Fatalismo
De Enciclopedia Católica
El Fatalismo es en general un punto de vista que sostiene que todos los acontecimientos de la historia del mundo y en particular, las acciones e incidentes que conforman la historia particular de cada individuo, están determinadas por el destino.
La teoría toma muchas formas, o es más, su cualidad esencial de una fuerza antecedente predeterminando rigurosamente todos los acontecimientos, encaja de una manera u otra, dentro de muchas teorías del universo. A veces, en el mundo antiguo, al destino se le concebía como una férrea necesidad en la naturaleza de las cosas, gobernando y controlando la voluntad y el poder de los mismísimos dioses. Otras ocasiones éste era explicado como un decreto inexorable de los dioses que dirigían el curso del universo; otras veces se le personificaba como una deidad particular, la diosa o diosas del destino. Su misión era asegurar que a cada hombre le llegase la parte que le correspondía.
Antiguo Fatalismo Clásico
Las tragedias clásicas con frecuencia representan al hombre como una criatura desvalida llevada por el destino. A veces este destino es una Némesis que le persigue por algún crimen cometido por sus antepasados o por él mismo; otras veces es para compensarle por su exceso de buena fortuna y así educarle y hacerle más humilde. Con Escilo el destino tiene una naturaleza inmisericorde; con Sófocles en cambio gobierna la voluntad personal. No obstante, la característica más importante es que la vida futura de cada individuo está tan rigurosamente predeterminada en todos sus detalles por un agente antecedente externo que sus propias voluntades o deseos carecen de cualquier poder para alterar el curso de los acontecimientos. La acción del destino es ciega, arbitraria, implacable. Avanza inexorablemente, efectuando las más terribles catástrofes, estampándonos con un sentimiento de desvalida consternación y saeteando nuestro sentido moral si es que nos atrevemos a aventurar un juicio moral tan siquiera. El Fatalismo en general se ha inclinado a obviar los antecedentes inmediatos y explayarse en cambio sobre remotas y externas causas como los agentes que de alguna manera, moldean el curso de los acontecimientos. Sócrates y Platón sostenían que la voluntad humana estaba necesariamente determinada por el intelecto. A pesar de que este planteamiento parece incompatible con la doctrina del libre albedrío, no es necesariamente fatalismo. La teoría mecánica de Demócrito, que define el universo como el resultado de la colisión de átomos materiales, lógicamente impone un fatalismo sobre la voluntad humana. El clinamen o aptitud para la desviación fortuita que Epicúreo introdujo dentro de la teoría atómica, a pesar de ser esencialmente un factor de probabilidad, parece haber sido considerado por algunos como una forma de destino. Los estoicos que eran a su vez panteístas y materialistas, se nos presentan con una minuciosa forma de fatalismo. Para ellos el curso del universo es una necesidad atada férreamente. No hay cabida para la casualidad o la contingencia. Todos los cambios o variaciones no son sino la expresión de una ley inalterable. Hay una providencia establecida eternamente que dirige el mundo pero que es, en cada uno de sus aspectos, inmutable. La naturaleza es una cadena irrompible de causa y efecto. La providencia es la razón oculta contenida en la cadena. El destino o sino, es la expresión externa de esta providencia o el instrumento mediante el cual es llevado a cabo. Es por esto que los dioses pueden predecir el futuro. Cicerón que escribió largo y tendido sobre el arte de la adivinación, insiste en que si hay dioses, deben ser seres que puedan predecir el futuro, por lo tanto el futuro debe ser cierto y si cierto, necesario. Pero entonces surge la dificultad: ¿de qué sirve la adivinación si los sacrificios expiatorios y las oraciones no pueden prevenir los males pronosticados? Cicerón se dio cuenta de la fuerza de la lógica y a pesar de que dice que las oraciones y sacrificios puede que hayan sido previamente vistos por los dioses e incluidos como condiciones esenciales de sus decretos, no lo pronuncia como la solución definitiva. La importancia que le dieron a este problema del fatalismo en el mundo antiguo está evidenciado por el gran número de autores que escribieron tratados “De Fato”, ej. Crisipo, Cicerón, Plutarco, Alejandro de Afrodisias y varios escritores cristianos hasta la Edad Media.
Fatalismo y Cristianismo
Con la aparición del cristianismo la cuestión del fatalismo necesariamente adoptó una nueva forma. La visión pagana de una fuerza externa e inevitable coercitiva y controladora de toda acción, ya fuese humana o divina, entró en conflicto con la concepción de un Dios libre, personal e infinito. Consecuentemente, muchos de los primeros escritores cristianos se ocuparon de oponerse y refutar la teoría de la fatalidad, pero por otro lado, la doctrina de un Dios personal poseedor de un conocimiento infalible del futuro y una omnipotencia reguladora de todos los acontecimientos del universo intensificaba algunas fases de la dificultad. Además, una característica de la nueva religión era la importancia del principio de la libertad moral del hombre y su responsabilidad. Ya no se nos presenta nunca más la Moralidad cómo un bien deseable a conseguir, nos llega bajo una forma imperativa, como un código de leyes provenientes del Soberano del universo y de cumplida obediencia bajo las más serias sanciones. El pecado es el peor de todos los males. El hombre está obligado a obedecer la ley moral y recibirá merecido castigo o recompensa dependiendo de sí viola u observa la ley, pero aún así, el hombre debe tener en su poder el romper o mantener la ley. Mas aún, el pecado no pude ser atribuido a un todo-poderoso Dios. Consecuentemente el libre albedrío es un hecho central en la concepción cristiana de la vida humana y todo aquello que parezca entrar en conflicto debe ser reconciliado con éste. El problema pagano del fatalismo se convierte de este modo en la teología cristiana en predestinación Divina y la armonización de la Divina presciencia y providencia, con la libertad humana. (Ver LIBRE ALBEDRÍO; PREDESTINACIÓN; PROVIDENCIA.)
Fatalismo Musulmán
La concepción musulmana de Dios y Su gobierno del mundo, la insistencia en Su unidad y la falta absoluta de método de esta regla, al igual que la tendencia Oriental de minimizar la individualidad del hombre, fueron todos favorables al desarrollo de una teoría de predestinación cercana al fatalismo. Consecuentemente, a pesar de que ha habido defensores del libre albedrío entre los maestros musulmanes, el punto de vista ortodoxo que ha prevalecido más ampliamente entre los seguidores del Profeta ha sido que todas las acciones, buenas y malas, así cómo los acontecimientos tienen lugar mediante los eternos decretos de Dios, los cuales han sido escritos desde toda eternidad en una tabla prescrita. La fe del creyente y todas sus buenas acciones han sido todas decretadas y aprobadas, mientras que las malas acciones de los perversos, aunque similarmente decretadas, no han sido aprobadas. Algunos de los doctores Musulmanes trataron de armonizar esta teoría fatalista con la responsabilidad humana, pero el temperamento oriental, en general, aceptaba con facilidad la presentación fatalista del credo y alguno de sus escritores han apelado a este largo pasado de predestinación y privación del libre albedrío cómo una justificación para la negación de responsabilidad personal. Mientras, la creencia en la predestinación ha tendido a convertir en letárgicas e indolentes a las naciones musulmanas con respecto a los afanes de la vida diaria, ha desarrollado que la mente no puede actuar sobre la materia y enseña que el hombre es un “autómata consciente”. Los pensamientos y el ejercicio de la voluntad carecen de influencia real en los movimientos de objetos materiales en el mundo actual. Los estados mentales son meros productos añadidos de los cambios materiales, pero de ningún modo modifican estos últimos. Son descritos por los discípulos de las escuelas materialistas, como aspectos subjetivos de procesos nerviosos y como fenómenos, pero sean como sean concebidos, son incapaces de interferir con los movimientos de materia o entrar de ninguna manera como causas eficaces dentro de la cadena de acontecimientos que constituye la histórica física del mundo. La posición es en algunos casos más extrema que el viejo fatalismo pagano, ya que mientras los primeros escritores enseñaron que los incidentes de la vida y la fortuna humanas estaban inexorablemente regulados por un abrumador poder en contra del cual era inútil, además de imposible luchar, generalmente mantenían el sensato punto de vista de que nuestras voluntades dirigen nuestras acciones inmediatas, a pesar de que en ningún caso nuestro destino pueda ser realizado. Pero el científico materialista está lógicamente abocado a la conclusión de que mientras todas las series de nuestros estados mentales están rígidamente sujetos a los cambios nerviosos del organismo, los cuales estaban inexorablemente predeterminados en la colocación original de las partículas materiales del universo. Estos estados mentales por sí mismos, no pueden alterar de ningún modo el curso de los acontecimientos o afectar a los movimientos de ni una sola molécula de materia.
La refutación de cualquier tipo de fatalismo reside en las consecuencias absurdas e increíbles que todos ellos acarrean.
(1) El antiguo fatalismo implica que los acontecimientos estaban determinados independientemente de sus causas inmediatas. Negaba el libre albedrío o que nuestra libre voluntad pudiese afectar el curso de nuestras vidas. Lógicamente destruía las bases de la moralidad. (2) El fatalismo que descansa en los decretos Divinos (a) convierte al hombre en irresponsable de sus actos y (b) convierten a Dios en autor del pecado. (3) El fatalismo de la ciencia materialista no sólo aniquila la moral, sino que lógicamente razonado, demanda la creencia en la increíble proposición de que los pensamientos y sentimientos del género humano carecen de influencia real en la historia de la humanidad.
Mill distinguió: (a) Fatalismo Oriental o Puro, el cual, dice, cuida de que nuestras acciones no dependan de nuestros deseos, sino que sean regidos por un poder superior; (b) Fatalismo modificado, que nos enseña que nuestras acciones están determinadas por nuestra voluntad, y nuestra voluntad por nuestro carácter y los motivos que actúan sobre nosotros—nuestro carácter, no obstante, nos ha sido dado, (c) finalmente el determinismo, el cual, según él, mantiene que no sólo nuestra conducta, sino nuestro carácter es receptivo a nuestra voluntad y que podemos mejorar nuestro carácter. En ambas formas de fatalismo, concluye, el hombre no es responsable de sus acciones. Pero lógicamente, en la teoría determinista, si la razonamos, somos conducidos precisamente a la misma conclusión, ya que la voluntad que mejore nuestro carácter no puede surgir a menos que salgan previamente nuestro carácter y los motivos presentes. Prácticamente puede que haya una diferencia entre la conducta de un fatalista profeso, el cual se inclinaría a decir que ya que su futuro está siempre inflexiblemente predeterminado no tiene ningún sentido el tratar de alterarlo, y el determinista que abogaría por el refuerzo de las buenas motivos. En estricta consistencia, no obstante, ya que el determinismo niega cualquier iniciativa real de causalidad a la mente humana individual, el análisis consistente de la vida y la moralidad deberían ser precisamente los mismos para el determinismo y los fatalismos más extremos (ver DETERMINISMO).
Traducido al español por Alicia Fernandez Jarrín