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Domingo, 22 de diciembre de 2024

Odio

De Enciclopedia Católica

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El odio en general es una vehemente aversión que tiene una persona hacia otra, o hacia algo más o menos identificado con esa otra. Los teólogos suelen mencionar dos especies distintas de esta pasión: (1) El primero, (odium abominationis, o repugnancia) es aquel en la que la intensa aversión se concentra principalmente en las cualidades o atributos de una persona, y sólo secundariamente, y por así decirlo de forma derivada, en la persona misma. (2) La segunda clase (odium inimicitiae, u hostilidad) apunta directamente a la persona, se complace en una propensión a ver lo que es malo y no digno de ser amado en ella, siente una feroz satisfacción por cualquier cosa que tienda a desacreditarlo, y desea vivamente que su destino le resulte adverso, ya sea en general o de esta o aquella manera especificada.

Este segundo tipo de odio, que implica una violación muy directa y absoluta del precepto de la caridad, es siempre pecaminoso y puede serlo gravemente. La primera especie de odio, en la medida en que implica la reprobación de lo que es realmente malo, no es un pecado y puede incluso representar un temperamento virtuoso del alma. En otras palabras, no sólo puedo, sino que debo odiar lo que es contrario a la ley moral. Además, uno puede, sin pecado, llegar tan lejos en el aborrecimiento de la maldad como para desear lo que para su perpetrador es un mal bien definido, pero bajo otro aspecto es un bien mucho más completo. Por ejemplo, sería lícito orar por la muerte de un heresiarca perniciosamente activo con el fin de poner fin a sus estragos entre el pueblo cristiano. Por supuesto, está claro que este aparente celo no debe ser una excusa para alimentar el desprecio personal o el rencor partidista. Sin embargo, incluso cuando el motivo de la aversión es personal, es decir, cuando surge del daño que podemos haber sufrido a manos de otros, no somos culpables de pecado a menos que, además de sentir indignación, cedamos a una aversión injustificada por el dolor que hemos sufrido. Esta aversión puede ser grave o venialmente pecaminosa en proporción a su exceso sobre lo que justificaría la injuria.

Cuando por cualquier lapso concebible de maldad humana, Dios mismo es objeto de odio, la culpa es espantosamente especial. Si se trata de ese tipo de hostilidad (odium inimicitiae) que impulsa al pecador a aborrecer a Dios en sí mismo, a lamentar las perfecciones divinas precisamente en cuanto pertenecen a Dios, entonces la ofensa cometida obtiene la primacía indiscutible en toda la miserable jerarquía del pecado. De hecho, tal actitud mental se describe justa y adecuadamente como diabólica; la voluntad humana se desprende inmediatamente de Dios; en otros pecados, lo hace sólo mediatamente y por consecuencia, es decir, debido a su uso desordenado de alguna criatura, se aparta de Dios. Para estar seguro, según la enseñanza de Santo Tomás (II-II: 24: 12) y los teólogos, cualquier pecado mortal conlleva la pérdida del hábito de la caridad sobrenatural, e implica, por así decirlo, una especie de odio virtual e interpretativo hacia Dios, que, sin embargo, no es una malicia específica separada a la que se debe hacer referencia en la confesión, sino solo una circunstancia predicable de todo pecado grave.


Fuente: Delany, Joseph. "Hatred." The Catholic Encyclopedia. Vol. 7, pág. 149. New York: Robert Appleton Company, 1910. 7 sept. 2021 <http://www.newadvent.org/cathen/07149b.htm>.

Traducido por Cecilia Nieto B. lmhm