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Miércoles, 30 de octubre de 2024

Celibato del Clero

De Enciclopedia Católica

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Definición

Celibato es la renuncia al matrimonio, implícita o explícita, que hacen los que reciben el Sacramento de las Órdenes en cualquiera de los grados más altos para la más perfecta observancia de la castidad. Como veremos, el carácter de esta renuncia es variamente entendido en la Iglesia Latina y en la Oriental. Hablando, por el momento, sólo de la cristiandad occidental, cuando los candidatos a las Órdenes se presentan para el grado de subdiácono, al comienzo de la ceremonia los obispos les advierte solemnemente sobre la gravedad de la obligación en que están incurriendo. Les dice:

"Ustedes deben considerar ansiosamente una y otra vez qué clase de carga es esta que están tomando sobre ustedes por su propia voluntad. Hasta aquí ustedes son libres. Aún pueden, si lo desean, regresar a las metas y deseos del mundo (licet vobis pro pro artitrio ad caecularia vota transire). Pero si ustedes reciben esta orden (la del subdiaconado) ya no será lícito volver atrás. Se les requerirá continuar al servicio de Dios, y con su ayuda observar la castidad y estar atado para siempre en el ministerio del altar, para servir a quien reinará.”

Al continuar adelante a pesar de esta advertencia, cuando se les invita a ello, y al cooperar en el resto del servicio de ordenación, se entiende que el candidato se obliga igualmente a un voto de castidad. A partir de ahora no puede contraer un matrimonio válido, y cualquier transgresión en materia de este voto no sólo es un grave pecado en sí, sino que incurre en la culpa adicional de sacrilegio.

Principios generales

Antes de pasar a la historia de esta observancia será conveniente tratar en primer lugar con ciertos principios generales involucrados. La ley del celibato ha sido objeto de frecuentes ataques, especialmente en los últimos años (vea, por ejemplo, H. C. Lea, History of Sacerdotal Celibacy, 3ra. Ed., 1907, en dos volúmenes), y es importante en primer lugar, para corregir ciertos prejuicios así creados. Aunque no encontramos en el Nuevo Testamento ninguna indicación de que el celibato se haya hecho obligatorio ya sea a los Apóstoles o a aquellos a quienes ellos ordenaron, tenemos amplio fundamento en el lenguaje de nuestro Salvador, y de San Pablo para mirar a la virginidad como la llamada más alta y, por inferencia, como la condición digna de aquellos que son separados para la obra del ministerio. En Mt. 19.12, Cristo claramente ensalza a aquellos que “por amor al Reino de los Cielos” se han mantenido al margen del estado matrimonial, aunque añade: "Quien pueda entender, que entienda.” San Pablo es aún más explícito.  :"Mi deseo sería que todos los hombres fueran como yo; más cada cual tiene de Dios su gracia particular, unos de una manera, otros de otra. No obstante, digo a los célibes y a las viudas: Bien les está quedarse como yo.” " Y más adelante: "Yo os quisiera ver libres de preocupaciones. El no casado se preocupa de las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor. El casado se preocupa de las cosas del mundo, de cómo agradar a su mujer; está por tanto dividido. La mujer no casada, lo mismo que la doncella, se preocupa de las cosas del Señor, de ser santa en el cuerpo y en el espíritu. Mas la casada se preocupa de las cosas del mundo, de cómo agradar a su marido. Os digo esto para vuestro provecho, no para tenderos un lazo, sino para moveros a lo más digno y al trato asiduo con el Señor, sin división.” (1 Cor. 7,32-35).

Además, si bien aceptamos que el motivo al que se apela aquí es en cierta medida utilitario, probablemente estaríamos justificados en decir, con el distinguido canonista George Phillips, que el principio que subyace a la acción de la Iglesia en imponer el celibato a su clero no se limita a este aspecto utilitario, sino que va aún más profundo. Desde los primeros tiempos los discípulos personificaron y concibieron a la Iglesia como la Novia Virgen y como el cuerpo puro de Cristo, o también como la Virgen Madre (parthenos mëtër), y era claramente apropiado que esta Iglesia virgen debía ser atendido por un sacerdocio virgen. Entre judíos y paganos el sacerdocio era hereditario; sus funciones y poderes eran transmitidos por generación natural. Pero en la Iglesia de Cristo, como una antítesis de esto, el carácter sacerdotal era impartido por el Espíritu Santo en el Sacramento instituido divinamente del Orden. La virginidad es en consecuencia una prerrogativa especial del sacerdocio cristiano. La virginidad y el matrimonio son santos, pero de diferentes maneras. La convicción de que la virginidad posee una santidad más alta e intuiciones espirituales más claras parece ser un instinto plantado profundo en el corazón del hombre. Incluso en la Legislación de Moisés, donde el sacerdote engendraba hijos que heredaban sus funciones, sin embargo, se les ordenaba observar la continencia durante el período en el que servían en el Templo. Sin duda, una razón mística de este tipo no es un llamamiento a todos, pero tales consideraciones siempre han ocupado un lugar prominente en el pensamiento de los Padres de la Iglesia; como se ve, por ejemplo, en la advertencia muy comúnmente dirigida a subdiáconos de la Edad Media en el momento de su ordenación. "Con respecto a ellos le ha placido a nuestros Padres que los que manejan los sagrados misterios deben observar la ley de la continencia, como está escrito: ‘Sed limpios ustedes los que se ocupan de los vasos del Señor" (Maskell, Monumenta Ritualia, II, 242) .

Por otra parte, motivos como los que se hace hincapié en el pasaje citado de la Epístola a los Corintios son de un tipo que deben apelar a la inteligencia de todos. Cuanto más santo y eminente se representa el estado del matrimonio, más se justifica al sacerdote casado en dar el primer lugar en sus pensamientos a su esposa y familia y el segundo a su obra. Sería difícil encontrar un testimonio más irrecusable a este punto de vista que el del Dr. Döllinger. Ningún erudito de esta generación estuvo más íntimamente familiarizado con los caminos poco frecuentados de la historia medieval. Nadie podría haber proporcionado tanto material para una chronique scandaleuse como el que el Dr. Lea ha recopilado en su historia del celibato. Por otra parte, cuando el Dr. Döllinger cortó su conexión con la Iglesia después del Concilio Vaticano I, él no tenía absolutamente ningún motivo para modificar su juicio a favor de la disciplina tradicional de Roma, si no hubiera sido porque creía que la lección tanto del pasado como del presente era clara. Sin embargo, cuando los Viejos Católicos abolieron el celibato obligatorio para el sacerdocio, el Dr. Döllinger, como nos dice un íntimo amigo suyo, un anglicano, estaba "sumamente afligido" por la medida, y esto parece haber sido una de las principales cosas que le impidió cualquier participación formal en la comunión Católica Antigua. En referencia a este asunto le escribió al mismo amigo anglicano:

"Ustedes en Inglaterra no pueden entender cuán completamente arraigado está en nuestro pueblo el que un sacerdote es un hombre que se sacrifica por el bien de sus feligreses. No tiene hijos propios, a fin de que todos los hijos de la parroquia sean hijos suyos. Su gente sabe que sus pequeñas necesidades están satisfechas, y que él puede dedicar todo su tiempo y reflexión a ellos. Ellos saben que es de modo muy diferente con los pastores casados de los protestantes. Los ingresos del pastor pueden ser suficientes para sí mismo, pero no para su esposa e hijos también. Con el fin de mantenerlos él debe tomar otro trabajo, literario o académico y sólo puede dedicar a su pueblo una parte de su tiempo; y saben que cuando los intereses de su familia y los de su rebaño chocan, su familia es lo primero y su rebaño segundo. En pocas palabras, él tiene una profesión u oficio, una Gewerbe, más que una vocación; tiene que ganarse la vida. En casi todas las congregaciones católicas, un sacerdote casado se arruinaría; toda su influencia se iría. La gente no está en absoluto preparada para un cambio tan fundamental, y las circunstancias del clero no lo admiten. Es una resolución fatal." (A. Plummer en "El Expositor", diciembre de 1890, p. 470.)

Un testimonio prestado en esas circunstancias tiene más peso que el que tendrían largas explicaciones. Tampoco fue la única ocasión en que el historiador se expresó de ese modo. En 1876 Döllinger escribió en una carta a uno de sus amigos Viejos Católicos "Cuando un sacerdote ya no pueden dirigir al sacrificio personal lo que hace por el bien de su pueblo, entonces todo está perdido para él y para la causa que representa. Se hunde al nivel de los hombres que hacen de su trabajo un negocio [Er rangiert dann mit den Gewerbetreibenden]." (Vea Michael, Ignaz von Döllinger, ed. 1894, p. 249.)

Suponiendo siempre que el voto de celibato se mantenga fielmente, el poder que esta lección práctica de desinterés debe prestar a las exhortaciones del sacerdote al dirigirse a su pueblo es demasiado evidente para insistir en él. Innumerables observadores, protestantes y agnósticos, así como católicos, han dado testimonio del efecto así producido. Por otro lado, son bastante reales los obstáculos a las relaciones verdaderamente confidenciales y más especialmente a la confesión en el caso de los casados del clero ---aun cuando esta dificultad suele ser bastante injustamente exagerada en las muchas historias actuales de clérigos anglicanos que comparten los secretos de la confesión con sus esposas. Cuando el otrora famoso P. Hyacinth (M. Loyson) dejó la Iglesia y se casó, este fue el primer punto que sorprendió a un librepensador como George Sand. "¿Podrá el P. Hyacinth seguir oyendo confesiones?” escribió Ella. "Esa es la pregunta. ¿Es el secreto de confesión compatible con las confidencias mutuas del amor conyugal? Si yo fuera un católica, le diría a mis hijos: «No tengan secretos que les cueste demasiado contar y entonces no tendrán que temer a los chismes de la esposa del vicario. "

Una vez más, respecto a la labor misionera en países bárbaros, apenas hay que insistir en las ventajas que tiene un clero célibe, las cuales son libremente admitidas tanto por los observadores indiferentes como por los mismos misioneros no católicos. Los testimonios que se han reunido en una obra como “Children Missions” de Marshall se conjetura tal vez que, por su yuxtaposición, dan una imagen exagerada, mientras que el tono burlón del editor a veces hiere y repele; pero la acusación es sustancialmente correcta, y los materiales para la continuación de esta obra estándar, que han sido recogidos de fuentes recientes por el Rev. B. Solferstan, S.J., confirman en todos los aspectos el argumento principal de Marshall. Observadores muy cualificados, que son indiferentes o se oponen a la fe católica, hacen la admisión de que cualquier obra genuina de conversión que se haga, es realizada por los misioneros católicos cuya condición de célibes les permite vivir entre los indígenas como uno de ellos. Para hablar sólo de China, vea, por ejemplo, Stoddard: "Life of Isabella Bird" (1906), págs. 319-320; Arnot Reid, "Pekín to Petersburg" (1897), p. 73; Prof. E. H. Parker, "China Past and Present” (1903), págs. 95-96.

No hay que insistir en el costo comparativamente bajo de las misiones católicas con sus clérigos célibes. Para tomar un solo ejemplo, el difunto obispo anglicano Bickersteth, el muy respetado obispo del sur de Tokío, Japón, describe en una de sus cartas publicadas cómo tuvo "una conversación muy larga" con un vicario apostólico católico, que iba de camino a China. Tras lo cual Bickersteth señala que "los católicos romanos ciertamente pueden enseñarnos mucho por su disposición a soportar las dificultades. Este hombre y sus sacerdotes son a veces objeto de las privaciones más graves que yo pudiese temer. En Japón un sacerdote romano recibe una séptima parte de lo que la Sociedad Misionera de la Iglesia y la Sociedad para la Propagación del Evangelio le conceden a un diácono casado. Por supuesto que sólo pueden sustentarse de los alimentos del país. " (Vea "The Life and Letters of Edward Bickersteth”, 2da. ed., Londres, 1905, p. 214.)

Respecto una vez más al efecto sobre el trabajo de un sacerdote el siguiente testimonio sincero de un distinguido clérigo casado y profesor de Trinity College, Dublín, es muy llamativo. "Pero desde el punto de vista de la predicación", escribe el profesor Mahaffy, "no puede haber duda de que la vida matrimonial crea grandes dificultades y obstáculos. Las distracciones causadas por enfermedad y otras desgracias humanas aumentan necesariamente en proporción al número de miembros en la casa; y como el clero en todos los países tienden a tener familias numerosas el tiempo que podría ser usado en la meditación de sus discursos le es quitado por otros deberes y cuidados. Cuando el sacerdote católico termina su ronda diaria de deberes afuera, vuelve a la casa a un estudio tranquilo, donde no hay nada que perturbe sus pensamientos. El padre de familia es recibido en la puerta por la tropa de niños que le dan la bienvenida y reclaman su interés en todos sus pequeños asuntos. O bien los desacuerdos del hogar le reclaman como árbitro y su mente es perturbada no por la mera contemplación especulativa de los defectos y locuras de la humanidad, sino por su invasión real de su casa." (Mahaffy, The Decay of Modern Preaching, Londres, 1882, p. 42.)

Objeciones presentadas

A estas consideraciones generales se presentan las siguientes respuestas. En primer lugar, se afirma que el celibato es un mero artificio engañoso inventado para garantizar la sujeción del clero a la autoridad central de la Sede Romana. Escritores como Heigl (Das Cölibat, Berlín, 1902) sostienen que la privación del hogar y los lazos familiares tiende a robarle al sacerdote todos los sentimientos nacionales y de permanencia en el país, y por lo tanto le hacen una herramienta dócil en las manos de la autocracia espiritual de los Papas. El resumen histórico que sigue ayudará a hacer justicia a esta objeción. Pero por el momento, cabe destacar que San Dunstan, quien más que cualquier otro personaje en la historia temprana de Inglaterra se identifica con la causa de un clero célibe, fue arzobispo de Canterbury desde 960 a 988, un período durante el cual el papado fue sometido a la opresión y el desorden de la peor especie. De hecho, la práctica del celibato era casi universalmente ordenada mucho antes de que la energía firme del Papa Gregorio VII (Hildebrando) construyese lo que en los últimos años ha sido la moda en llamar la monarquía papal. Una vez más, el tono consistentemente nacionalista de tal cronista como Mateo París, para no hablar de muchos otros, nos permite ver cuán equivocado sería suponer que los célibes carecen de patriotismo o están inclinados a dejar de lado sus simpatías raciales en deferencia a los comandos del Papa. Y una lección similar podría extraerse del galicanismo del clero francés en el siglo XVII, que al parecer no era incompatible con la al menos ordinaria fidelidad a sus votos de la continencia.

Otra objeción que se ha alegado contra el celibato sacerdotal es que la reproducción de la especie es la función primaria y la ley de la naturaleza humana, y por lo tanto constituye un derecho inalienable del cual nadie puede privarse por ningún voto. En vista del hecho de que las condiciones sociales de todo tipo, así como la ley moral, obligan al celibato a millones de la raza, nadie se toma en serio esta objeción. Hasta donde se ha intentado una justificación de esta posición, se ha encontrado en la analogía del reino animal o vegetal, en los que la reproducción de su propia clase ha sido representada como el objeto principal de su existencia creada. Pero tal comparación aplicada a un ser intelectual como el hombre no es más que pueril, y si el argumento es recalcado podríamos responder que, como bien saben los horticultores, algunos de los más bellos y altamente desarrollados productos naturales de nuestros jardines, sólo pueden obtenerse en el sacrificio de su fertilidad. El argumento, si alguno, dice lo contrario. La única objeción seria contra la ley del celibato clerical es la dificultad que presenta su observancia para hombres que no tengan un carácter excepcionalmente fuerte y altos principios.

Escritores como el Dr. H.C. Lea y M. Chavard se han dado a recoger todos los excesos escandalosos que se han imputado contra un sacerdocio célibe desde el comienzo de la Edad Media. Ha sido su objetivo el mostrar que la observancia de la continencia en una vida muy expuesta está más allá de la fuerza del hombre promedio, y que en consecuencia obligar a la tropa del clero a esa ley es sólo abrir la puerta a irregularidades y abusos mucho más despectivos al carácter sacerdotal que lo que podría posiblemente ser la tolerancia del matrimonio honorable. Instan a que, en efecto, durante largos períodos de tiempo la ley se ha convertido en letra muerta en la mayor parte de la cristiandad, y que su único resultado ha sido la de obligar al sacerdote a seguir caminos de libertinaje e hipocresía que le han robado todo el poder para influir en los hombres para siempre. En cuanto a la evidencia histórica en que tales cargos se basan, probablemente, siempre habrá mucha diferencia de opinión. El ánimo anticlerical que impulsa a cierto tipo de mente a reunir juntos los escándalos, y deleitarse y exagerar sus detalles purulentos, es al menos tan marcado como la tendencia por parte de los apologistas de la Iglesia] de ignorar del todo estas páginas penosas de la historia. En cualquier caso, se puede decir en respuesta, que la observancia de la continencia con una fidelidad substancial por un clero numeroso, incluso durante siglos seguidos, ciertamente no está más allá de la fuerza de la naturaleza humana cuando se eleva por la oración y se fortalece por la gracia divina.

Por no hablar de países como Irlanda y Alemania, donde se podría afirmar que la mezcla con otros credos tiende a poner a prueba indebidamente el temple del clero católico, podríamos recurrir al ejemplo de Francia o Bélgica durante el siglo pasado. Ningún estudiante de historia sincero que revise este periodo vacilará en admitir que la inmensa mayoría de los miles de sacerdotes seculares en estos dos países han llevado vidas limpias e íntegras, de acuerdo con sus profesiones. Nos lo demuestran no sólo la buena fama de que han disfrutado ante todos los hombres moderados, el tono de los novelistas respetables que los han retratado en la ficción, el testimonio de los residentes extranjeros y la ocurrencia relativamente rara de escándalos, pero, lo que es más sorprendente de todo es que argumentamos a partir de las alabanzas rendidas a su integridad por antiguos socios que han roto su relación con la Iglesia Católica, hombres, por ejemplo, como M. Loyson (P. Jacinto) o M. Ernest Renan. Hablando de los extensos cargos de incontinencia formulados a menudo contra un sacerdocio célibe, M. Renan señala: "El hecho es que lo que comúnmente se dice sobre la moralidad del clero es, hasta donde va mi experiencia, absolutamente carente de fundamento. Pasé trece años de mi vida bajo la custodia de sacerdotes, y nunca vi la sombra de un escándalo [je n'ai pas vu l'ombre d'un scandale]; yo no he conocido sacerdotes, sino buenos sacerdotes. El confesionario posiblemente puede ser productivo de mal en algunos países, pero no vi rastro de él en mi vida como un eclesiástico "(Renan, Souvenirs d'Enfance et de Jeunesse, p. 139).

Del mismo modo M. Loyson, al pretender justificar su propio matrimonio, no intenta sugerir que la obligación del celibato estaba más allá de la fuerza del hombre común, o que el clero católico no vivía sino castamente. Por el contrario, escribe: "Estoy muy consciente del verdadero estado de nuestro clero. Conozco el sacrificio y las virtudes en sus filas." Su argumentación es que el sacerdote tiene que ser compatible con los intereses, los afectos, y los deberes de la naturaleza humana, lo cual parece significar que debería ser menos espiritual y más terrena”. "Es sólo", dice, "al alejarse de las tradiciones de un ascetismo ciego, y de una teocracia todavía más política que religiosa, que el sacerdote se convertirá una vez más en hombre y en ciudadano. Al mismo tiempo se encontrará más un verdadero sacerdote. " No estamos afirmando que el alto estándar moral manifiesto en el clero de Francia y Bélgica se encuentran en un grado igual de marcado en todo el mundo. Nuestro argumento es que la observancia del celibato no es sólo posible para unos pocos llamados a ser monjes y disfrutar de las salvaguardias de la vida monástica, sino que no está más allá de la fuerza de un gran cuerpo de hombres contados por decenas de miles, y reclutados, como lo son en su mayoría el clero de Francia y Bélgica, de las filas del campesinado trabajador. No tenemos ningún deseo de negar o paliar el nivel muy bajo de moral a la que en diferentes períodos de la historia del mundo, y en diferentes países que se llaman cristianos, se ha hundido en ocasiones el sacerdocio católico, pero tales escándalos no son más el efecto del celibato compulsorio que la prostitución, que está rampante en todas partes en nuestras grandes ciudades, es el efecto de nuestras leyes matrimoniales. Nosotros no abolimos el matrimonio cristiano porque una proporción tan grande de la humanidad no sea fiel a las restricciones que impone a la concupiscencia humana. Nadie en su corazón cree que las naciones civilizadas serían más limpias y puras, si se sustituyera la monogamia por la poligamia. Tampoco hay razón para suponer que habría menos escándalos y el clero sería más respetado, si a los sacerdotes católicos se les permitiese casarse.

Historia del celibato clerical

Primer período

Pasando ahora a la evolución histórica de la presente ley del celibato, necesariamente debemos comenzar con la instrucción de San Pablo (1 Tim. 3,2.12, y Tito I,6) que un obispo o un diácono debe ser "el marido de una sola mujer". Estos pasajes parecen fatales para cualquier argumento de que el celibato se hizo obligatorio para el clero desde el principio, pero por otro lado, el deseo del Apóstol de que otros hombres fuesen como él (1 Cor. 7,7-8, ya citado) excluye la inferencia de que él deseara que todos los ministros del Evangelio se casaran. Las palabras significan, sin lugar a dudas, que en aquellos días de divorcio frecuente, el candidato adecuado era un hombre que poseyera también, entre otras cualidades que San Pablo enuncia que probablemente harían respetar su autoridad, la estabilidad de carácter que se demostraba por la fidelidad a una mujer. La directriz es, por tanto, restrictiva, no por mandato; excluye a los hombres que se han casado más de una vez, pero no impone el matrimonio como una condición necesaria. Esta libertad de elección parece haber durado durante todo lo que podemos llamar, con Vacandard, el primer período de la legislación de la Iglesia, es decir, hasta cerca de la época de Constantino y el Primer Concilio de Nicea.

Algunos escritores, el más distinguido de los cuales fue el fallecido profesor Bickell, han hecho un intento vigoroso para demostrar que incluso en esta temprana fecha la Iglesia le exigía el celibato a todos sus ministros de los rangos superiores. Pero la opinión contraria, representada por tales estudiosos como Funk y Kraus, parece mucho mejor fundada y ha ganado la aceptación general en los últimos años. No se discute, por supuesto, que en todos los tiempos la virginidad era tenida en honor, y que en particular muchos del clero la practicaban o se separaban de sus esposas si ya estaban casados. Tertuliano comenta con admiración sobre el número de aquellos en las Órdenes Sagradas que han abrazado la continencia (De exhortatione castitatis, cap. XIII), mientras que Orígenes parece contrastar los descendientes espirituales de los sacerdotes de la Nueva Ley con los hijos naturales engendrados dentro del matrimonio por los sacerdotes de la Antigua (En Levit. Hom. VI, § 6). Es evidente, sin embargo, que no hay nada en esto o en un lenguaje similar que pudiese considerarse decisivo, y Bickell, en apoyo de su tesis, encontró necesario recurrir principalmente a los testimonios de los escritores de los siglos IV y V. Así, Eusebio declara que es conveniente que los sacerdotes y aquellos ocupados en el ministerio deben observar la continencia (Demonst. Ev., I, c. IX); y San Cirilo de Jerusalén insta a que el ministro del altar que sirve a Dios adecuadamente se mantenga distante de las mujeres (Cat. XII, 25). San Jerónimo además parece hablar de una costumbre generalmente observada cuando declara que los clérigos "a pesar de que pueden tener esposa, dejen de ser esposos".

Pero el pasaje al que se apela más confiadamente es uno de San Epifanio donde el santo doctor en primer lugar habla de la regla eclesiástica aceptada del sacerdocio (kanona tes hierosunēs) como algo creado por los Apóstoles (Haer., XLVIII, 9), y a continuación, en un pasaje posterior parece describir esta regla o canon en algunos detalles. "La Santa Iglesia", dice, "respeta la dignidad del sacerdocio a tal punto que no admite al diaconado, el sacerdocio, o el episcopado, ni siquiera al subdiaconato, a cualquier persona que aún viva en el matrimonio y engendre hijos. Ella acepta sólo al que si es casado renuncia a su mujer o si ha quedado viudo, especialmente en aquellos lugares donde se siguen estrictamente los cánones eclesiásticos." (Haer., LIX, 4). Epifanio continúa, sin embargo, explicando que hay localidades en las que los sacerdotes y diáconos siguen teniendo hijos, pero él se opone a la práctica como la más impropia e insiste que la Iglesia, bajo la guía del Espíritu Santo, siempre ha demostrado en el pasado su desaprobación a dicho proceder. Pero apenas es necesario insistir en que toda esta es una evidencia muy insuficiente (incluso cuando se complementa con algunas pocas citas de San Efrén y otros orientales) para apoyar la afirmación de que una norma general del celibato existía desde los tiempos apostólicos. Escritores del siglo IV eran propensos a describir muchas prácticas (por ejemplo, el ayuno cuaresmal de cuarenta días) como de institución apostólica que ciertamente no tenían ningún derecho a ser consideradas como tal. Por otro lado, hay hechos que indican lo contrario. La declaración de Clemente de Alejandría en una fecha anterior no está abierta a ninguna ambigüedad. Después de comentar los textos de San Pablo señalados anteriormente, y expresando su veneración por una vida de castidad, Clemente añade: "De todos modos, la Iglesia recibe plenamente al marido de una mujer independientemente de que sea sacerdote, diácono o laico, suponiendo siempre que utiliza su matrimonio inmaculadamente, y tal persona puede ser salvada en la generación de los hijos "(Strom., III, XIII).

No menos explícito es el testimonio dado por el historiador eclesiástico, Sócrates. Él declara que en las Iglesias Orientales ni los sacerdotes ni siquiera los obispos estaban obligados a separarse de sus esposas, aunque reconoció que en Tesalia y en Grecia se seguía una costumbre diferente (HE, Lb. V, cap. XXII). Además, en su relato del Concilio de Nicea (Libro I, cap. XI) Sócrates cuenta la historia de Pafnucio que se levantó en la asamblea y se opuso a una ley a favor del celibato que consideraba demasiado rigurosa. Sería suficiente, pensó, que los que habían entrado previamente a su llamada sagrada debían abjurar del matrimonio de acuerdo con la antigua tradición de la Iglesia, pero que ninguno debía ser separado de ella a quien se había unido cuando aún no había sido ordenado. Y expresó estos sentimientos aunque él mismo no tenía experiencia del matrimonio. Algunos han tratado de desacreditar esta historia, pero casi todos los estudiosos modernos (en particular, el obispo Hefele, con su editor más reciente, Dom H. Leclercq) la aceptan sin reservas. El hecho de que la actitud del obispo Pafnucio difiere muy poco de la práctica actual de las Iglesias Orientales es sólo un punto fuerte a su favor. Debe notarse que estos testimonios son de origen oriental e indican, sin duda, la disciplina oriental imperante. Wernz expresa la opinión de que desde los primeros días de la Iglesia fue costumbre, si no ley, para los obispos, sacerdotes, y todos en las órdenes mayores, observar el celibato.

[Nota del Editor de New Advent: Estudios más recientes han fortalecido el caso para el carácter legendario de la historia de Pafnucio, y su posible origen en los círculos novacianistas. Según Winkelmann (1968), Stickler (1970) y Heid (1997), parece improbable que Pafnucio asistiese al concilio, y mucho menos que diera el discurso que se le atribuye. Vea Christian Cochini, The Apostolic Origins of Priestly Celibacy (San Francisco: Ignatius Press, 1990; edición original en francés, 1981), pp. 24-26, 44-46, 195-200 e índice; y Stefan Heid, Celibacy in the Early Church (Ignatius, 2000, edición original en inglés, 1997), pp. 15-19, 297-305 e índice.]

Segundo período

En la historia del celibato clerical la legislación conciliar marca el segundo período durante el cual la ley tomó una forma definida, tanto en Oriente como en Occidente. La primera sanción en la materia es la del Concilio Español de Elvira (entre 295 y 302) en el canon XXXIII, el cual le imponía el celibato a las tres órdenes mayores del clero: obispos, sacerdotes y diáconos. Si continuaban viviendo con sus esposas y engendraban hijos después de su ordenación, habrían de ser depuestos. Esto parece haber sido el comienzo de la divergencia en este asunto entre Oriente y Occidente. Si podemos confiar en el antedicho relato de Sócrates, en el [[Primer Concilio de Nicea (325) se hizo un intento (tal vez por el obispo Osio, quien había estado también en el de Elvira) para imponer una ley similar a la aprobada en el concilio español. Pero Pafnucio, como hemos visto, argumentó contra ella, y los Padres de Nicea se conformaron con la prohibición expresada en el tercer canon que prohibía mulieres subintroductas. Ningún obispo, sacerdote o diácono tendría a ninguna mujer viviendo con él en la misma casa, a menos que se tratara de su madre, hermana o tía, o en cualquier caso personas contra las que no se pudiera presentar sospecha. Pero el relato de Sócrates, al mismo tiempo indica que no se contemplaba el matrimonio por parte de los que ya eran obispos o sacerdotes; de hecho, se suponía que era contrario a la tradición de la Iglesia.

Esto es además lo que aprendemos por el Concilio de Ancira en Galacia, en 314 (canon X), y de Neo-Cesarea en Capadocia, en 315 (canon I). El último canon prohibía absolutamente a un sacerdote contraer un nuevo matrimonio bajo pena de deposición, el primero le prohibía incluso a un diácono contraer matrimonio, si al momento de su ordenación no hizo ninguna reserva en cuanto al celibato. Suponiendo, sin embargo, que protestó en el momento de que una vida célibe estaba por encima de sus fuerzas, los decretos de Ancira le permitían casarse con posterioridad, como si hubiese recibido tácitamente el permiso del obispo ordenante. Aquí no hay nada que de por sí le prohibiese incluso a un obispo retener a su esposa, si se casaron antes de la ordenación. En este sentido la ley, como se observa en las Iglesias Orientales, se fue elaborando progresivamente más estricta. El Código de Derecho Civil de Justiniano I no le permitía ser consagrado obispo a nadie que tuviese hijos, o incluso sobrinos, por miedo a que el afecto natural pudiese desviar su juicio.

Las Constituciones Apostólicas (c. 400), que formaron el principal factor del derecho canónico de Oriente, no son particularmente rígidas en cuanto al celibato, pero ya fuese a través de la influencia imperial o no, el Concilio in Trullo (692 d.C.) finalmente adoptó una opinión algo más estricta. El celibato en un obispo se volvió un asunto de precepto. Si estaba casado anteriormente, tenía que separarse inmediatamente de su esposa al momento de su consagración. Por otro lado, este concilio, mientras que les prohibía a los sacerdotes, diáconos y subdiáconos tomar esposa después de la ordenación, afirma en términos categóricos su derecho y deber de continuar en las relaciones conyugales con la mujer con la que se había casado anteriormente. Este canon (XIII de Trullo) sigue representando la ley para la gran mayoría de las Iglesias de Oriente, aunque algunas de las comuniones católicas orientales han adoptado la disciplina occidental.

En la cristiandad latina, sin embargo, todo estaba listo para una ley más estricta. Ya hemos hablado del Concilio de Elvira, y esto no parece haber sido una expresión de opinión aislada. "Como regla” señala el obispo Wordsworth desde su punto de vista anti-celibato, "los grandes escritores de los siglos IV y V insistieron en el celibato como el camino más excelente con un énfasis desleal y engañoso que llevó al más grave daño moral y pérdida de poder en la Iglesia." (The Ministry of Grace, 1902, p. 223) Uno podría pensar que esto debe ser considerado para aliviar el papado de alguna de la responsabilidad que los críticos modernos impondrían sobre él a este respecto. A escritores como San Agustín, San Ambrosio, San Jerónimo, San Hilario, etc., difícilmente se les podría describir como actuando en colusión con los supuestos proyectos ambiciosos de la Santa Sede para esclavizar y desnacionalizar al clero local. Si bien es cierto que al final del siglo IV, como podemos aprender de san Ambrosio (De officiis, I, 1), todavía había algunos clérigos casados, sobre todo en los distritos rurales periféricos, muchas de las leyes promulgadas entonces fueron fuertes a favor del celibato.

En un concilio romano celebrado por el Papa San Siricio en el 386 se promulgó un edicto que prohibía que los sacerdotes y diáconos tuviesen relaciones conyugales con sus esposas (Jaffe-Lowenfeld, Regesta, I, 41), y el Papa tomó medidas para que el decreto se ejecutara en España y en otras partes de la cristiandad ( Migne, PL, LVI, 558 y 728). Según aprendemos por los cánones de los diversos sínodos, parece que África y Galia fueron diligentes en el mismo movimiento; y aunque se habla de algún tipo de mitigación de la severidad de la ordenanza de Elvira, al ver que en muchas localidades no se puso en vigor una pena más severa contra los transgresores que la de declararlos incapaces de promoción a cualquier grado superior si tomaban de nuevo a sus esposas, puede muy bien decirse que para la época de San León Magno la ley del celibato era reconocida en general en Occidente.

Con respecto a subdiáconos, de hecho, el caso no estaba claro. Parece que el Papa Siricio (385-398) los clasificó con los acólitos y no les exigió la separación de sus esposas hasta después de la edad de treinta cuando podían ser ordenados diáconos si anteriormente, durante un corto período de prueba, habían demostrado su capacidad para llevar una vida de muy estricta continencia. Escritores como Funk y Wernz consideran que estaban obligados al celibato en la época del Papa León Magno (446). El Concilio de Agde, en la Galia, en el año 506, les prohibió el matrimonio a los subdiáconos, y como los sínodos de Orléans (538) y Tours (567) les prohibía incluso a los ya casados continuar viviendo con sus esposas. Como otros concilios tomaron una línea opuesta, la incertidumbre continuó hasta que el rey Pipino, en 747, le dirigió una pregunta sobre el tema al Papa San Zacarías. Incluso entonces el Papa le dejó a cada localidad, en cierta medida, a sus propias tradiciones, pero decidió claramente que una vez un hombre había recibido el subdiaconado ya no era libre para contraer un nuevo matrimonio. El punto dudoso fue la legalidad de continuar viviendo con su esposa como su marido. Durante esta época merovingia no se insistió en la separación real de los clérigos de las esposas con las que se habían casado antes. Una ley del emperador Honorio (420) prohíbe que se deje a estas esposas desamparadas, e incluso enfatiza en el hecho de que, por su conducta íntegra ellas habían ayudado a sus maridos a ganar esa buena reputación que le había hecho merecedores de la ordenación. Sin embargo, esta convivencia como hermano y hermana no puede haber resultado del todo satisfactoria, a pesar de que tenía a su favor ejemplos tan ilustres como los de San Paulino de Nola, y de Salviniano de Marsella.

En todo caso los sínodos de los siglos VI y VII, en el pleno reconocimiento de la posición de estas ex esposas y concediéndoles incluso la designación formal de obispos, sacerdotisas, diaconisas y subdiaconisas (episcopissa, presbytera, diaconissa, subdiaconissa), establecen algunos reglas muy estrictas para guiar sus relaciones con sus ex maridos. La obispo, por regla general, no vivía en la misma casa con el obispo (véase el Concilio de Tours en 567, can. XIV). Para las categorías inferiores no parece que se haya requerido la separación, aunque el Concilio de Orleans en 541, can. XVII, ordenó: "ut sacerdotes sive diacom cum conjugibus suis non habeant commune lectum et cellulam”; mientras que se pusieron en vigor curiosos reglamentos que requerían la presencia del clero subordinado en el dormitorio del obispo, arcipreste, etc., para evitar toda sospecha de escándalo (véase, por ejemplo, el Concilio de Tours, en 567, cánones XIII y XX). Parece que al comienzo de la época carolingia se hizo bastante para poner las cosas sobre una base más satisfactoria. A esto contribuyó grandemente San Crodegango (antes canciller de Carlos Martel, y después de 742 el obispo de Metz) por su institución de los canónigos. Estos eran clérigos que llevaban una vida en común (vita canonica), de acuerdo a la regla compuesta para ellos por el mismo San Crodegango, pero que al mismo tiempo sus horas de estudio y de oración no les impedía darse a sí mismos como sacerdotes seculares ordinarios a los deberes pastorales del ministerio. Esta institución se desarrolló rápidamente y encontró mucho apoyo. El concilio de Aquisgrán (816) aprobó la Regla de San Crodegango en una forma levemente modificada, y ésta formó la base de los capítulos catedralicios en la mayoría de las diócesis en todos los dominios de Carlomagno.

La influencia tanto de estos canónigos que se dedicaban principalmente a la recitación pública del Oficio, así como de aquellos que vivían con el obispo en el episcopium y se dedicaban a la labor parroquial, parece haber tenido un excelente efecto sobre el estándar general del deber clerical. Por desgracia, casi inmediatamente después de este reavivamiento, vino la Edad del Hierro, ese terrible período de guerra, barbarie y corrupción en las altas esferas que marcó la ruptura del Imperio Carolingio. "La impureza, el adulterio, el sacrilegio y el homicidio han saturado el mundo", dijo el Concilio de Trosly en 909. Las sedes episcopales, según sabemos por una autoridad como el obispo Egberto de Tréveris, fueron dadas como feudos a toscos soldados, y fueron tratadas como propiedad que descendía por derecho hereditario de padres a hijos (Imbert de la Tour, Les elections epics., I, VII; III, IV). Una imagen terrible de la decadencia de la moral clerical y de todo sentido de algo parecido a la vocación se describe en los escritos de San Pedro Damián, en particular en su "Liber Gomorrhianus". El estilo, sin duda, es retórico y exagerado, y su autoridad como testigo ocular no se extiende más allá de ese distrito del norte de Italia, en el que vivía, pero tenemos evidencia de otras fuentes de que la corrupción era generalizada y que pocas partes del mundo no sintieron los efectos de la licencia y la venalidad de los tiempos. ¿Cómo podía ser de otro modo cuando habían entrado a los obispados en todas partes hombres de naturaleza brutal y pasiones desenfrenadas, quienes le daban el peor ejemplo al clero sobre quienes gobernaban? Sin duda, durante este periodo las tradición del celibato sacerdotal en la cristiandad occidental se vio seriamente afectada, pero a pesar de que un gran número de clérigos, no sólo sacerdotes sino también obispos, tomaron abiertamente mujeres y engendraron hijos a los que transmitían sus beneficios, el principio del celibato nunca fue completamente abandonado en las leyes oficiales de la Iglesia.

Con los Papas León IX y Gregorio VII (Hildebrando) y sus sucesores, se hizo una pausa determinada y activa contra la propagación de la corrupción. Durante un tiempo, en algunos distritos donde la interferencia efectiva parecía sin esperanzas, parecería que varios decretos sinodales les permitieron a los clérigos rurales retener las esposas con las que se habían casado previamente. Véase, por ejemplo, los Concilios de Lisieux (1064) (Delisle en el "Journal des Savants", 1901, p. 517), Ruán (1063 y 1072) y Winchester, este último presidida por Lanfranco (1076). En todo esto podemos posiblemente rastrear la influencia personal de Guillermo el Conquistador. Pero a pesar de estas concesiones, la actitud de Gregorio VII se mantuvo firme, y la reforma que consolidó nunca ha sido anulada posteriormente. Su actitud decidida produjo toda una literatura de protesta (vea el Libelli de Lite, 3 vols., en Mon. Germ. Hist.), entre otros la carta "De continentia", que el Dr. H. C. Lea (Celibacy, 1907, I, 171) no se avergüenza incluso ahora de atribuirla a San Ulrico de Augsburgo, aunque todos los eruditos modernos admiten que es una falsificación, preparada más de cien años después de la muerte de San Ulrico. El punto es de importancia porque la evidencia parece demostrar que en esta larga lucha la totalidad de los miembros del clero más eruditos y de más elevados principios se alistó en la causa del celibato.

Los incidentes de la larga campaña final, que se inició de hecho incluso antes de la época del Papa San León IX y duró hasta el Primer Concilio de Letrán en 1123, son demasiado complejos para ser detallados aquí. Cabe señalar, sin embargo, que el ataque se llevó a cabo a lo largo de dos líneas de acción distintas. En primer lugar, se promulgaron incapacidades de todo tipo y en la medida de lo posible se ejecutaron contra las esposas e hijos de los eclesiásticos. Sus descendientes fueron declarados de condición servil, se les privó de recibir las Órdenes Sagradas, y, en particular, incapaces de heredar los beneficios de sus padres. El primer decreto en el que los niños fueron declarados esclavos, propiedad de la Iglesia, y que nunca serían emancipados, parece haber sido un canon del sínodo de Pavía en 1018. Penalidades similares se promulgaron más tarde contra las esposas y concubinas (véase el Sínodo de Melfi, 1189, can. XII), quienes por el hecho mismo de su relación ilegal con un subdiácono o un empleado de mayor rango estaban sujetas a ser capturadas como esclavas por el jefe supremo. Hefele (Conciliengeschichte, V, 195) ve en esta la primera huella del principio de que los matrimonios de los clérigos son ipso facto inválida. Hefele (Concilienge-schichte, V, 195) ve en esto el primer vestigio del principio de que los matrimonios de los clérigos son ipso facto inválidos.

En cuanto a los propios ofensores, el paso más fuerte parece haber sido el adoptado por el Papa Nicolás II en 1059, y con más vigor por Gregorio VII en 1075, que prohibía a tales sacerdotes celebrar la Misa y todas las funciones eclesiásticas, mientras que le prohibía al pueblo participar en las Misas que ellos celebrasen o que admitieran su ministerio mientras se mantuviesen contumaces. En las controversias de esa época, se les llamaba “ idólatras a las Misas celebradas por dicho sacerdotes incontinentes, pero no se debe insistir en esta palabra, como si se intentara insinuar que estos sacerdotes no eran capaces de consagrar válidamente. El término se utilizaba sólo libremente, tal como se le aplicaba también a veces en el mismo período a cualquier clase de homenaje rendido a un antipapa. Además, el texto de una carta de Urbano II (Ep. CCLXXIII) que pone en vigor el decreto establece una excepción para los casos de urgente necesidad, como, por ejemplo, cuando hay que dar la Sagrada Comunión a un moribundo. Por lo tanto, es evidente que la validez de los sacramentos no estaba en discusión cuando consagraba o los administraba un sacerdote casado.

Por último, en el Primer Concilio de Letrán (1123), se aprobó una ley (confirmada más explícitamente en el Segundo Concilio de Letrán, can. VII) que, aunque en sí misma no está muy claramente redactada, se promulgó para declarar inválidos los matrimonios contraídos por subdiáconos o eclesiásticos de cualquiera de las órdenes superiores (contracta quoque matrimonia ab hujusmodi personis disjungi ... judicamus-can. XXI). Se puede decir que esto marca la victoria de la causa del celibato. De ahí en adelante, ante los ojos del derecho canónico, todas las relaciones conyugales por parte del clero en las órdenes sagradas se redujeron a simple concubinato. Tampoco se puede pretender que esta legislación, por así decirlo, con la firma y claros pronunciamientos del Cuarto Concilio de Letrán en 1215, y luego por los del Concilio de Trento, permaneciese por más tiempo como letra muerta. Sin duda hay que reconocer que hubo laxitud en el clero en ciertas épocas y en ciertas localidades, pero los principios del derecho canónico se mantuvieron inamovibles, y a pesar de todas las afirmaciones en lo contrario hechas por asaltantes inescrupulosos del sistema romano, la llamada a una vida de abnegada continencia, por regla general, ha sido respetada por el clero de la cristiandad occidental.

En Inglaterra

Aquí debemos añadir unas pocas palabras en particular sobre la historia del celibato clerical en suelo inglés. Varios escritores anglicanos han presentado puntos de vista muy extremos. Omitiendo al Dr. Lea como muy poco fiable, podemos tomar como ejemplo la siguiente declaración de un escritor más sobrio, el obispo de Salisbury (John Wordsworth). Después de declarar que durante el periodo anglosajón los clérigos ingleses se casaron manifiestamente, añade: "Sería fácil multiplicar la evidencia para la continuación de un clero prácticamente casado en este país hasta el momento de la Reforma. A veces creo que todavía estaban casados legalmente pero en privado, para que sus esposas e hijos pudiesen tener el beneficio de sus propiedades después de su muerte. Pues todos los matrimonios propiamente realizados en Inglaterra eran válidos según el derecho civil, a menos que fuesen anulados por la acción en la Corte del Obispo, hasta la aprobación del Acta del Señor Lyndhurst en 1835, por más que pudiesen ser contrarios a la ley" (Ministry of Grace, p. 236). Sólo se puede decir que esta es una afirmación absolutamente gratuita, no respaldada por ninguna evidencia, y fundada principalmente sobre ese concepto erróneo y extraño, tan bien expuesto en "Roman Canon Law in the Church of England”, del Prof. Maitland, que la ley eclesiástica en Inglaterra difería de, y era independiente de, la jus commune (es decir, el derecho canónico) de la Iglesia Católica. Se puede retar seguramente a los objetores a que produzcan un solo caso durante los siglos XIV y XV en el que un clérigo en las órdenes sagradas realizó la ceremonia del matrimonio con cualquier mujer, o en el que su esposa o los hijos nacidos después de su ordenación reclamaran la herencia sus bienes a su muerte. Por otra parte, las denuncias de todas esas uniones como meros concubinatos son innumerables, y la evidencia para cualquier gran prevalencia de estas conexiones irregulares, a pesar de las exageraciones retóricas de escritores como Gower o Langland, es relativamente leve. Desafortunadamente, casi todas las historias populares más conocidas ("Age of Wiclife” de Trevelyan podría ser citado como un modelo) se escribieron con un fuerte sentimiento anti-romano o anti-sacerdotal, particularmente desastroso en asuntos en los que no puede haber una cuestión de estadísticas comparativas, sino sólo de impresiones generales.

Con respecto al período sajón y angevino, además, un estudio cuidadoso de la evidencia ha convencido al presente escritor de que se ha formado un cálculo muy exagerado de la prevalencia del matrimonio o concubinato entre el clero secular. Hay dos puntos que merecen especial recordación. En primer lugar, que la palabra anglo-sajona preost no significa necesariamente un sacerdote, sino simplemente un clérigo. La palabra común para sacerdote en el sentido de sacerdos, fue maesse-preost. Esto se ignora continuamente, pero la evidencia al respecto es bastante inconfundible y es totalmente admitida en el "Diccionario” de Bosworth-Toller y en la importante monografía, "The Influence of Christianity upon the Vocabulary of Old English" (1902) por el estudioso norteamericano Dr. H. MacGillivray. Para dar un ejemplo, el abad Aelfric escribe: "Gemaenes hades preostum is alyfed ... thaet hi syferlice sincipes brucon" – es decir, "A los clérigos [preostum] de la orden común (es decir, a los clérigos en las órdenes menores) se les permite disfrutar del matrimonio sobriamente.”; y luego continúa: "pero en verdad para los demás que ministran en el altar de Dios, es decir, para los sacerdotes y diáconos (maessepreostum y diaconum), todas las relaciones conyugales están prohibidas" (Aelfric, Homilías). Asimismo, donde Beda dice que San Wilfrido recibió la tonsura, la traducción anglosajona, como en muchos casos similares, lo traduce como “he waes to preost gesceoren”, es decir, fue trasquilado a clérigo (preost). La ordenación de Wilfrido como sacerdote no se realizó hasta varios años después.

Ahora bien, la importancia de esto será apreciada cuando nos encontremos con un conocido historiador que escribe así: "El celibato no era abiertamente practicado por el clero del norte [en la Inglaterra anglosajona]. La ley de los sacerdotes de Northumbria declara: “si un sacerdote abandona a una mujer y toma otra, que sea excomulgado". Un sacerdote, por tanto, podrá tomar una esposa y se apegará a ella sin reproche”. (Hunt, The English Church to the Norman Conquest, 1899, p. 383). Ahora bien, esta pieza de evidencia no es muy concluyente: la palabra preost que se usa aquí, puede o no puede denotar un clérigo en las órdenes sagradas. No tenemos derecho a asumir que se refiere a cualquier otra clase de preost, es decir, clérigo, que aquel en las órdenes menores que siempre estaban libres para casarse. El segundo punto que es igualmente importante recordar es que los clérigos de órdenes menores eran una clase muy numerosa en las épocas de Sajonia, Normandía y Anjou. Para nosotros no hay, prácticamente hablando, ningún clérigo, sino los que están en preparación inmediata para la ordenación al sacerdocio, mientras que ahora esos candidatos desde sus primeros años llevaban una vida aparte del mundo en el aislamiento de los colegios y seminarios.

En la Iglesia medieval las cosas eran muy diferentes. Casi todos los hombres jóvenes con cualquier nivel de educación preferían alistarse en las filas del clero para recibir la tonsura, esperando que en su camino surgiese alguna oportunidad de empleo o de un beneficio. Todavía estaban libres para casarse y, a veces se casaban manifiestamente. Pero a menudo, al parecer, se enredaban en relaciones ambiguas que en el estado de ese entonces de la ley de matrimonio podía fácilmente ser legitimado después, pero que también podía ser repudiado y roto si querían recibir la ordenación.

Todo esto, que hasta cierto punto no era incompatible con la buena fe, por desgracia preparó el camino para las recaídas fáciles en la incontinencia, y generaba una opinión pública en la que no se estimaba el reproche de ser conocido como el hijo de un sacerdote. Sin duda, los hijos de sacerdotes formaban una clase numerosa. Había la tendencia natural a llevarlos también al clero, y sin duda una inmensa cantidad de intrigas, a menudo exitosas, para asegurar su ascenso a los beneficios en manos de sus padres. Pero sería un grave error considerar que todos estos hijos de sacerdotes necesariamente nacieron en flagrante violación de los cánones. La situación era muy complicada, y es imposible pronunciar ninguna opinión sobria sobre sus aspectos morales sin un estudio cuidadoso, por un lado, de las condiciones de la vida social, y en particular de los estudiantes, que en muchos aspectos contradice todos los usos que nos son ya familiares; y en segundo lugar, sin una apreciación de las ambigüedades de la ley de matrimonio, respecto a cuyas dificultades planteadas por la sponsalia de praesenti han sido durante mucho tiempo la desesperación de los canonistas (véase Freisen, Geschichte des kanonischen Eherechts, 2 ª ed., 1893).

Una de las Constituciones del Legado Otón, publicada en 1237, es especialmente ilustrativa a este respecto. Él declara que ha aprendido, de buena fuente, que "muchos clérigos [nótese que no todavía sacerdotes] olvidando la salvación de sus almas, después de haber contraído un matrimonio clandestino, no temen conservar las iglesias (a las que anteriormente fueron nombrados), sin dejar a sus esposas, y adquirir nuevos beneficios eclesiásticos y ser promovidos a las órdenes sagradas contrario a las disposiciones de los sagrados cánones; y finalmente, con el correr del tiempo, luego de haber criado los hijos de esa unión, probar en el momento adecuado, por medio de testigos y documentos, ya sea que ellos estén vivos o muertos, que realmente se había contraído un matrimonio entre las partes". (Wilkins, I, 653.) Para enfrentarse a esto, Otón decretó que cualquier clérigo casado en posesión de un beneficio, pierde todo derecho a él ipso jure; y en segundo lugar, que toda propiedad en manos de dichos clérigos o sacerdotes que se han casado clandestinamente antes de su ascenso a las órdenes sagradas, pasará a manos de la Iglesia y no a ninguno de sus hijos. Pero todo el aspecto jurídico de la cuestión el celibato en Inglaterra puede ser mejor estudiado en las páginas de el "Provinciale" de Lyndewode. (Véase, en particular págs. 16 ss. y 126-130, de la edición estándar de 1679.) La única cosa que Lyndewode clarifica, contraria a la declaración del obispo Wordsworth, citado arriba, es que la Iglesia inglesa del siglo XV se negó a reconocer la existencia de cualquier entidad como "la esposa de un sacerdote". Sólo conocía la concubinae y le negaba a ésta todo derecho legal alguno o cualquier pretensión a la propiedad del socio de su culpabilidad.

Situación hasta 1908

Respecto a la ley del celibato y sus efectos canónicos en la Iglesia Latina en la actualidad (1908), sólo uno o dos puntos pueden ser tocados brevemente. Para los detalles el lector debe referirse a una obra como la de Wernz, "Jus Decretalium", II, 295-321. Como ya se ha dicho, los clérigos en las órdenes menores eran libres de casarse, y por este tipo de matrimonio perdían el privilegia canonis y el privilegia fori sólo en parte, siempre y cuando cumpliesen las condiciones requeridas (cf. Decreta Conc. Trid., Sess XIII, cap. VI); aunque en esa época tal observancia era prácticamente imposible; pero no podían ser promovidos a las órdenes sagradas a menos que se separasen de sus mujeres, e hiciesen un voto de continencia perpetua. Además, si como clérigos poseían cualquier beneficio o pensión eclesiástica, los perdían a la misma vez con el matrimonio, y se volvían incapaces de adquirir ningún beneficio nuevo. Históricamente hubo alguna pequeña variación de la práctica con respecto a los clérigos casados, y las severas medidas adoptadas a ese respecto por el Papa Alejandro III fueron atenuadas posteriormente por Bonifacio VIII y el Concilio de Trento.

En cuanto a los eclesiásticos en las órdenes sagradas (es decir, el subdiaconado y las que siguen), la enseñanza de los teólogos y canonistas por igual, por muchos siglos atrás, ha sido unánime en cuanto a los hechos, aunque ha existido alguna divergencia sobre la forma de explicarlos. Todos concurren en que el subdiácono al presentarse a sí mismo por su propia voluntad para la ordenación se obliga por un voto de castidad tácito (véase Wernz, IV, n. 393), y que esto aún constituye un impedimento dirimente en función de cualquier matrimonio posterior. La idea de este votum annexum parece remontarse en una u otra forma ya para la época de Gregorio el Grande. Aunque la oposición a la ley del celibato a menudo tomó la forma de agitación abierta, tanto en la Alta Edad Media y de nuevo en el período de la Reforma, sólo un movimiento de esos llama la atención en los tiempos modernos. Se trata de una asociación constituida principalmente en Würtemberg y Baden en la primera parte del siglo XIX para defender la mitigación o la derogación de la ley del celibato. La agitación fue condenada por una encíclica del Papa Gregorio XVI (15 de agosto de 1832) y no parece haber resultado más ningún daño permanente que la publicación de una cierta cantidad de literatura desafecta, tal como la pretenciosa, pero muy sesgada e inexacta obra sobre el celibato compulsorio, escrita por los hermanos Theiner, un libro que fue a la vez prohibido por la autoridad y repudiado por Augustin Theiner antes de reconciliarse con la Iglesia (vea la bibliografía).

Ley del celibato en las Iglesias Orientales

Ya se dijo arriba algo sobre este tema, y se ha establecido el principio general de que en las Iglesias Orientales los diáconos y sacerdotes son libres de retener a las esposas con las que se habían casado antes de la ordenación, pero se no se les permite contraer cualquier nuevo matrimonio una vez que son ordenados. Aquí se deben añadir algunos detalles sobre la práctica de las diversas Iglesias, tomando primero las comuniones cismáticas y luego las unidas a la Santa Sede.

En las Iglesias Griegas que reconocen la jurisdicción de los patriarcas cismáticos de Constantinopla, Alejandría, etc., los lectores y cantores, que son clérigos de las órdenes menores, siguen siendo libres para casarse, pero si contraen un segundo matrimonio no pueden ser promovidos a un grado más alto, y si son culpables de incontinencia con cualquier otra persona o si se casan por tercera vez, ya no se les permite ejercer sus funciones. Parece que a los subdiácono se les permite casarse por segunda vez sin ser depuestos, pero en ese caso no pueden ser promovidos al sacerdocio. De nuevo, un sacerdote que antes de su ordenación contrajo un matrimonio ilegal, incluso sin darse cuenta, cuando se descubre el hecho, ya no se le permite el ejercicio de sus funciones sacerdotales. A los sacerdotes y a los diáconos se les ordena practicar la continencia durante el tiempo de su servicio del altar. En 1897 parece haber habido 4,025 parroquias en Grecia, las cuales eran atendidas por 5423 sacerdotes casados y 242 solteros.

En la Iglesia rusa, aunque un matrimonio previo parece ser, en términos prácticos, la condición sine qua non para la ordenación en el caso del clero secular, aun así sus canonistas niegan que ésta sea una obligación estricta. El candidato a las órdenes debe estar o ya casado o debe declarar formalmente su intención de permanecer célibe. Cualquier intento de matrimonio después de la recepción del subdiaconado es inválido y el eclesiástico infractor se expone a severas sanciones. Además, constituye una descalificación para la ordenación el estar ya casado, o haberse casado con una viuda o el contraer cualquier otro matrimonio que suponga una violación de los cánones ---por ejemplo, con un familiar cercano, un incrédulo, o una persona de carácter notoriamente relajado, por ejemplo, una actriz. Anteriormente al sacerdote que perdía a su mujer se le obligaba a retirarse a un monasterio. Todavía estaba en libertad de hacerlo y de esta manera podía cualificar para funciones superiores, por ejemplo, para el episcopado, etc., ya que las Iglesias griega y rusa se seleccionaba a los obispos del clero monacal. Desde principios del siglo XVIII, los sacerdotes viudos ya no están obligados a retirarse a los monasterios, pero necesitan el permiso del Sínodo para continuar desempeñando sus funciones parroquiales.

En la Iglesia de Armenia, de nuevo, los clérigos de órdenes menores siguen siendo libres para contraer matrimonio y tal matrimonio es una condición necesaria para la ordenación al sacerdocio secular simple. Además de los monjes y el clero ordinario, la Iglesia de Armenia reconoce una clase de Vartapeds, o predicadores, que son sacerdotes célibes de educación superior, y por lo general se escoge a los obispos y al alto clero de entre sus filas. Sólo por excepción se elige a un monje para el episcopado.

Entre los nestorianos no se honra tanto el celibato como entre la mayoría de las Iglesias Orientales. Los sacerdotes y diáconos pueden casarse, incluso después de la ordenación, y si su mujer muriese, pueden casarse con una segunda o incluso una tercera vez. Sin embargo, los obispos están obligados a vivir como célibes, aunque esto no parece haber sido el caso anteriormente.

Los coptos y los monofisitas de Abisinia se asemejan a la Iglesia Griega en sus leyes sobre el matrimonio clerical. El matrimonio contraído después de la recepción de las órdenes sagradas, o cualquier otro segundo matrimonio, implica la deposición. Todos los obispos coptos son escogidos de entre el clero monacal. Entre los jacobitas de Siria prevalecen normas similares. Por regla general, se elige a los obispos de entre los monjes y a un sacerdote que se queda viudo se le prohíbe casarse de nuevo. Sin embargo, si se casa, el matrimonio se considerará válido, aunque se le privará de sus funciones clericales.

Pasando ahora a las Iglesias Orientales en comunión con la Santa Sede, cabe señalar que, como principio general, los clérigos casados son elegibles para el subdiaconado, diaconado y sacerdocio. Al igual que en la Iglesia de Rusia, deben estar casados, de conformidad con los cánones (es decir, no con una viuda, etc.) o bien como paso previo a la ordenación se les pregunta si prometen observar la castidad. El reconocimiento pleno del derecho de los clérigos orientales para retener a sus esposas se encuentran en la Constitución del Papa Benedicto XIV, "Etsi pastoralis", 26 de mayo de 1742. Sin embargo, ha habido un fuerte movimiento entre las Iglesias católicas orientales favoreciendo la conformidad con la cristiandad occidental en materia del celibato. Por ejemplo, la Iglesia Armenia dependiente del Patriarca de Cilicia, ya para julio de 1869, aprobó una resolución en la que el celibato debe ser obligatorio para todos las órdenes mayores del clero. De nuevo el Sínodo de Scharfa en Siria (1888) decretó que "la vida célibe, que ya observa la gran mayoría de los sacerdotes de nuestra Iglesia, a partir de ahora debe ser común a todos", aunque a los diáconos y sacerdotes que ya estaban casados se les permitía continuar como antes, y aunque al patriarca se le dejó un cierto poder de dispensación en casos de necesidad. Del mismo modo, en 1898 un sínodo de los coptos católicos en Alejandría decretó que en adelante todos los candidatos a cualquiera de las órdenes superiores debía ser célibe ", según la antigua disciplina de la Iglesia de Alejandría y las otras Iglesias de Dios".

Celibato sacerdotal en el debate teológico actual

Celibato sacerdotal en el debate teológico actual.


Fuente: Thurston, Herbert. "Celibacy of the Clergy." The Catholic Encyclopedia. Vol. 3. New York: Robert Appleton Company, 1908. <http://www.newadvent.org/cathen/03481a.htm>.

Traducido por Luz María Hernández Medina