Absolución
De Enciclopedia Católica
Contenido
Introducción
Absolución es la remisión del pecado, o de la pena debida al pecado, concedida por la Iglesia. (Para la remisión o la pena debida al pecado, ver CENSURA, EXCOMUNIÓN, Indulgencias)
Absolución propiamente es el acto del sacerdote por medio del cual, en el Sacramento de la Penitencia, libera al hombre del pecado. Presupone, por parte del penitente, contrición, confesión, y al menos la promesa de satisfacción; por parte del ministro, haber recibido válidamente el Orden del Presbiterado y la jurisdicción, concedida por la autoridad competente, sobre la persona que recibe el sacramento. Que existe en la Iglesia poder para absolver los pecados cometidos después del bautismo, lo declara así el Concilio de Trento: “Mas el Señor, entonces principalmente instituyó el sacramento de la penitencia, cuando, resucitado de entre los muertos, insufló en sus discípulos diciendo: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonareis los pecados, les son perdonados, y a quienes se los retuviereis, les son retenidos [Jn 20, 22 s].” Por este hecho tan insigne y por tan claras palabras, el común sentir de todos los Padres entendió siempre que fue comunicada a los Apóstoles y a sus legítimos sucesores la potestad de perdonar y retener los pecados, para reconciliar a los fieles caídos después del bautismo” (Denz. 894; Ses. XIV, 1). Tampoco faltan en la divina revelación pruebas de tal poder; los textos clásicos se encuentran en Mt XVI, 19; XVIII, 18, y en Jn XX, 21-23. A Pedro se le dan las llaves del Reino de los cielos. El pecado es el gran obstáculo para entrar en el Reino, y Pedro tiene la suprema potestad sobre el pecado. A Pedro y a todos los apóstoles se les da el poder de atar y desatar, y esto implica, una vez más, el supremo poder a la vez legislativo y judicial: poder para perdonar pecados, poder para liberar de las penas del pecado. Esta interpretación se hace más clara al estudiar la literatura rabínica, especialmente la contemporánea a nuestro Señor, en la cual la frase “atar y desatar” era de uso frecuente. (Lightfoot, Horæ Hebraicæ; Buxtorf, Lexicon Chald.; Knabenbauer, Comentario a Mateo, II, 66; particularmente Maas, S. Mateo, 183, 184). La concesión del poder para absolver es relatado con inequívoca claridad el evangelio de san Juan: “Espiró sobre ellos y dijo: ‘Recibid el Espíritu Santo. A quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados; y a quienes les retengáis los pecados, les quedan retenidos’” (XX, 22-23). Sería absurdo afirmar que el poder concedido aquí por Cristo fue simplemente un poder de anunciar el evangelio (Concilio de Trento, Ses. XIX, can. 3), y bastante desacertado pretender que aquí no se refiere a más poder que el poder de perdonar los pecados en el sacramento del bautismo (Ibid., Ses. XIV); el propio contexto es contrario a tal interpretación, y las palabras del texto implican un cto judicial estricto, ya que el poder de retener pecados es simplemente incomprensible aplicándolo únicamente al bautismo, y no a una acción que exija un juicio discrecional. Pero una cosa es afirmar que el poder de absolver fue concedido a la Iglesia, y otra decir que la plena realización de este don estaba en la conciencia de la Iglesia desde el principio. El bautismo fue el primero, el gran sacramento, el sacramento de la iniciación en el Reino de Cristo. A través del bautismo se obtenía no sólo el perdón total del pecado, sino también de la pena temporal debida al pecado. El hombre nacido de nuevo, el ideal cristiano, impedía incluso el pensamiento de su retorno al pecado. Como consecuencia, la primitiva disciplina cristiana era reacia a conceder siquiera una vez la restauración a la gracia a través del ministerio de reconciliación concedido a la Iglesia. Esta severidad estaba en vigor cuando San Pablo declara en la Carta a los Hebreos: “Porque es imposible que los que han sido una vez iluminados, han gustado el don celestial y han sido hechos partícipes del Espíritu Santo, y además han saboreado la hermosa Palabra de Dios, y los poderes del mundo venidero, y han caído, sean renovados una vez más en la penitencia”, etc. (VI, 4-6). La persistencia de este ideal cristiano es muy clara en el “Pastor” de Hermas, donde el autor sostiene, contra una escuela rigorista, que la Iglesia debe dar al menos una oportunidad para la penitencia (III Sim., VIII, 11). Concede solamente una ocasión, pero es suficiente para fundamentar la convicción de que la Iglesia tiene el poder de perdonar los pecados cometidos tras el bautismo. San Ignacio de Antioquia, los primeros días del segundo siglo, parece asegurar el poder de perdonar los pecados cuando declara en su Carta a los Filadelfios que el obispo preside en la penitencia. Esta tradición continúa en la Iglesia siríaca, como consta por los textos que se encuentran en Afaatres y Efrén, y San Juan Crisóstomo se hace eco de la misma tradición siríaca cuando escribe “De Sacerdotio” (Migne PG, LXVII, 643), que “Cristo ha dado a sus sacerdotes un poder que no quiso conceder a los ángeles, puesto que a ellos no les dijo “Lo que atéis, será atado””, etc.; y más adelante añade: “El Padre ha puesto todo juicio en manos del Hijo, y el Hijo a su vez ha concedido este poder a sus sacerdotes”.
Clemente de Alejandría, quien quizá se inspiró en el “Pastor” de Hermas, cuenta la historia del joven bandido al cual San Juan buscó y llevó de nuevo a Dios, y en la historia habla del Ángel de la Penitencia, refiriéndose al obispo o sacerdote que preside la penitencia pública. Orígenes (230) sigue a Clemente en la Escuela catequética de Alejandría. En el comentario a las palabras del Padrenuestro, “Perdona nuestras ofensas”, alude a la práctica de la penitencia en la Iglesia, citando el texto de Juan, XX, 21. Asegura que este texto es una prueba del poder del perdonar pecados conferido por Cristo a la Iglesia en la persona de sus Apóstoles y sus sucesores. Es verdad que al escribir sobre la extensión del poder conferido, exceptúa los pecados de idolatría y adulterio, que califica de irremisibles, aunque Dionisio de Corinto (170) sostuvo años antes que ningún pecado quedaba fuera del poder de las llaves concedido por Cristo a su Iglesia. (Eusebio, Hist. Eccl. IV, XXIII). En la Iglesia de Alejandría tenemos también el testimonio de Atanasio, quien en un fragmento contra los Novacianos afirma intencionadamente que: “El que confiesa sus pecados, recibe del sacerdote el perdón de su falta, en virtud de la gracia de Cristo (de igual manera que aquel que es bautizado)”. Asia Menor es testigo primitivo de este poder para absolver. San Fermín Firmiliano, en su famosa carta a San Cipriano, asegura que el poder de perdonar pecados fue dado a los Apóstoles y a sus sucesores (Epp. Cyp. LXXV), y esta tradición viene expresada con más claridad en San Basilio y San Gregorio Nacianceno (P. G., XXXI, 1284; XXXVI, 356, 357). La tradición romana está clara en el “Pastor” de Hermas, donde se defiende el poder de perdonar los pecados cometidos después del bautismo (Sim., VIII, 6, 5; ibid., IX, 19). La misma tradición es manifestada en los Cánones de Hipólito, en los que el prelado que consagra a un obispo tiene que orar así: “Concédele, ¡oh, Señor!, el poder de perdonar pecados” (XXII). Esto está aún más claramente expresado en las “Constitutiones Apostólicæ” (P. G., I, 1073): “Concédele, ¡OH Dios Omnipotente!, por tu Cristo, la plenitud de tu Espíritu, para que él tenga el poder de perdonar el pecado, según tu mandato, de que puede desatar cualquier atadura que ate el pecador, por razón del poder que concediste a tus Apóstoles”. (Ver también Duchesne, “Christian Worship”, 439, 440). Ciertamente, para Hermas este poder estaría limitado en raras ocasiones, mientras Orígenes, Tertuliano, y los seguidores de los principios de Novaciano no aceptarían conceder que la Iglesia tuviera derecho de absolver de pecados como apostasía, crimen y adulterio. Sin embargo, Calixto dirimió la cuestión definitivamente cuando declaró que en virtud del poder de las llaves, podía conceder el perdón a todos aquellos que hicieran penitencia –Ego... delicta pænitentiâ functis dimito, o en otro lugar, Habet potestatem ecclesia delicta donandi (De Pud., XXI). Sobre este asunto, ver Tertuliano, “De Pudicitiâ”, que es ni más ni menos que una vehemente protesta contra la acción del Papa, al que Tertuliano acusa de presunción al atreverse a perdonar pecados, y especialmente los grandes crímenes de asesinato, idolatría, etc.– “Idcirco præsumis et ad te derivasse solvendi et alligandi potestatem, id est, ad omnem Ecclesiam Petri propinquam”. El mismo Tertuliano, antes de ser montanista, asegura con palabras inequívocas que el poder de perdonar pecados reside en la Iglesia. “Collocavit Deus in vestíbulo poenitentiam januam secundam, quæ pulsantibus patefaciat [januam]; sed jam semel, quia jam secundo, sed amplius nunquam, quia proxime frustra” (De Poenitentiâ, VII, 9, 10). Aunque Tertuliano limita el ejercicio de este poder, afirma decididamente su existencia, y establece con claridad que el perdón obtenido de este modo reconcilia al pecador no sólo con la Iglesia, sino también con Dios (Harnack, Dogmengeschichte, I, nota 3, 407). Toda la controversia montanista es una prueba de la posición tomada por la Iglesia y los Obispos de Roma; y los grandes doctores orientales afirman con los términos más contundentes el poder de absolver concedido por Cristo a los sacerdotes de la Iglesia. (S. León Magno, P. L. LIV, 1011-1013; S. Gregorio Magno, P. L., LXVI, 1200; S. Ambrosio, P. L. XV, 468, 477, etc.; S. Agustín, P. L., XXXIX, 1549-59).
Consiguientemente, desde los tiempos de Calixto el poder de absolver los pecados cometidos tras el bautismo es reconocido como dado a los sacerdotes de la Iglesia en virtud del mandamiento de Cristo de atar y desatar, y del poder de las llaves. En un primer momento, este poder es afirmado tímidamente contra la facción rigorista; después es fuertemente defendido. En un principio al pecador se le da una oportunidad para el perdón, y esta indulgencia es ampliada gradualmente; ciertamente, algunos doctores pensaron que ciertos pecados eran imperdonables, excepto por solo Dios, pero esto era así porque consideraban que la disciplina existente marcaba los límites del poder concedido por Cristo. Desde la segunda mitad del siglo cuarto, la práctica universal de la penitencia pública excluía cualquier negación de la creencia en el poder de la Iglesia para perdonar al pecador, aunque la doctrina y la práctica de la penitencia estaban destinadas a tener aún un posterior desarrollo.
Época patrística tardía
Tras la edad dorada de los Padres, la afirmación del derecho de absolver y la extensión del poder de las llaves se remarcan aún más. Los antiguos sacramentarios –leonino, gelasiano, gregoriano, el “Missale Francorum” – lo testifican especialmente en la ceremonia de la ordenación; cuando el obispo ora diciendo que “todo lo que ataren, quedará atado”, etc. (Duchesne, Christian Worship, 360, 361). Los misioneros enviados por Roma a Inglaterra en el siglo diecisiete no establecieron una forma pública de penitencia, pero la afirmación del poder de los sacerdotes viene claramente afirmada en el “Pænitentiale Theodori”, y en la legislación del continente, que fue puesta en práctica por los monjes que vinieron de Inglaterra e Irlanda (Concilio de Reims, can. XXXI. Harduin). Las falsas decretales (hacia el 850) acentuaron el derecho de absolución; y en un sermón del mismo siglo, quizás erróneamente atribuido a San Eligio, se encuentra un desarrollo doctrinal completo. El santo habla de la reconciliación de los penitentes y les avisa que estén seguros de sus disposiciones, su dolor, su propósito de enmiendan; puesto que “no tenemos ningún poder”, dice, “para conceder el perdón, a menos que tú eches fuera al hombre viejo; pero si por un sincero arrepentimiento, alejas de ti al hombre viejo con sus obras, entonces sabe que estás reconciliado con Dios por Cristo, y también por nosotros, a quienes Él concedió el ministerio de la reconciliación”. Y este ministerio de reconciliación que afirma para los sacerdotes es ese ministerio y poder que Cristo concedió a los Apóstoles cuando dijo “Todo lo que atéis en la tierra, quedará atado en el cielo” (P. L.. LXXXVII, 609, 610). Los teólogos del período medieval, desde Alcuino a San Bernardo, insten en que el derecho de absolver los pecados fue dado a los obispos y sacerdotes sucesores del oficio apostólico (Alcuino, P. L., CI, 652-656; Benito el Levita, P. L., C, 357; Jonas de Orleans, P. L., CVI, 152; Pseudo-Egbert, P. L., LXXXIX, 415; Haymo de Halberstadt, P. L., CXVIII, 762 sqq.). Siguiendo a los teólogos, los canonistas, como Regino de Prüm, Burchard de Worms, Ivo de Chartres, nos proveen de multitud de pruebas del mismo poder, y Harduin (Concilios, VI, I, 544) cita el canon decimoquinto del Concilio de Troslé (909), que establece expresamente que la penitencia obtenida a través del ministerio de los sacerdotes de Cristo es “fecunda para el perdón de los pecados”. Esta época termina con San Bernardo, quien trabaja sobre los escritos de Pedro Abelardo, ya que éste se atrevía a afirmar que Cristo dio el poder de perdonar pecados tan sólo a sus discípulos, y por consiguiente, que los sucesores de los apóstoles no disfrutaban de los mismos privilegios (P. L., CLXXXII, 1054; Denz. 379). Pero mientras Bernardo insiste en que el poder de las llaves dado a los apóstoles reside en el obispo y en los sacerdotes, insiste con igual firmeza en que tal poder no puede ser ejercido a menos que el penitente haga una confesión completa de los errores cometidos (ibid., 938). Cuando comienza la gran época escolástica, la doctrina legada era la de un poder para absolver los pecados y este poder claramente reconocido en virtud del poder concedido por Cristo a sus apóstoles. Por parte del penitente, eran necesarios el poder y la promesa de una vida mejor, y también una declaración del pecado hecha ante aquel al que Cristo había nombrado juez.
Época escolástica
Al comienzo de la época escolástica, se hace un especial hincapié en el poder de la contrición para asegurar el perdón. San Anselmo de Canterbury, en un comentario a Lucas XVII, 14, compara este poder al poseído antiguamente por el sacerdote judío en caso de lepra (P. L., CLVIII, 662; ibid., 361-430). A primera vista, la doctrina de San Anselmo parece anular el poder de absolver que la antigüedad había dado a los presbíteros, y reduce el oficio de la reconciliación a una mera declaración de que el pecado ha sido perdonado. Hugo de San Víctor (1097-1141) escribe contra Anselmo, no porque Anselmo insistiera en la contrición, sino porque parece no dar lugar al poder de las llaves. Pero, ¿cómo admitir el uno sin el otro? Hugo dice que el pecador está “atado por la dureza del alma y por la pena del castigo eterno”; la gracia de Dios libera al hombre de la oscuridad causada por el pecado, mientras que la absolución del sacerdote le libera de pena que impone el pecado –“La malicia del pecado viene descrita mejor como dureza del corazón, que es primeramente roto por el dolor, y luego, en la confesión, el pecado mismo, es decir, la pena de la condena, será remitido”. Hay cierta oscuridad en el texto, pero Hugo parece inclinado a sostener que el sacerdote absuelve de la pena debida al pecado, más bien que del pecado mismo. El Maestro de las Sentencias, Pedro Lombardo, entra en discusión con Hugo, y afirma con claridad que la caridad no sólo limpia la mancha del pecado, sino que también libera al pecador del castigo debido al pecado. No entendiendo, sin embargo, que la penitencia como sacramento es una unidad moral, Pedro Lombardo utiliza un lenguaje que está lejos de ser exacto. Parece defender que la contrición borra el pecado y sus consecuencias, y cuando se pregunta sobre el poder concedido al sacerdote, parece recurrir a la opinión de Anselmo de que es declarativo. “Perdonan o retienen pecados cuando los juzgan y declaran perdonados o retenidos por Dios” (P. L. CXCII, 888). También concede al sacerdote cierto poder sobre la pena temporal debida al pecado (ibid.). Ricardo de San Víctor, aunque califica de poco seria la opinión de Pedro Lombardo, en realidad difiere bastante poco del Maestro de las Sentencias. Con todo, la opinión de Pedro ejerció gran influencia en el pensamiento de sus contemporáneos y en el de la siguiente generación. Con Guillermo de Auvernia (quien dio clases hasta el año 1228, en que fue nombrado arzobispo de París) hace la distinción entre contrición y atrición en el sacramento de la penitencia. La contrición borra toda mancha de culpa, mientras que la atrición prepara el camino para la remisión real del pecado en el sacramento. Los teólogos habían reconocido la distinción entre contrición y atrición ya antes de Guillermo de París, pero ni Alejandro de Halés, ni Alberto, el maestro del Aquinate, avanzaron mucho más en la enseñanza de Pedro Lombardo. Ambos insistían de modo similar en la contrición real antes de la absolución, y también ambos defendían que tal contrición borraba realmente el pecado mortal. Sin embargo, no negaban el oficio del ministro, puesto que sostenían que tal contrición incluía la promesa de la confesión. [Alb. Mag., IV Sent., Dist. XVI-XVII (Paris, 1894), XXIX, 559, 660, 666, 670, 700]. San Buenaventura (IV, Dist. XVII) admite también la distinción entre contrición y atrición; afirma el poder de la contrición para borrar todo pecado, incluso sin la absolución del sacerdote, siendo la confesión necesaria solamente cuando es posible. Respecto al poder del sacerdote para perdonar pecados, no sólo lo admite, no sólo afirma que la absolución perdona el pecado y sus consecuencias eternas, sino que lo llama forma sacramenti. Incluso va más allá al decir que la atrición es suficiente para el perdón si va acompañada por la absolución (ibid., Dist. XVIII). Cuando es preguntado por el modo en el que la absolución produce su efecto sacramental, distingue entre dos formas de absolución empleadas por el sacerdote: una deprecativa, “Misereatur tui”, etc., y la otra indicativa, “Ego te absolvo”. En la primera el sacerdote intercede por el pecador, y esta intercesión cambia su atrición en contrición verdadera y asegura el perdón por el pecado cometido. En la segunda, que es indicativa y personal, el sacerdote ejercita el poder de las llaves, pero remite solamente la pena temporal debida aún por el pecado. Después de todo no es sino un nuevo modo de exponer la teoría de Pedro Lombardo (ibid., Dist XVIII). Santo Tomás de Aquino trata esta materia en su Comentario al Maestro de las Sentencias (IV, Dist. XVII, XVIII. XIX; Summa Theologica III, qq. LXXXIV-XC; Supplementum, qq. I-XX; Opuscula De formâ absolutionis). Tomando las varias teorías erróneas de los maestros con su verdad parcial, las reúne en un solo bloque. En el comentario a los “Libri Sententiarum” muestra claramente que el ministerio del sacerdote es directamente instrumental en el perdón de los pecados; porque “si las llaves no hubieran sido ordenadas al perdón del pecado, sino solamente para liberar de la pena (como pensaban los antiguos escolásticos), no sería necesaria la intención de obtener el efecto de las llaves para la remisión del pecado”; y en el mismo lugar establece claramente: “De aquí que si antes de la absolución uno no se ha dispuesto perfectamente para recibir la gracia, podría recibirla en la confesión y absolución sacramentales, si no fuera puesto ningún obstáculo en el camino” (Dist. XVII, 2, I, art. 3, quæstiuncula IV). Ve claramente que solo Dios puede perdonar pecados, pero Dios usa la instrumentalidad de la absolución que, con la confesión, contrición y satisfacción, concurre para obtener el perdón, en limpiar la mancha, en abrir el Reino de los Cielos, al cancelar la sentencia del castigo eterno. Esta doctrina es expresada nuevamente con igual claridad en la “Summa” y en el “Supplementum”. En la “Summa”, q. LXXXIV, art. 3, establece que la absolución del sacerdote es la forma sacramenti, y consiguientemente, la confesión, contrición y satisfacción pueden constituir, “en cierta forma, la materia del sacramento”. Cuando se pregunta si la contrición perfecta asegura el perdón del pecado incluso fuera del sacramento de la penitencia, Santo Tomás contesta afirmativamente; pero entonces la contrición ya no es una parte integral del sacramento; asegura el perdón porque el perdón proviene de la caridad perfecta, independientemente de la instrumentalidad del rito sacramental (Supplementum q. V, a. 1). Duns Scoto no sólo concede el poder de absolver en el perdón del pecado, sino que va más allá y asegura que el sacramento consiste principalmente en la absolución del sacerdote, porque la confesión, contrición y satisfacción no son partes integrales o unidades en el sacramento, sino solamente disposiciones previas para la recepción de la gracia divina y el perdón. “No hay semejanza, por tanto, entre el sacerdote de la Ley en lo tocante a la lepra y el sacerdote del Evangelio en lo tocante al pecado”, y añade que el sacerdote de la Ley Nueva, “exercet actum qui es signum prognosticum, efficax mundationis sequientis”, etc. (edit. Vivès, XVIII, 649, 650, in Dist. XIX; ibid., 420, 421). Algunos piensan que esta opinión de Scoto está en más conformidad con el Concilio de Trento, que llama a la contrición, confesión y satisfacción no “la materia”, sino la quasi materia del sacramento; otros dudan si el Concilio pretende clasificar la contrición, confesión y satisfacción como meras disposiciones necesarias. Esta doctrina, como enseñada por Santo Tomás y Scoto encuentra su eco en el Concilio de Florencia, en el decreto de Eugenio IV, como hace en el Concilio de Trento, que define (Sess. XIV, cap. III) “que la forma del sacramento de la penitencia, en que está principalmente puesta su virtud, consiste en aquellas palabras del ministro: Yo te absuelvo, etc. Y son cuasi materia de este sacramento, los actos del mismo penitente” (D 896).
Ministro
En los últimos años del siglo primero, San Ignacio de Antioquia afirma que la penitencia está en manos del obispo; pronto el mismo poder es reconocido en los sacerdotes, y en San Cipriano, el diácono realizaba en ocasiones extraordinarias el oficio de la reconciliación (Batiffol, Théol. pos., 145 sqq.). El poder del diácono es reconocido más tarde por Alcuino, en un concilio habido en York, 1194, y el Concilio de Londres, 1200 (cap. III).
Tiempo
El rito utilizado para el sacramento de la reconciliación también ha variado al cambiar la disciplina de la Iglesia. La tradición más primitiva apunta a una penitencia pública –vide tradición supra– pero muy pronto aparece la figura del Presbyter Pænitentiarius; con certeza, tan pronto como en el año 309 el Papa Marcelo divide Roma en veinticinco distritos propter baptismum et pænitentiam, e Inocencio I (416) menciona al “sacerdote cuyo oficio es juzgar los pecados, recibir la confesión del penitente, vigilar sobre su satisfacción, y presentarle para ser reconciliado en el tiempo adecuado”. Es clásico el caso de Nectario, quien abolió la figura del Presbyter Pænitentiarius (381–398). Esta reconciliación tenía lugar normalmente el Jueves Santo, y era presidida por el obispo. Seguramente, la absolución era pronunciada el Jueves Santo. Esto lo atestiguan todos los sacramentarios (Duchense, Christian Worship, 439, 440); pero la práctica de la penitencia pública ha sacado a la luz una cuestión importante y difícil: si la absolución concedida en la función pública del Jueves Santo era o no realmente la absolución sacramental. Los teólogos se lo han preguntado, y muchos prefieren creer que la absolución sacramental era realmente impartida por el Presbyter Pænitentiarius como primera fase de la penitencia pública, incluso antes de que la satisfacción hubiera sido completada. Alegan la larga dilación que de otra manera habría sido necesaria y el hecho de que el obispo absolviera el Jueves Santo, mientras que la confesión habría sido oída previamente por el Presbyter Pænitentiarius.(Palmieri, De poenit. App. II, nn. 8, 9). Pero hay muchos otros que piensan que la verdad tradicional sobre el sacramento de la penitencia no puede ser salvaguardada a menos que se admita que, generalmente hablando, la absolución sacramental era impartida solamente después de haber cumplido la penitencia impuesta en la sesión pública del Jueves Santo. ¿Qué se hacía, preguntan, antes de la institución del Presbyter Pænitentiarius, o donde no había tal ministro? Y contestan que las objeciones llevan a decir que no hay evidencia en la historia primitiva de que existiera una primera absolución impartida por los sacerdotes que determinaban la necesidad de realizar una satisfacción pública, ni se nos permite juzgar a priori los modos antiguos a la luz de nuestra práctica moderna (Boudinhon, Revue d’histoire de littérature relg., II, sec. iii, 329, 339, etc.: Battifol, Théolog. posit., Les origines de la pénitence, IV, 145 sqq). Más aún, hay una completa evidencia de una reconciliación el Jueves Santo; hay cánones todavía en el siglo sexto que prohíben a los sacerdotes reconciliar a los penitentes inconsulto episcopo (Battifol, ibid, 192, 193), e incluso en el siglo noveno hay aún el claro testimonio de que la absolución no era dada hasta después de que la penitencia impuesta hubiera sido completada. (Benedicto Levita, P. L. XCVII, 715; Rábano Mauro, P. L. CVII, 342; Harduin, Councils, V, 342); y cuando la absolución era dada antes del Jueves santo era a la manera de una excepción (Pseudo Alcuino, CI, 1192).: “Denique admonendi sunt et coenam Domini redeant ad reconciliationem: si vero interest causa itineris... reconciliet eum statim”, etc. Esta excepción gradualmente se convirtió en regla, especialmente después de que los escolásticos medievales comenzaran a distinguir claramente las diferentes partes del Sacramento de la Penitencia.
Forma
Enseña además el santo Concilio “que la forma del sacramento de la penitencia, en que está principalmente puesta su virtud, consiste en aquellas palabras del ministro: “Yo te absuelvo, etc.”, a las que ciertamente se añaden laudablemente por costumbre de la santa Iglesia algunas preces” (Denz 896; ses. XVI, iii). Que la penitencia pública concluía con alguna clase de oración pidiendo el perdón, es doctrina de la antigüedad, particularmente según está contenida en los sacramentarios más antiguos (Duchesne, Christian Worship, 440, 441). San León Magno (450) no duda en afirmar que el perdón es imposible sin la oración del sacerdote (“ut indulgentia nisi supplicationibus sacerdotum nequeat obtineri”). En tiempos más recientes de la Iglesia estas formas ciertamente han variado (Duchesne, loc. cit.). Seguramente, todos los sacramentarios afirman que la forma era deprecatoria, y es sólo en el siglo once cuando encontramos una tendencia a pasar a las fórmulas indicativas y personales (Duchesne, loc. cit.). Algunas de las formas utilizadas en el periodo de transición son interesantes: “Que Dios te absuelva de todos tus pecados, y a través de la penitencia impuesta puedas ser absuelto por el Padre, el Hijo, el Espíritu Santo, por los ángeles, por los santos, y por mí, miserable pecador” (Garofali, Ordo ad dandam pænitentiam, 15). Más tarde encontramos fórmulas realmente indicativas y personales, a menudo precedidas por la oración suplicatoria, “Misereatur tui”, etc. Estas fórmulas, aunque en la sustancia fueran idénticas, variaron no poco en su expresión verbal (Vacant, Dict. de théol. 167). No fue sino cuando la doctrina escolástica de “materia y forma” sacramentales alcanza su pleno desarrollo, que la fórmula de la absolución fue fijada tal cual la tenemos en la actualidad. La forma en uso en el presente* en la Iglesia Romana no ha cambiado desde tiempo antes del Concilio de Florencia. Está dividida en cuatro partes del siguiente modo:
(1) Oración deprecatoria: “Dios todopoderoso tenga misericordia de ti, perdone tus pecados y te lleve a la vida eterna. Amén”. Después, extendiendo la mano derecha hacia el penitente, el sacerdote continúa: “Dios todopoderoso y lleno de misericordia te conceda el perdón, absolución y remisión de tus pecados”.
(2) “Que Nuestro Señor Jesucristo te absuelva, y yo, con su autoridad, te absuelvo de todo vínculo de excomunión [suspensión, sólo en el caso de un clérigo] y entredicho tanto como yo pueda y tú tengas necesidad”.
(3) “Yo te absuelvo de tus pecados en el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén”. (Mientras repite los nombres de la Trinidad, el sacerdote hace la señal de la cruz sobre el penitente).
(4) “La Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, los méritos de la Bienaventurada Virgen María y de todos los Santos, el bien que hagas y el mal que puedas sufrir, te sirvan como remedio de tus pecados, aumento de gracia y premio de vida eterna. Amén”. En el decreto “Pro Amernis”, en 1439, Eugenio IV enseña que la “forma” del sacramento reside realmente en estas palabras del sacerdote: “Ego absolvo te a peccatis tuis in nomine Patris”, etc., y los teólogos enseñan que la absolución podría ser válida si el sacerdote utilizara las palabras “Absolvo te”, “Absolvo te a peccatis tuis”, o palabras que sean exactamente equivalentes (Suárez, Disp., XIX, i, n. 24; Lugo, Disp., XIII, i, nn. 17, 18; Lehmkuhl, de Pænit., 9ª ed., 199).
En las Iglesias orientales las presentes fórmulas son deprecatorias, aunque no excluyen en absoluto la idea de un pronunciamiento judicial por parte del ministro. Tales son las fórmulas de absolución entre Griegos, Rusos, Sirios, Armenios, Coptos.
¿Es necesaria la forma indicativa? Muchos estudiosos católicos parecían sostener que la forma indicativa tal cual es usada en la actualidad por la Iglesia Romana es necesaria incluso para la validez del sacramento de la penitencia. El gran doctor de este sacramento, San Alfonso María de Ligorio (De Sac. Pænit., n. 430), declara que no importa cuál sea el veredicto desde el punto de vista de la historia, porque es de fe desde el Concilio de Trento que la forma indicativa es necesaria. Igualmente, otros entendidos, y quizá más versados en historia, sostuvieron que a la luz de la institución divina la forma deprecativa no debe ser excluida, y que el Concilio de Trento en su decreto no pretende hacer un pronunciamiento final sobre las premisas. Señalan, con Morinus (De Pænit., lib. VIII) que hasta el siglo doce la fórmula deprecatoria fue utilizada tanto en el Este como en el Oeste: que está aún vigente entre los griegos y orientales en general. A la luz, por tanto, de la historia y de la opinión teológica, es perfectamente razonable concluir que la forma deprecatoria no es ciertamente inválida, con tal que no excluya la idea de un pronunciamiento judicial (Pamieri, Parergon, 127; Hurter, De Pænit.; Duchesne, loc. cit.; Soto, Vázquez, Estius, et al.). Hay sin embargo teólogos, que han cuestionado si la fórmula deprecatoria sería o no válida en la actualidad en la Iglesia Latina, y señalan que Clemente VIII y Benedicto XIV han prescrito que los sacerdotes griegos deben utilizar la fórmula indicativa siempre que absuelvan a penitentes del rito latino. Pero esto es sólo materia disciplinar, y tales decretos no dan una decisión definitiva a la cuestión teológica, puesto que en materia de administración de sacramentos los que tienen autoridad simplemente siguen las opiniones más seguras y tradicionales. Morinus es seguido por Tournely al afirmar que sólo la forma indicativa es válida hoy en la Iglesia Latina (Morinus, De Pænit. , Lib. VIII; Tournely, ibid., De absolutionis formâ); pero muchos sostienen que si la forma deprecativa no excluye el pronunciamiento judicial del sacerdote, y en consecuencia es realmente equivalente al ego te absolvo, seguramente no es inválida, aunque todos ellos afirman que sería ilícita si contraviniera la ley y disciplina actuales de la Iglesia Romana. Algunos, sin pronunciar juicios sobre los fundamentos reales de esta cuestión, piensan que la Santa Sede ha retirado las facultades a aquéllos que no usan la forma indicativa, pero en ausencia de un pronunciamiento formal, esto no es en absoluto cierto.
- Este artículo se refiere a la fórmula de la absolución anterior al nuevo Ritual de la Penitencia. La actual forma dice así:
(1) “Dios, Padre misericordioso, que reconcilió consigo al mundo por la muerte y la resurrección de su Hijo, y derramó el Espíritu Santo para la remisión de los pecados, te conceda, por el ministerio de la Iglesia, el perdón y la paz. (2) Y yo te absuelvo de tus pecados en el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo”.
Las oraciones siguientes (La pasión de Nuestro Señor Jesucristo, etc.) se pueden recitar tras la absolución, pero no forman parte esencial de ésta.
Vemos, por tanto, como la primera parte de la fórmula actual es deprecativa, y la segunda, personal e indicativa. (Nota del traductor)
Absolución condicional
La antigüedad no hace mención a la absolución condicional. Benedicto XIV alude a ella en “De Sínodo” (Lib. VII, cap. XV) en un pasaje de Gandavensis (m. 1293), pero es dudoso sin el letrado pontífice captó el significado de las palabras del teólogo de Ghent. Gersón, en el siglo XV, tanto en “De schismate tollendo” como en “De unitate ecclesiæ”, se muestra partidario de la absolución condicional, aunque Cayetano, un siglo más tarde, tilda la posición de Gersón como de mera superstición. Pero la posición de Gersón fue aceptada gradualmente, y en nuestros días todos los teólogos conceden que bajo ciertas circunstancias tal absolución es no sólo válida, sino incluso lícita (Lehmkuhl–Hurí, De pænit., absol. sub conditione); válida, porque los pronunciamientos judiciales a menudo son emitidos con ciertas condiciones, y el Sacramento de la Penitencia es esencialmente un acto judicial (Conc. de Trento, sess. XIV); también, porque Dios absuelve en el cielo cuando aquí en la tierra se cumplen ciertas condiciones. El cumplimiento puede escapar al juicio humano, pero a Dios nadie le engaña. Esta duda insalvable hace posible la absolución condicional. Las condiciones pueden ser: presentes, pasadas o futuras.
Siguiendo una ley común, siempre que la condición deja en suspenso el efecto perseguido por el Sacramento, el mismo Sacramento es nulo e inválido. Si la condición no suspende la eficacia sacramental, el Sacramento puede ser válido. En consecuencia, todas las condiciones futuras hacen inválida la absolución: “Yo te absuelvo si tu mueres hoy”. Esto no ocurre con las condiciones pasadas o presentes, y la absolución dada, por ejemplo, bajo condición de que el sujeto esté bautizado, o que esté aún vivo, ciertamente no invalidarían el sacramento. Lo que en sí mismo es válido, pueden no ser lícito, y en esta importante materia, la reverencia debida al santo Sacramento debe ser siempre tenida en cuenta, y también la necesidad espiritual del penitente. La doctrina recibida comúnmente es que siempre que la absolución sacramental salvaguarde la santidad y dignidad del Sacramento, puede ser utilizada, o siempre que la necesidad espiritual del penitente sea clara, pero al mismo tiempo las disposiciones necesarias para la recepción válida del sacramento sean dudosas, entonces sería un acto de caridad impartir la absolución incluso bajo condición.
Absolución indirecta
Muy relacionada con la condicional es la llamada absolución indirecta. Tiene lugar cuando la absolución es concedida para una falta que no ha sido sometida al juicio del ministro en el tribunal de la penitencia. El olvido por parte del penitente es en la mayoría de los casos el responsable de la absolución indirecta, aunque algunas veces lo puede ser la reserva (ver CASOS RESERVADOS).
Concesión de la absolución
En virtud de la dispensación de Cristo, los obispos y sacerdotes son constituidos jueces en el Sacramento de la Penitencia. El poder de atar y desatar ha sido dado por Cristo. El ministro debe, por tanto, tener en cuenta no sólo sus propios poderes, a saber, el de orden y el de jurisdicción, sino que también debe fijarse en las disposiciones del penitente. Si: (a) el penitente está bien dispuesto, debe absolverle: (b) si al penitente le faltan las disposiciones requeridas, debe animarle a crear el estado de ánimo adecuado, ya que no puede ni debe absolver a nadie que carezca de las debidas disposiciones, si las disposiciones son dudosas, emplea el privilegio expuesto arriba, al tratar de la absolución condicional.
Cuando el ministro ve que se cumplen las condiciones para absolver, pronuncia las palabras de la forma (supra) sobre el penitente. Es sentencia común que el penitente debe estar físicamente presente; en consecuencia, la absolución telegráfica ha sido declarada inválida, y cuando se preguntó respecto de la absolución telefónica la Sagrada Congregación respondió: Nihil respondendum (1 de julio de 1884).
Absolución fuera de la Iglesia Latina
En la Iglesia Griega
La postura de la antigua Iglesia Griega ha sido tratada más arriba. Que los griegos hayan creído siempre que la Iglesia tiene el poder para perdonar los pecados, como lo creen en la actualidad, es claro por las fórmulas de la absolución utilizadas en todas las ramas de esta Iglesia; también por los decretos de los sínodos que desde la Reforma han expresado esta convicción una y otra vez (Alzog sobre Cirilo Lucraris III, 465; Sínodo de Constantinopla, 1638; Sínodo de Jassy, 1642; Sínodo de Jerusalén, 1672). En el Sínodo de Jerusalén la Iglesia reitera su fe en los siete sacramentos, entre los que se encuentra la Penitencia, que el Señor estableció cuando dijo: “A quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados, y a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”. Las fórmulas de la absolución son generalmente deprecatorias, y si ahora como entonces aparecen las formas indicativas, puede ser por influencia de las fuentes latinas.
Iglesia Rusa
La fe de la Iglesia Griega es naturalmente igual que la de la Rusa. Todos los teólogos rusos sostienen que la Iglesia posee el poder de perdonar pecados, cuando se da un verdadero arrepentimiento y una sincera confesión. La forma en uso es como sigue: “Hijo mío, N. N., que Nuestro Dios y Señor Jesucristo por la piedad de su amor te absuelva de tus pecados; y yo, su inútil sacerdote, en virtud de la autoridad que me ha sido concedida, te absuelvo y declaro absuelto de tus pecados en el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén”.
Armenios
Denzinger, en su “Ritus Orientalium” (1863), nos da una trascripción completa del ritual de la penitencia utilizado por los Armenios. La presente versión es del siglo noveno. La forma de la absolución es declarativa, aunque está precedida por una oración implorando misericordia y perdón. Es como sigue: “Que Dios misericordioso tenga piedad de ti y te perdone tus faltas; en virtud de mi poder sacerdotal, por la autoridad y mandato de Dios expresado en estas palabras: ‘lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo’, yo te absuelvo de tus pecados, te absuelvo de tus pensamientos, de tus palabras, de tus obras, en el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, y te readmito al Sacramento de la Santa Iglesia. Que todas tus buenas te sirvan como aumento de mérito, que te sirvan para la gloria de la vida sin fin. Amén.”
Coptos
El Dr. Hyvernat asegura que los libros litúrgicos de los coptos no tienen ninguna fórmula penitencial, y no es de extrañar, ya que ellos insertan en el ritual solamente las cosas que no se encuentran en otros rituales. El P. du Bernat, escribiendo al P. Fleurian (Lettres édifiantes), dice, en referencia al Sacramento de la Penitencia entre los coptos, que los coptos se creen obligados a una completa confesión de sus pecados. Cuando han concluido, el sacerdote recita sobre ellos la oración que se dice al principio de la Misa, la oración implorando a Dios perdón e indulgencia; a esta se añade la así llamada “Benediction”, que el P. Bernat dice ser como la oración dicha en la Iglesia latina una vez impartida la absolución. El Dr. Hyvernat, sin embargo, asegura que el P. Bernat se equivoca cuando compara la Bendición a nuestra Passio Domini, puesto que es como la oración latina solamente en cuanto se recita después de la absolución.
Jacobitas
Para la tradición más antigua en la Iglesia Siria ver más arriba, Absolución en la época patrística.)
Los sirios que están unidos a la Sede Romana utilizan en la actualidad la forma declarativa al impartir la absolución. Esta fórmula es, sin embargo, reciente. La actual Iglesia Jacobita no sólo defiende y ha defendido el poder de absolver los pecados, sino que su ritual es expresivo de este mismo poder. Denzinger (Ritus Orientalium) ha preservado para nosotros un documento de doce siglos que muestra en su totalidad el ordinario de la absolución.
Nestorianos
Los nestorianos siempre han creído en el poder del absolver en el Sacramento de la Penitencia. Assemani, Renaudot, Badger (Nestorians and their Rituals), y también Denzinger, contienen la más completa información sobre este punto. Hay que notar que su fórmula de absolución es deprecatoria, no indicativa.
Protestantes
Los primeros reformadores atacaron virulentamente la práctica penitencial de la Iglesia Católica, particularmente la confesión de los pecados al sacerdote. Sus opiniones expresadas en sus posteriores trabajos teológicos no difieren tanto de la antigua posición como uno podría suponer. La tesis luterana de la justificación por la sola fe haría todas las absoluciones meramente declarativas, y reducirían el perdón concedido por la iglesia al simple anuncio del Evangelio, especialmente de la remisión de los pecados por Cristo. Zwinglio sostuvo que sólo Dios perdonaba los pecados, y no vio sino idolatría en la práctica de esperar el perdón de una simple criatura. Si algo bueno hubiera en la confesión sería meramente como dirección. Calvino negó toda idea de sacramento en la Penitencia; pero sostuvo que el perdón expresado por el ministro de la Iglesia daba al penitente una mayor garantía de haber sido perdonado. La Confesión denominada “Helvética” se limita a negar la necesidad de confesión a un sacerdote, pero sostiene que el poder dado por Cristo para absolver es simplemente el poder de predicar a las gentes el Evangelio de Jesús, y como consecuencia la remisión de los pecados: “Rite itaque et efficaciter ministri absolvunt dum evangelium Christi et in hoc remissionem peccatorum prædicant”.
Iglesia Anglicana
En el “Book of Common Prayer” se contiene una fórmula de Absolución en Maitines, al dar la Comunión, y en la visita a los enfermos. Las dos primeras son generales, similares a la absolución litúrgica utilizada en la Iglesia Romana; la tercera es individual por la misma naturaleza del caso. De la tercera absolución las rúbricas dicen así: “Aquí el enfermo será animado a hacer una especial confesión de sus pecados si su conciencia estuviera atormentada por materia grave. Después de esta confesión, el sacerdote lo absolverá (si él humildemente y de corazón lo desea) con estas palabras: Nuestro Señor Jesucristo, que ha concedido el poder a su Iglesia para absolver a todos los pecadores que estén sinceramente arrepentidos y crean en Él, por su gran bondad te perdone tus ofensas y por su autoridad, que me ha sido concedida, yo te absuelvo de todos tus pecados en el Nombre el Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén.” Esta es la forma comúnmente utilizada por los clérigos anglicanos cuando absuelven después de haber oído confesiones privadas. Estas fórmulas, incluso la última, son sin embargo vagas, y a la luz de la interpretación anglicana (siempre exceptuando los Ritualistas avanzados) dan a entender poco más que el poder de declarar perdonados los pecados (Convocation, 1873; Conferencia de Lambeth, 1877; Lidon “Life of Pusey”).
Los Ritualistas, desde el sermón pronunciado por Pusey en 1846, han sostenido con mayores o menores variantes que Cristo ha concedido a sus sacerdotes el poder de perdonar pecados. También sostienen que este poder debe ser ejercido después que se ha hecho la confesión al ministro de la Iglesia. Entre los Ritualistas mismos algunos han insistido en que la confesión al sacerdote es necesaria in re o in voto, y otros no han llegado a estos extremos. En la discusión del año 1898, el Dr. Temple escribió una pastoral. Se puede consultar con provecho el libro de Mashell “Enquiry upon the Doctrine of the Anglican Church on Absolution”; Boyd, “Confession, Absolution and Real Presence”; P. Gallwey “Twelve Lectures on Ritualism” (Londres, 1879).
Fuente: Hanna, Edward. "Absolution." The Catholic Encyclopedia. Vol. 1. New York: Robert Appleton Company, 1907. <http://www.newadvent.org/cathen/01061a.htm>.
Traducido por Fr. Roberto María de Sta.Teresita, CCI.