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Lunes, 25 de noviembre de 2024

Ecumenismo

De Enciclopedia Católica

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Cristo Rey
Benedicto XVI, Pastor Universal
La IglesiaAl resumir en este artículo los varios asuntos que atañen sobre el asunto de la unidad de la cristiandad, su falta presente, y las esperanzas de su restauración, se considerarán los siguientes puntos:

Introducción

Católica es por mucho la más grande, la más extendida y la más antigua de las comuniones  cristianas en el mundo, y además es el tronco poderoso de donde se separaron en un tiempo u otro las otras comuniones auto-denominadas cristianas.  Entonces, si limitamos la aplicación del término “cristiandad” a esto, su expresión más auténtica, la unidad de la cristiandad no es un ideal perdido que debe ser recuperado, sino una realidad estupenda que siempre ha estado en posición estable.  Pues no sólo esta Iglesia Católica ha enseñado siempre que la unidad es la nota esencial de la verdadera Iglesia de Cristo, sino que a través de su larga historia ella se ha distinguido, para sorpresa del mundo, por la más conspicua unidad de fe y gobierno; y todo esto a pesar de que en todo tiempo ha abarcado dentro de su redil nacionalidades de los más diversos temperamentos, y ha tenido que luchar con incesantes oscilaciones de especulación  mental y poder político.  

Aun así, en otro y más amplio sentido del término, el cual es el más usual y es el seguido en este artículo, la cristiandad incluye no sólo a la Iglesia Católica, sino, junto con ella, las muchas otras comuniones religiosas que se han separado de ella directa o indirectamente, y aun así, aunque tanto en conflicto con ella como entre ellas mismas sobre varios puntos de doctrina y práctica, concuerdan con ella en esto: que todas ven a Nuestro Señor Jesucristo como el fundador de su fe, y reclaman que su enseñanza es la regla de sus vidas. Puesto que cuando estas comunidades separadas se juntan todas suman un vasto número de almas, entre las cuales hay muchas que son notables por su seriedad religiosa, esta extensión del término “cristiandad” para incluirlas a todas tiene su sólida justificación. Por otro lado, si se acepta, ya no se hace posible hablar de la unidad de la cristiandad, sino más bien de una cristiandad rota por divisiones y que ofrece a los ojos el más triste espectáculo. Y entonces surge la pregunta: ¿Continuará este escándalo por siempre? La Santa Sede nunca se ha cansado de apelar a tiempo y a destiempo por su remoción, pero sin encontrar mucha respuesta de un mundo que ha aprendido a vivir contento dentro de sus encerramientos sectarios. Felizmente un nuevo espíritu ha venido últimamente sobre estos cristianos disidentes, muchos de los cuales se están volviendo agudamente sensitivos a los efectos paralizantes de la división y ha surgido un movimiento de reconciliación activo. Si está lejos de estar tan expandido y sólido como uno quisiera, por lo menos lo acarician mentes devotas en ambos lados.

Principios de la Unidad de la Iglesia

Según Determinados por Cristo

Debemos acudir, en primer lugar, a los Evangelios si deseamos conocer las intenciones de su fundador en cuanto a los elementos fundamentales en la constitución de la Iglesia, y las instrucciones que les dio a sus Apóstoles no nos dejan dudas sobre el asunto. Sus últimas palabras, según reportadas por San Mateo, son: “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos (metheteusate) míos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo.” (28,19-20). El relato de San Marcos es a los mismos efectos, pero añade detalles importantes: “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación. El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea (ho de apistedaz), se condenará. Estas son las señales que acompañarán a los que crean: en mi nombre expulsarán demonios, hablarán en lenguas nuevas, agarrarán serpientes en sus manos y aunque beban veneno no les hará daño; impondrán las manos sobre los enfermos y se sanarán… Ellos salieron a predicar por todas partes, colaborando el Señor con ellos y confirmando la Palabra con las señales que la acompañaban.” (16,15-20).

En Hechos 1,8, San Lucas conserva palabras de Cristo que se adaptan a estos dos relatos: “Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra.”; mientras que en su Evangelio este evangelista registró cómo Jesucristo, después de su Resurrección, en los discursos a sus discípulos enumeró entre los principales hechos doctrinales a ser atestiguados por sus Apóstoles y predicado a través del mundo, el cumplimiento en Jesús de las profecías del Antiguo Testamento, y la remisión de pecados a través de su Nombre: “Estas son aquellas palabras mías que os hablé cuando todavía estaba con vosotros. Es necesario que se cumpla todo lo que está escrito en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos acerca de mí… Y les dijo: Así está escrito que el Cristo padeciera y resucitara e entre los muertos al tercer día y se predicara en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las naciones, empezando desde Jerusalén. Vosotros sois testigos de estas cosas. Yo voy a enviar sobre vosotros la Promesa (don) de mi Padre. Por vuestra parte permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto” (24,44-49).

Además, volviendo a San Mateo, este evangelista nos dice, en un pasaje muy impresionante íntimamente relacionado con el plan de su Evangelio, que Cristo proveyó para la unidad de acción entre sus Apóstoles al nombrar a uno de ellos para ser el líder de sus hermanos, y al asignarle una relación única con el edificio espiritual que estaba erigiendo. “Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos” (16,18-19). San Lucas (22,31-32) tiene palabras dichas en el cenáculo que implican este nombramiento previo de San Pedro, al describir en otros términos el mismo firme apoyo firme que él tendría para comunicar la fe a la Iglesia. “¡Simón, Simón! Mira que Satanás ha solicitado el poder cribaros como trigo; pero yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca. Y tú, cuando hayas vuelto (o puede significar, “haz tú lo mismo”), confirma a tus hermanos.”

San Juan, cuyo Evangelio sigue una línea diferente de los Sinópticos, y que parece seleccionar para la narración hechos y palabras de Cristo no registrados anteriormente que arrojen una luz más clara sobre lo que los otros dieron, nos dice que la reiteración final de Cristo a la comisión de San Pedro se hizo necesaria quizás para reafirmarlo después de su caída y profundo arrepentimiento, y para confiarle de nuevo el cargo pastoral supremo de todo el rebaño. “Simón de Juan, ¿me amas más que éstos? Apacienta mis corderos… sé pastor de mi rebaño” (21,15-17). También a San Juan le debemos nuestro conocimiento de un hecho que concuerda bien con las palabras “Estaré siempre con ustedes”, informado por San Mateo; pues él testifica que en la Última Cena Jesús prometió enviar el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, y “que dará testimonio de mí” (15,26) y “os guiará hasta la verdad completa” (16,13); y que también en esa misma ocasión Él pronunció una oración eficaz por sus discípulos y “aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí, para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado” (17,20-23).

Si estuviésemos argumentando con los críticos racionalistas, tendríamos que encontrarnos con su negativa a admitir la autenticidad de mucho de lo que dicen estos pasajes, pero el asunto de la reunión es práctico sólo para aquéllos que aceptan completamente y en todos los aspectos la autoridad de las Escrituras canónicas. Si entonces tomamos estos pasajes juntos como declaraciones de la misma voz divina, que nos llega a través de diferentes canales, llegamos a la irresistible conclusión que la Iglesia fue fundada por Cristo sobre el principio de una revelación a la cual, según atestiguada por la Palabra de Dios, sus destinatarios le deben asentimiento incuestionable; sobre el principio de una autoridad comunicada por Cristo a sus representantes elegidos a quienes nombró maestros del mundo, y a quienes el mundo debe rendir obediencia de fe; y sobre el principio de una comunión religiosa única, bajo el mandato de estos maestros y sus sucesores debidamente nombrados, cuya admisión es a través de la puerta del bautismo y adherencia a lo que se impone a todos bajo las sanciones más solemnes. Pues:

• el deber de los oyentes es simplemente creer lo que los Apóstoles impartieron como enseñanza derivada de Jesucristo, sin permitir incredulidad basada en que la enseñanza apostólica no se encomienda a sí misma al juicio del discípulo; y este deber se declara ser tan imperativo que su cumplimiento sitúa al hombre en el camino de la salvación, pero el ignorarlo lo coloca en el camino de la condenación divina ---lo cual implica que, puesto que esta enseñanza viene esencialmente de Cristo, ese hecho en sí mismo se debe afirmar para dar al discípulo una mejor garantía de verdad que el que ningún otro razonamiento propio le podría dar.

• Cristo envía a sus Apóstoles del mismo modo que su Padre lo envió a Él, y al jefe de ellos le dio las llaves del Reino de los Cielos con un poder de mucho alcance para hacer leyes vinculantes que deben significar que Él los envía a continuar la obra que Él comenzó, a hacer discípulos como Él los hizo, y a gobernarlos en el espíritu del Buen Pastor como lo fue Él; en consecuencia, le delegó a estos Apóstoles la porción de su autoridad que consideró necesaria para el descargo de su comisión universal.

• La comunidad así formada por los maestros apostólicos y sus discípulos fue necesariamente una por un doble vínculo de unión, en la medida en que la enseñanza, siendo de Dios, era necesariamente una, y la fe con la que tenía que ser recibida era correspondientemente una, puesto que, como la sociedad visible en la cual todos los bautizados eran esencialmente uno, al estar bajo el gobierno de un cuerpo de pastores unidos bajo la presidencia de una cabeza visible única.

• Las palabras “Yo estaré con ustedes por siempre hasta la consumación del mundo”, prueban, lo que ciertamente era presumible por la naturaleza del caso, que Cristo estaba instituyendo un sistema no destinado sólo a la generación apostólica, sino para todas las generaciones futuras, y por lo tanto que se estaba dirigiendo a sus Apóstoles, no sólo como a once hombres individuales, sino como hombres que, con sus sucesores legítimos, formaban una personalidad moral destinada a perdurar a través de las épocas.

• De los textos antes citados podemos deducir que la revelación traída del cielo de este modo e impartida al mundo para ser el medio de su salvación no estaba confinada a unas pocas máximas éticas, iluminada por el esplendor de un ejemplo superior y de tal simplicidad que todos los hombres de todas las épocas pudieran reconciliarlas sin dificultad sobre las bases de su razón personal. Por el contrario, está expresada en términos de un alcance ilimitado---“enseñándoles todo lo que he mandado”---y se declara explícitamente que contiene primero y sobre todo en el todo de su doctrina el misterio que sobrepasa todas las demás en una especulación humana desconcertante, es decir, el misterio de la Santísima Trinidad---“bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”---en otras palabras, puesto que este es el significado, dedicándolos por el bautismo al culto de (eis to honoma), y por lo tanto a creer en la Unidad de la Trinidad.

• Al mismo tiempo, que la mente humana, al dar así su asentimiento a doctrinas tan difíciles de concebir no puede hacer violencia a su propia naturaleza racional, los pasajes anteriores nos hablan de la promesa del Espíritu a cumplirse para siempre en la Iglesia, para orientar en todo momento la mente del cuerpo docente, organizado bajo su cabeza visible, de modo que siempre se abstenga de corromper la sagrada doctrina, y de presentarla para su aceptación en una forma ajena a su pureza original.

• Por último, para que podamos entender la vital importancia de esta unidad de comunión, de esta unidad de verdad, para la debida realización de la obra de la Iglesia, tenemos la oración de Cristo a su Padre para enseñarnos que su exhibición estaba destinada a brindar al mundo la prueba más marcada y convincente de la divinidad de la religión cristiana: “Que como el Padre está en mí y yo estoy en Él, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que Tú me has enviado.” (Juan 17,21). Podemos apreciar el carácter de este motivo, nosotros los que vivimos en una época cuando se nos arroja a la cara las divisiones de la cristiandad como evidencia de la incertidumbre sobre la que descansan las pretensiones cristianas. Vemos cómo facilitaría la obra cristiana en casa y en el campo misionero, si pudiésemos todavía decir, como en tiempos de los Apóstoles, “La universalidad de los creyentes son de un corazón y de una sola alma.” Podemos entender cómo los observadores perspicaces, sopesando la tendencia natural de la mente humana a diferir, en presencia de tal universo unido, estarían contento en exclamar: “Esto es algo que sobrepasa el poder de la naturaleza; aquí está la mano de Dios.”

Según los entendieron los Apóstoles y sus discípulos

Cristo y sus Apóstoles
En los Hechos y las Epístolas tenemos un registro del modo en que los Apóstoles entendieron su comisión, y es obvio que ambas cosas corresponden. Luego de recibir el don prometido del Espíritu, los Apóstoles emprenden confiadamente su predicación. Pedro es su líder y, en aquellos tiempos primitivos, también su portavoz por el momento para colocar a sus hermanos apóstoles casi completamente en la sombra. Incluso San Juan, tan grande como fue y, cómo podemos ver al comparar los escritos de ambos, intelectualmente muy superior a San Pedro, va con él como compañero silencioso, ilustrando así la integridad de la unión que mantenía unido al grupo apostólico. En su predicación San Pedro sigue un plan fácilmente reconocible. Primero busca acreditarse a sí mismo y a sus colegas al apelar al carácter de su Maestro, cuya vida había transcurrido a la vista de la gente de Jerusalén. Él era Jesús de Nazaret, “un hombre acreditado por Dios entre vosotros con milagros, prodigios y señales que Dios hizo por su medio entre vosotros” (Hch. 2,22). Uno, por lo tanto, a cuya enseñanza la gente estaba obligada a atender y cuyos representantes estaban obligados a recibir. Es cierto que aquél que había sido así aprobado por Dios entre ellos había caído luego en manos de hombres malvados que lo habían asesinado, surgiendo de ese modo signos de debilidad difíciles de reconciliar con tan estupendas pretensiones. Pero ellos sabían que los Doce que se dirigían ahora al pueblo habían sido todos y cada uno compañeros del Señor Jesús en sus entradas y salidas todo el tiempo desde que fue bautizado por Juan (Hch. 1,21-22); y éstos podían testificar por propia y personal experiencia que todo lo que le había sobrevenido a su Maestro, lejos de ser un signo real de debilidad, había sido ordenado para su glorificación “según el determinado designio y previo conocimiento de Dios”, quien, luego de permitir la muerte de su Hijo por amor a nosotros, lo “ resucitó” de entre los muertos, de lo cual ellos, los Apóstoles, eran los testigos (Hch. 2,33), así como lo eran también de su subsiguiente Ascensión.

Al haber declarado y autenticado así su comisión, y al haber recibido una posterior confirmación de ella por los milagros obrados a través de su intercesión (Hch. 4,10.29.30; 5,12.16), los cuales causaron una profunda impresión en el pueblo, tomaron una posición de la mayor autoridad (Hch. 5,32), proclamaron las enseñanzas de su Maestro, y sobre la fe de su única palabra, demandaron fe en ella y obediencia a sus requisitos. “Sepa pues con certeza toda la Casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado. Convertíos y que cada uno se vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo” (Hch. 2,36.38). Así enseñaron y reclamaron credibilidad, y así llamaron a sus oyentes a entrar en la Iglesia naciente a través del bautismo y a ser discípulos bajo la instrucción y gobierno apostólico, lo cual hicieron gran número de oyentes. Se nos dice que el mismo día de Pentecostés entraron a la Iglesia tres mil almas (Hch. 11,41), cuyo número, a los pocos días, tras otro discurso de San Pedro, subió a la cifra de cinco mil, y a partir de ahí la multitud creció sin interrupción, no sólo en Jerusalén sino en Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra (4,4). En estricta conformidad con las palabras de Cristo (hagan discípulos en todas las naciones… los que crean y se bauticen se salvarán) los que se unieron a los Apóstoles se describen invariablemente como “creyentes) (pistoi, Hch. 10,45), o además como “discípulos” (mathetai, Hch. 9,1; 11,26; 16,1), o en otros lugares como “los que son salvados” (sozomenoi, Hch. 2,47, 1 Cor. 1,18). La Iglesia se fundó sobre dichos principios y de ellos surgieron la unidad de fe y comunión. "Acudían”, leemos, “asiduamente a la enseñanza de los Apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones” ( Hch. 2,42); y de nuevo “la multitud de los creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma” (4,32).

Ciertamente luego surgieron disputas que llevaron a situaciones críticas, lo cual era de esperarse, pues las mentes humanas necesariamente abordan asuntos que retan su atención desde el punto de vista de sus propios antecedentes, lo que significa que sus juicios son capaces de ser parciales y diferir. Pero el punto a señalar es que en esos tiempos se reconocía universalmente que la autoridad de los Apóstoles era competente para decidir tales controversias y para demandar obediencia a sus decretos. En consecuencia, hubo controversias que no rompieron los lazos de comunión, sino que más bien los fortalecieron al producir declaraciones más claras de las verdades a las que todos los creyentes estaban comprometidos por su fe. Un ejemplo de una controversia con final feliz fue el que aparece en el capítulo 15 de los Hechos. Es una ilustración valiosa de lo que se ha dicho, pues fue zanjada por la autoridad de los Apóstoles, quienes se reunieron para considerarla, y terminaron afirmando la igualdad de judíos y gentiles en la Iglesia cristiana, junto con la no necesidad de la circuncisión como una condición para participar en la plenitud de sus beneficios; y con la recomendación a los gentiles conversos a una cierta concesión (aparentemente temporera) a los sentimientos judíos que podrían suavizar las dificultades de su mutua interacción. “Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros” (15,28) fue la base sobre la que los Apóstoles reclamaron obediencia a sus decretos, estableciendo con ello un tipo de procedimiento y lenguaje que los gobernantes subsiguientes de la Iglesia han seguido consistentemente.

De la segunda parte de los Hechos y de los restantes libros del Nuevo Testamento tenemos los medios para determinar cómo San Pablo y los demás Apóstoles concibieron su misión y autoridad. Está claro que ellos también se consideraban que Jesucristo les había investido con autoridad tanto de enseñar como gobernar; que ellos, también, esperaban y recibían en cada lugar un asentimiento a su enseñanza e igual obediencia a sus órdenes de parte de sus discípulos, que sólo por este medio se mantenían juntos en la unidad de la única indivisa e indivisible Iglesia que los Apóstoles habían fundado. Los siguientes textos se pueden consultar en este punto, pero para nuestro presente propósito no es necesario más que referirse a ellos: Hch. 15,28; Rom. 1,5; 15,18.19; 16,19.26; 1 Cor. 4,17-21; 5,1-5; 15,11; 2 Cor. 5,9; 10,5.8; 13,2.10; Ef. 2,20; 4,4-6.11.12; 1 Tes. 2,13; 4,1-3.8; 2 Tes. 1,7-10; 2,15; 3,6.14; 1 Tim. 1,20; 3,15; 2 Tim. 2,2; Tito 2,15; Heb. 13,7-9; 1 Juan 4,6; 3 Jn. 10; Judas 17,20. Sin embargo, no debemos pasar por alto la jubilosa descripción de San Pablo de esta unidad en su Epístola a los Efesios, destacándose tan conspicuamente como lo hace en los escritos del Nuevo Testamento, para convencernos de su profundo significado, su muy penetrante carácter, y los sólidos cimientos sobre la que fue creada: "Un solo cuerpo, un solo Espíritu, una esperanza, un solo Señor, una fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos." (Ef. 4,5). Tal fue el espectáculo de la unidad de los cristianos nacida de la predicación apostólica, que se presentaba a los ojos del extasiado Apóstol unos treinta años desde el momento en que San Pedro predicó su primer sermón en el domingo de Pentecostés.

Según se le opusieron los primeros herejes

Para reclamar esta unidad maravillosa como distintivo de los seguidores de Jesucristo en los días apostólicos no se puede olvidar que hubo excepciones tristes a la regla general. En efecto, ciertamente hubo entonces comuniones rivales que, al tiempo que afirmaban ser cristianas, se mantenían en formal oposición a la Iglesia de los Apóstoles. Tertuliano afirmó expresamente (Adv. Marcion., IV, V) que los marcionitas, a mediados del siglo II, fueron los primeros que, al ser expulsados de la Iglesia Católica, crearon una iglesia oponente para expresar sus peculiares puntos de vista. Antes de ese tiempo los disidentes se contentaban con la formación de partidos y escuelas de pensamiento, y de este modo de separación, que bastó para poner a los hombres fuera de la Iglesia, encontramos vestigios claros en los escritos del Nuevo Testamento, junto con las predicciones de que el mal así originado se acentuaría más en los tiempos venideros. Hombres de lo que hoy se llamaría temperamento independiente estaban insatisfechos con la enseñanza de los Apóstoles en algunos puntos, y se negaban a aceptarla sin mayor garantía que la mera "palabra de un apóstol". Así, podemos recoger de la Epístola a los Gálatas que, a pesar de la decisión del Concilio de Jerusalén, seguía habiendo un partido que insistía en que la observancia de la Ley judía era obligatoria para los cristianos gentiles; y de la Epístola a los Colosenses, que había asimismo un partido judío, probablemente de origen helenístico, que mezclaba la insistencia en la legalidad judía con un culto supersticioso a los ángeles (Col. 2,18). En Éfeso podemos detectar los adeptos de un gnosticismo incipiente en las advertencias de San Pablo en contra de prestar atención a las "fábulas y genealogías interminables" (1 Tim. 1,4) y contra "las palabrerías profanas y las objeciones a la “ falsamente llamada ‘gnosis’" (1 Tim. 6,20). Se mencionan por nombre a Himeneo y Alejandro, los cuales negaban la resurrección de la carne en el último día (2 Tim. 2,18; Cf. 1 Cor. 15,12). San Juan nos dice en Apocalipsis 2,6.15), que los nicolaítas parecen haber caído en una especie de mezcla oriental de inmoralidad y culto; y en su Segunda Epístola (v. 7, Cf. 1 Juan 4,2), advierte a sus lectores que muchos "seductores han salido al mundo" que no confiesan que Jesucristo ha venido en carne, a los que los historiadores eclesiásticos relacionan con los docetas de Cerinto.

Nuestros modernos admiradores de las iglesias comprehensivas considerarían la coexistencia lado a lado de estas creencias con las de los Apóstoles como un signo saludable de la actividad mental en esas primeras comunidades cristianas; y es instructivo comparar tales juicios modernos con los de los Apóstoles, porque la comparación nos permite comprender mejor cuán fuerte era el sentimiento de estos últimos en cuanto a la importancia esencial de basar la unidad de comunión en la adhesión a la doctrina de los Apóstoles, y en cuanto a lo extremo pecaminoso de disentir de ella. Así, San Pablo llama a estas doctrinas extrañas "fábulas profanas y cuentos de viejas" (1 Tim. 4,7), "doctrinas diabólicas” (ibid. 2), y “palabrerías profanas… que irán cundiendo como gangrena” (2 Tim. 2,17). San Pedro las llama “fábulas ingeniosas” (2 Pedro 1,16), y, en un pasaje donde la palabra “herejía” bajo influencias cristianas ya había adquirido su significado tradicional, “herejías perniciosas” o “herejías que conducen a la condenación” (ibid. 2,1).

San Pablo llama a los predicadores de estas herejías "hombres de inteligencia corrompida” (1 Tim. 6,5), que "por la hipocresía de embaucadores tienen marcada a fuego su propia conciencia" (1 Tim. 4,2). San Pedro los llama "falsos maestros que… negando al Dueño que los adquirió, atraerán sobre sí una rápida destrucción” (3 Pedro 2,1), y San Juan los llama "anticristos" (2 Juan 7; 1 Juan 2,18; 4,3). Por otra parte, lejos de querer tolerar a tales personas en la Iglesia, San Pablo advierte a los fieles a evitarlas (Rom. 16,17), exhorta a los que están al mando de las Iglesias a echar fuera a los herejes recalcitrantes, como uno que está "pervertido y peca condenado por su propia sentencia” (Tito 3,10.11), y, en un caso particular, le dice a San Timoteo que él le ha "entregado" dos de tales herejes "a Satanás"---es decir, que los expulsó de la Iglesia---"para que aprendiesen a no blasfemar" (1 Tim. 1,20). Por último, San Juan es más severo hacia los cristianos de Pérgamo por no ocuparse en expulsar de su seno a dos clases de herejes, a los que describe (Apoc. 2,14-15).

Resumen: En resumen, de acuerdo con la enseñanza y el registro de las Escrituras, la Iglesia es una en todas partes con una unidad que es querida por Cristo por su propia cuenta como conviene a los hijos obedientes de un solo Dios, un solo Señor y un solo Espíritu, y del mismo modo, como el resultado necesario de la fiel adhesión por parte de sus miembros a la enseñanza concordante de los que él designó para ser sus gobernantes, y a quienes el Espíritu Santo conserva en toda verdad. Aún así, ya que se deja libre a cada uno de aceptar o rechazar esta enseñanza, esta sana doctrina, al parecer había, lado a lado con el cuerpo general de los verdaderos creyentes, algunos grupos pequeños que tenían doctrinas extrañas, por las cuales fueron rechazados de la comunión de la única Iglesia, y estos se consideró que ellos mismos se colocaron fuera de los límites de la salvación. Sin embargo, no hay rastro de cualquier tercera clase, separados de la comunión de sus hermanos, pero que aún se consideren miembros de la Iglesia verdadera.

Unidad de la Iglesia Primitiva

En los escritos de los primeros Padres, que contienen su testimonio sobre la naturaleza de la Iglesia tal como era en sus días, nos encontramos que los mismos principios formativos que modelaron sus orígenes continuaron determinando el carácter de su estructura y el espíritu característico de sus miembros. La Iglesia ahora se ha expandido ampliamente a través de las regiones conocidas del mundo, pero sigue siendo, como en los días de San Pablo, una y la misma en todas partes, todos sus miembros en cualquier lugar están unidos en la profesión de la misma fe, en la participación de los mismos Sacramentos, y en obediencia a pastores que forman un cuerpo y que están unidos por el vínculo de una íntima solidaridad. Nos enteramos también por estos testigos contemporáneos que el principio de esta notable unidad sigue siendo la de una estricta adhesión a la doctrina de los Apóstoles, pero aquí entra en juego un nuevo elemento de la naturaleza del caso. Ya los Apóstoles no viven para proclamar su doctrina, sino que puede obtenerse, sin embargo, con seguridad perfecta de la tradición apostólica. En otras palabras, se nos ha transmitido incorrupta por la transmisión oral a través de las líneas de los obispos que son los sucesores debidamente designados de los Apóstoles, y quienes, como ellos, están protegidos en su labor docente por la ayuda del Espíritu Santo.

Así, la palabra tradición adquiere ahora prominencia, y, justo como le dijo San Pablo a Timoteo, “guarda el depósito" (1 Tim. 6,20), es decir, la doctrina sagrada que el apóstol le confió como un depósito sagrado, por lo que los Padres de la Iglesia dicen: "mantengan la tradición." Esta es siempre su primera y más decisiva prueba de la sana doctrina, no lo que se encomienda a sí mismo a la razón del individuo o a su partido, sino lo que es sancionado por la tradición apostólica; y para la determinación de esta tradición los Padres de los siglos II y III refieren al indagador a las Iglesias fundadas inmediatamente por los Apóstoles, y antes que a todas, a la Iglesia de Roma. Además, aprendemos de estos primeros testigos, que a medida que el sistema eclesiástico pasó del estado embrionario al de la formación completa, a esta Iglesia de Roma se le reconoció más y más explícitamente como la sede que había heredado las prerrogativas de San Pedro, y era, por lo tanto, la autoridad que finalmente debía decidir en todos los casos de controversia lo que estaba de acuerdo con la tradición, y en todos los asuntos de jurisdicción y disciplina era la cabeza visible, con cuya comunión se estaba en comunión con la única e indivisible Iglesia. Como estos puntos de la historia de la Iglesia se discuten en otros lugares, no tenemos que demostrarlos presentando los abundantes testimonios patrísticos que se pueden encontrar en cualquier buen tratado sobre la Iglesia. Podemos, sin embargo, citar útilmente, no tanto como prueba sino como ilustración de lo que se dice, un pasaje o dos del tratado “Adversus hæreses” de San Ireneo, al ser él el primero de los Padres del que hemos conservado un tratado de alguna plenitud, y cuyo tratado particular trata justo sobre los puntos que nos ocupan.

"La Iglesia, que ahora está establecida en todo el globo habitado, de hecho incluso hasta los confines de la tierra, ha recibido de los Apóstoles y sus discípulos esa fe en un solo Dios, Padre omnipotente que hizo el cielo y la tierra y el mar y todo lo que contiene; y en un solo Señor Jesucristo, el Hijo de Dios, que se encarnó para nuestra salvación, y en el Espíritu Santo... Habiendo recibido esta predicación y esta fe, como hemos dicho, la Iglesia, aunque extendida por todo el mundo, las conserva con el mayor cuidado y diligencia, como si ella viviera en una casa, y cree estas verdades justo como si tuviese sólo una y la misma alma y un solo corazón, y las predica, enseña y transmite (tradit) como si tuviese una sola boca. Pues, aunque los lenguajes del mundo son diversos, la fuerza y significado de la tradición son iguales por doquier. Tampoco las Iglesias de Alemania creen de forma diferente o transmite una tradición diferente, como tampoco lo hacen las Iglesias de España o la Galia, o en el Oriente, o en Egipto o África, o las situadas en medio de la tierra [es decir las Iglesias de Palestina]. Pues según el sol, que es criatura de Dios, es uno y el mismo en todo el mundo, así también la predicación de la verdad brilla en todas partes e ilumina a todos los hombres que desean llegar al conocimiento de la verdad. Ni tampoco aquellos gobernantes de la Iglesia que son de discurso potente le añaden nada a esta tradición---porque nadie está por encima del [gran] maestro---ni le quitan nada los que son de discurso débil. Pues como la fe es una y la misma, no le añade nada el que puede decir más, ni la disminuye el que puede decir menos" (Adv. haer., 1 X, n. 2).

Este notable pasaje no sólo muestra lo completa que era la unidad de fe en todo el mundo en esos días, sino cómo esta unidad de fe fue la respuesta a la unidad de la doctrina predicada por todas partes, a la unidad de la tradición transmitida por todas partes. En otras partes San Ireneo da testimonio de la fuente de esta tradición uniforme, y lo que se entendía era la salvaguarda de su pureza. En los primeros tres capítulos de su tercer libro critica a los herejes de su tiempo y la inconsistencia de sus métodos, y al hacerlo expone a modo de contraste el método de la Iglesia. "Cuando los refutas a partir de la Escritura", dice, "acusan a las mismas Escrituras de errores, de falta de autoridad, de declaraciones contradictorias, y niegan que la verdad pueda ser obtenida de ellas excepto por aquellos que conocen la tradición". Por "tradición", sin embargo, “se refieren a una tradición esotérica ficticia que pretenden haber recibido, a veces de Valentino, a veces de Marción, a veces de Basílides o de cualquier otra persona que esté en la oposición". "Cuando a tu vez apelas a la tradición que ha llegado desde los Apóstoles a través de la sucesión de los presbíteros en las Iglesias, responden que son más sabios que los presbíteros, e incluso que los mismos Apóstoles, y que conocen la verdad incorrupta".

A esto Ireneo señala que "es difícil traer al arrepentimiento a un alma que está capturada por el error, pero que no es del todo imposible escapar al error si se le coloca la verdad a su lado.” Luego procede a establecer dónde se puede hallar la verdadera tradición. "La tradición de los Apóstoles se ha manifestado en todo el mundo, todos los que deseen conocer la verdad la pueden encontrar en cada Iglesia. Podemos enumerar, también, a los obispos que fueron nombrados por los Apóstoles en las Iglesias y a sus sucesores hasta nuestros días, ninguno de los cuales conoció o enseñó las doctrinas que estos hombres locamente enseñan. Sin embargo, si los Apóstoles hubiesen conocido estos misterios secretos y los hubiesen enseñado secretamente a los perfectos, sin que los demás los conocieran, se los habrían enseñado principalmente a los mismos que ellos confiaron las Iglesias. Pues ellos deseaban que los que quedasen como sus sucesores, al entregarles su propio oficio docente, fuesen más perfectos e inmaculados, puesto que si actuaban correctamente, muy bien, pero si apostataban, les sobrevendría una grave calamidad."

Para ejemplificar este método de referirse a la tradición de las Iglesias, se lo aplica a tres de las Iglesias: Roma, Esmirna y Éfeso y, colocando en primer lugar la de Roma, como la que tiene una tradición con la que las de las otras Iglesias están necesariamente de acuerdo. El pasaje es bien conocido, pero lo transcribiremos aquí debido a su íntima relación con el asunto presente.

"Pero como tomaría mucho en un volumen como éste la enumeración de las sucesiones de todas las Iglesias, confundimos a todos aquellos que, de cualquier manera, sea a través de la propia voluntad, o por vanagloria, o ceguera, o por malicia, inventan falsas doctrinas, dirigiéndolos a la Iglesia más grande y más antigua, bien conocida por todos, que fue fundada y establecida en Roma por los dos gloriosos apóstoles Pedro y Pablo, y a la tradición que ha recibido de los Apóstoles y la fe que les ha anunciado a los hombres, las cuales nos han llegado a través de la sucesión de los obispos. Pues a esta Iglesia, a causa de su autoridad mayor" (el texto griego es defectuoso aquí, y es imposible decir exactamente qué palabra griega está detrás del latín principalitas, pero el contexto indica que la palabra "autoridad" es la que le da el sentido apropiado) “es necesario que cada Iglesia---es decir, los fieles de todas partes--- deba recurrir a aquella en la que la tradición apostólica es siempre conservada por ellos."---si seguimos la altamente probable corrección de Jean Morin de una traducción aparentemente defectuosa"---“que se establecen sobre ella. "

Debemos permitir una cita más de San Ireneo, puesto que evidencia tan claramente el sentimiento de este Padre y sus contemporáneos en cuanto a las condiciones relativas a los que estaban en la única Iglesia o fuera de ella:

"Pues en la Iglesia de Dios ha establecido apóstoles, profetas y doctores, junto con las demás operaciones del Espíritu, en las que no tienen parte los que no se lanzan a la Iglesia, sino que se privan de la vida por sus malas opiniones y malas acciones. Pues donde está la Iglesia allí está es el Espíritu de Dios, y donde está el Espíritu de Dios allí está la Iglesia y toda gracia, pues el Espíritu es la verdad. Por lo cual aquellos que no tienen parte en ella no reciben el alimento que da la vida de los pechos de su madre, ni beben de la fuente más pura que fluye desde el Cuerpo de Cristo; sino que esas personas cavan para sí cisternas rotas de trincheras terrenales, y beben de la suciedad del agua pútrida, huyendo de la fe de la Iglesia por miedo a convertirse, rechazando el Espíritu para que no los instruya. Al apartarse de la verdad por justa consecuencia, son enrollados y sacudidos por todo error, afirmando a veces una opinión, a veces otra respecto al mismo asunto, y sin tener nunca juicios fijos y estables, cuidándose más de cavilar acerca de palabras que de ser discípulos de la verdad. Porque no están construidos sobre la roca, sino sobre la arena esparcida sobre la roca; y por lo tanto, inventan muchos dioses, y alegan siempre la excusa de que están buscando, pero, al estar ciegos, nunca logran encontrar" (Ibid., III, XXLV).

Un lector moderno de la “Adversus hæreses” de San Ireneo podría estar inclinado a objetar que los herejes de aquellos días sostenían doctrinas tan absurdas que su severo lenguaje sobre ellos es inteligible sin que tengamos que suponer que habría tenido que juzgar con severidad similar aquellas doctrinas opuestas a la tradición que reclamasen descansar sobre una base más racional. Pero su principio de la autoridad de la tradición va manifiestamente destinado a una aplicación universal, y puede tomarse seguramente como el suministro de la prueba con la que este típico Padre del siglo II, si viviese ahora, juzgaría los sistemas modernos en conflicto con la tradición de la Iglesia.

Divisiones de la Cristiandad y sus Causas

Cismas extintos

Las notables herejías que se originaron en los primeros cuatro siglos del cristianismo desaparecieron hace mucho tiempo. El gnosticismo en sus diversas formas ocasionó serios problemas a los apologistas del siglo II, pero apenas sobrevivió hasta el III. Del montanismo y el novacianismo no se oyó mucho luego del siglo III, y el donatismo, que surgió en África en el 311, pereció en la ruina general del cristianismo africano causada por la invasión de los vándalos en el 429. El maniqueísmo surgió en el siglo III, pero no se oyó mucho sobre él hasta después del siglo VI, y el pelagianismo, que surgió al mismo final del siglo IV, aunque durante un tiempo provocó una crisis aguda, recibió un golpe demoledor en el Concilio de Éfeso (431) y desapareció por completo después del Concilio de Orange en 529. El arrianismo surgió a principios del siglo IV y, a pesar de su condena en Nicea (325), se mantuvo vivo tanto en su forma pura como en su forma diluida de semiarrianismo por el apoyo activo de dos emperadores. Desde la época del Primer Concilio Ecuménico de Constantinopla (381) desapareció de los territorios del Imperio, pero recibió un nuevo hálito de vida entre las tribus del norte, los godos, lombardos, borgoñones, vándalos, etc. Esto se debió a la predicación de Ulfilas, un obispo con puntos de vista arrianos, que en 341 fue enviado desde Constantinopla para evangelizar a los visigodos. Desde los visigodos se extendió a las tribus afines y se convirtió en su religión nacional, hasta 586, cuando, con la conversión de Recaredo, su rey, y de los visigodos españoles, perecieron los últimos restos de esta herejía particular.

Como estas antiguas herejías ya no existen, no nos conciernen para el problema práctico de reunión que está ante nosotros al presente; pero es instructivo señalar que los principios que contenían son los mismos que, tomando otras formas, han motivado invariablemente la larga serie de revueltas contra la autoridad de la Iglesia Católica. Consideradas de ese modo, las podemos dividir en cinco clases. Primero están ciertas dificultades intelectuales que siempre han confundido la mente humana. La dificultad de explicar la derivación de lo finito a partir de lo infinito, y la dificultad de explicar la coexistencia del mal con el bien en el universo físico y moral, motivó las extrañas especulaciones de los gnósticos y la más simple pero no menos inconsistente teoría de los maniqueos.

La dificultad de armonizar el misterio de la Trinidad en Unidad, y el de la Encarnación, con las concepciones de la razón natural motivó las herejías de los patripasianos, los sabelianos, los macedonios, y los arrianos, y de nuevo la dificultad de concebir lo sobrenatural o justificar la idea del pecado heredado motivó la negación pelagiana de estas doctrinas.

Una segunda fuente de herejías ha sido el estallido de fuertes emociones religiosas, basadas generalmente en visiones imaginarias, que al ser comunicaciones directas de lo alto, se pretendió que la enseñanza tradicional de la Iglesia debía cederles el paso. El montanismo, ese ejemplo temprano de las que ahora son glorificadas como "religiones del Espíritu", fue el ejemplo más notable de esta clase.

En tercer lugar, el roce bajo la regla de autoridad, con el deseo de perseguir ambiciones personales, se aprecia en los orígenes del donatismo y novacianismo, cuyos fundadores, aunque alegaban sobre la endeble base de que los gobernantes a los que ellos deseaban desplazar habían sido nombrados irregularmente, se debe considerar que actuaron principalmente por el deseo de exaltarse a sí mismos, aun a riesgo de dividir la comunidad cristiana.

En cuarto lugar viene el principio de nacionalismo, es decir, de exclusivismo nacionalista, en los que se aliaron con un movimiento separatista no por alguna convicción personal surgida de la justicia de los argumentos a su favor, sino porque sus dirigentes se las ingeniaron para presentarlo como un medio de enfatizar su sentimiento nacional. Este siempre ha probado ser un poderoso instrumento en manos de los líderes heréticos, y tenemos los primeros ejemplos de ello en la forma en que se presentó el donatismo como la religión de los africanos, y el arrianismo como la religión de los godos.

Una última clase de motivos que a menudo ha trabajado para la separación hay que buscarla en la disposición de los gobernantes temporales para inmiscuirse en la administración de la provincia eclesiástica y moldear arreglos eclesiásticos en formas que puedan ayudar a sus regímenes políticos. Tenemos un ejemplo de este mal en la conducta de los emperadores Constancio y Valente, que tan desastrosamente fomentaron la herejía arriana. Los Padres ortodoxos opusieron a todos estos falsos principios, en primer lugar, la autoridad de la tradición que nos ha llegado de los Apóstoles, aunque no se negaron a enfrentarse con los heresiarcas en su propio terreno también, y refutarlos con argumentos, como lo testifican muchos hermosos tratados.

Nestorianismo

Además de estas notables herejías de los primeros siglos, que fijaron el tipo, por así decirlo, para todas las divisiones futuras, el monotelismo en el siglo VII, la iconoclasia en el VIII, junto con las herejías de los valdenses, albigenses, wiclifitas, y de los husitas del período medieval, introdujeron el conflicto y la división en la cristiandad por períodos cortos o largos. Como, sin embargo, ellas también se han extinguido, es suficiente con hacer referencia a su existencia, y podemos transmitir a las Iglesias separatistas aún perdurables en el Oriente de las cuales la más antigua es la nestoriana. La doctrina distintiva de los nestorianos es la que, según afirmada por Nestorio, fue condenada en el Concilio de Éfeso, en 431. Es la doctrina de que en Cristo hay no sólo dos naturalezas sino también dos personas, la persona divina, que es la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, y la persona humana, que nació de la Virgen María; y que la unión entre estas dos personas no es física sino moral, habiendo escogido la persona divina a la persona humana para que sea su morada e instrumento de una forma única. Como Nestorio, después de su condena, fue encarcelado por primera vez en su antiguo monasterio en Antioquía y luego desterrado al Gran Oasis en el Alto Egipto, su influencia personal sobre sus discípulos cesó. Pero su doctrina se derivó, sin duda, de su antiguo maestro, Teodoro de Mopsuestia, y, como la memoria de Teodoro fue apreciada como la de la luz teológica más grande de Siria, la doctrina condenada encontró muchos amigos en el patriarcado oriental, y fue emprendida con un celo especial en Edesa. Desde allí se extendió al vecino reino de Persia, donde fue acogida y protegida por el rey persa como una tendencia a emancipar a sus súbditos cristianos de la influencia bizantina. Poco después, el sentimiento predominante en Antioquía se convirtió en monofisita y los nestorianos del patriarcado tuvieron que refugiarse en Persia, con el resultado de que el desarrollo posterior de la herejía tuvo su centro de propagación en la ciudad persa de Seleucia-Ctesifonte, en el Tigris, donde tuvo su sede metropolitana. Estos nestorianos tenían un buen espíritu misionero, y evangelizaron muchos países en el Lejano Oriente, algunos incluso llegaron a China, y otros fundaron esas comunidades cristianas en la costa Malabar de la India llamaron a los cristianos tomases, o cristianos de Santo Tomás. Esta iglesia nestoriana alcanzó su más alto grado de prosperidad en el siglo XI, pero la invasión de los mongoles en los siglos XIII y XIV llevó a sus seguidores a la ruina, y la gran masa de sus descendientes fue absorbida en la población musulmana en general. Ahora están representados por un cuerpo pequeño, que habita en las fronteras del lago Urumiyah en el Kurdistán y en las zonas más elevadas. Ellos no son una raza muy civilizada y probablemente saben poco de la doctrina que fue la causa original de su secesión, o la conocen sólo como la consigna patriótica de su raza. Un cuerpo aún más pequeño de católicos (uniats) de la misma ascendencia espiritual y el mismo rito litúrgico son llamados caldeos y viven en el valle del Eufrates y el Tigris. En 1870 sus catholicos se separaron por un asunto puramente personal, e indujeron a su pueblo a rechazar la aceptación de los decretos del Vaticano. Regresaron a la unidad siete años más tarde, pero el episodio parece demostrar que su fe no es muy firme.

Monofisismo

El cisma monofisita tuvo consecuencias aún más graves. Su doctrina distintiva está asociada con el nombre de Eutiques, anterior archimandrita de un monasterio cerca de Constantinopla, y Dióscoro, el sobrino de San Cirilo y su sucesor en la sede patriarcal de Alejandría. Esta doctrina, que fue condenada en el Concilio de Calcedonia en el año 451, contrastaba con el nestorianismo pues iba hacia el extremo opuesto. Sostenía que en Cristo hay no sólo una única personalidad, sino también una sola naturaleza. "De dos naturalezas, pero no en dos naturalezas", fue su frase; porque los monofisitas fueron celosos defensores de los decretos de Éfeso, y afirmaban que María era la theotokos, de quien su Hijo recibió una naturaleza humana perfecta; pero afirmaban que el efecto de la unión era que la naturaleza divina absorbió la humana, de modo que ya no hubo dos naturalezas, sino sólo una; nada excepto eso les parecía que disolvía la unidad esencial de la persona de Cristo. En Éfeso, los dos teólogos mencionados habían estado al lado de San Cirilo y habían luchado duro por la condena del nestorianismo justo sobre esta base, que equivalía a una negación de la unidad de Cristo; y ahora les parecía que su doctrina, que había triunfado tan espléndidamente en Éfeso, había sido condenada en Calcedonia. Tampoco puede negarse que algunas expresiones imprudentes usadas por San Cirilo, aunque no era esa su intención, fueron susceptibles de una interpretación monofisita. Además de Eutiques y Dióscoro, algunos de los que habían firmado los decretos del nuevo concilio consideraban que las expresiones de San Cirilo se vieron afectadas por sus decisiones, y regresaron a casa insatisfechos.

Pero aquí, también, fue principalmente el sentimiento racial, que al intensificar la crisis, provocó un cisma de largo alcance. Aunque helenizada en la superficie por su incorporación por primera vez al Imperio de Macedonia y luego al romano, la población de Egipto y Siria era racialmente distinta a los bizantinos que los gobernaban y a los colonos griegos que se habían establecido entre ellos. De ahí que su actitud hacia la raza dominante era una de antipatía y resentimiento, y acogieron con beneplácito la oportunidad que les permitió en alguna medida reafirmar su distinción nacional. En consecuencia, cuando a los egipcios se les aseguró que su gran héroe San Cirilo había sido atropellado por una condena de su doctrina, éstos se reunieron alrededor de Timoteo Aeluro, el sucesor usurpador de Dióscoro, y abrazaron su doctrina. Los colonos griegos, por supuesto, se pusieron del lado ortodoxo, o más bien de parte de la corte, tal como solía suceder en ese tiempo, ya fuese ortodoxo o monotelita, de acuerdo con la política personal de los sucesivos emperadores; pero desde la época de Calcedonia las grandes masas de la población cristiana de Egipto se convirtieron en monofisitas y se perdió para la unidad de la Iglesia. Dos siglos después la invasión mahometana vino tanto a enfatizar como debilitar este amplio cisma. Durante el intervalo, aunque la gente se puso contra la ortodoxia, el poder imperial pudo hacer mucho para hacerla cumplir, pero cuando llegaron los mahometanos usaron toda la influencia de los califas para confirmar el cisma ---es decir, en aquellos a quienes no se pudieron ganar para la religión del Islam. En el patriarcado de Antioquía y en el pequeño patriarcado de Jerusalén los eventos siguieron el curso correspondiente. Los cristianos de raza siria estaban predispuestos a aceptar el monofisismo sólo porque sus gobernantes bizantinos estaban del lado de la ortodoxia, y así cayeron en un cisma que, aunque de vez en cuando era controlado o modificado por la acción de la corte siempre y cuando Bizancio conservara su soberanía sobre esas partes, se asentó en una separación definitiva, cuando los mahometanos se habían apoderado del país, además de perder un gran número de sus adherentes por las perversiones del mahometismo.

Los cristianos de la actualidad (1912) que representan a las antiguas poblaciones de los tres espléndidos patriarcados de Antioquía, Alejandría y Jerusalén son pocos en número, y se dividen en cinco clases.

  • Primero están los coptos cismáticos en Egipto, descendientes de los egipcios nativos, cuyo número se estima en alrededor de 150,000.
  • En segundo lugar los abisinios. En los primeros días, éstos eran convertidos desde Alejandría, por lo que en su momento pasaron al cisma con ella. Forman la gran masa de habitantes de Abisinia, alrededor de tres y medio millones, y han mantenido bien su fe, pero son muy ignorantes de su enseñanza y deberes.
  • En tercer lugar, los jacobitas de Siria, que tienen la misma relación con los antiguos sirios que los coptos con los antiguos egipcios, y se llaman jacobitas por Jacobo Baradeo (Barradai), que conservaron la sucesión episcopal cuando fue amenazada por Justiniano I. Los jacobitas se encuentran principalmente en Mesopotamia, Siria y el Kurdistán, y se estima que ascienden a algo más de 80,000.
  • En cuarto lugar, los cristianos de Santo Tomás en la costa Malabar, que pueden sumar 70,000. Estos fueron originalmente nestorianos, habiendo sido evangelizados primero, como hemos visto, por los primeros nestorianos; los portugueses trataron de catolizarlos por medios muy duros, y sólo lograron atraer su disgusto. Cuando los neerlandeses sucedieron a los portugueses en la India, y comenzaron a perseguir a los católicos, estas comunidades malabares regresaron al cisma, pero, al no ser capaces de encontrar un obispo nestoriano, adquirieron un obispo jacobita de Jerusalén, para renovar su sucesión episcopal, y así terminaron convirtiéndose en monofisitas.
  • En quinto lugar, los armenios, si incluimos a los que viven en la propia Armenia, los de la misma raza y religión que se asentaron en Asia Menor, la Turquía europea, Galicia, Armenia y en otros lugares, tal vez pueden ascender a unos tres y medio millones, aunque es difícil obtener estadísticas confiables.

Como en el caso de los nestorianos, al lado de cada una de estas secciones de los monofisitas está el organismo correspondiente de católicos del rito oriental (Uniats) que, una vez monofisitas, en una fecha u otra en el pasado renunciaron a su herejía y se reconciliaron con la Iglesia Católica, que ha sancionado cordialmente la retención de sus ritos nativos. De estos los melquitas, coptos y sirios incluidos, ascienden a unos 35,000, los católicos de Santo Tomás a cerca de 90,000, y los armenios Uniat a unos 60,000 ó 70,000. De uniats abisinios no hay prácticamente ninguno.

Focianismo

El próximo gran cisma que dividió a la cristiandad fue el que se conoce como el cisma de Focio, y dio lugar a la existencia separatista de ese vasto cuerpo de cristianos que ha venido a llamarse "la Iglesia Ortodoxa". Emplearemos ambos términos como nombres que se han convertido en las designaciones actuales, aunque sin aceptar las implicaciones que conllevan. Ciertamente focianismo es un nombre que expresa bien el carácter de una separación motivada, en todo caso, en primer lugar, no por razones doctrinales, sino por el empeño de un hombre de realizar sus ambiciones personales; ese hombre fue Focio, el usurpador patriarca de Constantinopla en 857. Es cierto que el cisma iniciado por Focio no sobrevivió después de su muerte, pero él fue un hombre tan notable por su conocimiento y habilidad como por su falta de escrúpulos, y así fue capaz de crear ---sin duda a partir de materiales preexistentes--- y dotar con un arsenal polémico efectivo a un partido eclesiástico animado por sus propias ambiciones separatistas y animosidades contra los latinos.

La historia y las vicisitudes del más lamentable de todos los cismas han sido suficientemente narradas en otros artículos (San Ignacio de Constantinopla, Focio, Miguel Cerulario, Iglesia Griega), pero debemos señalar aquí cómo todo no fue provocado totalmente, tanto en el tiempo de Focio como en el de Miguel Cerulario, por cualquier acción dura o desconsiderada por parte de los Papas. Cuando Bardas, tío del emperador Miguel III, se presentó ante el patriarca Ignacio para recibir la Comunión mientras vivía en incesto con su nuera, cuando la emperatriz madre y su hija fueron llevadas al patriarca contra su voluntad para recibir el velo de la religión, ¿qué otra cosa podía hacer un prelado de conciencia excepto negarse a lo que era tan impropiamente solicitado? Sin embargo, fue sólo por esto que el patriarca Ignacio, al negarse a renunciar a su sede, fue desterrado a la isla de Terebinto, y sólo bajo estas circunstancias que Focio ascendió al todavía ocupado trono patriarcal y le solicitó al Papa San Nicolás I la confirmación de su nombramiento. La carta que le dirigió a San Nicolás ("Opera", en PG, CII, 586-618) tergiversó los hechos, y además llevaba en su rostro tales signos de irrealidad que sólo podían despertar las sospechas del Papa, quien, cuando por fin se enteró de cuáles fueron los verdaderos hechos, hizo lo único que un Papa consciente podía hacer: declaró nula e inválida la elección de Focio, y colocó a Focio bajo excomunión. Más tarde, cuando Focio vio que no podía inducir a Roma a sancionar su usurpación, se quitó su disfraz y declaró que había descubierto que ciertos usos de Occidente eran escandalosos y heréticos, dirigió una encíclica a los demás prelados orientales, invitándolos a reunirse en un concilio general en Constantinopla para juzgar a San Nicolás.

Aunque la verdadera ofensa del Papa, a los ojos de Focio, era que, como sucesor de San Pedro, ejercía una autoridad que se atravesaba en el camino de las ambiciones bizantinas, el cismático consideró que, si le recomendaba su causa al mundo religioso, debía proveerle una base dogmática, y, en consecuencia, formuló los siguientes cargos, sólo uno de los cuales levantó una cuestión que incluso tenía la apariencia de ser dogmática. Los occidentales, dijo, ayunan los sábados, usan lacticinia durante la primera semana de Cuaresma, le imponen el yugo del celibato a su clero, vuelven a confirmar a los que han sido confirmados por simples sacerdotes y le han añadido el "Filioque" al credo. A estos cinco puntos les añadió otros cuatro, en una carta posterior a los búlgaros, a saber, que sacrifican un cordero junto con la Sagrada Eucaristía el domingo de Pascua, que obligan a sus sacerdotes a afeitarse la barba, que hacen su crisma de agua corriente, y que consagran a los diáconos per saltum al episcopado. Nada podría ser más trivial que estos cargos sobre cuya base este hombre se preparaba para romper la unidad de la cristiandad; pero por el momento el cisma así producido fue sólo transitorio. Focio mismo fue prontamente desplazado por una nueva intriga de la corte, y aunque, a la muerte de Ignacio, él logró una posesión más legítima del patriarcado, murió en 867, tras lo cual hubo una reconciliación con la Santa Sede que duró los dos siglos siguientes.

Luego vino el patriarca Miguel Cerulario, quien en 1053 ---es decir, en una época cuando no sólo había tensión entre el emperador y el Papa, sino que la recién ocurrida invasión normanda a Sicilia hacía particularmente deseable que se uniesen para oponerse al enemigo común--- mandó a escribir cartas y a darlas a conocer al Papa, en las que renovó la antigua condena de los latinos por ayunar los sábados, por consagrar la Santa Eucaristía en pan sin levadura y por requerirle el celibato al clero. Además, en Constantinopla, invadió las iglesias construidas para el uso de los occidentales, en las que se usaba el rito latino, e ignominiosamente manejó el Santísimo Sacramento allí reservado, con el argumento de que, al haber sido consagrado en pan sin levadura, no estaba realmente consagrado. Una vez más hubo un santo en el trono de San Pedro, y el Papa San León IX, en una carta templada contrastó la violencia que le ofrecía Miguel a la Iglesia Latina en Constantinopla con la aprobación cordial del Papa de los muchos monasterios del rito griego en Roma y su vecindario. Además, a petición del emperador Constantino Monómaco, que de ninguna manera compartía el espíritu amargo del patriarca, San León envió dos legados a Constantinopla para arreglar las cosas. Sin embargo, ya no había nada que hacer, pues el emperador era débil, y al patriarca se le permitió llevar todo por delante. Así que los delegados regresaron a casa, después de haber dejado en el altar de Santa Sofía una carta en nombre del Papa por la que Miguel Cerulario y uno o dos de sus agentes quedaban depuestos y excomulgados. Por supuesto, la excomunión sólo tocaba a las personas mencionadas en el documento, y no a toda la Iglesia bizantina; y, de hecho, la excomunión de una Iglesia entera es un proceso desconocido e ininteligible. Si toda la Iglesia o el patriarcado a partir de entonces se alejó de la unidad, y se ha mantenido fuera de ella desde entonces, fue porque, y en la medida en que, por propia iniciativa de sus miembros se adhirieron a Miguel y a sus sucesores en la ruptura de relaciones con Roma.

Sin embargo, este hecho nos debe recordar el error que cometeríamos si considerásemos los caprichos de un patriarca como Miguel Cerulario como la causa adecuada de un efecto tan persistente y de largo alcance. Sin lugar a dudas, tuvo con él en su secesión, sino a toda la población de su patriarcado, en todo caso, un partido fuerte y lo suficientemente influyente como para obligar a la sumisión del resto. Este partido fue el mismo al que nos referimos como formado y consolidado por Focio. En una forma menos pronunciada se puede rastrear a la lucha secular entre las razas griegas y latinas por el dominio universal; y desde la época de Focio sus antipatías habían sido estimuladas por el crecimiento de los reinos occidentales hostiles al imperio y por las relaciones amistosas en el que sus gobernantes estaban con los obispos romanos. Esto entonces fue la principal causa de la separación que ha perdurado tanto tiempo, y aún perdura, pero para estimarla en toda su fuerza, debemos tener en cuenta la causa negativa acompañante. Pues aunque Focio en una de sus cartas reclamó para su sede que era "el centro y el apoyo de la verdad", y aunque sus seguidores quieren hacernos buscar nuestro nivel de pureza doctrinal exclusivamente en las prescripciones de los primeros siete concilios ecuménicos, San León IX, en su carta a Cerulario, enumeró a diecinueve de los predecesores de este último que habían caído bajo la condenación de estos siete concilios, mientras Duchesne "(Eglises séparés, p. 164) calcula que en el intervalo de 464 años que separan la accesión de Constantino el Grande desde la celebración del Séptimo Concilio (787), Constantinopla y sus dependencias eclesiásticas habían estado en cisma por 203 años. Esto significa que el sentido de unidad, tan fuerte en Occidente, en el Oriente, debido a la perversidad de los emperadores y los patriarcas, no tenía ninguna posibilidad razonable de lograr profundas raíces en el pueblo, y así pudo rara vez ofrecer una resistencia efectiva a las fuerzas generadoras de cisma.

A diferencia de los nestorianos y los monofisitas (a quienes los ortodoxos consideran como herejes tanto como lo hacen los católicos), el cisma de Focio, comenzado hace casi nueve siglos por Miguel Cerulario, es ahora representado por unos cuantos grupos dispersos que tomados en conjunto no suman más de seis o siete millones, sino por vastas poblaciones que, en conjunto, totalizan no muy lejos de un centenar de millones de personas. Esto se debe principalmente, aunque no exclusivamente, a que los rusos, al haber sido convertidos por los misioneros de Constantinopla alrededor de un siglo antes de la época de Cerulario, sus relaciones religiosas directas fueron con Constantinopla y no con la lejana Roma; y en consecuencia derivaron poco a poco primero en la aceptación inconsciente, y más tarde en la aceptación consciente, de su actitud separatista. El resultado es que de los 95,000,000 en que las estadísticas (1912) calculan a los cristianos ortodoxos, algunos 70,000,000 son súbditos de Rusia, los restantes 25,000,000 se dividen entre los griegos puros del Imperio Turco y el Reino de Grecia, los rumanos, serbios y búlgaros de la península de los Balcanes, los chipriotas, y el número comparativamente pequeño, en su mayoría sirios, que residen en los antiguos territorios de Alejandría y dos patriarcados orientales. (Para detalles vea Iglesia Griega). En oposición a éstos hay un grupo de católicos (uniats) que, desde la ruptura, se han convertido de su cisma y ahora están en comunión con la Santa Sede, aunque mantienen religiosamente su antiguo rito bizantino, ya sea en griego, eslavo u otra forma vernácula. El autor del antedicho artículo los estimó en cerca de 5,000,000, de los cuales la mayor parte son rutenos y rumanos en los dominios austríacos.

Probablemente, cuando el cisma de Focio se efectuó por primera vez, los líderes bizantinos creyeron que, aunque por un azar desafortunado la sede de la cual se iban a separar era la que podía reclamar la herencia de la promesa hecha a San Pedro, era con ellos, en lugar de los occidentales, con quienes siempre se hallaría la mayor parte, la substancia misma, de la cristiandad. Ciertamente, el centro de la cultura y civilización del mundo, religioso así como civil, estaba entonces en el Helesponto, y puede ser que incluso en cifras reales los súbditos de ese patriarcado superaran las hordas de bárbaros medio convertidos (como los habrían llamado) que formaban la población de los reinos occidentales. Considerada bajo este aspecto, sin embargo, no se puede decir que la comparación aún dice a su favor o que el cisma los ha beneficiado. Por impresionante que sea la Iglesia Ortodoxa numéricamente, se ha superado con creces a ese respecto por los 260,000,000 o más que representan al antiguo patriarcado de Occidente, ni nadie podría comparar ahora, para ventaja del primero, la cultura y actividad religiosa de Oriente con la de Occidente. De hecho, hasta una fecha muy reciente, el estancamiento y la ignorancia es la sentencia dictada sobre el clero y los laicos ortodoxos por los observadores de todo tipo; y si durante el último siglo se ha producido una sensible mejora de los líderes entre los sacerdotes y el pueblo, ha derivado gran parte de su inspiración a partir de fuentes protestantes, principalmente de universidades alemanas, y no se ha obtenido sin algún sacrificio de la integridad de su antigua tradición y sin alguna mezcla del espíritu protestante moderno.

Mediante su separación de la unidad católica, los cristianos ortodoxos han perdido en otro aspecto muy serio, pues han sucumbido a la desintegración progresiva ---el destino de todas las comunidades que carecen de un centro eficaz de unidad. La pretensión original del patriarca de Constantinopla para ser exaltado al segundo, si no al primer lugar, en la cristiandad fue (aunque nunca se formuló claramente) que la antigua Roma había sido elegida para la sede de la primacía porque era la ciudad imperial, y por lo tanto, con la transferencia del imperio, esta primacía había pasado a la Nueva Roma. Tal afirmación perdió bastante su importancia cuando el Imperio Bizantino fue derrocado en el siglo XV, y los sultanes se sentaron en el asiento de los antiguos reyes de Oriente. Por el momento, de hecho, el nuevo orden de cosas, incluso trajo consigo la accesión del poder a los patriarcas. El sultán vio la ventaja de mantener viva una separación que alejaba a sus súbditos cristianos de sus hermanos en Occidente. En consecuencia, hizo que los patriarcas, a los que podía nombrar, mantener o cambiar a su gusto, fuesen, bajo él mismo, los gobernadores civiles así como eclesiásticos de los cristianos de cualquier raza dentro de sus dominios. Sin embargo, la condición de los patriarcas así atados de pies y manos al principal enemigo de la cristiandad no era más que una servidumbre dorada por la que fue difícil sentir respeto; y, según se desarrolló la conciencia racial entre las muchas nacionalidades del patriarcado, se hizo más y más notorio que a la teoría de la Nueva Roma ya se le podía dar una nueva aplicación.

Rusia fue la primera en rebelarse, y en 1589 el zar Iván IV insistió en que el patriarca Jeremías debía reconocer al metropolitano de Moscú como la cabeza de un patriarcado autónomo. ¿Por qué no lo habría de hacer, cuando Moscú se estaba convirtiendo rápidamente en lo que Constantinopla había sido en otro tiempo, la metrópoli del gran imperio cristiano de Oriente? Más tarde, para traer al gobierno eclesiástico más eficazmente bajo el poder de la Corona y convertirlo en un instrumento de gobierno político, toda la constitución de la Iglesia rusa fue cambiada por Pedro el Grande, quien, en desprecio de todos los principios canónicos, suspendió la jurisdicción patriarcal de Moscú, y colocó a toda la Iglesia bajo un sínodo compuesto por los tres metropolitanos, que se sentaban ex oficio ( N. de la T.: Ex Officio: Por virtud u oficio. Se usa cuando alguien tiene un cargo por razón de tener otro; cuando una persona automáticamente recibe una posición alterna sólo por tener otro cargo), y algunos prelados y otros nombrados personalmente por el zar, con un laico como procurador en jefe para dominar todas sus acciones. Hasta el siglo XIX esta fue la única disminución de la jurisdicción del patriarca de Constantinopla, pero, con el debilitamiento del poder del sultán, las diferentes nacionalidades sobre las que antes reinaba han logrado una tras otra obtener su independencia o la autonomía, y han establecido al mismo tiempo la autonomía de sus iglesias nacionales. Aunque se adhieren a la misma liturgia y a la misma doctrina que las otras Iglesias ortodoxas, han seguido el ejemplo de Rusia y, desechando toda sujeción al patriarca, han instituido santos sínodos propios para gobernarlas eclesiásticamente bajo el control supremo de la autoridad civil. Grecia comenzó en 1833, y desde entonces los rumanos, los serbios y los búlgaros, con sus respectivas subdivisiones, han seguido su ejemplo; de modo que en la actualidad ya no se debe hablar de la Iglesia Ortodoxa, sino de las Iglesias Ortodoxas, diecisiete en número, de ninguna manera conectadas gubernamentalmente, desgarradas por disputas internas, y que no ofrecen garantías, sobre todo en vista de la infiltración de tendencias protestantes, que su acuerdo doctrinal continuará.

Resumen: En estos tres cismas orientales, que rompieron tan desastrosamente la antigua unidad de la cristiandad, hay dos cosas especialmente observables desde el punto de vista de este artículo. Una de ellas es que, aparte de la separación del centro de la unidad que constituía el cisma, han conservado casi en su totalidad el antiguo sistema de organización y método de la Iglesia. Han conservado la jerarquía triple dotada con órdenes válidas, el culto sacrificial de la Misa, una espiritualidad basada en la utilización de los siete sacramentos, la doctrina católica de la gracia, la exaltación de la Virgen Madre y la invocación de los santos. Ante todo, han retenido la apelación a la tradición como la prueba segura de la sana doctrina y el principio de sumisión a una autoridad docente. La otra cosa observable en estos tres cismas concuerda con lo que ya se ha notado en los primeros cismas. Consideraciones doctrinales basadas en el ejercicio del juicio privado pueden haber influido en sus fundadores en un grado mayor o menor, pero razones de un orden totalmente diferente determinan la lealtad de sus seguidores. El nacionalismo explotado por sus dirigentes, o más a menudo explotado por los gobernantes civiles para fines políticos, es la verdadera fórmula que explica su origen y larga duración. El nacionalismo de Siria y Egipto en su antipatía hacia el gobierno bizantino, luego explotado por los soberanos persas y mahometanos, es lo que explica los hechos de la historia nestoriana y monofisita; el nacionalismo del helenismo bizantino en su antipatía hacia los latinos, según explotado por los emperadores de Oriente y sus prelados, es lo que explica la separación de las Iglesias ortodoxas de la Santa Sede; el nacionalismo de los griegos, eslavos de diferentes razas, y los bizantinos, que es la fuente de sus antipatías mutuas, es lo que explica su separación de Constantinopla y su erección en tantas iglesias autónomas.

Protestantismo

Lutero fijando sus tesis en la Catedral de Wittemberg
La cuarta gran ruptura en la unidad de la cristiandad fue la causada por la Reforma Protestante del siglo XVI. De este movimiento no se puede decir de ninguna manera que dejó intactos la organización y los métodos de la Iglesia Católica entre las poblaciones que se llevó consigo. Por el contrario, efectuó los cambios de sistema más revolucionarios donde prevaleció, al sustituir las organizaciones eclesiásticas constituidas sobre un principio radicalmente diferente y con códigos de opiniones religiosas desconocidas para las edades anteriores. En primer lugar, Lutero no tenía intención de romper con la autoridad de la Iglesia; en cualquier caso no inscribió ese objetivo en su programa original. A partir de sus propias experiencias espirituales desordenadas elaboró una teoría del pecado y la salvación basada en su peculiar doctrina de la justificación por la fe. Sólo cuando la Santa Sede rechazó esta parodia de la enseñanza de San Pablo, junto con las conclusiones que Lutero había deducido de ella ---sólo cuando se volvió así necesario, si persistía en sus errores, que debía buscar en otra parte un principio sobre el cual basarlos--- recayó en el principio de la interpretación privada de la Biblia como la regla única y suficiente de la creencia cristiana. Hay que reconocer que había tenido precursores en este curso; pues la misma Iglesia siempre ha predicado la infalibilidad de la Sagrada Escritura, y heresiarcas anteriores acostumbraban justificar sus revueltas contra sus decisiones doctrinales al afirmar que, en cuanto a las doctrinas en particular en que estaban interesados, la Sagrada Escritura estaba a favor de ellos y no de ella.

Lo que fue especial y novedoso en Lutero y sus colegas fue que levantaron el principio de una apelación a la Biblia no sólo en un estándar exclusivo de la sana doctrina, sino incluso en una que el individuo siempre podía aplicar para sí mismo sin depender de las interpretaciones autorizadas de la Iglesia que sea. El mismo Lutero y sus compañeros reformistas ni siquiera entendían su nueva regla de fe en el sentido racionalista de que el investigador individual puede, mediante la aplicación de los principios reconocidos de la exégesis, asegurarse de extraer del texto de la Escritura el sentido previsto de su autor divino. Su idea era que el protestante más serio que va directo a la Biblia por sus creencias se pone en contacto inmediato con el Espíritu Santo, y puede tomar las ideas que su lectura le brinde como la enseñanza directa del Espíritu para sí mismo. Pero, por mucho que los reformadores formulen así su principio, en la práctica no pueden evitar el tener que recurrir a los principios de la exégesis, aplicados bien o mal, de acuerdo a la capacidad de cada uno, para el descubrimiento del sentido atribuido al Espíritu Santo. Así su nuevo estándar doctrinal decayó aun en sus propios días, aunque no lo percibieron, y más aún en días posteriores, en el más inteligible pero menos pietista método de racionalismo.

Ahora bien, si la Biblia hubiera sido redactada, como no lo es, en forma de una declaración de doctrina y regla de conducta clara, simple, sistemática e integral, no parecería, quizás, antecedentemente imposible que Dios hubiese querido que este fuese el camino por el cual su pueblo debía llegar al conocimiento de la verdadera religión. Sin embargo, incluso entonces la validez del método necesitaría ser probado por el carácter de los resultados, y sólo si éstos exhibiesen un acuerdo profundo y de largo alcance entre los seguidores sería seguro concluir que fue el método que Dios realmente sancionó. Esto, sin embargo, estaba lejos de la experiencia de los reformadores. Lutero había asumido extrañamente que los que le siguieron en la sublevación usarían su derecho al juicio privado sólo para afirmar su completo acuerdo con sus propias opiniones, para las que reclamaba la sanción de una inspiración recibida de Dios, que le igualaba con los profetas de la antigüedad. Pero pronto aprendería que sus seguidores le adjudicaron tan gran valor a sus propias interpretaciones de la Biblia como el que él le dio a la suya, y estaban dispuestos a actuar sobre las propias conclusiones de ellos en lugar de las de él. El resultado fue que ya para el comienzo de 1525 ---sólo ocho años después de haber propuesto sus herejías--- lo encontramos reconociendo, en su "Carta a los cristianos de Amberes" (De Wette, III, 61), que "en Alemania hay tantas sectas y credos como cabezas. Una no tendrá el bautismo, otra niega el sacramento, otra afirma que hay otro mundo entre este y el último día, algunas enseñan que Cristo no es Dios, algunas dicen esto, algunas dicen aquello. Ningún patán es tan grosero pero, si alguna fantasía entra en su cabeza, debe pensar que el Espíritu Santo ha entrado en él, y que va a ser un profeta". Por otra parte, además de estas multiplicadoras manifestaciones del individualismo puro, dos líneas principales de distinción de partido, cada uno con una fatal tendencia a mayor subdivisión, habían comenzado casi desde el principio a dividir a los líderes de la reforma entre sí. El reformador suizo, Ulrico Zuinglio, había iniciado su rebelión casi simultáneamente con Lutero, y, aunque estaban en la misma línea en cuanto a sus doctrinas fundamentales de la interpretación privada de la Biblia y la justificación por la fe, tomaron puntos opuestos en lo que respecta a las doctrinas importantes de la predestinación y la naturaleza de la Sagrada Eucaristía, y les adjudicaron tanta importancia que se volvieron enemigos irreconciliables y dirigentes de partidos antagónicos.

Sobre ese fundamento, si se adherían a él consistentemente, era imposible construir una Iglesia que debía sobresalir en el mundo como la antigua Iglesia que se esforzaban por destruir, porque si en última instancia el juicio del individuo era para él la autoridad suprema en materia de religión, es imposible que ninguna autoridad externa pudiese tener derecho a exigir su sumisión a sus sentencias cuando fuesen contrarias a las suyas. Los primeros reformadores probablemente se dieron cuenta de esto, pero sentían la necesidad de construir una especie de Iglesia que pudiese unir a sus miembros en una entidad corporativa que profesara la unidad de credo y culto, y que, en contraste con la Iglesia del Papa, a la que llamaban apóstata, pudiese ser llamada la verdadera Iglesia de Dios. Y así, a pesar de las contradicciones en las que se estaban involucrando, se dieron a la tarea de excogitar una teoría de constitución de iglesia adecuada a sus propósitos. Esta teoría se exhibe en el séptimo artículo de la Confesión de Augsburgo de 1530, con la cual se conformaron las otras confesiones protestantes, tanto luterana como reformada (es decir, calvinista) de las próximas pocas décadas. “La Iglesia de Cristo”, dice la Confesión de Augsburgo, “en su significado propio, la congregación de los miembros de Cristo, es decir de los santos, que realmente creen y obedecen a Cristo; aunque en esta vida muchos hombres malos e hipócritas se entremezclan con esta congregación hasta el día del juicio. Esta Iglesia, así llamada propiamente, tiene, además, sus signos, a saber, la pura y sana enseñanza del Evangelio y la utilización correcta de los sacramentos. Y para la verdadera unidad de la Iglesia es suficiente llegar a un acuerdo en cuanto a la enseñanza del Evangelio y la administración de los sacramentos".

Esta idea de la Iglesia tiene alguna semejanza superficial a la idea católica, pero en realidad es su opuesto exacto. El católico, también, diría que su Iglesia es la casa de la enseñanza verdadera y verdaderos sacramentos, pero ahí termina la semejanza. El católico primero se pregunta cuál es la verdadera Iglesia que Cristo ha establecido para ser la guardiana de su revelación, la maestra y gobernante de su pueblo. Luego de haberla identificado por las marcas establecidas en su rostro ---por su continuidad con el pasado, que, en virtud de su indefectibilidad, necesariamente debe poseer, su unidad, catolicidad y santidad---, se somete a su autoridad, acepta su enseñanza, y recibe sus sacramentos, en la plena certeza de que sólo porque están sancionados por su autoridad su enseñanza es la verdadera enseñanza y sus sacramentos son los verdaderos sacramentos. El protestante, por el contrario, si sigue el curso trazado para él por estas confesiones protestantes, comienza preguntándose, y decide por la aplicación de una prueba totalmente distinta e independiente, cuáles son las verdaderas doctrinas y los verdaderos sacramentos. Luego vigila a ver si hay una Iglesia que profese tales doctrinas y use tales sacramentos, y habiendo encontrado una, considera que es la verdadera Iglesia y se une a ella. La fatal tendencia a la desunión inherente a este último método aparece cuando nos preguntamos cuál es esa prueba distinta e independiente por la que el protestante decide sobre la verdad de sus doctrinas y sacramentos, pues es, como lo declara toda la historia del movimiento de la Reforma, esta regla de la Biblia dada a la interpretación privada del individuo la que es incompatible con cualquier sumisión real a una autoridad externa. Importante, sin embargo, y fundamental como es este punto, la Confesión de Augsburgo pasa otra vez sin la más mínima mención. Así, también, hacen la mayoría de las otras confesiones protestantes, y ninguna de ellas se atreve a ir a la raíz de la dificultad.

La Confesión Escocesa de 1560 (de la cual la Confesión de Westminster redactada en Inglaterra durante la República es una ampliación) es la más explícita a este respecto. Después de reclamar que la Iglesia Presbiteriana recién establecida por John Knox y sus amigos tiene la verdadera doctrina y los sacramentos correctos, da como razón de su afirmación que "la doctrina que usamos en nuestras Iglesias está contenida en la Palabra escrita de Dios… en la que afirmamos que están suficientemente expresadas todas las cosas que los hombres deben creer para su salvación". Luego continúa diciendo que "la interpretación de la Escritura no pertenece a ninguna persona pública o privada, o a ninguna Iglesia, sino que este derecho y autoridad de interpretación pertenece exclusivamente al Espíritu de Dios por quien las Escrituras fueron puestas por escrito". Esto, sin duda, es lo que los otros reformadores en Alemania, Suiza, y en otras partes también habrían dicho, pero omitieron prudentemente el punto en sus confesiones, medio conscientes de que reclamar el derecho de interpretación para el Espíritu de Dios no era más que una manera engañosa de reclamarlo para cada individuo que pudiese concebir que había capturado la mente del Espíritu; previendo, también, que, si ninguna Iglesia podía reclamar el derecho de interpretar con autoridad, ninguna iglesia, protestante no más que la Católica, podría reclamar el derecho de imponer sus doctrinas o culto a los demás.

Sin embargo, los líderes reformadores sabían lo que hacían. Querían tener una iglesia protestante, o en todo caso, iglesias protestantes, para oponerse a la Iglesia del Papa, y se proponían que estas nuevas iglesias debían profesar un credo muy definido, y reforzar su aceptación, junto con sumisión a su régimen disciplinario, sobre todos a los que ellos pudieran llegar en el ejercicio de una jurisdicción muy eficaz y coercitiva. En consecuencia, estas confesiones protestantes de fe, que eran la expresión formal de sus credos doctrinales, contenían y prescribían, muy a la manera de las profesiones de fe católicas o decretos de los concilios, listas de artículos muy definidos, a menudo con anatemas añadidos dirigidos contra los que se atreviesen a negarlos. Los ministros iban a ser "llamados" antes de que pudieran ejercer sus funciones, y los que tenían derecho a llamarlos eran los órganos de gobierno formados por clérigos y laicos en proporciones fijas, y formados jerárquicamente en consistorios locales, regionales y nacionales. A estos órganos de gobierno pertenecía también el derecho de administración, de decidir las controversias y de excomulgar. La dificultad era dotarlos de poder coercitivo, pero para ello los reformadores alemanes recurrieron al poder secular. Ellos le aseguraron a sus príncipes que el poder secular estaba obligado a usar su espada para la defensa del derecho y la supresión del mal; y le pertenecía a este departamento de sus funciones que en tiempos de crisis religiosa debía asumir la responsabilidad de promover la causa del Evangelio ---es decir, de las nuevas doctrinas--- y erradicar los viejos errores.

Hasta entonces los príncipes alemanes habían estado fuera de los nuevos evangelizadores, cuyas tendencias democráticas sospechaban, pero este llamado a su intervención se cebó con la sugerencia de que deberían quitarles a los católicos sus ricas dotaciones y aplicarlas a usos más adecuados. Se tomó el cebo, y dentro de pocos años, uno tras otro, los príncipes del norte de Alemania ---una clase no muy edificante--- se declararon del lado del Evangelio y listos para tomar la responsabilidad de su administración. Entonces, desde 1525 en adelante, siguiendo el ejemplo de Felipe, Landgrave de Hesse, uno de los hombres más inmorales de la época, se apoderaron de las abadías y obispados dentro de sus dominios, cuyos ingresos aplicaron mayormente al aumento de los suyos, y procedieron a fundar iglesias nacionales, con base en los principios aceptados poco después por la Confesión de Augsburgo, que debían ser autónomas para cada dominio bajo el supremo gobierno espiritual y temporal de su soberano secular. Para estas Iglesias nacionales redactaron códigos de doctrina, sistemas de culto y órdenes de ministros, cuya observancia imponían a todos sus súbditos bajo pena de destierro, un castigo que se infligía a la vez a los del clero católicos que permaneciesen fieles a la religión de sus antepasados, así como a multitudes de laicos católicos.

Este sistema de Iglesias nacionales no implicaba necesariamente la imposición de credos protestantes diferentes entre sí, ya que estaba dentro del poder atribuido a los príncipes que debían ponerse de acuerdo en cuanto a lo que iban a poner en vigor, y sin duda hasta cierto punto, esto fue lo que sucedió, que hicieron del luteranismo la forma de religión predominante en la Alemania protestante. Sin embargo el sistema suponía que el príncipe tenía el poder, si lo juzgaba conveniente, para introducir un credo diferente del de los dominios vecinos, y con el tiempo esto fue lo que sucedió cuando los partidos luterano y reformado se establecieron dentro de los límites del Imperio en oposición formal entre ellos. Algunos principados ---y fue lo mismo con las ciudades libres que se pasaron al protestantismo--- pusieron en vigor una de las formas de la confesión luterana, otras una de las formas de la confesión reformada, e incluso hubo oscilaciones en el mismo principado según un soberano sucedía a otro en el trono. El caso notable de esto fue en el Palatinado, cuyos habitantes se vieron obligados a cambiarse entre el luteranismo y el calvinismo en cuatro ocasiones entre los años 1563 y 1623. Esta pretensión de los príncipes alemanes de dictar una religión a sus súbditos se llegó a conocer como el jus reformandi, y dio lugar a la máxima Cujus regio ejus religio. Por la Paz de Augsburgo de 1555, se concedió de mala gana a los príncipes protestantes esta pretensión como una solución temporal, y por el Tratado de Westfalia (1648) recibió una especie más formal de sanción imperial, contra la cual se realizó una protesta ineficaz en nombre del Papa Inocencio X por su nuncio, Chigi.

En Suiza no había príncipes que se pusiesen a la cabeza de las nuevas Iglesias nacionales, pero su lugar fue tomado por los gobiernos cantonales, dondequiera que habían sido capturados por la facción protestante. Así, Zuinglio, quien comenzó su ardiente prédica contra la Iglesia Católica en 1518, en pocos años había reunido en torno suyo un grupo de seguidores fanáticos, que con su ayuda, y al mantener como incentivo la confiscación de la propiedad eclesiástica, ya para 1525 fue capaz de atraer a su lado a la mayoría de los miembros del Consejo de Estado de Zurich. Esta mayoría, por instigación de Zuinglio, dominó y expulsó a los miembros católicos del consejo. Aunque la religión católica había sido la religión de sus ancestros por muchos siglos y todavía era la religión de la gente pacífica del campo, fue proscrita sumariamente; incluso se prohibió la celebración de la Misa bajo duras penalidades; mientras que, para hacer imposible su restauración para siempre, la multitud feroz dirigida por Zuinglio en persona fue enviada a visitar las diversas iglesias y a despojarlas de sus estatuas y ornamentos con el argumento de que la Biblia les mandaba a erradicar la idolatría. Limpiado así el terreno, el consejo de estado por su propia autoridad estableció una Iglesia nacional conforme con el tipo alemán. Berna, Basilea, Schaffhausen, San Gall y Appenzell rápidamente siguieron los pasos de Zurich, donde se emplearon los mismos métodos de violencia en cada caso. Los deseos de la gente no contaban para nada. Las opiniones de ayer aprobadas por los líderes fanáticos fueron a la vez exaltadas en dogmas para los que se reclamó una autoridad sobre las conciencias de todos muy por encima de la que había sido ejercida por la venerable Iglesia de los siglos.

Estos cantones protestantes tampoco quedaron satisfechos con la imposición de sus nuevas doctrinas a sus propios súbditos. Tras combinarse con ciertas ciudades del Imperio para formar una “Liga Cristiana”, citaron en su nombre a los cantones católicos de Schwytz, Uri, Unterwalden, Zug y Lucerna, para que siguiesen su ejemplo en suplantar la antigua fe por la nueva. Estos últimos, sin embargo, fueron firmes en su negativa y, a pesar de que su fuerza militar era inferior a la de sus antagonistas, finalmente les infligieron una severa derrota en Kappell (31 de octubre 1531), derrota en la que Zuinglio mismo y varios otros predicadores fueron asesinados en el campo. Fue un duro golpe para el zuinglianismo, que, como tal, nunca se recuperó y salvó los cantones católicos del peligro de perversión, al abrir el camino para la restauración católica que iba a producirse. Pero, si el zuinglianismo en Suiza estaba prácticamente muerto, esto no significó que se había extinguido el protestantismo allí, sino que estaba a punto de pasar a través de Suiza al calvinismo. Juan Calvino, nacido en Picardía, después de empaparse en París de los puntos de vista luteranos a los que más tarde, en sus “Institutos”, le dio la nueva forma desde entonces asociada a su nombre, se estableció en Ginebra en 1536. El deseo de los ciudadanos de sacudirse el yugo de Saboya mediante su alianza con la Confederación Suiza le dio la oportunidad de adquirir un poder sobre ellos, a través de cuyo ejercicio pudo imponerle a la ciudad todo ese despotismo teocrático que se encuentra en la historia como el ejemplo supremo de la tiranía espiritual.

De Alemania y Suiza, las fuentes respectivas del luteranismo y el calvinismo, el protestantismo se propagó a otras tierras, pero en este sentido el calvinismo se mostró más exitoso que el luteranismo. El luteranismo se difundió a Dinamarca y a la península escandinava, y en cada caso le debió su inicio y consolidación a la compulsión y persecución practicada en un pueblo mal dispuesto por los soberanos indignos; pero, salvo que en Polonia también hizo algunos avances, esta fue la medida de sus conquistas. Por otra parte, el calvinismo suplantó al luteranismo en Alemania, y se convirtió en la religión dominante en algunas partes, especialmente en el Palatinado, además de ganar más de un número suficiente de adeptos en los distritos predominantemente luteranos, lo que lo hizo un rival resistente al luteranismo en suelo alemán. Por otra parte, en Transilvania y Hungría, y más aún en los Países Bajos, donde su dominio estaba destinado a ser duradero, sustituyó al apostolado luterano que había sido el primero en el campo. En Francia, aunque desde el momento de la revocación del Edicto de Nantes (1687), sus seguidores se convirtieron en un número cada vez menor, durante siglo y medio fue tan poderoso que a veces parecía destinado a absorber el país; sin embargo, allí también le debió su progreso principalmente a la violencia militar de sus dirigentes. En Escocia fue impuesto tiránicamente al pueblo por una nobleza corrupta y sin ley que, codiciosa de la propiedad eclesiástica, le prestó su apoyo a la vehemente energía de John Knox, discípulo de Calvino y un ferviente admirador de su sistema teocrático.

Enrique VIII por Holbein
Inglaterra fue un caso aparte. Enrique VIII coqueteaba con el luteranismo, el cual le era útil en su campaña contra el Papa, pero le disgustaba el protestantismo, ya fuese en su forma luterana o calvinista, e ideó sus Seis Artículos para ayudarlo a suprimirlo. Bajo Eduardo VI el calvinismo fue favorecido por los dos regentes y los obispos más influyentes, y su legislación se dirigió hacia el establecimiento de este sistema en el país, con la única diferencia que se retuvo el episcopado, por lo menos de nombre. La efímera reacción bajo el gobierno de María le dejó a Isabel un terreno libre sobre el cual construir, y ella prefirió un sistema episcopal con una considerable moderación de las asperezas del protestantismo continental, más en armonía con un régimen monárquico y aristocrático y mejor adaptado para ganarse a una población que era católica de corazón. Sin embargo ella tuvo que emplear el personal a su disposición, una sección de la cual opinaba igual que ella, mientras que otra sección tenía fuertes inclinaciones calvinistas. El resultado fue que se desarrolló una doble tendencia en su naciente Iglesia, una que, aunque odiaba el catolicismo como sistema, se aferró a algunos de los rasgos característicos del culto y la organización católicos, el otro que se esforzaba con perseverancia por la total subversión del establecimiento isabelino y la sustitución por uno que se adaptara al modelo de Ginebra. Durante la República el último partido obtuvo por el momento la delantera, pero con la Restauración fue sacado por completo y se convirtió en el padre de las sectas disidentes (“nonconformists”) cuyas divisiones y subdivisiones progresivas siempre han sido el más grave escándalo de la vida religiosa inglesa. La otra parte mientras tanto, con algunas oscilaciones hacia la derecha o hacia la izquierda (bajo los nombres partidos de la Iglesia Inferior y Superior), se mantuvieron con coherencia aproximada a medida que exhibía el espíritu distintivo de la iglesia oficial del país.

Sin embargo, hacia mediados del siglo XIX dos tendencias muy noveles se afirmaron en la comunión (y éstas pasaron a ser tan influyentes que en poco tiempo era probable que se dividieran entre ellas la raza de los eclesiásticos anglicanos): una basada en una apreciación trascendental (pero con algunas reservas) del sistema católico, deleitándose en llamarse católicos, y tratando de asemejar el culto nacional al patrón católico; la otra, que se llamaba liberal y, empujaba a sus últimas consecuencias la aplicación del principio protestante del juicio privado, por su crítica racionalista difundió un escepticismo generalizado en cuanto a la autenticidad de los registros cristianos y la verdad de los artículos fundamentales del credo cristiano. El liberalismo teológico asimismo ha ejercido una desastrosa influencia sobre los cuerpos disidentes ingleses, y más mortal todavía en el protestantismo continental, siendo Alemania la fuente primaria de donde ha surgido. De Alemania, de hecho, ahora hay que decir que, según en el siglo XVI dio a luz a lo que se llama protestantismo ortodoxo, así en el siglo XIX se dedicó a estrangular a sus hijos en las garras apretadas de su crítica. De las formas que el protestantismo ha adquirido en los Estados Unidos, Canadá y otros países colonizados por Europa, es suficiente decir que los inmigrantes han llevado sus creencias y formas de culto con ellos a sus nuevos hogares, y, en el mundo de las ideas y, siendo ahora el mundo de las ideas uno solo, esta hidra de muchas cabezas ha mostrado en los nuevos países la misma diversidad misma que en los antiguos.

Excepto por su variedad puritana, que dependió para su propagación principalmente en los poderes de coerción física de que sus líderes podían disponer, el protestantismo fue una religión tolerante, que había abolido muchas de las observancias ascéticas y las restricciones a la libertad y la licencia que se mantenían en la Iglesia antigua. Era de esperarse, por lo tanto, que debería extenderse rápidamente en una época en que los modales eran alarmantemente corruptos, ni debe sorprendernos que, con tal comienzo, pronto fue capaz de presentar la apariencia de un grupo de Iglesias poblado por muy muchos miles de seguidores. Desde aquellos primeros días, sin embargo, no se puede decir que han extendido mucho sus conquistas, y los millones a los que ha crecido no se deben tanto a las conversiones, sino más bien al aumento natural de las poblaciones. Para 1912 el número total de los protestantes se estimaba en unos 166 millones, un número enorme, sin duda, pero que, a diferencia de los 260 millones de católicos que estamos todos juntos, es sólo un conjunto formado por una multitud de comuniones separadas, bajo cuerpos de gobierno separados, que no sólo difieren entre sí en cuanto a puntos importantes de la doctrina, sino que ---tal es el creciente individualismo entre sus miembros--- se acercan rápidamente a una meta en la que cada miembro se haya convertido en una Iglesia y un credo para sí mismo.

Atenágoras y Pablo VI
Resumen: Será de gran utilidad, como en los casos de las primitivas y las grandes divisiones de Oriente, fijar la atención en las fuerzas generadoras de la desintegración que han traído a la existencia a estas divisiones protestantes. Será ventajoso si el efecto de dicho resumen es mostrar la similitud esencial de las fuerzas en acción en todos estos casos, ya que nos revelará cuán pocas son estas fuerzas desintegradoras, y cuán elemental es su carácter; cómo, de hecho, brotan del mismo corazón de la naturaleza humana, que sólo puede aspirar a contrarrestar las divisiones hacia las cuales ellos tienden si son sostenidas y elevadas por otras fuerzas de un orden completamente diferente. En dos aspectos, entonces, estos organismos separatistas a los que el protestantismo ha dado a luz necesitan ser considerados en sus separaciones de las comuniones madres y en su cohesión entre sí, como personas jurídicas permanentes durante un tiempo determinado y en cierto grado. El principio del juicio privado ha sido la causa indiscutible de sus separaciones y subdivisiones incesantes, pues el principio del juicio privado es esencialmente desintegrador. La causa de la cohesión que han mostrado ha sido, como muestra su historia, de la siguiente naturaleza. En primer lugar, bajo la influencia del juicio privado, uno o más hombres de voluntad fuerte han concebido un sistema doctrinal antagónico al de las comunidades religiosas a las que originalmente pertenecían, han reunido un grupo de otras personas de ideas afines a su alrededor, y han emprendido a favor de su sistema una propaganda que ha alcanzado un cierto éxito. A continuación, con el deseo de establecer una Iglesia que sea una encarnación de su sistema, pero al hallarse incapaces de mantener a la multitud en sus puntos de vista por pura persuasión, han recurrido al poder civil, o a alguna facción dominante de nobles o demócratas; y la han inducido, en vista de las ventajas temporales que se pueden obtener, a imponer su sistema sobre la gente y a mantenerlo mediante la fuerza física. O, ex converso, la resistencia al poder dominante o su Iglesia establecida, cuando ha sido capaz de mantenerse con éxito relativo, ha hecho que los separatistas se den cuenta de que deben unirse juntos bajo un régimen y gobierno definido para que puedan hacer su resistencia eficaz ---como ha sido el caso con el organismo de disidentes ingleses (nonconformists). En tercer lugar, dándose cuenta de que ningún sistema impuesto por la violencia puede aspirar a ser duradero a menos que se pueda traer a la masa de su gente a la aceptación voluntaria del mismo, se han aprovechado de las pasiones y los prejuicios de la gente, en particular sus exclusivismos de raza y de clase, y han buscado fomentar estos con campañas de agria polémica y calumnia. En cuarto lugar, donde esta política ha tenido éxito en las primeras etapas de un cisma, con el tiempo se ha generado un principio más interior y duradero de cohesión bajo la influencia de la costumbre y la herencia, de antagonismos e ideas erróneas endurecidos por prolongados aislamientos y distanciamientos, de los afectos profundizados por la intimidad continua, entrañables recuerdos, experiencias y asociaciones, y de la buena fe y la espiritualidad nutridas por verdades dispersas retenidas en tales credos falsos, que pueden prevalecer bajo estas últimas condiciones.

En términos generales, esa ha sido la cadena de causas que se ha unificado en las iglesias y congregaciones con credos definidos y organizaciones de masas de hombres que han preferido el principio del juicio privado como regla de fe al de la sumisión a la autoridad de la Iglesia Católica. Pero la especie de unidad así alcanzada es siempre separatista en sus relaciones exteriores, y precaria en sus relaciones interiores; pues los motivos que hacen que muy los miembros de dicho órgano se unan entre sí son los que los separan de otros organismos similares, mientras que dentro de ella , devorando su estructura, siempre existe la conciencia latente entre sus miembros que su órgano de gobierno y su fórmula doctrinal no tienen título válido para imponer la sumisión, y sólo necesita una crisis, o ese espíritu de indagación radical que ahora es tan común, para despertar esta conciencia a la actividad. (Vea protestantismo, luteranismo, calvinismo, anglicanismo, disidentes, ritualistas, racionalismo).

Divisiones dentro de la Iglesia Católica

No debemos, quizás, concluir este estudio de la historia de las divisiones religiosas sin tocar lo que algunos podrían considerar como tales en el seno de la comunión romana en sí misma. Hay y siempre ha habido partes opuestas en esta comunión, cuyos partidarios difieren sobre cuestiones de doctrina, cuya importancia puede ser estimada por la amargura de sus controversias. Por lo tanto ha habido jansenistas y molinistas, galicanos y ultramontanos, liberales e infalibilistas, modernistas y anti-modernistas. Es cierto que ha llegado la hora para algunos de estos partidos cuando sus principios peculiares han sido condenados, y una parte de sus seguidores han pasado de [[la Iglesia] al cisma. Pero esto no ha sucedido en todos los casos de las divisiones partidarias; y aun cuando ha sucedido, los expulsados habían sido tolerados durante mucho tiempo en la Iglesia, sosteniendo sus puntos de vista distintivos, y sin embargo no se le negaron los sacramentos y otros privilegios de comunión. Una vez más, muchas veces ha habido Papas rivales que cada uno ha reunido a su alrededor seguidores y denunciadores de su rival; y durante un período notable de cuarenta años de duración la Iglesia estuvo desgarrada por estas rivalidades en dos, e incluso en tres partes, para grave escándalo de la cristiandad. ¿Acaso estas divisiones no muestran que la Iglesia Católica es tan incapaz como las comuniones separadas de reclamar la unidad de la fe y el gobierno como su nota perpetua? En dos aspectos, sin embargo, hay una diferencia esencial entre el tipo de disensiones que puedan surgir en la Iglesia católica y las que constituyen herejía y cisma en las comuniones separadas.

  • En primer lugar, en la Iglesia Católica los puntos de controversia alrededor de los cuales giran estas disensiones no son doctrinas aceptadas de la Iglesia, sino otros puntos que el curso de estudio dentro o fuera de la Iglesia ha llevado a la prominencia, y que una de las partes cree que son compatibles con la doctrina católica aceptada y contribuyen a su vindicación, pero otro piensa que son incompatibles con ella y peligrosos.
  • En segundo lugar, en ambos lados los combatientes abrazan el principio formal de la unidad de la Iglesia, el magisterio de la Santa Sede, y, en caso de que la Santa Sede considere conveniente intervenir, están dispuestos a someterse a su determinación de su controversia.

Hasta aquí no hay nada que justifique la imputación de cisma, sino sólo un ejemplo del error de los que se imaginan que dentro de la Iglesia el pensamiento y la especulación deben estar estancados. Pues estas controversias internas, aunque a veces son perjudiciales por el espíritu defectuoso de quienes participan en ellas, tienen su lado útil, ya que conducen a la más completa, más profunda y más precisa comprensión del significado y límites de las doctrinas aceptadas. Puede suceder, sin embargo, que cuando el curso de una controversia ha dejado claro lo que está involucrado en las nuevas opiniones propuestas, la autoridad suprema de la Iglesia sentirá la necesidad de intervenir mediante un decreto. En ese caso, a menudo se produce el momento crucial para el lado cuyos principios son condenados. Si tienen el verdadero espíritu católico, volverán a su principio formal de unidad, y se someterán a la voz de la autoridad, abandonarán sus antiguas opiniones, y al hacerlo actuarán con la verdadera consistencia. Si, por el contrario, se adhieren tan obstinadamente a las opiniones condenadas como para preferir, en vez de abandonarlas, abandonar su principio formal de unidad, ya no hay un lugar para ellos en la Iglesia, y se convierten en cismáticos en el sentido ordinario.

Una distinción similar se aplica al caso de los cismas en el papado. Es cierto que surgieron muchos antipapas y que causaron división en su época. En su mayoría eran las criaturas de algún déspota que los estableció por su propia [[voluntad], desafiando el método legal de nombramiento, y es fácil, e invariablemente fue, decir cuál era el verdadero Papa y cuál antipapa. La única excepción a esta norma general es la contemplada en la objeción, el asunto del cisma que duró desde 1378 hasta 1417. (Para la historia completa de este doloroso episodio vea Cisma de Occidente, Papa Urbano VI, Papa Bonifacio IX, Papa Gregorio XII, Roberto de Ginebra, Pedro de Luna.

Lo que nos interesa aquí es que el cónclave de 1378 fue perturbado por el populacho de Roma, que, por miedo a que los Papas regresasen a Aviñón, exigieron la elección de un romano o un italiano, es decir, no un francés. Urbano VI, hasta entonces arzobispo de Bari, fue elegido y entronizado, y durante algunas semanas fue reconocido por todos. Entonces el cuerpo principal de los cardenales descontentos con la administración de Urbano, que sin duda se comportaba de una manera extraordinariamente indiscreta, se retiraron a Anagni, y declaró que, debido a la presión del populacho sobre el cónclave, la elección de Urbano había sido inválida, y eligió a Robert de Ginebra, que se llamó Clemente VII. Este último se vio obligado por las circunstancias a retirarse a Aviñón, y así el cisma se resolvió en un papado en Roma y otro en Aviñón. De la línea romana hubo cuatro papas antes de la solución final del cisma: Urbano VI, Bonifacio IX, Inocencio VII y Gregorio XII; de la línea de Aviñón hubo dos: Clemente VII y Benedicto XIII. Los efectos fueron terribles y mundiales; algunos países, a través de sus soberanos, unos se alinearon con Roma, otros con Aviñón, siendo la política en cierta medida la que determinaba su elección.

Pero desde el principio se hicieron serios esfuerzos para reparar el mal; los reyes nombraron comisiones para esclarecer los hechos, y los canonistas escribieron tratados eruditos para exponer las cuestiones de derecho involucradas. También se hicieron propuestas desde el principio, que recomendaban planes alternativos para la solución de la dificultad, a saber: que los dos Papas debían renunciar al mismo tiempo y que se debía elegir a otro; que ambos debían ponerse de acuerdo para acatar la decisión de los árbitros; o que se convocase un concilio general autorizado por ambos Papas, y que se dejase la decisión en manos de éste. Todos estos planes fracasaron por el momento, porque ni ninguno de los dos Papas confiaba en el otro, y esto impidió la reunión y la organización. Por lo tanto, en 1408 los cardenales de ambas obediencias abandonaron a sus jefes y se reunieron para convocar un concilio que se celebraría el año siguiente en Pisa y pondría fin al cisma. Cuando se reunió declaró que tanto Gregorio XII como Benedicto XIII habían perdido sus derechos a sus pretensiones debido a su conducta, la cual, se propuso, era ininteligible excepto en el supuesto de que ellos tuviesen una incredulidad herética en la unidad de la Iglesia. Entonces eligió a Pedro Philargi, quien tomó el nombre de Alejandro V. Pero esto sólo empeoró las cosas, pues dado que el Concilio de Pisa no fue convocado por un Papa, no tenía autoridad. Así, el único efecto de su acción fue aumentar la confusión al iniciar una tercera línea de Papas. El fin del cisma no llegó hasta 1417, momento en que Juan XXIII, sucesor de Alejandro V, fue depuesto por el Concilio de Constanza, un concilio de la misma naturaleza irregular que el de Pisa; y también había renunciado. Benedicto XIII había perdido a casi todos sus seguidores, lo cual se tomó como señal de que no podía ser el verdadero Papa, y Gregorio XII, cuyo título se afirma ahora generalmente haber sido el mejor fundado, renunció después de primero legalizar el Concilio de Constanza por un acto formal de convocatoria, y autorizándole a elegir un nuevo Papa. Entonces, el Concilio eligió a Martín V, que de ahí en adelante fue reconocido universalmente.

Estos son los hechos principales de la historia. Por supuesto, es difícil exagerar el daño que este lamentable cisma hizo a la Iglesia, ya que, aparte del daño que produjo en su propia época, proporcionó un peligroso precedente para futuros perturbadores de la Iglesia a citar, y, al disminuir la reverencia que se le había tenido hasta la fecha al papado, contribuyó mucho a crear el tono de la mente que hizo posible el brote de protestantismo en el siglo siguiente. Sin embargo, cuando comparamos este cisma con escisiones como las de los ortodoxos y los protestantes, aparece una diferencia esencial entre ellos. En los demás casos, la división fue más sobre alguna cuestión de principio, aquí era más una cuestión de hecho solamente. A ambos lados de la línea divisoria estaba exactamente el mismo credo y exactamente el mismo reconocimiento del lugar esencial del papado en la constitución de la Iglesia, del método por el cual los Papas deben de ser elegidos, del derecho a la obediencia de la toda la Iglesia que se une a su oficio. El único asunto en duda era si esta persona o la otra cumplen con las condiciones de una elección válida; si la elección de Urbano VI se debió al terrorismo aplicado por el populacho a los electores, y por lo tanto inválida, o si ésta no fue afectada por ese terrorismo y fue por tanto válida. Si la elección de Urbano fue válida, también lo fueron las de sus sucesores de la línea romana; si su elección fue inválida, las de Clemente VII y Benedicto XIII fueron válidas. Sin embargo, la verificación de los hechos es a través del testimonio de quienes participaron en ellos, y en este caso los testigos se encontraban en desacuerdo. Decidir entre ellos pertenece a los artículos especiales sobre este cisma.

En este artículo lo que nos concierne es apreciar la diferencia entre una escisión de este tipo por una cuestión de hecho y de un cisma por una cuestión de principios como los otros que hemos citado. Nos podemos ayudar con una analogía, pues podemos comparar esta diferencia con el golpe de una espada que ha amputado un miembro del cuerpo y uno que ha causado una herida profunda en el propio cuerpo. En el primer caso la vida del organismo deja de fluir a la parte amputada, la cual comienza a desintegrarse; en el segundo, todos los poderes y procesos del organismo se ponen a la vez en marcha para la reparación de la parte lesionada. Puede ser que el daño causado sea demasiado serio para la recuperación y se deba esperar la muerte, pero la vida sigue presente en el organismo, y muchas veces es capaz de lograr una restauración completa. Para aplicar esto a la historia, mientras que en los cismas propiamente dichos una depreciación del valor de la unidad suele marcar su inicio, en este cisma era más notable que tan fuerte era el sentimiento de unidad que se expresó en todas partes, tan pronto como se dieron a conocer las noticias de las líneas rivales creadas, y con cuanta constancia, seriedad, discernimiento y unanimidad trabajaron las diferentes partes de la Iglesia, con éxito final, para comprobar quién era el verdadero Papa o para obtener la elección de uno.

Movimientos Conciliatorios en el Pasado

Movimientos Conciliatorios en el Presente

Condiciones para la Reunión

Perspectivas de Reunión

Bibliografía:

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Revistas dedicadas a trabajar por la reconciliación:

Bessarione (Roma, 1896); Revue de l'Orient Chrétien (París, 1896); Echos d'Orient (París, 1897--); Slavorum Litteroe theologicoe (Praga, 1905--); Ekklesiastike, órgano del Phanar (Constantinopla, 1880--); Eirene, el órgano del A.E.O.C.U. (Londres, 1908--); Revista de Reunión (Londres, octubre de 1909 - marzo de 1911).


Fuente: Smith, Sydney. "Union of Christendom." The Catholic Encyclopedia. Vol. 15. New York: Robert Appleton Company, 1912. <http://www.newadvent.org/cathen/15132a.htm>.

Está siendo traducido por Luz María Hernández Medina.