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Miércoles, 30 de octubre de 2024

Papa Beato Urbano II

De Enciclopedia Católica

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(Otho, Otto u Odo de Lagery), 1042-1099, nacido de una familia de caballeros en Châtillon-sur-Mame, provincia de Champagne, alrededor de 1042; muerto el 29 de julio de 1099. Bajo la dirección de San Bruno (posteriormente fundador de los cartujos), Otto estudió en Reims, donde más tarde llegó a ser canónigo y archidiácono. Alrededor de 1070 se retiró a Cluny y allí profesó bajo el gran abad San Hugo. Después de ocupar el cargo de prior fue enviado por San Hugo a Roma como uno de los monjes solicitados por Gregorio VII, y fue de gran ayuda para Gregorio en la difícil tarea de reformar la Iglesia. En 1078 se convirtió en Cardenal Obispo de Ostia y consejero y asistente principal de Gregorio.

Durante los años 1082 a 1085 fue legado papal en Francia y Alemania. Mientras regresaba a Roma en 1083 fue hecho prisionero por el Emperador Enrique IV, pero fue pronto liberado. Mientras estuvo en Sajonia (1084-1085) llenó muchas de las sedes vacantes con hombres leales a Gregorio y depuso a quienes el papa había condenado. Celebró un gran sínodo en Quedlimburgo, Sajonia, en el cual el antipapa Guiberto de Ravenna y sus partidarios fueron anatematizados de nombre. Víctor III ya había sido elegido cuando Otto regresó a Roma en 1085. Otto parece haberse opuesto a Víctor al comienzo, no por alguna animosidad o carencia de buena voluntad, sino porque él juzgaba mejor, y crítico a la vez, que Víctor renunciara al honor que no deseaba retener. Después de la muerte de Víctor se envió una citación a tantos obispos del grupo de Gregorio como fue posible para asistir a una reunión en Terracina. Se dio a conocer en este encuentro que Otto había sido sugerido por Gregorio y Víctor como su sucesor. Por consiguiente, el 12 de marzo de 1088, fue elegido por unanimidad, tomando el título de Urbano II. Su primer acto fue proclamar al mundo su elección y exhortar a los príncipes y obispos que habían sido leales a Gregorio para continuar en su fidelidad: Otto declaró su intención de seguir la política y el ejemplo de su gran predecesor —“todo lo que él rechazaba, yo lo rechazo, lo que él condenaba, yo lo condeno, lo que él amaba, yo lo abrazo, lo que él consideraba como Católico, yo lo confirmo y apruebo”.

Fue una tarea difícil la que afrontó el nuevo papa. La entrada a Roma era imposible. Los Normandos, con quienes, junto con Matilda, sólo podía contar, estaban ocupados en una guerra civil. Antes de que pudiera hacerse cualquier cosa, Roger y Bohemund debían reconciliarse y para efectuar esto, el papa partió para Sicilia. Se reunió con Roger en Troina, pero la historia no dice nada sobre lo que ocurrió entre ellos. El año siguiente, sin embargo, hubo paz entre los dos príncipes, y la primera entrada de Urbano en Roma en noviembre de 1088, según afirman algunos, se hizo posible gracias a las tropas Normandas. Su difícil situación en Roma era verdaderamente lamentable; toda la ciudad estaba prácticamente en manos del antipapa, y Urbano tuvo que refugiarse en la Isla de San Bartolomé, siendo resguardado el acceso por Pierleone, quien había convertido el teatro de Marcelo en la ribera izquierda del río en una fortaleza. En Alemania no se contemplaba la perspectiva de ofrecer esperanzas de triunfo del grupo papal; sus partidarios más fieles en el episcopado habían muerto, y Enrique estaba ganando terreno continuamente. En medio de la pobreza y escasez de su miserable refugio, Urbano dictó sentencia de excomunión contra el emperador e igualmente el antipapa. Guiberto replicó realizando un sínodo en San Pedro antes del cual citó a Urbano a asistir. Las tropas del papa y el antipapa se trabaron en un combate desesperado que duró tres días; Guiberto fue sacado de la ciudad, y Urbano entró triunfante a San Pedro. Ahora estaba decidido a unir a sus seguidores en Italia y Alemania. La Condesa Matilda había perdido su primer esposo, Godofedo de Lorraine. Ahora era ya de edad avanzada, pero esto no evitó su matrimonio con el Conde Welf de Baviera, un joven de dieciocho años, cuyo padre, El Duque de Welf IV de Baviera, estaba en armas contra Enrique. Urbano encaminó de nuevo sus pasos hacia el sur. En el otoño de 1089, setenta obispos se reunieron con él en el sínodo de Melfi, donde se promulgaron decretos contra la simonía y el matrimonio clerical. En diciembre regresó a Roma, pero no antes de haber construido una paz duradera entre Roger y Bohemund, y de recibir su completa lealtad. Los volubles Romanos habían de nuevo renunciado a él ante las noticias del éxito de Enrique contra Matilda en el norte de italia, y habían llamado a Guiberto de regreso a la ciudad. Este celebraba la Navidad en San Pedro mientras Urbano lo anatematizaba desde extramuros.

Por tres años Urbano fue obligado a vagar en el exilio por el sur de italia. Pasó el tiempo celebrando concilios y mejorando el carácter de la disciplina eclesiástica. Mientras tanto Enrique por fin sufrió una represión de las fuerzas de Matilda en Canossa, la misma fortaleza que había presenciado su humillación ante Gregorio. Su hijo Conrado, aterrorizado, se dice, ante la depravación de su padre, y rehusando convertirse en su socio en el pecado, huyó al bando de Matilda y Welf. La Liga Lombarda – Milán, Lodi, Piacenza y Cremona – lo recibió con gusto y fue coronado rey en Milán, el centro del poder imperial en Italia. El camino estaba ahora despejado para el ingreso de Urbano en Roma, pero todavía los partidarios de Guiberto mantenían las posiciones fuertes de la ciudad. Esta vez el papa fijó su residencia en la fortaleza de los Frangipani, una familia que le había permanecido leal y que había establecido una posición defensiva bajo el Palatino cerca a la Iglesia de Santa María Nuova. Su situación era lastimosa, pues tenía que depender de la caridad y ya estaba lleno de deudas. Un abad francés, Gregorio de Vendôme, sabiendo de la difícil situación de Urbano, corrió rápidamente a Roma “que podría convertirse en partícipe de sus padecimientos y trabajo y mitigar su necesidad”. En retribución por esto fue erigido Cardenal Diácono de Santa Prisca. Un poco antes de la Pascua de 1094, el gobernador del palacio de Letrán ofreció cederlo a Urbano mediante el pago de una gran suma de dinero. Gregorio de Vendôme suministró este dinero vendiendo ciertas posesiones de su monasterio; Urbano ingresó al Lateranense a tiempo para la solemnidad pascual, y se sentó por primera vez en el trono papal justo seis años después de su elección en Terracina.

Pero no era época para permanecer largo tiempo en Roma. La causa de Enrique estaba constantemente volviéndose más débil, y Urbano corrió al norte para celebrar un concilio en Piacenza con intereses de paz y reforma. La infortunada Praxedis, segunda esposa de Enrique, había sufrido injusticias que eran ahora la propiedad común de los Cristianos. Su causa fue escuchada, sin tratar Enrique de defenderse. Ella fue públicamente declarada inocente y absuelta de toda censura. Luego se trató el caso de Felipe de Francia, quien había repudiado a su esposa Bertha y se había desposado con Bertrada, la esposa de Fulk de Anjou. Varios obispos habían reconocido la unión, pero el Arzobispo Hugo de Lyon había tenido el valor de excomulgar a Felipe por adulterio. Tanto el rey como el arzobispo fueron convocados al concilio, y ambos fallaron a la cita. A Felipe le fue concedida una prórroga adicional, pero Hugo fue suspendido de su cargo. En este concilio Urbano pudo empezar a hablar del tema de las Cruzadas. El Emperador de Oriente, Alexius I, había enviado una embajada al papa en busca de ayuda contra los Turcos Seljuk quienes eran una seria amenaza para el Imperio de Constantinopla. Urbano tuvo éxito en inducir a muchos de los presentes a prometer ayuda para Alexius, pero no fue tomada ninguna acción definitiva por parte de él hasta pocos meses más tarde, cuando convocó el más famoso de sus concilios, el de Clermont en Auvergne. El concilio se reunió en noviembre de 1095; trece arzobispos, doscientos treinta y cinco obispos, y más de noventa abades respondieron a la citación del papa. El sínodo se reunió en la Iglesia de Notre-Dame du Port y comenzó reiterando lo Decretos Gregorianos contra la simonía, la investidura y el matrimonio clerical. La sentencia que durante algunos meses había estado amenazando a Felipe de Francia, se puso ahora en acción contra él, y fue excomulgado por adulterio. Luego se discutió el candente asunto del Oriente. La recepción de Urbano en Francia había sido muy entusiasta, y el entusiasmo por la Cruzada se había difundido en cuanto el papa viajó allí desde Italia. Miles de nobles y caballeros se habían reunido para el concilio. Se decidió que un ejército de caballería e infantería marcharía a rescatar de los Sarracenos a Jerusalén y las Iglesias de Asia. Se concedió indulgencia plenaria a todos los que emprendieran el viaje pro sola devotione, y para ayudar más al movimiento, se ofreció la Tregua de Dios, y los bienes de aquellos que habían tomado la cruz serían vistos como sagrados. Aquellos que fueran incapaces para la expedición eran vedados para emprenderla, y los fieles eran exhortados a tomar el consejo de sus obispos y sacerdotes antes de ponerse en marcha. Saliendo al frente de la iglesia, el papa se dirigió a la inmensa multitud. Utilizó al máximo sus maravillosos dones de elocuencia, describiendo la cautividad de la Ciudad Sagrada donde Cristo había sufrido y muerto –“Déjenlos volver sus armas goteantes con la sangre de sus hermanos contra los enemigos de la Fe Cristiana. Déjenlos – opresores de huérfanos y viudas, asesinos y violadores de iglesias, ladrones de la propiedad de otros, buitres atraídos por el olor del combate – déjenlos precipitarse, si aman sus almas, al rescate de Sion, bajo el mando de su capitán, Cristo.”- Cuando el papa dejó de hablar un poderoso grito de Deus lo volt brotó de la multitud. Sus más optimistas esperanzas no habían anticipado tal entusiasmo como el que ahora prevalecía. Se le trató de persuadir reiteradamente a dirigir personalmente la Cruzada, pero él designó a Ademar, Obispo de Le Puy, en su lugar, y dejando Clermont viajó en Francia de ciudad en ciudad predicando la Cruzada. Se enviaron cartas a los obispos que no habían podido asistir al concilio, y se enviaron predicadores por toda Europa para despertar entusiasmo. En toda forma posible Urbano animó al pueblo a tomar la cruz, y no dispensaba fácilmente de sus obligaciones a aquellos que se habían eximido por sí mismos de emprender la expedición.

En marzo de 1096 el papa celebró un sínodo en Tours y confirmó la excomunión del rey francés, el cual ciertos miembros del episcopado francés habían intentado remover. En julio de 1096, el rey, habiendo despedido a Bertrada, fue absuelto por Urbano en un sínodo celebrado en Nimes, pero habiendo reincidido, fue nuevamente excomulgado por el legado del papa en 1097. Algunos de los más grandes prelados de Francia debían ahora someterse al papa, estando entre ellos el Arzobispo de Viena, quien había rehusado atenerse a la decisión papal considerando la jurisdicción del Obispo de Grenoble, y el Arzobispo de Sens, quien había rehusado reconocer al Arzobispo de Lyons como legado papal. Después de un triunfal progreso a través de Francia, Urbano regresó a Italia. En su camino a Roma se encontró en Lucca con los príncipes cruzados, y otorgó el estandarte de San Pedro sobre Hugo de Vermandois. Algunos afirman que este ejército cruzado hizo posible a Urbano entrar en Roma, la cual en este momento estaba de nuevo ocupada por el antipapa. Si esto fue así, de acuerdo con el relato de un testigo ocular, el ingreso parece haberse efectuado sin combate. Sin duda la presencia de tropas bien disciplinadas, bajo los más distinguidos caballeros de la Cristiandad, infundió terror en los fieros partidarios de Guiberto. Pero el triunfo final de Urbano sobre el “imbecile”, estaba ahora asegurado. Italia central y del norte estaban bajo el poder de Matilda y Conrado, y Enrique fue finalmente obligado a abandonar Italia. Se celebró un concilio en el Lateranense en 1097, y antes de finalizar el año, Urbano pudo ir nuevamente al sur para solicitar ayuda de los Normandos para facilitarle recuperar el Castillo de San Angelo. El castillo capituló en aosto de 1098. Ahora pudo disfrutar de un breve período de reposo después de una vida de incesante actividad y feroz contienda, que lo había llevado al exilio y la penuria. Su amistad con los Normandos se fortaleció por la designación del Conde Roger como legado papal en Sicilia, donde la Iglesia había sido casi barrida por los Sarracenos; el antipapa estaba dentro de su Arzobispado de Ravenna, y el poder de Enrique, aunque fortalecido por el Conde Welf, quien había abandonado a Matilda, no era suficientemente fuerte para seguir siendo una amenaza seria.

En otubre de 1098, el papa celebró un concilio en Bari con la intención de reconciliar a los Griegos con los Latinos sobre el problema del filioque (Nota del Traductor: Fórmula adicionada al Credo de Nicea en el Concilio de Toledo en 589: “Creo en el Espíritu Santo que procede del Padre y del Hijo” - Credo in Spiritum Sanctum qui ex patre filioque procedit) ciento ochenta obispos asistieron, entre los cuales estaba San Anselmo de Canterbury, quien había huido hacia Urbano para colocar ante él sus quejas contra el Rey Rojo. El final de Noviembre vio de nuevo al papa en Roma; ese fue su regreso final a la ciudad. Aquí celebró su último concilio en Abril de 1099. Una vez más elevó su elocuente voz en medio de las Cruzadas, y muchos respondieron a su llamado. En julio 15 de 1099, Jerusalén cayó ante el ataque de los cruzados, pero Urbano no vivió para escuchar las nuevas. Murió en la casa de Pierleone que tan a menudo le había brindado refugio. Sus restos no pudieron ser sepultados en la Lateranense porque los seguidores de Guiberto aún permanecían en la ciudad, sino que fueron llevados a la cripta de San Pedro donde fueron enterrados cerca a la tumba de Adriano I. Guiberto de Nogent asegura que se obraron milagros en la tumba de Urbano, quien figura como santo en muchos de los Martirologios. Así parece haber existido un culto de Urbano II desde el momento de su muerte, aunque su fiesta (julio 29) nunca ha sido extendida a la Iglesia Universal. Entre las figuras pintadas en el ábside del oratorio construido por Calixto II en la Palacio de Letrán está la de Urbano II con las palabras sanctus Urbanus secundus debajo de ella. La cabeza está coronada por una nube cuadrada, y el papa es representado a los pies de Nuestra Señora. El acto formal de beatificación no tuvo lugar hasta el pontificado de León XIII. La causa fue presentada por Monseñor Langenieux, Arzobispo de Reims en 1878, y después de haber pasado por varias instancias la decisión fue tomada por León XIII el 14 de julio de 1881.

R. URBAN BUTLER Transcrito por Carol Kerstner Traducido del Inglés por Daniel Reyes V.