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Martes, 19 de marzo de 2024

Gracia Actual

De Enciclopedia Católica

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Introducción

En este artículo se tratará sólo el tema de la gracia actual. Vea también los artículos Gracia Santificante, Adopción Sobrenatural, Justificación y Controversias sobre la Gracia.

Gracia (gratia, Charis), en general, es un don sobrenatural de Dios a las criaturas intelectuales (hombres, ángeles) para su salvación eterna, tanto si ésta se adelanta y alcanza a través de actos saludables o de un estado de santidad. La salvación eterna en sí misma consiste en la bienaventuranza en el cielo como resultado del conocimiento intuitivo del Dios Trino y Uno, que a los que no estaban dotados de la gracia les permitió “habitar en una luz inaccesible” (1 Tim. 6,16). La gracia cristiana es una idea fundamental de la religión cristiana, el pilar sobre el cual, por una ordenación especial de Dios, descansa en su totalidad el majestuoso edificio del cristianismo. Entre las tres ideas fundamentales ---pecado, redención y gracia--- la gracia desempeña el papel de los medios, indispensables y divinamente ordenados, para efectuar la redención del pecado a través de Cristo y para llevar a los hombres a su destino eterno en el cielo.

Antes del Concilio de Trento los escolásticos rara vez usaban el término gratia actualis, y preferían auxilium speciales, motio divina y designaciones similares; tampoco distinguían formalmente entre gracia actual y gracia santificante. Pero, como consecuencia de las controversias modernas con respecto a la gracia, se ha vuelto habitual y necesario en la teología establecer una distinción más clara entre la ayuda transitoria para actuar (gracia actual) y el estado permanente de gracia (gracia santificante). Por esta razón adoptamos esta distinción como nuestro principio de división en nuestra exposición de la doctrina católica.

La gracia actual deriva su nombre, actual, del latín actualis (ad actum) , ya que es concedida por Dios para la realización de actos saludables y está presente y desaparece con la acción misma. Su opuesto, por lo tanto, no es la gracia posible, que no tiene utilidad o importancia, sino la gracia habitual, que causa un estado de santidad, por lo que las relaciones mutuas entre estas dos clases de gracia son la relación entre acción y estado, no las que existen entre actualidad y potencialidad. En otro artículo se discute en detalle la gracia habitual bajo el nombre de Gracia Santificante o gracia justificante. En cuanto a la gracia actual, examinaremos (1) su naturaleza; (2) sus propiedades. La tercera y difícil cuestión de la relación entre gracia y libertad se reserva para discusión en el artículo Controversias sobre la Gracia.

Naturaleza de la Gracia Actual

Para conocer la naturaleza de la gracia actual, debemos considerar tanto la comprensión como la extensión del término. Su comprensión se nos expone mediante (a) su definición; su extensión, por la enumeración completa de todas las ayudas de gracia divinas; en otras palabras, por (b) la división lógica de la idea, en la medida en que la suma de todos los datos representa, en cada ciencia, la extensión lógica de una idea o término.

Definición

La definición de gracia actual se basa en la idea de la gracia en general, que en el lenguaje bíblico, clásico y moderno, admite un cuádruple significado. En primer lugar, subjetivamente, la gracia significa buena voluntad, benevolencia; entonces, objetivamente, designa todos los favores que proceden de esta benevolencia y, en consecuencia, cada don gratuito (donum gratuitum, beneficium). En el primer sentido (subjetivo), la gracia del rey le concede la vida al criminal condenado a muerte; en el segundo sentido (objetivo) el rey distribuye las gracias a sus vasallos. En esta analogía gracia también es sinónimo de encanto, atractivo; como cuando hablamos de las tres Gracias en la mitología o de la gracia derramada en los labios del novio (Sal. 45(44),3), porque el encanto hace surgir el amor benevolente en el dador y lo impulsa a la concesión de beneficios. Como el recipiente de las gracias experimenta, por su parte, sentimientos de gratitud, y expresa estos sentimientos en acción de gracias, la palabra gratiæ (plural de gratia) también representa la acción de gracias en las expresiones gratias agere y Deo gratias, que tienen su homólogo en el inglés dar gracias después de las comidas.

Una comparación de estos cuatro sentidos de la palabra gracia revela una clara relación de analogía entre ellos, ya que gracia, en su significado objetivo de "don gratuito" o "favor", ocupa una posición central alrededor de la cual se pueden agrupar de forma lógica los otros significados; porque el atractivo del receptor, así como la benevolencia del dador es la causa, mientras que la expresión de agradecimiento que procede de la disposición agradecida es el efecto, del don gratuito de la gracia. Este último significado mencionado es, por consiguiente, el fundamental en la gracia. La idea característica de un don gratuito debe ser tomada en el sentido estricto y excluye el mérito en todas sus formas, ya sea en el rango de la justicia conmutativa como, por ejemplo, de compra-venta, o en el de la justicia distributiva, como es el caso en las llamadas remuneraciones y gratificaciones. De ahí que San Pablo dice: “Y si es por gracia, ya no lo es por las obras; de otro modo, la gracia no sería ya gracia” (Rom. 11,6).

Es cierto que incluso dones divinos gratuitos pueden aún estar dentro del rango de mera naturaleza. Así le pedimos a Dios, bajo la guía de la Iglesia, simples gracias naturales como la salud, tiempo favorable, la liberación de la peste, del hambre y de la guerra. Ahora bien, tales gracias naturales, que aparecen al mismo tiempo como debidas y gratuitas, de ninguna manera son una contradicción en sí mismas. Porque, en primer lugar, toda la creación es para el hombre un don gratuito del amor de Dios, a quien ni la justicia ni la equidad lo obligaron a crear el mundo. Y en segundo lugar, el hombre individual, en virtud de su derecho de propiedad de la creación, puede establecer una reclamación legítima sólo a las dotaciones esenciales de su naturaleza. Bienes otorgados sobre y por encima de esta clase, aunque pertenecientes a las justas exigencias de la naturaleza humana en general, tienen para él el significado de una gracia actual, o favor, como, por ejemplo, talentos eminentes, salud robusta, extremidades perfectas, fortaleza.

Habríamos omitido mencionar la llamada "gracia de la creación", si Pelagio, al hacer hincapié en el carácter gratuito de tales gracias naturales en el Sínodo de Dióspolis o Lida (415 d.C.), no hubiese logrado engañar a los confiados obispos respecto a los peligros de su herejía. Los cinco obispos africanos, Agustín entre ellos, en su informe a Inocencio I, llamaron la atención adecuadamente sobre el hecho de que Pelagio admitía sólo la gracia a través de la cual somos hombres, pero negaba la gracia propiamente dicha, a través de la cual somos cristianos e hijos de Dios. Siempre que la Escritura y la tradición hablan simplemente de la gracia, hacen referencia a una gracia sobrenatural que se opone a la gracia natural como a su contrario y yace más allá de todo reclamo legítimo y esfuerzo vigoroso de la criatura que sigue siendo positivamente indebida a la naturaleza ya existente, porque incluye bienes de un orden divino, como, por ejemplo, la filiación divina, la morada interior del Espíritu, la visión de Dios. La gracia actual es de este tipo, ya que como un medio, está en relación intrínseca y esencial a estos bienes divinos que son el fin. Como consecuencia de ello, el elemento más importante característico de su naturaleza debe ser lo sobrenatural.

Como factor determinante adicional hay que añadir su derivación necesaria de los méritos de la redención de Cristo pues ahí está la cuestión de la gracia cristiana. En la teoría tomista de la redención, que considera no a Cristo, sino a la Trinidad, como la causa de la gracia en los ángeles y en nuestros primeros padres en el Paraíso, la incorporación de esta nueva característica parece explicarse por sí misma. En cuanto a los escotistas, derivan todas y cada una de las gracias sobrenaturales en el cielo y en la tierra únicamente de los méritos de Cristo, puesto que el Dios-Hombre habría aparecido en la tierra, incluso si Adán no hubiera pecado. Sino que, también, se ven obligados a introducir, en la dispensación actual, una distinción entre la "gracia de Cristo" y la "gracia del Redentor" debido a que, en su teoría ideal, ni los ángeles ni los habitantes del paraíso deben su santidad al Redentor. Por lo tanto, la adición ex meritis Christi debe incluirse en el concepto de la gracia actual. Pero hay también gracias meramente externas, que deben su existencia a los méritos de la redención de Cristo ---como la Biblia, la predicación, el crucifijo, el ejemplo de Cristo. Una de ellas, la unión hipostática, marca incluso el punto más alto de todas las gracias posibles. Los pelagianos mismos trataron de superarse unos a otros en sus elogios sobre la excelencia del ejemplo de Cristo y su eficacia en sugerir pensamientos piadosos y resoluciones saludables. De este modo, se esforzaron por evitar la admisión de gracias interiores inherentes en el alma; pues éstas solas se oponían a la supremacía orgullosamente virtuosa de Pelagio del libre albedrío (liberum arbitrium), cuya fuerza total residía dentro de sí. Por esta razón, la Iglesia aún más enfáticamente proclamaba, y todavía proclama, la necesidad de la gracia interior para la cual las gracias exteriores son solo una preparación.

Sin embargo, también existen gracias interiores que no ocasionan la santificación personal del recipiente, sino la santificación de los demás a través del recipiente. Estas, por la extensión del término genérico para designar específicamente una nueva subdivisión, son, por antonomasia, llamadas gratuitamente gracias dadas (gratia gratis datae). A esta clase pertenecen los extraordinarios carismas del obrador de milagros, del profeta, el hablante de lenguas, etc. (vea 1 Cor. 12,4 ss.), así como los poderes ordinarios del sacerdote y confesor. Como el objeto de estas gracias es, según su naturaleza, la extensión del Reino de Dios en la tierra y la santificación de los hombres, su posesión en sí misma no excluye la falta de santidad personal. La voluntad de Dios, sin embargo, es que la justicia y la santidad personal también distingan el poseedor. Respecto a la santidad personal del hombre, solo es importante la gracia interior que es inherente interiormente en el alma y la hace santa y agradable a Dios. De ahí su nombre, gracia congraciadora (gratia gratum faciens). A esta categoría pertenece no sólo la gracia santificante, sino también la gracia actual.

Tomando en consideración, entonces, todos los elementos considerados hasta aquí, podemos definir la gracia actual como una ayuda sobrenatural de Dios para actos saludables concedida en consideración a los méritos de Cristo. Se le llama una "ayuda de Dios para actos saludables" porque, por un lado, se diferencia de la gracia santificante permanente en que consiste solo de una influencia pasajera de Dios sobre el alma, y, por el otro, es destinada sólo para acciones que tienen una relación necesaria con la salvación eterna del hombre. Se llama además una "ayuda sobrenatural" con el fin de excluir de su definición no sólo todas las gracias meramente naturales, sino también, de manera especial, la conservación y concurrencia divinas ordinarias (concursus generalis divinus). Por último, se le llama a los "méritos de Cristo" como su causa meritoria porque todas las gracias concedidas al hombre caído se derivan de esta única fuente. Es por esta razón que las oraciones de la Iglesia ya sea invocan a Cristo directamente o concluyen con las palabras: Por Jesucristo Nuestro Señor.

Hemos establecido arriba su carácter sobrenatural como la característica más importante de la naturaleza de la gracia actual (y de toda gracia cristiana). Esto se hizo en parte debido a que se puede obtener una visión más profunda de su naturaleza a partir del análisis de este elemento. Como la naturaleza pura es en sí misma completamente incapaz de realizar actos saludables a través de su propia fuerza, la gracia actual debe venir al rescate de su incapacidad y suplir los poderes faltantes, sin los cuales ninguna actividad sobrenatural es posible. La gracia actual se convierte así en un principio causal especial que comunica poderes morales, y especialmente físicos, a la naturaleza impotente.

La gracia, como una causa moral, presupone la existencia de obstáculos que hacen la obra de la salvación tan difícil que su eliminación es moralmente imposible sin una ayuda divina especial. La gracia debe ser puesta en funcionamiento como gracia sanadora (gratia sanans, medicinalis); el libre albedrío, inclinado hacia la tierra y debilitado por la concupiscencia, está aun así lleno de amor al bien y horror al mal. La conciencia de la necesidad de esta influencia moral puede llegar a ser tan perfecta que le rogamos a Dios la gracia de una victoria violenta sobre nuestra naturaleza maligna; testigo lo es la famosa oración de la Iglesia: "Ad te nostras, etiam rebelles, compelle propitius voluntates" (Concédenos obligar nuestras voluntades hacia Ti aunque se resistan.) En el curso ordinario de las cosas la inspiración divina de alegría en la virtud y aversión al pecado llevará metódicamente, sin duda, la libre realización de actos saludables; pero la influencia moral de la gracia puede efectuar el control temporal de la libertad en el pecador. La repentina conversión del apóstol Pablo es un ejemplo de esto. Se comprenderá fácilmente que el triunfo antes mencionado sobre los obstáculos a la salvación exige en sí mismo una gracia que es natural sólo en sustancia, pero en modo sobrenatural. De ahí que muchos teólogos requieren incluso para el llamado estado de naturaleza pura (que nunca existió) tales gracias naturales como son meros remedios contra los fomes peccati de la concupiscencia natural. El fin de la dicha sobrenatural y la consecuentemente necesaria dotación con medios sobrenaturales de la gracia no habrían existido en este estado (status natura purae), pero los desastrosos resultados de una mala tendencia desenfrenada habrían sido experimentados hasta el mismo grado que después de la caída.

Más importante que la causalidad moral de la gracia es su causalidad física, pues el hombre debe también recibir de Dios la potencia física para realizar las obras saludables. Sin ella, la actividad en el orden de la salvación no sólo es más difícil y laboriosa, es del todo imposible. Para hacer una comparación de la vida real, los pies de un niño pueden ser tan débiles que una simple influencia moral, tal como enseñarle un hermoso juguete, no será suficiente para que pueda caminar sin el soporte físico de la madre ---el uso de un andador. Esta última situación es aquella en la que el hombre se coloca con respecto a la actividad sobrenatural.

A partir de la pregunta que se discutirá más adelante, y que se refiere a la necesidad metafísica de gracia para todos los actos saludables, ya sea de naturaleza fácil o difícil, se deduce, con lógica irresistible, que la incapacidad de la naturaleza no se puede atribuir exclusivamente a una mera condición debilitada y a dificultades morales resultantes del pecado, sino que debe atribuirse también, y principalmente, a la incapacidad física. La comunicación de la potencia física al alma acepta, teológicamente, una sola interpretación, a saber, que la gracia eleva las facultades del alma (intelecto y voluntad) por encima de su constitución natural a una esfera sobrenatural de ser, y así los hace capaces de operaciones sustancialmente sobrenaturales. La razón por la cual, a través de nuestra conciencia interior, no podemos obtener ningún conocimiento psicológico de esta suprema actividad del alma reside en el hecho de que nuestra auto-conciencia se extiende únicamente a los actos, y de ningún modo a la sustancia, del alma. De este mismo hecho surge la necesidad filosófica de la prueba de la espiritualidad, la inmortalidad y la existencia misma del alma humana a partir de la naturaleza característica de su actividad. La lógica teológica inexorable postula la naturaleza sobrenatural de los actos tendentes a nuestra salvación, porque la fe teológica, por ejemplo, "el principio, fundamento y fuente de toda justificación", sin duda debe ser del mismo orden sobrenatural que la visión intuitiva de Dios a la cual conduce en última instancia. La necesidad de la causalidad física de la gracia, como se ve fácilmente, no depende de ningún modo de la existencia de la concupiscencia, sino que permanece tan imperativa para nuestros primeros [[padres}} en su estado de inocencia y para los ángeles que no están sujetos a ninguna tendencia malvada. Por lo tanto, la gracia actual, considerada bajo este aspecto, lleva el nombre de "gracia elevadora" (gratia elevans), aunque no en un sentido que excluiría de ella la posibilidad de cumplir al mismo tiempo la función moral de la gracia sanadora en el estado actual del hombre.

Es sólo después de estas consideraciones que la comprensión de la naturaleza de la gracia actual en todas sus relaciones se hace posible, que podemos decir, con Perrone: “La gracia actual es esa ayuda interior inmerecida, que Dios, en virtud de los méritos de Cristo, confiere al hombre caído con el fin de reforzar, por un lado, su debilidad resultante del pecado y, por otro, para hacerlo capaz, mediante la elevación al orden sobrenatural, de actos sobrenaturales del alma, para que pueda alcanzar la justificación, perseverar en ella hasta el final y por lo tanto entrar a la vida eterna”.

División lógica

La división lógica de la gracia actual debe enumerar todas las clases a las que se aplica la definición universalmente. Si adoptamos las diferentes facultades del alma como nuestro principio de división, tendremos tres tipos: gracias del intelecto, de la voluntad y de las facultades sensibles. En relación con el consentimiento de la voluntad distinguimos dos pares de gracias: en primer lugar, la preventiva y cooperante; a continuación, la eficaz y la gracia meramente suficiente. Se mostrará de inmediato que todas estas gracias no son entidades arbitrariamente inventadas, sino realidades realmente existentes.

1. Gracias de las diferentes facultades del alma

Primero se presenta para consideración la gracia iluminativa del intelecto (gratia illuminationis, illustrationis). Es la gracia que en la obra de salvación sugiere buenos pensamientos al intelecto. Esto puede suceder de dos maneras, ya sea mediata o inmediatamente. La existencia de gracias mediatas de la mente no sólo es certificada a priori por la presencia de gracias meramente externas, como cuando un sermón conmovedor o la visión de un crucifijo fuerzan al pecador a la reflexión seria; también es atestiguada explícitamente por la Sagrada Escritura donde los "preceptos de Yahveh" se representan como "luz de los ojos" (Sal. 19(18),9), y el ejemplo externo de Cristo como modelo para nuestra imitación (1 Ped. 2,21). Pero, como esta gracia mediata no necesita ni interrumpir el curso psicológico de la ley que rige la asociación de ideas, ni ser de naturaleza estrictamente sobrenatural, su único objetivo será preparar discretamente el camino para una gracia de mayor importancia y necesidad, la gracia iluminativa inmediata. En esta última, el Espíritu Santo mismo a través de la elevación inmediata y la penetración de los poderes de la mente incita al alma y le manifiesta en una luz sobrenatural las verdades eternas de la salvación.

Aunque nuestros discursos sagrados fuesen perfectas obras maestras de elocuencia, aunque nuestra imagen de las heridas del Salvador crucificado fuese siempre tan viva y realista, ellos solos nunca pueden ser el primer paso hacia la conversión de un pecador, excepto cuando Dios por un vigoroso impulso agita el corazón y, según una expresión de San Fulgencio (Ep. XVII, de Incarn. et grat., n. 67), "abre el oído del hombre interior". San Pablo reconoce también que la fe que su propia predicación y la de su discípulo Apolo habían sembrado en Corinto, y que bajo su “siembra y riego” (gracia mediata de la predicación) había echado raíces, habría perecido miserablemente si Dios mismo no hubiese dado “el crecimiento” (Vea 1 Cor. 3,6: "Ego plantavi, Apollo rigavit, sed Deus incrementum dedit"). Entre los Padres de la Iglesia ninguno ha enfatizado más vigorosamente la inutilidad de la predicación sin la iluminación interior que el Doctor de la Gracia, Agustín, quien dice entre otras cosas: "Magisteria forinsecus adjutoria quaedam sunt et admonitiones; cathedram in caelo habet qui corda tenet" (“La instrucción y la amonestación ayudan algo externamente, pero el que llega al corazón tiene un lugar en el cielo.” ---Tract. III, 13, en 1 Joh.).

Ahora se debe hacer la pregunta más especulativa: En qué medida la gracia mediata y la inmediata de la mente afectan la idea, el juicio o el razonamiento. No puede haber ninguna duda de que influye principalmente en el juicio (judicium), ya sea éste teórico (por ejemplo, sobre la credibilidad de la revelación) o práctico (por ejemplo, en cuanto al carácter odioso del pecado). Pero el proceso de razonamiento y la idea (apprehensio) también puede convertirse en una gracia de la mente, en primer lugar, debido a que ambos pertenecen a la esencia del conocimiento humano, y la gracia siempre opera de una manera conforme con la naturaleza; en segundo lugar, porque las ideas son en el análisis final sólo el resultado y fruto de juicios y razonamientos condensados.

Además de la gracia de la mente, la gracia fortalecedora de la voluntad (generalmente llamada gratia inspirationis) desempeña no sólo el papel más importantes, sino uno indispensable, pues ningunas obras de salvación son siquiera pensables sin operaciones de la voluntad. También puede ser mediata o inmediata, según que los afectos piadosos y resoluciones saludables se despierten en el alma por la iluminación inmediatamente anterior de la mente o por Dios mismo (por apropiación del Espíritu Santo). Debido a la interpenetración psicológica de la cognición y la volición, cada gracia (mediata o inmediata) de la mente es en sí misma también una gracia que afecta la voluntad. Esta doble acción sobre el intelecto y la voluntad--- por lo tanto, tiene el significado de dos actos distintos del alma, pero de una sola gracia. En consecuencia, la elevación inmediata y el movimiento de la voluntad por el Espíritu Santo puede considerarse una nueva gracia. Los pelagianos negaron lógicamente la existencia de esta gracia especial, incluso si, de acuerdo con la opinión improbable de algunos historiadores del dogma, Agustín los obligó en el curso del debate a admitir al menos la gracia inmediata de la mente. Agustín inyectó todo el peso de su personalidad a favor de la existencia y la necesidad de la gracia de la voluntad, a la que aplicó los nombres de delectatio caelestis, inspiratio dilectionis, cupiditas boni y similares. El famoso Concilio Provincial de Cartago (418 d.C.) confirmó su enseñanza cuando declaró que la gracia no consiste simplemente en la manifestación de los preceptos divinos por los cuales podemos conocer nuestros deberes positivos y negativos, sino que también nos confiere el poder de amar y lograr lo que hemos reconocido como justo en cosas referentes a la salvación (cf. Denzinger, "Enchiridion", 10ª ed., n. 104, Friburgo, 1908).

La Iglesia nunca ha compartido el optimismo ético de Sócrates, lo que hizo que la virtud consistiese en mero conocimiento, y sostuvo que la mera enseñanza era suficiente para inculcarla. Si incluso se debe luchar por la virtud natural, y sólo se adquiere a través del trabajo energético y una práctica constante, cuánto más una vida de virtud sobrenatural requiere la ayuda divina de la gracia con la que el cristiano debe cooperar libremente, y así avanzar por grados lentos hacia la perfección. La gracia fortalecedora de la voluntad, al igual que la gracia de la mente, asume la forma de actos vitales del alma y se manifiesta principalmente en lo que se denomina afectos de la voluntad. La psicología escolástica enumera once de tales afectos, a saber: el amor y el odio, la alegría y la tristeza, el deseo y la aversión, la esperanza y la desesperación, la osadía y el miedo, y, por último, la ira. Toda esta lista de sentimientos tiene, con la única excepción de la desesperación, que pone en peligro la obra de salvación, una importancia práctica en relación con el bien y el mal; por lo tanto, estas afecciones pueden convertirse en gracias reales de la voluntad. Pero, puesto que todos los movimientos de la voluntad en última instancia pueden reducirse a amar como el sentimiento fundamental (cf. S. Tomás, Summa I-II: 25: 2), las funciones de la gracia de la voluntad pueden ser enfocadas sistemáticamente en el amor; de ahí la concisa declaración del antes mencionado Sínodo de Cartago (1. c.): "Cum sit utrumque donum Dei, et scire Quid facere debeamus et diligere ut faciamus" (Ya que ambos son dones de Dios ---el saber lo que debemos hacer, y el deseo de hacerlo.) Pero se debe tener cuidado para no comprender de inmediato, por este "amor", el perfecto amor de Dios, que viene sólo al final del proceso de la justificación como la piedra de remate del edificio, a pesar de que Agustín (De Trinit., VIII , 10, y con frecuencia) honra con el nombre de caritas el puro amor por el bien y todo buen movimiento de la voluntad cualquiera que sea. Berti (De theol. Discipl., XIV, 7), por lo tanto, se equivoca cuando afirma que, según Agustín, la única gracia propiamente dicha es la virtud teologal de la caridad. ¿Son la fe, la esperanza, la contrición, el miedo, sólo gracias que impropiamente llamadas, o se convierten en gracias en el verdadero sentido sólo en relación con la caridad?

No se puede determinar con certeza de fe si a las gracias de la mente y la voluntad mencionadas hasta aquí se les debe añadir gracias actuales especiales que afectan las facultades sensibles del alma. Sin embargo, se puede afirmar su existencia con gran probabilidad. Pues si, de acuerdo con la correspondiente indicación de Aristóteles (De anima, I, VIII), es cierto que el pensamiento es imposible sin la imaginación, el pensamiento sobrenatural también debe encontrar su iniciador y el punto de apoyo en un fantasma correspondiente al que, como la hiedra en la pared, se aferra y así se arrastra hacia arriba. En todo caso, el acuerdo armonioso de la gracia del intelecto con el acompañante fantasma sólo puede ser una influencia favorable sobre el alma visitada por la gracia. Es asimismo claro que en los movimientos rebeldes de la concupiscencia, que residen en las facultades sensitivas, la gracia de la voluntad tiene un enemigo peligroso que debe ser vencido por la infusión de disposiciones contrarias, como aversión al pecado, antes de que la voluntad se despierte a hacer resoluciones firmes. San Pablo, en consecuencia, tres veces rogó al Señor que el aguijón de la carne podía apartarlo de él, pero Él le respondió: "sufficit tibi gratia mea" (2 Cor. 12,9).

2. Gracias Respecto al Libre Albedrío

Si tomamos la actitud del libre albedrío como el principio divisor de la gracia actual, debemos primero tener una gracia que preceda a la libre determinación de la voluntad y otra que siga a esta determinación y coopere con la voluntad. Este es el primer par de gracias, la operante (o preventiva) y la cooperante (gratia praeveniens et cooperans). La gracia operante debe consistir, según su naturaleza física, en actos vitales no libres e indeliberados del alma; la gracia cooperante, por el contrario, consiste únicamente en acciones libres y deliberadas de la voluntad. Esta última asume el carácter de las gracias actuales, no sólo porque son sugeridas inmediatamente por Dios, sino también porque pueden llegar a ser, después del logro del éxito, en el principio de nuevos actos saludables. De esta manera un acto intenso de perfecto amor de Dios puede efectuar simultáneamente y, por así decirlo, asegurar por sí mismo la observancia de los mandamientos divinos. La existencia de la gracia operante, determinada oficialmente por el Concilio de Trento (Ses. VI, cap. V), debe ser admitida con la misma certeza que los hechos de que la gracia iluminante del intelecto pertenece a una facultad no libre en sí misma y que la gracia de la voluntad debe primero y sobre todo exhibirse en emociones no libres, indeliberadas y espontáneas. Esto se comprueba por las metáforas bíblicas de la renuencia a oír la voz de Dios (Jer. 17,23; Sal. 95(94),8), la atracción por el Padre (Juan 6,44), de la llamada a la puerta (Ap. 3,20). Los Padres de la Iglesia dan testimonio de la realidad de la gracia operante en su muy apropiada fórmula: “Gratia est in nobis, sed sine nobis”, es decir, la gracia como un acto vital en el alma, pero como un acto saludable no libre no procede del alma, sino inmediatamente de Dios. Así Agustín (De grat. et lib. arbitr., XVII 33), Gregorio Magno (Moral., XVI, x), Bernardo de Claraval (De grat. et lib. arbitr., XIV) y otros.

Dado que las emociones no libres de la voluntad están por su propia naturaleza destinadas a provocar actos saludables libres, es claro que la gracia operante debe convertirse en gracia ayudante o cooperante tan pronto como el libre albedrío da su consentimiento. Estos actos saludables libres son, de acuerdo con el Concilio de Trento (Ses. VI, cap. XVI), no sólo gracias actuales, sino también acciones meritorias (actus meritorii). Hay tan poca duda posible en cuanto a su existencia como respecto al hecho de que muchos hombres siguen libremente la llamada de la gracia, se esfuerzan por su salvación eterna y logran la visión beatífica, de modo que el dogma del cielo cristiano prueba simultáneamente la realidad de las gracias cooperantes. Su principal defensor es Agustín (De grat. et lib. arbitr., XVI, 32). Si se plantea la cuestión más filosófica de la cooperación de la gracia y de la libertad, se percibirá fácilmente que el elemento sobrenatural del acto saludable libre puede ser sólo de Dios, su vitalidad sólo de la voluntad. La postulada unidad de la acción de la voluntad no podía, evidentemente, ser salvaguardada si Dios y la voluntad realizaran ya sea dos actos separados o meras mitades de un acto. Puede existir sólo cuando el poder sobrenatural de la gracia se transforma en la fuerza vital de la voluntad, constituye a esta última como una facultad libre in actu primo mediante la elevación al orden sobrenatural, y al mismo tiempo coopera como concurrencia divina sobrenatural en el desempeño del acto saludable real o actus secundus. Esta cooperación no es diferente a la de Dios con la criatura en el orden natural, en el que ambos realizan juntos uno y el mismo acto, Dios como causa primera (causa prima), la criatura como causa secundaria (causa secunda). Para más detalles vea S. Tomás, "Contra Gent.", III, LXX.

Un segundo par de gracias importantes para el entendimiento de las controversias sobre la gracia es el de la gracia eficaz y la meramente suficiente (gratia efficax et mere sufficiens). El término gracia eficaz denota esa asistencia divina que, considerada incluso in actu primo, incluye con certeza infalible, y por lo tanto en su definición, el acto saludable libre; pues si permaneciese ineficaz, dejaría de ser eficaz y por lo tanto sería auto-contradictorio. En cuanto a si la infalibilidad de su éxito es el resultado de la naturaleza física de esta gracia o de la precognición infalible de Dios (scientia media) es una cuestión muy debatida entre tomistas y molinistas que no necesita ser tratada adicionalmente aquí. Su existencia, sin embargo, es admitida como un artículo de fe por ambas partes y se establece con la misma firmeza que la predestinación de los elegidos o la existencia de un cielo poblado de innumerables santos.

En cuanto a la “gracia meramente suficiente”, como es bien conocido, los calvinistas y jansenistas la han eliminado de su sistema doctrinal. Ellos aceptaron sólo las gracias eficaces cuya acción vence a la voluntad y no deja lugar para la libertad. Si Jansenio (m. 1638) nominalmente admitió la "gracia suficiente", a la que llamó “pequeña gracia” (gratia parva), entendió por ella, en realidad, sólo "gracia insuficiente", es decir, "una de la cual no puede resultar ninguna acción, excepto si su insuficiencia es removida por otra gracia "(De grat. Christ., IV, X). Él no rehuyó denigrar la gracia suficiente, entendida en el sentido católico, como una concepción monstruosa y un medio de llenar el infierno con réprobos, mientras que los jansenistas posteriores descubrieron en ella un carácter tan pernicioso como para inferir la idoneidad de la oración: "a gratia sufficiente, libera nos Domine "("de la gracia suficiente, líbranos, Señor". ---Cf. prop. 6 damn. ab Alex. VIII, a. 1690 en Denzinger, n 1296).

La idea católica de la gracia suficiente se obtiene mediante la distinción de un doble elemento en cada gracia actual, su energía intrínseca (potestasagendi, vis) y su eficiencia intrínseca (efficientia). Bajo el primer aspecto existe entre la gracia suficiente y la eficaz, ambas consideradas in actu primo, una distinción, no real, sino sólo lógica; pues la gracia suficiente también confiere plena potencia para la acción, pero está condenada a la infructuosidad a la resistencia libre de la voluntad. Por el contrario, si se considerase la eficiencia extrínseca, es evidente que la voluntad cooperará libremente o no. Si rechaza su cooperación, incluso la gracia más fuerte sigue siendo una meramente suficiente (gratia mere sufficiens), aunque por naturaleza habría sido completamente suficiente (gratia Vere sufficiens) y con buena voluntad podría haber sido eficaz.

La concepción eclesiástica de la naturaleza de la gracia suficiente, a la cual los sistemas de gracia católicos se deben conformar invariablemente, no es nada más que una reproducción de la enseñanza de la Biblia. Para citar sólo un texto (Prov. 1,24), la llamada y el tendido de la mano de Dios ciertamente significa la completa suficiencia de la gracia, justo como la obstinada negativa del pecador “a prestar atención”, equivale al rechazo libre de la mano ofrecida. Agustín está totalmente de acuerdo con la tradición constante en este punto, y los jansenistas en vano lo han reclamado como uno de los suyos. Tenemos un ejemplo de su enseñanza en el siguiente texto: "Gratia Dei est quae hominum adjuvat voluntates; qua ut non adjuventur, in ipsis itidem causa est, non in Deo" ("Es la gracia de Dios la que ayuda las voluntades de los hombres; y cuando no son ayudados por ella, la razón está en ellos, no en Dios.” ---"Sobre el pecado y el mérito, 11.17). Sobre los Padres Griegos vea Isaac Habert, Theologia Graecor. Patrum, II, 6 ss. (París, 1646).

Propiedades de la Gracia Actual

Después de tratar la naturaleza de la gracia actual, venimos lógicamente a la discusión de sus propiedades, las cuales son un: necesidad, gratuidad y universalidad.

Necesidad

Con los primeros protestantes y jansenistas, la necesidad de la gracia actual puede ser tan exagerada como para llegar a afirmar la absoluta y completa incapacidad de la mera naturaleza para hacer el bien; o, con los pelagianos y semipelagianos así puede entenderse como para extender la capacidad de la naturaleza a todas y cada una de las cosas, incluso la actividad sobrenatural, o al menos a sus elementos esenciales. Las tres herejías del protestantismo, jansenismo, pelagianismo y semipelagianismo tempranos nos proporcionan la división práctica que adoptamos para la exposición sistemática de la doctrina católica.

1. Protestantismo y jansenismo tempranos

Mantenemos contra el protestantismo y jansenismo tempranos la capacidad de la mera naturaleza respecto tanto al conocimiento religioso como a la acción moral. Fundamental para la religión natural y la ética es el artículo de fe que afirma el poder de la mera razón para derivar un cierto conocimiento natural de Dios a partir de la creación (Vaticano., Ses. III, de Revelat., Can. I). Esta es una verdad central que está más claramente atestiguada por la Escritura (Sab. 13,1 ss.; Rom. 1,20 ss.; 2,14 ss.) y la tradición. Al adherirse inmutablemente a esta posición, la Iglesia se ha mostrado siempre como una poderosa defensora de la razón y sus poderes inherentes contra los estragos del escepticismo tan subversivo de toda verdad. A través de todo el curso de los siglos se ha aferrado firmemente a la convicción inalterable de que una facultad de percepción constituida para la visión, como la razón humana, no puede posiblemente ser condenada a la ceguera, y que sus poderes naturales la capacitan para conocer, incluso en el estado de caída, todo lo que está dentro de su esfera legítima.

Por otro lado, la Iglesia también ha erigido contra el racionalismo y la teosofía presuntuosos un baluarte para la defensa del conocimiento por la fe, un conocimiento superior a, y diferente en principio, del conocimiento racional. Con Clemente de Alejandría ella trazó una distinción clara entre gnosis y pistis ---conocimiento y fe, filosofía y revelación, al asignarle a la razón el doble rol de precursora indispensable y dócil sirvienta (Cf. Vaticano, Ses. III, cap. IV). Esta noble lucha de la Iglesia por los derechos de la razón y su verdadera relación con la fe explica históricamente su actitud decididamente hostil hacia el escepticismo de Nicolás de Ultricuria (1348 d.C.), hacia la filosofía renacentista de Pomponazzi (1513) que defiende una "doble verdad", hacia la llamada teoría "tronco-palo-y-piedra" (Klotz-Stock-und-Steintheorie) de Martín Lutero y sus seguidores, tan adversa a la razón, hacia la doctrina de la completa impotencia de la naturaleza sin la gracia defendida por Bayo y Jansenio, hacia el sistema de Hermes impregnado con el criticismo kantiano, hacia el tradicionalismo, que basaba todo el conocimiento moral y religiosa en la autoridad de la lengua y la instrucción, por último, contra el agnosticismo moderno de los modernistas, que socava los fundamentos mismos de la fe y que sólo recientemente la condena del Papa Pío X le asestó un golpe tan fatal.

Así se ha producido evidencia documental de que la Iglesia Católica, lejos de ser una "institución de oscurantismo", en todo momento ha cumplido una misión de civilización poderosa y de largo alcance, dado que tomó la razón y la ciencia bajo su especial protección y defendió sus derechos contra esos mismos opresores de la razón que están acostumbrados a llevar ella el cargo infundado de la inferioridad intelectual. Un intelectualismo sólido es una condición de su vida tan indispensable como la doctrina de un orden sobrenatural elevado por encima de todos los límites de la naturaleza. (cf. Chastel, "De la valeur de la razón humaine", París, 1854).

Una actitud no menos razonable fue asumida por la Iglesia respecto a las capacidades morales del hombre caído en el campo de la ética natural. Contra el bayanismo, el precursor del jansenismo, ella en su enseñanza se adhirió a la convicción confirmada por la experiencia sana, que el hombre natural es capaz de realizar algunas obras naturalmente buenas sin la gracia actual, y sobre todo sin la gracia de la fe, y que no todos los actos de los infieles y paganos son pecados. Esto es evidenciado por la condena de dos proposiciones de Baio por el Papa Pío V en el año 1567: "Liberum arbitrium sine gratiae Dei adjutorio nonnisi ad peccandum valet" ("El libre albedrío sin la ayuda de Dios sólo sirve para el pecado”. ---Prop. XXVII), y de nuevo: "Omnia opera infidelium sunt peccata et philosophorum virtutes sunt vitia " ("Todas las acciones de los infieles son pecados, y sus virtudes son vicios”. ---Prop. 25). La historia del paganismo y la experiencia cotidiana condenan, por otra parte, con igual énfasis estas exageraciones extravagantes de Bayo. Entre los deberes de la ley moral natural algunos ---como el amor por los padres o los hijos, la abstención de hurtar y la embriaguez--- son de un carácter tan elemental que es imposible percibir por qué no pudieron realizarse sin la gracia y la fe al menos por paganos juiciosos, cultos y de mente noble. ¿Acaso el mismo Salvador no reconoció como algo bueno el amor humano y los saludos fraternales, como los que existen también entre los publicanos y paganos? Les negó sólo una recompensa sobrenatural (mercedem, Mt. 5,46 ss.). Y Pablo ha declarado explícitamente que "los gentiles, que no tienen ley [mosaica], cumplen naturalmente [naturaliter, physei] las prescripciones de la ley…" (Rom. 2,14).

Los Padres de la Iglesia no juzgaron de forma diferente. Bayo, es cierto, aducían a Agustín como su principal testigo, y en los escritos de este último encontramos, sin duda, frases que parecen favorecerle. Bayo, es cierto, adujo a Agustín como su principal testigo, y en los escritos de este último encontramos, sin duda, frases que le parecen favorecer. Bayo, sin embargo, pasó por alto el hecho de que el antes idealista retórico platónico de Hipona no siempre pesaba cada palabra con tanto cuidado como el prudente escolástico Tomás de Aquino, sino que se deleitaba conscientemente (cf. Enarr. in Ps. XCVI, n. 19) en aplicar por antonomasia al género la designación que sólo pertenece a las especies más altas. Según él llama caritas a la moción menos buena de la voluntad, por anticipación, así tilda cada obra no meritoria (opus steriliter bonum) como pecado (peccatum) y falsa virtud (falsa virtus). En ambos casos se trata de un uso obvio de la figura retórica llamada catacresis |Nota de la Trad.: catacresis: Del lat. catachrēsis, y este del gr. κατάχρησις katáchrēsis 'uso indebido'. 1. f. Ret. Designación de algo que carece de nombre especial por medio de una palabra empleada en un sentido metafórico, como en la hoja de la espada o una hoja de papel.] Con una fuerte percepción de lo éticamente bueno, dondequiera que se encuentre, elogia en otro lugar la castidad de su amigo gentil Alipio (Confess., VI, X) y del pagano Polemo (Ep. CXL, 2), admira las virtudes civiles de los [[Roma|romanos], los amos del mundo (Ep. CXXXVIII, 3), y da expresión a la verdad que incluso el hombre más malvado no es hallado completamente falto de obras naturalmente buenas. ("De Spiritu et litera", c. XXVIII. -- Cf. Ripalda, "De Ente supernaturali", tom. III: "Adversus Baium et Baianos", Colonia, 1648; J. Ernst, "Werke und Tugenden der Unglaubigen nach Augustinus", Friburgo, 1871).

La capacidad ética de la naturaleza pura, y especialmente de la naturaleza caída, tiene indudablemente también sus límites determinados, que no puede sobrepasar. De manera general, se puede afirmar la posibilidad de la observancia de los preceptos naturales más fáciles sin la ayuda de la gracia natural o sobrenatural, pero no la posibilidad de la observancia de los mandamientos y prohibiciones más difíciles de la ley natural. La dificultad de determinar dónde terminan los fáciles y dónde comienzan los difíciles conducirá naturalmente, en algunas cuestiones secundarias, a gran diversidad de opinión entre los teólogos. En los puntos fundamentales, sin embargo, la armonía es fácil de obtener y de hecho existe. En primer lugar, todos sin excepción están de acuerdo en la proposición de que el hombre caído no puede, por su propia fuerza, observar la ley natural en su totalidad y por un largo tiempo y sin errores ocasionales y caídas en pecado grave. ¿Y cómo podría hacerlo? Pues, según el Concilio de Trento (Ses. VI, Cap. XIII), incluso el hombre ya justificado será victorioso en el "conflicto con la carne, el mundo y el diablo" sólo con la condición de que coopere con la gracia que nunca falla (cf. Rom. 7,22 ss.).

En segundo lugar, todos los teólogos admiten que la voluntad natural, sin la ayuda de la asistencia divina, sucumbe, especialmente en el estado caído, con la necesidad moral (no física) al ataque de tentaciones vehementes y duraderas contra el Decálogo. Pues podría por su propia fuerza decidir el conflicto a su favor incluso en los momentos más críticos, que se le restaurara el poder que acabamos de eliminar, a saber, el poder observar sin ayuda, a través de la línea de la victoria sobre las tentaciones vehementes, toda la ley natural en toda su extensión. La importancia práctica de esta segunda proposición universalmente admitida radica en el reconocimiento de que, de acuerdo con la revelación, no hay hombre sobre la tierra que no se encuentre de vez en cuando con esta o aquella tentación grave al pecado mortal, e incluso los justificados no son una excepción a esta ley; por lo cual, incluso ellos están sujetos a una vigilancia constante en temor y temblor y a nunca detener la oración por la asistencia divina (cf. Concilio de Trento, 1. c.).

En la tercera cuestión, si el amor natural de Dios, incluso en su forma más elevada (amor Dei naturalis perfectus), es posible sin la gracia, las opiniones de los teólogos siguen siendo muy divergentes. Belarmino niega esta posibilidad basándose en que, sin ningún tipo de gracia, en tal caso se podría traer a existencia una mera justificación natural a través del amor de Dios. Escoto, por el contrario, defiende animadamente la posibilidad de alcanzar el más alto amor natural de Dios. Una vía intermedia dorada se abrirá fácilmente al que distinga con precisión entre amor afectivo y amor efectivo. El elemento afectivo del amor más elevado es, como deber natural, accesible a la mera voluntad natural sin la gracia. El amor efectivo, por el contrario, puesto que supone una voluntad activa, inmutable y sistemática, implicaría la antes descartada posibilidad de triunfar sobre todas las tentaciones y de observar toda la ley moral. (Para más detalles sobre estos interesantes problemas, vea Pohle, "Lehrbuch der Dogmatik", 4ª ed., II, 364-70, Paderborn, 1909).

De acuerdo con el jansenismo, la mera ausencia del estado de gracia y amor (status gratiæ et caritatis) marca como pecados todas las obras del pecador, incluso los éticamente buenos (por ejemplo, el dar limosna). Este fue el punto más bajo en su menosprecio y el descrédito de las fuerzas morales en el hombre; y aquí, también, Bayo había allanado el camino. La posesión de la gracia santificante o amor teológico se convirtió así en la medida y criterio de la moral natural. Tomando como base la total corrupción de la naturaleza por el pecado original (es decir, la concupiscencia), según enseñado por el protestantismo temprano, Quesnel, especialmente (Prop. XlIV en Denzinger, n. 1394), le dio al anteriormente expresado pensamiento la supuesta forma agustiniana que no hay ningún punto medio entre el amor de Dios y el amor al mundo, la caridad y la concupiscencia, de modo que incluso las oraciones de los impíos son nada más que pecados. (Cfr. Prop. XLIX: "Oratio impiorum est novum peccatum et quod Deus illis concedit, est novum in eos judicium"). La respuesta de la Iglesia a tan graves exageraciones fue la bula dogmática, "Unigénito" (1713), del Papa Clemente XI. Sin embargo, el Concilio de Trento (Ses. VI, Can. VII) ya había decretado contra Martín Lutero: "Si quis dixerit, opera omnia quae ante justificationem fiunt… vere esse peccata… anathema sit". (Si alguno dijere que todas las obras realizadas antes de la justificación son de hecho pecados, sea anatema).

Por otra parte, ¿qué hombre razonable admitiría que el proceso de justificación, con sus llamadas disposiciones, consiste en una larga serie de pecados? Y si la Biblia, con el fin de lograr la conversión del pecador, con frecuencia lo llama a la contrición y a la penitencia, a la oración y la limosna, ¿hemos de admitir la blasfemia que el Santísimo lo llama a la comisión de tantos pecados? La doctrina católica sobre este punto, obstinadamente afirmada a través de todos los siglos, es tan clara que incluso un Agustín no podría haberse apartado de ella sin llegar a ser un hereje público. Es cierto, Bayo y Quesnel hábilmente lograron ocultar su herejía en una fraseología similar a la de Agustín, pero sin penetrar en el significado de Agustín. Este último, hay que reconocer, en el curso de la lucha con el auto-confiado pelagianismo, en última instancia enfatizó tan vigorosamente la oposición entre la gracia y el pecado, el amor de Dios y el amor al mundo, que el dominio intermedio de las obras naturalmente buenas desapareció casi completamente. Pero hacía tiempo que el escolaticismo había aplicado la corrección necesaria a esta exageración. Que el pecador, como consecuencia de su estado habitual de pecado, debe pecar en todo, no es la doctrina de Agustín. La universalidad del pecado en el mundo que el contempló, no es para él el resultado de una necesidad fundamental, sino simplemente la manifestación de un fenómeno histórico general que no admite excepciones (De spir. et lit., c. XXVII, n. 48). Él declara expresamente que el amor conyugal, el amor a los niños y a los amigos es algo legal en todos los hombres, algo encomiable, natural y respetuoso, a pesar de que sólo el amor divino conduce al cielo. Él admite la posibilidad de estas virtudes naturales también en los impíos: "Sed videtis, istam caritatem esse posse et impiorum, i.e. paganorum, Judaeorum, haereticorum" (Serm. CCCXLIX de temp. en Migne, PL, XXXIX de 1529).

2. Pelagianismo

El pelagianismo, que todavía sobrevive bajo nuevas formas, cayó en el extremo directamente opuesto a las teorías rechazadas arriba. Exageró la capacidad de la naturaleza humana a un grado increíble, y casi no dejaba ningún espacio para la gracia cristiana. Equivalió a nada menos que la divinización de las fuerzas morales del libre albedrío. Incluso cuando era cuestión de actos tendientes a la salvación sobrenatural, la voluntad natural fue declarada capaz de elevarse por su propia fuerza a partir de la justificación a la vida eterna. Clasificado naturalismo en su esencia, el pelagianismo contenía, como consecuencia lógica, la supresión del pecado original y la negación de la gracia. Estableció la orgullosa afirmación de que la voluntad soberana en última instancia se podía elevar para completar la santidad y la impecabilidad (impeccantia, anamartesia) a través de la observancia perseverante de todos los preceptos, incluso los más difíciles, y mediante el triunfo infalible sobre toda tentación, incluso las más vehementes. Esta era una reproducción inconfundible del antiguo ideal estoico de virtud. Para el pelagiano seguro de sí mismo la petición de la Oración del Señor, "No nos dejes caer en tentación", propiamente hablando, no servía para ningún propósito: era a lo sumo una prueba de su humildad, no una profesión de la verdad.

En ninguna otra parte del sistema es tan notoriamente perceptible la vanidad del cristiano Diógenes a través de la capa lacerada del filósofo. De ahí que el Concilio Provincial de Cartago (418 d.C.) insistió en la verdadera doctrina sobre este mismo punto (vea Denzinger, nn. 106-8) e hizo hincapié en la absoluta necesidad de la gracia para todos los actos saludables. En verdad, Pelagio (m. 405) y su discípulo Celestio, quien encontró un socio activo en el hábil y erudito obispo Julián de Eclana, admitió desde el principio la gracia creativa inadecuada, más tarde también una gracia sobrenatural meramente externa, tal como la Biblia y el ejemplo de Cristo. Sin embargo, el heresiarca rechazaba con la mayor obstinación la gracia interior del Espíritu Santo, especialmente para la voluntad. El objeto de la gracia era, a lo sumo, facilitar la obra de la salvación, de ninguna manera hacerla fundamentalmente posible.

Nunca antes un hereje se había atrevido a clavar el hacha tan implacablemente a las raíces más profundas del cristianismo. Y nunca más ocurrió en la historia eclesiástica que un hombre solo, con las armas de la mente y la ciencia eclesiástica derrocó y aniquiló en una generación una herejía igualmente peligrosa. Este hombre fue Agustín. En el corto período entre los años 411 y 413 d.C. se realizaron no menos de veinticuatro sínodos que consideraron la herejía de [[[Pelagio y Pelagianismo|Pelagio]]. Pero el golpe de muerte fue tratado tan pronto como en 416 en Mileve, donde cincuenta y nueve obispos, bajo la dirección de San Agustín, establecieron los cánones fundamentales que fueron posteriormente (418) repetidos en Cartago y recibieron, después de la célebre "Tractoria” del Papa Zósimo (418), el valor de definiciones de fe. Fue allí donde la absoluta necesidad de la gracia para la salvación triunfó sobre la idea pelagiana de su mera utilidad, y la incapacidad absoluta de la naturaleza sobre la suprema autosuficiencia. Cuando Agustín murió, en el año 430, el pelagianismo estaba muerto. Las decisiones de la fe emitidas en Mileve y Cartago fueron renovadas con frecuencia por los concilios ecuménicos, como en 529 en Orange, por último, en Trento (Ses. VI, Can. II).

La hermosa parábola de la vid y sus ramas (Juan 15,1 ss.) debería haber sido suficiente para revelar al pelagianismo el fuerte contraste que había entre ellos y el cristianismo antecedente. Agustín y los sínodos una y otra vez la utilizaron en la controversia como una prueba decisiva de la boca del Salvador mismo. Sólo cuando se establece la unión vital sobrenatural de los Apóstoles con la vid (Cristo) plantado por el Padre, se hace posible producir fruto sobrenatural; pues "sin mí no podéis hacer nada" (Jn. 15,5). La afirmación categórica de la necesidad de la gracia para los santos apóstoles prueba de manera concluyente con más fuerza la incapacidad absoluta de la mera naturaleza caída en la realización de actos saludables.

Toda la actividad sobrenatural puede resumirse concretamente en los tres siguientes elementos: pensamientos saludables, resoluciones sagradas, buenas acciones. Ahora el apóstol Pablo enseña que el pensamiento correcto viene de Dios (2 Cor. 3,5), que la justa voluntad debe basarse en la misericordia divina (Rom. 9,16), por último, que es Dios quien actúa en nosotros "así el querer como el obrar" (Flp. 2,13). La lucha victoriosa de San Agustín, que le ganó el honroso título de "Doctor de la Gracia", no fue más que una lucha por la antigua verdad católica. El pelagianismo se sintió de inmediato en la comunidad cristiana como una espina en la carne y como el veneno de novedad. Agustín pudo testificar delante de todo el mundo: "Talis est haeresis pelagiana, non antiqua, sed ante non multum tempus exorta" ("Tal es la herejía pelagiana, no antigua, sino que surgió hace poco tiempo” — De grat., et lib. arbitr., c. IV). De hecho, la enseñanza de la mayoría de los primeros Padres de la Iglesia, por ejemplo, San Ireneo (Adv. haer., III, XVII, 2), no difería de la de Agustín, aunque fue menos vigorosa y explícita.

La práctica constante de oración en la Iglesia antigua apuntó significativamente a su fe viva en la necesidad de la gracia, pues la oración y la gracia son ideas correlativas, que no se pueden separar. De ahí el célebre axioma del Papa Celestino I (m. 432): «Ut legem credendi statuat lex supplicandi" ("Que la ley de la oración puede determinar la ley de la fe" ---Vea Denzinger, n 139). Es claramente evidente que los Padres de la Iglesia deseaban que la necesidad de la gracia expresada universalmente se entendiera no simplemente como una necesidad moral para el fortalecimiento de la debilidad humana, sino como una metafísica para la comunicación de las potencias físicas. Pues en sus comparaciones afirman que la gracia no es menos necesario que lo son las alas para volar, los ojos para ver, la lluvia para el crecimiento de las plantas, etc. En concordancia con esto, también declaran que, en lo que a la actividad sobrenatural concierne, la gracia es tan indispensable para los ángeles no sujetos a la concupiscencia, y lo fue para el hombre antes de la caída, como lo es para el hombre después del pecado de Adán.

No hay necesidad de una refutación especial de la presuntuosa contención de Pelagio que el hombre es capaz de evitar todos los pecados sin ayuda durante toda su vida; más aún, que incluso puede elevarse a la impecabilidad. El Concilio de Trento (Ses. VI, Can. XXIII), con mucha más precisión que el Sínodo de Mileve (416) contestó esta monstruosidad con la definición de fe: "Si quis hominem semel justificatum dixerit… posse in tota vita peccata omnia etiam venialia vitare, nisi ex speciali Dei privilegio, quemadmodum de beata Virgine tenet ecclesia,anathema sit" (Si alguno dijere que un hombre una vez justificado... puede, a lo largo de su vida, evitar todos los pecados, incluso los veniales, a menos que por un privilegio especial de Dios, según cree la Iglesia sobre la Santísima Virgen María, sea anatema).

Este famoso canon presenta algunas dificultades de pensamiento que deben ser discutidas brevemente. Su quid es una afirmación que ni siquiera los justificados, y mucho menos el pecador y el infiel, pueden evitar todos los pecados, especialmente los veniales, a través de toda su vida, excepto por privilegio especial, como se le concedió a la Madre de Dios. El canon no afirma que además de María otros santos, como San José o San Juan Bautista, poseyesen este privilegio. Casi todos los teólogos consideran con razón que esta la única excepción, justificada sólo por la dignidad de la maternidad divina. Se ha hecho justicia a la redacción del canon, si por tota vita entendemos un largo período, alrededor de una generación, y por peccata venialia principalmente los pecados veniales semi-deliberados debido a la sorpresa o precipitación. De ninguna manera declaró que un gran santo es incapaz de mantenerse libre de todo pecado durante un corto intervalo de tiempo, como el intervalo de un día; ni que es incapaz de evitar durante mucho tiempo con la gracia ordinaria y sin privilegio especial todos los pecados veniales cometidos con plena deliberación o libertad completa.

Lo mismo debe decirse aún con mayor razón de los pecados mortales, aunque la preservación de la inocencia bautismal puede ser de rara ocurrencia. La expresión, omnia peccata, debe entenderse colectivamente como aplicable a la totalidad y no de manera distribuida, como denotando cada pecado individual, que ya no sería un pecado si no se pudiese evitar en todos los casos. Por la misma razón las palabras non posse no designan una imposibilidad físico, sino una imposibilidad moral de evitar el pecado, es decir, una dificultad basada en obstáculos insuperables que podría ser suprimido solamente por un privilegio especial. El significado es, por lo tanto: El observador de una larga serie de tentaciones en la vida de un hombre justo encontrará que en algún momento u otro, hoy o mañana, la voluntad hecha cautiva por la concupiscencia sucumbirá con la necesidad moral. Esto puede ser debido a negligencia, sorpresa, cansancio o debilidad moral ---todos los cuales son factores que no destruyen por completo la libertad de la voluntad y así admiten por lo menos un pecado venial. Esta dura verdad debe naturalmente afligir a un corazón orgulloso. Pero es precisamente para frenar el orgullo, ese peligrosísimo enemigo de nuestra salvación, y para nutrir en nosotros la preciosa virtud de la humildad, que Dios permite estas caídas en el pecado. Nada nos incita con más fuerza a la vigilancia y a la perseverancia en la oración que la conciencia de nuestra pecaminosidad y debilidad. Incluso el más grande santo debe, por lo tanto, orar diariamente no por hipocresía o auto-engaño, sino por un conocimiento íntimo de su corazón: "Perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores" (Mt. 6,12). Un santo apóstol tuvo que reconocer de sí mismo y sus amigos íntimos: "En muchas cosas todos ofendemos" (Stgo. 3,2). Audazmente, podría el hagiógrafo en el Antiguo Testamento plantear la pregunta no difícil de contestar: "¿Quién puede decir: Mi corazón está limpio, estoy limpio de pecado?" (Prov. 20,9). Este punto de vista, defendido por la Biblia, fue también el sentimiento constante de los Padres de la Iglesia, quienes desconocían el lenguaje orgulloso de los pelagianos. Para la consideración de este último Agustín (De nat. Et grat., XXXVI) presenta los pensamientos impresionantes: “Si pudiésemos reunir aquí en la vida a todos los santos de ambos sexos y preguntarles si están sin pecado, ¿no exclamarían unánimemente: "Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros?" (1 Juan 1,8).

3. Semipelagianismo

El semipelagianismo fue un intento infructuoso por lograr una avenencia entre el pelagianismo y el agustinismo, atribuyéndole a la mera naturaleza y sus capacidades una importancia un tanto mayor en los asuntos relacionados con la salvación que la que Agustín estaba dispuesto a concederle. Varios monjes piadosos de Marsella (de ahí también el nombre de "marsilianos"), Juan Casiano (m. 432) como jefe, afirmaban (hacia el año 428), la presente opinión sobre la relación entre naturaleza y gracia:

  • Se debe establecer una distinción entre "el comienzo de la fe" (initium fidei) y el "aumento de la fe" (augmentum fidei); el primero puede ser referido al poder natural del libre albedrío, mientras que el aumento de la fe y la fe misma sólo pueden ser obra de la gracia cristiana.
  • La naturaleza puede merecer la gracia a través de sus propios esfuerzos, pero este mérito natural (Meritum naturae) sólo se funda en la equidad, no confiere, como sostuvo Pelagio, un derecho en estricta justicia
  • El justificado puede asegurar la “"Perseverancia final" (donum perseverantiae) específicamente con su propia fuerza, y por lo tanto no es una gracia especial.
  • La denegación o el otorgamiento de la gracia bautismal en los niños depende de sus méritos o deméritos futuros condicionales, que la omnisciencia de Dios previó no históricamente, sino hipotéticamente desde la eternidad.

Aunque esta última proposición es filosóficamente falsa, la Iglesia nunca la ha condenado como herética; las tres primeras tesis, por el contrario, han sido rechazadas como opuestas a la enseñanza católica.

Informado por sus discípulos, Próspero e Hilario, de eventos en Marsella, Agustín vigorosamente puso manos a la obra, a pesar de su avanzada edad, y escribió sus dos libros contra los semipelagianos: "De Praedestinatione sanctorum" y "De dono perseverantiae". Simultáneamente reconoció con humildad que tenía la desgracia de haber profesado errores similares antes de su consagración episcopal (394 d.C.). Atacó con decisión, aunque con suavidad y moderación, todas las posiciones de sus adversarios, mirando correctamente su actitud como una recaída en el ya derrotado pelagianismo. Después de la muerte de Agustín, sus discípulos reanudaron la lucha. Tuvieron éxito en interesar en su causa al Papa Celestino I, quien, en su escrito dogmática a los obispos de la Galia (431), establece como regla de fe la enseñanza fundamental de San Agustín sobre el pecado original y la gracia. Pero dado que este llamado "Indiculus" se emitió más como una instrucción papal que como una definiciónex cátedra, la controversia todavía continuó durante casi un siglo, hasta que San Cesáreo de Arles convocó el Segundo Sínodo de Orange (529 d.C.). Este sínodo recibió la solemne confirmación de Papa Bonifacio II|Bonifacio II]] (530) y por lo tanto fue investido de autoridad ecuménica. (De acuerdo con la opinión de Scheeben y Gutberlet esta confirmación se extendió sólo a los primeros ocho cañones y al epílogo.) A partir de ahí el semipelagianismo también fue proscrito como herejía y el agustinismo quedó completamente victorioso.

En la refutación del semipelagianismo, en la medida en que se refiere a la necesidad de la gracia actual, no estará de más seguir a un adulto a través de toda la etapa en el camino a la salvación, desde el estado de la incredulidad y pecado mortal al estado de gracia y una muerte feliz. En primer lugar, respecto a la etapa de incredulidad, el Segundo Sínodo de Orange (Can. V) decretó que la gracia operante (o preventiva) es absolutamente necesaria para el infiel no sólo por la fe en sí, sino también para el comienzo mismo de la fe. Con "principio de la fe", se pretendió designar todas las buenas aspiraciones y movimientos para creer que preceden a la fe propiamente dicha, como el amanecer precede a la salida del sol. En consecuencia, toda la preparación para la fe se hace bajo la influencia de la gracia, por ejemplo, la instrucción de las personas a ser convertidas. La Biblia confirma la precisión de este punto de vista. De acuerdo con la certidumbre del Salvador, la predicación externa es inútil si la influencia invisible de la gracia (el ser atraído por el Padre) no comienza a efectuar la “venida” progresiva hacia Cristo (Jn. 6,44).

Si la fe estuviese arraigada en la mera naturaleza, si estuviese basada en mera inclinación natural a creer o en el mérito natural, la naturaleza podría legítimamente gloriarse en su propia realización de la obra de la salvación en su totalidad, desde la fe a la justificación ---es más, a la visión beatífica misma. Y aún más, no hay nada que Pablo abomine más (1 Cor. 4,7; Ef. 2,8 ss.) que la "glorificación" de la naturaleza. Aunque Agustín podía fundamentar su doctrina con las referencias a los Padres de la Iglesia anteriores, como Cipriano, Ambrosio y Gregorio Nacianceno, parece haberse sentido turbado por la apelación semipelagiana a los griegos, principalmente Crisóstomo. Él alegó las circunstancias de la época (De praed. Sanctor., C. XIV). De hecho, no se puede negar la diferencia de doctrina entre Oriente y Occidente. Con deleite los semipelagianos podían citar de Crisóstomo pasajes como el siguiente: "En primer lugar debemos seleccionar el bien y entonces Dios añade lo que pertenece a su oficio; Él no actúa antecedente a nuestra voluntad a fin de no destruir nuestra libertad" (Hom XII in Hebr., n. 3). ¿Cómo se debe explicar esta actitud de la Iglesia de Oriente?

Para tener una noción correcta de las circunstancias existentes en ese momento, hay que recordar que los griegos tenían que defender no sólo la gracia, sino casi más la libertad de la voluntad. Pues los sistemas anticristianos de gnosticismo, maniqueísmo y neoplatonismo--- todos productos de Oriente--- permanecían completamente bajo el hechizo de la libertad ---destruyendo la filosofía del fatalismo. En tal ambiente era importante preservar intacta la libertad de la voluntad, incluso bajo la influencia de la gracia, para despertar a la naturaleza perezosa del sueño fatalista, y recomendar la máxima ascética: "Ayúdate a ti mismo, y el Cielo te ayudará.” Puede haber sido imprudente dejar la necesidad de la gracia operante (o preventiva) por completo en el trasfondo debido a las falsas consideraciones de oportunidad, e insistir casi exclusivamente en la gracia cooperante, presuponiendo en silencio la existencia de la gracia operante. Sin embargo, ¿se oponía Crisóstomo a Pelagio o a Casiano? De hecho, él también sabía y aceptaba la gracia operante, como cuando escribe:.. "Tú no posees por ti mismo, sino que has recibido de Dios. De ahí que has recibido lo que tienes y no sólo esto o aquello, sino todo lo que tienes. Porque éstos no son tus propios méritos, sino la gracia de Dios. Aunque cites la fe, la debes sin embargo a la llamada” (Hom. XII in I Cor.). Crisóstomo fue siempre ortodoxo en la doctrina de la gracia.

Tras el triunfo sobre la incredulidad, el proceso de justificación comienza con la fe y concluye sólo con la infusión de la gracia santificante y el amor teológico. La pregunta es si en este arduo camino la gracia debe preceder y cooperar con cada paso saludable del pecador creyente. La actitud negativa de los semipelagianos, que atribuía las disposiciones para la justificación a los esfuerzos naturales del libre albedrío, fue proscrita como herética en Orange (C. VII) y de nuevo en Trento (Ses. VI, C. III). Correctamente, pues la completamente sobrenatural filiación divina, la cual termina esencialmente el proceso de justificación, puede ser lograda sólo a través de actos absolutamente sobrenaturales, para cuya realización la naturaleza sin la gracia es físicamente incapaz. De ahí que la Biblia, además de la fe, también refiere otras disposiciones, como la “esperanza” (Rom. 15,13) y el amor (1 Jn. 4,7), explícitamente a Dios como su autor; y la tradición se ha adherido firmemente a la prioridad de la gracia (cf. San Agustín, "Enchir.", XXXII).

Una vez que el adulto finalmente ha alcanzado el estado de gracia después de una feliz terminación del proceso de justificación, recae en él la obligación de cumplir con muchos deberes negativos y positivos con el fin de preservar la gracia santificante, perseverar en la virtud hasta el final y ganar el cielo después de una muerte feliz. ¿Será capaz de lograr todo esto sin un flujo constante de gracias actuales? Podría parecer así, pues la persona justificada, a través de la posesión de la gracia santificante y las virtudes sobrenaturales, es mantenida permanentemente en el orden sobrenatural. Es natural, por lo tanto, admitir, prescindiendo de la perseverancia final, que por su hábito sobrenatural está habilitado para llevar a cabo acciones saludables. Esta es en realidad la enseñanza de Molina, Belarmino, Billot, y otros. Pero a este punto de vista Perrone (De gratia, n. 203) objeta con razón que la Sagrada Escritura no hace distinción entre los diferentes grados de la obra de salvación, que Agustín (De nat. et grat., XXIV) proclama la constante necesidad de la gracia también para los "sanos" y "justificados", y, finalmente, que la Iglesia requiere una influencia ininterrumpida de gracia, incluso para las buenas obras de los justos y pone en boca de todos los cristianos, sin excepción, la oración: "Actiones nostras, quaesumus Domine, aspirando praeveni et adjuvando prosequere", etc. ¿Y acaso la concupiscencia, que permanece también en los justificados, no necesita por lo menos la gracia sanadora? Por otra parte, ningún hábito pasivo se pone en movimiento por sí mismo, sino, como un arpa bien afinada, debe ser, por así decirlo, puesto en juego por un agente externo. Podría añadirse que la naturaleza, elevada a un estado sobrenatural permanente, aún conserva su actividad natural y por lo tanto requiere un impulso sobrenatural para las acciones sobrenaturales.

La preocupación más importante, sin embargo, que el justo debe tomar en serio es la perseverancia final, ya que es una característica inequívoca de los predestinados y asegura la entrada al cielo con certeza infalible. La ilusión semipelagiana de que esta gran gracia puede deberse a la iniciativa y el poder de los justos fue refutada, después del Segundo Sínodo de Orange (can. X), principalmente por el Concilio de Trento (Ses. VI, C. XXII) en la siguiente proposición de fe: "Si quis dixerit, justificatum…. sine speciali auxilio Dei in accepta justitia perseverare posse..., anathema sit." Aquí también la explicación de algunas dificultades facilitará la interpretación correcta del canon. Perseverancia final, en su sentido más perfecto, consiste en preservar sin mancha la inocencia bautismal hasta la muerte. En un sentido menos estricto es la preservación del estado de gracia desde la última conversión hasta la muerte. En ambos sentidos tenemos lo que se llama perseverancia perfecta (perseverantia perfecta). Por perseverancia imperfecta (perseverantia imperfecta) debe entenderse la permanencia temporal en la gracia, por ejemplo, durante un mes o un año, hasta la comisión del siguiente pecado mortal.

Hay que distinguir también entre la perseverancia pasiva y la activa, según que el justificado muera en el estado de gracia, independientemente de su voluntad, como los niños bautizados y los dementes, o que coopere activamente con la gracia cada vez que el estado de gracia esté en peligro por graves tentaciones . El Concilio de Trento tuvo, por encima de todo, este último caso a la vista, ya que habla de la necesidad de una asistencia especial (auxilium speciale), que no puede designar otra cosa sino una gracia actual o más bien toda una serie de ellas. Esta "gracia especial", en consecuencia, no es conferida con la posesión de la gracia santificante, ni se ha de confundir con gracias ordinarias, y, finalmente, no debe ser considerada como el resultado del simple poder de la perseverancia (posse perseverare). De ahí que, como una nueva gracia especial, es esencialmente sólo una serie contínua de gracias eficaces (no simplemente suficientes) combinadas con una protección externa particular de Dios contra la caída en el pecado y con la experiencia final de una muerte feliz. El Concilio de Trento (Ses. VI, C. XVI) está por lo tanto justificado al hablar de ella como un gran don ---“magnum donum”. La Biblia exalta la perseverancia final, ahora como una gracia especial no incluida en la noción desnuda de la justificación (Flp. 1,6; 1 Ped. 1,5), ahora como el precioso fruto de la oración especial (Mt. 26,41; Jn. 17,11; Col. 4,12). Agustín (De dono Persev., C. III) usó la necesidad de tal oración como base de argumentación, pero agregó, para la consolación de los fieles, que, si bien esta gran gracia no podía ser merecida por las buenas obras, con certeza infalible sí podría obtenerse mediante la perseverancia en la oración genuina. De ahí que la práctica de los cristianos devotos de rezar todos los días por una buena muerte nunca puede ser demasiado seriamente recomendada.

Gratuidad

Junto a la necesidad de la gracia actual, su gratuidad absoluta se destaca como la segunda pregunta fundamental en la doctrina cristiana sobre este tema. El mismo nombre de gracia excluye la noción de mérito. Pero la gratuidad de específicamente la gracia cristiana es tan grande y de tal carácter superior que incluso la mera petición natural para la gracia o disposiciones naturales positivas no pueden determinar a Dios a la concesión de la ayuda sobrenatural. Una simple preparación negativa o meras disposiciones negativas, por el contrario, que consisten sólo en la eliminación natural de obstáculos, con toda probabilidad no se oponen esencialmente a la gratuidad. Debido a su carácter gratuito, la gracia no puede ser ganada por méritos estrictamente naturales, ya sea en estricta justicia (meritum de condigno) o como una cuestión de aptitud (meritum de congruo). ¿Pero no está esta afirmación en conflicto con el dogma de que el hombre justo puede, a través de obras sobrenaturales, merecer de condigno un aumento en el estado de gracia y gloria eterna, al igual que el pecador puede, a través de actos saludables, ganar la justificación de congruo y todas las gracias que conducen a ella? Que eso no es así será claramente evidente si se recuerda que los méritos que brotan de la gracia sobrenatural ya no son naturales, sino sobrenaturales (cf. Concilio de Trento, Ses. VI, cap. XVI). La gratuidad absoluta de la gracia es, por lo tanto, salvaguardada si se refiere a la gracia inicial (prima gratia vocans), con la que comienza la obra de la salvación, y que está precedida por la naturaleza pura y simple. Para ello se deduce que toda la serie posterior de gracias, hasta la justificación, no es y no puede ser merecida más que la gracia inicial. Ahora vamos a examinar brevemente la gratuidad de la gracia en sus diversos grados, como se ha indicado anteriormente.

1. El carácter gratuito de la gracia excluye categóricamente el mérito natural real y estricto con un reclamo legítimo a una compensación justa, así como los méritos inapropiadamente llamados que implican una pretensión de premio como una cuestión de aptitud. El carácter meritorio de nuestras acciones en el primer sentido fue defendido por los pelagianos, mientras que los semipelagianos lo defendieron en este último sentido. A este doble error del magisterio infalible de la Iglesia opuso la declaración dogmática de que la gracia inicial de preparación para la justificación es en modo alguno debida a mérito natural como un factor determinante (cf. Segundo Sínodo de Orange, epílogo; Concilio de Trento, Ses. VI, cap. V). La expresión sinodal categórica, nullis praecedentibus meritis, aparta de la gracia, como una respiración venenosa, no sólo el mérito “de condigno” pelagiano, sino también el mérito “de congruo” semipelagiano.

La presunción de que la gracia puede ser merecida por hechos naturales envuelve una contradicción latente. Pues le estaría atribuyendo a la naturaleza el poder de tender un puente con su propia fuerza sobre la sima que se extiende entre el orden natural y el sobrenatural. En palabras poderosamente elocuentes en la Epístola a los Romanos Pablo declara que la vocación de la fe no se concedió a los judíos como consecuencia de las obras de la Ley mosaica, ni a los paganos debido a la observancia de la ley moral natural, sino que la concesión fue totalmente gratuita. Inserta la dura declaración: "Así pus, usa de misericordia con quien quiere, y endurece a quien quiere.” (Rom. 9,18). El Doctor de la Gracia, Agustín (de peccato orig., XXIV, 28), como un segundo Pablo, define la absoluta gratuidad de la gracia cuando escribe: "Non enim gratia Dei erit ullo modo nisi gratuita fuerit omni modo" (Pues no será la gracia de Dios de ningún modo a menos que haya sido gratuita en todos los sentidos). Hace hincapié en el principio fundamental: "La gracia no encuentra los méritos en existencia, sino que los causa", y lo prueba decisivamente así: "Non gratia ex merito, sed meritum ex gratia. Nam si gratia ex merito, emisti, non gratis accepisti" (No la gracia por mérito, sino el mérito por gracia. Porque si gracia por mérito, tú has comprado, no se ha recibido gratis. ---Serm. 169, c. II). Ni siquiera Crisóstomo pudo ser sospechoso de semipelagianismo, mientras pensaba en esto precisamente igual que Pablo y Agustín.

2. Mientras que el mérito natural suprime la idea de gratuidad de la gracia, lo mismo no se puede afirmar de la oración natural (preces naturae, oratio naturalis), siempre y cuando no le atribuimos a ella ningún derecho intrínseco a ser oída ni a Dios el deber de responder a ella --un derecho y deber que están indudablemente implícitos en las peticiones sobrenaturales (ver Jn. 16,23 ss.)). La oración, como el mérito, no apela a la justicia o equidad de Dios, sino a su liberalidad y misericordia. La esfera de influencia de la oración es en consecuencia mucho más extensa que el poder del mérito. La gratuidad de la gracia cristiana, sin embargo, ha de entenderse tan estrictamente que la naturaleza pura no puede obtener incluso la más pequeño gracia por la más ferviente oración. Tal es la doctrina afirmada por el Segundo Sínodo de Orange (Can. III) contra los semipelagianos. Se basa en un decreto divino positivo y ya no se puede deducir de la imposibilidad intrínseca de lo contrario. Por tanto, es permisible, sin perjuicio de la fe, adoptar la opinión de Ripalda (De ente supernat., Disp. XIX, secc. 3), que sostiene que, en una economía de la salvación diferente de la actual, la oración natural por la gracia tendría derecho a ser oída. A partir del lenguaje de la Biblia se aprende mejor lo poco que es este el caso en la presente dispensación. Se nos dice que en nuestra flaqueza "no sabemos cómo pedir para orar como conviene, mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables" (Rom. 8,26; 1 Cor. 12,3). Además, se representa la unión sobrenatural con Cristo como una condición indispensable de cada petición exitosa (Jn. 15,7). Al ser cada oración edificante en sí misma un acto saludable, según declaraciones antecedentes, debe surgir de la gracia operante (preventiva). Agustín (De dono persev. XXIII, 64) en descripciones les probó de forma concluyente a los semipelagianos su engaño al pensar que la verdadera oración proviene de nosotros y no de Dios, que la inspira.

En un nivel casi idéntico a la oración natural está la preparación positiva y disposiciones de la gracia (capacitas, sive praeparatio positiva). A menudo ocurre en la vida humana que la disposición positiva a un bien natural incluye en sí misma una cierta pretensión de satisfacción, como, por ejemplo, la sed en sí misma exige su mitigación. Esto es aún más el caso en que la disposición ha sido adquirida por una preparación positiva para el bien de que se trate. De esta manera el estudiante ha adquirido por su preparación para el examen una cierta pretensión de ser tarde o temprano admitido a él. Pero, ¿qué hay respecto a la gracia? ¿Existe en el hombre una disposición positiva y un reclamo a la gracia en el sentido de que la retención de esta bendición esperada heriría sensiblemente y defraudaría amargamente el alma? O puede el hombre, sin ayuda alguna, disponerse positivamente a sí mismo para la recepción de la gracia, confiando en que Dios va a recompensar sus esfuerzos naturales con el otorgamiento de la gracia sobrenatural? Ambas suposiciones son insostenibles, pues de acuerdo a la enseñanza expresa del Apóstol Pablo y de los Padres de la Iglesia, la gratuidad de la gracia está arraigada solamente en la libertad suprema de la voluntad divina, y la naturaleza del hombre no posee incluso el más mínimo reclamo a la gracia. Como consecuencia de ello, la recaída en el semipelagianismo es inevitable tan pronto buscamos en la disposición o preparación positiva una causa para el otorgamiento de la gracia. Además, debe recordarse que la naturaleza nunca se encuentra en su forma pura, sino que, desde el principio, la humanidad está manchada por el pecado original. Esta consideración pone ante nosotros más poderosamente la necesidad de negar a la naturaleza pecaminosa el poder de atraer sobre sí misma, como una región árida, la efusión de la gracia divina, ya sea por su constitución natural o sus propios esfuerzos.

3. La disposición o preparación negativa (capacitas sive praeparatio negativa) designa, en general, la ausencia o remoción de obstáculos que son un impedimento para la introducción de una nueva forma, según la madera verde se seca para convertirse en leña. Surge la pregunta de que si el requisito de tal preparación natural meramente negativa es conciliable con la absoluta gratuidad de la gracia. Algunos de los primeros escolásticos citaron en respuesta el famoso y muy debatido axioma: Facienti quod in se est, Deus non denegat gratiam (Al que hace lo que en él se encuentra, Dios no le niega la gracia). Si entre las interpretaciones propuestas de esta proposición adoptamos la afirmación que, como consecuencia de los esfuerzos encomiables de la voluntad natural, Dios no le niega a nadie la primera gracia de la vocación, necesariamente caemos en la herejía semipelagiana refutada anteriormente. Con el fin de excluir sistemáticamente esta contingencia, muchos escolásticos interpretaron así el axioma con Santo Tomás (Summa I-II: 109: 6): "Al que logra lo que puede con la ayuda de la gracia sobrenatural Dios concede más y más potentes gracias hasta alcanzar la justificación". Pero, interpretado de este modo el axioma no ofrece nada nuevo y no tiene nada que ver con la cuestión propuesta anteriormente.

Queda, por tanto, una tercera interpretación: Dios, por mera liberalidad, no le retiene su gracia a aquel que logra lo que puede con su fuerza moral natural, es decir, desde el que, por la abstención deliberada de delitos, pretende disponer a Dios favorablemente hacia él y así se prepara negativamente para la gracia. Algunos teólogos (por ejemplo, Vásquez, Glossner) declararon que incluso esta interpretación más suave y mitigada era semipelagiana. La mayoría de las autoridades teológicas modernas, sin embargo, con Molina, Suárez, y Lessius, ven nada menos que la expresión de la verdad: Dios, en general, se inclina más a ofrecer su gracia al que se prepara negativamente y no pone obstáculos a la influencia a la siempre lista influencia de la gracia, que a otro que se revuelca en el fango del pecado y así descuida la realización de lo que está en su poder. De esta manera, la causa de la distribución de la gracia no se encuentra en la dignidad de la naturaleza, sino, conforme a la ortodoxia, en la voluntad universal de Dios para salvar a la humanidad

Universalidad

La universalidad de la gracia no está en conflicto con su gratuidad, si Dios, en virtud de su voluntad de salvar a todos los hombres, distribuye sus gracias con soberana libertad a todos los adultos sin excepción. Pero si la universalidad de la gracia es sólo el resultado de la voluntad divina para salvar a toda la humanidad, debemos dirigir nuestra atención primero a la última como la base de la primera.

Voluntad de Dios de salvar a todos los hombres

Por la "voluntad de salvar" (voluntas Dei salvifica) los teólogos entienden la voluntad seria y sincera de Dios de liberar a todos los hombres del pecado y conducirlos a la felicidad sobrenatural. Como esta voluntad se refiere a la naturaleza humana como tal, es una voluntad misericordiosa, también llamada "primera" o "voluntad antecedente" (voluntas prima sive antecedens). No es absoluta, sino condicional, ya que nadie se salva si no quiere o no cumple con las condiciones establecidas por Dios para la salvación. La "segunda" o "voluntad consecuente" (voluntas secunda sive consequens ), por el contrario, sólo puede ser absoluta, es decir, una voluntad de justicia, ya que Dios simplemente debe premiar o castigar según uno haya merecido por sus obras el cielo o el infierno. Consideramos aquí únicamente la "voluntad antecedente" para salvar; con respecto a la voluntad de la justicia vea PREDESTINACIÓN.

Contra el error de los calvinistas y jansenistas el magisterio de la Iglesia (cf. Concilio de Trento, Ses. VI, Can.XVII; Prop. VJansenii damn., en Denzinger, n. 827, 1096) proclamó en primer lugar la doctrina de que Dios desea seriamente la salvación no sólo de los predestinados, sino también de los demás seres humanos. A medida que la Iglesia obligó a todos sus [[fieles] a recitar el pasaje del Credo, "Qui propter nos homines et propter nostram salutem descendit de caelis", también se establece con certeza de fe que por lo menos todos los fieles están incluidos en la universalidad de la salvación deseada por Dios. Sin mencionar la conmovedora escena en la que Jesús llora sobre la impenitente Jerusalén (cf. Mt. 23,37), la siguiente es la declaración del Salvador mismo respecto a los creyentes: “Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna”. Lejos de limitar la voluntad de salvar a estas dos clases de hombres, los predestinados y los creyentes, los teólogos se adhieren a la conclusión teológica que Dios, sin tener en cuenta el pecado original, quiere la salvación eterna de todos los descendientes de Adán. El alcance de esta voluntad ciertamente se extiende más allá del círculo de los creyentes, la reprobación eterna de muchos de los cuales es un hecho notorio. Pues el Papa Alejandro VIII (1690) condenó la proposición de que Cristo murió "por todos los fieles y sólo por ellos" (pro omnibus et solis fidelibus. ---Vea Denzinger, n. 1294). El conocimiento previo del pecado original no es razón para que Dios excluya a algunos hombres de su voluntad de redención, según afirmó en Holanda la secta calvinista llamada infralapsarianos o postlapsarianps (de infra, o post, lapsum) contra la opinión estrictamente calvinista de los llamados supralapsarianos o antelapsarians (de supra, o ante, lapsum. ---Vea arminianismo).

Como prueba de la afirmación católica, el Concilio de Trento (Ses. VI, cap. II) se basó en el texto bíblico que muestra el sacrificio propiciatorio de Cristo como ofrecido no sólo por nuestros pecados, "sino también por los del mundo entero" (1 Juan 2,2). Poseemos, además, dos pasajes bíblicos que excluyen toda duda. El Libro de la Sabiduría (11,24 ss.) elogia con lenguaje conmovedor la infinita misericordia de Dios y basa su universalidad en la omnipotencia de Dios (quia omnia potes), en su dominio universal (quoniam tua sunt diligis omnia, quae fecisti) y en su amor por todas las almas (qui amas animas). Por lo tanto, dondequiera que se extiendan la omnipotencia y el dominio divino, dondequiera que haya almas inmortales, allí también se extenderá la voluntad de conceder la salvación, de modo que no pueda ser exclusiva de cualquier ser humano. Después que a San Pablo (1 Tim. 2,1 ss.) recomendó oraciones por todos los hombres y los proclamó “aceptables a la vista de Dios nuestro [[Jesucristo|Salvador, que quiere que todos los hombres se salven” (omnes homines vult salvos fieri), añade una triple motivación: “Porque hay un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también, que se entregó a sí mismo como rescate por todos (3,5-6). Por lo tanto es igual de cierto que la voluntad de conceder la salvación se extiende a todos los hombres, ya que Dios es el Dios de todos los hombres, y que Cristo como mediador asumió la naturaleza de todos los hombres y los redimió en la Cruz.

En lo que se refiere a la tradición, Passaglia, ya en 1851, brillantemente demostró la universalidad de esta intención divina a partir de doscientos Padres de la Iglesia y escritores eclesiásticos. Sólo Agustín presenta alguna dificultad. Sin embargo, se puede considerar como cierto al presente que el gran obispo de Hipona interpretó en el año 412 el texto paulino con todos los demás Padres de la Iglesia en el sentido de una voluntad universal para salvar a todos los hombres sin excepción y que posteriormente nunca se retractó explícitamente de esta opinión (De spir. et lit., XXIII, 58). Pero es igualmente cierto que a partir del año 421 en adelante (cf. Enchir., XXVII, 103; Contr. Julian., IV, VIII, 42; De corr. et grat., XV, 47) intentó tales tortuosas y violentas interpretaciones del claro e inequívoco texto de que la voluntad divina respecto a la salvación humana ya no era universal, sino particular. El misterio sólo puede ser resuelto por la admisión de que Agustín todavía creía en una pluralidad de sentidos literales de la Biblia (cf. Confes. XII, XVII y ss.). Para evitar la necesidad de imputarle al Espíritu Santo la inspiración de contradicciones en el mismo texto, él concibió en sus tres divergentes interpretaciones la voluntad divina respecto a la salvación como la “voluntad segunda” o “consecuente”, que, como voluntad absoluta que destina a los hombres a la felicidad eterna, debe ser naturalmente particular, no menos que la consecuente afectará a los réprobos (de. J.B. Faure, "Notae en Enchir. s. Augustini", c. 103, pág. 195 y ss., Nápoles, 1847).

El problema más difícil respecto a la voluntad divina de salvar a todos los hombres una real crux theologorum consiste en la misteriosa actitud de Dios hacia los niños que mueren sin el bautismo. ¿Desea también Dios sinceramente y de todo corazón la salvación de los pequeños que, sin culpa por su parte, no han recibido el bautismo de agua o sangre y así están privados para siempre de la visión beatífica? Sólo unos pocos teólogos (por ejemplo, Belarmino, Vásquez) son lo suficientemente audaces para responder a esta pregunta en forma negativa. Tanto la ignorancia invencible, como entre los paganos, o el orden físico de la naturaleza, como en los mortinatos, excluye la posibilidad de la administración del bautismo sin la menor culpabilidad por parte de los niños. La dificultad radica, por lo tanto, en el hecho de que Dios, el autor del orden natural, con el tiempo se niega a eliminar los obstáculos existentes por medio de un milagro. La opinión bien intencionada de algunos teólogos (Arrubal, Kilber, Mannens) de que en todos los casos la total y completa culpa no recae en Dios, sino en los hombres (por ejemplo, en la imprudencia de las madres), es evidentemente una hipótesis demasiado vana para tener derecho a consideración. El subterfugio de Klee, el escritor sobre dogma, de que la auto-conciencia es despertada por un corto tiempo en los niños que mueren, para hacerles posible el bautismo de deseo, es tan insatisfactoria y reprobable como la admisión del cardenal Cayetano, desaprobada por Pío X, que la oración de los padres cristianos, actuando como un bautismo de deseo, salva a sus hijos para el cielo. Por tanto, nos enfrentamos a un misterio sin resolver. Nuestra ignorancia de la forma no destruye, sin embargo, la certeza teológica del hecho. Pues los textos bíblicos citados anteriormente son de tal universalidad indiscutible que es imposible excluir a priori a millones de niños de la voluntad divina de salvar a la humanidad. ---Cf. Bolgeni, "Stato dei bambini morti senza battesimo" (Roma, 1787); Didiot, "Ungetauft verstorbene Kinder, Dogmatische Trostbriefe" (Kempen, 1898); a. Seitz, Die Heilsnotwendigkeit der Kirche" (Friburgo, 1903), págs. 301 ss.

Universalidad de la gracia

La universalidad de la gracia es una consecuencia necesaria de la voluntad de salvar a todos los hombres. Para los adultos esta voluntad se transforma en la voluntad divina concreta de distribuir gracias "suficientes"; evidentemente no implica ninguna obligación de Dios de otorgar sólo gracias "eficaces". Si se puede establecer, por lo tanto, que Dios concede a las tres clases de los justos, pecadores e infieles, gracias realmente suficientes para su salvación eterna, se habría presentado la prueba de la universalidad de la gracia. Sin perjuicio a esta universalidad, Dios puede o bien esperar el momento de su necesidad real antes de otorgar la gracia, o puede, incluso en tiempos de necesidad (por ejemplo, en la tentación vehemente), otorgar inmediatamente sólo la gracia de la oración (gratia orationis sive remote sufficiens). Pero en este último caso debe estar siempre listo para conferir la gracia inmediata para la acción (gr. Operationis s. proxime sufficiens ), si el adulto ha hecho un uso fiel de la gracia de la oración.

En lo que a la categoría de los justos se refiere, la proposición herética de Jansenio, que "la observancia de algunos Mandamientos de Dios es imposible al justo por falta de gracia" (vea Denzinger, n. 1092), ya había sido demolida por el anatema del Concilio de Trento (vea Concilio de Trento, Ses. VI, c. XVIII). De hecho la Sagrada Escritura enseña acerca de los justos, que el yugo de Jesús es dulce, y su carga ligera (Mt. 11,30), que los mandamientos de Dios no son pesados (1 Jn. 5,3), que “…fiel es Dios que no permitirá seáis tentados sobre vuestras fuerzas. Antes bien, con la tentación os dará modo de poderla resistir con éxito” (1 Cor. 10,13). Estas declaraciones garantizan no sólo la plena posibilidad de la observancia de los mandamientos divinos y el triunfo sobre la tentación vehemente; expresan prácticamente al mismo tiempo la concesión de la gracia necesaria sin la cual se sabe que todos estos actos saludables son absolutamente imposibles. Es verdad que en los escritos polémicos de algunos Padres de la Iglesia contra los pelagianos y semipelagianos leemos la proposición: “La gracia de Dios no se concede a todos”. Pero un examen más detallado de los pasajes inmediatamente revela el hecho de que ellos hablan de la gracia eficaz, no la suficiente. Esta distinción es establecida expresamente por el autor anónimo del siglo V, a quien el Papa Gelasio elogia como un "maestro eclesiástico experimentado" (probatus ecclesiae magister). En su excelente obra "De vocatione gentium", diferencia la economía de la gracia "general (benignitas Dei generalis) de la "particular" (specialis misericordia), refiriéndose la primera a la distribución de la gracia suficiente, y la segunda, de la gracia eficaz.

Llegamos a la segunda clase, la de los pecadores cristianos, entre los cuales incluimos a los apóstatas y herejes formales, ya que éstos apenas se pueden poner a la par con los paganos. En su valoración de la distribución de la gracia, los teólogos distinguen un tanto bruscamente entre los pecadores ordinarios (entre los que incluyen los pecadores habituales y con recaídas) y los pecadores cuyo intelecto es ciego, y su corazón se endurece, los llamados pecadores empedernidos (obcaecati et indurati, impaenitentes). El otorgamiento de la gracia al primer grupo es, dicen, de un mayor grado de certeza que su concesión a estos últimos, aunque para ambos la universalidad de la gracia suficiente está fuera de toda duda. No sólo se dice de los pecadores en general: "Yo no me complazco en la muerte del malvado, sino en que el malvado se convierta de su conducta y viva” (Eze. 33,11); y de nuevo “No se retrasa el Señor en el cumplimiento de la promesa, como algunos lo suponen, sino que usa de paciencia con vosotros, no queriendo que algunos perezcan, sino que todos lleguen a la conversión” (2 Pedro 3,9), pero incluso los pecadores obstinados e impenitentes son enérgicamente llamados por la Biblia a una penitencia solícita o por lo menos son reprendidos con vehemencia por su maldad (Is. 65,2; Rom. 2,4; Hch. 7,51).

Ahora bien, donde existe un deber de conversión, la gracia necesaria debe estar a la mano sin la cual no es posible ninguna conversión. Pues, según afirma Agustín (De nat. Et grat., XLIII, n.50): "Deus impossibilia non jubet" (Dios no da órdenes imposibles). Sin embargo, la obstinación forma un obstáculo tan poderoso para la conversión que algunos teólogos antiguos abrazaron la opinión insostenible de que, finalmente, Dios se aparta completamente de estos pecadores, un retiro debido a su misericordia, que quiere salvarlos de un castigo más severo en el infierno. Pero Santo Tomás de Aquino (De verit., Q. XXIV, a.11) afirmó que la “obstinación completa” (obstinatio perfecta), o imposibilidad absoluta de conversión, comienza sólo en el infierno mismo; la “obstinación incompleta”, por el contrario, siempre presenta en la tierra en las afecciones morales debilitadas del corazón un punto de contacto a través del cual el recurso de gracia puede obtener entrada. Si fuese correcta la opinión rigorista del completo abandono de Dios al obstinado, la desesperación de la misericordia de Dios sería perfectamente justificada en tales almas. El catecismo católico, sin embargo, presenta esto como un nuevo pecado grave.

Surge la tercera y última pregunta: ¿Es la gracia de Dios concedida también a los gentiles? La disposición divina de concederle ayuda también a los gentiles (vea Denzinger, n. 1295, 1379) es una verdad confirmada por la Iglesia contra los jansenistas Arnauld y Quesnel. Cuestionar esto es negar la intención anteriormente demostrada de Dios de salvar a todos los hombres; pues la inmensa mayoría de la humanidad caería fuera de su rango. El Apóstol de los gentiles, Pablo (Rom. 2,6 ss.), hace hincapié en la imparcialidad de Dios hacia los judíos y los griegos, sin "acepción de personas", en el día del juicio, cuando se premiará también al griego "que obra el bien "con la vida eterna. Los Padres de la Iglesia, como Clemente de Roma (I ep. Ad Cor. VII), Clemente de Alejandría (Cohort. ad gent., 9) y Crisóstomo (Hom. VIII in Juan, n. 1), no dudan de la dispensación de gracias suficientes a las naciones "que habitan en tinieblas y en sombra de muerte". Orosio (De arbitr. Libert., n. 19), un discípulo de San Agustín, va tan lejos en su optimismo como para creer en la distribución de gracia “quotidie per tempora, per dies, per momenta, per atoma et cunctis et singulis” (diariamente a través de las estaciones, a través de los días, a través de los momentos, a través de las más pequeñas divisiones de tiempo, y a todos los hombres y a cada hombre.)

Pero mientras más claro el hecho, cuanto más oscura la forma. ¿De qué manera, uno se pregunta por instinto, proveyó Dios para la salvación de los gentiles? Los teólogos por lo general dan la siguiente presentación del proceso: Se presupone que, según Hb. 11,6, los dos dogmas de la existencia de Dios y de la retribución futura deben ser creídos, en todos los casos, no sólo por la necesidad de medios (necessitate medii), sino también con fe explícita (fide explicita) antes que se pueda iniciar el proceso de justificación. Como consecuencia de ello, Dios no se abstendrá en casos extraordinarios de la intervención milagrosa con el fin de salvar a un gentil de mentalidad noble que conscientemente observa la ley moral natural. Él puede o, de una manera milagrosa, enviarle un misionero (Hch. 1,1 ss.) o enseñarle la verdad revelada por medio de un ángel (cardenal Toletus), o Él puede venir en su ayuda por una revelación privada interior. Está claro, sin embargo, que estas formas diferentes no pueden ser consideradas como medios ordinarios de todos los días. Por la multitud de gentiles esta ayuda debe encontrarse en un medio universal de salvación igualmente independiente de los acontecimientos maravillosos y de la predicación de los misioneros cristianos. Algunos teólogos modernos lo descubren en la circunstancia de que los dos dogmas mencionados anteriormente estaban ya contenidos en la revelación sobrenatural primitiva hecha en el paraíso para toda la humanidad. Estas verdades se extendieron posteriormente por todo el mundo, sobreviven, como un escaso remanente, en las tradiciones de las naciones paganas, y se transmiten oralmente de generación en generación como verdades sobrenaturales de la salvación. El conocer estos dogmas mediante la razón sin ayuda no constituye una objeción, pues son a la vez verdades reveladas y naturales.

Una vez que la condición de la predicación externa (. Rm cf., x, 17: "fides ex auditu") se ha cumplido así, sólo queda que Dios se apresure a la ayuda del hombre con su gracia sobrenatural iluminadora y fortalecedora e iniciar con la fe en Dios y la retribución (lo que incluye implícitamente todo lo demás necesario para la salvación) el proceso de la justificación. De este modo el logro del estado de gracia y de la gloria eterna se hace posible para los gentiles que cooperen fielmente con la gracia de la vocación. De cualquier modo que esto sea, una cosa es cierta: todos los gentiles que incurran en la condenación eterna se verán obligados en el último día a confesar honestamente: "No es por falta de gracia, sino por mi culpa que yo estoy perdido."

(Para la relación entre gracia y libertad vea el artículo Controversias sobre la Gracia.


Fuente: Pohle, Joseph. "Actual Grace." The Catholic Encyclopedia. Vol. 6. New York: Robert Appleton Company, 1909. 10 Jul. 2016 <http://www.newadvent.org/cathen/06689x.htm>.

Traducido por Luz María Hernández Medina