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Miércoles, 27 de noviembre de 2024

Iglesia

De Enciclopedia Católica

Revisión de 16:26 18 abr 2013 por Sysop (Discusión | contribuciones) (El Término Ecclesia)

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El Término Ecclesia

El término iglesia es el nombre empleado para traducir el griego ekklesia (ecclesia), término con el que los autores del Nuevo Testamento designan a la sociedad fundada por Nuestro Señor Jesucristo. El término inglés church (en anglosajón cirice, circe; en alemán moderno, Kirche; en sueco, Kyrka) es el nombre empleado por los idiomas teutónicos para traducirlo. El origen de esta palabra ha sido muy debatido. Hoy se admite que procede del griego kyriakon (cyriacon), esto es, la casa del Señor, un término que desde el siglo III se utilizaba, tanto como el de ekklesia, para significar un lugar de culto cristiano. Aunque una expresión menos usual, ésta es la que aparentemente obtuvo éxito entre las razas teutónicas. Las tribus norteñas se habían acostumbrado a saquear las iglesias del imperio, mucho antes de su propia conversión. De ahí que, incluso antes de la llegada de los sajones a Bretaña, su idioma hubiera adquirido palabras que designaban algunos de los aspectos externos de la religión cristiana.

Para comprender la fuerza precisa de esta palabra, se debe decir en primer lugar algo respecto a su empleo por los traductores de la Versión de los Setenta del Antiguo Testamento. Aunque en uno o dos lugares (Sal. 25,5; Jd. 6,21; etc.) se usa la palabra sin significación religiosa, meramente en el sentido de “asamblea”, éste no es habitualmente el caso. Ordinariamente se emplea como el equivalente griego del hebreo qahal, esto es, la entera comunidad de los hijos de Israel contemplada en su aspecto religioso. El Antiguo Testamento emplea dos palabras hebreas para significar la congregación de Israel, a saber, qahal y ‘êdah. En Los Setenta se traducen, respectivamente, como ekklesia y synagoge. Así en Proverbios 5,14, donde las palabras aparecen juntas, “en medio de la iglesia y la congregación”, la traducción griega es “en meso ekklesias kai synagoges”. La distinción en realidad no se observa rígidamente---así en Éxodo, Levítico y Números, ambas se traducen generalmente por synagoge---pero se cumple en la gran mayoría de los casos, y puede considerarse como una regla establecida. En los escritos del Nuevo Testamento las palabras se distinguen netamente. En ellos ecclesia designa la Iglesia de Cristo; synagoga, a los judíos todavía adheridos al culto de la Antigua Alianza. Ocasionalmente, es cierto, ecclesia se emplea en su significación genérica de “asamblea” (Hch. 19,32; 1 Cor. 14,19); y synagoga aparece una vez en referencia a una reunión de cristianos, aunque aparentemente de carácter no religioso (Stgo. 2,2). Pero los Apóstoles nunca emplean ecclesia para designar la Iglesia Judía. La palabra como expresión técnica se ha trasladado a la comunidad de creyentes cristianos.

Se ha discutido frecuentemente si hay alguna diferencia en el significado de las dos palabras. San Agustín (Sobre el Salmo 77) las distingue sobre la base de que ecclesia es indicativa de la convocatoria de hombres, y synagoga de la reunión forzosa de criaturas irracionales: “congregatio magis pecorum convocatio magis hominum intelligi solet”. Pero se puede dudar que haya algún fundamento para esta opinión. Parecería, más bien, que el término qahal se usaba con la significación especial de “los llamados por Dios a la vida eterna”, mientras que ‘êdah designaba meramente a “la comunidad judía existente actualmente” (Schürer, Histora del Pueblo Judío, II, 59). Aunque la prueba de esta distinción se obtiene de la Mishna, y pertenece por tanto a una fecha algo posterior, aun así la diferencia de significado probablemente existía en tiempos del ministerio de Cristo. Pero aunque pueda haber sido así, su intención al emplear el término, hasta entonces utilizado para el pueblo hebreo considerado como una iglesia, para designar la sociedad que Él estaba estableciendo no puede ignorarse. Implicaba que esta sociedad ahora constituía el verdadero pueblo de Dios, que la Antigua Alianza había finalizado, y que Él, el Mesías prometido, estaba inaugurando una Nueva Alianza con un nuevo Israel.

Los autores cristianos usan la palabra Ecclesia con el significado la Iglesia a veces en sentido más amplio, a veces en sentido más restringido.

  • Se emplea para designar a todos los que, desde el comienzo del mundo, han creído en el verdadero Dios, y han sido hechos hijos suyos por la gracia. En este sentido, se distingue a veces, entre la Iglesia antes de la Antigua Alianza, la Iglesia de la Antigua Alianza, o la Iglesia de la Nueva Alianza. Así el Papa San Gregorio I (Libro V, Ep. 18) escribe : “Sancti ante legem, sancti sub lege, sancti sub gratiâ, omnes hi… in membris Ecclesiae sunt constituti” (Los santos antes de la Ley, los santos bajo la Ley, y los santos bajo la gracia---todos son constituidos miembros de la Iglesia).
  • Puede significar el conjunto de los fieles, incluyendo no meramente los miembros de la Iglesia que viven en la tierra sino, también, los que, en el Purgatorio o en el Cielo, forman parte de la Comunión de los Santos. Así considerada, la Iglesia se divide en Iglesia militante, Iglesia purgante, e Iglesia triunfante.
  • Se emplea además para significar la Iglesia militante del Nuevo Testamento. Incluso en esta acepción restringida, hay alguna variedad en el uso del término. En el Nuevo Testamento a menudo se menciona a los discípulos de una determinada localidad como una Iglesia (Apoc. 2,18; Rom. 16,4; Hch. 9,31), y San Pablo incluso aplica el término a discípulos pertenecientes a una casa determinada (Rom. 16,5; 1 Cor. 16,19; Col. 4,15; Fil. 1,2). Además, puede designar especialmente a los que ejercen el oficio de enseñar y gobernar a los fieles, la Ecclesia Docens (Mt. 18,17), o también a los gobernados en cuanto distintos de sus pastores, la Ecclesia Discens (Hch. 20,28). En todos estos casos el nombre que pertenece al todo se aplica a una parte. El término, en su plena significación, designa al conjunto de los fieles, tanto gobernantes como gobernados, en todo el mundo (Ef. 1,22; Col. 1,18). Es en este sentido en el que se trata de la Iglesia en este artículo. Así entendida, la definición de la Iglesia dada por Belarmino es la habitualmente adoptada por los teólogos católicos: “Un conjunto de hombres unidos por la profesión de la misma fe cristiana, y por la participación en los mismos Sacramentos, bajo el gobierno de legítimos pastores, más especialmente del Romano Pontífice, único Vicario de Cristo en la tierra” (Coetus hominum ejusdem christianae fidei professione, et eorumdem sacramentorum communione colligatus, sub regimine legitimorum pastorum et praecipue unius Christi in Terris vicarii Romani Pontificis. – Belarmino, De Eccl., III, II, 9). La exactitud de esta definición se revelará en el curso de este artículo.

La Iglesia en las Profecías

La profecía hebrea se refiere en proporciones casi iguales a la persona y a la obra del Mesías. Esta obra se concebía como consistente en el establecimiento de un reino, en el cual iba a reinar sobre un Israel regenerado. Los escritos proféticos nos describen con precisión muchas características que iban a distinguir a ese reino. Durante su ministerio Cristo no sólo afirmó que las profecías relativas al Mesías se iban a cumplir en su propia persona, sino también que el esperado reino mesiánico no era otro que su Iglesia. Una consideración de las características del reino tal como las presentaban los profetas, debe por tanto ayudarnos en gran manera a comprender las intenciones de Cristo al instituir la Iglesia. En realidad muchas de las expresiones empleadas por Él en referencia a la sociedad que estaba estableciendo sólo son inteligibles a la luz de estas profecías y de las consiguientes expectativas del pueblo judío. Se verá además que tenemos un sólido argumento para el carácter sobrenatural de la revelación cristiana en el cumplimiento preciso de los oráculos sagrados.

Un rasgo característico del reino mesiánico, tal como se predijo, es su alcance universal. No meramente las doce tribus, sino que los gentiles iban a rendir homenaje al Hijo de David. Todos los reyes le servirán y obedecerán; su dominio se extenderá a los confines de la tierra (Sal. 21,28ss; 2,7-12; 116,1; Zac. 9,10). Otra serie de notables pasajes declara que las naciones que se le sometan tendrán la unidad concedida por una fe común y un culto común---un rasgo representado mediante la impactante imagen de la concurrencia de todos los pueblos y naciones a rendir culto en Jerusalén. “Sucederá en días futuros [esto es, en la era mesiánica] …que numerosas naciones dirán: Venid, subamos al monte de Yahveh, a la Casa del Dios de Jacob; para que él nos enseñe sus caminos y nosotros sigamos sus senderos. Pues de Sión saldrá la Ley y de Jerusalén la palabra de Yahveh” (Miq. 4,1-2; cf. Is. 2,2; Zac. 8, 3). Esta unidad de culto será el fruto de una revelación divina común a todos los habitantes de la tierra. (Zac. 14,8).

Como corresponde al triple oficio del Mesías como sacerdote, profeta y rey, debe señalarse que en relación con el reino, las Sagradas Escrituras insisten en tres puntos:

  • estará dotado de un nuevo y peculiar sistema de sacrificios;
  • va a ser el reino de la verdad poseída por revelación divina;
  • va a gobernarse por una autoridad que emana del Mesías.

Con relación al primero de estos puntos, el sacerdocio del propio Mesías mismo se afirma explícitamente (Sal. 110(109),4); mientras que se enseña además que el culto que va a inaugurar sustituirá a los sacrificios de la Antigua Ley. Esto está implícito, como nos dice el Apóstol, en el título mismo, “sacerdote según el orden de Melquisedec”; y la misma verdad se incluye en la predicción de que se instituirá un nuevo sacerdocio, sacado de otros pueblos además de los israelitas (Is. 66,18), y en las palabras del profeta Malaquías que predijo la institución de un nuevo sacrificio que iba a ser ofrecido “desde donde sale el sol hasta el ocaso” (Mal. 1,11). Los sacrificios ofrecidos por el sacerdocio del reino mesiánico van a perdurar tanto como duren el día y la noche (Jer. 33,20).

La revelación de la verdad divina bajo la Nueva Alianza confirmada por Jeremías: “He aquí que vienen días, oráculo del Señor, en que yo pactaré con la casa de Israel y con la casa de Judá… y ya no tendrán que adoctrinar más el uno a su prójimo y el otro a su hermano diciendo: Conoced a Yahveh, pues todos ellos me conocerán, del más chico al más grande” (Jer. 31, 31.34), mientras Zacarías nos asegura que en esos días Jerusalén será conocida como ciudad de la verdad. (Zac. 8,3).

Son numerosos los pasajes que predicen que el Reino poseerá un peculiar principio de autoridad en el gobierno personal del Mesías (por ej.: Salmos 2 y 71; Is. 9,6 ss.); pero en relación con las propias palabras de Cristo es de interés observar que en algunos de esos pasajes la predicción se expresa mediante la metáfora de un pastor guiando y gobernando su rebaño (Ez. 34,23; 37,24-28). Hay que señalar, además, que igual que las profecías relativas a la función sacerdotal predicen el nombramiento de un sacerdocio subordinado al Mesías, así las que se refieren a la función de gobierno indican que el Mesías asociará consigo mismo otros “pastores”, y ejercerá su autoridad sobre las naciones a través de gobernantes delegados para gobernar en su nombre (Jer. 18, 6; Sal. 45(44),17; cf. San Agustín Enarr. in Psalm. 44, no. 32). Otra característica del reino ha de ser la santidad de sus miembros. El camino a ella va a ser llamado “la vía sacra; no pasará por ella el impuro”. Los incircuncisos y los impuros no entrarán en la renovada Jerusalén (Is. 35,8; 52,1).

La literatura apocalíptica tardía no inspirada de los judíos nos muestra cuán profundamente estas predicciones han influido en sus esperanzas nacionales, y nos explica la intensa expectación entre el pueblo descrita en las narraciones del Evangelio. En estas obras como en las profecías inspiradas los rasgos del reino mesiánico presentan dos aspectos muy diferentes. Por un lado, el Mesías es un rey davídico que reúne a los dispersos de Israel, y establece en esta tierra un reino de pureza y ausencia de pecado (Salmos de Salomón, XVII). El enemigo exterior va a ser sometido (Asunción de Moisés, c. X) y los malvados van a ser juzgados en el valle del hijo de Hinnon (Enoch, XXV, XXVII, XC). Por otro lado, se describe el reino con características escatológicas. El Mesías es preexistente y divino (Enoch, Simil., XLVIII, 3); el reino que establecerá va a ser un reino celestial inaugurado por una gran catástrofe cósmica, que separará este mundo (aion outos) del mundo que va a venir (mellon). Esta catástrofe estará acompañada de un juicio tanto de los ángeles como de los hombres (Jubileos, X, 8; V, 10; Asunción de Moisés, X,1). Los muertos resucitarán (Salmos de Salomón, III, 11) y todos los miembros del reino mesiánico se harán semejantes al Mesías (Enoch, Simil., XC, 37). Este doble aspecto de las esperanzas judías relativas al Mesías por venir debe tenerse en cuenta, si se ha de comprender el uso que hizo Cristo de la expresión “Reino de Dios”. Con frecuencia, es cierto, la emplea en un sentido escatológico. Pero mucho más habitualmente la usa para un reino establecido en esta tierra---su Iglesia. Estos, en realidad, no son dos reinos, sino uno. El Reino de Dios que se establecerá en el último día es la Iglesia en su triunfo final.

Constitución por Cristo

El Bautista proclamó la cercanía del Reino de Dios, y de la Era Mesiánica. Mandó a todos los que quisieran compartir sus bendiciones que se prepararan mediante la penitencia. Su propia misión, decía, era preparar el camino del Mesías. A sus discípulos les indicó a Jesús de Nazaret como el Mesías cuyo advenimiento había declarado (Jn. 1,29-31). Desde el mismo comienzo de su ministerio Cristo sostuvo de manera explícita la pretensión a la dignidad mesiánica. En la sinagoga de Nazaret (Lc. 4,21) afirma que las profecías se cumplen en su persona; declara que es más grande que Salomón (Lc. 11,31), más venerable que el Templo (Mt. 12,6), Señor del Sabbath (Lc. 6,5). Juan, dice, es Elías, el precursor prometido (Mt. 17,12); y a los mensajeros de Juan les presenta las pruebas de su dignidad mesiánica que ellos le solicitan (Lc. 7,22). Pide una fe implícita basada en su misión divina (Jn. 6,29). Su entrada pública en Jerusalén fue la aceptación por todo el pueblo de una afirmación reiterada una y otra vez ante ellos. El tema de toda su predicación es el Reino de Dios que ha venido a establecer. San Marcos, describiendo el comienzo de su ministerio, dice que llegó a Galilea diciendo, “El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca”. La Ley y los Profetas, decía, sólo habían sido una preparación para el reino que estaba incluso entonces estableciendo a su alrededor (Lc. 16,16; cf. Mt. 4,23; 9,35; 13,17; 21,43; 24,14; Mc. 1,14; Lc. 4,43; 8,1; 9,2.60; 18,17).

Cuando uno se pregunta qué es este reino del que Cristo habló, sólo puede haber una respuesta. Es su Iglesia, la sociedad de los que aceptan su misión divina, y admiten su derecho a la obediencia de fe que Él reclamó. Toda su actividad está dirigida al establecimiento de tal sociedad: la organiza y nombra a sus gobernantes, establece ritos y ceremonias en ella, traslada a ella el nombre que hasta entonces había designado a la Iglesia Judía., y advierte solemnemente a los judíos que el reino ya no es suyo, sino que se les ha quitado y dado a otro pueblo. Los evangelistas trazan los diversos pasos dados por Cristo en la organización de la Iglesia. Se le presenta como reuniendo a numerosos discípulos, aunque seleccionando doce de ellos para ser sus compañeros de manera especial, los cuales comparten su vida. A ellos revela las partes más ocultas de su doctrina. (Mt. 13,11). Les envía como sus delegados a predicar el reino, y les concede el poder de hacer milagros. Todos están obligados a aceptar su mensaje; y los que rehúsen escucharles se enfrentarán a un destino más terrible que el de Sodoma y Gomorra (Mt. 10,1-15). Los autores sagrados hablan de estos doce discípulos elegidos de manera que indican que son vistos como formando un órgano colectivo. En varios pasajes son llamados “los doce” incluso cuando el nombre, entendido literalmente, sería inexacto. El nombre se les aplica cuando se han reducido a once por la defección de Judas Iscariote, en una ocasión cuando sólo diez de ellos están presentes, y nuevamente tras el nombramiento de San Pablo que ha aumentado su número a trece (Lc. 24,33; Jn. 20,24; 1 Cor. 15,5; Apoc. 21,14).

En esta constitución del Apostolado Cristo pone el fundamento de su Iglesia. Pero no es hasta que la actitud del judaísmo oficial le ha hecho manifiestamente imposible esperar que la Iglesia judía admitiría su pretensión cuando ordena la Iglesia como un organismo independiente de la sinagoga y teniendo una administración propia. Después de que la ruptura se haya definido, convoca a los Apóstoles y les habla de la acción judicial de la Iglesia, distinguiendo, de manera inconfundible, entre el individuo privado que emprende la tarea de la corrección fraternal, y la autoridad eclesiástica facultada para pronunciar una sentencia judicial (Mt. 18,15-17). A la jurisdicción así conferida otorga una sanción divina. Una sentencia pronunciada así, asegura a los Apóstoles, será ratificada en el cielo. Un paso ulterior fue el nombramiento de San Pedro para ser el jefe de los doce. Había sido designado ya para esta posición (Mt. 16,15 ss.) en una ocasión previa a la ahora mencionada: en Cesarea de Filipo, Cristo le había declarado que él sería la roca sobre la que edificaría su Iglesia, afirmando así que la continuidad y desarrollo de la Iglesia se basaría en el cargo creado en la persona de Pedro. A él, además se le dio el poder de las llaves del Reino de los Cielos---una expresión que significaba el don de una plena autoridad (Is. 22,22). La promesa así hecha fue cumplida tras la Resurrección, en la ocasión narrada en Juan 21. Aquí Cristo emplea un símil usado en más de una ocasión por Él mismo para designar su propia relación con los miembros de su Iglesia---la del pastor y su rebaño. Su solemne encargo, "Apacienta mis ovejas", constituyó a Pedro en pastor común de todo el rebaño en su conjunto.(Para una consideración adicional de los textos petrinos ver el artículo Primacía). Cristo encomendó a los doce la tarea de extender el reino entre todas las naciones, instituyendo el rito del bautismo como único medio de admisión a una participación en sus privilegios (Mt. 28,19).

En el curso de este artículo se dedicará una detallada consideración a las principales características de la Iglesia. La enseñanza de Cristo sobre este punto puede ser resumida aquí brevemente. Va a ser un reino gobernado en su ausencia por hombres (Mt. 18,18; Jn. 21,17). Es por tanto una teocracia visible; y será la sustituta de la teocracia judía que le ha rechazado (Mt. 21,43). En ella, hasta el día del juicio final, los malos se mezclarán con los buenos (Mt. 13,41). Su alcance será universal (Mt. 28,19), y su duración, hasta el fin de los tiempos (Mt. 13,49); todos los poderes que se le opongan serán aniquilados (Mt. 21,44). Además, será un reino sobrenatural de verdad, en el mundo, aunque no de él (Jn. 28,36). Será único e indiviso, y esta unidad testimoniará ante todos los hombres que su fundador venía de Dios (Jn. 17,21).

Ha de observarse que ciertos críticos recientes discuten las posiciones mantenidas en los párrafos precedentes. Niegan del mismo modo que Cristo proclamara ser el Mesías, y que el reino del que hablaba fuera su Iglesia. Así, con respecto a la afirmación de la dignidad mesiánica de Cristo, dicen que Cristo no declara ser Él mismo el Mesías en su predicación: que manda a guardar silencio a los posesos que lo proclaman el Hijo de Dios: que el pueblo no sospechaba su carácter mesiánico, sino que formulaba diversas hipótesis extravagantes sobre su personalidad. Es manifiestamente imposible dentro de los límites de este artículo entrar en una discusión detallada de estos puntos. Pero, a la luz del testimonio de los pasajes arriba citados, se verá que esa postura es completamente insostenible. En relación con el Reino de Dios, muchos de los críticos sostienen que la concepción habitual judía era totalmente escatológica, y que las referencias de Cristo a él deben interpretarse así de una vez por todas. Esta opinión hace inexplicables los numerosos pasajes en que Cristo habla del reino como algo presente, y además implica un error respecto a la naturaleza de las esperanzas judías, que, como se ha visto, junto a rasgos escatológicos, contenían otros de carácter diferente. Harnack (¿Qué es el Cristianismo? p.62) sostiene que en su significado íntimo el reino tal como lo concebía Cristo es “un beneficio puramente religioso, el lazo interno del alma con el Dios vivo”. Tal interpretación no puede en manera alguna conciliarse con las declaraciones de Cristo sobre el asunto. Todo el tenor de sus expresiones es insistir en el concepto de una sociedad teocrática.

La Iglesia tras la Ascensión

La doctrina de la Iglesia tal como la establecieron los Apóstoles después de la Ascensión es en todos los respectos idéntica a la enseñanza de Cristo arriba descrita. San Pedro, en su primer sermón, pronunciado el día de Pentecostés, declara que Jesús de Nazaret es el rey mesiánico (Hechos, 2, 36). El medio de salvación que indica es el bautismo; y por el bautismo sus conversos se agregan a la sociedad de los discípulos (2,41). Aunque en estos días los cristianos aún asistían a los servicios del Templo, aun así desde el principio la fraternidad de Cristo formó una sociedad esencialmente distinta de la sinagoga. La razón por la que San Pedro manda a sus oyentes que acepten el bautismo no es otra que la de que ellos pueden “salvarse de esta generación incrédula”. Dentro de la sociedad de creyentes no sólo estaban unidos los miembros por ritos comunes, sino que el lazo de unidad era tan estrecho como para producir en la Iglesia de Jerusalén ese estado de cosas en el que los discípulos tenían todas las cosas en común (2,44).

Cristo había declarado que su reino se extendería entre todas las naciones, y había encargado la ejecución de la tarea a los doce (Mt. 28,19). Aun así la misión universal de la Iglesia no se reveló sino gradualmente. En realidad San Pedro hace mención de ello desde el principio (Hch. 2,39). Pero en los primeros años la actividad apostólica se limita a solo Jerusalén. De hecho una antigua tradición (Apolonio, citado por Eusebio “Hist. Eccl.”, V, XVII, y Clemente, “Strom.”, VI, v, en P.G. IX, 264) afirma que Cristo había ordenado a los Apóstoles esperar doce años en Jerusalén antes de dispersarse para llevar su mensaje a otras partes. El primer progreso notable ocurre como consecuencia de la persecución que se produjo tras la muerte de San Esteban en el año 37. Esta fue la ocasión de predicar el Evangelio a los samaritanos, un pueblo excluido de los privilegios de Israel, aunque reconocedor de la Ley Mosaica (Hechos, 8,5). Una expansión aún ulterior resultó de la revelación que ordenó a San Pedro admitir al bautismo a [[Cornelio], un gentil piadoso, esto es, simpatizante con la religión judía pero no circuncidado. Desde este momento en adelante la circuncisión y la observancia de la Ley no fueron una condición requerida para la incorporación a la Iglesia. Pero el paso final de admitir a los gentiles que no habían tenido previa relación con la religión de Israel, y habían pasado su vida en el paganismo, no se dio hasta más de quince años después de la Ascensión de Cristo; no se produjo, al parecer, antes del día descrito en Hch. 13,46, cuando en Antioquía de Pisidia, Pablo y Bernabé anunciaron que puesto que los judíos se juzgaban indignos de la vida eterna ellos “se volvían a los gentiles”.

En la enseñanza apostólica el término Iglesia, desde el mismo principio, toma el lugar de la expresión Reino de Dios (Hechos, 5, 11). La mayor idoneidad del primer nombre era evidente donde, además de los judíos otros estaban concernidos; pues Reino de Dios tenía especial relación con las creencias judías. Pero el cambio de título sólo enfatiza la unidad social de los miembros. Son la nueva congregación de Israel –el estado teocrático: son el pueblo (laos) de Dios (Hch. 15,14; Rom. 9,25; 2 Cor. 6,16; 1 Pd. 2,9 ss.; Hb. 8,10; Apoc. 18,4; 21,3). Por su admisión en la Iglesia, los gentiles se han injertado en ella y forman parte del olivo fructífero de Dios, mientras que el apóstata Israel ha sido separado (Rom., 11, 24). San Pablo, escribiendo a sus conversos gentiles de Corinto, denomina a la antigua Iglesia hebrea “nuestros padres” (1 Cor. 10,1). En realidad de vez en cuando se emplea la terminología anterior, y el mensaje del Evangelio es llamado predicación del Reino de Dios (Hch. 20,25; 28,31).

Dentro de la Iglesia los Apóstoles ejercían ese poder regulador del que Cristo les había dotado. No era una masa caótica, sino una verdadera sociedad que poseía una vida colectiva, y organizada en diversos órdenes. La evidencia muestra que los doce poseían (a) un poder de jurisdicción, en virtud del cual ejercieron una autoridad legislativa y judicial, y (b) una función magisterial para enseñar la revelación divina a ellos confiada. Así (a) encontramos a San Pablo regulando con autoridad el orden y disciplina de las iglesias. No aconseja; ordena (1 Cor. 11,34; 26,1; Tito 1,5). Pronuncia sentencias judiciales (1 Cor. 5,5; 2 Cor. 2,10), y sus sentencias, como las de los demás apóstoles, reciben a veces la solemne sanción del castigo milagroso (1 Tim. 1,20; Hch. 5,1-10). De manera similar ordena a su delegado Timoteo que oiga las causas incluso de sacerdotes y reprenda, a la vista de todos, a los que pecan (1 Tim. 5,19 ss.). (b) Con carácter no menos definido afirma que el Apostolado lleva consigo una autoridad doctrinal, que todos están obligados a reconocer. Dios les ha enviado, afirma, a predicar “la obediencia de la fe” (Rom. 1,5; 15,18). Aún más, su deseo expresado solemnemente, de que incluso si un ángel del cielo fuera a predicar una doctrina distinta de la que él había predicado a los gálatas, fuera considerado anatema (Gal. 1,8), implica una pretensión de infalibilidad en la enseñanza de la verdad revelada.

Mientras que todo el Colegio Apostólico disfrutaba de este poder en la Iglesia, San Pedro aparece siempre en la posición de primacía que Cristo le asignó. Es San Pedro quien recibe en la Iglesia a los primeros conversos, tanto del judaísmo como del paganismo (Hch. 2,41; 10,5 ss.), quien obra el primer milagro (Hch. 3,1 ss), quien inflige la primera pena eclesiástica (Hch. 5,1 ss). Es Pedro quien expulsa de la Iglesia al primer hereje, Simón el Mago (Hch. 8,21), quien realiza la primera visita apostólica a las iglesias (Hch. 9,32), y quien pronuncia la primera decisión dogmática (Hch. 15,7). (Ver Schanz, III, p. 460). Tan indiscutible era su posición que cuando San Pablo está a punto de emprender la obra de predicar a los paganos el Evangelio que Cristo le había revelado, consideró necesario obtener el reconocimiento de Pedro (Gal. 1,18). No se necesitaba más que esto, pues la aprobación de Pedro era definitiva.

Organización por los Apóstoles

Pocos asuntos han sido más debatidos durante el pasado medio siglo que la organización de la Iglesia primitiva. El presente artículo no puede tratar todo esta amplia materia, sino que su ámbito se limita a un solo punto. Se hará un esfuerzo por valorar la información existente respecto a la época apostólica misma. Una consideración de la organización que se descubre como existente en el período inmediatamente posterior a la muerte del último Apóstol arroja más luz sobre el asunto (Ver obispo). La evidencia independiente derivada del análisis de cada uno de esos periodos, se encontrará, en opinión de este autor, cuando se sopese con imparcialidad, que produce resultados similares. Así las conclusiones aquí avanzadas, además y por encima de su valor intrínseco, obtienen apoyo en el testimonio independiente de otra serie de autoridades que tienden en todo lo esencial a confirmar su exactitud. La cuestión en litigio es si los Apóstoles establecieron o no una organización jerárquica en las comunidades cristianas. Todos los estudiosos católicos, junto con unos pocos protestantes, sostienen que así lo hicieron. Los racionalistas críticos, junto con la mayoría de los protestantes, afirman la opinión opuesta.

Al considerar la evidencia del Nuevo Testamento sobre el asunto, aparece enseguida que hay una marcada diferencia entre el estado de cosas revelado en los escritos tardíos del Nuevo Testamento, y la que aparece en los de fecha más temprana. En los escritos más antiguos encontramos sólo escasa mención de una organización oficial. Tales posiciones oficiales que pueden haber existido parecerían haber tenido menor importancia en presencia de los carismas milagrosos que el Espíritu Santo concedía a los individuos, que los capacitaba para actuar como órganos de la comunidad en diversos grados. En sus primeras Epístolas San Pablo no tiene mensajes para los obispos o diáconos, aunque las circunstancias de que trató en las Epístolas a los Corintios y en la de los Gálatas parecerían sugerir una referencia a los gobernantes locales de la Iglesia. Cuando enumera las diversas funciones a las que Dios ha llamado a los diversos miembros de la Iglesia, no nos da una lista de cargos de la Iglesia. “Dios”, dice, “los puso en la Iglesia, primeramente como apóstoles, en segundo lugar como profetas, en tercer lugar como doctores [didaskaloi]; luego el poder de obrar milagros; luego el don de las curaciones, de ayuda, de gobierno, el don de lenguas” (1 Cor. 12,28). Esta no es una lista de designaciones oficiales, sino que es una lista de “carismas”concedidos por el Espíritu Santo, que habilitan al que los recibe para llevar a cabo una función especial.

El único término que constituye una excepción a esto es el de apóstol. Aquí la palabra se usa indudablemente en el sentido en el que significa los doce y San Pablo sólo. Así aplicado, el apostolado era una función distinta, que implicaba una misión personal recibida del propio Señor Resucitado (1 Cor. 1,1; Gál. 1,1). Tal posición daba con mucho un carácter tan especial a los que la recibían como para ser colocados en cualquier otra categoría. El término podía en realidad usarse con sentido más amplio. Se utiliza para Bernabé (Hch. 14,13) y para Andrónico y Junia, parientes de San Pablo (Rom., 16,7). En este sentido amplio es aparentemente equivalente a evangelista (Ef. 4,11; 2 Tim. 4,5) y designa a los “hombres apostólicos”, que, como los Apóstoles, iban de sitio en sitio trabajando en nuevos campos, pero que habían recibido su encargo de ellos, y no de Cristo en persona. (Ver los Apóstoles).

Los “profetas”, la segunda categoría mencionada, eran hombres a quienes se les concedía hablar de vez en cuando bajo la influencia directa del Espíritu Santo como receptores de inspiración sobrenatural (Hch. 13,2; 15,23; 21,11; etc.). Por la naturaleza del caso el ejercicio de tal función sólo podía ser ocasional. El “carisma” de los “doctores” (o maestros) difería del de los profetas, en que podía usarse continuamente. Habían recibido el don de la visión inteligente de la verdad revelada, y la facultad de impartirla a los demás. Es manifiesto que los que poseían tal facultad deben haber ejercido una función de vital importancia para la Iglesia en esos primeros días, cuando las comunidades cristianas consistían en tan gran medida de recién convertidos. Los demás “carismas” mencionados no exigen especial atención. Pero los profetas y los maestros parecen haber tenido importancia como órganos de la comunidad, eclipsando la del ministerio local. Así en Hechos 13,1, simplemente se cuenta que en la Iglesia de Antioquía había profetas y doctores; no hay mención de obispos o diáconos. Y en la Didajé---una obra que parece ser del siglo I, escrita antes de la muerte del último apóstol---el autor recomienda respeto para los obispos y diáconos, sobre la base de que tienen un título similar al de los profetas y doctores. “Nombrad vosotros mismos”, escribe, “obispos y diáconos, dignos del Señor, hombres que sean mansos, y no amantes del dinero, y sinceros y probados; pues ellos realizan también para vosotros el servicio [leitorgousi ten leitourgian] de los profetas y los doctores. Por tanto no los despreciéis: pues son vuestros hombres de honor junto con los profetas y los maestros” (C. 15).

Parecería, entonces, indiscutible que en los primeros años de la Iglesia Cristiana las funciones eclesiásticas eran en gran medida ejercidas por hombres que habían sido capacitados para esta finalidad por “carismas” del Espíritu Santo, y que en tanto en cuanto subsistían esos dones, el ministerio local ocupaba una posición de menor importancia e influencia. Aun así, aunque este fuera el caso, parecería que hay base amplia para sostener que el ministerio local fue de institución apostólica: y, más aún, que hacia la última parte de la Edad Apostólica los “carismas” abundantes estaban cesando, y que los mismos Apóstoles tomaron medidas para determinar la posición de la jerarquía oficial como autoridad dirigente de la Iglesia. La evidencia de la existencia de tal ministerio local es abundante en las últimas Epístolas de San Pablo (Filipenses, 1 y 2 Timoteo y Tito). La Epístola a los Filipenses se inicia con un saludo especial a los obispos y diáconos. Los que tienen estas posiciones oficiales son reconocidos como los de algún modo representantes de la Iglesia. En toda la carta no hay mención de los “carismas”, que tan ampliamente figuran en las primeras Epístolas. En realidad Hort insiste (Christian Ecclesia, p. 211) que incluso aquí estos términos no son títulos oficiales. Pero a la vista de su empleo como títulos en documentos tan próximos en el tiempo, como la Epístola de Clemente 4 y el Didajé, tal afirmación parece desprovista de toda probabilidad.

En las epístolas pastorales la nueva situación aparece incluso más claramente. La finalidad de estos escritos era instruir a Timoteo y Tito respecto a la manera en que habían de organizar las Iglesias locales. La total ausencia de toda referencia a los dones espirituales apenas puede explicarse de otro modo que suponiendo que ya no existían en las comunidades, o que eran a lo más fenómenos excepcionales. En cambio, encontramos las Iglesias gobernadas por una organización jerárquica de obispos, a veces llamados también presbíteros y diáconos. Tito 1,5-7 evidencia que los términos obispo y presbítero eran sinónimos: “El motivo de haberte dejado en Creta fue para. que... ordenaras sacerdotes en cada ciudad... Porque el obispo debe ser irreprochable.” Estos presbíteros forman un cuerpo unido (1 Tim. 4,14), y se les confía la doble misión de gobernar la Iglesia (1 Tim. 3,5) y de enseñar (1 Tim. 3,2; Tito 1,9). La selección de los que van a ocupar este puesto no depende de la posesión de dones sobrenaturales. Se requiere que sean neófitos probados, que no estén bajo reproche, que demuestren idoneidad moral para la labor, que sean capaces de enseñar. (1 Tim. 3,2-7; Tito 1,5-9) El nombramiento a este oficio se hacía mediante la solemne imposición de manos (1 Tim. 5,22). Algunas palabras dirigidas por San Pablo a Timoteo, en referencia a la ceremonia tal como había tenido lugar en el caso de Timoteo, iluminan sobre su naturaleza. “Te recomiendo”, escribe, “que reavives el carisma de Dios, que está en ti por la imposición de mis manos” (2 Tim., 1, 6). Aquí se declara el rito como el medio por el que se confiere un don carismático; y, además, el don en cuestión, como el carácter bautismal, es permanente en sus efectos. El receptor sólo necesita “despertar a la vida” (anazopyrein) la gracia que tiene así para aprovecharse de ella, la cual es un don permanente. No puede haber razón para afirmar que la imposición de manos, por la que Timoteo fue instruido para nombrar a los presbíteros para su cargo, fuera un rito de carácter diferente, una mera formalidad sin importancia práctica.

Con la evidencia ante nosotros, se pueden considerar ciertas otras notas en los escritos del Nuevo Testamento, que señalan a la existencia de este ministerio local. Hay mención de presbíteros en Jerusalén en una fecha aparentemente inmediatamente posterior a la dispersión de los Apóstoles (Hch. 11,30; cf. 15,2; 16,4; 21,18). Además, se nos dice que cuando Pablo y Bernabé volvían sobre sus pasos en su primer viaje misionero, nombraban presbíteros en cada Iglesia (Hch. 14,22). Así también el mandato a los tesalonicenses (1 Tes. 5,12) de que tengan en consideración a los que les presiden en el Señor (proistamenoi; cf. Rom. 12,6) parecería implicar que también allí San Pablo había investido a ciertos miembros de la comunidad de una misión pastoral. Aún más explícita es la evidencia que aparece en el relato de la entrevista de San Pablo con los ancianos de Éfeso (Hch. 20,17-23). Se dice que, enviando un recado desde Mileto a Éfeso, convocó a “los presbíteros de la Iglesia”, y en el curso de su amonestación se dirigió a ellos como sigue: “Tened cuidado de vosotros y de toda la grey, en medio de la cual os ha puesto el Espíritu Santo como obispos para pastorear [poimainein] la Iglesia de Dios” (20,28). San Pedro emplea un lenguaje similar: “ A los presbíteros que están entre vosotros, les exhorto yo, presbítero como ellos...apacentad [poimainein] la grey de Dios que os está encomendada.” Estas expresiones no dejan duda sobre el cargo designado por San Pablo, cuando en Ef. 4,11, enumera los dones del Señor Ascendido como sigue: “Él mismo dio a unos el ser apóstoles, a otros, profetas, a otros, evangelizadores, y a otros pastores y maestros [tous de poimenas kai didaskalous]. La Epístola de Santiago nos proporciona aún otra referencia a este cargo, en la que se recomienda al enfermo que llame a los presbíteros de la Iglesia, para que pueda recibir de sus manos el rito de la unción (Stgo. 5,14).

El término presbítero era de uso común en la Iglesia Judía, como designación de los “jefes” de la sinagoga (cf. Lc. 13,14). De ahí que algunos autores no católicos han alegado que en los obispos y diáconos del Nuevo Testamento hay simplemente la organización de la sinagoga familiar a los primeros conversos, e introducida por ellos en las comunidades cristianas. El concepto de la Iglesia de San Pablo, se insiste, es esencialmente opuesto a cualquier sistema rígido de gobierno; aun así esta forma familiar de organización se estableció gradualmente incluso en las Iglesias que él había fundado. Respecto a esta opinión parece suficiente decir que la similitud entre los “jefes de la sinagoga” judíos y los presbíteros-epíscopos cristianos no va más allá del nombre. El funcionario judío era civil y tenía el cargo sólo durante un tiempo. El presbiterado cristiano era vitalicio y sus funciones, espirituales. Hay quizás más base para la opinión que defienden algunos (cf. de Smedt, Revue des quest. hist., vols. XLIV, L), de que presbítero y epíscopo pueden no ser en todos los casos perfectamente sinónimos. El término presbítero es indudablemente un título honorífico, mientras que el de epíscopo primariamente indica la función realizada. Es posible que el primer título haya tenido un significado más amplio que el último. Se sugiere que la designación presbítero se habría dado a todos los que tenían derecho a alguna voz a la hora de dirigir los asuntos de la comunidad, tanto si estuviera basado esto en su status oficial, en su rango social, en su carácter de bienhechores de la Iglesia local, o en algún otro motivo; mientras que los presbíteros que habían recibido la imposición de manos serían llamados, no simplemente “presbíteros”, sino “presbíteros presidentes” [proistamenoi – 1 Tes. 5,12], “presbíteros-obispos”, “presbíteros-dirigentes” (hegoumenoi – Hb. 13,17).

Queda considerar si el así llamado episcopado “monárquico” fue instituido por los Apóstoles. Aparte de establecer un colegio de presbíteros-obispos, ¿colocaron ellos a un hombre en posición de supremacía, confiándole el gobierno de la Iglesia, y dotándole de autoridad apostólica sobre la comunidad cristiana? Incluso si tomamos en cuenta la sola evidencia de las Escrituras, hay base suficiente para responder afirmativamente a esta pregunta. Desde el tiempo de la dispersión de los Apóstoles, Santiago aparece en una relación episcopal con la Iglesia de Jerusalén (Hch. 12,17; 15,13; Gál. 2,12). En las demás comunidades cristianas la institución de obispos “monárquicos” fue un desarrollo algo posterior. Al principio los propios Apóstoles ejercieron, al parecer, todos los deberes de vigilancia suprema. Establecieron el cargo cuando lo demandaron las crecientes necesidades de la Iglesia. Las Epístolas Pastorales no dejan espacio a dudar que Timoteo y Tito fueron enviados como obispos a Éfeso y a Creta respectivamente. A Timoteo se le concedieron plenos poderes apostólicos. No obstante su juventud tiene autoridad tanto sobre el clero como sobre los laicos. A él se confía la tarea de guardar la pureza de la fe de la Iglesia, de ordenar sacerdotes, de ejercer jurisdicción. Además, la exhortación que le hace San Pablo de que “conserve el mandamiento sin tacha ni culpa, hasta la venida de Nuestro Señor Jesucristo” muestra que no es una misión transitoria. Un encargo tan expreso incluye en su alcance, no a Timoteo solo, sino a sus sucesores en un cargo que ha de durar hasta la Segunda Venida. La tradición local le reconoció indudablemente entre los ocupantes de la sede episcopal. En el Concilio de Calcedonia, la Iglesia de Éfeso contaba con una sucesión de veintisiete obispos empezando con Timoteo (Mansi, VII, 293; cf. Eusebio, Hist. Ecl. III.4-5).

Estas no son las únicas evidencias del episcopado monárquico que proporciona el Nuevo Testamento. En el Apocalipsis los “ángeles” a quienes se dirigen las cartas de las siete Iglesias son casi seguramente los obispos de las respectivas comunidades. Algunos comentaristas, en realidad, han sostenido que eran personificaciones de las propias comunidades, pero esta explicación apenas puede mantenerse. San Juan, en todas partes, se refiere al ángel como responsable de la comunidad precisamente como se referiría a su gobernante. Además, en el simbolismo del capítulo 1, los dos están representados bajo diferentes imágenes: los ángeles son las estrellas en la mano derecha del Hijo del Hombre; los siete candeleros son la imagen que representa las comunidades. Debe notarse que el propio término ángel es prácticamente sinónimo de apóstol, y así se le elige acertadamente para designar el cargo episcopal. Además, los mensajes a Arquipo (Col. 4,17; Fil. 2) implican que tenía una posición de especial dignidad, superior a la de otros presbíteros. Su mención en una carta referida completamente a un asunto privado, como es la de Filemón, es apenas explicable, salvo que fuera el jefe oficial de la Iglesia Colosense. Tenemos por tanto cuatro indicaciones importantes de la existencia de un cargo en las Iglesias locales, ocupado por una única persona, y llevando consigo autoridad apostólica; ni puede causar ninguna dificultad el hecho de que hasta ahora ningún título especial distinga a estos sucesores de los Apóstoles de los presbíteros ordinarios. Está en la naturaleza de las cosas que el cargo existiera antes de que se le asignara un título. El nombre de apóstol, como hemos visto, no se limitó a los Doce. San Pedro (1 Pd. 5,1) y San Juan (2 y 3 Juan, 1,1) hablan de sí mismos ambos como “presbíteros”. San Pablo habla del Apostolado como una diakonia. Un caso paralelo en la historia eclesiástica posterior lo suministra la palabra Papa, cuyo título no se asignó al uso exclusivo de la Santa Sede hasta el siglo XI, aunque nadie sostiene que el pontificado supremo del obispo de Roma no fuera reconocido hasta entonces. No puede sorprender que una terminología precisa, distinguiendo a los obispos, en sentido propio, de los presbíteros-obispos, no se encuentre en el Nuevo Testamento.

La conclusión alcanzada se coloca más allá de toda duda razonable por el testimonio de la época post-apostólica, la cual es tan importante en relación con la cuestión del episcopado que es completamente imposible pasarla por alto. Será suficiente, sin embargo, referirse a la evidencia contenida en las epístolas de San Ignacio, obispo de Antioquia, él mismo discípulo de los Apóstoles. En estas epístolas (aproximadamente del año 107) afirma una y otra vez que la supremacía del obispo es de institución divina y pertenece a la constitución apostólica de la Iglesia. Llega tan lejos como a afirmar que el obispo está en lugar del propio Cristo. “Cuando obedecéis al obispo como a Jesucristo” escribe a los cristianos de Tralles, “es evidente para mí que no estáis viviendo según los hombres, sino según Jesucristo...sed obedientes también a los presbíteros como a los Apóstoles de Jesucristo” (ad Trall., n.2). Incidentalmente nos dice también que se encuentran obispos en la Iglesia, incluso en “los lugares más alejados del mundo” (ad. Ephes., n.3). Está fuera de cuestión que alguien que vivía en un periodo tan poco distante de la Edad Apostólica pudiera proclamar esta doctrina en términos tales como los que emplea, si el episcopado no hubiera sido universalmente reconocido como de creación divina. Se ha visto que Cristo no sólo estableció el episcopado en la persona de los Doce sino que, aún más, creó en San Pedro el cargo de supremo pastor de la Iglesia. La historia cristiana primitiva nos dice que antes de su muerte, fijó su residencia en Roma, y allí gobernó la Iglesia como su obispo. Es en Roma donde fecha su primera Epístola, hablando de la ciudad bajo el nombre de Babilonia, una designación que San Juan también le da en el Apocalipsis (cap. 18). En Roma, además, sufrió el martirio en compañía de San Pablo, en el año 67. La lista de sus sucesores en la sede se conoce desde Lino, Anacleto y Clemente, quienes fueron los primeros en sucederle, hasta el pontífice reinante. La Iglesia siempre ha visto en el ocupante de la sede de Roma al sucesor de Pedro en el supremo cargo pastoral. (Ver Papa).

La evidencia hasta ahora considerada parece demostrar más allá de toda duda que la organización jerárquica de la Iglesia fue, en sus elementos esenciales, obra de los propios Apóstoles; y que a esta jerarquía transmitieron la misión que les confió Cristo de gobernar el Reino de Dios y de enseñar la doctrina revelada. Estas conclusiones están lejos de ser admitidas por los protestantes y otros críticos, los cuales son unánimes en afirmar que la idea de una Iglesia---una sociedad organizada---es completamente extraña a la enseñanza de Cristo. Por lo tanto, es imposible a sus ojos que el catolicismo, si con ese término denotamos una institución universal ligada por una unidad de constitución, de doctrina y de culto, pueda haber sido establecido por la acción directa de los Apóstoles. En el transcurso del siglo XIX se propusieron muchas teorías para explicar la transformación del así llamado “cristianismo apostólico” en el cristianismo de comienzos del siglo III, cuando más allá de toda discusión el sistema católico estaba firmemente establecido desde un extremo a otro del Imperio Romano. En la actualidad (1908) las teorías defendidas por los críticos son de una naturaleza menos extravagante que las de F.C. Baur (1853) y la Escuela de Tubinga, que estuvieron tan en boga a mediados del siglo XIX. Se muestra mayor consideración por las exigencias de posibilidad histórica y por el valor de las evidencias cristianas primitivas. Al mismo tiempo debe observarse que la teoría de la reconstrucción que se sugiere implica el rechazo de las Epístolas pastorales como si fueran documentos del siglo II. Será suficiente aquí señalar uno o dos puntos sobresalientes de las opiniones que ahora encuentran acogida entre los más conocidos autores no católicos.

  • Se sostiene que una organización oficial tal como existía en las comunidades cristianas no se consideraba que implicara dones espirituales especiales, y no tenía más que poco significado religioso. Algunos autores, como se ha visto, creen con Holtzmann que en los episcopi y presbiteri, lo que hay es simplemente el sistema de archontes e hyperetai de la sinagoga. Otros, con Hatch, derivan el origen del episcopado del hecho de que ciertos funcionarios civiles en las ciudades sirias parecen haber llevado el título de “episcopi”. El profesor Harnack, aun estando de acuerdo con Hatch sobre el origen del cargo, difiere de él en cuanto admite que desde el principio la supervisión del culto formó parte de las funciones del obispo. Los cargos de profeta y maestro, insiste, eran a los que la Iglesia primitiva reconocía un significado espiritual. Estos dependían completamente de los dones especiales carismáticos del Espíritu Santo. El gobierno de la Iglesia en asuntos religiosos era así considerado como un gobierno divino directo del Espíritu Santo, actuando a través de sus agentes inspirados. Y se suponía que sólo gradualmente el ministerio local tomaría el lugar de los profetas y maestros, y heredaría de ellos la autoridad una vez atribuida solo a los poseedores de los dones espirituales (cf. Sabatier, Religiones de Autoridad, p. 24). Incluso si prescindimos del todo de la evidencia arriba considerada, esta teoría parece desprovista de probabilidad intrínseca. Un gobierno directo divino por “carismas” sólo podía producir confusión, si no estaba controlado por un poder dirigente dotado de autoridad superior. Tal autoridad directiva y reguladora, a la que el ejercicio de dones espirituales estaba sujeto, existía en el apostolado, como lo muestra ampliamente el Nuevo Testamento (1 Cor. 14). En la época posterior una autoridad claramente similar se encuentra en el episcopado. Todos los principios de crítica histórica exigen que el origen del episcopado se busque, no en los “carismas”, sino, donde la tradición los sitúa, en el propio Apostolado.
  • Es a la crisis provocada por el gnosticismo y el montanismo en el siglo II a la que estos autores atribuyen el surgimiento del sistema católico. Dicen que, para combatir estas herejías, la Iglesia encontró necesario federarse, y que con este fin estableció un estatuto, denominado fe “apostólica”, y además aseguró la supremacía episcopal mediante la ficción de la “sucesión apostólica”, (Harnack, Hist. del Dogma, II, II; Sabatier, op. cit., pp.35-59). Esta opinión parece ser irreconciliable con los hechos del caso. La evidencia sola de las epístolas ignacianas muestra que, mucho antes que se produjera la crisis gnóstica, las Iglesias locales particulares estaban conscientes de un principio esencial de solidaridad que las unía a todas en un único sistema. Además, el propio hecho de que estas herejías no lograron establecerse dentro de la Iglesia en ningún lugar del mundo, sino que fueron en todas partes reconocidas como heréticas y rápidamente excluidas, basta para probar que la fe apostólica era ya claramente conocida y firmemente sostenida, y que las Iglesias ya estaban organizadas bajo un episcopado activo. Además, decir que la doctrina de la sucesión apostólica fue inventada para hacer frente a estas herejías es olvidar el hecho de que se afirma en términos claros en la Epístola de Clemente 42.

La teoría de M. Loisy respecto a la organización de la Iglesia ha atraído tanta atención en años recientes como para reclamar una breve reseña. En su obra, “L’Evangile et l’Eglise”, acepta muchas de las opiniones sostenidas por críticos hostiles al catolicismo, y trata mediante una doctrina de desarrollo de reconciliarlos con alguna forma de adhesión a la Iglesia. Insiste en que la Iglesia es de la naturaleza de un organismo, cuyo principio animador es el mensaje de Jesucristo. Este organismo puede experimentar muchos cambios de forma externa, conforme se desarrolla de acuerdo con sus necesidades internas, y con los requerimientos de su medio ambiente. Aun así mientras estos cambios sean los demandados para que el principio vital pueda preservarse, son de carácter no esencial. En realidad, están lejos de ser alteraciones orgánicas, como para que debamos reconocerles como que afectan implícitamente al mismo ser de la Iglesia. Él ve la formación de la jerarquía como un cambio de esta clase. De hecho, puesto que sostiene que Jesucristo anticipó erróneamente que el fin del mundo estaba muy próximo, y que sus primeros discípulos vivían en la esperanza de su inmediata vuelta en gloria, se deduce que la jerarquía debe haber tenido un origen como éste. Está fuera de cuestión atribuirlo a los Apóstoles. Hombres que creían que el fin del mundo era inminente no habrían visto la necesidad de dotar una sociedad con una forma de gobierno destinada a larga duración.

Estas opiniones revolucionarias forman parte de la teoría conocida como modernismo, cuyos presupuestos filosóficos implican la completa negación de lo milagroso. Según esta teoría, la Iglesia no es una sociedad establecida por la eterna interposición divina. Es una sociedad que expresa la experiencia religiosa de la colectividad de las conciencias, y debe su origen a dos tendencias naturales en el hombre, a saber, la tendencia del creyente individual a comunicar sus creencias a los demás, y la tendencia de los que tienen las mismas creencias a unirse en una sociedad. Las teorías modernistas fueron analizadas y condenadas como “la síntesis de todas las herejías” en la Encíclica “Pascendi Dominici gregis” (18 de septiembre de 1907). Los rasgos principales de la teoría de la Iglesia de M. Loisy ya habían sido incluidos entre las proposiciones condenadas en el Decreto “Lamentabili” (3 de julio de 1907). La proposición número cincuenta y tres allí singularizada para su reprobación es la siguiente: “La constitución original de la Iglesia no es inmutable; sino que la sociedad cristiana como sociedad humana está sujeta a cambio perpetuo.”

La Iglesia, Sociedad Divina

Como hemos visto, la Iglesia es una sociedad formada por hombres vivos, no una mera unión mística de almas, y que como tal se parece a las demás sociedades; como ellas, tiene su código de reglas, sus funcionarios ejecutivos, sus observancias ceremoniales. Aun así difiere de ellas más de lo que se les parece, pues es una sociedad sobrenatural. El Reino de Dios es sobrenatural tanto en su origen, como en la finalidad que pretende y en los medios a su disposición. Otros reinos son naturales en su origen; y su ámbito está limitado al bienestar temporal de sus ciudadanos. El carácter sobrenatural de la Iglesia es visible, cuando se considera su relación con la obra redentora de Cristo; es la sociedad de los que Él ha redimido del mundo. El reino del Maligno siempre se describe en la Escritura con el término mundo, término con el que se denota a los hombres en cuanto se han separado de Dios. Es el “mundo de tinieblas” (Ef. 6,12), “yace en poder del Maligno” (I Juan 5, 19), odia a Cristo (Jn. 15,18). Para salvar el mundo, Dios Hijo se hizo hombre. Se ofreció a Sí mismo como propiciación por los pecados de todo el mundo (I Jn. 2,2). Dios, que desea que todos los hombres se salven, ha ofrecido la salvación a todos; pero la mayor parte de la humanidad rechaza el don ofrecido. La Iglesia es la sociedad de los que aceptan la redención, de aquellos a quienes Cristo “ha sacado del mundo” (Jn. 15,19). Así es la Iglesia sola a la que Él “ha adquirido con su propia sangre” (Hch. 20,28). El Apóstol puede decir respecto a los miembros de la Iglesia que “Dios nos libró del poder de las tinieblas, y nos trasladó al reino del Hijo de su amor” (Col. 1,13). San Agustín denomina a la Iglesia “mundus salvatus”---el mundo redimido---y hablando de la enemistad de los que rechazan la Iglesia, dice: “El mundo de perdición odia al mundo de salvación” (“in Joan.”, Tract. 80, núm. 2). Cristo le ha dado a la Iglesia los medios de la gracia que él mereció por su vida y muerte. Ella los comunica a sus miembros; y a los que están fuera de su redil les recomienda entrar para que puedan también participar de ellos. Por estos medios de gracia---la luz de la verdad revelada, los Sacramentos, la perpetua renovación del sacrificio del Calvario---la Iglesia lleva a cabo la tarea de santificar a los elegidos. Por medio de ella cada alma individual se perfecciona, y se forma a semejanza del Hijo de Dios.

Así es manifiesto que, cuando consideramos la Iglesia simplemente como sociedad de discípulos, estamos considerando sólo su forma externa. Su vida interior se encuentra en la presencia del Espíritu Santo, en los dones de la fe, esperanza, y caridad, en la gracia comunicada por los Sacramentos, y en las demás prerrogativas por las que los hijos de Dios se diferencian de los hijos del mundo. Los Apóstoles describen este aspecto de la Iglesia los Apóstoles en lenguaje figurado. La representan como el Cuerpo de Cristo, la Esposa de Cristo, el Templo de Dios. Para comprender su verdadera naturaleza se requiere cierta consideración de estas comparaciones. En la concepción de la Iglesia como cuerpo gobernado y dirigido por Cristo como cabeza, abarca mucho más que la analogía familiar entre un gobernante y sus súbditos por un lado, y la cabeza guiando y coordinando las actividades de los diversos miembros por otro. Esa analogía expresa en realidad la diversidad de funciones, la unidad de principio directivo, y la cooperación de las partes para un fin común, que se encuentra en una sociedad; pero es insuficiente para explicar los términos en los que habla San Pablo de la unión entre Cristo y sus discípulos. Cada uno de ellos es un miembro de Cristo (1 Cor. 6,15); juntos forman el cuerpo de Cristo (Ef. 4,16); como unidad colectiva son simplemente denominados Cristo (1 Cor. 12,12).

El carácter íntimo de la unión aquí sugerida está, sin embargo, justificada si recordamos que los dones y gracias otorgados a cada discípulo son gracias merecidas por la Pasión de Cristo, y están destinadas a producir en él la semejanza con Cristo. Su relación con Cristo es así muy diferente de la relación puramente jurídica que liga al gobernante de una sociedad natural con los individuos que pertenecen a ella. El Apóstol desarrolla la relación entre Cristo y sus miembros desde varios puntos de vista. Como se organiza un cuerpo humano, teniendo cada articulación y músculo su propia función, aunque cada uno contribuyendo a la unión del complicado conjunto, así también la sociedad cristiana es un cuerpo “compacto y firmemente unido por lo que cada parte proporciona” (Ef. 4,16), mientras que todas las partes dependen de Cristo su cabeza. Es Él quien ha organizado el cuerpo, asignando a cada miembro su lugar en la Iglesia, dotando a cada uno con las gracias especiales necesarias, y, por encima de todo, confiriendo a algunos de los miembros las gracias en virtud de las cuales rigen y guían la Iglesia en su nombre (ibid., 4,11). Reforzado por estas gracias, el cuerpo místico, como un cuerpo físico, se desarrolla y crece. Este desarrollo es doble: tiene lugar en el individuo, puesto que cada cristiano se desarrolla hacia el “hombre perfecto”, hacia la imagen de Cristo (Ef. 4,13.15; Rom. 8,29); pero hay también un desarrollo de todo el cuerpo. Conforme pasa el tiempo, la Iglesia va a crecer y multiplicarse hasta llenar la tierra. Tan íntima es la unión entre Cristo y sus miembros, que el Apóstol habla de la Iglesia como “plenitud” (pleroma) de Cristo (Ef. 1,23; 4,13), como si separada de sus miembros algo faltase a la cabeza. Incluso habla de ella como Cristo: “Como todos los miembros de un cuerpo aunque sean muchos, aun así son un único cuerpo, así también es Cristo” (1 Cor., 12,12). Y para establecer la realidad de esta unión la refiere a la eficaz mediación de la Sagrada Eucaristía: Siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan” (1 Cor. 10,17 – texto griego).

La descripción de la Iglesia como templo de Dios, en el que los discípulos son “piedras vivas” (1 Pd. 2,5), es apenas menos frecuente en los escritos apostólicos que la metáfora del cuerpo. “Sois templo de Dios vivo” (2 Cor. 6,16), escribe San Pablo a los corintios, y recuerda a los efesios que están “edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, siendo la piedra angular Jesucristo mismo, en quien toda edificación bien trabada se eleva hasta formar un templo santo en el Señor” (Ef. 2,20 ss). Con un ligero cambio de metáfora, el mismo Apóstol en otro pasaje (1 Cor. 3,11) compara a Cristo con el cimiento, y a sí mismo y a los demás trabajadores apostólicos con los constructores que levantan el templo sobre aquél. Ha de observarse que la palabra traducida como “templo” es naos, un término que significa propiamente santuario interior. Al emplear esta palabra, el Apóstol está claramente comparando la Iglesia Cristiana con el Santo de los Santos donde Dios manifiesta su presencia visible en el Shekinah. La metáfora del templo es muy adecuada para hacer comprender dos lecciones. En varias ocasiones el Apóstol la emplea para inculcar a sus lectores la santidad de la Iglesia a la que se han incorporado. “Si alguno violara el templo de Dios”, dice, hablando de los que corrompen la Iglesia mediante falsas doctrinas, “Dios le destruirá a él” (1 Cor. 3,17). Y emplea el mismo motivo para disuadir a los discípulos de contraer matrimonio con no creyentes: “¿Qué conformidad hay entre el templo de Dios y el de los ídolos? Porque nosotros somos templo de Dios vivo” (20 Cor. 6,16). Esto además ilustra de manera clarísima la verdad de que a cada miembro de la Iglesia Dios le ha asignado su propio lugar, capacitándole para cooperar mediante su trabajo allí en el gran fin común, la gloria de Dios.

El tercer paralelismo representa a la Iglesia como novia de Cristo, en lo cual hay mucho más que una metáfora. El Apóstol dice que la unión entre Cristo y su Iglesia es el arquetipo del que el matrimonio humano es una representación terrena. Así ordena a las esposas que estén sujetas a sus maridos como la Iglesia está sujeta a Cristo (Ef., 5,22 ss.). Aunque señala por otro lado que la relación del marido con la mujer no es la del amo con su criado, sino que implica ternura y el amor más abnegado. Ordena a los maridos que amen a sus mujeres, “como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella” (Ef. 5,25). El hombre y la mujer son una sola carne; y en esto el marido tiene un poderoso motivo para amar a la mujer, puesto que “ningún hombre odia su propia carne”. Esta unión física es sólo la contrafigura de ese misterioso vínculo en virtud del cual la Iglesia está tan verdaderamente unida a Cristo, que “ somos miembros de su cuerpo, de su carne y de sus huesos. ‘Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne’ ”( Ef. 5,30 ss; Gén. 2, 24). Con estas palabras el Apóstol indica el misterioso paralelismo entre la unión del primer Adán con la esposa formada de su cuerpo, y la unión del segundo Adán con la Iglesia. Ella es “hueso de sus huesos, y carne de su carne”, igual que Eva lo fue con relación a nuestro primer padre. Y sólo pertenecen a la familia del segundo Adán los que son sus hijos, “nacidos de nuevo del agua y del Espíritu Santo”. Ocasionalmente, la metáfora asume una forma ligeramente diferente. En Apocalipsis 19,7. el matrimonio del Cordero con su esposa la Iglesia no se realiza hasta el último día en la hora del triunfo final de la Iglesia. Así también San Pablo, escribiendo a los corintios (2 Cor. 11,2), se compara a sí mismo al “amigo del novio”, que jugaba un papel tan importante en la ceremonia del matrimonio hebreo (cf. Jn. 3,29). Él ha desposado, dice, a la comunidad corintia con Cristo y se considera a sí mismo responsable de presentarla sin mancha al novio.

Por medio de estas metáforas los Apóstoles explican la naturaleza interna de la Iglesia. Sus expresiones no dejan duda de que en ellas siempre se refieren a la Iglesia efectivamente existente fundada por Cristo en la tierra---la sociedad de los discípulos de Cristo. De aquí que sea instructivo observar que los teólogos protestantes encuentren necesario distinguir entre una Iglesia ideal y una actual, y afirmar que la enseñanza de los Apóstoles respecto de la Esposa, el Templo, y el Cuerpo, se refiere a la sola Iglesia ideal (cf. Gayford en Hastings, “Dicd. de la Biblia”, s.v. Church).

Los Medios de Salvación Necesarios

En el precedente examen de la doctrina de la Escritura respecto a la Iglesia, se ha visto cuán claramente se establece que sólo entrando en la Iglesia se puede participar en la redención que Cristo obró para nosotros. La incorporación a la Iglesia puede ella sola unirnos a la familia del segundo Adán, y ella sola puede injertarnos en la verdadera Vid. Además es a la Iglesia a la que Cristo entregó los medios de gracia que se comunica a los hombres los dones que Él ganó para ellos. La Iglesia sola dispensa los Sacramentos; sólo ella hace conocer la luz de la verdad revelada. Fuera de la Iglesia no pueden obtenerse estos dones. De todo esto no cabe más que una conclusión: La unión con la Iglesia no es meramente uno de los diversos medios por el que puede obtenerse la salvación: es el único medio.

Cristo enseñó en términos explícitos esta doctrina de la absoluta necesidad de la unión con la Iglesia. Afirmó que el Bautismo, el acto de incorporación entre sus miembros, era esencial para la salvación. “El que crea y se bautice se salvará: el que no crea se condenará” (Mc. 16,16). Cualquier discípulo que abandone la obediencia a la Iglesia será reconocido como uno de los paganos: no forma parte del reino de Dios (Mt. 18,17). San Pablo es igualmente explícito. “Al hereje”, escribe a Tito, “después de una y otra amonestación, réhuyele; ya sabes que ése...está condenado por su propia sentencia” (Tito 3,10 ss). La doctrina se resume en la frase, Extra Ecclesiam nulla salus. Este dicho ha sido ocasión de tantas objeciones que parece deseable alguna consideración de su significado. Ciertamente no significa que nadie pueda salvarse excepto los que estén en comunión visible con la Iglesia. La Iglesia Católica siempre ha enseñado que no se necesita para conseguir la justificación nada más que un acto de caridad perfecta y de contrición. Cualquiera que, bajo el impulso de la gracia actual, realice estos actos recibe inmediatamente el don de la gracia santificante, y es contado entre los hijos de Dios. Si muriera con esta disposición, con seguridad alcanzaría el cielo. Es verdad que tales actos no pueden ser realizados posiblemente por quien es consciente de que Dios ha mandado a todos unirse a la Iglesia, y que sin embargo voluntariamente permanece fuera de su redil, pues el amor de Dios lleva consigo el deseo práctico de cumplir sus Mandamientos. Pero de aquellos que mueren sin visible comunión con la Iglesia, no todos son culpables de desobediencia voluntaria a los mandamientos de Dios. Muchos se mantienen fuera de la Iglesia por ignorancia. Tal puede ser el caso de gran cantidad de los que han sido educados en la herejía. Para otros los medios externos de gracia pueden ser inalcanzables. Así una persona excomulgada puede no tener oportunidad de buscar la reconciliación al final, aunque puede reparar sus faltas por actos internos de contrición y caridad.

Debe observarse que los que se salvan así no están totalmente fuera de los límites de la Iglesia. La voluntad de cumplir todos los Mandamientos de Dios está, y debe estar, presente en todos ellos. Tal deseo implícitamente incluye el deseo de incorporación a la Iglesia visible: pues esto, aunque ellos no lo sepan, ha sido mandado por Dios. Así, pertenecen a la Iglesia por el deseo (voto). Además, hay un sentido verdadero en el que puede decirse que van a ser salvados a través de la Iglesia. En el orden de la Divina Providencia, la salvación se da al hombre en la Iglesia: la pertenencia a la Iglesia Triunfante se da por medio de la pertenencia a la Iglesia Militante. La gracia santificante, el título para la salvación, es peculiarmente la gracia de los que están unidos a Cristo en la Iglesia: es el patrimonio de los hijos de Dios. La finalidad primaria de las gracias actuales que Dios concede a los que están fuera de la Iglesia es traerlos dentro del redil. Así, incluso en el caso de que Dios salve a los hombres que están fuera de la Iglesia, lo hace así a través de las gracias de la Iglesia. Están unidos a la Iglesia en comunión espiritual, aunque no en comunión visible y externa. En la expresión de los teólogos, pertenecen al alma de la Iglesia, aunque no a su cuerpo. Aun así la posibilidad de salvación fuera de la comunión visible con la Iglesia no debe ocultarnos la pérdida sufrida por los que están así situados. Están aislados de los Sacramentos que Dios ha dado como apoyo del alma. No pueden participar en los canales ordinarios de la gracia, que están siempre abiertos a los fieles católicos. Los incontables medios de santificación que la Iglesia ofrece les están negados. A menudo se insiste que esta es una doctrina dura y estrecha. La respuesta a esta objeción es que la doctrina es dura, pero sólo en el sentido en el que la dureza es inseparable del amor. Es la misma dureza que encontramos en las palabras de Cristo, cuando dijo:“Si no creéis que Yo Soy, moriréis en vuestros pecados” (Jn. 8,24). La Iglesia está animada con el espíritu de Cristo; está llena del mismo amor a las almas, el mismo deseo de su salvación. Puesto que, entonces, sabe que el camino de la salvación es a través de la unión con ella, que en ella y en ella sola se almacenan los beneficios de la Pasión, necesita ser intransigente e incluso dura en la afirmación de sus reclamaciones. Fracasar en esto sería fracasar en el deber que el Señor le confió; incluso donde el mensaje no es bien recibido, ella debe comunicarlo.

Es instructivo observar que esta doctrina ha sido proclamada en todos los periodos de la historia eclesiástica.de la Iglesia, y no es una añadidura de una época posterior. Los primeros sucesores de los Apóstoles hablan tan claramente como los teólogos medievales, y los teólogos medievales no son más enfáticos que los actuales; desde el siglo I al XX ha habido absoluta unanimidad. San Ignacio de Antioquía escribe: “No os engañéis, hermanos míos. Si alguien sigue al que hace cisma, no heredará el Reino de Dios. Si alguien se introduce en una doctrina extraña, no está asociado con la Pasión” (ad Philad., n.3). Orígenes dice: “Que nadie se engañe. Fuera de esta casa, esto es, fuera de la Iglesia, nadie se salva” (Hom. en Jos., III, num. 5 en P.G., XII, 841). San Cipriano de Cartago habla en el mismo sentido: “No puede tener a Dios por su padre, el que no tiene a la Iglesia por su madre” (Tratado sobre la Unidad, 6). Las palabras del Cuarto Concilio de Letrán (Duodécimo Concilio General) (1215) definen así la doctrina en su decreto contra los albigenses: “Una est fidelium universalis Ecclesiam extra quam nullus omnino salvatur” (Denzinger, n.357); y el Papa Pío IX empleó casi idéntico lenguaje en su Encíclica a los obispos de Italia (10 de agosto de 1863): “Notissimum est catholicum dogma neminem scilicet extra catholicam ecclesiam posse salvari” (Denzinger, n.1529).

Visibilidad de la Iglesia

Al afirmar que la Iglesia de Cristo es visible, queremos decir, primero, que como sociedad será en todos los tiempos pública y notoria, y segundo, que será reconocible entre los demás organismos como la Iglesia de Cristo. Los teólogos católicos denominan a estos dos aspectos de visibilidad respectivamente visibilidad “material” y “formal”. La visibilidad material de la Iglesia no implica más que ha de haber siempre una profesión pública, no privada; una sociedad manifiesta al mundo, no un colectivo cuyos miembros estén vinculados por algún lazo secreto. La visibilidad formal es más que esto. Implica que en todas las épocas la verdadera Iglesia de Cristo será fácilmente reconocible como lo que es, a saber, como la sociedad divina del Hijo de Dios, el medio de salvación ofrecido por Dios a los hombres; que posee ciertos atributos que postulan tan evidentemente un origen divino que todos los que la vean sabrán que viene de Dios. Esto, naturalmente, debe entenderse con algunas matizaciones necesarias. La facultad de reconocer a la Iglesia como lo que es presupone ciertas disposiciones morales. Donde hay una arraigada desgana a seguir la voluntad de Dios, puede haber ceguera espiritual respecto a las pretensiones de la Iglesia. El prejuicio invencible o la presunción heredada pueden producir el mismo resultado; pero en tales casos la incapacidad de ver se debe, no a la falta de visibilidad de la Iglesia, sino a la ceguera del individuo. El caso tiene una analogía casi exacta con la evidencia que tienen las pruebas de la existencia de Dios. Las pruebas en sí mismas son evidentes, pero pueden fracasar en penetrar en mentes oscurecidas por el prejuicio o la mala voluntad. Desde la época de la Reforma, los autores protestantes o niegan la visibilidad de la Iglesia o la explican de forma que pierda la mayor parte de su significado. Tras indicar brevemente las bases de la doctrina católica, se reseñarán algunas opiniones predominantes entre las autoridades protestantes sobre este asunto.

Es innecesario decir respecto a la visibilidad material de la Iglesia más de lo que se ha dicho en las secciones III y IV de este artículo. Se ha demostrado allí que Cristo estableció su Iglesia como una sociedad organizada bajo dirigentes acreditados, y que Él ordenó a sus gobernantes y a los que les sucedieran llamar a todos los hombres a asegurar su salvación eterna entrando en ella. Es manifiesto que no se trata aquí de una unión secreta de creyentes; la Iglesia es una corporación universal, cuya existencia va a imponerse a la atención de todos, quieran o no. La visibilidad formal se asegura por los atributos que habitualmente se denominan las “notas” de la Iglesia---su unidad, santidad, catolicidad, y apostolicidad (ver más abajo). La prueba puede ilustrarse en el caso de la primera de éstas. La unidad de la Iglesia se destaca como un hecho totalmente sin paralelo en la historia humana. Sus miembros en todo el mundo están unidos por la profesión de una fe común, por la participación en un culto común, y por la obediencia a una autoridad común. Las diferencias de clase, de nacionalidad y de raza, que parece como si debieran ser fatales para cualquier forma de unión, no pueden cortar este vínculo. Une al civilizado y al inculto, al filósofo y al campesino, al rico y al pobre. Todos y cada uno mantienen las mismas creencias, se unen en las mismas ceremonias religiosas, y reconocen en el sucesor de Pedro al mismo gobernante supremo, lo cual sólo puede ser explicado por un poder sobrenatural. Es una prueba evidente para todas las mentes, incluso las simples e iletradas, de que la Iglesia es una sociedad divina. Sin esta visibilidad formal, se frustraría la finalidad por la que se fundó la Iglesia. Cristo la estableció para ser el medio de salvación de toda la humanidad. Para esta finalidad es esencial que sus afirmaciones sean autentificadas de una manera evidente para todos; en otras palabras, debe ser visible, no meramente como lo son las demás sociedades públicas, sino por ser la sociedad del Hijo de Dios.

Las opiniones sostenidas por los protestantes respecto a la visibilidad de la Iglesia son diversas. Los críticos racionalistas rechazan naturalmente toda la concepción. Para ellos la religión predicada por Jesucristo era algo puramente interior. Cuando la Iglesia como institución vino a ser considerada como un factor indispensable en religión, hubo una corrupción del mensaje primitivo. (Ver Harnack, Qué es cristianismo, p.213). Los pasajes que tratan de la Iglesia como unidad colectiva son referidos por los autores de esta escuela a una Iglesia ideal invisible, una comunión mística de las almas. Tal interpretación violenta el sentido de los pasajes. Además, aún no se ha dado ninguna explicación que tenga alguna apariencia de probabilidad para explicar la génesis entre los discípulos de esta notable y absolutamente novedosa concepción de una Iglesia invisible. Puede pedirse razonablemente a una escuela declaradamente crítica que explique este fenómeno. Harnack sostiene que ocupó el lugar de la unidad racial de los judíos. Pero no está claro por qué los conversos gentiles habrían sentido la necesidad de reemplazar una característica tan enteramente propia de la religión hebrea.

La doctrina de los autores protestantes más antiguos es que hay dos Iglesias, una visible y otra invisible. Esta es la opinión de los teólogos anglicanos corrientes tales como Barrow, Field y Jeremy Taylor (véase, por ejemplo, Barrow, Unity of Church, Works, 1830, VII, 628). Los que explican así la visibilidad subrayan que el elemento esencial y vital de la pertenencia a Cristo descansa en la unión interna con Él; que esto es necesariamente invisible, y los que la tienen constituyen una Iglesia invisible. Los que están unidos a Él solo externamente no tienen parte en su gracia. Así, cuando prometió a su Iglesia el don de la indefectibilidad, declarando que las puertas del infierno nunca prevalecerían contra ella, la promesa debe entenderse respecto de la Iglesia invisible, no de la visible. Con respecto a esta teoría, que aún es tolerablemente predominante, hay que decir que las promesas de Cristo fueron hechas a la Iglesia como organismo colectivo, como constituyendo una sociedad. Así entendidas, fueron hechas a la Iglesia visible, no a un organismo invisible y desconocido. Ciertamente no hay confirmación en las Escrituras para esta distinción entre Iglesia visible e invisible. Incluso aunque muchos de sus hijos prueben ser infieles, aun así todo lo que Cristo dijo respecto de la Iglesia se realiza en ella como organismo colectivo. Ni la infidelidad de estos que se declaran católicos los separa totalmente de su pertenencia a Cristo; ellos son suyos en virtud de su bautismo. El carácter entonces recibido los marca como suyos; aunque ramas secas y marchitas no han roto del todo con la Vid verdadera (Belarmino, De Ecclesia, III, IX, 13). Los autores de la Alta Iglesia Anglicana enseñan explícitamente la visibilidad de la Iglesia. Se limitan, sin embargo, a la consideración de la visibilidad material (cf. William Palmer, Treatise on the Church, Parte I, cap. III).

La doctrina de la visibilidad de ninguna manera excluye de la Iglesia a los que ya han alcanzado la bienaventuranza. Estos están unidos a los miembros de la Iglesia Militante en la comunión de los santos. Observan sus esfuerzos; se ofrecen plegarias para su beneficio. De manera similar también pertenecen a la Iglesia los que aún están en los purificadores fuegos del Purgatorio. No hay, como se ha dicho, dos Iglesias; no hay más que una Iglesia, y de ella son miembros todas las almas de los justos, estén en el cielo, en la tierra, o en el purgatorio (Catec. Rom., I, x, 6). Pero sólo a la Iglesia en cuanto militante aquí abajo---a la Iglesia entre los hombres---le corresponde la propiedad de ser visible.

El Principio de Autoridad

Cualquier autoridad que se ejerza en la Iglesia, se ejerce en virtud de la autorización de Cristo. Él es el único Profeta, el que ha dado al mundo la revelación de la verdad, y mediante su Espíritu preserva en la Iglesia la fe en un tiempo comunicada a los santos. Él es el único Sacerdote, siempre intercediendo a favor de la Iglesia en el sacrificio del Calvario. Y Él es el único Rey---el Pastor principal (1 Ped. 5,4)---que gobierna y guía el curso de su Iglesia a través de su Providencia. Aun así Él quiere que se ejerza su poder a través de sus representantes en la tierra. Eligió a los Doce, y les encargó en su nombre enseñar a las naciones (Mt. 28,19), ofrecer su sacrificio (Lc. 22,19) y gobernar su rebaño (Mt. 18,18; Jn. 21,17). Como se ha visto más arriba, ellos usaron la autoridad a ellos delegada mientras vivieron; y antes de su muerte, tomaron medidas para la perpetuación de este principio en la Iglesia. Desde ese día hasta ahora, la jerarquía así establecida ha reclamado y ha ejercido su triple cargo. Así se han cumplido las profecías del Antiguo Testamento que predecían que a los que fueran designados para gobernar el reino mesiánico se les concedería participar en las funciones de profeta, sacerdote y rey del Mesías (Ver el II arriba).

La autoridad establecida en la Iglesia recibe su delegación de arriba, no de abajo. El Papa y los obispos ejercen su poder como sucesores de los hombres que fueron elegidos por Cristo personalmente. No son, como enseña la teoría presbiteriana de gobierno de la Iglesia, delegados del rebaño; su mandato lo reciben del Pastor, no de las ovejas. La opinión de que la autoridad eclesiástica es sólo ministerial, y originada por delegación de los fieles, fue expresamente condenada por el Papa Pío VI (1794) en su Constitución “Auctorem Fidei”; y ante la renovación del error por ciertos autores modernistas recientes, el Papa San Pío X reiteró la condena en la Encíclica sobre los errores de los modernistas. En este sentido el gobierno de la Iglesia no es democrático. Esto en realidad está implícito en la propia naturaleza de la Iglesia como sociedad sobrenatural, que conduce a los hombres a un fin sobrenatural. Nadie es capaz de ejercer autoridad con tal finalidad, salvo que el poder le sea comunicado de una fuente divina. El caso es completamente diferente si a la sociedad civil se refiere. Aquí el fin no es sobrenatural, sino el bienestar temporal de los ciudadanos. No puede decirse que se requieran unas dotes especiales para hacer a cualquier clase de hombres capaz de ocupar el puesto de gobernantes y guías. De ahí que la Iglesia apruebe igualmente todas las formas de gobierno civil que estén en consonancia con el principio de justicia. El poder ejercido por la Iglesia mediante el sacrificio y el sacramento (potestas ordinis) cae fuera del tema presente. Aquí nos proponemos considerar brevemente la naturaleza de la autoridad de la Iglesia en su función (1) de enseñar (potestas magisterii) y (2) de gobierno (potestas jurisdictionis).

Infalibilidad

Como maestra de la verdad revelada nombrada divinamente, la Iglesia es infalible. Este don de inerrancia está garantizado por las palabras de Cristo, en las que prometió que su Espíritu permanecería con ella por siempre para guiarla hasta la verdad completa (Jn. 14,16; 16,13). Esto está implícito también en otros pasajes de la Escritura, y afirmado por el testimonio unánime de los Padres. El alcance de esta infalibilidad es preservar el depósito de la fe revelada al hombre por Cristo y sus Apóstoles (ver Infalibilidad). La Iglesia enseña expresamente que es la guardiana sólo de la revelación, que no puede enseñar nada que no haya recibido. El Concilio Vaticano I declara: “El Espíritu Santo no fue prometido a los sucesores de Pedro, para que por su revelación pudieran manifestar nuevas doctrinas, sino que a través de su asistencia pudieran guardar religiosamente, y exponer fielmente la revelación transmitida por los Apóstoles, o depósito de la fe” (Conc. Vat., Ses. IV, cap. LIV). La obligación de la ley moral natural forma parte de la revelación. Cristo y sus Apóstoles recalcaron una y otra vez la autoridad de esa ley. Por lo tanto, la Iglesia es infalible en materia tanto de fe como de moral. Además, los teólogos concuerdan en que el don de infalibilidad respecto al depósito debe, por consecuencia necesaria, llevar consigo la infalibilidad respecto a hechos dogmáticos. Hay cuestiones que inciden tan próximamente con la preservación de la fe que, si la Iglesia pudiera errar en ellas, su infalibilidad no bastaría para salvar al rebaño de las falsas doctrinas. Tal es, por ejemplo, la decisión de si un libro dado contiene o no enseñanzas condenadas como heréticas. (Ver hechos dogmáticos).

Es innecesario señalar que si la fe cristiana es realmente una doctrina revelada, que los hombres han de creer bajo pena de condenación eterna, el don de la infalibilidad era necesario para la Iglesia. Si pudiera equivocarse, podría hacerlo sobre cualquier punto y el rebaño no tendría garantías de la veracidad de ninguna doctrina. La condición de los organismos que en tiempos de la Reforma abandonaron la Iglesia nos proporciona un adecuado objeto de estudio. Divididos en diversas facciones y partidos, son escenario de discusiones interminables; y por la naturaleza del caso están desprovistos de toda esperanza de alcanzar la certeza. También respecto a la ley moral, la necesidad de una guía infalible es apenas menos imperativa. Aunque en algunos grandes principios pueda haber algún consenso de opinión sobre lo que es bueno y lo que es malo, aun así, es imposible lograr un acuerdo en la aplicación de esos principios a hechos concretos. En asuntos de importancia práctica tales como son, por ejemplo, las cuestiones de la propiedad privada, el matrimonio, y la libertad, las opiniones más divergentes son defendidas por pensadores de gran capacidad. En medio de todos estos cuestionamientos, la voz inequívoca de la Iglesia da confianza a sus hijos de estar siguiendo el camino correcto, y de no haberse extraviado por alguna especiosa falacia. Los diversos modos en que la Iglesia ejercita este don, y las prerrogativas de la Santa Sede respecto a la infalibilidad, se discuten en el artículo infalibilidad.

Jurisdicción

Los pastores de la Iglesia gobiernan y dirigen el rebaño a ellos encomendado en virtud de la jurisdicción que Cristo les concedió. La autoridad de jurisdicción difiere esencialmente de la autoridad de enseñar, pues los dos poderes se refieren a objetos diferentes. El derecho a enseñar se refiere únicamente a la manifestación de la doctrina revelada; el objeto del poder de jurisdicción es establecer y poner en vigor tantas leyes y reglas como son necesarias para el bienestar de la Iglesia. Además, el derecho de la Iglesia a enseñar se extiende a todo el mundo: La jurisdicción de sus gobernantes se extiende sólo a sus miembros (1 Cor. 5,12). Las palabras de Cristo a San Pedro, “te daré las llaves del Reino de los Cielos”, expresan claramente el poder de jurisdicción. La autoridad suprema sobre un organismo lleva consigo el derecho a gobernar y dirigir. Los tres elementos que van a constituir la jurisdicción---el poder legislativo, el poder judicial, y el poder coercitivo---están además implícitos en las instrucciones de Cristo a los Apóstoles (Mt. 18). No solamente se les instruye para imponer obligaciones y resolver discusiones; sino que pueden incluso infligir la pena eclesiástica más excepcional---la de exclusión de su pertenencia a Cristo.

La jurisdicción ejercida dentro de la Iglesia es en parte de derecho divino, y en parte determinada por la ley eclesiástica. La suprema jurisdicción sobre toda la Iglesia---tanto clero como laicos---pertenece por designación divina al Papa (Conc. Vat. Ses. IV, cap. III). El gobierno de los fieles por obispos que poseen la jurisdicción ordinaria (esto es, una jurisdicción que no se tiene por mera delegación, sino que se ejerce en su propio nombre) es del mismo modo de decreto divino. Pero el sistema por el que la Iglesia se divide territorialmente en diócesis, dentro de cada una de las cuales un solo obispo gobierna a los fieles de ese distrito, es una ordenación eclesiástica susceptible de modificación. La Santa Sede puede cambiar los límites de las diócesis. En Inglaterra las antiguas divisiones anteriores a la Reforma se mantuvieron hasta 1850, aunque la jerarquía católica se había extinguido en el reinado de Isabel I. En ese año se anuló la antigua división y se estableció un nuevo sistema diocesano. De manera similar en Francia, se introdujo un cambio completo tras la Revolución. Un obispo puede ejercer su poder sobre una base distinta a la territorial. Así en Oriente hay obispos diferentes para los fieles que pertenecen a los diferentes ritos en comunión con la Santa Sede. Además de los obispos, en los países donde el sistema eclesiástico está plenamente desarrollado, los clérigos inferiores que son los sacerdotes parroquiales, en el sentido propio del término, tienen jurisdicción ordinaria dentro de sus propias parroquias.

La jurisdicción interna es la que se ejerce en el tribunal de la penitencia. Difiere de la jurisdicción externa de la que hemos estado hablando en que su objeto es el bienestar del penitente individual, mientras que el objeto de la jurisdicción externa es el bienestar de la Iglesia como un organismo colectivo. Para ejercer esa jurisdicción interna, el poder de órdenes es una condición esencial: nadie sino un sacerdote puede absolver. Pero el poder de órdenes es por sí solo insuficiente. El ministro del sacramento debe recibir la jurisdicción de alguien competente para otorgarla. De ahí que un sacerdote no pueda oír en confesión en cualquier localidad, si no ha recibido facultades del ordinario del lugar. Por otro lado, para el ejercicio de la jurisdicción externa no es necesario el poder de órdenes. Un obispo, debidamente nombrado para una sede, pero aún no consagrado, está investido de jurisdicción externa sobre su diócesis tan pronto muestra sus cartas de nombramiento al capítulo.

Miembros de la Iglesia

La descripción anterior sobre la Iglesia y el principio de autoridad por el que se gobierna nos capacita para determinar quienes son miembros de la Iglesia y quienes no. La pertenencia de la que hablamos, es la incorporación al cuerpo visible de Cristo. Ya se ha observado (VI ) que un miembro de la Iglesia puede haber perdido la gracia de Dios. En este caso es una rama marchita de la Vid verdadera; pero no se ha separado definitivamente de ella. Aún pertenece a Cristo. Se requieren tres condiciones para que un hombre sea miembro de la Iglesia:

1. En primer lugar, debe profesar la verdadera fe, y haber recibido el Sacramento del Bautismo. La necesidad esencial de esta condición es clara por el hecho de que la Iglesia es el reino de la verdad, la sociedad de los que aceptan la revelación del Hijo de Dios. Todo miembro de la Iglesia debe aceptar el conjunto de la revelación, bien explícita o bien implícitamente, mediante la profesión de todo lo que la Iglesia enseña. El que rehúsa recibirla, o quien, habiéndola recibido, la pierde, se excluye de ese modo del Reino (Tito 3,10 ss.). El Sacramento del Bautismo se considera correctamente parte de esta condición. Mediante él los que profesan la fe son adoptados formalmente como hijos de Dios (Ef. 1,13), y entre los dones que ofrece está una fe habitual. Cristo expresamente relaciona a los dos, al declarar que “el que crea y se bautice se salvará” (Mc. 16,16; cf. Mt. 28,19).

2. Es además necesario reconocer la autoridad de la Iglesia y de sus gobernantes. Los que rechazan la jurisdicción establecida por Cristo ya no son miembros de su reino. Así lo afirma San Ignacio en su Carta a la Iglesia de Esmirna (núm. 8): “Dondequiera que aparezca el obispo, allí ha de estar el pueblo; del mismo modo que donde Jesús pueda estar ha de estar la Iglesia universal”. En relación con esta condición, la última piedra de toque ha de ser hallarse en comunión con la Santa Sede. Cristo fundó su Iglesia sobre San Pedro. Los que no están unidos a ese cimiento no pueden formar parte de la casa de Dios.

3. La tercera condición se basa en el derecho canónico a la comunión con la Iglesia. En virtud de su poder coercitivo la Iglesia tiene autoridad para excomulgar a los pecadores notorios. Puede infligir este castigo no meramente sobre la base de herejía o cisma, sino por otras faltas graves. Así San Pablo pronuncia sentencia de excomunión a los corintios incestuosos (1 Cor. 5,3). Esta pena no es una mera separación externa del derecho al culto en común. Es una separación del cuerpo de Cristo, deshaciendo hasta este punto la obra del bautismo, y situando al excomulgado en la condición del “pagano y el publicano”. Lo expulsa del Reino de Dios; y el Apóstol habla de ello como de “entregarlo a Satanás” (1 Cor. 5,5; 1 Tim. 1,20)

Sin embargo, al considerar cada una de estas condiciones se pueden hacer ciertas distinciones.

1. Muchos herejes bautizados han sido educados en creencias erróneas. Su caso es enteramente diferente del de aquellos que han renunciado voluntariamente a la fe. Ellos aceptan que lo que creen es revelación divina. Así estos pertenecen a la Iglesia en deseo, pues en su corazón ansían cumplir la voluntad de Dios respecto a ellos. En virtud de su bautismo y su buena voluntad, pueden estar en estado de gracia. Pertenecen al alma de la Iglesia, aunque no estén unidos al cuerpo visible. Como tal son miembros de la Iglesia internamente, aunque no externamente. Incluso en relación con los que se han apartado ellos mismos de la fe, se debe hacer una distinción entre los herejes públicos y notorios por un lado, y los herejes secretos por otra. La herejía pública y notoria separa de la Iglesia visible. La mayoría de los teólogos están de acuerdo con Belarmino (De Ecclesia, III, cap. x) y contra Francisco Suárez, en que la herejía secreta no tiene este efecto.

2. Con respecto al cisma debe hacerse la misma distinción. Un rechazo secreto de la autoridad de la Iglesia no separa al pecador de la Iglesia, la cual lo reconoce como miembro, con derecho a la comunión con ella, hasta que por rebelión pública y notoria rechace su autoridad.

3. Las personas excomulgadas son o bien excommunicati tolerati (esto es, los que aún son tolerados) o excommunicati vitandi (esto es, los que se han de evitar). Muchos teólogos sostienen que aquellos a los que la Iglesia aún tolera no están completamente separados de la pertenencia a ella, y que sólo aquellos a los que ella ha calificado como “a ser evitados” están separados del reino de Dios (ver Murray, De Eccles., Disp. I, sec. VIII, n. 118) (Vea excomunión.

Indefectibilidad de la Iglesia

Entre las prerrogativas que Cristo concedió a su Iglesia está el don de la indefectibilidad. Por este término denota, no meramente que la Iglesia perdurará hasta el fin de los tiempos, sino además, que conservará intactas sus características esenciales. La Iglesia no puede experimentar nunca un cambio constitucional que la haga, como organismo social, algo distinto de lo que originalmente era. Nunca puede corromperse en fe o moral; ni puede perder nunca la jerarquía apostólica, ni los Sacramentos a través de los cuales Cristo comunica la gracia a los hombres. Cristo prometió expresamente a la Iglesia el don de la indefectibilidad por medio de las palabras en las que declara que las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Está claro que, las tormentas que se encuentre la Iglesia pudieran perturbarla de manera que se alteren sus características esenciales y la hagan distinta de lo que Cristo pretendió que fuera, las puertas del infierno, esto es, el poder del mal, habría prevalecido. También está claro que, si la Iglesia pudiera sufrir un cambio substancial, ya no sería un instrumento capaz de llevar a cabo la obra por la que Dios la llamó a ser. Él la estableció para que fuese la escuela de santidad para todos los hombres. Esto dejaría de ser así si alguna vez pudiera fijar un criterio moral falso y corrompido. Él la estableció para proclamar su revelación al mundo, y le encargó de advertir a todos los hombres que salvo que aceptaran ese mensaje perecerían eternamente. Si la Iglesia pudiera errar al definir las verdades de la revelación en el más pequeño punto, tal encargo sería imposible. Ningún organismo podría poner en vigor bajo tal pena la aceptación de lo que puede ser erróneo. Mediante la jerarquía y los sacramentos, Cristo, además, hizo a la Iglesia la depositaria de las gracias de la Pasión. De perderse alguno de estos, ya no podrían dispensarse a los hombres los tesoros de la gracia.

El don de la indefectibilidad claramente no garantiza a cada parte de la Iglesia contra la herejía o la apostasía; la promesa se hizo al organismo en su conjunto. Las Iglesias individuales pueden corromper su moral, caer en la herejía, incluso apostatar. Así en la época de las conquistas mahometanas, poblaciones enteras renunciaron a su fe; y la Iglesia sufrió pérdidas similares en el siglo XVI. Pero la defección de ramas aisladas no altera el carácter del tronco principal. La sociedad de Jesucristo continúa dotada de las prerrogativas que le otorgó su Fundador. Sólo a una Iglesia particular se le garantiza la indefectibilidad, a saber, a la sede de Roma. A Pedro, y en él a todos sus sucesores en el cargo de supremo pastor, Cristo encargó la tarea de confirmar en la fe a sus hermanos (Lc. 22,32); y así, en la Iglesia Romana, como dice Cipriano, “la infidelidad no consigue penetrar” [Ep. 54, ad Cornelium]. Los diversos colectivos que han abandonado la Iglesia naturalmente niegan su indefectibilidad. Su alegato a favor de la separación se basa en cada caso en el supuesto hecho de que el cuerpo principal de los cristianos se ha separado tanto de la verdad primitiva, o de la pureza de la moral cristiana, que la formación de una organización separada no es sólo deseable sino necesaria. Los que pretenden defender estas alegaciones se esfuerzan de diversas maneras en reconciliarlas con la promesa de Cristo. Algunos, como se ha visto más arriba (VII), recurren a la hipótesis de una Iglesia invisible indefectible. El muy Reverendo Charles Gore de Worcester, que puede ser considerado como el representante del anglicanismo superior, prefiere una solución diferente. En su controversia con el canónigo Richardson, adoptó la posición de que mientras que la Iglesia no puede fallar al enseñar toda la verdad revelada, pueden existir universalmente “errores de añadidura” en su enseñanza actual (ver Richardson, Catholic Claims, Apéndice).Tal explicación priva a las palabras de Cristo de todo su significado. Una Iglesia que en algún periodo pudiera hipotéticamente enseñar, en cuanto a la fe, doctrinas que no formaran parte del depósito nunca podría entregarlas al mundo como el mensaje de Dios. Los hombres razonablemente se persuadirían respecto de cualquier doctrina de que podía ser un “error de añadidura”.

Se ha dicho más arriba que una parte del don de indefectibilidad de la Iglesia en su preservación de cualquier corrupción sustancial en la esfera de la moral. Esto supone, no meramente que siempre proclamará el estándar perfecto de moralidad que le legó su Fundador, sino también que en todas las épocas las vidas de muchos de sus hijos se basarán en ese sublime modelo. Sólo un principio sobrenatural de vida espiritual podría producirlo. La tendencia natural del hombre es hacia abajo. La fuerza de todo movimiento religioso se gasta gradualmente; y los seguidores de los grandes reformadores religiosos tienden con el tiempo a descender al nivel de su medio ambiente. Según las leyes de la naturaleza humana sin asistencia, así debería haber ocurrido con la sociedad establecida por Cristo. Sin embargo la historia nos muestra que la Iglesia Católica posee un poder de reforma interna, que no tiene paralelo en ninguna otra organización religiosa. Una y otra vez produce santos, hombres que imitan las virtudes de Cristo en un grado extraordinario, cuya influencia, que se extiende a lo largo y ancho, da nuevo ardor incluso a los que alcanzan un nivel menos heroico. Así, para citar uno o dos ejemplos bien conocidos de los muchos que podrían darse: Santo Domingo de Guzmán y San Francisco de Asís reavivaron el amor por la virtud en los hombres del siglo XIII; San Felipe Neri y San Ignacio de Loyola llevaron a cabo una obra similar en el siglo XVI; San Pablo de la Cruz y San Alfonso María de Ligorio, en el XVIII. Ninguna explicación basta para justificar este fenómeno salvo la doctrina católica de que la Iglesia no es una sociedad natural sino sobrenatural, que la preservación de su vida moral depende, no de ninguna ley de la naturaleza humana, sino de la vivificadora presencia del Espíritu Santo. Los principios de reforma católicos y protestantes están en marcado contraste uno con el otro. Los reformadores católicos han recurrido de una vez por todas al modelo establecido ante ellos en la persona de Cristo y al poder del Espíritu Santo para alentar nueva vida en las almas que Él ha regenerado. Los reformadores protestantes comenzaron su obra con la separación, y por este acto se aislaron a sí mismos del verdadero principio de vida. Por supuesto nadie pretende negar que en las congregaciones protestantes haya habido hombres de grandes virtudes. Aun así no es excesivo afirmar que en todos los casos su virtud se nutría de lo que quedaba en ellos de la creencia y práctica católica y no de lo que hubieran recibido del protestantismo como tal.

La Teoría de la Continuidad

La doctrina de la indefectibilidad de la Iglesia ahora analizada nos colocará en situación de estimar, en su verdadero valor, la pretensión de la Iglesia Anglicana y de las organizaciones episcopales en los demás países de habla inglesa de ser continuadores de la antigua Iglesia de Inglaterra previa a la Reforma, en el sentido de formar parte de una y la misma sociedad. Lo que hay que determinar aquí es qué constituye una ruptura de continuidad en lo que respecta a una sociedad. Se puede decir seguramente que la continuidad de una sociedad se rompe cuando se introduce un cambio radical en los principios que encarna. En el caso de una Iglesia, un cambio tal en su constitución jerárquica y en la fe que profesa basta para hacerla una Iglesia diferente de la que era antes. Pues las sociedades que llamamos Iglesias existen como encarnación de unos ciertos dogmas sobrenaturales y de un principio de gobierno autorizado divinamente. Por tanto, cuando las verdades previamente presentadas como de fe son rechazadas, y el principio de gobierno considerado sagrado se repudia, hay una ruptura de la continuidad, y se constituye una nueva Iglesia. En esto la continuidad de una Iglesia difiere de la de una nación. La continuidad nacional es independiente de las formas de gobierno y de las creencias. Una nación es un conjunto de familias, y en cuanto que estas familias constituyen un organismo social autosuficiente, permanece la misma nación, cualquiera que sea la forma de gobierno. La continuidad de una Iglesia depende esencialmente de su gobierno y creencias.

Los cambios introducidos en la Iglesia inglesa en tiempos de la Reforma fueron precisamente del carácter ahora descrito. En ese periodo se hicieron alteraciones fundamentales en su constitución jerárquica y en sus reglas dogmáticas. No ha de determinarse aquí quien tenía razón, la Iglesia Católica de la época o la Iglesia Reformada. Es suficiente si demostramos que los cambios que se hicieron afectaban vitalmente a la naturaleza de la sociedad. Es notorio que desde la época de Agustín hasta la de Warham, todos los arzobispos de Canterbury reconocían al Papa como fuente suprema de la jurisdicción eclesiástica. Los propios arzobispos no podían ejercer su jurisdicción en su provincia hasta haber recibido la confirmación papal. Además, los Papas acostumbraban a enviar a Inglaterra legados a latere, los cuales, en virtud de su autoridad delegada, fuera cual fuera su status personal en la jerarquía, tenían una jurisdicción superior a la de los obispos locales.

Las apelaciones de todos los tribunales eclesiásticos de Inglaterra iban al Papa, y su decisión era reconocida por todos como definitiva. El Papa, también, ejercía el derecho de excomunión respecto a los miembros de la Iglesia inglesa. Esta autoridad suprema era, además, considerada por todos como perteneciente al Papa por derecho divino, y no en virtud de una mera institución humana. Por tanto, cuando este poder de jurisdicción se transfirió al rey, la alteración afectó a los principios constitutivos de la sociedad y su carácter fue fundamental. Del mismo modo, con respecto a los asuntos de fe, los cambios fueron revolucionarios. Será suficiente observar que se introdujo una nueva regla de fe, con la Escritura y la Tradición sustituidas por la sola Escritura; que se borraron varios libros del Canon de la Escritura; que se rechazaron cinco de los siete Sacramentos; y que se declaró el Sacrificio de la Misa como “fábula blasfema y peligroso engaño”. En realidad a veces se dice que los formularios oficiales del anglicanismo son susceptibles de un sentido católico, si se les da una interpretación “no natural”. Este argumento, sin embargo, no puede tener fuerza. Al estimar el carácter de una sociedad, debemos juzgarla, no por el sentido restringido que algunos individuos puedan dar a sus regulaciones, sino por el sentido que estas pretendían tener. Juzgado por este criterio, nadie puede discutir que estas innovaciones constituyeron un cambio fundamental en la posición dogmática de la Iglesia de Inglaterra.

Universalidad de la Iglesia

Desde el principio la Iglesia de Cristo ha reclamado trascender todas las diferencias nacionales que dividen a los hombres. En ella, afirma el Apóstol,”no hay ni gentil ni judío... bárbaro ni escita” (Col. 3,11). Los hombres de todas las razas son unos en ella; forman una única hermandad en el Reino de Dios. En el mundo pagano, religión y nacionalidad han sido coincidentes. Los límites del Estado eran los límites de la fe que el Estado profesaba. Incluso la religión judía se limitaba a una raza especial. Antes de la revelación cristiana la idea de una religión adaptada a todos los pueblos era extraña a las concepciones humanas. Una de las características esenciales de la Iglesia es que sea una sola sociedad universal que abarca todas las razas. En ella, y solo en ella, se realiza la hermandad del hombre. Todas las barreras nacionales, no menos que todas las diferencias de clase, desaparecen en la Ciudad de Dios. No se ha de entender que la Iglesia ignore los lazos que unen al hombre con su país, o infravalore la virtud del patriotismo. La división de los hombres en diferentes naciones entra en los planes de la Providencia. A cada nación se le ha asignado una tarea especial a realizar en el desarrollo de los propósitos de Dios. Un hombre tiene deberes hacia su nación no menos que hacia su familia. El que descuida ese deber incumple una obligación moral primordial. Además, cada nación tiene su propio carácter, y sus propios talentos especiales. Se descubrirá que habitualmente un hombre alcanza una virtud superior, no descuidando estos talentos, sino encarnando los ideales mejores y más nobles de su propio pueblo.

Por estas razones la Iglesia consagra el espíritu de nacionalidad, aunque lo trasciende, pues reúne a las diversas nacionalidades en una única fraternidad. Más que esto, purifica, desarrolla y perfecciona el carácter nacional, tal como purifica y perfecciona el carácter de cada individuo. En realidad ha sido a menudo acusada de ejercer una influencia antipatriótica. Pero invariablemente se descubrirá que ha incurrido en este reproche por oponerse y censurar lo que era mezquino en las aspiraciones nacionales, no por frustrar lo que era justo o heroico. Igual que la Iglesia perfecciona a la nación, así recíprocamente cada nación añade algo propio a la gloria de la Iglesia. Produce su propio tipo de santidad, sus virtudes nacionales, y contribuye así a “la plenitud de Cristo” con algo que ninguna otra raza puede dar. Tales son las relaciones de la Iglesia con lo que es denominado nacionalidad. La unidad externa de la sociedad única es la encarnación visible de la doctrina de la fraternidad humana. El pecado de cisma, nos dicen los Padres, reside en esto, que por él se rechaza implícitamente la ley del amor a nuestro prójimo. “Nec haeretici pertinent ad Ecclesiam Catholicam, quae diligit Deum; nec schismatici quoniam diligit proximum” (Los herejes no pertenecen a la Iglesia Católica, pues esta ama a Dios, ni los cismáticos, pues ama al prójimo—Agustín, De Fide et Symbolo, cap. X, en P.L., XL, 193).Es importante insistir en este punto, pues a veces se sugiere que la unidad organizada del catolicismo puede estar bien adaptada a las razas latinas pero conviene mal al espíritu teutónico. Decir esto es decir que una característica esencial de esta revelación cristiana conviene mal a una de las grandes razas del mundo.

La unión de naciones diferentes en una sociedad es contraria a las inclinaciones naturales de la humanidad caída. Ésta debe siempre luchar contra los impulsos del orgullo nacional, el deseo de una completa independencia, o el desagrado del control externo. De ahí que la historia proporcione diversos casos en los que estas pasiones han conseguido ganar, se ha roto el lazo de unidad, y se han constituido “Iglesias Nacionales”. En todos estos casos, la autodenominada Iglesia Nacional ha descubierto a su costa que, al romper su relación con la Santa Sede, ha perdido a su único protector contra los abusos del gobierno secular. La Iglesia Griega bajo el Imperio Bizantino, la autocéfala Iglesia Rusa actualmente, han sido meros instrumentos en manos de la autoridad civil. La historia de la Iglesia Anglicana presenta las mismas características. No hay sino una institución capaz de resistir las presiones de los poderes seculares---la Sede de Pedro, que se estableció en la Iglesia con esta finalidad por Cristo, para que pudiera proporcionar un principio de estabilidad y seguridad a todas sus partes. El Papado está por encima de todas las nacionalidades. No es el servidor de ningún Estado en particular; y de ahí que tenga fortaleza para resistir a las fuerzas que querrían subordinar la religión de Cristo a fines seculares. Sólo las Iglesias que han mantenido su unión con la Sede de Pedro han conservado su vitalidad. Las ramas que se han desgajado de ese tronco se han marchitado.

La Teoría de la Rama

En el transcurso del siglo XIX, el principio de las Iglesias Nacionales fue vigorosamente defendido por los teólogos de la Alta Iglesia Anglicana bajo el nombre de “Teoría de la Rama”. Según esta opinión, cada Iglesia Nacional cuando está plenamente constituida bajo su propio episcopado, es independiente del control externo. Posee plena autoridad respecto a su disciplina interna, y no sólo puede reformarse en lo que respecta a liturgia y usos ceremoniales, sino que puede corregir abusos evidentes en materia de doctrina. Se justifica que haga esto incluso si la medida implica una ruptura de la comunión con el resto de la cristiandad; pues, en este caso, la culpa corresponde no a la Iglesia que emprende la labor de reforma, sino a los que, con este motivo, los rechazan de la comunión. Sigue siendo aún una “rama” de la Iglesia católica como lo era antes. En la actualidad, las Iglesias Anglicana, Católica Romana, y Griega son cada una de ellas una rama de la Iglesia Universal. Ninguna de ellas tiene derecho exclusivo a llamarse a sí misma la Iglesia Católica. Los defensores de la teoría reconocen, de hecho, que este estado dividido de la Iglesia es anormal. Admiten que los Padres nunca contemplaron la posibilidad de una iglesia así separada en partes. Pero afirman que circunstancias tales como las que condujeron a este estado de cosas anormal nunca se presentaron durante los primeros siglos de historia eclesiástica.

Esta posición está expuesta a fatales objeciones.

  • Es una teoría enteramente nueva respecto a la constitución de la Iglesia, que es rechazada tanto por la Iglesia Católica como por la Griega. Ninguno de ellos admite la existencia de las llamadas ramas de la Iglesia. Los cismáticos griegos, no menos que los católicos, afirman que ellos, y solamente ellos, constituyen la Iglesia. Además la mayoría del colectivo anglicano rechaza esta teoría. No es sino la creencia de una escuela, aunque sea distinguida. Es casi una reductio ad absurdum el que se nos pida creer que una sola escuela de una secta particular es la única depositaria de la verdadera teoría de la Iglesia.
  • Es enteramente indefendible la afirmación hecha por muchos anglicanos de que no hay nada en su posición contrario a la tradición eclesiástica y patrística. Los Padres usaron contra los donatistas argumentos exactamente aplicables a su caso. Se sabe por la “Apología” que la magistral demostración de este punto por el cardenal Wiseman fue uno de los factores principales que produjeron la conversión de Newman. En la controversia con los donatistas, San Agustín tiene por suficiente para su propósito alegar que los que se separan de la Iglesia Universal no pueden tener razón. Para él es una simple cuestión de hecho. ¿Están los donatistas separados del grueso de los cristianos, o no? Si lo están, ninguna justificación de su causa puede absolverles de la acusación de cisma. “Securus judicat orbis terrarum bonos non esse qui se dividunt ab orbe terrarum in quâcunque parte orbis terrarum” (El mundo entero juzga con seguridad que no son buenos los que se separan del mundo entero en cualquier parte del mundo entero---Agustín, Contra epist. Parm., III, c.IV, en P.L., XLIII, 101). La posición de San Agustín se basa en la doctrina que él supone como absolutamente indudable, de que la Iglesia de Cristo debe ser una, debe ser visiblemente una; y que cualquier colectivo que se separe de ella demuestra ipso facto incurrir en cisma. La afirmación de los anglicanos que discuten que la Iglesia inglesa no es separatista puesto que no rechaza la comunión con Roma, sino que Roma la rechazó a ella, tiene naturalmente sólo el valor de una pieza específica de la argumentación, y no hay que tomarlo como un argumento serio. Aun así es interesante observar que en esto también se les anticiparon los donatistas. (Contra epist. Petil., II, xxxviii en P.L., XLIII, 292).
  • Las consecuencias de la doctrina constituyen una prueba manifiesta de su falsedad. La unidad de la Iglesia Católica en todas las partes del mundo es, como ya se ha visto, el signo de una hermandad que reúne a los hijos de Dios. Más que esto, el propio Cristo declaró que sería una prueba de su misión divina para todos los hombres. La unidad de su rebaño, una representación terrenal de la unidad del Padre y del Hijo, sería suficiente para demostrar que Él había venido de Dios (Jn. 17,21). Por el contrario, esta teoría, presentada en primer lugar para justificar un estado de cosas que tienen como autor a Enrique VIII, haría a la Iglesia Cristiana, no un testigo de la fraternidad de los hijos de Dios, sino una prueba permanente de que incluso el Hijo de Dios había fracasado al oponerse al espíritu de discordia entre los hombres. Si la teoría fuera verdadera, tan lejos como está de la unidad de la Iglesia que testimonie la misión divina de Jesucristo, su condición de rota y separada sería un poderoso argumento en manos de un incrédulo.

Características de la Iglesia

La Iglesia tiene ciertas características destacadas que la distinguen de todas las demás organizaciones y que prueban que es la única sociedad de Jesucristo. Necesita tener algunas de tales marcas características, si es, realmente, la única depositaria de las beneficios de la redención, la vía de salvación ofrecida por Dios al hombre. Una babel de organizaciones religiosas se proclaman a sí mismas como la Iglesia de Cristo. Sus doctrinas son contradictorias, y precisamente a la vez que cualquiera de ellas considera que las doctrinas que enseña son de vital importancia, declara las de las organizaciones rivales como erróneas y perniciosas. Salvo que la verdadera Iglesia estuviera dotada de características tales que probaran que ella, y solo ella, tenía derecho al nombre, ¿cómo podría la vasta mayoría de la humanidad distinguir la revelación de Dios de las invenciones del hombre? Si no pudiera garantizar su pretensión, sería imposible para ella advertir a todos los hombres que rechazarla era rechazar a Cristo. Al discutir la visibilidad de la Iglesia (VII) se vio que la Iglesia Católica indica cuatro de tales notas, a saber: las que se incluyeron en el Credo de Nicea en el Primer Concilio Ecuménico de Constantinopla (año 381): unidad, santidad, catolicidad y apostolicidad. Éstas, declara, la distinguen de todas las demás organizaciones, y prueban que en ella sola se va a encontrar la verdadera religión. Cada una de estas características constituye la materia de un artículo especial de esta obra. Aquí, sin embargo, se indicará el sentido en que han de entenderse los términos. Una breve explicación de su significado mostrará cuan decisiva es la prueba que proporcionan de que la sociedad de Jesucristo no es ninguna otra sino la Iglesia en comunión con la Santa Sede.

Los reformadores protestantes se esforzaron en señalar características de la Iglesia, en cuanto podían prestar apoyo a sus recién fundadas sectas. Juan Calvino declara que la Iglesia se halla “donde se predica la palabra de Dios en su pureza, y donde se administra los Sacramentos según las instrucciones de Cristo” (Inst., Libro IV, cap. I; cf. Confessio August., art. 4). Es manifiesto que tales notas son del todo inválidas. La verdadera razón por la que se requieren señales de manera absoluta es que los hombres puedan ser capaces de discernir la palabra de Dios de las palabras de los falsos profetas, y puedan conocer qué organización religiosa tiene derecho a llamar a sus ceremonias los Sacramentos de Cristo. No nos puede ayudar el decir que la Iglesia se encontrará donde se descubran estas dos cualidades. La Iglesia Anglicana adoptó la descripción de Calvino en sus formularios oficiales (Treinta y Nueve Artículos, art. 17); por otro lado conserva el uso del Credo Niceno; aunque una profesión de fe en una Iglesia que es una, santa, católica y apostólica, puede tener poco significado para los que no están en comunión con el sucesor de San Pedro.

Unidad

La Iglesia es Una porque sus miembros:

  • están unidos bajo un gobierno,
  • profesan todos la misma fe,
  • se unen todos en un culto común.

Como ya se ha observado (XI) el propio Cristo declaró que la unidad de sus seguidores daría testimonio de Él. La discordia y la separación son la obra del Diablo en la tierra. La unidad y la fraternidad prometida por Cristo han de ser la manifestación visible en la tierra de la unión divina (Juan, 17,21). La enseñanza de San Pablo sobre este punto conduce al mismo resultado. Él ve en la unidad visible del cuerpo de Cristo un signo externo de la unicidad del Espíritu que habita en él. Hay, dice, “un solo cuerpo y un solo Espíritu” (Ef. 4,4). Como en cualquier organismo vivo la unión de los miembros en un cuerpo es el signo de un principio interno que lo anima, así ocurre con la Iglesia. Si la Iglesia estuviera dividida en dos o más cuerpos mutuamente excluyentes, ¿cómo iba a testimoniar la presencia de un Espíritu cuyo nombre es Amor? Además, cuando se dice que los miembros de la Iglesia están unidos por la profesión de la misma fe, hablamos tanto de la profesión externa como de la aceptación interna. En los últimos años, los que están fuera de la Iglesia han dicho mucho respecto a que la unidad de espíritu es compatible con la diferencia de credo. Tales palabras carecen de sentido con referencia a una revelación divina. Cristo bajó del cielo para revelar la verdad a los hombres. Si se puede descubrir una diversidad de credos en su Iglesia, esto sólo puede ser porque la verdad que Él reveló se habría perdido en el cenagal del error humano. Eso significaría que su obra se había frustrado, que su Iglesia ya no era la columna y el fundamento de la verdad. No hay, claro está, sino una Iglesia, en la que se encuentra la unidad que hemos descrito---en la Iglesia católica, unida bajo el gobierno del Sumo Pontífice, y que reconoce todo lo que él enseña en su calidad de guía infalible de la Iglesia.

Santidad

Cuando la Iglesia señala a la santidad como una de sus notas, es manifiesto que lo que quiere decir es una santidad de tal clase que excluye la suposición de cualquier origen natural. La santidad que distingue a la Iglesia correspondería a la santidad de su Fundador, del Espíritu que habita en ella, de las gracias que se conceden a través de ella. Una santidad como ésta puede servir bien para distinguir a la verdadera Iglesia de sus falsas imitaciones. No sin razón la Iglesia de Roma afirma ser santa en este sentido. Su santidad se manifiesta en la doctrina que enseña, en el culto que ofrece a Dios, en los frutos que produce.

  • La doctrina de la Iglesia se resume en la imitación de Jesucristo. Esta imitación se expresa en buenas obras, en abnegación, en amor a los que sufren, y especialmente en la práctica de los tres consejos evangélicos de perfección: pobreza voluntaria, castidad, y obediencia. El ideal que la Iglesia nos propone es un ideal divino. Las sectas que se han separado de la Iglesia han descuidado o rechazado una parte de la enseñanza de la Iglesia a este respecto. Los reformadores del siglo XVI llegaron hasta a negar del todo el valor de las buenas obras. Aunque la mayoría de sus seguidores han abandonado esta doctrina anticristiana, aun ahora los protestantes consideran una locura la autorrenuncia (el “niégate a ti mismo”) del estado religioso.
  • Incluso el mundo fuera de la Iglesia reconoce la santidad de su culto. En la solemne renovación del Sacrificio del Calvario reside un misterioso poder, que todos se ven forzados a reconocer. Incluso los enemigos de la Iglesia se dan cuenta de la santidad de la Misa.
  • Ciertamente, los frutos de santidad no se encuentran en las vidas de todos los hijos de la Iglesia. La voluntad del hombre es libre, y aunque Dios dé la gracia, muchos de los que se han unido a la Iglesia por el bautismo hacen poco uso del don. Pero en todas las épocas de la historia eclesiástica ha habido muchos que han ascendido a las sublimes cumbres de la abnegación, del amor al hombre y del amor a Dios. Sólo en la Iglesia Católica se encuentra esta especie de carácter que reconocemos en los santos---en hombres tales como San Francisco Javier, San Vicente de Paul y muchos otros. Fuera de la Iglesia los hombres no buscan tal santidad. Además, los santos y todos los demás miembros de la Iglesia que han alcanzado algún grado de piedad, siempre han estado dispuestos a reconocer que debían todo lo que era bueno en ellos a la gracia que concede la Iglesia.

Catolicidad

Cristo fundó la Iglesia para la salvación de la raza humana. La estableció para que pudiera preservar su revelación, y dispensar su gracia a todas las naciones De ahí que fuera necesario que se encontrara en todos los países, proclamando su mensaje a todos los hombres, y comunicándoles los medios de gracia. Con este fin dejó a los Apóstoles el mandato de “id y predicad a todas las naciones”. No hay, evidentemente, sino una organización religiosa que cumpla esta orden, y que pueda por tanto afirmar su pretensión a la nota de catolicidad. La Iglesia que tiene como cabeza suprema al Romano Pontífice extiende sus servicios por todo el mundo. Reconoce su obligación de predicar el Evangelio a todos los pueblos. Ninguna otra Iglesia intenta esta tarea, ni puede usar el título de católica con alguna apariencia de justificación. La [[Iglesia Griega}} es en la actualidad un mero cisma local. Ninguna de las organizaciones protestantes ha pretendido nunca una misión universal. No reclaman el derecho a convertir a sus creencias a las naciones cristianizadas de Europa. Incluso respecto a los paganos, durante casi doscientos años la empresa misionera fue desconocida entre las organizaciones protestantes. En el siglo XIX, es cierto, muchos de ellos desplegaron un celo no pequeño en la conversión de los paganos, y contribuyeron con grandes sumas de dinero a esta finalidad. Pero los resultados obtenidos fueron tan inadecuados como para justificar la conclusión de que la bendición de Dios no apoya la empresa. (Ver Misiones Católicas; Protestantismo).

Apostolicidad

La apostolicidad de la Iglesia consiste en su identidad con la organización que Cristo estableció sobre la base de los Apóstoles, y a la que Él encargó llevar a cabo su obra. Ninguna otra organización salvo ésta es la Iglesia de Cristo. La verdadera Iglesia debe ser apostólica en doctrina y apostólica en misión. Sin embargo, puesto que ya se ha demostrado que a la Iglesia se le prometió el don de infalibilidad, se deduce que donde hay apostolicidad de misión, habrá también apostolicidad de doctrina. La Apostolicidad de misión consiste en el poder de los órdenes sagrados y en el poder de jurisdicción derivado por legítima transmisión de los Apóstoles. Cualquier organización religiosa cuyos ministros no posean estos dos poderes no está acreditada para predicar el Evangelio de Cristo. Pues, “¿cómo predicarán”, pregunta el Apóstol, “si no son enviados?” (Rom. 10,15). Es la Apostolicidad de misión la que se considera como señal de la Iglesia. Ningún hecho histórico puede estar más claro que la apostolicidad, si se encuentra en algún lugar, es en la Iglesia Católica. En ella está el poder de los órdenes sagrados recibido por la sucesión apostólica. En ella, también, hay apostolicidad de jurisdicción; pues la historia nos muestra que el obispo de Roma es el sucesor de Pedro, y como tal el centro de jurisdicción. Los prelados que están unidos a la Sede Romana reciben su jurisdicción del Papa, único que puede concederla. Ninguna otra Iglesia es apostólica. La Iglesia Griega, es cierto, afirma poseer esta propiedad con el argumento de la válida sucesión de sus obispos; pero, al rechazar la autoridad de la Santa Sede, se separó del Colegio Apostólico y perdió por tanto toda jurisdicción. Los anglicanos mantienen una pretensión similar, pero incluso si tuvieran órdenes válidas, les faltaría la jurisdicción a ellos no menos que a los griegos (vea órdenes anglicanos.

La Iglesia, una Sociedad Perfecta

La Iglesia ha sido considerada como una sociedad que busca una finalidad espiritual, pero que aun así es una comunidad visible, como las comunidades seculares entre las cuales existe. Es, además, una “sociedad perfecta”. El significado de esta expresión, “una sociedad perfecta”, debe entenderse claramente, pues esta característica justifica, incluso sobre la base de la pura razón, esa independencia del control secular que la Iglesia siempre ha reclamado. Una sociedad puede definirse como un cierto número de hombres que se unen de manera más o menos permanente con vistas a alcanzar, por medio de sus esfuerzos combinados, un bien común. Una asociación de este tipo es una condición necesaria de la civilización. Un individuo aislado no puede lograr sino poco; apenas puede asegurarse el necesario sustento; mucho menos puede encontrar los medios de desarrollar sus talentos superiores mentales y morales. Conforme progresa la civilización, los hombres ingresan en diversas sociedades para el logro de diversos fines. Estas organizaciones son sociedades perfectas o imperfectas. Para que una sociedad sea perfecta, son necesarias dos condiciones:

  • El fin que se propone no debe estar puramente subordinado al fin de alguna otra sociedad. Por ejemplo, la caballería de un ejército es una asociación de hombres organizada; pero el fin para el que esa asociación existe está enteramente subordinado al bien del ejército en su conjunto. Fuera del éxito del ejército entero, no se puede hablar propiamente de una cosa tal como el éxito de una asociación menor. De manera similar, el bien del ejército está subordinado al bienestar del Estado.
  • La sociedad en cuestión debe ser independiente de las demás sociedades con respecto al logro de sus fines. Las sociedades mercantiles, no importa lo grande que sea su riqueza y poder, son imperfectas; pues dependen de que la autoridad del Estado les permita existir. Así, también, una sola familia es una sociedad imperfecta. No puede alcanzar su fin---el bienestar de sus miembros--- aislada de las demás familias. La vida civilizada requiere que muchas familias cooperen para constituir un Estado.

Hay dos sociedades que son perfectas: la Iglesia y el Estado. El fin del Estado es el bienestar temporal de la comunidad. Busca hacer efectivas las condiciones que se requieren para que sus miembros sean capaces de alcanzar la felicidad temporal. Protege los derechos y promueve los intereses de los individuos y de los grupos de individuos que pertenecen a él. Todas las demás sociedades que pretenden de alguna manera un bien temporal son necesariamente imperfectas. O bien existen en último término para el bien del propio Estado; o, si su finalidad es el provecho privado de algunos de sus miembros, el Estado debe concederles autorización, y protegerlas en el ejercicio de sus diversas funciones. Si demuestran ser peligrosas para él, puede con justicia disolverlas. La Iglesia también posee las condiciones requeridas para una sociedad perfecta. Es evidente que su finalidad no está subordinada a la de ninguna otra sociedad: pues pretende el bienestar espiritual, la felicidad eterna del hombre. Esta es la finalidad suprema que una sociedad puede tener; no es ciertamente una finalidad subordinada a la felicidad temporal pretendida por el estado. Además la Iglesia no depende del permiso del Estado para lograr su fin. Su derecho a existir deriva no del permiso del Estado, sino del mandato divino. Su derecho a predicar el Evangelio, a administrar los sacramentos, a ejercer jurisdicción sobre sus súbditos, no está condicionado a la autorización del gobierno civil. Ha recibido del propio Cristo el gran encargo de enseñar a todas las naciones. A la orden de los gobernantes civiles de que desistieran de predicar, los Apóstoles respondieron simplemente que debían obedecer a Dios antes que a los hombres (Hch. 5,29). Cierta cantidad de bienes temporales es, realmente, necesaria a la Iglesia para posibilitarle llevar a cabo la tarea a ella confiada. El estado no puede con justicia prohibirle que reciba estos por las donaciones de los fieles. Aquellos cuyo deber es lograr un cierto fin tienen derecho a poseer los medios necesarios para llevar a cabo su tarea.

El Papa León XIII resumió esta doctrina en su Encíclica “Inmortale Dei” (1 de noviembre de 1885) sobre la constitución cristiana de los Estados: “La Iglesia”, dice, “se distingue y difiere de la sociedad civil; y, lo que es de suma importancia, es una sociedad estatuida por derecho divino, perfecta en su naturaleza y su título para poseer en sí y por sí misma por la voluntad y la amorosa bondad de su Fundador, todo cuanto necesite para su conservación y actuación. E igual que la finalidad que la Iglesia pretende es con mucho el más noble de los fines, así su autoridad es la más excelente de todas, y no puede ser considerada como inferior a la autoridad civil, ni en manera alguna dependiente de él.” Ha de observarse que aunque el fin al que tiende la Iglesia es superior al del Estado, este último no está, en cuanto sociedad, subordinado a la Iglesia. Las dos sociedades pertenecen a órdenes diferentes. La felicidad temporal a que tiende el Estado no es esencialmente dependiente del bien espiritual que busca la Iglesia. La prosperidad material y un alto grado de civilización pueden encontrarse donde no exista la Iglesia. Cada sociedad es suprema en su propio orden. Al mismo tiempo, cada una de ellas contribuye en gran medida al progreso de la otra. La Iglesia no puede atraer a hombres que no tengan algún rudimento de civilización, y cuyo salvaje modo de vida hace imposible el desarrollo moral. De ahí que, aunque su función no es civilizar sino salvar almas, aun así cuando llega a tratar con razas salvajes, comienza por buscar comunicarles los elementos de la civilización. Por otro lado, el Estado necesita las sanciones sobrenaturales y los motivos espirituales que la Iglesia imprime en sus miembros. Un poder civil sin éstos se fundamenta de manera insegura.

A menudo se ha objetado que la doctrina de la independencia de la Iglesia respecto del Estado haría imposible el gobierno civil. Tal teoría, se subraya, crea un Estado dentro de otro Estado; y de esto resultará inevitablemente un conflicto de autoridades que pretenderán cada una el supremo dominio sobre los mismos súbditos. Tal era el argumento de los regalistas galicanos. Los autores de esta escuela, por consiguiente, no admitían la pretensión de la Iglesia de ser una sociedad perfecta. Afirmaban que cualquier jurisdicción que pudiera ejercer era enteramente dependiente del permiso del poder civil. La dificultad, sin embargo, es más aparente que real. El alcance de las dos autoridades es diferente, la una perteneciente a lo que es temporal, la otra a lo que es espiritual. Incluso cuando la jurisdicción de la Iglesia implica el uso de medios temporales y afecta a intereses temporales, no desvirtúa la debida autoridad del Estado. Si surgen dificultades, surgen, no por necesidad, sino por alguna razón extrínseca. En el curso de la historia, sin duda han surgido ocasiones, cuando las autoridades eclesiásticas han tratado de apropiarse del poder que por derecho pertenecía al Estado, y, más a menudo aún, cuando el Estado ha tratado de arrogarse jurisdicción espiritual. Esto, sin embargo, no demuestra que el sistema sea el culpable, sino meramente que la perversidad humana puede abusar de él. Hasta ahora, en realidad, está más lejos de ser verdad que las pretensiones de la Iglesia hagan imposible el gobierno, que el caso contrario. Mediante la determinación de los justos límites de la libertad de conciencia, son una defensa para el Estado. Donde no se reconoce la autoridad de la Iglesia, cualquier entusiasta puede elevar las extravagancias de su propio capricho a mandato divino, y puede pretender rechazar la autoridad del gobernante civil con el argumento de que debe obedecer a Dios y no a los hombres. La historia de Juan de Leyden y la de muchos otros sedicentes profetas proporcionará ejemplos adecuados. La Iglesia ordena a sus miembros vean en el poder civil al “ministro de Dios”, y no justifica nunca la desobediencia, excepto en los raros casos en que el Estado viola abiertamente la ley natural o revelada. (Ver obediencia civil).


Bibliografía: Entre los escritos de los Padres, las obras principales que se refieren a la doctrina de la Iglesia son las siguientes: S. IRENEO, Adv. Hereses en P.G., VII; TERTULIANO, De Prescriptionibus en P. L., II; S. CIPRIANO, De Unitate Ecclesie en P.L., IV; S. OPTATO, De Schismate Donatistarum en P.L., XI; S. AGUSTÍN, Contra Donatistas, Contra Epistolas Parmeniani, Contra Litteras Petiliani en P.L., XLIII; S. VICENTE DE LÉRINS, Commonitorium en P.L., L. – De los teólogos que en los Siglos XVI y XVII defendieron a la Iglesia Católica contra los reformadores puede mencionarse a: STAPLETON, Principiorum Fidei Doctrinalium Demonstratio (1574; París, 1620); BELARMINO, Disputationes de Controversiis Fidei (1576; Praga, 1721); SUÁREZ, Defensio Fidea Catholicoe adversus Anglicanoe Sectae Errores (1613; París, 1859). – Entre autores más recientes: MURRAY, De Ecclesiâ (Dublín, 1866); FRANZELIN, De Ecclesiâ (Roma, 1887); PALMIERI, De Romano Pontifice (Prato, 1891); DÖLLINGER, The First Age of the Church (tr. Londres, 1866); SCHANZ, A Christian Apology (tr. Dublín, 1892). – Pueden también reseñarse las siguientes obras en inglés: WISEMAN, Lectures on the Church; NEWMAN, Development Of Christian Doctrine; IDEM, Difficulties Of Anglicans; MATHEW, ed., Ecclesia (Londres, 1907).En relación específica al reciente racionalismo crítico respecto a la Iglesia primitiva y su organización, puede señalarse: BATIFFOL, Etudes d'histoire et de la théologie positive (París, 1906); arículos importantes de Mons. Batiffol se encontrarán también en el Bulletin de littérature ecclésiastique de 1904, 1905, 1906, y en el Irish Theological Quarterly de 1906 y 1907; DE SMEDT en la Revue des questions historiques (1888, 1891), vols. XLIV, CL; BUTLER en The Dublin Review (1893, 1897), vols. CXIII, CXXI. De teólogos anglicanos de diversas escuelas de pensamiento son las siguientes obras: PALMER, Treatise on the Church (1842); GORE, Lux Mundi (Londres, 1890); IDEM, The Church and the Ministry (Londres, 1889); HORT, The Christian Ecciesia (Londres, 1897); LIGHTFOOT, la disertación titulada The Christian Ministry en su Commentary on Epistle to Philippians (Londres, 1881); GAYFORD en HASTING, Dict. of Bible, i. v. Church. Entre los racionalistas críticos puede mencionarse a: HARNACK, History of Dogma (tr. Londres, 1904); IDEM, What is Christianity? (tr. Londres, 1901), y artículos en Expositor (1887), vol. V; HATCH, Organization of the Early Christian Churches (Londres, 1880); WEISZÄCKER, Apostolic Age (tr. Londres, 1892); SABATIER, Religions of Authority and the Religion of the Spirit (tr. Londres, 1906); LOWRIE, The Church and its Organization -- an Interpretation of Rudolf Sohm's 'Kirchenrecht" (Londres, 1904). Con estos puede clasificarse: LOISY, L'Evangile et l'Eglise (París, 1902).

Fuente: Joyce, George. "The Church." The Catholic Encyclopedia. Vol. 3. New York: Robert Appleton Company, 1908. <http://www.newadvent.org/cathen/03744a.htm>.

Traducido por Francisco Vázquez. L H M