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Martes, 19 de marzo de 2024

Ética

De Enciclopedia Católica

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Definición

Muchos escritores consideran la ética (griego ethike) como cualquier tratamiento científico del orden moral y la dividen en ética teológica o cristiana (teología moral) y ética filosófica (filosofía moral). Sin embargo, lo que se suele entender por ética es la ética filosófica, o filosofía moral, y es en este sentido que se tratará el tema en el presente artículo.

La filosofía moral es una división de la filosofía práctica. La filosofía teórica o especulativa tiene que ver con el ser o con el orden de cosas que no dependen de la razón, y su objeto es obtener, mediante la luz natural de la razón, un conocimiento de este orden en sus causas últimas. En cambio, la filosofía práctica se ocupa de lo que debería ser, o del orden de los actos que son humanos y que, por tanto, dependen de nuestra razón. También se divide en lógica y ética. La primera ordena correctamente las actividades intelectuales y enseña el método adecuado en la adquisición de la verdad, mientras que la segunda dirige las actividades de la voluntad; el objeto de la primera es la verdad; el de la segunda es el bien.

Por tanto, la ética puede definirse como la ciencia de la rectitud moral de los actos humanos de acuerdo con los primeros principios de la razón natural. La lógica y la ética son ciencias normativas y prácticas, porque prescriben normas o reglas para las actividades humanas y muestran cómo el ser humano debe dirigir sus acciones de acuerdo con estas normas. La ética es eminentemente práctica y directiva; pues ordena la actividad de la voluntad, y es esta la que pone en movimiento todas las demás facultades del hombre. Por tanto, ordenar la voluntad es lo mismo que ordenar al hombre entero. Además, la ética no solo dirige a un hombre a actuar si desea ser moralmente bueno, sino que le impone la obligación absoluta de hacer el bien y evitar el mal.

Debe hacerse una distinción entre ética y moral, o moralidad. Cada pueblo, incluso el más incivilizado e inculto, tiene su propia moralidad o suma de prescripciones que gobiernan su conducta moral. La naturaleza había dispuesto de tal modo que cada hombre se estableciera un código de conceptos y principios morales aplicables a los detalles de la vida práctica, sin necesidad de esperar las conclusiones de la ciencia. La ética es el tratamiento científico o filosófico de la moral. La materia propia de la ética son las acciones libres y deliberadas del hombre; pues sólo estas están en nuestro poder, y sólo en relación con ellas se pueden prescribir reglas, no con respecto a las acciones que se realizan sin deliberación, o por ignorancia o coerción.

Además de esto, el ámbito de la ética incluye todo aquello que se refiera a los actos humanos libres, ya sea como principio o causa de acción (ley, conciencia, virtud), o como efecto o circunstancia de la acción (mérito, castigo, etc.). El aspecto particular (objeto formal) bajo el cual la ética considera los actos libres es el de su bondad moral o la rectitud del orden que implican como actos humanos. Una persona puede ser un buen artista u orador y al mismo tiempo una persona moralmente mala o, a la inversa, un hombre puede ser moralmente bueno y ser un artista o técnico pobre. La ética tiene que ver simplemente con el orden que se relaciona con el hombre como hombre y que hace de él un buen hombre.

Al igual que la ética, la teología moral también se ocupa de las acciones morales del hombre; pero, a diferencia de la ética, tiene su origen en una verdad revelada sobrenaturalmente. Presupone la elevación del hombre al orden sobrenatural y, aunque se vale de las conclusiones científicas de la ética, extrae su conocimiento en su mayor parte de la revelación cristiana. La ética se distingue de las demás ciencias naturales que se ocupan de la conducta moral del hombre, como jurisprudencia y pedagogía en que la última no ascienden a los primeros principios, sino que toma prestadas sus nociones fundamentales de la ética y, por tanto, está subordinada a ella. Investigar qué es bueno o malo, justo o injusto, qué es virtud, ley, conciencia, deber, etc., qué obligaciones son comunes a todos los hombres, no entra en el ámbito de la jurisprudencia o de la pedagogía, sino de la ética; y sin embargo, estos principios deben ser presupuestos por la primera, deben servirle como base y guía; de ahí que estén subordinados a la ética.

Lo mismo es cierto para la economía política, la cual, en efecto, se ocupa inmediatamente de la actividad social del hombre en cuanto se refiere a la producción, distribución y consumo de mercancías materiales, pero esta actividad no es independiente de la ética; la vida industrial debe desarrollarse de acuerdo con la ley moral y debe estar dominada por la justicia, la equidad y el amor. La economía política se equivocó por completo al tratar de emanciparse de los requisitos de la ética. En la actualidad, muchos consideran la sociología como una ciencia distinta de la ética. Sin embargo, si por sociología se entiende un tratamiento filosófico de la sociedad, es una división de la ética; pues la indagación sobre la naturaleza de la sociedad en general, sobre el origen, la naturaleza, el objeto y el propósito de las sociedades naturales (la familia, el estado) y sus relaciones entre sí forman una parte esencial de la ética. Si, por el contrario, la sociología se considera como el conjunto de las ciencias que se refieren a la vida social del hombre, no es una ciencia única, sino un complejo de ciencias; y entre estas, en lo que respecta al orden natural, la ética tiene el primer reclamo.

Fuentes y Métodos de la Ética

Las fuentes de la ética son en parte la propia experiencia del hombre y en parte los principios y verdades propuestos por otras disciplinas filosóficas (lógica y metafísica). La ética tiene su origen en el hecho empírico de que ciertos principios y conceptos generales del orden moral son comunes a todas las personas en todas las épocas. Ciertamente, este hecho ha sido cuestionado con frecuencia, pero la investigación etnológica reciente lo ha colocado más allá de la posibilidad de toda duda. Todas las naciones distinguen entre lo bueno y lo malo, entre hombres buenos y hombres malos, entre la virtud y el vicio; todos están de acuerdo en esto: que vale la pena luchar por el bien, y que hay que evitar el mal, que uno merece alabanza, el otro, culpa. Aunque en casos individuales pueden no concurrir al denominar la misma cosa como buena o mala, sin embargo, están de acuerdo en cuanto al principio general de que se debe hacer el bien y evitar el mal.

El vicio en todas partes busca esconderse o ponerse la máscara de la virtud; es un principio universalmente reconocido que no debemos hacer a los demás lo que no quisiéramos que nos hicieran a nosotros. Con la ayuda de las verdades enunciadas en la lógica y la metafísica, la ética procede a dar una explicación completa de este hecho innegable, a rastrearlo hasta sus causas últimas, y luego a deducir de los principios morales fundamentales ciertas conclusiones que dirigirán al hombre, en las diversas circunstancias y relaciones de la vida, a cómo modelar su propia conducta hacia la consecución del fin para el que fue creado. Así el método adecuado de la ética es a la vez especulativo y empírico; se basa en la experiencia y en la metafísica.

La revelación cristiana sobrenatural no es una fuente apropiada de ética. Sólo pertenecen propiamente a la ética aquellas conclusiones a las que se puede llegar con la ayuda de la experiencia y los principios filosóficos. El filósofo cristiano, sin embargo, no puede ignorar la revelación sobrenatural, pero al menos debe reconocerla como una norma negativa, en la medida en que él no ha de presentar ninguna afirmación en evidente contradicción con la verdad revelada del cristianismo. Dios es la fuente de toda verdad, ya sea natural, tal como la dio a conocer la creación, o sobrenatural, tal como la revelaron Cristo y los profetas. Así como nuestro intelecto es una imagen del Intelecto Divino, así todo conocimiento científico cierto es el reflejo y la interpretación de los pensamientos del Creador encarnados en sus criaturas, una participación en su sabiduría eterna.

Dios no puede revelar sobrenaturalmente y mandarnos a creer bajo su autoridad cualquier cosa que contradiga los pensamientos expresados por él en sus criaturas y que, con la ayuda de la facultad de la razón que nos ha dado, podamos discernir en sus obras. Afirmar lo contrario sería negar la omnisciencia y veracidad de Dios, o suponer que Dios no es la fuente de toda la verdad. Por tanto, es imposible un conflicto entre la fe y la ciencia, y de ahí que el filósofo cristiano tiene que abstenerse de hacer cualquier afirmación que sea evidentemente antagónica a cierta verdad revelada. Si sus investigaciones condujesen a conclusiones que no están en armonía con la fe, debe dar por sentado que algún error se ha infiltrado en sus deducciones, así como el matemático cuyos cálculos contradicen abiertamente los hechos de la experiencia debe estar convencido de que su demostración es incorrecta.

Después de lo que se ha dicho, los siguientes métodos de ética deben rechazarse por no ser sólidos.

1. El racionalismo puro: Este sistema hace de la razón la única fuente de verdad y, por lo tanto, desde el principio excluye toda referencia a la revelación cristiana, calificando cualquier referencia como degradante y obstaculizadora de la investigación científica libre. La ley suprema de la ciencia no es la libertad, sino la verdad. No menoscaba la verdadera dignidad y libertad de la ciencia el abstenerse de afirmar lo que, según la revelación cristiana, es manifiestamente erróneo.

2. El empirismo puro también se debe rechazar, pues erigiría toda la estructura de la ética exclusivamente sobre la base de la experiencia. Esta puede hablarnos simplemente de fenómenos presentes o pasados; pero en cuanto a lo que, por necesidad y universal, debe suceder en el futuro, la experiencia no puede darnos ninguna pista sin la ayuda de principios universales y necesarios. Estrechamente aliado al empirismo está el historicismo, que considera la historia como la fuente exclusiva de la ética. Lo dicho del empirismo también se puede aplicar al historicismo. La historia se ocupa de lo que ha sucedido en el pasado y con demasiada frecuencia tiene que contar las aberraciones morales de la humanidad.

3. El positivismo es una variedad del empirismo; busca emancipar la ética de la metafísica y basarla sobre hechos solamente. Ninguna ciencia puede construirse sobre la mera base de hechos e independientemente de la metafísica. Toda ciencia debe partir de principios evidentes, que forman la base de todo conocimiento cierto. Especialmente la ética es imposible sin la metafísica, ya que es de acuerdo con la visión metafísica que tomamos del mundo que la ética se configura a sí misma. Quien considere al hombre como nada más que un bruto más altamente desarrollado, tendrá puntos de vista éticos diferentes a los de quien discierne en el hombre una criatura modelada a imagen y semejanza de Dios, que posee un alma espiritual, inmortal y destinada a la vida eterna; quien se niega a reconocer la libertad de la voluntad destruye el fundamento mismo de la ética. Si el hombre fue creado por Dios o posee un alma espiritual e inmortal que está dotada de libre albedrío, o es esencialmente diferente de la creación bruta, todas estas son preguntas pertenecientes a la metafísica. Además, la ética presupone necesariamente a la antropología. No se pueden prescribir reglas para las acciones del hombre, a menos que se comprenda claramente su naturaleza.

4. El tradicionalismo es otro sistema insostenible que durante la primera mitad del siglo XIX en Francia contó con muchos adeptos (entre otros, de Bonald, Bautain), y que presentó la doctrina de que la certeza absoluta en cuestiones religiosas y morales no se alcanza sólo con la ayuda de la razón, sino sólo a la luz de la revelación que se nos ha dado a conocer a través de la tradición. No vieron que para toda creencia razonable se presupone necesariamente cierto conocimiento de la existencia de Dios y del hecho de la revelación, y este conocimiento no puede obtenerse de la revelación. El fideísmo, o como lo llamó Paulsen, el irracionalismo de muchos protestantes, también niega la habilidad de la razón para proveer certeza en materias relativas a Dios y a la religión. Con Kant, enseña que la razón no se eleva por encima de los fenómenos del mundo visible; la fe sola puede conducirnos al reino de lo suprasensible e instruirnos en asuntos morales y religiosos. Sin embargo, esta fe no es la aceptación de la verdad por la fuerza de una autoridad externa, sino que consiste en ciertos juicios apreciativos, es decir, suposiciones o convicciones que son el resultado de la propia experiencia interior de cada uno, y que tienen, por tanto, para él un valor preciso, y corresponden a su propio temperamento peculiar. Dado que no se supone que estas persuasiones entren dentro del rango de la razón, no se pueden hacer excepciones a ellas por motivos científicos. Según esta opinión, la religión y la moral quedan relegadas al subjetivismo puro y pierden toda su objetividad y universalidad de valor.

Visión Histórica de la Ética

Dado que la ética es el tratamiento filosófico del orden moral, su historia no consiste en narrar los puntos de vista de la moralidad sostenidos por diferentes naciones en diferentes épocas; este es propiamente el alcance de la historia de la civilización y de la etnología. La historia de la ética se ocupa únicamente de los diversos sistemas filosóficos que en el transcurso del tiempo han sido elaborados con referencia al orden moral. De ahí que las opiniones expuestas por los sabios de la Antigüedad, como Pitágoras (582-500 a.C.), Heráclito (535-475 a.C.), Confucio (558-479 a.C.), apenas pertenecen a la historia de la ética; pues, aunque propusieron varias verdades y principios morales, lo hicieron de manera dogmática y didáctica, y no de una manera filosóficamente sistemática.

La ética propiamente dicha se encuentra por primera vez entre los griegos, es decir, en la enseñanza de Sócrates (470-399 a.C.). Según él, el objeto último de la actividad humana es la felicidad, y el medio necesario para alcanzarla es la virtud. Dado que todo el mundo busca necesariamente la felicidad, nadie es deliberadamente corrupto. Todo el mal surge de la ignorancia, y las virtudes son todas sin excepción muchas clases de prudencia. Por lo tanto, la virtud se puede impartir mediante la instrucción.

El discípulo de Sócrates, Platón (427-347 a.C.) declara que el summum bonum consiste en la perfecta imitación de Dios, el Bien Absoluto, una imitación que no se puede realizar plenamente en esta vida. La virtud capacita al hombre para ordenar su conducta, como debe ser, de acuerdo con los dictados de la razón y al actuar así llega a ser semejante a Dios. Pero Platón se diferenciaba de Sócrates en que no consideraba que la virtud consistiera únicamente en la sabiduría, sino también en la justicia, la templanza y la fortaleza, que constituían la armonía adecuada de las actividades del hombre. En cierto sentido, el Estado es un hombre en grande, y su función es formar a sus ciudadanos en la virtud. Para su Estado ideal propuso la comunidad de bienes y de esposas y la educación pública de los hijos.

Aunque Sócrates y Platón habían estado en primer plano en esta gran obra y habían contribuido con mucho material valioso a la edificación de la ética; sin embargo, el ilustre discípulo de Platón, Aristóteles (384-322 a.C.), debe ser considerado el verdadero fundador de la ética sistemática. Con la agudeza característica resolvió, en sus escritos éticos y políticos, la mayoría de los problemas de los que se ocupa la ética. A diferencia de Platón, que comenzó con ideas como base de su observación, Aristóteles prefirió tomar los hechos de la experiencia como punto de partida; los analizó con precisión y trató de rastrear sus causas superiores y últimas. Partió desde el punto de que todos los hombres tienden a la felicidad como el objeto último de todos sus esfuerzos, como el bien supremo, que se busca por sí mismo, y para el cual todos los demás bienes sirven simplemente como medio. Esta felicidad no puede consistir en bienes externos, sino sólo en la actividad propia de la naturaleza humana —no en la actividad inferior de la vida vegetativa y sensible como la que el hombre posee en común con las plantas y los animales, sino en la suprema y perfecta actividad de su razón, que a su vez brota de la virtud.

Sin embargo, esta actividad debe ejercerse en una vida perfecta y duradera. El placer supremo está naturalmente ligado a esta actividad; sin embargo, para constituir la felicidad perfecta, los bienes externos también deben suplir su parte. La verdadera felicidad, aunque preparada para él por los dioses como objeto y recompensa de la virtud, sólo puede alcanzarse mediante el esfuerzo individual del hombre. Con aguda penetración, Aristóteles procede a investigar sucesivamente cada una de las virtudes intelectuales y morales, y su tratamiento de ellas debe, incluso en la actualidad, ser considerado en gran parte correcto. La naturaleza del Estado y de la familia fue, en general, explicada correctamente por él. La única lástima es que su visión no penetró más allá de esta vida terrena y que nunca vio claramente las relaciones del hombre con Dios.

Un giro más hedonista (edone, "placer") en la ética comienza con Demócrito (alrededor de 460-370 a.C.), quien considera una disposición perpetuamente alegre y feliz como el mayor bien y felicidad del hombre. El medio para ello es la virtud, que nos hace independientes de los bienes externos, —en la medida en que eso sea posible— y que discrimina sabiamente entre los placeres que se deben buscar y los que se deben evitar. El sensualismo puro o hedonismo fue enseñado por primera vez por Aristipo de Cirene (435-354 a.C.), según el cual el mayor placer posible es el fin y bien supremo del esfuerzo humano. Epicuro (341-270 a.C.) se diferencia de Aristipo en que sostiene que la mayor suma total posible de goces espirituales y sensuales, con la mayor libertad posible del disgusto y el dolor, es el mayor bien del hombre. La virtud es la norma directiva adecuada en la consecución de este fin.

Los cínicos, Antístenes (444-369 a.C.) y Diógenes de Sinope (414-324 a.C.), enseñaron el contrario directo del hedonismo, a saber, que la virtud sola basta para la felicidad, que el placer es un mal y que el hombre verdaderamente sabio está por encima de las leyes humanas. Esta enseñanza pronto degeneró en altanería y desprecio abierto por la ley y por el resto de los hombres (cinismo).

Los estoicos, Zenón (336-264 a.C.) y sus discípulos, Cleantes, Crisipo y otros, se esforzaron por refinar y perfeccionar las opiniones de Antístenes. La virtud, en su opinión, consiste en que el hombre viva según los dictados de su racionalidad y, como la naturaleza individual de cada uno no es más que una parte de todo el orden natural, la virtud es, por tanto, el acuerdo armonioso con la Razón Divina, que configura todo el curso de la naturaleza. No está del todo claro si concibieron esta relación de Dios con el mundo en un sentido panteísta o teísta. La virtud debe buscarse por sí misma y es suficiente para la felicidad del hombre. Todas las demás cosas son indiferentes y, según lo requieran las circunstancias, deben ser perseguidas o rechazadas. Las pasiones y los afectos son malos, y el sabio es independiente de ellos. Entre los estoicos romanos estaban Séneca (4 a.C. - 65 d.C.), Epicteto (nacido alrededor del 50 d.C.) y el emperador Marco Aurelio (121-180 d.C.), sobre quienes, sin embargo, al menos sobre los dos últimos, las influencias cristianas ya habían comenzado a hacerse sentir.

Cicerón (106-43 a.C.) no elaboró un nuevo sistema filosófico propio, sino que eligió aquellos puntos de vista particulares de los diversos sistemas de la filosofía griega que le parecieron mejores. Sostuvo que la bondad moral, que es el objeto general de todas las virtudes, consiste en lo que le conviene al hombre como un ser racional a diferencia del bruto. Las acciones son a menudo buenas o malas, justas o injustas, no debido a instituciones o costumbres humanas, sino por su propia naturaleza intrínseca. Por encima y más allá de las leyes humanas, existe una ley natural que abarca a todas las naciones y a todas las épocas, expresión de la voluntad racional del Dios Altísimo, de cuya obediencia ninguna autoridad humana puede eximirnos. Cicerón ofrece una exposición exhaustiva de las virtudes cardinales y las obligaciones relacionadas con ellas; insiste especialmente en la devoción a los dioses, sin la cual la sociedad humana no podría existir.

Paralelamente a los sistemas éticos griegos y romanos antes mencionados, corre una tendencia escéptica, que rechaza toda ley moral natural, basa todo el orden moral en la costumbre o la arbitrariedad humana y libera al sabio de la sujeción a los preceptos ordinarios del orden moral. Esta tendencia fue impulsada por los sofistas, contra quienes se enfrentaron Sócrates y Platón, y más tarde por Carnea, Teodoro de Cirene y otros.

Con los albores del cristianismo comenzó una nueva época en la ética. El antiguo paganismo nunca tuvo un concepto claro y definido de la relación entre Dios y el mundo, de la unidad del género humano, del destino del hombre, de la naturaleza y el significado de la ley moral. El cristianismo primero arrojó plena luz sobre estas y otras cuestiones similares. Como enseña San Pablo (Rom. 2,14 ss.), Dios ha escrito su ley moral en el corazón de todos los hombres, incluso de aquellos fuera de la influencia de la revelación cristiana; esta ley se manifiesta en la conciencia de todo hombre y es la norma según la cual todo el género humano será juzgado el día del juicio final. Como consecuencia de sus inclinaciones perversas, esta ley se había oscurecido y distorsionado en gran medida entre los paganos; el cristianismo, sin embargo, le devolvió su prístina integridad.

Así también la ética recibió su estímulo más rico y fructífero. Ahora se desarrollaron métodos éticos adecuados, y la filosofía estaba en condiciones de seguir y desarrollar estos métodos por medios suministrados desde su propio acopio. Este curso fue pronto adoptado en las primeras épocas de la Iglesia por los Padres y escritores eclesiásticos, como Justino Mártir, Ireneo, Tertuliano, Clemente de Alejandría, Orígenes, pero especialmente los ilustres Doctores de la Iglesia, Ambrosio, Jerónimo y Agustín, quienes , en la exposición y defensa de la verdad cristiana, se valieron de los principios establecidos por los filósofos paganos.

Es cierto que los Padres no tuvieron ocasión de tratar las cuestiones morales desde un punto de vista puramente filosófico e independientemente de la revelación cristiana; pero en la explicación de la doctrina católica, sus discusiones condujeron naturalmente a investigaciones filosóficas. Esto es particularmente cierto en el caso de San Agustín, quien procedió a desarrollar completamente a lo largo de líneas filosóficas y a establecer firmemente la mayoría de las verdades de la moral cristiana. Trató de la manera más clara y penetrante la ley eterna (lex aeterna), tipo original y fuente de todas las [ley]]es temporales, la ley natural, la conciencia, el fin último del hombre, las virtudes cardinales, el pecado, el matrimonio, etc. Apenas nos presenta una parte de la ética, pero se enriquece con sus agudos comentarios filosóficos. Los escritores eclesiásticos posteriores siguieron sus pasos.

Una línea más marcada de separación entre filosofía y teología, y en particular entre ética y teología moral, se encuentra por primera vez en las obras de los grandes escolásticos de la Edad Media, especialmente de Alberto el Grande (1193-1280), Tomás de Aquino (1225 -1274), Buenaventura (1221-1274) y Duns Escoto (1274-1308). La filosofía y, por medio de ella, la teología cosecharon abundantes frutos de la obra de Aristóteles, que hasta entonces había sido un tesoro sellado para la civilización occidental, y que había sido dilucidado por primera vez por los detallados y profundos comentarios de San Alberto Magno y Santo Tomás de Aquino y puesto al servicio de la filosofía cristiana.

Lo mismo es particularmente cierto en lo que respecta a la ética. Santo Tomás, en sus comentarios sobre los escritos políticos y éticos del Estagirita, en su "Summa contra Gentiles" y sus "Quaestiones disputatae", trató con su acostumbrada claridad y penetración casi toda la gama de la ética de una manera puramente filosófica, de modo que incluso hasta el día de hoy sus palabras son una fuente inagotable de donde la ética obtiene su suministro. Los filósofos y teólogos católicos de las épocas posteriores han continuado construyendo sobre los cimientos que él asentó.

Es cierto que en los siglos XIV y XV, gracias sobre todo a la influencia de los denominados nominalistas, se inicia un período de estancamiento y decadencia, pero el siglo XVI está marcado por un renacimiento. También las cuestiones éticas, aunque tratadas en gran parte en relación con la teología, vuelven a ser objeto de una cuidadosa investigación. Mencionamos como ejemplos a los grandes teólogos Victoria, Domingo Soto, Luis de Molina, Francisco Suárez, Lessius y De Lugo. Desde el siglo XVI se han erigido cátedras especiales de ética (filosofía moral) en muchas universidades católicas. Sin embargo, las obras más amplias y puramente filosóficas sobre ética no aparecen hasta los siglos XVII y XVIII, como ejemplo de lo cual podemos ejemplificar la producción de I. Schwarz, "Instituitiones juris universalis naturae et gentium" (1743).

Muy diferentes de los métodos éticos católicos fueron los adoptados en su mayor parte por los protestantes. Con el rechazo de la autoridad docente de la Iglesia, cada individuo se convirtió en principio en su propio maestro supremo y árbitro en asuntos relacionados con la fe y la moral. Es cierto que los reformadores se aferraron a la Sagrada Escritura como la fuente infalible de la revelación, pero en cuanto a qué le pertenece o no, si está inspirada y en qué medida, y cuál es su significado, —todo esto se dejó a la decisión final del individuo. El resultado inevitable fue que la filosofía arrojó al viento con arrogancia toda consideración por la verdad revelada, y en muchos casos se vio envuelta en los errores más perniciosos. Melanchthon, en su "Elementa philosophiae moralis", todavía se aferró a la filosofía aristotélica; también lo hizo Hugo Grocio, en su obra "De jure belli et pacis". Pero Cumberland y su seguidor, Samuel Pufendorf, además, asumieron, con Descartes, que el fundamento último para toda distinción entre el bien y el mal radica en la libre determinación de la voluntad de Dios, una visión que hace que el tratamiento filosófico de la ética sea fundamentalmente imposible.

Un factor bastante influyente en el desarrollo de la ética fue Thomas Hobbes (1588-1679). Él supone que la raza humana existió originalmente en una condición ruda (status naturæ) en la que cada hombre era libre de actuar como quisiera, y poseía el derecho a todas las cosas, de donde surgió una guerra de todos contra todos. Para que el resultado no fuese la destrucción, se decidió abandonar esta condición de naturaleza y fundar un estado en el que, por acuerdo, todos estuviesen sujetos a una voluntad común (un gobernante). Esta autoridad ordena, por la ley del Estado, lo que todos deben considerar como bueno y como malo, y sólo entonces surge una distinción entre el bien y el mal de fuerza universal vinculante para todos.

El panteísta Benito Espinosa (1632-1677) considera el instinto de autoconservación como fundamento de la virtud. Todo ser está dotado del impulso necesario para afirmarse y, dado que la razón no exige nada contrario a la naturaleza, exige que cada uno siga este impulso y se esfuerce por conseguir lo que le sea útil. Y cada individuo posee poder y virtud en la medida en que obedece a este impulso. La libertad de la voluntad consiste simplemente en la capacidad de seguir sin restricciones este impulso natural.

Shaftesbury (1671-1713) basa la ética en los afectos o inclinaciones del hombre. Hay inclinaciones simpáticas, idiopáticas y antinaturales. La primera de ellas se refiere al bien común, la segunda al bien privado del agente, la tercero se opone a los otros dos. Para llevar una vida moralmente buena, hay que librar la guerra contra los impulsos antinaturales, mientras que deben armonizarse las inclinaciones idiopáticas y compasivas. Esta armonía constituye la virtud, en cuyo logro, el principio rector subjetivo del conocimiento es el "sentido moral", una especie de instinto moral. Esta teoría del "sentido moral" fue desarrollada por Hutcheson (1694-1746); mientras tanto, Thomas Reid (1710-1796) sugirió el "sentido común" como la norma más elevada de conducta moral. En Francia, los filósofos materialistas del siglo XVIII — como Helvetio, de la Mettrie, Holbach, Condillac y otros — - difundieron las enseñanzas del sensualismo y el hedonismo tal como las entendía Epicuro.

Immanuel Kant (1724-1804) introdujo una revolución completa en la ética. Del naufragio de la razón teórica pura, buscó el rescate en la razón práctica, en la que encontró una ley moral absoluta, universal y categórica. Esta ley no debe concebirse como una promulgación de una autoridad externa, pues esto sería heteronomía, que es ajena a la verdadera moralidad; es más bien la ley de nuestra propia razón, que es, por tanto, autónoma, es decir, debe ser observada por sí misma, sin tener en cuenta ningún placer o utilidad que de ella se derive. Sólo es moralmente buena la voluntad que obedece a la ley moral bajo la influencia de tal principio o motivo subjetivo como el que el individuo pueda desear para que se convierta en ley universal para todos los hombres. Los seguidores de Kant han seleccionado de su ética ahora una doctrina, luego otra, y han combinado con ella varios sistemas panteístas. Fichte sitúa el bien supremo y el destino del hombre en la absoluta espontaneidad y libertad; Schleiermacher, en la cooperación con la civilización progresiva de la humanidad. Una visión similar se repite sustancialmente en los escritos de Wilhelm Wundt y, hasta cierto punto, en los del pesimista Edward von Hartmann, aunque este último considera la cultura y el progreso simplemente como medios para el fin último, que, según él, consiste en liberar al Absoluto del tormento de la existencia.

El sistema de Cumberland, que mantenía el bien común de la humanidad como fin y criterio de la conducta moral, fue renovado sobre una base positiva en el siglo XIX por Auguste Comte y ha contado con muchos adeptos, por ejemplo, en Inglaterra, John Stuart Mill, Henry Sidgwick, Alexander Bain; en Alemania, G.T. Fechner, F.E. Beneke, F. Paulsen y otros. Herbert Spencer (1820-1903) buscó lograr un compromiso entre el utilitarismo social (altruismo) y el utilitarismo privado (egoísmo) de acuerdo con la teoría de la evolución. En su opinión, esa conducta es buena y sirve para aumentar la vida y el placer sin ninguna mezcla de desagrado. Sin embargo, como consecuencia de la falta de adaptación del hombre a las condiciones de vida, tal bondad absoluta de conducta todavía no es posible y, por lo tanto, deben establecerse varios compromisos entre el altruismo y el egoísmo. No obstante, con el progreso de la evolución, esta adaptabilidad a las condiciones existentes se volverá cada vez más perfecta y, en consecuencia, los beneficios que obtenga el individuo de su propia conducta serán más útiles para la sociedad en general. En particular, la simpatía (en la alegría) nos permitirá disfrutar de las acciones altruistas.

La gran mayoría de los filósofos morales no cristianos ha seguido el camino recorrido por Spencer. Partiendo de la suposición de que el hombre, mediante una serie de transformaciones, evolucionó gradualmente del bruto y, por lo tanto, difiere de él solo en grado, buscan las primeras huellas y comienzos de las ideas morales en el bruto mismo. Charles Darwin había realizado algunos trabajos preparatorios en este sentido, y Spencer no dudó en descartar la ética bruta, la justicia prehumana, la conciencia y el autocontrol de los brutos. Los evolucionistas actuales siguen su punto de vista e intentan mostrar cómo la moralidad animal en el hombre se ha vuelto cada vez más perfecta. Con la ayuda de analogías tomadas de la etnología, relatan cómo la humanidad originalmente deambulaba por la faz de la tierra en hordas semisalvajes, no sabía nada del matrimonio ni de la familia y solo gradualmente alcanzó un nivel superior de moralidad. Estas son las más simples creaciones de fantasía. Si el hombre no es más que una bestia altamente desarrollada, no puede poseer un alma espiritual e inmortal, y ya no se puede cuestionar la libertad de la voluntad, la futura retribución del bien y el mal, ni el hombre en consecuencia puede verse obstaculizado de ordenar su vida como le plazca y de considerar el bienestar de los demás sólo en la medida en que redunde en su propio beneficio.

Al igual que los evolucionistas, también los socialistas favorecen la teoría de la evolución desde su punto de vista ético; sin embargo, estos últimos no basan sus observaciones en principios científicos, sino en consideraciones sociales y económicas. Según K. Marx, F. Engels y otros exponentes de la llamada "interpretación materialista de la historia", todos los conceptos morales, religiosos, jurídicos y filosóficos no son sino el reflejo de las condiciones económicas de la sociedad en la mente de los hombres. Ahora bien, estas relaciones sociales están sujetas a cambios constantes; de ahí que las ideas de moral, religión, etc. también cambian continuamente. Cada época, cada pueblo, e incluso cada clase en un pueblo dado, forma sus ideas morales y religiosas de acuerdo con su propia situación económica peculiar. Por tanto, no existe ningún código moral universal que obligue a todos los hombres en todo momento; la moral actual no es de origen divino, sino producto de la historia, y pronto tendrá que dar lugar a otro sistema de moralidad.

Aliado a esta interpretación histórica materialista, aunque derivado de otras fuentes, está el sistema del relativismo, que no reconoce verdades absolutas e inmutables respecto a la ética o cualquier otra cosa. Quienes siguen esta opinión afirman que no podemos saber nada objetivamente verdadero. Los hombres se diferencian unos de otros y están sujetos a cambios, y con ellos también cambian la manera y los medios de ver el mundo que los rodea. Además, los juicios emitidos sobre asuntos religiosos y morales dependen esencialmente de las inclinaciones, intereses y carácter de la persona que juzga, mientras que estos últimos varían constantemente. El pragmatismo se diferencia del relativismo en la medida en que sólo debe considerarse verdadero lo que la experiencia demuestra que es útil; y, como la misma cosa no siempre es útil, la verdad inmutable es imposible.

En vista del caos de opiniones y sistemas que acabamos de describir, no debe sorprendernos que, en lo que respecta a los problemas éticos, el escepticismo esté extendiendo su dominio hasta los límites más extremos; de hecho, muchos exhiben un desprecio formal por la moral tradicional. Según Max Nordau, los preceptos morales no son más que "mentiras convencionales"; Según Max Stirner, sólo es bueno lo que sirve a mis intereses, mientras que el bien común, el amor a todos los hombres, etc., no son más que fantasmas vacíos. Los hombres de genio y superioridad en particular están llegando a ser considerados cada vez más como exentos de la ley moral.

Nietzsche es el creador de una escuela cuyas doctrinas se basan en estos principios. Según él, la bondad se identificó originalmente con la nobleza y la gentileza de rango. Cualquier cosa que hiciera el hombre de rango y poder, todas las inclinaciones que poseía eran buenas. El proletariado pisoteado, en cambio, era malo, es decir, inferior e innoble, sin que se le diera ningún otro sentido despectivo a la palabra malo. Fue sólo mediante un proceso gradual que la multitud oprimida a través del odio y la envidia desarrolló la distinción entre el bien y el mal, en el sentido moral, al calificar como malas las características y la conducta de los que están en el poder y rango, y como bueno su propio comportamiento.

Y así surgió la oposición entre la moral del amo y la del esclavo. Los que estaban en el poder seguían considerando sus propias inclinaciones egoístas como nobles y buenas, mientras que la población oprimida elogiaba los "instintos del rebaño común", es decir, todas esas cualidades necesarias y útiles para su existencia —como la paciencia, la mansedumbre, la obediencia y el amor al prójimo. La debilidad se convirtió en bondad, el servilismo vergonzoso se convirtió en humildad, la sujeción a los odiados opresores en obediencia y la cobardía significó paciencia. "Toda moral es un engaño largo y audaz". Por tanto, el valor atribuido a los conceptos predominantes de moralidad debe reorganizarse por completo. La superioridad intelectual está por encima y más allá del bien y del mal como se entiende en el sentido tradicional. No existe un orden moral superior al que estén sujetos hombres de tal calibre. El fin de la sociedad no es el bien común de sus miembros; la aristocracia intelectual (el superhombre) es su propio fin; en su nombre, el rebaño común, los "superhombres", debe ser reducido a la esclavitud y diezmado. Así como corresponde a cada individuo decidir quién pertenece a esta aristocracia intelectual, cada hombre tiene la libertad de emanciparse del orden moral existente.

En conclusión, cabe señalar otra tendencia en la ética, que se ha manifestado por todas partes; a saber, el esfuerzo por hacer que toda moral sea independiente de toda religión. Está claro que muchos de los sistemas éticos antes mencionados excluyen esencialmente todo respeto por Dios y la religión, y esto es cierto especialmente de los sistemas materialistas, agnósticos y, en último análisis, de todos los panteístas. Aparte, también, de estos sistemas, la "moral independiente", llamada también "moral laica", ha ganado muchos seguidores y defensores. Las ideas de Kant formaron la base de esta tendencia, pues él mismo fundó un código de moralidad sobre el imperativo categórico y declaró expresamente que la moral se basta a sí misma y, por tanto, no necesita la religión. Muchos filósofos modernos —Herbart, Eduard von Hartmann, Zeller, Wundt, Paulsen, Ziegler y varios otros— han seguido a Kant a este respecto.

Durante varias décadas se han realizado intentos prácticos para emancipar la moral de la religión. En Francia, la instrucción religiosa fue desterrada de las escuelas en 1882 y la instrucción moral fue sustituida. Esta tendencia manifiesta una vívida actividad en lo que se conoce como el "movimiento ético", cuyo hogar, propiamente hablando, está en Estados Unidos. En 1876, Felix Adler, profesor de la Universidad de Cornell, fundó la "Sociedad para la Cultura Ética", en la ciudad de Nueva York. En otras ciudades se formaron sociedades similares, las cuales se consolidaron en 1887 en la "Unión de las Sociedades para la Cultura Ética". Además de Adler, los principales propagadores del movimiento oralmente y por escrito fueron W.M. Salter y Stanton Coit. Se declaró que el propósito de estas sociedades es "el mejoramiento de la vida moral de los miembros de las sociedades y de la comunidad a la que pertenecen, sin tener en cuenta opiniones teológicas o filosóficas".

En la mayoría de los países europeos, las sociedades éticas se fundaron sobre el modelo de la organización estadounidense. Todas estas se combinaron en 1894 en la "Asociación Internacional de Ética". Su propósito, es decir, la mejora de la condición moral del hombre, es ciertamente digno de elogio, pero es erróneo suponer que tal mejora moral puede lograrse sin tener en cuenta la religión. De hecho, muchos miembros de las sociedades éticas son abiertamente antagonistas de todas las religiones y, por lo tanto, eliminarían las escuelas denominacionales y reemplazarían la enseñanza religiosa por una mera instrucción moral. Incluso sobre consideraciones puramente éticas, tales intentos deben ser rechazados sin vacilar. Si es cierto que incluso en el caso de los adultos la instrucción moral sin religión, sin obligación o sanción superior, es una nulidad, una farsa sin sentido, ¿cuánto más lo es en el caso de los jóvenes?

Es evidente que, juzgados desde el punto de vista del cristianismo, estos esfuerzos deben encontrar una condena aún más decidida. Los cristianos están obligados a observar no solo las prescripciones de la ley natural, sino también todos los preceptos dados por Cristo sobre la fe, la esperanza, el amor, el culto divino y la imitación de Él mismo. El cristiano, además, sabe que sin la gracia divina y, por tanto, sin la oración y la recepción frecuente de los sacramentos, es imposible una vida moralmente buena durante un período considerable de tiempo. Por lo tanto, desde sus primeros años, los jóvenes no solo deben recibir una instrucción completa en todos los mandamientos, sino que deben ser ejercitados y entrenados en el uso práctico de los medios de la gracia. La religión debe ser el suelo y la atmósfera en la que la educación se desarrolla y florece.

Si bien, entre los no católicos desde la Reforma, y especialmente desde Kant, ha habido una tendencia creciente a divorciar la ética de la religión y a disolverla en innumerables sistemas osados y frecuentemente contradictorios, los católicos en su mayor parte se han mantenido libres de estos errores, porque siempre han encontrado una orientación segura en la autoridad docente infalible de la Iglesia, la Guardiana de la revelación cristiana. Es cierto que hacia fines del siglo XVIII y principios del XIX, el iluminismo y el racionalismo penetraron aquí y allá en los círculos católicos e intentaron reemplazar la teología moral por una ética puramente filosófica, y a su vez transformar esta última según la autonomía kantiana. Este movimiento, sin embargo, fue sólo una fase pasajera. Con un despertar de la actividad de la Iglesia, se dio un nuevo impulso a la ciencia católica, que benefició también a la ética y produjo en su dominio algunos frutos excelentes. Se recurrió nuevamente al pasado ilustre del catolicismo, mientras que, al mismo tiempo, los sistemas éticos modernos dieron ocasión a una investigación y verificación a fondo de los principios del orden moral.

Luigi Taparelli abrió el camino con su gran obra "Saggio teoretico di diritto naturale appogiato sul fatto" (1840-43). Luego le siguieron en Italia, Audisio, Rosmini, Liberatore, Sanseverino, Rosselli, Zigliara, Signoriello, Schiffini, Ferretti, Tálamo y otros. En España este resurgimiento de la ética se debió, entre otros, a J. Balmes, Donoso Cortés, Zefirio González, Mendive, R. de Cepeda; en Francia y Bélgica, a de Lehen (Institutos de droit naturel), de Margerie, Onclair, Ath, Vallet, Charles Périn, Piat, de Pascal, Moulart, Castelein; en Inglaterra y Estados Unidos, a Joseph Rickaby, Jouin, Russo, Hollaind, J.J. Ming. En los países de habla alemana, el despertar del escolasticismo en general comienza con Kleutgen (Theologie der Vorzeit, 1853); Philosophie der Vorzeit, 1860), y de la ética en particular con Th. Meyer (Die Grundsätze der Sittlichkeit und des Rechts, 1868; Institutiones juris naturalis seu philosophiae moralis universae, 1885-1900). Después de ellos vinieron A. Stöckl, Ferd. Walter, Karl Ernst, Moy de Sons, C. Gutberlet, P. J. Stein, Brandis, Costa-Rossetti, A.M. Weiss, Renninger, Lehmen, Willems, V. Frins, Heinrich Pesch y otros. Pasamos por alto numerosos escritores católicos, que se han especializado en sociología y economía política.

Esquema de la Ética

Está claro que la siguiente declaración no puede pretender tratar a fondo todas las cuestiones éticas; más bien pretende brindar al lector una idea de los problemas más importantes que aborda la ética, así como de los métodos adoptados en su tratamiento. La ética generalmente se divide en dos partes: ética general o teórica y ética especial o aplicada. La ética general expone y verifica los principios y conceptos generales del orden moral; la ética especial aplica estos principios generales a las diversas relaciones del hombre y determina sus deberes en particular.

La razón misma puede elevarse del conocimiento de la creación visible al conocimiento certero de la existencia de Dios, origen y fin de todas las cosas. La estructura de la ética debe basarse sobre esta verdad fundamental. Dios creó al hombre, como creó todas las cosas, para su propio honor y gloria. El fin último es el motivo propio de la actividad de la voluntad. Si Dios no fuese el objeto y fin último de su propia actividad, dependería de sus criaturas y no sería infinitamente perfecto. Él es, entonces, el fin último de todas las cosas, son creadas por su amor, no, de hecho, para que pueda obtener algún beneficio de ellas, que sería repugnante para un ser infinitamente perfecto, sino para su gloria. Deben manifestar su bondad y perfección. Las criaturas irracionales no pueden por sí mismas glorificar directamente a Dios, pues son incapaces de conocerlo. Están destinadas como un medio para el fin para el que fue creado el hombre racional.

El fin del hombre, sin embargo, es conocer a Dios, amarlo y servirlo, y así alcanzar la felicidad perfecta e interminable. Todo hombre tiene en su interior un deseo irresistible e indestructible de la felicidad perfecta; busca estar libre de todo mal y poseer todo bien alcanzable. Este impulso hacia la felicidad se basa en la naturaleza del hombre; es implantado allí por su Hacedor; y por lo tanto se realizará debidamente, si nada falta por parte del esfuerzo individual del hombre. Pero la felicidad perfecta es inalcanzable en la vida presente, si no por otra razón, al menos porque esa muerte inexorable pone fin temprano a toda felicidad terrenal. Hay reservada para el hombre una vida mejor, si libremente elige glorificar a Dios aquí en la tierra. Será la corona de la victoria que se le conferirá en el futuro, si en la actualidad permanece sujeto a Dios y guarda sus Mandamientos. Esta vida terrena y el orden moral adquieren su significado y valor adecuados solo desde el punto de vista de la eternidad. Pero, ¿cómo llega el hombre, considerado en el orden natural, o al margen de toda influencia de revelaciones sobrenaturales, a saber lo que Dios requiere de él aquí abajo, o cómo ha de servirle y glorificarle para llegar a la felicidad eterna? Mediante la ley natural.

Desde la eternidad existió en la mente de Dios la idea del mundo, que él decidió crear, así como el plan de gobierno según el cual deseaba gobernar el mundo y dirigirlo hacia su fin. Esta ordenación que existe en la mente de Dios desde toda la eternidad, y que depende de la naturaleza y las relaciones esenciales de los seres racionales, es la ley eterna de Dios (lex aeterna Dei), la fuente de donde surgen todas las leyes temporales. Dios no mueve y gobierna a sus criaturas por un mero ímpetu directivo externo, como el arquero hace con la flecha, sino por medio de impulsos e inclinaciones internas, que Él ha ligado a sus naturalezas. Las criaturas irracionales son impulsadas, por medio de fuerzas físicas o impulsos e instintos naturales, a ejercer la actividad que les es propia y a mantener el orden diseñado para ellas. El hombre, en cambio, es un ser dotado de razón y libre albedrío; como tal, no puede ser guiado por impulsos e instintos ciegos de una manera conforme a su naturaleza, sino que debe depender necesariamente de principios y juicios prácticos que le indican cómo debe ordenar su conducta. La naturaleza debe manifestarle estos principios de una forma u otra.

Todas las cosas creadas llevan implantadas en su naturaleza ciertos principios rectores, necesarios para sus actividades correspondientes. El ser humano no debe ser una excepción a esta regla. Debe ser guiado por una luz innata natural, que le manifieste lo que debe hacer o no hacer. Esta luz natural es la ley natural. Cuando decimos que el hombre posee una luz natural e innata, no debe entenderse en el sentido de que el hombre tiene ideas innatas. Las ideas innatas no existen. Sin embargo, es cierto que el Creador ha dotado al hombre de la capacidad y la inclinación para formar muchos conceptos y desarrollar principios. Tan pronto como llega al uso de la razón, forma, por necesidad natural, sobre la base de la experiencia, ciertos conceptos generales de la razón teórica —por ejemplo, los de ser y no ser, de causa y efecto, de espacio y tiempo— y así llega a principios universales, por ejemplo, que "nada puede existir y no existir al mismo tiempo", que "todo efecto tiene su causa", etc.

Según es en el orden teórico, así también en el orden práctico. Tan pronto como la razón se ha desarrollado suficientemente, y el individuo puede de una u otra manera juzgar prácticamente que él es algo más que un simple animal, por una necesidad intrínseca de su naturaleza, forma el concepto del bien y del mal, es decir, de algo que es propio a la naturaleza racional que lo distingue del bruto y por lo que vale la pena luchar, y algo que es impropio y, por lo tanto, debe evitarse. Y, como por naturaleza se siente atraído por lo bueno y repelido por lo malo, naturalmente forma los juicios de que "se debe hacer el bien y evitar el mal", que "el hombre debe vivir según los dictados de la razón", etc. De sus propias reflexiones, sobre todo asistido por la instrucción de otros, llega fácilmente a la conclusión de que en estos juicios tiene su expresión la voluntad de un ser superior, del Creador y Diseñador de la naturaleza. A su alrededor percibe que todas las cosas están bien ordenadas, de modo que le es muy fácil discernir en ellas la obra de un poder superior y omnisciente. Él mismo ha sido designado para ocupar en el dominio de la naturaleza la posición de amo y señor; él también debe llevar una vida bien regulada, como corresponde a un ser racional, no solo porque él mismo la elija, sino también en obediencia a su Creador. El hombre no se entregó a sí mismo su naturaleza con todas sus facultades e inclinaciones; la recibió de un ser superior, cuya sabiduría y poder se le manifiestan en todas partes en la Creación.

Los juicios y principios prácticos generales: "Haz el bien y evita el mal", "Lleva una vida regulada según la razón", etc., de los que se derivan todos los Mandamientos del Decálogo, son la base de la ley natural, de la que San Pablo (Rom. 2,14) dice que está escrita en el corazón de todos los hombres. Esta ley es una emanación de la ley divina, dada a conocer a todos los hombres por la naturaleza misma; es la expresión de la voluntad del Autor de la naturaleza, una participación del ser racional creado en la ley eterna de Dios. Por tanto, la obligación que impone no surge de la propia autonomía del hombre, como sostenía Kant, ni de ninguna otra autoridad humana, sino de la voluntad del Creador; y el hombre no puede violarla sin rebelarse contra Dios, su señor, sin ofenderlo y sin ser sometido a su justicia.

El hecho de que todas las naciones, por diversas violaciones de la ley natural (como asesinato, adulterio, perjurio, etc.), hicieran todo lo posible por propiciar a la deidad enojada mediante oraciones y sacrificios demuestra cuán profundamente arraigada estaba esta convicción del origen superior de la ley natural. De ahí que consideraran a la deidad como la guardiana y protectora del orden moral, quien no dejaba que el desprecio de ella quedara impune. La misma convicción se manifiesta en el valor que todas las naciones han atribuido al orden moral, un valor que supera con creces a todos los demás bienes terrenales. Los más nobles entre las naciones sostenían que era mejor sufrir cualquier dificultad, incluso la muerte misma, antes de mostrarse desleal al cumplimiento del deber. Por lo tanto, comprendían, que, por encima de los tesoros terrenales, había bienes más elevados y duraderos cuyo logro dependía de la observancia del orden moral, y esto no por ninguna ordenanza del hombre, sino por la Ley de Dios. Establecido esto, es claramente imposible divorciar la moral de la religión sin despojarla de su verdadera obligación y sanción, de su santidad e inviolabilidad y de su importancia que trasciende cualquier otra consideración terrenal.

La ley natural consta de principios prácticos generales (mandatos y prohibiciones) y la conclusión que necesariamente se deriva de ellos. La función peculiar del hombre es formular él mismo estas conclusiones, aunque la instrucción y el entrenamiento deben ayudarlo a hacerlo. Además de esto, cada individuo debe tomar estos principios como guía de su conducta y aplicarlos a sus acciones particulares. Hasta cierto punto, todo el mundo hace esto de forma espontánea, en virtud de una tendencia innata. Como en el caso de todas las cosas prácticas, así también respecto al orden moral, la razón utiliza procesos silogísticos. Por ejemplo, cuando una persona está a punto de decir una mentira o de decir lo que es contrario a sus convicciones, surge ante su visión mental el precepto general de la ley natural: "Mentir está mal y está prohibido". De ahí que se valga, al menos virtualmente, del siguiente silogismo: "Mentir está prohibido; lo que estás a punto de decir es mentira; por tanto, lo que estás a punto de decir está prohibido". La conclusión a la que se llega así es nuestra conciencia, la norma próxima de nuestra conducta. La conciencia, por tanto, no es un sentimiento oscuro o una especie de instinto moral, sino un juicio práctico de nuestra razón sobre el carácter moral de los actos individuales. Si seguimos la voz de la conciencia, nuestra recompensa es la paz y la calma del alma; si nos resistimos a esa voz, experimentaremos inquietud y remordimiento.

La ley natural es el fundamento de todas las leyes y preceptos humanos. Es posible que un superior humano imponga leyes y mandatos vinculantes en conciencia porque reconocemos la necesidad de la autoridad para la sociedad humana, y porque la ley natural ordena la obediencia a la autoridad regularmente constituida. De hecho, todas las leyes y preceptos humanos son fundamentalmente las conclusiones, o determinaciones más minuciosas, de los principios generales de la ley natural, y por esta misma razón toda infracción deliberada de una ley o precepto obligatorio en conciencia es pecado, es decir, la violación de un Mandamiento divino, una rebelión contra Dios, una ofensa contra Él, que no escapará al castigo en esta vida ni en la próxima, a menos que se haya arrepentido debidamente antes de la muerte.

Los problemas hasta ahora mencionados pertenecen a la ética general o teórica, y en casi todos los casos su investigación tiene que ver con el derecho natural, cuyo origen, naturaleza, objeto, obligación y propiedades corresponde a la ética explicar a fondo y verificar. La doctrina filosófica general del derecho suele tratarse en la ética general. Bajo ninguna circunstancia se puede imitar el ejemplo de Kant y otros al separar la doctrina del derecho de la ética o la filosofía moral y desarrollarla como una ciencia separada e independiente. El orden jurídico es sólo una parte del orden moral, así como la justicia es una de las virtudes morales. El primer principio del derecho: "Da a cada uno lo que le corresponde"; "No cometas ninguna injusticia"; y las conclusiones necesarias de estos: "No matarás"; "No cometerás adulterio", y cosas por el estilo, pertenecen a la ley natural y no se puede desviar de ella sin violar el propio deber y los derechos del prójimo, y sin manchar la conciencia de culpa ante Dios.

La ética especial aplica los principios de la ética general o teórica, a las diversas relaciones del hombre, y así deduce sus deberes en particular. La ética general enseña que el hombre debe hacer el bien y evitar el mal, y no debe infligir daño a nadie. La ética especial desciende a lo particular y demuestra lo que es bueno o malo, correcto o incorrecto y, por lo tanto, lo que debe hacerse o evitarse en las diversas relaciones de la vida humana. En primer lugar, trata sobre el hombre como individuo en sus relaciones con Dios, consigo mismo y con sus semejantes. Dios es el Creador, Amo y fin último del hombre; de estas relaciones surgen los deberes del hombre para con Dios. Presuponiendo sus propios esfuerzos individuales, él, con la ayuda de Dios, debe esperar de Él la felicidad eterna; debe amar a Dios sobre todas las cosas como el Bien Supremo e infinito, de tal manera que no se prefiera a ninguna criatura antes que a Él; debe reconocerlo como su amo y señor absoluto, adorarlo y reverenciarlo, y someterse plenamente a su santa Voluntad. La primera, la más esencial y superior actividad del hombre es servir a Dios.

En caso de que a Dios le plazca revelar una religión sobrenatural y determinar en detalle la manera y los medios de nuestro culto a Él, el hombre está obligado por la ley natural a aceptar esta revelación con un espíritu de fe y a ordenar su vida de acuerdo a ello. Aquí también es evidente que es imposible divorciar la moral de la religión. Los deberes religiosos, es decir, los que tienen una referencia directa a Dios, son los deberes morales principales y más esenciales del hombre. Vinculados a estos deberes para con Dios están los deberes del hombre con respecto a sí mismo. El hombre se ama a sí mismo por una necesidad intrínseca de su naturaleza. A partir de este hecho, Schopenhauer llegó a la conclusión de que el mandamiento sobre el amor propio era superfluo. Esto sería cierto si la forma en que el hombre se ama a sí mismo fuese una cuestión de indiferencia. Pero ése no es el caso; debe amarse a sí mismo con un amor bien ordenado. Debe preocuparse por el bienestar de su alma y hacer lo necesario para alcanzar la felicidad eterna. No es su propio amo, sino que fue creado para el servicio de Dios; de ahí que la destrucción deliberada y arbitraria de la propia vida (suicidio), así como la mutilación voluntariamente intencionada del yo, es un ataque criminal al derecho de propiedad que Dios tiene sobre la persona del hombre.

Además, se supone que todo hombre debe tener un cuidado razonable para preservar su salud. Tiene ciertos deberes también en lo que respecta a la templanza; pues el cuerpo no debe ser su amo, sino un instrumento al servicio del alma, y por lo tanto debe ser cuidado sólo en la medida en que conduzca a ese propósito. Otro deber se refiere a la adquisición de bienes materiales externos, en la medida en que sean necesarios para el sustento del hombre y el cumplimiento de sus demás obligaciones. Esto además involucra la obligación de trabajar; además, Dios ha dotado al hombre de la capacidad de trabajar para que pueda demostrar que es un miembro beneficioso de la sociedad, pues la pereza es la raíz de todos los males.

Además de estos deberes respecto a sí mismo, existen otros similares respecto al prójimo: deberes de amor, justicia, fidelidad, veracidad, gratitud, etc. El mandamiento del amor al prójimo recibió primero su verdadera apreciación en el cristianismo. Aunque indudablemente contenidos hasta cierto punto en la ley natural, los paganos habían perdido tanto de vista la unidad de la raza humana, y el hecho de que todos los hombres son miembros de una vasta familia dependiente de Dios, que consideraban a cada extraño como un enemigo. El cristianismo le restauró a la humanidad la consciencia de su unidad y solidaridad, y transfiguró sobrenaturalmente el precepto natural de amar al prójimo, al demostrar que todos los hombres son hijos del mismo Padre que está en los cielos, que fueron redimidos por la misma Sangre del mismo Salvador y están destinados a la misma salvación sobrenatural. Y, mejor aún, el cristianismo proporcionó al hombre la gracia necesaria para el cumplimiento de este precepto y renovó así la faz de la tierra. En las relaciones del hombre con sus semejantes los preceptos de la justicia y de las demás virtudes afines van de la mano con el precepto del amor.

Existe en el hombre la tendencia natural a afirmarse cuando se trata de sus bienes o propiedad. Espera que sus semejantes respeten lo que le pertenece e instintivamente se resiste a cualquier intento injusto de violar esta propiedad. No tolerará ningún daño de nadie en todo lo que concierne a su vida o salud, su esposa o hijos, su honor o buen nombre; le molesta la falta de fe y la ingratitud de los demás, y la mentira con la que lo llevarían al error. Sin embargo, entiende claramente que solo entonces puede esperar razonablemente que los demás respeten sus derechos cuando él, a su vez, respeta los de ellos. De ahí la máxima general: "No hagas a los demás lo que no quieres que te hagan a ti"; de donde se deducen naturalmente los mandamientos generales conocidos por todos los hombres: "No matarás, ni cometerás adulterio, ni robarás, ni dirás falso testimonio contra tu prójimo", etc. En esta parte de la ética se suele investigar los principios de derecho en materia de propiedad privada. ¿Tiene todo hombre derecho a adquirir una propiedad? O, al menos ¿puede la sociedad (el Estado) abolir la propiedad privada y asumir la posesión y el control total o parcialmente de todos los bienes materiales, para así distribuir entre los miembros de la comunidad los productos de su industria conjunta? Esta pregunta es respondida afirmativamente por los socialistas; y sin embargo, es la experiencia de todas las épocas que la comunidad de bienes y de propiedad es totalmente impracticable en las comunidades más grandes y, si se realiza en cualquier caso, implicaría una esclavitud generalizada.

La segunda parte de la ética especial o aplicada, llamada por muchos sociología, considera al hombre como un miembro de la sociedad, en la medida en que esto puede ser objeto de investigación filosófica. El hombre es por naturaleza un ser social; a partir de sus necesidades, inclinaciones y tendencias innatas surgen necesariamente la familia y el Estado. Y, en primer lugar, el Creador tenía que velar por la preservación y propagación de la raza humana. La vida del hombre es breve; si no se hiciera ninguna provisión para la perpetuación de la especie humana, el mundo pronto se convertiría en una soledad deshabitada, una morada bien equipada sin ocupantes. Por tanto, Dios le ha dado al hombre el poder y la propensión a propagar su especie. La función generativa no estaba destinada principalmente al bienestar individual del hombre, sino al bien general de su especie, y en su ejercicio, por lo tanto, debe guiarse en consecuencia.

Este bien general no puede realizarse perfectamente sino en una monogamia indisoluble y duradera (Vea Historia del Matrimonio). La unidad e indisolubilidad del vínculo matrimonial son requisitos de la ley natural, al menos en el sentido de que el hombre no puede dejarlos de lado por su propia autoridad. El matrimonio es una institución divina, para la cual Dios mismo ha provisto mediante leyes definidas y respecto de la cual, por lo tanto, el hombre no tiene el poder de hacer ningún cambio. El Creador podría, por supuesto, prescindir durante un tiempo de la unidad e indisolubilidad del vínculo matrimonial; pues, aunque la perfección del estado matrimonial exige estas cualidades, no son absolutamente necesarias; el fin principal del matrimonio puede lograrse hasta cierto punto sin ellas. Por lo tanto, Dios podría, por sabias razones, conceder una dispensa con respecto a ellos durante un cierto período de tiempo.

Sin embargo, Cristo restauró el matrimonio a la perfección original en consonancia con su naturaleza. Además, elevó el matrimonio a la dignidad de un sacramento y lo convirtió en un símbolo de su propia unión con la Iglesia; y si Él no hubiese hecho nada más a este respecto que restaurar la ley natural a su integridad original, la humanidad estaría unida a Él por una eterna deuda de gratitud. Porque fue principalmente por medio de la unidad e indisolubilidad de la vida matrimonial que se estableció el santuario de la familia cristiana, de la cual la humanidad ha cosechado las más selectas bendiciones, y frente a la cual el paganismo no tiene equivalente que ofrecer.

Esta exposición de la naturaleza del matrimonio desde un punto de vista teísta es diametralmente opuesta a las opiniones de los darwinistas modernos. Según ellos, primitivamente los hombres no reconocieron ninguna institución como el estado matrimonial, sino que vivían juntos en completa promiscuidad. El matrimonio fue el resultado de un desarrollo gradual; la mujer fue originalmente el centro alrededor del cual cristalizó la familia, y de esta última circunstancia surge una explicación del hecho de que muchas tribus salvajes calculan la herencia y el parentesco entre familias según la descendencia lineal de la mujer. No podemos detenernos mucho en estas fantásticas especulaciones, porque no consideran al hombre como esencialmente diferente del bruto, sino como desarrollado gradualmente a partir de un origen puramente animal.

Aunque el matrimonio es una institución divina, no todo individuo está obligado, como ser humano, a abrazar el estado matrimonial. Dios destinó el matrimonio para la propagación de la raza humana. Para lograr este propósito, de ninguna manera es necesario que todos y cada uno de los miembros de la familia humana contraigan matrimonio, y esto particularmente en el momento actual, cuando la cuestión de la superpoblación presenta tantas dificultades graves para los economistas sociales. A este respecto, surgen algunas otras consideraciones desde un punto de vista cristiano, que, sin embargo, no pertenecen a la ética filosófica. Dado que el fin principal del matrimonio es la procreación y la educación de los hijos, incumbe a ambos padres cooperar de acuerdo con los requisitos del sexo en la consecución de este fin. De esto se puede deducir fácilmente qué deberes existen entre marido y mujer, y entre padres e hijos.

La segunda sociedad natural, el Estado, es un resultado lógico y necesario de la familia. Una familia completamente aislada apenas podría mantenerse a sí misma, en todo caso nunca podría elevarse por encima del grado más bajo de civilización. De ahí que vemos que en todo momento y en todo lugar, por necesidades y tendencias naturales, se forman grupos más grandes de familias, y se produce una división del trabajo. Cada familia se dedica a alguna industria en la que puede mejorar y desarrollar sus recursos, y luego intercambia sus productos por los de otras familias; así se abre el camino a la civilización y al progreso. Esta agrupación de familias, para ser permanente, necesita de la autoridad, lo que contribuye a la seguridad, el orden y la paz y, en general, provee lo necesario para el bien común.

Dado que Dios quiere que los hombres vivan juntos en armonía y orden, también desea tal autoridad en la comunidad que tenga el derecho de procurar lo necesario para el bien común. Esta autoridad, considerada en sí misma y al margen del vehículo humano en que se coloca, procede inmediatamente de Dios y, por tanto, dentro de su esfera propia, impone el deber de obediencia a las conciencias de los sujetos. A la luz de esta interpretación, el ejercicio del poder público está investido de su propia dignidad e inviolabilidad, y al mismo tiempo está circunscrito por limitaciones necesarias. Un grupo de familias bajo un jefe autoritario común, y no sujeto a ninguna agregación similar, forma el Estado primitivo, por pequeño que éste sea. Mediante un mayor desarrollo, o mediante la coalición con otros Estados, gradualmente van surgiendo Estados más grandes. No es propósito del Estado suplantar a las familias, sino salvaguardar sus derechos, protegerlas y complementar sus esfuerzos. No es para perder sus derechos o abandonar sus funciones propias que los individuos y las familias se combinan para formar el Estado, sino para estar asegurados en estos derechos, y para encontrar apoyo y aliento en el desempeño de los diversos deberes que se les asignan. De ahí que el Estado no pueda privar a la familia de su derecho a educar e instruir a los niños, sino que simplemente debe prestar su asistencia brindando, cuando sea necesario, oportunidades para el mejor cumplimiento de este deber. Sólo en la medida en que lo requiera el orden y la prosperidad del cuerpo político, el Estado podrá circunscribir el esfuerzo y la actividad individual. En otras palabras, el Estado debe plantear las condiciones en las que, siempre que no falte el esfuerzo privado, cada individuo y cada familia puedan alcanzar la verdadera felicidad terrenal. Por verdadera felicidad terrenal se entiende que no solo no interfiere con el libre desempeño de los deberes morales del individuo, sino que incluso lo mantiene y alienta.

Habiendo definido el fin y el objetivo del Estado, ahora estamos en condiciones de examinar en detalle sus diversas funciones y alcance. La moral privada no está sujeta a la interferencia del Estado; pero es función propia del Estado preocuparse por los intereses de la moral pública. No solo debe evitar que el vicio se exhiba públicamente y se convierta en una trampa para muchos (por ejemplo, a través de literatura inmoral, teatros, obras de teatro u otros medios de seducción), sino que también debe asegurarse de que las ordenanzas y leyes públicas faciliten y promuevan el comportamiento moralmente bueno. El Estado no puede mostrar indiferencia en cuanto a la religión; la obligación de honrar a Dios públicamente es vinculante para el Estado como tal. Es cierto que Cristo confió a su Iglesia la supervisión directa de los asuntos religiosos en el presente orden sobrenatural; sin embargo, es deber del Estado cristiano proteger y sostener a la Iglesia, la única Iglesia verdadera fundada por Cristo. Por supuesto, debido a la desafortunada división de los cristianos en numerosos sistemas religiosos, al presente rara vez se mantiene tal relación tan íntima entre la Iglesia y el Estado. La separación de Iglesia y Estado, con total libertad de conciencia y culto, es a menudo el único modus vivendi práctico. En circunstancias como estas, el Estado debe contentarse con dejar los asuntos religiosos a varios órganos y de proteger a estos últimos en aquellos derechos que se refieren al orden público general.

La educación e instrucción de los niños pertenece per se a la familia y no debe ser monopolizada por el Estado. Sin embargo, este último tiene el derecho y el deber de suprimir las escuelas que difunden doctrinas inmorales o fomentan la práctica del vicio; más allá de tal control, no puede establecer límites al esfuerzo individual libre. Sin embargo, puede ayudar al individuo en sus esfuerzos por obtener una educación y, en caso de que no sea suficiente, puede establecer escuelas e instituciones para su beneficio. Finalmente, el Estado debe ejercer importantes funciones económicas. Debe proteger la propiedad privada y velar por que en la vida industrial del hombre se cumplan con toda su fuerza y vigor las leyes que afectan a la justicia. Pero sus deberes no terminan aquí. Debería aprobar leyes que permitan a sus súbditos obtener lo necesario para su sustento respetable e incluso alcanzar una holgura moderada. Tanto la riqueza excesiva como la pobreza extrema implican muchos peligros para el individuo y la sociedad. Por lo tanto, el Estado debería aprobar leyes que favorezcan a la sólida clase media de ciudadanos y aumenten su número. Se puede hacer mucho para lograr esta condición deseable mediante la promulgación de leyes adecuadas para impuestos y legados, de leyes que protejan los intereses laborales, manufactureros y agrícolas, y que supervisen y controlen los fideicomisos, sindicatos, etc.

Aunque la autoridad del Estado proviene inmediatamente de Dios, la persona que la ejerce no es designada inmediatamente por Él. Esta determinación se deja a las circunstancias del progreso y desarrollo de los hombres o de sus modos de agregación social. Según que el poder supremo resida en un individuo, en una clase privilegiada, o en el pueblo colectivamente, los gobiernos se dividen en tres formas: monarquía, aristocracia y democracia. La monarquía es hereditaria o electiva, según que la sucesión al poder supremo siga el derecho de primogenitura de una familia (dinastía) o esté sujeta al sufragio. En la actualidad (a 1909), el único tipo de monarquía que existe es la hereditaria, pues las monarquías electivas, como Polonia y la antigua soberanía alemana, desaparecieron hace mucho tiempo.

Aquellos Estados en los que el poder soberano reside en el cuerpo del pueblo se denominan poliarquías o, más comúnmente, repúblicas, y se dividen en aristocracias y democracias. En las repúblicas la soberanía está en manos del pueblo. Estos últimos eligen de entre ellos a representantes que elaboran sus leyes y administran los asuntos de gobierno en su nombre. La forma de gobierno que prevalece casi universalmente en Europa, modelada según el modelo creado en Inglaterra, es la monarquía constitucional, una mezcla de las formas monárquica, aristocrática y democrática. El poder legislativo recae en el rey y en dos cámaras. Los miembros de una cámara representan el elemento aristocrático y conservador, mientras que la otra cámara, elegida del cuerpo de ciudadanos, representa el elemento democrático. El propio monarca no es responsable ante nadie, sin embargo, sus actos de gobierno requieren la contrafirma de los ministros, que a su vez son responsables ante la cámara.

Con respecto a sus funciones designadas, el gobierno del Estado se divide en los poderes legislativo, judicial y ejecutivo. Es de primordial importancia que el Estado promulgue leyes generales y estables que regulen las actividades de sus súbditos, en la medida en que sea necesario para el buen orden y el bienestar de todo el organismo. Para ello debe poseer el derecho a legislar; debe, además, cumplir estas leyes y proveer, por medio del poder administrativo, o más bien ejecutivo, para lo que sea necesario para el bien general de la comunidad; finalmente, tiene que castigar las infracciones a las leyes y resolver con autoridad las disputas legales, y para ello necesita del poder judicial (en los tribunales civiles y penales). Este derecho del Estado a imponer sanciones se fundamenta en la necesidad de preservar el orden y garantizar la seguridad de todo el cuerpo político.

En una comunidad siempre se encuentran aquellos que no pueden ser efectivamente obligados de ninguna otra manera a observar las leyes y respetar los derechos de los demás que mediante la imposición de un castigo. Por lo tanto, el Estado debe tener el derecho de promulgar leyes penales, calculadas para disuadir a sus súbditos de violar las leyes y el derecho, además, de infligir efectivamente el castigo después de que la violación haya ocurrido. Entre los modos legítimos de castigo se encuentra la pena capital. Se considera, y con razón, un paso adelante en la civilización, que hoy en día se haya adoptado una práctica más suave en este sentido, y que la pena capital se inflija con menos frecuencia, y solo por delitos tan atroces como el asesinato y la alta traición. Sin embargo, el sentimentalismo humanitario sin duda se ha llevado a un grado exagerado, tanto que, en principio, muchos eliminarían por completo la pena capital. Y, sin embargo, esta es la única sanción suficientemente eficaz para disuadir a algunas personas de cometer los crímenes más graves.

Cuando se afirma, con Aristóteles, que el Estado es una sociedad suficiente por sí misma, esto debe considerarse cierto en el sentido de que el Estado no necesita más desarrollo para completar su organización, pero no en el sentido de que sea independiente en todos los aspectos. Cuanto mayor es el avance de la humanidad en el progreso y la civilización, más necesaria y frecuente se vuelve la comunicación entre las naciones. De ahí que se plantee la cuestión de qué derechos y deberes existen mutuamente entre nación y nación. La parte de la ética que trata esta cuestión desde un punto de vista filosófico se llama teoría del derecho internacional o del derecho de gentes. Por supuesto, muchos escritores de la actualidad niegan la conveniencia de un tratamiento filosófico del derecho internacional. Según ellos, los únicos derechos y deberes internacionales son aquellos que han sido establecidos mediante alguna medida positiva, ya sea implícita o explícitamente acordada. Esta es, de hecho, la posición que deben adoptar todos los que rechazan la ley natural. Por otro lado, esta posición excluye la posibilidad de cualquier derecho internacional positivo, ya que los pactos duraderos y vinculantes entre varios Estados solo son posibles cuando se reconoce el principio primario del derecho —que es justo y obligatorio respetar los acuerdos legales. Ahora bien, este es un principio del derecho natural; de ahí que aquellos que niegan la existencia de la ley natural (por ejemplo, E. von Hartmann) deben, en consecuencia, rechazar cualquier ley internacional propiamente dicha. En su opinión, los acuerdos internacionales son meros convenios, que cada uno observa mientras lo considere necesario o ventajoso.

Y así, finalmente, volvemos al principio del antiguo paganismo, que, en el intercambio entre naciones, con demasiada frecuencia se identificaba con el derecho y el poder. Pero el cristianismo llevó a las naciones a una unión más estrecha y derribó las barreras de la política de miras estrechas. Proclamó, además, los deberes del amor y la justicia como obligatorios para todas las naciones, restaurando y perfeccionando así la ley natural. Los principios fundamentales: "Dale a cada uno lo que le corresponde", "No hagas daño a nadie", "No hagas a los demás lo que no quisieras que te hicieran a ti", etc., tienen un valor absoluto y universal, por lo que deben prevalecer también en el intercambio entre naciones. Los deberes y derechos puramente naturales son comunes a todas las naciones; los adquiridos o positivos pueden variar considerablemente. También son varios los derechos y deberes de las naciones en paz y en guerra. Sin embargo, dado que bajo este epígrafe hay muchos detalles de carácter dudoso y cambiante, la codificación del derecho internacional es un desiderátum sumamente urgente.

Además de esto, debe establecerse un tribunal internacional para atender la ejecución de las diversas medidas promulgadas por la ley y para arbitrar en caso de controversia. En La Haya se han sentado las bases de un tribunal de arbitraje internacional de este tipo; lamentablemente, su competencia ha sido hasta ahora muy restringida y, además, sólo ejerce sus funciones cuando las Potencias en desacuerdo recurren a ella por su propia voluntad. En la codificación del derecho internacional nadie sería más competente que el Papa para prestar una cooperación eficaz y mantener los principios de justicia y amor que deben existir entre las naciones en su trato entre sí. Nadie puede ofrecer garantías más sólidas para que se establezcan los principios justos, y nadie puede ejercer una mayor influencia moral para llevarlos a la práctica. Esto es reconocido incluso por protestantes sin prejuicios. En el Concilio Vaticano I, no solo los muchos obispos católicos presentes, sino el protestante David Urquhart, hicieron un llamamiento al Papa para que redactara un bosquejo de los principios más importantes del derecho internacional, que debían ser vinculantes para todas las naciones cristianas. El prejuicio religioso, sin embargo, plantea muchas dificultades en la forma de realizar este plan.

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Fuente: Cathrein, Victor. "Ethics." The Catholic Encyclopedia. Vol. 5, págs. 556-566. New York: Robert Appleton Company, 1909. 5 mayo 2021 <http://www.newadvent.org/cathen/05556a.htm>.

Traducido por Luz María Hernández Medina