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Sábado, 21 de diciembre de 2024

Israelitas

De Enciclopedia Católica

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Definición

El término israelitas designa a los descendientes del patriarca Jacob, o Israel. Corresponde al apelativo hebreo “hijos de Israel”, un nombre con el que---junto con la forma simple “Israel”---se llamaba a sí mismo el pueblo escogido en tiempos del Antiguo Testamento. Los extranjeros y los israelitas hablando de sí mismos a otros extranjeros usaban el término “hebreos”, que se explica comúnmente como denotando a aquéllos que habían venido del “otro lado” del río (el Éufrates). Otro sinónimo para israelitas es el término judíos (Ioudaioi), especialmente usado por autores clásicos, pero también usado a menudo por Flavio Josefo y en los escritos del Nuevo Testamento. El objeto del presente artículo es claramente geográfico y etnográfico, dejando, hasta donde sea posible, los otros tópicos conectados con los israelitas para el artículo judaísmo, o en artículos particulares sobre los personajes particulares o eventos en la historia de Israel.

Relación Semítica

Los israelitas pertenecen al grupo de pueblos primitivos designados bajo el nombre general de semitas, y cuyos países se extendían desde el Mar Mediterráneo hasta el otro lado de los ríos Éufrates y Tigris, y desde las montañas de Armenia hasta la costa sur de Arabia. Según la clasificación bíblica de los descendientes de Noé (Génesis 10), es claro que el grupo semítico incluía a los árabes, babilonios, asirios, arameos y hebreos, a cuyos pueblos los etnógrafos modernos añaden, principalmente sobre bases lingüísticas, a los fenicios y cananeos. Así parece que los israelitas desde antiguo reclamaban la afinidad real con algunas de las más poderosas naciones de Oriente, aunque la cercanía o lejanía de esta afinidad no puede ser determinada hoy día. Como se puede esperar, es más definidamente conocida la relación étnica con las tribus semitas, quienes junto con los israelitas componen el sub-grupo de los terabitas.

Los moabitas, los amonitas, los edomitas y los israelitas eran tribus de origen afín, un hecho que es fácilmente conocido por los eruditos contemporáneos. Muestra no menos claramente que los hijos de Israel también eran conscientes de una relación estrecha tanto con los arameos (sirios) al noreste y los nómadas del Sinaí, al sur de Palestina, y no hay duda que, a pesar del rechazo del parentesco de Israel con Aram por algunos críticos recientes, se deben admitir las relaciones de Israel con los arameos y los árabes. En resumen, estas relaciones no son exclusivas de cada uno, pues no hay razón para suponer que el antiguo Israel era más homogéneo que cualquier otro pueblo migratorio y conquistador; y en concreto, ambas relaciones en cuestión igualmente son testigos en los primeros registros históricos (cf. Gén. 24,4.10; 27,43; 29,4, etc, a favor de la relación de Israel con Aram).

Primera Migración

La historia de los israelitas comienza con la migración de las tribus afines mencionadas en el cuadro anterior, en la persona de su antepasado, Téraj, de Babilonia. El punto de partida de esta migración memorable fue, según el Gén. 11,28.31, "Ur de los caldeos", que recientemente ha sido identificado con Mugheir (Muqayar; acadio Uriwa), una importante ciudad de la antigüedad, a unas seis millas de distancia de la rivera derecha del río Eufrates, y a unas 125 millas al noroeste del Golfo Pérsico. Su objetivo real, según el Gén. 11,31, fue "la tierra de Canaán." El movimiento descrito generalmente de este modo está en clara armonía con el hecho bien comprobado que en una fecha temprana la iniciativa babilónica había penetrado a Palestina y de ese modo había abierto para los elementos antisemitas de Caldea una senda hacia la región, que en la actualidad se considera a menudo como el centro original de la dispersión de los semitas, es decir, Arabia del Norte. El curso tomado fue vía Jarán (en Aram), una ciudad a unas 600 millas al noroeste de Ur, y su rival en el culto de la Luna-Dios, Sin. Jarán se parecía mucho a Ur no sólo en el culto, sino también en la cultura, leyes y costumbres, y la llamada a Abraham---el mandato de Dios ordenándole buscar un nuevo país (Gén. 12,5)---fue sin duda bienvenida por uno cuya concepción más pura de la Deidad le tenía insatisfecho con su entorno pagano (cf. Josué 24,2 ss.). También hay razón para pensar que en este tiempo el norte de Babilonia estaba muy perturbado por la invasión de los casitas, una raza montañesa relacionada con los elamitas. Mientras tanto, el segundo hijo de Téraj, Najor, permaneció en Jarán, donde originó el asentamiento arameo: Abraham y Lot siguieron adelante, pasaron Damasco, y alcanzaron el objetivo de su viaje. Aquí sólo es necesario mencionar los asentamientos que la Sagrada Escritura relaciona con Abraham y Lot. Las tribus directamente relacionados con Lot fueron las de Moab y de Amón, de los cuales el primero se estableció al este del Mar Muerto, y el segundo se estableció en la parte oriental del reino amorreo que se extendía entre el Arnón y el Jaboc. De las tribus más inmediatamente relacionadas con Abraham, los ismaelitas y los madianitas parecen haber vivido en la Península de Sinaí, los edornitas tomaron posesión del Monte Seir; la vía de tierra montañosa se extiende al sur del Mar Muerto y al este de la Arabá; y los israelitas se establecieron en el país al oeste del Jordán, los distritos con los que están conectados más concretamente en el Libro del Génesis son los de Siquem, Betel, Hebrón, y Berseba. La historia de los israelitas en esos primeros tiempos se asocia principalmente con los patriarcas Abraham, Isaac y Jacob (Israel), todos los cuales mantenían un claro recuerdo de su parentesco cercano con el establecimiento semita en Aram (cf. Gén. 24; 28), y el primero de los cuales parece haber llegado a Canaán hacia el 2300 a.C., cuando entró en contacto pasajero con Egipto (Gén. 12) y Elam (Gén. 14) (véase Babilonia).

Permanencia en Egipto

Las relaciones de Abraham con Egipto, antes mencionadas, dieron lugar eventualmente a una de mucha mayor duración por parte de sus descendientes, cuando los israelitas bajaron a Egipto bajo la presión de la hambruna, y se establecieron pacíficamente en el distrito de Gosén, al este del Delta. El hecho de que esta migración tardía de Israel encaja bien con los datos generales que ofrece la historia de Egipto. Cerca de 2100 a.C. el Bajo Egipto había sido invadido y conquistado por un grupo de asiáticos, probablemente de origen semítico, llamados los hicsos, que se establecieron en Zoan (Tanis), una ciudad en el delta, a unas 35 millas al norte de Gosen. Su gobierno, al que se asignan las decimoquinta decimosexta y decimoséptima dinastías, duró 511 años, según Manetón (cf. Flavio Josefo, "Contra Ap.", I, XIV). Por supuesto, era repugnante para los príncipes nativos, cuya autoridad se limitaba a Tebas, mientras que resultó atractivo para otros organismos invasores, como los asiáticos hicsos mismos. Entre estos arribos tardíos se encuentran naturalmente los israelitas, que probablemente entraron a Egipto en algún momento anterior al 1,600 a.C., la fecha asignada para la eventual expulsión de los hicsos por los reyes nativos de Egipto. La posición de Gossen ha sido fijada por las excavaciones recientes, y, como a los israelitas se les permitió seguir su vida pastoral en esa región sin ser molestados, aumentaron rápidamente en número y riqueza. La historia del asentamiento de Israel en Egipto se relaciona particularmente con José, el hijo amado de Jacob y Raquel.

El Éxodo y el Recorrido por el Desierto

La expulsión definitiva de los hicsos por los príncipes indígenas privó a los israelitas de sus protectores naturales, "sin embargo, los reyes de la dinastía XVIII, que entraron a escena en ese tiempo, no interfirieron con ellos. Por el contrario, estos reyes eran en sí mismos asiáticos en el tono, se casaban con mujeres de Siria e introducían costumbres extranjeras. Uno de ellos, Amenhotep III, se casó con Tyi, una princesa siria y adoradora del sol, y el hijo de ambos, Akenatón (Amenofis IV), abandonó la religión nacional por el culto al disco solar; y cuando esto causó fricciones con los sacerdotes de Tebas, cambió su capital a Tell el-Amarna, y se rodeó de extranjeros, tanto en los templos como en el gobierno del país. Después de su muerte, hubo una reacción, los extranjeros fueron expulsados y la religión y el partido nacional triunfaron. Los reyes siguientes, por lo tanto, los de la dinastía XIX, no dieron cuartel a los extranjeros, y estos fueron los reyes que no conocían a José, e hicieron la vida de los hebreos ‘amarga con dura servidumbre, en el mortero y en todo tipo de servicios en el campo.’ Había buena razón para que los reyes tiránicos como los que surgieron ahora vieran con alarma el rápido aumento de los hebreos, viendo que eran extranjeros, y vivían en un barrio donde, si decidiesen ser desleales, le podrían prestar una ayuda inestimable a los invasores asiáticos" (Souttar "A Short History of Ancient Peoples”, Nueva York, 1903, 200 ss.).

El faraón particular de la dinastía XIX que trató a los israelitas con rigor especial fue Ramsés II, quien se convirtió en rey a la edad de dieciocho años y reinó por más de sesenta años (cerca de 1300-1234 a.C.). Los empleó en tareas del campo (Éxodo 1,14); los obligaron a trabajar en la construcción de las ciudades de depósito de Pitom (cuyas ruinas de la cual, a once o doce millas de Ismailia, demuestran que fue construida para el monarca) y Ramsés, llamada así por su nombre, y finalmente hizo un intento desesperado por reducir su número por el infanticidio organizado. Si Dios no hubiese velado por su pueblo, la ruina Israel habría sido simplemente una cuestión de tiempo. Pero llamó a Moisés y le encargó que los liberara de esa cruel y dura opresión. Esta llamada divina llegó a Moisés mientras vivía en la Península del Sinaí, adonde había huido de la ira del Faraón, y residía entre los madianitas o quenitas, que, como él, trazaban su descendencia de Abraham. Con la ayuda de su hermano Aarón, y por medio de los diversos flagelos conocidos como las plagas de Egipto, el enviado de Yahveh finalmente prevaleció sobre el hijo y sucesor de Ramsés, Meneftá I (1234-14 a.C.; Cf. Ex. 2,23), para que dejara libre a Israel. A toda prisa y por la noche, los israelitas salieron de la tierra de esclavitud, siguieron hacia el este, y dirigieron su rumbo hacia el istmo de Suez y el Mar Rojo, evitando así el contacto con las tropas egipcias, que ocupaba entonces, al menos en parte, la costa mediterránea, y hacer su primer campamento en el territorio de sus parientes los madianitas, cerca del Sinaí.

Si bien esta dirección general no se puede dudar, las localidades a través de las cuales pasó Israel, ahora se pueden identificar con certeza. El primer movimiento de los israelitas fue de Ramsés a Sukkot (Ex. 12,37). El primero de estos dos lugares a menudo ha sido considerado como el mismo que Zoan (Tanis), que se llama en muchos papiros Pa-Ramessu Meriamum (el lugar de Ramsés II), pero es más probable que se ubicará en Tell er-Retabeh, "en la mitad de la longitud de la Tumilat Wady, a unas treinta millas de Ismailia, en el Oriente (Flinders Petrie) , y a sólo ocho millas de distancia de Pitom. El nombre del segundo lugar, Sukkot, es probablemente una adaptación semítica de la palabra egipcia thku[t] que designaba el distrito donde estaba situada la ciudad de Pitom. Partiendo de allí, Israel acampó en Etam (Éxodo 13,20; Números 33,6), un término que se supone se refiere a la fortaleza del sur (Egipto, Htem) de Thku (Sukkot), en la frontera oriental de Egipto, en el borde del desierto de Etam, o Sur (Cf. Éx. 15,22; Núm. 33,8). En este punto los israelitas cambiaron su rumbo hacia el este, y caminando hacia el sur llegaron a Pi Hajirot, que se describe en Éx. 14,2 como "entre Migdol y el mar enfrente de Baal Sefón". Ninguno de los lugares mencionados han sido identificados; de hecho, incluso la parte del Mar Rojo que los hebreos cruzaron milagrosamente, es un asunto de controversia. Varios autores sostienen que en el momento del Éxodo el brazo occidental del mar Rojo, ahora llamado el Golfo de Suez, de la ciudad moderna, cerca de su extremo norte, se extendía a unas treinta o cuarenta millas más al norte, y admiten que el lugar real por donde cruzaron fue en algún punto de esta extensión del mar Rojo. Otros, por el contrario, al parecer con mayor probabilidad, piensan que en el tiempo de Moisés el límite norte del Golfo de Suez no variaba mucho, en todo caso, de lo que es hoy en día, y afirman que el cruce tuvo lugar en algún punto de la actual cabeza del golfo, no muy lejos al norte del presente Canal de Suez, cuyo antiguo nombre griego (Clysma) parece encarnar una tradición de la catástrofe de Egipto. A menudo se argumenta hábilmente que después del Mar Rojo, los israelitas reanudaron su viaje en dirección este, tomaron la ruta de haj que siguen ahora los peregrinos que viajan desde El Cairo a La Meca, que va hacia el este a través de la península del Sinaí a Elat en la punta norte de la vertiente oriental del Mar Rojo---el Golfo de Acabá, como se le llama. Para la mayoría de los escritores, sin embargo, no parece haber suficiente razón para abandonar la opinión tradicional de que los hebreos continuaron hacia el sur hasta llegar al Monte Sinaí tradicional.

Sobre la base de este último punto de vista, las estaciones de intervención de Israel entre el lugar de cruce y el Monte Sinaí se han identificado de la siguiente manera. Después de tres días de marcha por el desierto de Sur, en la estrecha y comparativamente nivelada costa del Golfo de Suez, los israelitas llegaron a un manantial llamado Mará (Éx. 15,22 ss.), probablemente el 'Ain Hawara, con sus aguas amargas. Luego llegaron al oasis de Elim, generalmente identificado con Wady Gharandel, donde hay, incluso en la actualidad, pozos y palmeras (Éx. 15,27). Continuando hacia el sur, siguieron el camino que serpentea por la Wady Tayibeh Wady hasta que golpea la costa, momento en que naturalmente se situó el campamento al lado del mar (Núm. 33,10). Antes de volver a tierra adentro la costa se expande en una llanura de cuatro o cinco millas de ancho, llamada El-Markha y, probablemente identificable con el desierto de Sin (Éx. 15,1), donde probablemente estaban localizadas las estaciones de Dofcá y Alús (Núm. 33,12-13), presumiblemente situado. Desde allí Moisés condujo a su pueblo en dirección al sagrado monte de Sinaí. La próxima estación está en Refidim (Éx. 17,1), que es comúnmente considerada como idéntica a Wady Feiran, un valle largo y fértil con salientes de las rocas de granito del Monte Sherbal, probablemente el Horem de la Sagrada Escritura. De Feiran la carretera serpentea a través del largos Wady es-Scheykh y conduce a la extensa llanura er-Rahah, que está directamente en frente del monte Sinaí, y que ofrecía más que suficiente tierra firme para todos los hijos de Israel. Es cierto que ninguna de las identificaciones anteriores cuenta con más de un cierto grado de probabilidad y, por consiguiente, su conjunto no puede considerarse como una prueba indiscutible de que el camino tradicional a lo largo del Golfo de Suez es la que verdaderamente siguieron los hebreos. Sin embargo, como fácilmente se puede apreciar, es un hecho de no poca importancia en favor de la ruta descrita que su distancia de unas 150 millas entre el lugar de cruce y el Monte Sinaí, admite una división natural en etapas que en conjunto corresponden bien a las marchas principales de los hebreos; porque no se puede presentar nada de esa clase en apoyo de su posición por los estudiosos contemporáneos que en lugar del camino tradicional hacia el este uno que corre a través de la Península de Sinaí, a la costa norte del Golfo de Acabá.

Dejando el Sinaí, bajo la dirección del cuñado de Moisés, los israelitas procedieron rumbo al norte, hacia el desierto de Parán, la región árida de et-Tih que se encuentra al sur de Canaán y al oeste de Edom. Parece que se acercaron a la costa del brazo oriental del Mar Rojo, ahora llamado el Golfo de Acabá. De los diferentes lugares mencionados como en su ruta sólo dos han sido identificados con algún grado de probabilidad. Estos son Quibrot Hattaavá (tumbas de la gula), considerado como idéntico a Erweis el-Ebeirig y Jaserot, aparentemente idéntico al moderno ‘Ain Hudherah (cf. Núm. 11,34; 33,16-17). Al entrar en el desierto de Parán, el pueblo se estableció en Cadés, también Cadés Barnea (lugar sagrado) que se ha identificado con gran probabilidad con ‘Ain Kedis, a unas cincuenta millas al sur de Berseba (Núm. 33,36). Luego del regreso de los espías que habían enviado a explorar el sur de Palestina, procedieron al norte e hicieron un loco intento de forzar su entrada a Canaán. Fueron rechazados por los cananeos y los amalecitas en Sefat, un lugar que pasó a denominarse Jormá (cf. Jueces 1,17; ahora Sebaita) a unas treinta y cinco millas al norte de Cadés. (Cf. Núm. 12 y 14)

Comenzó entonces un período más oscuro en la vida de Israel. Durante treinta y ocho años vagaron por el Badiet et Tih (desierto de la peregrinación), en los confines del sur de Canaán, al parecer con Cadés como su centro a donde volvían sus movimientos. Es posible que durante su estadía allí entraran en contacto con los egipcios por primera vez después del Éxodo. Se encontró una inscripción del faraón Mernptah (en Tebas, en 1896), cuyo final relata la conquista por los egipcios de la tierra de Canaán y de Ascalón, y luego agrega: "Los israelitas están saqueados de modo que no tienen semilla; la tierra de Khar [tal vez, la tierra de los horitas, es decir, Edom] se ha vuelto como las ventanas de Egipto. De las circunstancias aludidas no se conoce nada positivo; pero la situación de los israelitas implícita en la inscripción se encuentra en o cerca del sur de Palestina, y, según registros más completos de fecha posterior no muestran rastro alguno de relaciones entre Israel y Egipto hasta el tiempo de Salomón, la estancia en Cadés parece ser la única ocasión que se adapta a las condiciones. En el supuesto de que el Éxodo tuvo lugar en el reinado de Mernptah, la única alternativa a la opinión enunciada es considerar la inscripción como un relato jactancioso del Éxodo mismo, considerado como una ‘‘expulsión’’ de los israelitas. "(Wade, "Old Test-Hist.").

En el comienzo de los cuarenta años de peregrinación de Israel, la marcha hacia Canaán se reanudó desde Cadés. Al llegar a Palestina esta segunda vez, estaba decidido a evitar la frontera sur, y entrar a la Tierra Prometida al cruzar el Jordán, en el extremo norte del Mar Muerto. El camino más corto para este propósito fue a través de los territorios de Edom y Moab, y Moisés le pidió permiso al rey de Edom para tomar este camino, recordándole las relaciones entre su pueblo e Israel. Su negativa obligó a los israelitas a viajar al sur hacia el Golfo de Acabá, y bordear las posesiones del sur de Edom, de donde marcharon hacia el norte, bordeando la frontera oriental primero de Edom y luego de Moab, y, finalmente, acampando enfrente del río Arnón ( la moderna Wady Mojib). Tal es la línea general de la marcha comúnmente admitida por los estudiosos entre Cadés y el Arnón. Sin embargo, debido al hecho de que las varias listas de sus estaciones de Israel en el Núm. 20,22 a 21,11; 33; Deut. 10,6-7, presentan diferencias en cuanto a los campamentos que mencionan, y en cuanto al tiempo que le asignan a la muerte de Aarón, persiste cierta incertidumbre en cuanto a qué lado de Edom---este u oeste---bordearon en realidad los hebreos en su camino hacia el Arnón. Respecto a las distintas estaciones mencionadas en las listas, prevalece una incertidumbre aún mayor. En realidad, sólo unos pocos de ellos pueden ser identificados, entre los cuales se pueden mencionar el lugar de la muerte de Aarón, el monte Hor, que es probablemente la moderna Jebel Madurah Jebel en la frontera occidental de Edom, a unas treinta o cuarenta millas al noreste de Cadés; y luego el campamento en Esyón Guéber, un lugar que puede ser idéntico con ‘Ain el Gudyan que se encuentra a unas quince millas al norte del Golfo de Acabá.

Reanudando su marcha hacia el Jordán, los israelitas cruzaron el Arnón, y se encontraron con la hostilidad de Sijón, el jefe de los amorreos, que había tomado el territorio de Moab entre el Arnón y el Yabboq (Wady Zerkah). Derrotaron a Sijón en Yahás (ahora no identificado), capturó su capital Jesbón (el Resban moderno), Jazer (Beith Zera, tres millas al norte de Jesbón), y las otras ciudades de sus dominios. Así, entraron en contacto, y aparentemente también en conflicto, con el reino septentrional de Basán, que estaba entre el Yabboq y al pie del monte Hermón. Batallaron con su rey, Og, lo derrotaron en Edreí (ahora Edr'a), y tomaron posesión de su territorio. Sus victorias y, quizás aún más, su ocupación de la tierra al norte de Moab por Rubén, Gad y la media tribu de Manasés despertaron la enemistad de los moabitas que, en esta coyuntura, llamaron a Balaam para que maldijera a los israelitas, y quien había tenido éxito en llevarlos a la idolatría en Sittim (Accacids), en las llanuras de Moab, enfrente de Jericó (Eri'ka). La coronación de los eventos de la peregrinación fueron la inducción de Josué al oficio de sucesor de Moisés en el mando, y la muerte de Moisés en una de las alturas del Abarim (Núm. 27,12), que se llama indistintamente Nebo (Jebel Neba; Deut., 32,49) o Pisgá (Ras Siaghah; Deut. 3,27), la proyección occidental del Monte Nebo.

La Conquista de Canaán

Poco después de la muerte de Moisés, Josué resolvió intentar la invasión y conquista de Canaán propiamente dicha, o el país al oeste del Jordán, que el gran legislador de Israel había de hecho contemplado, pero no había sido autorizado a efectuar. En algunos aspectos en ese tiempo esta era una tarea dura, y el cruce del Jordán era en sí una empresa difícil. Las alturas en el otro lado del río estaban coronadas con numerosas ciudades fuertemente amuralladas, y por lo tanto capaces de ofrecer una tenaz resistencia. Incluso la población en las tierras bajas era muy superior a los israelitas en el arte y artefactos de guerra, pues durante mucho tiempo habían estado en contacto con las avanzadas civilizaciones de Babilonia y Egipto. En algunos otros aspectos la labor de la conquista fue relativamente fácil. Los distintos pueblos (cananeos, hititas, amorreos, perizitas, etc.) que componían la población de Palestina Occidental, constituían una serie de ciudades en su mayoría independientes, distraídas por los celos mutuos que han sido revelados en las Tablas de Tell el-Amarna, y por lo tanto, no es probable que combinaran sus fuerzas contra la invasión de Israel. "Además, no había posibilidad de alianzas externas contra los intrusos. Tiro y Sidón, y otras ciudades de la costa, iban por su lado, aumentando su riqueza y relaciones comerciales por medios pacíficos y estaban renuentes a enredarse en complicaciones foráneas. Los amorreos al este del Jordán eran los restos más formidables de su raza decadente, y habían sido reducidos a la impotencia; mientras que los filisteos, un pueblo extraño, aún no habían crecido en poderío" (McCurdy). Situaciones como éstas naturalmente requirieron la pronta y vigorosa atención de Josué.

Con la ayuda especial de Dios cruzó el Jordán a la cabeza de todas las tribus, acamparon en Guilgal, identificado con el actual Tell Jiljulieh, a cuatro millas del río, y desde allí avanzó hacia Jericó. Esta ciudad era una de las llaves a la región trans-jordánica, y pronto cayó en su poder. Fue luego por el paso de Machmas (el Wady Suweinit) contra Ay, un pueblo a dos millas al este de Betel, y lo tomaron con estratagemas. Después de esta rápida conquista de Canaán Central, Josué hizo alianza con los gabaonitas, que se habían burlado de él, y ganó la memorable batalla de Bet Jorón sobre los cinco reyes de los pueblos amorreos cercanos. Esta victoria fue seguida por la subyugación de otros distritos del sur de Palestina, una obra que parece haber sido realizada principalmente por las tribus de Judá y Simeón, asistidas por los quenitas y los calebitas. Mientras tanto, los reyes del norte, se habían reunido alrededor de Yabín, rey de Jasor, en Galilea, y reunieron sus ejércitos cerca de las aguas de Merom (Lago Hulé). A la cabeza de la casa de José, el líder judío tomó por sorpresa, derrotó y sometió a numerosos pueblos del norte. Los gloriosos logros de Josué aseguraron para las tribus de Israel una posición firme en Canaán, por medio de la cual se establecieron en sus territorios asignados. Sin embargo, aunque estas victorias fueron muy grandes, no pudieron lograr la completa subyugación de Palestina ni siquiera en conjunto con las tribus individuales (de las cuales se da un relato en las notas dispersas en el Libro de Josué y en el primer capítulo de los Jueces). Muchas de las grandes ciudades, junto con los valles de cultivo y el litoral, estaban todavía, y se mantuvieron durante mucho tiempo, siendo posesión de los primeros habitantes de Canaán.

El Período de los Jueces

Mientras vivió Josué, su personalidad y su generalato lograron mantener la autoridad central de alguna manera entre los israelitas, a pesar de las rivalidades tribales que se manifestaron incluso durante la conquista de Palestina Occidental. Cuando murió, sin un sucesor designado previamente, toda la autoridad central efectivamente cesó, y los lazos de unión entre las diferentes tribus fueron rápidamente disueltos. Las tribus se encontraban dispersas en diferentes distritos, y el amor semita por la independencia tribal se reafirmó fuertemente entre ellos. Ya no se sentía la presión inmediata de la guerra de conquista, y en muchos casos las distintas comunidades hebreas no querían o no podían exterminar a la población antigua que sobrevivió en la tierra. El lazo de unión que surge naturalmente de un parentesco cercano también fue considerablemente atenuado por los matrimonios mixtos entre los israelitas y los cananeos. Incluso el vínculo creado por la comunidad religiosa estaba seriamente deteriorado en Israel por la adulteración del ancestral culto a Yahveh con el culto atractivo de los baales de Canaán. Esta profunda desunión de las tribus se explica naturalmente por el hecho de que, durante un largo período después de la muerte del sucesor de Moisés, cada sección de las posesiones de Israel fue a su vez acosada y humillada por un poderoso enemigo extranjero, y cada vez liberado de su opresión por un líder militar, un "juez", como se le llama, cuya autoridad nunca se extendió sobre todo el territorio.

En el transcurso del tiempo, los inconvenientes de la desunión se sintieron en Israel, y desearon tener un rey con el fin de resistir a sus enemigos más eficazmente mediante una acción concertada. Sus primeros intentos en esta dirección fueron de hecho infructuosos: Gedeón rechazó la corona que le ofrecían, y Abimelec, su hijo, que la aceptó, resultó ser un gobernante indigno. Sin embargo, no pudo ser suprimido el anhelo de las tribus hebreas por una monarquía. Durante el conflicto feroz contra los filisteos, Samuel, el último juez, ejercía el poder universal y absoluto de un monarca sin el título y la insignia de la realeza; y cuando a la hostilidad de los enemigos occidentales se unió la de los enemigos orientales, como los amonitas, los israelitas enérgicamente pidieron un rey y finalmente obtuvieron uno en la persona del benjaminita Saúl.

El Reino Unificado

El primer monarca de Israel (Saúl) se parecía en muchos aspectos a los jueces que les habían precedido, por la simple razón que, bajo su gobierno, las tribus hebreas realmente no se unieron como una nación. En realidad, era el rey de todo Israel, su título real y autoridad serían hereditarios, y a su convocatoria todas las tribus se concentraban a su alrededor. Con su ayuda común, rescató a los hombres de Yabés de Galaad de la destrucción inminente a manos de los amonitas, luchó exitosamente durante un tiempo contra los filisteos, y superó a los amalecitas. Al mismo tiempo, sin embargo, su reinado fue poco más que una judicatura. Su corte y las formas de vida eran extremadamente simples; no tenía ejército, ni gobernadores sobre los distritos subordinados; libró la guerra contra los filisteos, los grandes enemigos de Israel en su día, como la libraban los antiguos jueces, mediante reclutamientos precipitados y temporales; y cuando murió en Gelboé, la desunión profunda e inveterada de las tribus, que se había detenido por un momento, inmediatamente volvió a aparecer; la mayoría de ellas se pronunciaron a favor de su hijo, Isbaal, pero Judá se reunió alrededor de David y lo hizo rey en Hebrón.

En la guerra civil que siguió, "David siempre creció más y más fuerte", con el resultado final de que los ancianos de todas las tribus reconocieron formal y voluntariamente su soberanía. El nuevo rey fue el verdadero fundador de la monarquía hebrea. Una de sus primeras gestiones fue asegurar para Israel una capital política y religiosa en Jerusalén, una ciudad de tamaño y fuerza física considerables. Su genio militar le permitió poco a poco vencer a las diversas naciones que habían oprimido cruelmente al pueblo elegido en los días de los jueces. En el suroeste, luchó contra los filisteos, y tomó de ellos la ciudad de Gat (Tell es-Safi) y una gran parte de sus dominios. En el sureste conquistó y estableció guarniciones en el territorio de Edom. Al este del Jordán atacó y casi que exterminó a los moabitas, mientras que en el noreste derrotó a los sirios de Soba, así como a los de Damasco que habían marchado en defensa de sus parientes. Por último libró una prolongada prolongada contra los amonitas, que habían entrado en una alianza defensiva con varios de los príncipes de Siria, y les infligió una venganza terrible. Los territores obtenidos por las distintas guerras formaron un vasto imperio cuyos límites quedaron para siempre como la medida ideal del Reino de Israel, y cuya sabia organización interna, sobre líneas monárquicas regulares, promovió grandemente los intereses agrícolas e industriales de las tribus hebreas.

En tales circunstancias, uno podría haber supuesto naturalmente que las antiguas rivalidades tribales habían terminado para siempre. Y, sin embargo, con motivo de disensiones domésticas del rey, estalló una rebelión que por un tiempo amenazó con desgarrar el país en pedazos sobree las antiguas y profundas líneas de división. Sin embargo, este desastre fue felizmente evitado, y a su muerte, David dejó a su hijo Salomón un reino indiviso. El reinado de David había sido pre-eminentemente un período de guerra y de adquisición territorial; el gobierno de Salomón fue, en su mayor parte, una era de paz y progreso comercial. De especial valor para el nuevo monarca fueron las relaciones de amistad entre Fenicia e Israel, continuadas desde el tiempo de David. Con la ayuda de Tiro Salomón erigió el Templo y otros bellos edificios en Jerusalén; y dicha ayuda también le permitió mantener por un tiempo algo de comercio exterior por el Mar Rojo. Sus relaciones con Egipto fueron igualmente pacíficas y provechosas. Recibió en el matrimonio la hija de Psibkhenao II, el último faraón de la vigésimo primera dinastía, y mantuvo con Egipto un vigoroso comercio terrestre. Llevó a cabo una relación amistosa y comercio activo con los hititas de Cilicia y de Capadocia.

Desafortunadamente, su amor por el esplendor y el lujo, su infidelidad a la Ley y culto de Yahveh poco a poco le llevaron a medidas opresivas que alejaron especialmente a las tribus del norte. En vano se esforzó por ignorar la insatisfacción al acabar con las antiguas divisiones territoriales de las tribus, y al nombrar al efraimita Jeroboam como recaudador de impuestos de la casa de José: su manipulación con el antiguo principio tribal sólo aumentó el descontento general, y la gran autoridad que le convcedió al hijo de Nebat simplemente le concedió a éste una mejor oportunidad para darse cuenta de la magnitud del descontento de las tribus del norte y valerse de ella para rebelarse contra el rey. Por ese mismo tiempo Edom y Moab se rebelaron contra la soberanía de Salomón, de manera que, hacia el final de su reinado, todo amenazaba la continuidad del imperio de Israel, que siempre había contenido el germen oculto de la división, y que, en gran medida, debía su misma existencia a la debilidad temporal extrema de las grandes naciones vecinas Egipto y Asiria.

El Reino de Israel

Después de la muerte de Salomón, las tribus se reunieron en Siquem y le pidieron a Roboam un poco de alivio del pesado yugo que les había impuesto aquél. La respuesta insultante de Roboam a las tribus del norte fue la causa inmediata de la ruptura permanente con el linaje de David y las tribus del sur. Bajo la jefatura de Jeroboam formaron (c. 937 a.C.) un reino independiente que se conoce como el Reino de Israel, en contraposición al de Judá, y que superaba con creces al segundo en extensión y población. El área del Reino del Norte se estima en cerca de 9,000 millas cuadradas, con una población de alrededor de cuatro o cinco millones. Se componía de ocho tribus, a saber: al oeste del Jordán, Efraín, la mitad de Manasés, Isacar, Zabulón, Aser, Neftalí, con la línea de costa entre Acre y Joppe; al este del Jordán, Rubén, Gad, y la otra mitad de Manasés. Sus estados vasallos fueron Moab, y lo que había quedado de Siria sujeto a Salomón (1 Reyes 11,24, 2 Rey. 3,4).

El Reino de Judá incluía la propia tribu, la de Benjamín, y---al menos eventualmente---una parte, si no toda, las de Simeón y Dan. Su superficie se estima en 3,400 millas, con una población de alrededor de un millón y tres cuartos. Además de esto, Edom continuó fiel a Judá durante un tiempo. Pero mientras que el reino del norte era más grande y más poblado que el del Sur, decididamente carecían de la unidad y el aislamiento de su rival, por lo que fue el primero en sucumbir, una presa relativamente fácil de los conquistadores orientales, cuando su marcha victoriosa los trajo a las tierras occidentales. La historia del reino recién formado puede dividirse convenientemente en tres grandes períodos, durante los cuales gobernaron varias dinastías en Israel, mientras que el linaje de David continuaba en posesión exclusiva del trono de Judá. El primer período se extiende desde Jeroboam a Ajab (937-875 a. C. 1). Los reyes de este periodo inicial fueron los siguientes:

ISRAEL JUDÁ
Jeroboam I 937-915 a.C. Roboam 937-920 a.C.
Nadab 915-913 a.C. Abías 920-917 a.C.
Basá 913-899 a.C. Asá 917-876 a.C.
Elá 889-887 a.C. Josafat 876
Zimrí 7 días
Omrí 887-875 a.C.

Nos han llegado muy pocos detalles sobre los veintidós años del reinado de Jeroboam. Al principio, el fundador del reino del norte tuvo como su capital la ciudad de Siquem, en la que Abimelek había establecido un reino, y en la que se acababa de producir el estallido de la rebelión real contra Judá acababa de producirse; él la cambió por la hermosa Thersa, a once millas al noreste. Para contrarrestar el atractivo de Jerusalén y la influencia de su Templo, extendió su patrocinio real a dos antiguos santuarios, Dan y Betel, el uno en el norte y el otro en el extremo meridional de su reino. Para protegerse contra la invasión de Judá a su territorio, construyó fortalezas importantes a ambos lados del Jordán. La narrativa bíblica no da información clara sobre las primeras expediciones militares de Jeroboam, sino que sólo representa como prácticamente continua la guerra que pronto estalló entre él y Roboam (cf. 1 Reyes 14,30, 15,6). A partir de las inscripciones egipcias en Karnak, parece que el Reino del Norte sufrió mucho en relación con la invasión de Judá por Sesonq, el primer rey de la vigésimo segunda dinastía, por lo que no es probable que esta invasión fuese el resultado de la solicitud de ayuda que hizo Jeroboam a Egipto en su conflicto con el rey de Judá.

Las hostilidades entre los reinos hermanos continuaron bajo Abías, el hijo y sucesor de Roboam, Y, según el cronista, Abías persiguió y derrotó malamente a Jeroboam (2 Crón. 13). El propio linaje de Jeroboam duró sólo hasta su hijo Nadab, quien, después de un reinado de dos años, fue asesinado por un usurpador, Basá de Isacar (913 a.C.), mientras que Israel sitió la fortaleza filistea de Gebbethón (probablemente Kibbiah, a seis o siete millas al noreste de Lydda. Después de su accesión, Basá impulsó tan vigorosamente la guerra contra Asá, rey de Judá, que, para salvar a Jerusalén de un asedio inminente, este último compró la ayuda de Ben Hadad I, de Damasco, contra Israel. En el conflicto que sobrevino con Siria, Basá perdió gran parte del territorio al oeste del Jordán superior y el Mar de Galilea, con el resultado fatal de que el poder de control en el oeste ya no era hebreo, sino arameo. Basá fue sucedido por su hijo Elá, quien reinó sólo menos de dos años (889-87 a.C.). Su asesino, Zimrí, se proclamó a sí mismo rey, pero murió a los pocos días, dando paso a su rival militar, Omrí (887-75 a.C.), el hábil jefe de una nueva dinastía en Israel. Bajo Omrí Samaria, situada admirable y fuertemente en el centro de Palestina, a unos veinte kilómetros al oeste de Thersa, se convirtió y permaneció hasta el final como la capital del Reino del Norte. Bajo su gobierno, también, la política de hostilidad que había prevalecido hasta entonces entre Judá e Israel fue cambiada por una de amistad general basada en intereses comunes contra Siria. En algunos sentidos, de hecho, Omrí sufrió pérdidas considerables como por ejemplo, al este del Jordán, Ramot y otras ciudades de Galaad cayeron en poder del rey de Damasco, mientras que en el oeste del mismo río, se vio obligado a conceder privilegios comerciales a ese monarca (cf. 1 Reyes 20,34); pero logró ampliar su autoridad en otros aspectos. La inscripción de Mesa prueba que hizo de Moab su tributario. Consolidó la alianza de Israel con Tiro por el matrimonio de su hijo Ajab con Jezabel, la hija de Ittobaal, sacerdote y rey de Tiro. Sus territorios, ahora aparentemente limitados a las tribus de Efraín, Manasés e Isacar, con una porción de Zabulón, se consolidaron bajo su firme gobierno, tanto es así que los asirios, que en lo sucesivo vigilaron cuidadosamente los asuntos de Palestina, designaban a Israel con el nombre de "la Casa de Omrí", incluso después que su dinastía había sido derrocada.

El segundo período comprende los reyes desde Ajab hasta Jeroboam II (875-781 a.C.). Estos reyes fueron los siguientes:

ISRAEL JUDÁ
Ajab 875-853 a.C. Josafat 876-851 a.C.
Ocozías 853-851 a.C. Joram 851-843 a.C.
Joram 851-842 a.C. Ocozías 843-842 a.C.
Jehú 842-814 a.C. Atalía 842-836 a.C.
Joacaz 814-797 a.C. Joás 836 - 796 a.C.
Joás 797-781 a.C. Amasías 796-782 a.C.
Azarías (Osías) 782 - 741 a.C.

El reinado de Ajab, hijo y sucesor de Omrí, fue uno memorable en la historia del pueblo elegido. Se manifestó en un progreso considerable de Israel en las artes de la paz (cf. 1 Reyes 22,39), por la adopción pública del culto fenicio a Baal y Astarté (D.V. Astarot, Astoret), y también por una intensa oposición al mismo por parte de los profetas en la persona de Elías, la principal figura religiosa de la época. En el extranjero, las relaciones amistosas de Israel con Judá asumieron un carácter permanente por el matrimonio de Atalía, la hija de Ajab y Jezabel, con Joram, el hijo de Josafat; y de hecho, Israel estuvo en paz con Judá durante los veintidós años del reinado de Ajab. El principal enemigo adyacente de Israel fue Siria sobre cuyo gobernante, Benadád II, Ajab ganó dos importantes victorias (875 a.C.). Sin embargo, en el avance hacia el oeste de sus enemigos comunes, los asirios, bajo Salmanasar II, los reyes de Israel y Siria se unieron a otros príncipes del oeste de Asia contra los ejércitos asirios, y se detuvieron su marcha hacia adelante en Karkhar sobre el Orontes en el año 854 a. C. Al siguiente año Ajab reanudó las hostilidades contra Siria y cayó mortalmente herido en una batalla frente a Ramot de Galaad.

Ocozías, el hijo de Ajab, murió luego de un corto reinado (853-51 a.C.) y fue sucedido por su hermano Joram (851-42 a.C.). Las dos guerras del reinado de Joram no tuvieron éxito, aunque en ambas Israel tuvo la ayuda del Reino del Sur. La primera fue dirigida contra Mesa, rey de Moab, quien, según relata la Escritura y en su propia inscripción (conocida como “la piedra moabita”), había sacudido el yugo de Israel, y que no vaciló, cuando estuvo en apuros, en ofrecer a su hijo mayor, como un holocausto a Demos. La segunda fue emprendida contra Damasco y resultó sumamente desastrosa: Samaria estuvo a punto de caer en manos de los sirios; Joram mismo resultó gravemente herido en Ramot de Galaad, y luego fue herido por uno de sus oficiales en Jezrael; Jehú asumió la corona y comenzó una nueva dinastía en Israel.

El largo reinado de Jehú de veintiocho años (842-14 a.C.) fue muy ignominioso. El enemigo mortal de Israel era el rey sirio Hazael, quien también había alcanzado el trono por el asesinato de su maestro, Benadád II. En lugar de ayudarle a resistir los ataques de Salmanasar II, Jehú aseguró la paz con Asiria mediante el pago de un tributo (842 a.C.) y dejó que Hazael enfrentara sin ayuda las repetidas invasiones del rey asirio. Al parecer, había abrigado la esperanza de debilitar el poder arameo, y quizá incluso de deshacerse de él por completo. Sucedió, sin embargo, que después de un tiempo Salmanasar desistió de sus ataques contra Hazael, por lo que dejó a este último libre para volver sus armas contra Israel y contra Judá, su aliado. El rey de Siria aseguró para Damasco no sólo Basán y Galaad, y todo el país al este del Jordán, sino también el oeste de Palestina, destruyó la ciudad filistea de Gat, y fue comprado por Joás de Judá con el más rico botín de su palacio y Templo. Joacaz (814-797 a. C.), hijo y sucesor de Jehú, se vio obligado durante la mayor parte de su reinado a aceptar de Hazael y su hijo, Bernadad III, las condiciones aún más humillantes impuesta a un rey de Israel (cf. 2 Rey. 13,7). Sin embargo, le llegó el socorro cuando los recursos de Damasco fueron efectivamente paralizados por Asiria durante los últimos años del siglo IX a.C. La condición de Israel mejoró aún más bajo el gobierno de Joás (797-81 a.C.), que realmente derrotó a Siria tres varias (sic) veces, y reconquistó buena parte del territorio---probablemente al oeste del Jordán---que había perdido Joacaz, su padre (cf. 2 Rey. 13,25).

El tercer período en la historia del reino del norte se extiende desde Jeroboam II hasta la caída de Samaria (781-22 a.C.). Sobre la base de las inscripciones asirias combinadas con los datos de la Sagrada Escritura, la cronología del último período se puede dar aproximadamente como sigue:

ISRAEL JUDÁ
Jeroboam II 781-740 a.C. Azarías (Ozías) 782-737 a.C.
Zacarías 6 meses
Sallum un mes
Menajem 740-737 a.C.
Pecajías 737-735 a.C. Jotam 737-735 a.C.
Pecaj 735-733 a.C. Ajaz 735 - 725 a.C.
Oseas 733-722 a.C. Ezequías 725-696 a.C.

Durante el largo reinado de Jeroboam II, el Reino del Norte disfrutó de una prosperidad sin precedentes. Debido principalmente al hecho de que los enemigos de Israel se habían vuelto más débiles en todas partes, el nuevo rey fue capaz de eclipsar las victorias obtenidas por su padre, Joás, y mantener durante un tiempo las antiguas fronteras ideales tanto al este como al oeste del Jordán (2 Rey. 14,28). Luego hubo paz y seguridad en esta maravillosa extensión territorial, y junto con ellos surgió un gran desarrollo artístico y comercial. Lamentablemente, también surgió la laxitud moral y la infidelidad religiosa que fueron en vano reprendidas por los profetas Amós y Oseas, y que sin duda presagiaba la ruina del Reino del Norte. El hijo de Jeroboam, Zacarías (740 a.C.) fue el último monarca de la dinastía de Jehú. Apenas había reinado durante seis meses, cuando un usurpador, Sallum, le dio muerte. Sallum, a su vez, fue aún más sumariamente asesinado por el truculento Manahem, el cual pronto tuvo que enfrentarse directamente con el poder asirio, y como se sintió incapaz de arrostrarlo, se apresuró a rendir tributo a Teglatfalasar III, y de ese modo salvó su corona (739 a.C.). Su hijo Pecajías reinó cerca de dos años (735-35 a.C.) y fue asesinado por su capitán, Pecaj, quien se alió con Siria contra Ajaz de Judá. En su amarga aflicción, Ajaz recurrió a Asiria por ayuda, con el resultado de que de nuevo Teglatfalasar (734 a.C.) invadió a Israel, anexó a Galilea y Damasco, y se llevó muchos israelitas al cautiverio. El asesino de Pecaj, Oseas, era un fiel vasallo de Asiria en vida de Teglatfalasar. Poco después, a instigación de Egipto, se amotinó contra Salmansar IV, el nuevo gobernante de Asiria, tras lo cual las tropas asirias invadieron Israel y sitiaron a Samaria, la cual, luego de una larga resistencia, cayó vencida cerca de finales del año 722 a.C., bajo Sargón II, quien en el ínterin había sucedido a Salmansar IV. Este fue el fin del Reino del Norte (Israel), luego de una existencia de poco más de doscientos años. (Para el destino de los israelitas que quedaron en Palestina o los exiliados vea el artículo [[cautiverios de los israelitas

El Reino de Judá

De los dos reinos formados al dividirse el imperio de Salomón, el reino del sur o Reino de Judá, fue en varios aspectos el más débil, y sin embargo fue el mejor equipado para resistir los ataques de los enemigos extranjeros. Sus relaciones generales con Israel, Egipto y Asiria, durante la existencia del reino del norte, se han mencionado brevemente en relación con la historia de ese reino, y no es necesario establecerlos aquí más plenamente. Por lo tanto el siguiente esquema del Reino de Judá se ocupa exclusivamente con el período de su existencia posterior a la caída del Reino de Israel a manos de los asirios. Al momento de la caída de Samaria, Ezequías era rey de Judá (725-696 a.C.), el cual perseveró largo tiempo en la fidelidad en que su padre, Ajaz, se había comprometido con Asiria; sin embargo, a la muerte de Sargón, (705 a.C.) surgió para él y otros príncipes occidentales una oportunidad favorable para deshacerse del yugo de Asiria. Por lo tanto formó con ellos una poderosa liga contra Senaquerib, el sucesor de Sargón. A su debido tiempo (701 a.C.), las fuerzas asirias invadieron el occidente de Asia, capturaron varias ciudades de Judea, y obligaron a Ezequías a renunciar a la liga y a pagar una enorme multa. Poco después, Senaquerib devastó de nuevo a Judá y amenazó altivamente con destruir a Jerusalén. Sin embargo, según la profecía de Isaías sus amenazas no se materializaron: “el ángel del Señor diezmó su ejército, y disturbios en Oriente lo reclamaron en Nínive” (2 Reyes 18,13; 19).

Fue durante el gobierno de Ezequías que Judá entró en contacto con Babilonia por primera vez (2 Rey. 20). El largo reinado de su hijo, Manasés, (696-41 a.C.) estuvo casi todo marcado por la degeneración religiosa y el fiel vasallaje a Asiria. En su última parte Judá se rebeló contra Asarjaddón, el hijo y sucesor de Senaquerib, pero la insurrección fue pronto aplastada, y la mala fortuna llevó de nuevo a Manasés a dar culto al verdadero Dios. El breve reinado de Amón (641-39 a.C.) fue una imitación de las primeras y peores prácticas de su padre. En 608 a.C. Palestina fue atravesada por un ejército egipcio bajo el comando de Necao II, un príncipe de la vigésimo sexta dinastía, ambicioso de restituir a su país un imperio asiático. Como fiel vasallo de Asiria, el piadoso rey Josías (639-08 a.C.) salió a detener el avance del faraón, pero fue derrotado y asesinado en Meguiddó y su reino se convirtió en una dependencia de Egipto. De hecho, este vasallaje fue de corta duración. El caldeo Nabucodonosor, en su victoriosa marcha a Egipto, invadió Judá por primera vez, y Yoyaquim (608-597 a.C), el hijo mayor y segundo sucesor de Josías, se convirtió en vasallo de Babilonia en 604 a.C. A pesar de los consejos del profeta Jeremías, el rey judío se rebeló en 598. Al año siguiente, el recién entronizado rey, Joaquín (V.A. Jehoiakin), fue tomado, junto con Jerusalén, y fue llevado cautivo a Babilonia junto con muchos de sus súbditos, entre los cuales estaba el profeta Ezequiel. En 588 a.C. Judá se rebeló de nuevo bajo el gobierno de Sedecías (597-86 a.C.), el tercer hijo de Josías. En julio de 586 la Ciudad Santa se rindió y su rey, a quien le habían sacado los ojos, y la mayoría de su gente fueron deportados a Babilonia. Así comenzó el exilio a Babilonia (vea cautiverios de los israelitas).

Luego del Exilio a Babilonia

“Política y nacionalmente el cautiverio a Babilonia puso fin para siempre al pueblo de Israel. Incluso cuando 350 años más tarde hubo de nuevo un estado judío, los que lo formaban no fueron el pueblo de Israel, ni incluso una nación judía, sino aquella porción que permaneció en el país madre de una gran organización religiosa dispersa por toda Asia y Egipto” (Cornill). Los exiliados que en 538 a.C. se aprovecharon del permiso de Ciro para regresar a Palestina, eran en su mayoría judíos, cuyas variadas fortunas después de su asentamiento en y alrededor de Jerusalén pertenecen de modo muy particular a la historia del judaísmo y, en consecuencia, deben ser expuestos sólo de modo muy breve en este artículo. Inducidos por el impulso religioso que los había llevado a regresar a la tierra de sus padres, su primer afán al llegar a ella fue reanudar el sagrado culto a Dios. Su perseverancia en la erección del segundo Templo fue finalmente coronada exitosamente en 516 a.C., a pesar de la intensa y prolongada oposición de los samaritanos. Sus grandes líderes---no sólo los profetas de ese tiempo (Zacarías y Malaquías, sino también sus líderes seculares locales (Nehemías y Esdras)---eran reformadores religiosos, cuyo único propósito era asegurar la fidelidad del pueblo al culto y a la Ley de Dios. Ellos no intentaron establecer una monarquía propia, y mientras duró el imperio persa ellos y sus descendientes se gloriaron en su lealtad a sus gobernantes. Dentro del período persa cae la formación de la colonia militar judía en Elefantina, cuya existencia y culto religioso han sido divulgados por un papiro judeo-arameo descubierto en el siglo XIX. El conquistador de Persia, Alejandro el Grande, parece haberle concedido privilegios especiales a la comunidad judía de Palestina, y haberle concedido iguales derechos civiles que a los macedonios (331 a.C.) a los judíos establecidos en Alejandría---una ciudad que él fundó y bautizó con su nombre.

Alejandro murió antes de consolidar su imperio. Durante el período de derramamiento de sangre que siguió a su muerte, Palestina fue la manzana de la discordia entre los reyes de Siria y Egipto, a menudo cambiaba de amos, y sufrió opresión y miseria en cada cambio. Con el correr del tiempo, el bienestar moral y religioso de los judíos de Palestina se vieron cada vez más amenazados por la influencia del helenismo, ejercido al principio mayormente por los ptolomeos de Alejandría como el centro (323-202 a.C.) y luego por Antíoco III el Grande, de Siria, y sus dos sucesores Seleuco IV y Antíoco Epífanes, que reinó en Antioquía (202-165 a.C.). Bajo este último príncipe, el helenismo pareció estar a punto de erradicar el judaísmo de Palestina. Los sumos sacerdotes de ese tiempo, quienes eran los gobernantes locales de Jerusalén, adoptaron nombres griegos, y buscaban el favor del rey con la introducción o el fomento de prácticas helénicas entre los habitantes de la Ciudad Santa. A la larga Antíoco resolvió transformar a Jerusalén en una ciudad griega, y erradicar el judaísmo de los pueblos de Palestina y de todos sus dominios. Surgió una cruel y sistemática persecución en el curso de la cual los Macabeos se rebelaron contra sus opresores. El resultado final de la revuelta macabea fue el derrocamiento del poder sirio y la ascensión de un estado judío independiente.

Bajo la dinastía asmonea (135-63 a.C.), debido a la conquista y conversión forzada, la comunidad judía de Palestina se extendió gradualmente desde sus estrechos límites en el tiempo de Nehemías, a prácticamente la extensión del antiguo Israel. Internamente estaba dividida entre las dos sectas rivales de los fariseos y los saduceos, siendo ambos el resultado lento del doble movimiento que funcionaba durante la soberanía siria, uno en contra y otro a favor del helenismo. La guerra que estalló entre los dos últimos reyes asmoneos, Juan Hircano II y Aristóbulo II, quienes eran apoyados por los fariseos y saduceos respectivamente, le dio a los romanos la oportunidad que habían esperado por largo tiempo de intervenir en los asuntos de Judea. En el año 63 a.C. Pompeyo invistió y tomó a Jerusalén, y puso fin a la última dinastía judía. Hasta 37 a.C., el año de accesión del idumeo Herodes al trono de Judea, la historia de los judíos palestinos refleja, en su mayor parte, las vicisitudes de la enmarañada política de los imperatores romanos.

El reinado despótico de Herodes (37 - 4 a.C.) se caracterizó por un rápido crecimiento del helenismo en casi todas las ciudades de Palestina, y también por una consolidación del fariseísmo en las famosas escuelas de Hillel y Shammai. A la muerte de Herodes, el emperador Augusto dividió su reino y colocó a Judea bajo los procuradores como parte de la provincia romana de Siria. Las últimas luchas políticas a mencionarse son: (1) la revuelta judía contra Roma en 66 d.C., que terminó con la caída de Jerusalén en el año 70 d.C. (2) La rebelión del mentiroso Cochba bajo el gobierno del emperador Adriano, que finalmente transformó a Jerusalén en una colonia romana de Aelia Capitolina de donde fueron desterrados todos los judíos. Incluso desde entonces, los judíos han estado dispersos en muchos países, a menudo perseguidos, aunque sobrevivientes, siempre con la esperanza de algún modo de un futuro Mesías, y generalmente influenciados por las costumbres, y creencias morales y religiosas de las naciones donde viven.


Bibliografía: Además de las obras sobre historia bíblica mencionadas en la bibliografía del artículo Isaac, las siguientes merecen mención especial: VIGOUROUX, Bible et dcouvertes modernes (París, 1896); SAYCE, Alta Crítica y el Veredicto de los Monumentos (Londres, 1894); McCURDY, Historia, Profecía y los Monumentos (Nueva York, 1895; nueva ed. anunciada, 1909); LAGRANGE, Etudes sur les religions sémitiques (París, 1903); PINCHES, El Antiguo Testamento a la Luz de los Registros Históricos y Leyendas de Asiria y Babilonia (Londres, 1903); WINCKLER, Historia de Israel (Berlín, 1903); BREASTED, Registros Antiguos de Egipto (Chicago, 1906-07); VINCENT, Chanaan d'après l'exploration récente (París, 1907); CORNILL, Historia del Pueblo de Israel, tr. (Chicago, 1899); SOUTTAR, Breve Historia de los Pueblos Antiguos (Nueva York, 1903); WADE, Historia del Antiguo Testamento (Nueva York, 1904).

Fuente: Gigot, Francis. "Israelites." The Catholic Encyclopedia. Vol. 8. New York: Robert Appleton Company, 1910. <http://www.newadvent.org/cathen/08193a.htm>.

Traducido por Luz María Hernández Medina.