Profecía, Profeta y Profetisa
De Enciclopedia Católica
Contenido
En el Antiguo Testamento
Introducción
Yahveh le había prohibido a Israel toda clase de oráculos en boga entre los paganos. Si por un tiempo Él consintió en contestar a través de los Urim y Tummim (aparentemente una especie de suerte sagrada que el sumo sacerdote cargaba en el cíngulo de su efod, y era consultado a pedido de las autoridades públicas en asuntos de mucha importancia), aun así, Él siempre abominó a aquellos que recurrían a la adivinación y a la magia, practicaban augurios y encantamientos, confiaban en amuletos, consultaban a los adivinos o magos, o interrogaban a los espíritus de los muertos (Dt. 18,9ss.). Hablando de yahvismo ortodoxo, Balaam pudo ciertamente decir: “No hay adivinación en Jacob, ni sortilegio en Israel. A su tiempo se le dirá a Jacob y a Israel lo que Dios ha obrado” (Nm. 23,23). Por la ausencia de otros oráculos el Pueblo Escogido fue ciertamente más que compensado con el don único en los anales de la humanidad, el don de profecía y el oficio profético.
Idea general y los nombres hebreos
(1) Idea General: El profeta hebreo no era meramente, como la palabra comúnmente implica, un hombre iluminado por Dios para predecir eventos; él era el intérprete y heraldo sobrenaturalmente iluminado enviado por Yahveh para comunicar su voluntad y designios a Israel. Su misión consistía en predicar así como en predecir. Él tenía que mantener y desarrollar el conocimiento de la Antigua Ley entre el Pueblo Escogido, guiarlos cuando se desviaban, y gradualmente preparar el camino para el nuevo Reino de Dios, que el Mesías establecería en la tierra. Profecía, en general, significa el mensaje sobrenatural del profeta, y más especialmente, desde la costumbre, el elemento predictivo del mensaje profético.
(2) Los nombres hebreos: El hebreo ordinario para profeta es nabî', cuya etimología es incierta. Según muchos críticos, la raíz nabî, no empleada en hebreo, significaba hablar con entusiasmo, “emitir gritos, y hacer gestos más o menos salvajes”, como los adivinos paganos. A juzgar por un examen comparativo de las palabras afines en hebreo y las otras lenguas semitas, es por lo menos igualmente probable que el significado original era meramente: hablar, emitir palabras (cf. Laur, “Die Prophetennamen des A.T.”, Friburgo, 1903, 14-38). El significado histórico de nabî' establecido por el uso bíblico es “intérprete y portavoz de Dios”. Esto es fuertemente ilustrado en el pasaje donde Moisés, excusándose a sí mismo para no hablar a Faraón debido a su dificultad del habla, Yahveh le contestó: “Mira que te he constituido como dios para Faraón y Aarón, tu hermano, será tu profeta; tú le dirás cuanto yo te mande; y Aarón, tu hermano, se lo dirá a Faraón, para que deje salir de su país a los israelitas.” (Ex. 7,1-2). Moisés desempeña ante el rey de Egipto el rol de Dios, inspirando lo que se va a decir, y Aarón es el profeta, su portavoz, que transmite el mensaje inspirado que recibirá. El “prophetes” griego (de pro-phanai, hablar por o en el nombre de alguien) traducen el hebreo correctamente. El profeta griego era el revelador del futuro, y el intérprete de cosas divinas, especialmente de los obscuros oráculos de las pitonisas. Los poetas eran los profetas de las musas: “Inspírame, musa, seré tu profeta” (Píndaro, Bergk, Fragm. 127).
La palabra nabî' expresa más especialmente una función. Los dos sinónimos más comunes ro'éeh y hozéh enfatizan más claramente la fuente especial del conocimiento profético, la visión, es decir, la revelación divina o inspiración. Ambos tienen casi el mismo significado, hozéh se emplea, sin embargo, mucho más frecuentemente en lenguaje poético y casi siempre en conexión con una visión sobrenatural, mientras que râ'ah, cuyo participio es ro'éh, es la palabra usual para ver de cualquier manera. El compilador del Primer Libro de los Reyes (9,9) nos informa que antes de su tiempo se usaba ro'éh mientras que en su tiempo se usaba nabî'. Hozéh se encuentra más frecuentemente desde los días de Amós. Se usaban otros términos menos específicos o más raros, cuyo significado es claro, tal como, mensajero de Dios, hombre de Dios, siervo de Dios, hombre del espíritu u hombre inspirado, etc. Fue sólo raramente y en un período posterior que la profecía se llamó nebû'ah, una palabra afín de nabî'; más ordinariamente hallamos hazôn, visión o palabra de Dios, oráculo (ne um) de Yahveh, etc.
Breve bosquejo de la historia de la profecía
(1)La primera persona llamada nabî' en el Antiguo Testamento es Abraham, padre de los elegidos, el amigo de Dios, favorecido con sus comunicaciones personales (Gén. 20,7). El próximo es Moisés, el fundador y legislador de la nación teocrática, el mediador de la Antigua Alianza que tenía un grado de autoridad inigualada hasta la venida de Jesucristo. “No ha vuelto a surgir en Israel un profeta como Moisés, a quien Yahveh trataba cara a cara, nadie como él en todas las señales y prodigios que Yahveh le envió a realizar en el país de Egipto, contra Faraón, a todos sus siervos y todo su país, y en la mano tan fuerte y los grandes milagros que Moisés puso por obra a los ojos de todo Israel.” (Deut. 34,10). Había otros profetas con él, pero sólo de segunda categoría, tales como Aarón y María, Eldad y Medad, a quienes Yahveh se manifestaba en sueños y visiones, pero no en la voz audible con la que favorecía a Moisés, quien era el más fiel en toda su casa (Núm. 12,7).
De las cuatro instituciones respecto a las cuales Moisés aprobó leyes según el Deuteronomio (caps. 14,18 a 18), una fue la profecía (18,9-22; cf. 13,1-5, y Éxodo 4,1ss.). Israel debía escuchar a los verdaderos profetas y no prestarles atención a los falsos sino más bien extirparlos, incluso si tuviesen la apariencia de hacedores de milagros. Los primeros hablarán en el nombre de Yahveh, el único Dios; y predecirán cosas que serán realizadas o confirmadas por milagros. Los últimos vendrán en nombre de falsos dioses, o enseñarán una doctrina evidentemente errónea, o en vano tratarán de predecir eventos. Los escritores proféticos posteriores añadieron otros signos de los falsos profetas, tales como la avaricia, adulación a la gente o a los nobles, o la promesa de favor divino para la nación hundida en el crimen. Balaam es tanto un profeta como un adivino, parecería un adivino profesional al cual usa Yahveh para proclamar incluso en Moab el glorioso destino del Pueblo Escogido, cuando estaba a punto de guiarlos hasta la Tierra Prometida (Núm. 22-24).
En el tiempo de los Jueces, en adición a un profeta sin nombre (Jc. 6,8-10), nos encontramos con Débora (Jc. 4-5), “una madre en Israel”, juzgando al pueblo, y comunicando las órdenes divinas respecto a la guerra de independencia a Baraq y a las tribus. La palabra de Dios era rara en esos días de anarquía y semi-apostasía, cuando Yahveh abandonó parcialmente a Israel para hacerlo consciente de su flojedad y sus pecados. En los días de Samuel, por el contrario, la profecía se convirtió en una institución permanente. Samuel era un nuevo pero más pequeño Moisés, cuya misión divina era restaurar el código de los ancianos, y supervisar el comienzo de la monarquía. Bajo su guía, o por lo menos cercanamente unido a él, encontramos por primera vez al nebî'îm (1 Sam. 10,19) agrupados juntos para cantar las alabanzas a Dios con el acompañamiento de instrumentos musicales. No son profetas en el sentido estricto de la palabra, ni son discípulos de los profetas destinados a convertirse en maestros a su vez (las llamadas “escuelas de profetas”). ¿Vagaban ellos diseminando los oráculos de Samuel entre la gente? Posiblemente, de todos modos, para despertar la fe de Israel y aumentar la dignidad del culto divino, parecen haber recibido carismas similares a aquellos concedidos a los primeros cristianos en la era apostólica. Se pueden comparar correctamente con las familias de cantores reunidos alrededor de David, bajo la dirección de sus tres líderes Asaf, Hemán y Yedutún (1 Crón. 25,1-8). Sin duda el benê-nebî'îm de los días de Elías y Eliseo, los “discípulos de los profetas”, o “miembros de las confraternidades de los profetas”, que formaban por lo menos tres comunidades y habitaban respectivamente en Guilgal, Betel y Jericó, deben ser considerados como sus sucesores. San Jerónimo parece haber entendido correctamente su carácter, cuando vio en ellos el germen de la vida monástica (P.L., XXII, 583, 1076).
¿Debemos considerar como sus degenerados e infieles sucesores a aquellos falsos profetas de Yahveh a quienes encontramos en la corte de Ajab, que sumaban cuatrocientos, y que luego eran muy numerosos, también peleando contra Isaías y Miqueas y especialmente contra Jeremías y Ezequiel? Todavía no se puede dar una respuesta definitiva, pero es incorrecto considerarlos, como hacen ciertos críticos, como auténticos y verdaderos profetas, que difieren de ellos sólo por un espíritu retrógrado, y dones intelectuales menos brillantes. Después de Samuel los primeros profetas propiamente dichos que se mencionan explícitamente son Natán y Gad. Ellos ayudan a David con sus consejos y, cuando es necesario, lo confrontan con enérgicas protestas. La parábola de Natán sobre la pequeña oveja del hombre pobre es uno de los pasajes más bellos en la historia profética (2 Sam. 12,1ss.). Los Libros de los Reyes y Paralipómenos (Crónicas) mencionan cierto número de otros “hombres del espíritu” que ejercían su ministerio en Israel o en Judá. Podemos mencionar a Ajías de Silo, quien le anunció a Jeroboan su elevación al trono de las Diez Tribus, y el carácter efímero de su dinastía, y a Miqueas, el hijo de Yimlá, quien le predijo a Ajab, en presencia de los cuatrocientos aduladores profetas de la corte, que sería derrotado y asesinado en su guerra contra los sirios (1 Rey. 22).
Pero las dos figuras más grandes de la profecía entre Samuel e Isaías son Elías y Eliseo. El yahvismo estaba de nuevo en peligro, especialmente por la tiria Jezabel, esposa de Ajab, quien había introducido en Samaria el culto a sus dioses fenicios, y la fe de Israel estaba vacilante, puesto que dividía su culto entre Baal y Yahveh. En Judá el peligro no era menos amenazante, pues el rey Joram se había casado con Atalía, una digna hija de Jezabel. En ese momento Elías apareció como un misterioso gigante, y por su predicación y milagros guió a Israel de nuevo al verdadero Dios y suprimió, o por lo menos moderó, su inclinación hacia los dioses de Canaán. En el Carmelo ganó una magnífica y terrible victoria sobre los profetas de Baal; luego procedió al Horeb a renovar dentro de él el espíritu de la Alianza y para presenciar una maravillosa teofanía; de ahí regresó a Samaria a proclamar a Ajab la voz de la justicia que clamaba venganza por el asesinato de Nabot. Cuando desapareció en la carroza de fuego, le dejó a su discípulo Eliseo, con su manto, una doble porción de su espíritu. Eliseo continuó exitosamente la obra del maestro contra la idolatría cananea, y se convirtió en tal baluarte para el Reino del Norte, que el rey Joás lloró por su muerte y le dio el último adiós con estas palabras: “¡Padre mío, padre mío, carro y caballos de Israel!” (2 Rey. 13,14). No todos los profetas dejaron sus oráculos por escrito. Muchos de ellos, sin embargo, escribieron la historia de su época. Gad y Natán, por ejemplo, la historia de David; y Natán la de Salomón; también Semeías y Ado, los anales de Roboam; Jehú, hijo de Hanani, la de Josafat… ¿Acaso es posible que los libros históricos de Josué y Jueces, Samuel y Reyes fueran llamados en el canon judío “los primeros profetas” debido a la creencia de que fueron escritos por los profetas o por lo menos basados en sus escritos? Nunca habrá una respuesta a esta interrogante.
(2) Escritores Proféticos: Los libros proféticos fueron titulados en el mismo canon los “profetas posteriores”. Gradualmente se deslizó la costumbre de llamar a sus autores los escritores proféticos. Hay cuatro grandes profetas, es decir, aquellos cuyas obras son de considerable extensión: Isaías, Jeremías, Ezequiel y Daniel; y doce profetas menores, cuyas obras son cortas: Oseas, Joel, Amós, Abdías, Jonás, Miqueas, Nahúm, Habacuc, Sofonías, Ageo, Zacarías y Malaquías. El libro de Baruc, que no está incluido en el canon hebreo, en nuestras Biblias está unido al libro de Jeremías. El ministerio de Amós, quizás el más antiguo de los escritores proféticos, se sitúa alrededor de los años 760-50, seguido inmediatamente por Oseas. Luego viene Isaías (cerca de 740-700), y su contemporáneo Miqueas. Sofonías, Nahúm y Habacuc profetizaron hacia el último cuarto del siglo VII a.C. Jeremías cerca de 626-586; Ezequiel entre 592-70. La profecía de Ageo y parte de la de Zacarías datan exactamente en 520 y 520-18. Malaquías pertenece a la mitad del siglo V. En cuanto a Daniel, Abdías, Joel y Baruc, así como partes de Isaías, Jeremías, Zacarías, sus fechas están en disputa, y es necesario referir al lector a los artículos especiales que tratan sobre cada uno de ellos.
(3) Las profetisas: El Antiguo Testamento da el nombre nebî'ah, a tres mujeres dotadas con el carisma profético: María, la hermana de Moisés, Débora y Juldá, una contemporánea de Jeremías (2 Rey. 22,14); también a la esposa de Isaías denotando la esposa de un nabî'; finalmente a Noadía, una falsa profetisa, si el texto hebreo está correcto, pues la Versión de los Setenta y la Vulgata hablan de un falso profeta. (Neh. 6,14).
(4) Cese de la Profecía Israelita: En el tiempo de los Macabeos ya la institución profética había dejado de existir. Israel reconoció esto claramente, y estaba esperando su reaparición; su necesidad había cesado. La revelación religiosa y el código moral expresado en la Sagrada Escritura eran completos y claros. Los escribas y doctores instruían al pueblo---una magistratura falible, es cierto, y muy atada a la letra de la ley, pero además celosa e instruida. Había un sentimiento de que las promesas estaban por cumplirse y el consecuente apocalipsis aumentaba e intensificaba este sentimiento. No era impropio, sin embargo, que Dios permitiera un intervalo entre los profetas de la Antigua Alianza y Jesucristo, quien coronaría y consumaría sus profecías.
Vocación y conocimiento sobrenatural de los profetas
(1) La Vocación Profética:
“Porque nunca profecía alguna vino por voluntad humana, sino que hombres movidos por el Espíritu Santo han hablado de parte de Dios.” (2 Pedro 1,21). Los profetas siempre estuvieron conscientes de su misión divina. “Yo no soy profeta ni hijo de profeta”, prácticamente le dijo Amós a Amasías, quien quería evitar que profetizara en Betel. “Soy vaquero y picador de sicómoros, pero Yahveh me tomó de detrás del rebaño, y Yahveh me dijo: ‘Ve y profetiza a mi pueblo Israel’” (Amós 7,14ss). Además, “ruge el león, ¿quién no temerá? Habla el Señor Yahveh, ¿quién no profetizará?” (3,8). Isaías vio a Yahveh sentado en un trono de gloria, y cuando un serafín había purificado sus labios oyó el mandato “¡Ve!”, y recibió su misión de predicar al pueblo los terribles juicios de Dios. Dios le hizo saber a Jeremías que lo había consagrado desde el vientre de su madre y le había nombrado profeta de naciones; tocó sus labios para mostrarle que había hecho de ellos su instrumento para proclamar sus juicios justos y misericordiosos (Jer. 1,10), un deber tan doloroso, que el profeta trató de excusarse y esconder los oráculos confiados a él. Imposible, su corazón estaba consumido por una llama que le arrancaba esta conmovedora queja: “Me has seducido, Yahveh, y me dejé seducir, me has agarrado y me has podido” (20,7). Ezequiel ve la gloria de Dios cargada en una carroza de fuego tirada por seres celestiales. Oye una voz que le ordena ir y encontrarse con los hijos de Israel, esa nación rebelde, de cabeza dura y corazón empedernido, y que sin tergiversación les anuncie las advertencias que iba a recibir.
Los demás profetas son silentes sobre el asunto de su vocación; sin duda que también la recibieron tan clara e irresistiblemente. A las prédicas y predicciones de los falsos profetas que declaraban las fantasías de sus corazones y decían “la palabra de Yahveh” cuando Yahveh no les había hablado, oponían sin miedo sus propios oráculos como provenientes del cielo e imperativos bajo pena de rebelión contra Dios. Y la santidad manifiesta de sus vidas, los milagros obrados, y las profecías cumplidas demostraban a sus contemporáneos la verdad de sus pretensiones. Nosotros también, separados de ellos por miles de años, debemos estar convencidos por dos pruebas irrefragables entre otras: el gran fenómeno del mesianismo que culminó en Jesucristo y la Iglesia, y la excelencia de la enseñanza religiosa y moral de los profetas.
(2) Conocimiento Sobrenatural: inspiración y revelación:
(a) El hecho de la revelación: El profeta no recibió meramente una misión general de predicar o predecir en el nombre de Yahveh: cada una de sus palabras es divina, toda su enseñanza viene de arriba, es decir, le llega por revelación, o al menos, por inspiración. Entre las verdades que predica, hay algunas que conoce naturalmente por la luz de la razón o la experiencia. No es necesario para él aprenderlas de Dios, justo como si él hubiese estado completamente ignorante de ellas. Basta que la iluminación divina las coloque bajo una nueva luz, fortalezca su juicio y la preserve de error respecto a estos hechos, y si un impulso sobrenatural determina a su voluntad a hacerlas objeto de su mensaje. Esta inspiración oral de los profetas tiene una analogía con la inspiración de la Biblia, en virtud de la cual los profetas y hagiógrafos compusieron nuestros libros canónicos.
El contenido total del mensaje profético no está, sin embargo, dentro del ámbito de las facultades naturales del mensajero divino. El objeto de todas las estrictamente llamadas predicciones requiere una nueva manifestación e iluminación; sin ayuda el profeta permanecería en más o menos oscuridad absoluta. Ésta, entonces, es la revelación en el sentido completo del término.
(b) Manera de las comunicaciones reveladoras; cánones para la interpretación de las profecías y su cumplimiento: En palabras de San Juan de la Cruz---y los doctores del misticismo tienen un derecho especial a ser oídos sobre este asunto---“Dios multiplica los medios de transmitir estas revelaciones; a veces hace uso de las palabras, otras, de signos, figuras, imágenes, similitudes; y además, de palabras y símbolos juntos” (La Ascensión al Carmelo, II, XXVII). Para captar correctamente el significado de los profetas y juzgar el cumplimiento de sus predicciones, se debe recordar y completar estas palabras: El elemento material percibido en la visión debe tener un significado estrictamente literal y simplemente denotarse a sí mismo. Cuando Miqueas, el hijo de Yimlá, contempló a “todo Israel disperso por los montes como ovejas sin pastor, y oyó a Yahveh decir: No tienen señor; que vuelvan en paz cada cual a su casa.” (1 Rey. 22,17), él vio exactamente lo que sería el resultado de la expedición de Ajab contra los sirios en Ramoth de Galaad. Además, el significado puede ser completamente simbólico. La rama de almendro que vio Jeremías (1,11 ss) no es mostrada por sí misma; está destinada solamente a representar por su nombre “vigilant”, la vigilancia divina, que cuidará de que la Palabra de Dios se realice. Entre estos dos extremos existe una larga serie de posibilidades intermedias, de significados imbuidos con varios grados de realidad o simbolismo. El hijo prometido a David en la profecía de Natán (2 Samuel 7) es a la misma vez Salomón y también el rey Mesías. En el último verso de Ageo Zorobabel se simboliza a sí mismo y también al Mesías.
Ni los profetas ni sus perspicaces y sensibles oyentes fueron nunca engañados. Es injuriar a Isaías el decir que él creía que al final de los tiempos la montaña de Sión sobrepasaría físicamente todas las montañas y colinas de la tierra (2,2). Los ejemplos se pueden multiplicar indefinidamente. Aun así no estamos obligados a creer que los profetas podían siempre distinguir entre el significado literal y el simbólico de sus visiones. Era suficiente para ellos el no dar, y el no poder dar, interpretaciones erróneas en nombre de Dios. Asimismo desde hace tiempo se sabe que la visión muy frecuentemente pasa por alto las distancias de tiempo y lugar, y que el Mesías o la era mesiánica casi siempre aparecen en el horizonte inmediato de la historia contemporánea. Si a esto añadimos el carácter frecuentemente condicional de los oráculos (cf. Jer. 18; 24,17 ss. etc.), y recordamos además que los profetas comunican su mensaje en palabras de elocuencia, expresadas en poesía oriental, tan ricas en impactantes colores y figuras destacadas, desaparecería la pretendida distinción entre las profecías realizadas y no realizadas, y predicciones substancialmente exactas pero erróneas en detalle.
(c) Estado del profeta durante la visión: Ordinariamente la visión ocurría cuando el profeta estaba despierto. Los sueños, de los que hacían mal uso los falsos profetas, se mencionan rara vez en el caso de los profetas verdaderos. Mucho se ha dicho sobre el estado de éxtasis de los últimos. Posiblemente el alma del profeta pudo haber estado a veces, como sucedía con los místicos, tan absorta por la actividad de las facultades espirituales que la actividad de los sentidos estuviese suspendida, aunque no se puede citar ningún caso definido. En cualquier caso, debemos recordar que San Jerónimo (In Isaiam, Prolog. En P.L., XXIV, 19) y San Juan Crisóstomo (In 1 Cor. Homil. XXIX en P.G., LXI, 240 ss) señalaban que los profetas siempre retenían su conciencia y nunca estaban sujetos a las condiciones físicas desordenadas y degradantes de los adivinos paganos y pitonisas; y, en lugar de oráculos sibilinos enigmáticos y pueriles, sus pronunciamientos eran a menudo sublimes y siempre dignos de Dios.
La enseñanza de los profetas
(1) La forma exterior: Los profetas usualmente enseñaban oralmente. A esto a menudo añadían actos simbólicos que iban de acuerdo con gustos orientales y cautivaban la atención de sus oyentes. Jeremías, por ejemplo, vagó a través de Jerusalén bajo un yugo de madera, para simbolizar la inminente subyugación de las naciones a manos del rey de Babilonia. El falso profeta Jananías, luego de tomar el yugo y romperlo en el suelo, recibió esta respuesta en nombre de Yahveh “Yugo de palo has roto, pero tú lo reemplazarás por yugo de hierro” (Jer. 28,13). Jeremías y Ezequiel hicieron uso frecuente de este método de instrucción. Amós fue probablemente el primero inspirado a unir la palabra escrita a la hablada, cuyo ejemplo fue seguido por otros. Así los profetas ejercieron una influencia amplia y duradera, y dejaron además una prueba indiscutible de que Dios les había hablado (cf. Isaías 8,16). Algunas profecías parecen haber sido hechas exclusivamente por escrito, por ejemplo, probablemente la segunda parte de Isaías y todo el Libro de Daniel. La mayor parte de los libros proféticos está expresada en lenguaje rítmico perfectamente adaptado al pueblo y, al mismo tiempo, al carácter sublime de los oráculos. Apenas está ausente cualquier clase de poesía hebrea: epitalamios y lamentaciones, pequeñas canciones satíricas, odas de maravilloso lirismo, etc. A menudo se observa la ley fundamental de la poesía hebrea, el paralelismo de los versos. La métrica parece estar basada esencialmente en el número de acentos que marcan una entonación elevada. Se han hecho investigaciones más exhaustivas sobre la construcción de las estrofas, pero sin muchas conclusiones definitivamente aceptadas.
(2) La Enseñanza
(a) Predicación: religión y moral, en general: Samuel y Elías delinean el programa de la predicación religiosa y moral de los profetas posteriores. Samuel enseña que los ídolos son vanidad e insignificancia (1 Sam. 12,21); que sólo Yahveh es esencialmente verdadero e inmutable (15,29); que Él prefiere la obediencia al sacrificio (15,22). También para Elías Yahveh sólo es Dios; Baal no es nada. Yahveh castiga toda iniquidad e injusticias de los poderosos a los pobres. Estos son los principales puntos enfatizados cada vez más por los escritores proféticos. Su doctrina se basa en la existencia de un solo Dios, que posee todos los atributos de la verdadera Divinidad---santidad y justicia, misericordia y fidelidad, supremo dominio sobre el mundo material y moral, el control de los fenómenos cósmicos y del curso de la historia. El culto que Dios desea no consiste en la profusión de sacrificios y ofrendas, los cuales son nauseabundos para Yahveh a menos que vayan acompañados de adoración en espíritu y en verdad. Con cuan mayor indignación y disgusto se alejará de la cruel e impura práctica de sacrificio humano y la prostitución de cosas sagradas tan comunes entre las naciones vecinas. Al preguntársele cómo uno se debe acercar y arrodillarse ante el Dios Altísimo, Él contestó por boca de Miqueas: “Se te ha declarado, hombre, lo que es bueno, lo que Yahveh de ti reclama: tan sólo practicar la equidad, amar la piedad y caminar humildemente con tu Dios” (Miq. 6,8). Así la religión se une a la moralidad, y formula e impone sus dictados. Yahveh llamará a las naciones a dar cuenta de su violación a la ley natural, e Israel, en adición, por no observar la legislación de Moisés (cf. Amós 1 a 2, etc.). Y Él hará esto, para reconciliar de manera divina los derechos de justicia con la realización de las promesas hechas a Israel y la humanidad.
(b) Predicciones proféticas. El día de Yahveh; los salvados; el mesianismo; escatología: Los temas constantes de las grandes predicciones proféticas de Israel son el castigo de las naciones culpables y la realización para todos de las antiguas promesas. Directa o indirectamente todas las profecías se ocupan de los obstáculos a removerse antes de la venida del nuevo Reino o con la preparación de la alianza nueva y final. Desde los días de Amós, y claramente no era entonces una esperanza nueva, Israel esperaba el gran día de Yahveh, un día que consideraba uno de triunfo extraordinario para él y su Dios. Los profetas no niegan, sino que más bien declaran con certeza absoluta que ese día ha de llegar, y disipan las ilusiones respecto a su naturaleza. Para Israel, sin fe y cargado de crímenes, el día de Yahveh será “obscuridad y no luz” (Amós 5,18 ss). El tiempo vendrá cuando la casa de Jacob será tamizada entre las naciones como se zarandea el trigo en la criba sin que un grano caiga en tierra (9,9), ¡Alas!, la buena semilla es rara aquí, la mayor parte perecerá. Sólo un resto se salvará, un germen sagrado del cual surgirá el Reino Mesiánico. Las naciones paganas servirán como cernidores para Israel. Pero como Israel se extravió aún más lejos del camino recto, el día de Yahveh vendrá para ellos a su vez; finalmente el resto de Israel y los conversos de las naciones se unirán para formar un solo pueblo bajo el gran rey, el Hijo de David. El resto de Efraín o de Judá que queden en Palestina en el tiempo del Exilio, el resto que regrese del Cautiverio para formar una comunidad post-exílica, el reino Mesiánico en su estado militante y su consumación final---todas estas etapas de la historia de la salvación se mezclan aquí y allá en una visión profética. La vida futura se vislumbra pero poco, los oráculos eran dirigidos principalmente al cuerpo de la nación, para el cual no hay vida futura. Sin embargo, Ezequiel (cap. 37) alude a la resurrección de los muertos; el apocalipsis de Isaías (26,19 ss) lo menciona explícitamente; Daniel habla de una resurrección a la vida eterna y una resurrección a la eterna condenación (12,2 ss). La amplia luz del día de la revelación cristiana está por venir.
En el Nuevo Testamento
Cuando este amanecer está a punto de irrumpir, la profecía por tanto tiempo silenciosa levanta de nuevo su voz para traer las buenas nuevas. Zacarías e Isabel, la Virgen María, el anciano Simeón y la profetisa Ana son iluminados por el Espíritu Santo y desdoblan el futuro. Pronto aparece el Precursor, lleno del espíritu y poder de Elías. Él halla nuevos los acentos de la vieja profecía para predicar la penitencia y anunciar la venida del Reino. Entonces es el Mesías en persona quien, por tanto tiempo predicho y esperado como profeta (Deut. 18,15.18; Isaías 49; etc.), no menosprecia aceptar este título y cumplir su significado. Su predicación y sus predicciones están mucho más cerca de los modelos proféticos que lo que están las enseñanzas de los rabinos. Sus grandes predecesores están tan por debajo de Él como los siervos están debajo del Hijo Único. A diferencia de ellos, Él no recibe desde afuera la verdad que predica, sino que la fuente está dentro de sí mismo. La promulga con una autoridad desconocida hasta entonces. Su revelación es el mensaje definido del Padre. Para entender más y más claramente su significado, la Iglesia que Él establecerá tendrá a través de todas las edades la asistencia infalible del Espíritu Santo.
Sin embargo, durante los tiempos apostólicos, Dios continúa seleccionando ciertos instrumentos, como los profetas de la Antigua Ley, para dar a conocer su voluntad de manera extraordinaria y para predecir eventos futuros; tales, por ejemplo, son los profetas de Antioquía (Hch. 13,1.8), Ágabo, las hijas del evangelista Felipe, etc. Y entre los carismas (cf. Prat, “La teología de San Pablo”, 1 pt., nota H, p. 180-4) conferidos tan abundantemente para apresurar y fortalecer el progreso incipiente de la fe, uno de los principales, luego del apostólico, es el don de profecía, el cual se concede “para edificación, exhortación y consolación” (1 Cor. 14,3). El escritor del “Didajé” nos informa que en su día era bastante frecuente y disperso, e indica los signos por el cual puede ser reconocido (XI, 7-12). Finalmente, el Canon del Nuevo Testamento cierra con un libro profético, el Apocalipsis de San Juan, que describe las luchas y las victorias del nuevo reino mientras espera el regreso de su Jefe en la consumación de todas las cosas.
Bibliografía: CORNELY, Historica et crit. introd. in N.T. libros sacros, II, 2 (París, 1897), diss. III, I, 267-305; GIGOT, Introducción Especial al Estudio del Antiguo Testamento, II (Nueva York, 1906) 189-202.
Fuente: Calès, Jean Marie. "Prophecy, Prophet, and Prophetess." The Catholic Encyclopedia. Vol. 12. New York: Robert Appleton Company, 1911. <http://www.newadvent.org/cathen/12477a.htm>.
Traducido por Luz María Hernández Medina