrhus, Gregorio de Niza, Juan Crisóstomo y Cirilo de Alejandría en oriente y en Ambrosio y los escritores latinos posteriores en occidente. Eventualmente el occidente se convirtió en el hogar clásico de la perfección científica en la difícil doctrina de la Transubstanciación. Las afirmaciones del erudito trabajo del anglicano Dr. Pussey (La Doctrina de la Presencia Real como está contenida en los Padres, Oxford, 1855) quien niega la claridad del argumento patrístico de la Transubstanciación, han sido refutadas y contestadas ampliamente por el Cardenal Franzelin (De Euchar., Roma, 1887, xiv). El argumento de la tradición es avasalladoramente confirmado por las liturgias antiguas, cuyas hermosas oraciones expresan la idea de la conversión en la manera más clara. Muchos ejemplos pueden ser encontrados en Renaudot, “Liturgia orient.” (2ª Ed., 1847); Assemani, “Codex liturg.” (13 vols., Roma 1749-66); Denzinger, “Ritus Orientalium” (2 vols., Würzburg, 1864), Concerniente a la Teoria de Aducción de los Escotistas y la Teoría de Producción de los tomistas”, Pohle, “Dogmatik” (3ª Ed., Paderborn, 1908).
Fuente: Pohle, Joseph. "The Real Presence of Christ in the Eucharist." The Catholic Encyclopedia. Vol. 5. New York: Robert Appleton Company, 1909. 3 Aug. 2015 <http://www.newadvent.org/cathen/05573a.htm>.