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Domingo, 22 de diciembre de 2024

Galicanismo

De Enciclopedia Católica

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Definición

El término galicanismo se utiliza para designar a cierto grupo de opiniones religiosas que durante un tiempo fue peculiar de la Iglesia de Francia, o Iglesia Galicana, y a las escuelas teológicas de ese país. Estas opiniones, en oposición a las ideas que en Francia se calificaban de “Ultramontanas”, tendían principalmente a restringir la autoridad del Papa en la Iglesia, en favor de la de los obispos y del gobernante temporal. Sin embargo, es importante señalar desde el principio que los partidarios más conocidos y acalorados de las ideas galicanas de ninguna manera impugnaban la primacía del Papa en la Iglesia, y nunca reclamaron para sus ideas la fuerza de los artículos de fe. Solo pretendían dejar en claro que su forma de considerar la autoridad del Papa les parecía más en conformidad con las Sagradas Escrituras y la tradición. Al mismo tiempo y en su opinión, su teoría no transgredía los límites de las opiniones libres, que es permisible para cualquier escuela teológica elegir por ellas mismas siempre que el credo católico sea debidamente aceptado.

Nociones Generales

Nada puede servir mejor para presentar una exposición a la vez exacta y completa de las ideas del galicanismo que un resumen de la famosa Declaración del Clero de Francia de 1682, en la que por primera vez esas ideas se organizan en un sistema y reciben su fórmula oficial y definitiva. Despojada de los argumentos que la acompañan, la doctrina de la Declaración se reduce a los siguientes cuatro artículos:

(1) San Pedro y los Papas, sus sucesores, y la Iglesia misma han recibido de Dios solo el dominio [puissance] sobre las cosas espirituales y las que conciernen a la salvación y no sobre las cosas temporales y civiles. De ahí que reyes y soberanos no están sometidos por mandato de Dios a ningún dominio eclesiástico en las cosas temporales; no pueden ser depuestos, directa o indirectamente, por la autoridad de los gobernantes de la Iglesia, sus súbditos no pueden ser dispensados de la sumisión y obediencia que deben, o absueltos del juramento de fidelidad.

(2) La plenitud de la autoridad en las cosas espirituales, que pertenece a la Santa Sede y a los sucesores de Pedro, de ninguna manera afecta la permanencia y fuerza inamovible de los decretos del Concilio de Constanza, contenidos en las sesiones cuarta y quinta del mismo, aprobados por la Santa Sede, confirmados por la práctica de toda la Iglesia y el Romano Pontífice y observado en todos los tiempos por la Iglesia Galicana. Esa Iglesia no tolerae la opinión de quienes difaman esos decretos o quienes disminuyen su fuerza diciendo que su autoridad no está bien establecida, que no están aprobados o que sólo aplican al período del cisma.

(3) El ejercicio de esta autoridad apostólica [puissance] también debe ser regulado de acuerdo con los cánones hechos por el Espíritu de Dios y consagrados por el respeto del mundo entero. Las reglas, costumbres y constituciones recibidas dentro del reino y la Iglesia Galicana deben tener su fuerza y su efecto y los usos de nuestros padres permanecen inviolables puesto que la dignidad de la Sede Apostólica misma exige que se mantengan constantemente las leyes y costumbres establecidas por consentimiento de esa augusta sede y de las iglesias.

(4) Aunque el Papa tiene la parte principal en las cuestiones de fe, y sus decretos se aplican a todas las iglesias y a cada iglesia en particular, sin embargo su juicio no es irreformable, al menos en espera del consentimiento de la Iglesia.

De acuerdo con la teoría galicana, la primacía papal estaba limitada, primero, por el poder temporal de los príncipes, que por voluntad divina, era inviolable; en segundo lugar por la autoridad del concilio general y la de los obispos quienes, podrían, con su asentimiento, eran los únicos que podían dar a sus decretos la autoridad infalible de que carecen por sí mismos; y por último, por los cánones y costumbres de las iglesias particulares, que el Papa estaba obligado a tomar en cuenta cuando ejercía su autoridad.

Pero el galicanismo era más que pura especulación. Reaccionaba desde el dominio de la teoría al de los hechos. Los obispos y los magistrados de Francia lo usaban, los primeros como garantía para un mayor poder en el gobierno de sus diócesis, los segundos para extender su jurisdicción a fin de cubrir los asuntos eclesiásticos. Más aún, había un galicanismo episcopal y político y un galicanismo parlamentario o judicial. El primero disminuía la autoridad doctrinal del Papa a favor de la de los obispos, hasta la medida marcada por la Declaración de 1682; el último, al afectar las relaciones de los poderes temporales y espirituales, tendía a aumentar cada vez más los derechos del Estado, en perjuicio de los de la Iglesia, sobre la base de lo que llamaban “las libertades de la Iglesia Galicana” (Libertes de l'Église Gallicane).

Estas libertades, que se enumeran en una colección, o corpus, redactada por los jurisconsultos Guy Coquille y Pierre Pithou, eran, según este último, un total de ochenta y tres. Además de los cuatro artículos citados arriba, que fueron incorporados, se puede señalar los siguientes como los más importantes: los reyes de Francia tenían el derecho de reunir concilios en sus dominios y de aprobar leyes y regulaciones sobre asuntos eclesiásticos. No se podía enviar legados papales a Francia, ni podían ejercer su poder en ese reino, excepto por petición real o con su consentimiento. Los obispos, incluso cuando los mandaba el Papa, no podían salir del reino sin el consentimiento del rey. Los oficiales reales no podían ser excomulgados por ningún acto realizado en cumplimiento de sus deberes oficiales. El Papa no podía autorizar la enajenación de ninguna propiedad territorial de las iglesias o disminuir ninguna fundación. Sus bulas y cartas no podían ser ejecutadas sin el Pareatis del rey o de sus oficiales. No podía emitir dispensas en prejuicio de las laudables costumbres y estatutos de las iglesias catedrales. Era lícito apelar de él a un futuro concilio o recurrir a la “apelación contra un abuso” (appel comme d'abus) contra actos del poder eclesiástico.

El galicanismo parlamentario, por consiguiente, era de más largo alcance que el episcopal; de hecho, los obispos de Francia lo rechazaron a menudo y una veintena de ellos condenó el libro de Pierre Pithou cuando los hermanos Dupuy publicaron una nueva edición en 1638.

Origen e Historia

La Declaración de 1682 y la obra de Pithou codificaron los principios del galicanismo, pero no lo crearon. Tenemos que preguntarnos, entonces, como se formó en el seno de la Iglesia de Francia un cuerpo de doctrinas y prácticas que tendían a aislarla y a imprimirle una fisonomía algo excepcional en el cuerpo católico. Los galicanos han sostenido que la razón de este fenómeno se encuentra en el origen y la historia mismos del galicanismo.

Para los moderados de entre ellos, las ideas y libertades galicanas eran simplemente privilegios —concesiones hechas por los Papas, que estuvieron bastante dispuestos a despojarse voluntariamente de parte de su autoridad a favor de los obispos o reyes de Francia; y fue así como estos pudieron legítimamente extender sus poderes en asuntos eclesiásticos más allá de los limites normales. Esta idea apareció ya en el reinado de Felipe el Hermoso, en algunas de las protestas de ese monarca contra la política de Bonifacio VIII. En opinión de algunos de los defensores de la teoría, los Papas siempre habían creído conveniente mostrar una consideración especial hacia las antiguas costumbres de la Iglesia Galicana, que en todas las épocas se había distinguido por la exactitud en la preservación de la fe y el mantenimiento de la disciplina eclesiástica.

Otros asignan una fecha más precisa al otorgamiento de estas concesiones, y refieren su origen al período de los primeros carolingios y las explican de forma algo diferente. Decían que a los Papas se les había hecho imposible hacer que los lores francos que se habían apoderado de sedes episcopales revivieran su lealtad y debido respeto por la disciplina eclesiástica; que estos señores insensibles a las censuras y anatemas, rudos e ignorantes, no reconocían otra autoridad que la fuerza; y que, por lo tanto, los Papas habían concedido a Carlomán, Pipino y Carlomagno una autoridad espiritual que ejercerían sólo bajo control papal. Era esta autoridad la que habían heredado los reyes de Francia, sucesores de aquellos príncipes.

Esta teoría colisiona con dificultades tan graves que han causado su rechazo no solo por la mayoría de los galicanos sino también por sus adversarios ultramontanos. Los primeros no admitían en absoluto que las Libertades fuesen privilegios puesto que un privilegio puede ser revocado por el que lo ha concedido; y tal como ellos veían el asunto, estas Libertades no podían ser tocadas por ningún Papa. Además, añadían, que los reyes de Francia a veces habían recibido de los Papas ciertos privilegios claramente definidos como tales, los cuales nunca habían sido confundidos con las libertades galicanas. De hecho, los historiadores podrían haberles dicho que los privilegios concedidos por los Papas al rey de Francia en el transcurso de los siglos se conocen por los textos, de los que podría compilarse una colección auténtica y no hay nada en ellos que se parezca a las libertades en cuestión. Y además, ¿Por qué estas libertades galicanas no deberían haberse transmitido también a los emperadores alemanes, puesto que ellos también eran herederos de Pipino y de Carlomagno? Además, los ultramontanos señalaron que hay ciertos privilegios que ni el Papa mismo podía conceder. ¿Se puede concebir que el Papa permita a cualquier grupo de obispos el privilegio de cuestionar su infalibilidad, someter sus decisiones doctrinales a juicio, para ser aceptadas o rechazadas; o conceda a cualquier rey el privilegio de poner su primacía bajo tutela, y que suprima o limite su libertad de comunicación con los fieles de un territorio determinado?

La mayoría de sus partidarios consideraban el galicanismo más bien como un renacimiento de las más antiguas tradiciones del cristianismo, una persistencia del derecho común, ley que, según algunos (Pithou, Quesnel), estaba formada por los decretos conciliares de los primeros siglos o, según otros (Marca, Bossuet), de cánones de los concilios generales y locales y de las decretales antiguas y modernas que fueron recibidas en Francia o conforme a su uso. “De todos los países cristianos”, dice Fleury, “Francia ha sido el más cuidadoso en conservar la libertad de su Iglesia y en oponerse a las novedades introducidas por los canonistas ultramontanos”. Las Libertades fueron llamadas así porque las innovaciones constituían condiciones de servidumbre con las que los Papas habían agobiado a la Iglesia, y su legalidad resultaba del hecho de que la extensión dada por los Papas a su propia primacía se basaba no sobre la institución divina sino en decretales falsas.

Si hemos de dar crédito a estos autores, lo que los galicanos sostenían en 1682 no era una colección de novedades sino un cuerpo de creencias tan antiguo como la Iglesia, la disciplina de los primeros siglos. La Iglesia de Francia las había mantenido y practicado en todo momento; la Iglesia universal las había creído y practicado desde antiguo, hasta aproximadamente el siglo X; San Luis las había apoyado, pero no creado, con la Pragmática Sanción; y el Concilio de Constanza las había enseñado con la aprobación del Papa. Las ideas galicanas, entonces, no pueden haber tenido otro origen que el dogma cristiano y la disciplina eclesiástica. Le corresponde a la historia decirnos el valor de estas afirmaciones de los teóricos galicanos.

El haber formado pronto un cuerpo individual, compacto y homogéneo las iglesias de Francia se lo deben a la similitud de las vicisitudes históricas por las que pasaron, a su común fidelidad política y a la temprana aparición de un sentimiento nacional. Desde finales del siglo IV los propios Papas reconocieron esta solidaridad. Fue a los obispos “galicanos” que el Papa Dámaso dirigió la decretal más antigua que se ha conservado hasta nuestros días —como M. Babut parece haber demostrado a fines del siglo XIX. Dos siglos después San Gregorio Magno le señaló la iglesia galicana a su enviado Agustín, el apóstol de Inglaterra, como una de aquellas cuyas costumbres él podía aceptar como de igual estabilidad que las de la Iglesia Romana o de cualquier otra. Pero ya entonces –si hemos de creer a Babut– un concilio de Turín al que asistieron obispos de la Galia había mostrado la primera manifestación del sentimiento galicano. Desafortunadamente para la tesis de M. Babut, toda la importancia que da a este concilio depende de la fecha que le asigna (417), basado en la mera fuerza de una conjetura personal, en oposición a los más competentes historiadores. Además no está muy claro cómo un concilio de la provincia de Milán ha de ser tomado como representante de las ideas de la iglesia galicana.

En verdad, durante el período merovingio esa iglesia testifica la misma deferencia a la Santa Sede que todas los demás. Las cuestiones ordinarias de disciplina se resuelven normalmente en los concilios, celebrados a menudo con el consentimiento de los reyes, pero en grandes ocasiones —en los concilios de Epaone (517), Vaison (529), Valence (529), Orleans (538), Tours (567)— los obispos no dejan de declarar que están actuando bajo el impulso de la Santa Sede o acatan sus admoniciones; se sienten orgullosos por la aprobación papal; hacen que su nombre se lea en voz alta en las iglesias, justo como se hace en Italia y en África; citan sus decretales como fuente de ley eclesiástica; muestran indignación ante la mera idea de que alguien falle en esa consideración hacia ellas. Los obispos condenados en concilios –como Salonio de Embrun, Sagitariuo de Gap, Contumelioso de Riez– no tienen dificultad en apelar al Papa, quien después de un examen, confirma o rectifica la sentencia pronunciada contra ellos.

La accesión de la dinastía carolingia en Francia está marcada por un espléndido acto de homenaje al poder del papado; antes de asumir el título de rey, Pipino se asegura de obtener el consentimiento del Papa Zacarías. Sin querer exagerar la importancia de este acto, cuyo alcance los galicanos han hecho lo posible por minimizar, se puede permitir ver en él la evidencia de que, incluso antes de Gregorio VII, la opinión pública en Francia no era hostil a la intervención del Papa en los asuntos políticos.

A partir de ese momento los avances de la primacía romana no encuentran en Francia oponentes serios antes de Hincmaro, el famoso arzobispo de Reims, en quien algunos han querido ver al mismísimo fundador del galicanismo. Es cierto que con él aparece ya la idea de que el Papa debe limitar su actividad a los asuntos eclesiásticos y no inmiscuirse en los que pertenecen al Estado, que solo conciernen a los reyes; que su supremacía está obligada a respetar las prescripciones de los cánones antiguos y los privilegios de las iglesias; que sus decretales no pueden colocarse al mismo nivel que los cánones de los concilios. Pero parece que aquí deberíamos ver la expresión de sentimientos pasajeros, inspirados por las circunstancias particulares, mucho más que una opinión deliberada concebida con madurez y consciente de su propio significado. La prueba de ello es que el propio Hincmaro, cuando sus pretensiones a la dignidad metropolitana no están en cuestión, condena muy duramente, aun a riesgo de contradecirse, la opinión de los que piensan que el rey está sujeto sólo a Dios, y presume de “seguir a la Iglesia Romana cuyas enseñanzas“, dice citando las famosas palabras de Inocencio I, “se imponen a todos los hombres”. Su actitud, de todas formas, sobresale como un accidente aislado; el Concilio de Troyes (867) proclama que ningún obispo puede ser depuesto sin consultar a la Santa Sede; y el Concilio de Douzy (871) aunque se celebró bajo la influencia de Hincmaro, condena al obispo de Laón solo bajo reserva de los derechos del Papa.

Con los primeros capetos, las relaciones seculares entre el Papa y la Iglesia galicana parecieron tensarse momentáneamente. En los concilios de Saint-Basle de Verzy (991) y de Chelles (c. 993), en los discursos de Arnoul, obispo de Orleans, en las cartas de Gerberto, luego Papa Silvestre II, se manifiestan sentimientos de violenta hostilidad hacia la Santa Sede y hay una evidente determinación de eludir la autoridad en cuestiones de disciplina que hasta entonces se había reconocido que le correspondían a ella. Pero el papado de ese período, entregado a la tiranía de Crescencio y otros barones locales, estaba pasando por un melancólico obscurecimiento. Cuando recobró su independencia, recuperó su antigua autoridad en Francia, se deshizo la obra de los concilios de Saint-Basle y de Chelles; y príncipes como Hugo Capeto y obispos como Gerberto no tuvieron otra actitud que la sumisión. Se ha dicho que durante la época temprana de los capetos, el Papa era más poderoso en Francia que lo que nunca había sido. Bajo Gregorio VII los legados papales atravesaban Francia de norte a sur, convocaban y presidían numerosos concilios y a pesar de los esporádicos e incoherentes actos de resistencia, deponían a obispos y excomulgaban a príncipes igual que en Alemania y España.

En los dos siglos siguientes el galicanismo aún no existía; el poder pontificio alcanza su apogeo en Francia igual que en otros lugares. San Bernardo, entonces abanderado de la Universidad de París, y Santo Tomás desarrollan la teoría de ese poder, y su opinión es la de la escuela al aceptar la postura de Gregorio VII y sus sucesores respecto a los príncipes delincuentes; San Luis, a quien se ha tratado de hacer patrón del sistema galicano, todavía lo desconocía —pues ahora es un dato establecido que la Pragmática Sanción, que se le atribuyó durante mucho tiempo, es una total falsificación realizada (hacia 1445) en los ambientes de la cancillería real de Carlos VII para dar autoridad a la Pragmática Sanción de Bourges.

Sin embargo, a comienzos del siglo XIV el conflicto entre Felipe el Hermoso y Bonifacio VIII hace que surjan los primeros destellos de las ideas galicanas. Ese rey no sólo se limita a afirmar que, como soberano, es dueño único e independiente de sus temporalidades; sino que proclama altivamente que en virtud de la concesión hecha por el Papa, con el consentimiento de un concilio general a Carlomagno y sus sucesores, él tiene derecho a disponer de los beneficios eclesiásticos vacantes. Con el consentimiento de la nobleza, el Tercer Estado y una gran parte del clero, apela en el asunto de Bonifacio VIII a un futuro concilio general –lo que implica que el concilio es superior al Papa.

Las mismas ideas y otras aún más hostiles a la Santa Sede reaparecen en la lucha entre los fratricellis y Luis de Baviera contra Juan XXII, las cuales son expresadas por las plumas de Guillermo de Ockham, de Juan de Janduno y de Marsilio de Padua, profesores de la Universidad de París. Entre otras cosas niegan el origen divino de la primacía papal y someten su ejercicio al beneplácito del gobernador temporal. Siguiendo al Papa, la Universidad de París condenó estos puntos de vista; pero a pesar de todo esto, no desaparecieron del todo de la memoria, o de las disputas, de las escuelas, pues la obra principal de Marsilio, “Defensor Pacis”, fue traducida al francés en 1375, probablemente por un profesor de la Universidad de París.

El Gran Cisma volvió a despertar repentinamente estas ideas. La idea de un concilio se sugería naturalmente como medio para terminar ese desgarro melancólico de la cristiandad. Sobre esa idea pronto se injertó la “teoría conciliar” que coloca al concilio por encima del Papa, y lo convierte en el único representante de la Iglesia y único órgano de infalibilidad. Esbozada tímidamente por dos profesores de la Universidad de París, Conrado de Gelnhausen y Enrique de Langenstein, esta teoría fue completada y ruidosamente interpretada al público por Pierre d'Ailly y Gerson. Al mismo tiempo, el clero de Francia, disgustado con Benedicto XIII (antipapa), se propuso apartarse de su obediencia. Fue en la asamblea que votó sobre esta medida (1398) donde por primera vez se planteó la posibilidad de devolver a la Iglesia de Francia sus antiguas libertades y costumbres —de dar a sus prelados una vez más el derecho de conferir y disponer de los beneficios.

La misma idea pasa a primer plano en las reclamaciones presentadas en 1406 por otra asamblea del clero francés; para ganarse los votos de la asamblea, algunos oradores citaron el ejemplo de lo que estaba ocurriendo en Inglaterra. M. Haller ha concluido de esto que las llamadas Antiguas Libertades eran de origen inglés y que la Iglesia realmente las tomó prestadas de su vecino, imaginando que eran un renacimiento de su propio pasado; pero esta opinión no parece bien fundada. Los precedentes citados por M. Haller se remontan al parlamento celebrado en Carlisle de 1307, en cuya fecha las tendencias de reacción contra las reservas papales ya se habían manifestado en las asambleas convocadas por Felipe el Hermoso en 1302 y 1303. Lo máximo que podemos admitir es que las mismas ideas tuvieron un desarrollo paralelo en ambos lados del Canal.

Junto con la restauración de las “Antiguas Libertades” la asamblea del clero de 1406 intentaba mantener la superioridad del concilio sobre el Papa y la falibilidad de este último. Por muy ampliamente que hayan sido aceptadas en ese momento, estas eran solo opiniones individuales o de una escuela, cuando el Concilio de Constanza vino a darles la sanción de su alta autoridad. En sus sesiones cuarta y quinta declaró que el concilio representaba a la Iglesia; que toda persona, sin importar la dignidad de su cargo, incluido el Papa, estaba obligada a obedecerlo en lo referente a la extirpación del cisma y la reforma de la Iglesia; que incluso el Papa, si se resistía obstinadamente, podía ser obligado por un proceso de ley a obedecer en los puntos mencionados. Este fue el nacimiento o, si se prefiere llamar así, la legitimación del galicanismo.

Hasta entonces había habido en la historia de la Iglesia Galicana recriminaciones de obispos descontentos o algún gesto violento de algún príncipe disgustado en sus avariciosos planes, pero estos fueron solo ataques de resentimiento o mal humor, accidentes sin consecuencias inherentes; esta vez las disposiciones hechas contra el ejercicio de la autoridad papal tomaron un cuerpo y encontraron un punto de apoyo. El galicanismo se había implantado en las mentes de los hombres como una doctrina nacional y sólo quedaba aplicarla en la práctica. Y esta iba a ser la obra de la Pragmática Sanción de Bourges, un instrumento en el que el clero de Francia insertó los artículos de Constanza, repetidos en Basilea, y sobre esa orden asumió la autoridad para regular la colación de beneficios y la administración temporal de las iglesias sobre la única base de la ley común, bajo el patrocinio del rey e independientemente de la acción del Papa.

Todos los Papas desde Eugenio IV hasta León X no cesaron de protestar contra la Pragmática Sanción hasta que fue remplazada por el concordato de 1516. Pero si sus disposiciones desaparecieron de las leyes de Francia, los principios que encarnó, no obstante, continuaron durante un tiempo inspirando a las escuelas de teología y jurisprudencia parlamentaria. Esos principios incluso aparecieran en el Concilio de Trento, donde los embajadores, teólogos y obispos franceses los defendieron repetidamente, sobre todo cuando las cuestiones a decidir eran si la jurisdicción episcopal proviene directamente de Dios o a través del Papa, y si el concilio debía o no pedir al Soberano Pontífice la confirmación de sus decretos, etc. Entonces de nuevo, fue en nombre de las libertades de la iglesia galicana que una parte del clero y de los Parlementaires se opusieron a la publicación de ese mismo concilio; y la Corona decidió distanciarse de él y publicar lo que le pareció bueno en forma de ordenanzas emanadas de la autoridad real.

Sin embargo, hacia finales del siglo XVI, la reacción contra la negación protestante de toda autoridad al Papa y, sobre todo, el triunfo de la Liga había debilitado las convicciones galicanas en las mentes del clero, si no del Parlamento. Pero el asesinato de Enrique IV, que fue aprovechado para mover la opinión pública contra el ultramontanismo, y la actividad de Edmundo Richer, síndico de la Sorbona, provocaron, a principios del siglo XVII, un fuerte resurgimiento del galicanismo que a partir de entonces continuó ganando fuerza día a día. En 1663 la Sorbona declaró solemnemente que no admitía la autoridad del Papa sobre el dominio temporal del rey, ni su superioridad sobre un concilio general, ni la infalibilidad separada del consentimiento de la Iglesia.

En 1682 las cosas estaban mucho peor. Luis XIV decidió extender a todas las iglesias de su reino el “regalé”, o derechos de recibir los ingresos de las sedes vacantes, y de conferir las propias sedes a su gusto, a cuyos designios se opuso enérgicamente el Papa Inocencio XI. Irritado por esa oposición, el rey reunió el clero de Francia (19 marzo 1682), y los treinta y seis prelados y los treinta y cuatro diputados de segundo orden que constituían la asamblea adoptaron los cuatro artículos antes citados y los transmitieron a todos los demás obispos y arzobispos de Francia. Tres días después el rey ordenó que se registrasen esos artículos en todas las escuelas y facultades de teología; nadie podía ni siquiera ser admitido a los grados en teología sin haber afirmado esa doctrina en una de sus tesis, y estaba prohibido escribir nada contra ella. Sin embargo, la Sorbona cedió a la ordenanza del registro solo después de una enérgica resistencia. El Papa Inocencio XI manifestó su disgusto en el rescripto de 11 de abril de 1682, en el que invalidaba y anulaba todo lo que la asamblea había hecho respecto a las regalías, así como las consecuencias de esa acción; además les negó bulas a todos los miembros de la asamblea que fueron propuestos para obispados vacantes.

De igual manera su sucesor, Alejandro VIII, mediante una constitución fechada 4 de agosto de 1690, anuló como nocivos para la Santa Sede los procedimientos tanto en el asunto de las regalías como en la declaración sobre la autoridad y jurisdicción eclesiásticas, que habían sido perjudiciales para el orden y el estado clerical. Los obispos designados a quienes se les habían negado las bulas las recibieron por fin en 1693, pero sólo tras haber dirigido una carta al Papa Inocencio XI desaprobando todo lo que se había decretado en dicha asamblea respecto al poder eclesiástico y la autoridad pontificia. El mismo rey escribió al Papa (14 sept. 1693) para comunicarle que se había emitido una orden real contra la ejecución del edicto de 23 de marzo de 1682. Pero a pesar de estas desaprobaciones, de ahí en adelante la Declaración de 1682 permaneció como el símbolo vivo del galicanismo, era profesada por la gran mayoría del clero francés, defendida obligatoriamente en las facultades de teología, escuelas y seminarios, protegida de la tibieza de los teólogos franceses y los ataques de los extranjeros por la vigilancia inquisitorial de los parlamentos franceses, que nunca dejaron de condenar a la supresión cualquier obra que pareciera hostil a los principios de la Declaración.

Desde Francia el galicanismo se extendió, hacia mediados del siglo XVIII, a los Países Bajos gracias a las obras del jurisconsulto Van-Espen. Bajo el pseudónimo de Febronio, Hontheim lo introdujo en Alemania donde tomó las formas de febronianismo y josefismo. El Concilio de Pistoia (1786) incluso trató de aclimatarlo a Italia, pero su difusión fue bruscamente detenida por la Revolución, que le quitó su principal apoyo al derribar los tronos de los reyes. Contra la Revolución que los expulsó y destrozó sus sedes, a los obispos de Francia no les quedó más que unirse estrechamente con la Santa Sede. Luego del Concordato de 1801 –en sí mismo la más sorprendente manifestación del supremo poder del Papa– los gobiernos franceses pretendieron revivir, en los Artículos Orgánicos, las “Antiguas Libertades Galicanas” y la obligación de enseñar los artículos de 1682, pero el galicanismo eclesiástico nunca más resucitó, excepto bajo la forma de una vaga desconfianza hacia Roma. Con la caída de Napoleón y de los Borbones, la obra de Lamennais, de L'Avenir" y de otras publicaciones dedicadas a las ideas romanas, la influencia de Dom Gueranger y los efectos de la enseñanza religiosa que iba en aumento, la privaron cada vez más de sus partidarios.

Cuando se inauguró el Concilio Vaticano I en 1869, apenas tenía unos tímidos defensores en Francia. Fue un golpe mortal al galicanismo cuando el concilio declaró que el Papa tiene en la Iglesia la plenitud de jurisdicción en asuntos de fe, moral, disciplina y administración, y que sus decisiones ex cátedra son por sí mismas infalibles e irreformables aun sin el asentimiento de la Iglesia. Tres de los cuatro artículos fueron directamente condenados. En cuanto al restante, el primero, el Concilio no hizo una declaración específica; pero una importante indicación de la doctrina católica se dio en la condena fulminante que hizo Pío IX contra la proposición número 24 del Syllabus, en la que afirmó que la Iglesia no puede recurrir a la fuerza y no tiene autoridad temporal, directa o indirecta.

León XIII arrojó una luz más directa sobre esta cuestión en su encíclica “Immortale Dei" (12 nov. 1885), donde se lee: “Dios ha dividido el gobierno de la raza humana entre dos poderes, el eclesiástico y el civil, el primero para las cosas divinas, el segundo para las cosas humanas. Cada uno está restringido dentro de límites perfectamente determinados y definidos de conformidad con su propia naturaleza y finalidad especial. Hay, por tanto, como una esfera circunscrita en la que cada uno ejerce sus funciones jure proprio. Y en la encíclica "Sapientiae Christianae" (10 enero 1890), el mismo pontífice añade: “La Iglesia y el Estado tienen cada uno su propio poder y ninguno de los dos poderes está sujeto al otro”.

Herido de muerte, como opinión libre, por el Concilio Vaticano I, el galicanismo sólo podía sobrevivir como herejía: Y Los Viejos Católicos han tratado de mantenerlo vivo de esa manera. A juzgar por la escasez de seguidores que han reclutado —que cada día son menos— en Alemania y Suiza, parece evidente que la evolución histórica de esas ideas ha llegado a su fin.

Examen Crítico

La fuerza principal del galicanismo siempre fue la que extrajo de las circunstancias externas en las que surgió y creció: las dificultades de la Iglesia desgarrada por el cisma, las usurpaciones de las autoridades civiles; la agitación política y el interesado apoyo del rey de Francia. A pesar de ello intentó establecer su derecho a existir y legitimar su actitud hacia las teorías de las escuelas. No se puede negar que tuvo a su servicio una larga sucesión de teólogos y juristas que hicieron mucho para asegurar su éxito.

Al principio, sus primeros defensores fueron Pierre d'Ailly y Gerson, cuyas teorías un tanto atrevidas reflejaban el desorden de las ideas que prevalecían entonces y que triunfarían en el Concilio de Constanza. En el siglo XVI Almain y Major representaron una figura bien pobre en contraste con Torquemada y Cayetano, los principales teóricos de la primacía pontificia. Pero en el siglo XVII la doctrina galicana toma venganza con Richer y Launoy, que ponen tanta pasión como ciencia en sus esfuerzos por sacudir la obra de Belarmino, el más sólido edificio jamás erigido en defensa de la constitución de la Iglesia y de la supremacía papal. Pithou, Dupuy y Marca editaron textos o desenterraron de los archivos los monumentos judiciales mejor calculados para apoyar el galicanismo parlamentario.

Después de 1682 el ataque y defensa del galicanismo se concentraron casi exclusivamente en la defensa de los cuatro artículos. Mientras Charlas en su tratado anónimo sobre las libertades de la Iglesia Católica, Sáenz en su "Auctoritas infallibilis et summa sancti Petri", Rocaberti, en su tratado "De Romani pontificis auctoritate", Sfondrati en su "Gallia vindicata", asestaron severos golpes a la doctrina de la Declaración, Alejandro Natalis y Ellies Dupin rebuscaban la histórica eclesiástica buscando títulos que la defendieran.

Bossuet prosiguió al mismo tiempo la defensa sobre la base de la teología y de la historia. En su "Defensio declarationis" que no vería la luz hasta 1730, desempeñó su tarea con igual moderación que poder científico. El galicanismo también fue hábilmente combatido en las obras de Muzzarelli, Bianchi y Ballerini y defendido en las de Durand de Maillane, La Luzerne, Maret y Döllinger. Pero la disputa se prolonga más allá de su propio interés; después de todo, excepto por el alcance de algunos argumentos por ambas partes a favor o en contra, se puede decir que con la obra de Bossuet el galicanismo había alcanzado su máximo desarrollo, había sufrido sus ataques más agudos y había exhibido su medio de defensa más eficaz.

Esos medios de defensa son bien conocidos. Para la absoluta independencia del poder civil, que se afirmaba en el Primer Artículo, los galicanos sacaron su argumento de la proposición de que la teoría del poder indirecto, aceptada por Belarmino, es fácilmente reducible a la del poder directo, que él no aceptaba. Esa teoría era una novedad introducida en la Iglesia por Gregorio VII; hasta su época los pueblos cristianos y los Papas habían sufrido injusticia de parte de los príncipes sin asegurar para sí mismos el derecho a rebelarse o a excomulgar. Respecto a la superioridad de los concilios sobre los Papas, basada en los decretos del Concilio de Constanza, los galicanos intentaron defenderla principalmente apelando al testimonio de la historia que, según ellos, muestra que los concilios generales nunca han dependido de los Papas, sino que habían sido considerados la más alta autoridad para la solución de las disputas doctrinales o el establecimiento de regulaciones disciplinarias.

El Tercer Artículo se apoyaba en los mismos argumentos o sobre declaraciones de los Papas. Es cierto que el tercer artículo hacía del respeto a los cánones más una cuestión de gran decoro que de obligación hacia la Santa Sede. Además, los cánones alegados estaban entre los que se habían establecido con el consentimiento del Papa y de las Iglesias, por lo que salvaguardaba la plenitud de la jurisdicción pontificia, y Bossuet señaló que este artículo apenas había levantado protestas de los adversarios del galicanismo.

No fue así con el Cuarto Artículo, que implicaba una negación de la infalibilidad papal. Basándose principalmente en la historia, todo el argumento galicano se reducía a la posición de que los Doctores de la IglesiaSan Cipriano, San Agustín, San Basilio, Santo Tomás y el resto— no habían conocido la infalibilidad papal; que los pronunciamientos emanados de la Santa Sede habían sido sometidos a examen por los concilios; y que algunos Papas —como Liberio, Honorio, Zósimo y otros— habían promulgado decisiones dogmáticas erróneas. Sólo la línea de Papas, la Sede Apostólica, era infalible, pero cada Papa, individualmente, estaba sujeto a errores.

No es este el lugar para discutir la fuerza de esta línea de argumentación, o exponer las respuestas que obtuvo, tal investigación más apropiadamente formaría parte del artículo dedicado a la primacía de la Sede Romana. Sin embargo, sin involucrarnos en desarrollos técnicos, podemos llamar la atención a la debilidad del andamiaje bíblico sobre el galicanismo basó su estructura. No sólo se oponía a la claridad luminosa de las palabras de Cristo —“Tu eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”; “he rogado por ti, Pedro, para que tu fe no desfallezca… confirma a tus hermanos”— sino que no encuentra nada en las Escrituras que pueda justificar la doctrina de la supremacía del concilio o la distinción entre la línea de Papas y los individuos –las sedes y los sedens (las sedes y los sedentes). Suponiendo que hubiese alguna duda de que Cristo prometió infalibilidad a Pedro, es perfectamente cierto que no la prometió al concilio o a la Sede de Roma, ninguno de los cuales se menciona en los Evangelios.

La pretensión implícita en el galicanismo –que sólo las escuelas y las Iglesias de Francia poseían la verdad respecto a la autoridad del Papa, que habían sido más capaces que otros de defenderse contra las intromisiones romanas– era un insulto para el Soberano Pontífice e injusto para las otras iglesias. No pertenece a una parte de la Iglesia decidir qué concilio es ecuménico y cual no. ¿Con qué derecho Francia le negó ese honor a los concilios de Florencia (1459) y de Letrán (1513) y se lo concedió al de Constanza? ¿Por qué, sobre todo, atribuir a la decisión de este concilio, que fue solamente un expediente temporal para escapar de un punto muerto, la fuerza de un principio general, un decreto dogmático? Y además, al momento en que se tomaron estas decisiones el concilio no presentaba ni el carácter, ni las condiciones, ni la autoridad de un concilio general; no está claro que entre la mayoría de los miembros haya habido intención alguna de formular una definición dogmática, ni está probado que la aprobación posterior de Martín V a algunos de los decretos se extendiera a éstos.

Otra característica que tiende a disminuir el respeto por las ideas galicanas es su apariencia de haber sido demasiado influenciadas, original y evolutivamente, por motivos interesados. Sugeridas por teólogos ligados a los emperadores, aceptadas como expediente para recuperar la unidad de la Iglesia, nunca habían sido proclamadas más reciamente que en el curso de los conflictos que surgieron entre Papas y reyes y siempre en beneficio de los reyes. En verdad sabían demasiado a prejuicios cortesanos. “Las Libertades Galicanas”, dijo [[Joseph-Marie, Conde de Maistre |De Maestre]], “no son más que un pacto fatal firmado por la Iglesia de Francia en virtud del cual se sometió a los ultrajes del Parlamento con la condición de que se les permitiera transmitiras al Soberano Pontífice.

La historia de la asamblea de 1682 no desmiente este severo juicio. Fue un galicano –nada menos que Baillet– quien escribió: “Los obispos que sirvieron a Felipe el Hermoso eran rectos de corazón y parecían estar movidos por un celo genuino, si bien excesivamente vehemente, por los derechos de la Corona; mientras que entre aquellos cuyos consejos siguió Luis XIV había algunos que, bajo pretexto del bienestar público, solo buscaban vengarse, mediante métodos indirectos y engañosos, de aquellos a los que consideraban censores de su conducta y de sus sentimientos”.

Incluso al margen de cualquier otra consideración, las consecuencias prácticas a las que condujo el galicanismo y la manera en la que el Estado se aprovechó de él, debería bastar para apartar a los católicos de él para siempre. Fue el galicanismo el que permitió a los jansenistas condenados por los Papas eludir sus sentencias alegando que no habían recibido el consentimiento de todo el episcopado. Fue en nombre del galicanismo que los reyes de Francia impidieron la publicación de las instrucciones del Papa y prohibieron a los obispos celebrar concilios provinciales o escribir contra el jansenismo, —o, de cualquier manera, publicar acusaciones sin el endoso del canciller. El mismo Bossuet, impedido de publicar una acusación contra Richard Simón, se vio obligado a quejarse de que deseaban “someter a todos los obispos bajo el yugo en la materia esencial de su ministerio, que es la fe”.

Alegando las Libertades de la Iglesia galicana, los parlamentos franceses admitieron el appels comme d'abus contra obispos que sólo eran culpables de condenar el jansenismo o de admitir en sus breviarios el oficio de San Gregorio, sancionado por Roma; y sobre ese mismo principio general hacían que el verdugo común quemase las cartas pastorales, o condenaban a prisión o al exilio a sacerdotes cuyo único delito consistía en negar los sacramentos y el entierro cristiano a los jansenistas que se oponían a los más solemnes pronunciamientos de la Santa Sede.

Gracias a las “Libertades”, la jurisdicción y la disciplina de la Iglesia estaban casi completamente en manos del poder civil, y Fénelon dio una buena idea de todo ello cuando escribió en una de sus cartas: ”En la práctica, el rey es más nuestra cabeza que el Papa, en Francia –Libertades contra el Papa, servitud en relación con el rey– la autoridad del rey sobre la Iglesia recae en manos de los jueces laicos. Los laicos dominan a los obispos”. Y eso que Fénelon no había visto como la Asamblea Constituyente de 1790 asumió, a partir de los principios galicanos, autoridad para destruir completamente la Constitución de la Iglesia de Francia. Pues no hay un solo artículo de esa melancólica Constitución que no halle inspiración en los escritos de los juristas y teólogos galicanos. Se nos puede disculpar la tarea de adentrarnos aquí en una prueba extensa de esto; de hecho, ya es demasiado pesada la responsabilidad que carga el galicanismo a la vista de la historia y de la doctrina católica.


Fuente: Dégert, Antoine. "Gallicanism." The Catholic Encyclopedia. Vol. 6, págs. 351-356. New York: Robert Appleton Company, 1909. 20 agosto 2021 <http://www.newadvent.org/cathen/06351a.htm>.

Traducida por Pedro Royo. lmhm