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Miércoles, 30 de octubre de 2024

Iglesia de Alejandría

De Enciclopedia Católica

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La Iglesia de Alejandría, fundada por San Marcos el evangelista según la constante tradición tanto de Oriente como de Occidente, fue el centro desde el que el cristianismo se expandió por todo Egipto, núcleo del poderoso patriarcado de Alejandría. Dentro de su jurisdicción, durante su período más floreciente, tenía alrededor de 108 obispos; su territorio abarcaba las seis provincias de Libia Superior, Libia Inferior (o Pentápolis), la Tebaida, Egipto, Acadia (o Heptápolis) y Augustámnica. Al principio, el sucesor de San Marcos era el único metropolitano y gobernaba eclesiásticamente todo el territorio. Según se multiplicaban los cristianos, y se creaban otras sedes metropolitanas, se le conoció como archi-metropolitano. El título de patriarca no se usó hasta el siglo V. [Para la controversia sobre la manera de elegir a los primeros sucesores de San Marcos vea ese artículo y obispo (cf. Cabrol, Dict. darchéol. chrét., I, 1204-1210)].

Hasta el Segundo Concilio Ecuménico (381), el patriarca de Alejandría estaba al mismo nivel que el Obispo de Roma. Por el tercer canon de este concilio, confirmado después por el vigésimo octavo canon del Concilio de Calcedonia (452), el patriarca de Constantinopla, apoyado por la autoridad imperial y por una variedad de ventajas concurrentes, recibió el derecho de precedencia sobre el de Alejandría. Pero ni Roma ni Alejandría aceptaron la pretensión hasta muchos años después. Durante los dos primeros siglos de nuestra era, aunque Egipto gozó de una tranquilidad inusual, se conoce poco de la historia eclesiástica de su sede principal, más allá de una escueta lista de de sus patriarcas, transmitida principalmente por el historiador eclesiástico Eusebio de Cesarea. Ellos fueron, en orden: Aniano (m. 84); Abilio; Cerdón, uno de los presbíteros ordenados por San Marcos, Primo también llamado Efraín, ascendido desde el grado de laico; Justo (m.130), Eumenes, Marcos II; Celadión, Agripino, Julián (m. 189). Con los sucesores de Julián hay algo más que una mera lista de nombres. San Demetrio gobernó la iglesia de Alejandría durante 42 años y fue él quien depuso y excomulgó a Orígenes, a pesar de su gran obra como catequista. San Heraclas (m. 247) ejerció su poder como archi-metropolitano al deponer a Amonio, obispo de Tumis e instalar a su sucesor. (Focio, P.G., CIV, 1229)

Máximo y Teonás (282-300) seguidos de Pedro, primer ocupante de la silla de San Marcos que murió mártir (311 ó 312). Después, Aquilas, que ordenó a Arrio, ignorando su verdadero carácter, de otra manera San Atanasio no hubiera alabado a ese obispo como lo hizo. A la muerte de Aquilas, Alejandro, que demostró ser un celoso defensor de la fe ortodoxa en la lucha contra Arrio, fue elegido obispo con consentimiento unánime del clero y de la gente y a pesar de la oposición interesada de Arrio. Alejandro, acompañado por su diácono Atanasio, tomó parte en el Primer Concilio de Nicea (325) pero murió poco después (328). La facción de Melecio de Licópolis se aprovechó de su muerte, estando Atanasio ausente de la ciudad, para colocar a una criatura suya a la sede vacante, un tal Teonás, el cual sobrevivió sólo tres meses, porque cuando Atanasio regresó fue elegido para suceder a Alejandro.

De los obispos ante-nicenos que gobernaron esta iglesia, los más ilustres fueron Dionisio, así como lo fueron San Atanasio y San Cirilo entre los que subsiguientemente ocuparon la sede. Atanasio, apoyado por Roma, donde buscó protección y ayuda, invicto campeón de la verdadera fe contra Arrio, murió en 373, como glorioso confesor de la fe, tras un episcopado de 43 años. El intervalo entre la muerte de Atanasio y la accesión de San Cirilo (412) fue ocupado por Pedro II, celoso obispo, quien se vio obligado a buscar refugio en Roma ante la persecución de los arrianos (m. 381). Timoteo I (381-385) que estuvo presente en el Segundo Concilio Ecuménico, y fue honrado con el desprecio de la corte imperial porque se opuso vigorosamente y rehusó admitir el decreto que daba al patriarcado de Constantinopla rango superior al de Alejandría; Teófilo (385-412), inmediato predecesor de Cirilo. Con San Cirilo (412-444), cuya noble defensa de la Divinidad de Cristo ha hecho que su memoria sea preciosa para la Iglesia, el patriarcado de Alejandría llegó a su época más floreciente. Más de cien obispos, entre ellos diez metropolitanos, reconocían su autoridad; él mismo nos dice que la ciudad era famosa por la cantidad de iglesias, monasterios, sacerdotes y religiosos que había en ella (P. G., LXX, 972). En este momento el patriarca poseía también considerable poder político y se puede decir que llegó al zenit de su reputación. El declinar de su oficio data de mitad del siglo V. Bajo Dióscoro (444-451), el indigno sucesor de San Cirilo, la Iglesia de Alejandría se vio implicada en la herejía monofisita. Dióscoro fue depuesto y después desterrado. La elección de Proterio como patriarca católico fue seguida por un cisma abierto. Proterio fue asesinado en 457, y Timoteo Aeluro, un monofisita, fue impuesto a la sede. Así, el cisma comenzado por Dióscoro y Timoteo dio origen a dos facciones, el partido ortodoxo o católico, que mantuvo la fe en las dos naturalezas en Cristo, según prescrito por el Concilio de Calcedonia (451) y los monofisitas, que seguían la herejía de Dióscoro. Los primeros fueron conocidos como melquitas o royalistas, es decir, seguidores del emperador, y los otros como jacobitas. La posesión de la Sede de Alejandría se estuvo alternando entre ambos partidos durante algún tiempo; eventualmente cada comunión mantuvo una sucesión distinta e independiente, con lo que la iglesia de Alejandría se convirtió en la escena de problemas serios, que finalmente le acarrearon su ruina.

Tocaremos sólo brevemente los eventos más importantes que siguieron. El patriarca católico, Juan Talaia, elegido en 482, fue desterrado por el emperador Zenón, por las intrigas de su rival jacobita Pedro Mongo. En su exilio buscó refugio junto al Papa San Simplicio (468-483), que se esforzó infructuosamente por reestablecer a Juan, pero éste nunca pudo regresar a su sede. Con este destierro se interrumpió la sucesión de obispos católicos durante sesenta años, y la iglesia local cayó en una tremenda confusión. El emperador Justiniano, deseando poner fin a este estado de cosas, restauró la sucesión católica (538-539) en la persona del abad Pablo. Desafortunadamente el nuevo patriarca ofendió gravemente al emperador por lo que fue depuesto, y le sucedió Zoilo en 541. Entre los sucesores de éste último son notables Eulogio, Teodoro Scribo y San Juan Limosnero (m. 620), que le devolvieron a la Iglesia de Alejandría algo de su reputación anterior.

Mientras tanto, debido a facciones mutuas, la influencia de los jacobitas había ido desapareciendo gradualmente hasta la elección del patriarca Benjamín (620). Por otra parte, durante el enfrentamiento entre jacobitas y melquitas (católicos), el espíritu sectario había hecho desaparecer de tal manera el sentimiento de nacionalidad que en el momento de la invasión sarracena, los jacobitas, en su animosidad hacia los melquitas (el partido imperial o bizantino), no dudaron en entregar (638) sus ciudades y fortalezas a los invasores (vea Mahoma y mahometismo). El favor que aseguraron así con los conquistadores les permitió asumir una posición predominante [Dub. Rev., XXIV (1848), 439]. Hasta aquí, los melquitas, aunque eran menos numerosos que los jacobitas, habían mantenido el poder civil, con la ayuda del emperador y sus oficiales. Pero con la traición de los jacobitas no sólo perdieron el poder, sino también muchas de sus iglesias y monasterios. Después de la muerte del patriarca Pedro (654) la sucesión de los melquitas se rompió por casi 80 años, un hecho que contribuyó mucho al control completo de los jacobitas sobre el patriarcado. Durante este intervalo, el metropolitano de Tiro consagraba a los obispos católicos, cuyo número disminuyó rápidamente.

La dominación sarracena, tan alegremente recibida por los jacobitas les resultó más una maldición que una bendición, ya que sufrieron muchas y amargas persecuciones bajo los sucesivos gobernantes musulmanes. Muchos de entre el clero y los laicos apostataron. Pero tampoco escaparon los melquitas; por el contrario salieron peor parados, oprimidos tanto por jacobitas como por sarracenos. Cuando se restauró su patriarcado (727) bajo Cosmas, en el califato de Nischam, la situación era deplorable. Gracias a los esfuerzos de este patriarca recuperaron muchas de sus iglesias. Sin embargo, la ignorancia y la indolencia se habían extendido entre los melquitas. La lengua griega del servicio religioso fue remplazada por el arábigo y cuando a principios del siglo IX los venecianos llevaron a su ciudad el cuerpo de San Marcos, el ruinoso patriarcado era poco más que un nombre.

Con los jacobitas las cosas no fueron mejor. Hubo una sucesión de patriarcas no distinguidos, excepto a intervalos, cuando la sede quedaba vacante por las disputas internas. La persecución era frecuente y los renegados numerosos. Hacia el siglo XI, Alejandría había dejado de ser el único sitio donde se consagraba al patriarca, ya que El Cairo reclamaba el honor alternadamente con Alejandría, aunque la entronización se hacía en Alejandría. Un poco después, durante el patriarcado de Cristódolo (Abd-el-Messiah), El Cairo se convirtió en la residencia fija y permanente del patriarca jacobita. A principios del reinado de Saladino (1169) surgió una seria controversia entre los patriarcas jacobitas de Antioquía y los de Alejandría, sobre el uso de la confesión auricular. Los partidos jacobitas de ambos patriarcados se habían mantenido en frecuente contacto durante muchos años. En más de una acción sus relaciones se tensaron, como en tiempos de Juan X (Barsusan) de Antioquía y Cristódolo (Abd-el-Messiah) de Alejandría. Se enfrentaron sobre la apropiada presentación de las oblaciones eucarísticas en las que los jacobitas lirios tenían la costumbre de mezclar un poco de aceite y sal (Neale, Patriarcado de Alej., II, 214). Cristódolo rechazó la práctica de forma insultante. Juan de Antioquía escribió en su defensa. La nueva controversia sobre la confesión auricular cortó las relaciones antes amistosas de las dos comuniones. Marco, hijo de Kunbar, y su sucesor San Cirilo de Alejandría querían abolir completamente la práctica mientras que Miguel de Antioquía insistió de forma igualmente vigorosa a favor de su continuación. (Renaudot, Liturg. Orient., II, 50, 448; Historia Patr. Jacobit. Alex., 550; Neale, op. cit., II, 261).

Durante veinte años (1215-35) los jacobitas estuvieron sin patriarca, porque no llegaban a ningún acuerdo entre ellos. Durante este intervalo en la sucesión jacobita, Nicolás I, el patriarca melquita, apeló al Papa Inocencio III (1198-1216), implorando sus buenos oficios con los Templarios y Hospitalarios a favor de varios cristianos cautivos (Neale, op. cit., II, 279). Pocos años después (1221) cuando Daimieta había caído en manos de los sarracenos, Nicolás volvió a escribir al Papa, Honorio III (1216-27), pidiendo ayuda en las agotadoras luchas que estaban destruyendo su Iglesia. Debemos notar aquí que las revoluciones que acaecieron después en el imperio griego de Constantinopla tuvieron poco efecto en el destino de la Iglesia de Alejandría. Lo mismo puede decirse respecto a las Cruzadas, que aunque estaban cercanamente relacionadas con la historia local de Alejandría, no parece que tuvieran mucha influencia en sus asuntos eclesiásticos internos.

Queda poco por contar de las comuniones jacobita y melquita de la Iglesia de Alejandría. Ambas sufrieron mucho en la aplastante persecución del siglo XIV. Los jacobitas, completamente desmoralizados, lograron que continuara la sucesión de sus patriarcas que, como hemos visto, ya no residían en Alejandría sino en el viejo El Cairo. En su mayor extensión, el patriarcado incluía quince obispados y reclamaba la jurisdicción sobre todos los cristianos coptos de Egipto, Abisinia, Nubia y Berbería, o las tribus nativas del norte de África. Durante este oscuro período los melquitas cayeron cada vez más bajo la influencia de los patriarcas bizantinos y se hundieron más y más en el cisma griego. Su patriarca, apenas una sombra de lo que fue, reside en Estambul y se gloría del título de “Patriarca de Alejandría y Juez ecuménico”. Es un título vacío, ya que es pastor supremo de unas cinco mil almas cuando anteriormente más de cien obispos reconocían su jurisdicción y ahora solo cuatro forman el sínodo del "Juez Ecuménico". Son los obispos de Etiopía, Menfis, Damieta y Roseta. (N del T: el artículo se escribió a principios del siglo XX).

No estará fuera de lugar tratar brevemente del patriarcado latino de la Iglesia de Alejandría. Desde el siglo VII el patriarcado, como hemos visto, estuvo dividido entre jacobitas y melquitas, que eventualmente se convirtieron ambos en cismáticos. Entre los patriarcas, algunos quisieron mantener la amistad con Roma pero ninguno parece haber entrado a una comunión total con ella. Sin embargo, hubo algunos cristianos, como hoy en día, que no eran cismáticos sino que permanecieron en completa comunión con la Santa Sede. Fue sin duda a favor de ellos que en el pontificado de Inocencio III (1198-1216) se nombró un patriarca del rito latino para Alejandría. El momento parecía oportuno debido al avance de las Cruzadas; sin embargo, la fecha real es incierta. Solerio (Acta SS., Jun. VII, 1887), y el ""Lexicon Biblicum"" de Simón, citado por él, hablan de un "S. Athanasius Claromontanus pro Latinus, A. D. 1219". No hay otra mención de este patriarca, ni hay certeza de que él fuera el primer titular del patriarcado latino. Decimos que no hay certeza porque la fecha de nombramiento o quizás de consagración de Atanasio, tal como la da Solerio, es 1219, mientras que el establecimiento del patriarcado latino fue en 1215. Esto está claro por el Duodécimo Concilio General (Cuarto Concilio de Letrán), celebrado en ese año (Labbe, XI., 153). Neale (op. cit., II, 288) da una lista de los patriarcas latinos y la inicia con el nombre de Giles, un fraile dominico nombrado en 1310 por el Papa Clemente V. En adelante sigue a Solerio (Acta SS., loc. cit.), que nos da los nombres de los patriarcas latinos de 1219 a 1547.

Después de la pérdida de Tierra Santa y la expulsión de toda dominación latina en el Imperio Bizantino, el patriarca latino de Alejandría dejó de existir excepto como una mera dignidad titular (Wernz, Jus Decretalium, p. 837). En 1895, el Papa León XIII estableció un patriarcado de rito copto con dos sedes sufragáneas, Minieh y Luksor, para los coptos que seguían en comunión con la Santa Sede (Monit. Eccle., IX part. 1, 225).


Bibliografía: VANSLEB, Histoire de l'église d'Alexandrie (Paris, 1677); LE QUIEN, Oriens Chritianus (París, 1740), II, 329-512, III, 1141-46; RENAUDOT, Historia Patriarcharum Alexandr. Jacobitarum (París, 1713); SOLLERIUS, De Patriarchis Alexandrinis, in Acta ss. Jun. VII (ed. París, 1867); MORINI, De Patriarcharum et Primatum origine, in his Exercit. Select. (París, 1669); EUTIQUIO (Patriarca Melquita de Alejandría, 933-940), Alexandrinæ Ecclesiæ Origines (ed. Pococke, Oxon., 1658); NEALE, El Patriarcado de Alejandría, (2 vols. Londres 1847); MACAIRE, Hist. de l'église d'Alex. depuis Saint Marc jusqu'à nos jours (Cairo, 1894). Las antigüedades eclesiásticas de Alejandría se tratan en detalle en LECLERCQ en Dict. d'archéol. chrét. et de lit., I, 1098-1182; cf. ibid. (1177-82) una extensa bibliografía, también en CHEVALIER, Rép. des Sources hist. (Topo-Bibl.), I, 49-52.

Fuente: Woods, Joseph. "The Church of Alexandria." The Catholic Encyclopedia. Vol. 1. New York: Robert Appleton Company, 1907. <http://www.newadvent.org/cathen/01300b.htm>.

Traducido por Pedro Royo. L H M