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Miércoles, 18 de diciembre de 2024

Napoleón I

De Enciclopedia Católica

Revisión de 21:08 20 ago 2021 por Luz María Hernández Medina (Discusión | contribuciones) (Liberación del Papa; Fin del Imperio)

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SU VIDA

Napoleón I (Bonaparte) fue emperador de los franceses, segundo hijo de Carlos María Bonaparte y Maria Lætitia Ramolino; nació en Ajaccio, en Córcega, el 15 de agosto de 1769; murió en la Isla de Santa Helena el 5 de mayo de 1821. Pasó su infancia en Córcega; a finales del año 1778 ingresó en al colegio de Autun; en 1779 a la escuela militar de Brienne y en 1783 a la escuela militar de París.

En 1785, cuando estaba en la guarnición de Valence, como teniente, ocupaba su tiempo libre en investigaciones sobre la historia de Córcega y leyó a muchos de los filósofos de su tiempo, en particular a Rousseau. Estos estudios lo dejaron apegado a una especie de deísmo, un admirador de la personalidad de Cristo, un extraño a todas las prácticas religiosas y que respiraba un desafío contra el "sacerdotalismo" y la "teocracia". Su actitud bajo la Revolución fue la de un ciudadano devoto de las nuevas ideas, en testimonio de lo cual tenemos su carta de amonestación, escrita en 1790, a Battafuoco, diputado de la nobleza corsa, a quien los "patriotas" consideraban un traidor, y también una obra publicada por Bonaparte en 1793, "Le Souperde Beaucaire", en la que se pone del lado de la Montaña en la Convención contra las tendencias federalistas de los girondinos.

Su genio militar se reveló en diciembre de 1793, cuando tenía veinticuatro años, en su reconquista de Toulon de manos de los ingleses. Fue nombrado general de brigada de artillería el 20 de diciembre, y en 1794 contribuyó a las victorias de Masséna en Italia. Las sospechas políticas suscitadas por su amistad con el joven Robespierre después del noveno termidor del año III (27 de julio de 1794), las intrigas que lo llevaron a ser retirado de la frontera italiana y enviado a comandar una brigada contra los vendeanos en el oeste, y la mala salud, que utilizó como pretexto para rechazar este puesto y permanecer en París, casi le ponen fin a su carrera. Contempló dejar Francia para tomar el mando de la artillería del sultán; pero en 1795, cuando la Convención se vio amenazada, Bonaparte fue seleccionado para el deber de arrojar metralla sobre sus enemigos desde la plataforma de la iglesia de San Roque (13 Vendémiaire, Año IV). Mostró gran moderación en su hora de victoria y logró ganarse a la vez la gratitud de la Convención y la estima de sus enemigos.

CAMPAÑAS

Campaña en Italia

El 8 de marzo de 1798 contrajo matrimonio civil con la viuda de Alexandre de Beauharnais, Marie Joséphine Rose Tascher de la Pagerie, nacida en Martinica, en 1763, de una familia perteneciente a la vecindad de Blois. En el mismo mes, Napoleón partió hacia Italia, donde el Directorio, impulsado por Carnot, lo había designado comandante en jefe contra la Primera Coalición. La victoria de Montenotte, sobre los austriacos comandados por Beaulieu, y las de Millesimo, Dego, Ceva y Mondovì, sobre las tropas piamontesas de Colle, obligó a Víctor Amadeo, rey de Cerdeña, a concluir el armisticio de Cherasco (28 abril 1796). Deseando efectuar una unión en el Danubio con el ejército del Rin, Bonaparte dedicó el mes de mayo siguiente a conducir a Beaulieu a través del norte de Italia, y logró empujarlo de regreso al Tirol. El 7 de mayo el Directorio le ordenó dejar la mitad de sus tropas en Lombardía, bajo el mando de Kellermann, y marchar con la otra mitad contra Livorno, Roma y Nápoles. No dispuesto a compartir la gloria con Kellermann, Bonaparte respondió presentando su renuncia, y no se insistió en la orden.

En una proclama a sus soldados (20 mayo 1796) declaró su intención de llevarlos a las orillas del Tíber para castigar a quienes habían "afilado los puñales de la guerra civil en Francia" y "asesinado vilmente" a Basseville, el ministro francés, para "restablecer el Capitolio, colocar allí en honor las estatuas de héroes que se habían hecho famosos", y "despertar al pueblo romano entumecido por muchos siglos de servidumbre". En junio entró en la Romaña, apareció en Bolonia y Ferrara y tomó prisioneros a varios prelados. La corte de Roma exigió un armisticio, y Bonaparte lo concedió, ya que no estaba ansioso por esta guerra contra la Santa Sede. La Paz de Bolonia (23 junio 1796) obligó a la Santa Sede a ceder Bolonia y Ferrara a la ocupación francesa, a pagar veintiún millones de francos, a entregar 100 cuadros, 500 manuscritos y los bustos de Junio y Marco Bruto. El Directorio consideró estos términos demasiado fáciles, y cuando un prelado fue enviado a París para negociar el tratado, se le dijo que como condición indispensable para la paz, Pío VI debía revocar los breves relativos a la constitución civil del clero y a la Inquisición. El Papa se negó y las negociaciones se interrumpieron; volvieron a fracasar en Florencia, donde se había intentado renovarlas.

Durante estas conversaciones preliminares entre París y Roma, Bonaparte repelió los repetidos esfuerzos del austríaco Wurmser por reconquistar Lombardía. Entre el 1 y el 5 de agosto, Wurmser fue derrotado dos veces en Lonato y nuevamente en Castiglione; entre el 8 y el 15 de septiembre, las batallas de Roveredo, Primolano, Bassano y San Giorgio obligaron a Wurmser a refugiarse en Mantua, y el 16 de octubre Bonaparte creó la República de Cispadan a expensas del Ducado de Módena y de las Legaciones, que eran territorio pontificio. Luego, el 24 de octubre, invitó a Cacault, el ministro francés en Roma, a reabrir las negociaciones con Pío VI "para atrapar al viejo zorro"; pero el 28 de octubre escribió al mismo Cacault: "Puedes asegurarle al Papa que siempre me he opuesto al tratado que le ha ofrecido el Directorio, y sobre todo a la forma de negociarlo. Tengo más ambición de ser llamado el preservador que el destructor de la Santa Sede. Si son sensatos en Roma, aprovecharemos para dar paz a esa hermosa parte del mundo y calmar los temores conscientes de mucha gente". Mientras tanto, la llegada a Venecia de las tropas austríacas, bajo el mando de Alvinzi, hizo que el cardenal Busca, secretario de estado del Papa, acelerara la conclusión de una alianza entre la Santa Sede y la corte de Viena, de lo cual se enteró Napoleón a través de cartas interceptadas. Sus victorias en Arcoli (17 nov. 1796) y Rivoli (14 enero 1797) y la capitulación de Mantua (2 feb. 1797), pusieron todo el norte de Italia en sus manos, y en la primavera de 1797 los Estados Pontificios estuvieron a su merced.

El Directorio le envió feroces instrucciones. "La religión romana", escribieron, "siempre será el enemigo irreconciliable de la República, primero por su esencia, y luego, porque sus servidores y ministros nunca perdonarán los golpes que la República ha dirigido a la fortuna y el prestigio de algunos y los prejuicios y hábitos de los demás. El Directorio le pide que haga todo lo que estime posible, sin reavivar la antorcha del fanatismo, para destruir el gobierno pontificio, ya sea poniendo a Roma bajo algún otro poder o —lo que sería aún mejor— "estableciendo alguna forma de autogobierno que haría odioso el yugo de los sacerdotes". Pero en el mismo momento en que Bonaparte recibió estas instrucciones supo, por su correspondencia privada, que se estaba iniciando un despertar católico en Francia. Clarke le escribió: "Hemos vuelto a ser católicos romanos en Francia", y le explicó que en poco tiempo la ayuda del Papa podría ser necesaria para hacer que los sacerdotes de Francia aceptasen el estado de cosas resultante de la Revolución.

Consideraciones como éstas debieron de impresionar a un estadista como Bonaparte, quien, además, para esa época dijo a los párrocos de Milán: "Una sociedad sin religión es como un barco sin brújula; sin religión no hay buena moral”. Y en febrero de 1797, cuando entró a los Estados Pontificios con sus tropas, prohibió cualquier insulto a la religión y mostró bondad a los sacerdotes y a los monjes, incluso a los eclesiásticos franceses que se habían refugiado en territorio pontificio, y a quienes podía mandar a fusilar como emigrados. Se contentó con recaudar muchísimas contribuciones y con poner las manos en el tesoro de la Santa Casa de Loreto. Los primeros avances de Pío VI hacia su "querido hijo el general Bonaparte" se encontraron con la declaración de Bonaparte de que estaba dispuesto a tratar. "Estoy tratando con esta chusma de sacerdotes [cette prêtraille], y por esta vez San Pedro salvará nuevamente el Capitolio", escribió a Joubert el 17 de febrero de 1797.

La Paz de Tolentino se negoció el 19 de febrero; la Santa Sede entregó las Legaciones de Bolonia, Ferrara y Rávena, y reconoció la anexión a Francia de Aviñón y el Comtat Venaissin. Pero Bonaparte se había cuidado de no infringir el poder espiritual y no había exigido a Pío VI la retirada de aquellos Breves ofensivos para el Directorio. Tan pronto como se firmó el tratado, escribió a Pío VI para expresarle "su perfecta estima y veneración". Por otro lado, sintiendo que el Directorio estaría disgustado, le escribió: "Mi opinión es que Roma, una vez privada de Bolonia, Ferrara, la Romaña y los treinta millones que le estamos quitando, ya no podrá existir. La vieja máquina se hará pedazos por sí sola". Y propuso que el Directorio debía tomar las medidas necesarias con el Papa con respecto a la situación religiosa en Francia.

Luego, con una rapidez jadeante volvió a los Alpes y, asistido por Joubert, Masséna y Bernadotte, infligió al Archiduque Carlos una serie de derrotas que obligaron a Austria a firmar los preliminares de Leoben (18 abril 1797). En mayo transformó Génova en la República de Liguria; en octubre impuso al archiduque el Tratado de Campo Formio, por el cual Francia obtuvo Bélgica, el país del Rin con Maguncia y las Islas Jónicas, mientras que Venecia quedó sujeta a Austria. El Directorio le halló defectos a esta última estipulación; pero Bonaparte ya había llegado al punto en que podía actuar con independencia y poco le importaba lo que pudieran pensar los políticos de París. Lo mismo sucedió con su política religiosa: ahora comenzó a pensar en invocar la ayuda del Papa para restaurar la paz en Francia. Una nota que dirigió a la Corte de Roma (3 agosto 1797) fue concebida en estos términos: "El Papa tal vez considerará digno de su sabiduría, de la más santa de las religiones, ejecutar una bula u ordenanza que ordene a los sacerdotes predicar la obediencia al Gobierno, y a hacer todo lo que esté a su alcance para fortalecer la constitución establecida. Después del primer paso, sería útil saber qué otros se podrían tomar para reconciliar a los sacerdotes constitucionales con los no constitucionales".

Mientras Bonaparte se expresaba así, los Consejos de los Quinientos y los Ancianos aprobaban una ley para revocar, amnistiar y restaurar sus derechos civiles y políticos a los sacerdotes que se habían negado a prestar juramento de la Constitución Civil del Clero. Pero los directores Barrès, Rewbell y Lareveillère Lépeaux, considerando que este acto ponía en peligro la República, contrataron al general Augereau, lugarteniente de Bonaparte, para llevar a cabo el golpe de Estado del 18 Fructidor contra los Consejos (4 sept. 1797), y Francia fue una vez más presa de una política jacobina y anticatólica. Estos hechos hicieron eco inmediatamente en Roma, donde José Bonaparte, hermano del general y embajador del Directorio, fue invitado por este último a favorecer al Partido Revolucionario. Surgieron disturbios: el general Duphot fue asesinado en la casa de José Bonaparte (28 dic. 1797), y el Directorio exigió satisfacción a la Santa Sede. El general Bonaparte acababa de regresar a París, donde aparentemente se limitó a sus funciones como miembro del Instituto (Sección Científica). No deseaba en modo alguno encabezar la expedición contra Roma, que proyectaba el Directorio, y se contentó con dar a Berthier, quien la mandaba, ciertas instrucciones a distancia. Para esta expedición para la entrada de Berthier en Roma y la proclamación de la República Romana (10-15 feb. 1798), y para el cautiverio de Pío VI, quien fue llevado prisionero a Valence, vea PAPA PÍO VI.

Campaña en Egipto

Mientras estaba en París, Bonaparte indujo al Directorio a que asumiera el plan de una expedición a Egipto. Su objetivo era convertir el Mediterráneo en un lago francés, mediante la conquista de Malta y el valle del Nilo, y amenazar a Inglaterra rumbo a la India. Se embarcó el 19 de mayo de 1798. La toma de Malta (10 de junio), de Alejandría (2 de julio), la batalla de las pirámides (21 de julio), le dieron a Bonaparte el dominio indiscutible de El Cairo, en cuya ciudad mostró gran respeto por el islam. Al ser reprochado por esto más tarde, respondió: "Era necesario que el general Bonaparte conociera los principios del islamismo, el gobierno, las opiniones de las cuatro sectas y sus relaciones con Constantinopla y La Meca. De hecho, era necesario que él se familiarizara a fondo con ambas religiones, pues le ayudó a ganarse el afecto del clero en Italia y de los ulemas en Egipto”.

Las tropas francesas en Egipto corrieron un gran peligro cuando el desastre naval de Abukir, infligido por Nelson, las aisló de Europa. Turquía se alineó con Inglaterra. En la primavera de 1799, Bonaparte hizo una campaña en Siria para atacar tanto a Turquía como a Inglaterra. Al no lograr la rendición de Acre, y como su ejército estaba sufriendo la plaga (mayo de 1799), tuvo que regresar a Egipto. Allí restableció el prestigio francés con la victoria de Aboukir (25 julio 1799), luego, al enterarse de que la Segunda Coalición estaba obteniendo inmensos éxitos contra los ejércitos del Directorio, dejó a Kléber en Egipto y regresó en secreto a Francia. Desembarcó en Fréjus el 9 de octubre de 1799 y llegó a París siete días después. Además de ciertos resultados políticos, la expedición a Egipto había dado frutos para la ciencia: la egiptología data su existencia desde la creación del Instituto de Egipto (Institut d'Egyptœ) por Bonaparte.

BONAPARTE, PRIMER CONSUL

Mientras Bonaparte estaba en Egipto, la política religiosa del Directorio había provocado serios problemas en Francia. Se multiplicaban las deportaciones de sacerdotes; Bélgica, donde se proscribió a seis mil sacerdotes, estaba convulsionada; Vendée, Normandía y los departamentos del sur se estaban sublevando. Francia estaba enojada e inquieta. Espoleado por su hermano Lucien, presidente de los Quinientos, aliado con los directores Sieyès y Roger Ducos, Bonaparte hizo que los directores Gohier y Moulins fueran encarcelados y disolvió a los Quinientos (18 de Brumario; 9-10 nov. 1799). La Constitución Directorial fue suprimida, y desde entonces Francia fue gobernada por tres cónsules. El Primer Cónsul Bonaparte puso en funcionamiento la Constitución conocida como la del Año VIII, sustituyó a los administradores departamentales elegidos por los ciudadanos por otros designados por el Poder Ejecutivo, y reorganizó las administraciones judicial y financiera.

Encomendó al abate Bernier que acallara los disturbios religiosos de los vendeanos y autorizó el regreso a Francia de los sacerdotes no jurados con la condición de que simplemente prometieran fidelidad a las leyes de la república. Luego, para poner fin a la Segunda Coalición, confió el ejército de Alemania a Moreau y, él mismo tomó el mando del ejército de Italia, cruzó el Gran San Bernardo (13-16 mayo 1800) y, con la cooperación de Desaix, que estaba herido de muerte, aplastó a los austríacos (14 junio 1800) entre Marengo y San Giuliano en el mismo lugar que había marcado en el mapa en su estudio de las Tullerías. La Paz de Lunéville, concluida con Austria (9 feb. 1801) amplió el territorio de Francia a 102 departamentos.

Bonaparte pasó los años 1801 y 1802 efectuando reformas internas en Francia. Una comisión, establecida en 1800, elaboró un nuevo código que, como el "Código de Napoleón", se promulgaría en 1804 para introducir formalmente algunos de los "principios de 1789" en el derecho francés y así completar los resultados civiles de la Revolución. Pero Napoleón deseaba que la Iglesia tuviese un lugar en la nueva sociedad, que era el tema de la Revolución y las conciencias tuviesen descanso. El Concordato con la Santa Sede se firmó el 17 de julio de 1801; fue publicado como ley, junto con los Artículos Orgánicos, el 16 de abril de 1802. La primera de estas dos leyes establecía la existencia de la Iglesia en Francia, mientras que la otra implicaba la posibilidad de una seria injerencia del Estado en la vida de la Iglesia. Napoleón nunca dijo: "El Concordato fue la gran falta de mi reinado". Por el contrario, años después, en Santa Elena, lo consideró su mayor logro, y se felicitó porque con la firma del Concordato, "levantó los altares caídos, puso fin a los desórdenes, obligó a los fieles a orar por la República, disipó los escrúpulos de quienes habían adquirido los dominios nacionales y rompió el último hilo por el cual la antigua dinastía mantenía comunicación con el país".

En una conversación con Napoleón en este período, Fox expresó su asombro de que él no hubiese insistido en el matrimonio de los sacerdotes: "Tenía, y todavía tengo, que lograr la paz", respondió Napoleón, "las controversias teológicas se apaciguan con agua, no con petróleo." El Concordato había arruinado las esperanzas de quienes, como la señora de Staël, habían querido hacer del protestantismo la religión estatal de Francia; y, sin embargo, el calvinista Jaucourt, defendiendo los Artículos Orgánicos ante el Tribunal, se jactaba del reconocimiento definitivo de la religión calvinista por parte del Estado. La religión judía no fue reconocida hasta más tarde (17 marzo 1808), después de la asamblea de un cierto número de delegados judíos nombrados por los prefectos (29 julio 1806) y la reunión del Gran Sanedrín (10 feb. - 9 abril 1807); el Estado, sin embargo, no se hizo responsable de los salarios de los rabinos. Así regulaba el nuevo amo de Francia la situación religiosa en ese país.

El 9 de abril de 1802, Caprara fue recibido por primera vez por Bonaparte en calidad de legado a latere de Pío VII, y ante el primer cónsul prestó un juramento que, según el texto posteriormente publicado por el "Moniteur", lo obligaba a observar la constitución, las leyes, los estatutos y las costumbres de la república, y de ningún modo derogar los derechos, libertades y privilegios de la iglesia galicana. Esta fue una sorpresa dolorosa para El Vaticano, y Caprara declaró que las palabras sobre las libertades galicanas habían sido interpoladas en el "Moniteur". Otra impresión dolorosa la produjo en El Vaticano la actitud de ocho sacerdotes constitucionales que Bonaparte había designado a obispados, y a quienes Caprara había concedido la institución canónica, y que luego se jactaron de que nunca habían abjurado formalmente de su adhesión a la Constitución Civil del clero. En represalia, la curia romana exigió a los párrocos constitucionales una retractación formal de la Constitución Civil, pero Bonaparte se opuso a ello y cuando Caprara insistió, declaró que si Roma llevaba las cosas demasiado lejos, los cónsules cederían al deseo de Francia de convertirse al protestantismo. Talleyrand le habló a Caprara en el mismo sentido y el legado desistió de sus demandas.

Por otro lado, aunque Bonaparte se había sentido extremadamente irritado al principio por la alocución del 24 de mayo de 1802, en la que Pío VII exigía la revisión de los Artículos Orgánicos, terminó por permitir que se publicara en el "Moniteur" como documento diplomático. Un espíritu de conciliación de ambas partes tendió a promover relaciones más cordiales entre las dos potencias. La proclamación de Bonaparte como cónsul vitalicio (agosto de 1802) acrecentó en él el sentido de su responsabilidad hacia la religión del país, y en Pío VII el deseo de estar en buenos términos con un personaje que avanzaba a pasos agigantados hacia la omnipotencia.

Bonaparte se preocupó con sus favores de ganarse el apego de la Iglesia revivida. Mientras que disolvió las asociaciones de los Padres de la Fe, los Adoradores de Jesús y los Panaristas, que le parecían intentos de restaurar la Compañía de Jesús, permitió la reconstitución de las Hermanas de la Caridad, las Hermanas de Santo Tomás, las Hermanas de San Carlos y las Hermanas Vatelotte, dedicadas a la enseñanza y al trabajo hospitalario; y nombró a su madre, Mme. Lætitia Bonaparte, protectora de todas las congregaciones de hermanas hospitalarias. Favoreció la reactivación del Instituto de las Escuelas Cristianas para la instrucción religiosa de los muchachos; lado a lado con los liceos, permitió las escuelas secundarias bajo la supervisión de los prefectos, pero dirigidas por eclesiásticos.

Bonaparte no se contentó con el mero cumplimiento estricto de las obligaciones pecuniarias para con la Iglesia a las que el Concordato había obligado al Estado; en 1803 y 1804 se hizo costumbre pagar estipendios a los canónigos y desservants (servidores) de las parroquias sufragáneas. Se emitieron órdenes para dejar a la Iglesia en posesión de los edificios eclesiásticos no incluidos en la nueva circunscripción de parroquias. Aunque el Estado no se había comprometido a dotar a los seminarios diocesanos, Bonaparte otorgó a los obispos propiedades nacionales para el uso de tales seminarios y el derecho a recibir donaciones y legados para su beneficio. Incluso fundó (1804), a expensas del Estado, diez seminarios metropolitanos, con una dotación gubernamental; reestableció la casa lazarista para la educación de misioneros; y colocó el Santo Sepulcro y a los cristianos orientales bajo la protección de Francia.

En cuanto al poder temporal de los Papas, Bonaparte en este período adoptó una actitud algo complaciente hacia la Santa Sede. Devolvió Pesaro y Ancona al Papa e hizo que la corte de Nápoles le restituyese a Benevento y Pontecorvo. Después de abril de 1803, Cacault fue reemplazado, como su representante en Roma, por uno de los cinco eclesiásticos franceses a quienes Pío VII había consentido en otorgar la púrpura a fines de 1802. Este embajador no era otro que el propio tío de Bonaparte, el cardenal Joseph Fesch, cuyo secretario por poco tiempo fue Chateaubriand, quien se había hecho famoso recientemente por su "La génie du Christianisme". Uno de los agravios de Bonaparte contra Cacault fue un dicho atribuido a este último: "¡Cuántas fuentes de su gloria cesarían si Bonaparte eligiera interpretar a Enrique VIII!". Incluso en aquellos días de armonía, Cacault tenía el presentimiento de que la política napoleónica amenazaría la dignidad de la Santa Sede.

La idea de una lucha con Inglaterra se convirtió cada vez más en una obsesión imperiosa de la mente de Bonaparte. La Paz de Amiens (25 marzo 1802) fue sólo una tregua: se rompió el 22 de mayo de 1803 por la invasión de Mortier a Hanover y el desembarco de los ingleses en la Guayana Francesa. Napoleón se preparó de inmediato para su gigantesco esfuerzo por colocar la prohibición de Europa sobre Inglaterra. El duque de Enghien, sospechoso de complicidad con Inglaterra y los realistas franceses, fue secuestrado en Ettenheim, una aldea dentro del territorio de Baden, y fusilado en Vincennes, el 21 de marzo de 1804. Uno de los primeros actos del cardenal Fesch como el embajador en Roma exigiría la extradición del emigrado francés Vernègues, que estaba al servicio de Rusia y a quien Bonaparte consideraba un conspirador.

NAPOLEÓN EMPERADOR

Coronación

Mientras se formaba la Tercera Coalición entre Inglaterra y Rusia, Bonaparte se hizo proclamar emperador hereditario (30 abril, 18 mayo 1804), e inmediatamente se rodeó de una corte brillante. Creó dos príncipes imperiales (sus hermanos José y Luis), siete altos dignatarios permanentes, veinte grandes oficiales, cuatro de ellos mariscales ordinarios y diez mariscales en servicio activo, varios puestos en la corte abiertos a miembros de la antigua nobleza. Incluso antes de su proclamación formal como emperador, le había dado a Caprara un indicio de su deseo de ser coronado por el Papa, no en Reims, como los antiguos reyes, sino en Notre Dame de París. El 10 de mayo de 1804, Caprara le advirtió a Pío VII de este deseo y le manifestó que sería necesario responder que sí para mantener la amistad de Napoleón. Pero la ejecución del duque de Enghien había producido una impresión deplorable en Europa; las influencias realistas actuaban contra Bonaparte en el Vaticano, y se advirtió al Papa contra la coronación de un emperador que, por la Constitución de 1804, prometería mantener "las leyes del Concordato", en otras palabras, los Artículos Orgánicos. Pío VII y Consalvi intentaron ganar tiempo con respuestas dilatorias, pero estas mismas respuestas eran interpretadas por Fesch en Roma y por Caprara en París en un sentido favorable a los deseos del emperador.

A finales de junio, Napoleón I anunció con alegría, en las Tullerías, que el Papa había prometido ir a París. Entonces Pío VII trató de obtener ciertas ventajas religiosas y políticas a cambio del viaje que se le pidió que hiciera. Napoleón declaró que no se le impondrían condiciones; al mismo tiempo, prometió dar nuevas pruebas de su respeto y amor por la religión y escuchar lo que el Papa pudiera tener que presentar. Por fin, la astucia de Talleyrand, ministro de asuntos exteriores de Napoleón, venció los escrúpulos de Pío VII. A finales de septiembre, este declaró que aceptaría la invitación de Napoleón si se la dirigían oficialmente; sólo pidió que la ceremonia de consagración no fuera distinta de la coronación propiamente dicha y que Napoleón se comprometiera a no detenerlo en Francia. Napoleón le envió la invitación a Pío VII, no por dos obispos como esperaba el Papa, sino mediante un general; y antes de partir hacia Francia, Pío VII firmó un acta condicional de abdicación, que los cardenales debían publicar en caso de que Napoleón impidiera su regreso a Roma; luego inició su viaje a Francia, el 2 de noviembre de 1804.

Napoleón no concedió ninguna recepción solemne a Pío VII; rodeado de una partida de caza, se encontró con el Papa en campo abierto, lo hizo subir al carruaje imperial, lo sentó a su izquierda y así lo llevó a Fontainebleau. El Papa fue llevado a París de noche. Todo el asunto casi fracasa en el último momento. El propio Pío VII informó a Josefina, la víspera del día fijado para la coronación de la emperatriz, que ella y Napoleón no estaban casados de acuerdo con las reglas de la religión. Para gran disgusto del emperador, que ya contemplaba el divorcio, en caso de que no le naciera un heredero y mostraba una viva irritación contra Josefina, Pío VII insistió en la bendición religiosa del matrimonio; de lo contrario, no habría coronación. Fesch, gran limosnero de la casa imperial, realizó la ceremonia del matrimonio religioso se realizó en secreto en las Tullerías, el 1 de diciembre, sin testigos, no durante la noche, sino hacia las cuatro de la tarde. Como ha demostrado Welschinger, Fesch había pedido previamente al Papa las dispensas y facultades necesarias, y el matrimonio fue canónicamente irreprochable.

La coronación se realizó el 2 de diciembre de 1804. Napoleón llegó a Notre Dame más tarde de la hora señalada. En lugar de permitir que el Papa lo coronara, él mismo se colocó la corona sobre su propia cabeza y coronó a la emperatriz, pero, por respeto al Papa, este detalle no quedó registrado en el "Moniteur". Pío VII, a quien Napoleón concedió pocas oportunidades de conversación, hizo que Antonelli y Caprara redactaran largos memorandos en los que expresaba sus deseos: exigía que el catolicismo fuera reconocido en Francia como la religión dominante; que se derogase la ley del divorcio; que se restableciesen las comunidades religiosas; y que las Legaciones fuesen devueltas a la Santa Sede. La mayoría de estas demandas fueron en vano: la más importante de las muy moderadas concesiones hechas por el emperador fue su promesa de sustituir el calendario de la Revolución por el gregoriano después del 1 de enero de 1806. Cuando Pío VII dejó París, el 4 de abril de 1805, estaba disgustado con el emperador.

Pero la Iglesia de Francia aclamó al emperador. Los obispos lo elogiaron a los cielos. Los párrocos, no sólo en obediencia a las instrucciones, sino también por patriotismo, predicaron contra Inglaterra y exhortaron a sus oyentes a someterse a la conscripción. Por el entusiasmo con que inspiró a todos los franceses, el esplendor de las victorias napoleónicas pareció cegar a los católicos de Francia a la falsa visión de Napoleón sobre la manera en que su Iglesia debería ser gobernada. La había reorganizado; le había concedido ventajas pecuniarias más liberales que las que le obligaba el Concordato; pero tenía la intención de dominarla. Por ejemplo, en 1806 insistió en que todas las publicaciones periódicas de carácter religioso se consolidaran en una sola, la "Journal des curés", editada bajo vigilancia policial. El 15 de agosto de 1806 instituyó la fiesta de San Napoleón, para conmemorar al mártir Neopolis, o Neopolas, que sufrió en Egipto bajo Diocleciano.

En 1806 decidió que los puestos eclesiásticos de importancia, como las curas de almas de primera clase, se podían otorgar solo a candidatos que tuvieran títulos conferidos por la universidad, y agregó que estos títulos podrían ser denegados a aquellos que fuesen notorios por sus ideas "ultramontanas" o ideas peligrosas para la autoridad". Exigió la publicación de un solo catecismo para todo el Imperio, en el cual se hizo llamar "la imagen de Dios en la tierra", "el ungido del Señor", y cuyo uso se hizo obligatorio por decreto del 4 de abril de 1806. Las cárceles de Vincennes, Fenestrelles y la isla de Sainte Marguerite recibieron sacerdotes a quienes el emperador juzgó culpables de desobediencia a sus órdenes.

Grandes Victorias; Ocupación de Roma; Encarcelamiento de Pío VII (1805-1809)

Después de 1805, las relaciones entre Pío VII y Napoleón se volvieron tensas. Cuando Napoleón, como rey de Italia, tomó la Corona de Hierro de Lombardía, en Milán (26 mayo 1805), se sintió ofendido porque el Papa no participó en la ceremonia. Cuando le pidió a Pío VII que anulara el matrimonio que su hermano Jerónimo Bonaparte había contraído, a la edad de diecinueve años, con Elizabeth Patterson de Baltimore, el Papa respondió que los decretos del Concilio de Trento contra los matrimonios clandestinos se aplicaban solo donde habían sido reconocidos; y la respuesta constituyó un motivo más de disgusto para el emperador, que luego, en 1806, obtuvo la anulación de parte de las complacientes autoridades eclesiásticas de París. Y cuando en 1805 Consalvi se quejó de que el Código Civil francés, y con él la ley del divorcio, habían sido introducidos en Italia, Napoleón se negó formalmente a hacer ninguna concesión.

La gran guerra que comenzaba el emperador estaba destinada a ser motivo de conflicto con la Santa Sede. Abandonando los preparativos que había hecho para una invasión a Inglaterra (el campo de Boulogne), se volvió contra Austria, provocó la capitulación de Ulm (20 oct. 1805), se hizo dueño de Viena (13 nov.), derrotó en Austerlitz (2 dic. 1805) al emperador Francisco I y al zar Alejandro. El Tratado de Presburgo (26 dic. 1805) unió a Dalmacia con el Imperio Francés y el territorio de Venecia con el Reino de Italia, convirtió a Baviera y Wurtemberg en reinos vasallos de Napoleón, amplió el margraviato de Baden y lo transformó en un gran ducado y redujo a Austria al valle del Danubio. La victoria de Trafalgar (21 oct. 1805) había dado a Inglaterra el dominio de los mares, pero desde ese momento en adelante, Napoleón se consideró el amo absoluto del Continente. Luego se volvió hacia el Papa y le exigió un ajuste de cuentas.

Para evitar el desembarco de tropas rusas e inglesas en Italia, en octubre de 1805 Napoleón había ordenado a Gouvion Saint Cyr que ocupara la ciudad papal de Ancona. Para que los poderes hostiles a Napoleón no le reprocharan algún día haber consentido en el empleo de una ciudad de los Estados Pontificios como base de operaciones, el Papa había protestado contra este ejercicio arbitrario del poder. En una carta a el emperador (13 nov. 1805), él se había quejado de esta "cruel afrenta", declaró que desde su regreso de París no había "experimentado más que amargura y dolor", y amenazó con despedir al embajador francés.

Pero el Tratado de Presburgo y el destronamiento de los Borbones de Nápoles por José Bonaparte y Masséna (enero 1806), cambiaron la situación europea e italiana. Desde Munich, Napoleón escribió dos cartas (7 enero 1806), una a Pío VII y la otra a Fesch, acerca de sus intenciones con respecto a la Santa Sede. Se quejó de la mala voluntad del Papa, intentó justificar la ocupación de Ancona y se declaró verdadero protector de la Santa Sede. "Seré amigo de Vuestra Santidad", concluyó, "siempre que usted consulte sólo a su propio corazón y a los verdaderos amigos de la religión". Su carta a Fesch fue mucho más violenta: se quejó de la negativa a anular el matrimonio de Jerónimo, exigió que ya no hubiese ningún ministro de Cerdeña ni de Rusia en Roma, amenazó con enviar a un protestante como embajador ante el Papa, designar a un senador para que comandara en Roma y reducir al Papa al estatus de mero obispo de Roma. Reclamó que el Papa debía tratarlo como a Carlomagno y atacó a "la camarilla pontificia que prostituía la religión".

La respuesta de Pío VII (29 enero 1806), pidiendo la devolución de Ancona y las Legaciones, desató la furia de Napoleón. En una carta a Pío VII (13 de febrero), declaró: "Su Santidad es el soberano de Roma pero yo soy su emperador; todos mis enemigos deben ser suyos". Insistió en que el Papa debía expulsar de sus dominios a los súbditos ingleses, rusos, sardos y suecos y cerrar sus puertos a los barcos de las potencias con las que Francia estaba en guerra; y se quejó de la lentitud de la Curia en conceder la institución canónica a los obispos de Francia e Italia. En una carta a Fesch declaró que, a menos que el Papa consintiera, reduciría la condición de la Santa Sede a la que había sido antes de Carlomagno.

Una nota oficial de Fesch a Consalvi (2 marzo 1806) definía las demandas de Napoleón; los cardenales estaban a favor de rechazarlas, y Pío VII, en una carta muy hermosa fechada el 21 de marzo de 1806, recriminó a Napoleón, declaró que el Papa no tenía derecho a enredarse con los demás estados, y debía mantenerse al margen de la guerra; también, que en no había emperador de Roma. "Si nuestras palabras", concluyó, "no llegan al corazón de Su Majestad, sufriremos con una resignación conforme al Evangelio, aceptaremos toda clase de calamidades como provenientes de Dios". Napoleón, cada vez más irritado, reprochó a Pío VII haber consultado a los cardenales antes de contestarle, declaró que de ahí en adelante todas sus relaciones con la Santa Sede debían realizarse a través de Talleyrand, ordenó a este último que reiterara las demandas que el Papa acababa de rechazar, y reemplazó a Fesch como embajador en Roma por Alquier, un ex miembro de la Convención.

Luego, el emperador pasó de las palabras a los hechos. El 6 de mayo de 1806 provocó la ocupación de Cività Vecchia. Al enterarse de que el Papa, antes de reconocer a José Bonaparte como rey de Nápoles, deseaba que José se sometiera a la antigua soberanía de la Santa Sede sobre el reino napolitano, habló del "espíritu de vértigo" (esprit de vertige) que prevalecía en Roma; hizo notar que, cuando el Papa trataba así a Bonaparte como un vasallo, debía estar cansado de ejercer el poder temporal, y ordenó a Talleyrand que le dijera a Pío VII que había pasado el tiempo en que el Papa disponía de coronas. Se le informó a Talleyrand (16 mayo 1806) que si Pío VII no reconocía a José, Napoleón ya no reconocería a Pío VII como príncipe temporal. "Si esto continúa", continuó diciendo Napoleón, "haré que se lleven a Consalvi de Roma". Sospechaba que Consalvi se había vendido a los ingleses. A principios de junio de 1806 se apoderó de Benevento y Pontecorvo, dos principados que pertenecían a la Santa Sede, pero que estaban cerrados por el Reino de Nápoles.

Cediendo ante la ira del emperador, Consalvi renunció a su cargo; Pío VII aceptó de mala gana su renuncia y lo reemplazó por el cardenal Casoni. Pero el primer despacho escrito por Casoni bajo el dictado de Pío VII confirmó la resistencia del Papa a las órdenes del emperador. Entonces Napoleón apostrofó violentamente a Caprara, en presencia de toda la corte, amenazando con desmembrar los Estados Pontificios, si Pío VII no se declaraba de inmediato, "sin ambigüedad o reserva", su aliado (1 julio 1806). El 8 de julio Alquier le entregó al cardenal Casoni un ultimátum similar. Pero los asuntos continentales estaban reclamando la atención de Napoleón, y el único resultado inmediato de su ultimátum fue la orden del emperador a sus generales que ocupaban Ancona y Cività Vecchia, de apoderarse de las rentas pontificias en esas dos ciudades. Por otra parte, la constitución de la Universidad Imperial (mayo de 1806), que preparaba para un monopolio estatal de la enseñanza, se perfilaba como un peligro para el derecho de enseñanza de la Iglesia y daba a la Santa Sede otro motivo de inquietud.

La Confederación del Rin, formada por Napoleón con catorce estados alemanes (12 julio 1806), y su afirmación de un protectorado sobre el mismo, resultó en la abdicación de Francisco II del título de emperador de Alemania; En su lugar, Francisco tomó el título de emperador de Austria. Así terminó, bajo los golpes que le propinó Napoleón, aquel Sacro Imperio Romano Germánico que había ejercido una influencia tan grande sobre el cristianismo en la Edad Media. Durante mucho tiempo se había considerado que el Papa y el emperador alemán compartían entre ellos el gobierno del mundo en nombre de Dios. Napoleón había aniquilado definitivamente una de estas "dos mitades de Dios", como las ha denominado Víctor Hugo. Federico Guillermo II de Prusia se alarmó y en octubre de 1806 formó, con Inglaterra y Rusia, la Cuarta Coalición. Las impresionantes victorias de Auerstädt, ganada por Davoust, y Jena, ganada por Napoleón (14 oct. 1806), fueron seguidas por la entrada de los franceses en Berlín, la huida del rey de Prusia a Königsberg y la erección del Electorado de Sajonia en un reino en alianza con Napoleón. Desde el mismo Berlín, Napoleón lanzó un decreto (21 nov. 1806) por el que organizó el bloqueo continental contra Inglaterra, con el objetivo de cerrar todo el Continente al comercio inglés.

Luego, en 1807, penetró en Rusia e indujo al zar mediante las batallas de Eylau (8 feb. 1807) y Friedland (14 junio 1807), a firmar la Paz de Tilsit (8 julio 1807). El imperio estaba en su apogeo; Prusia había sido despojada de sus provincias polacas, entregadas al rey de Sajonia con el nombre de Gran Ducado de Varsovia; el Reino de Westfalia se estaba formando para Jerónimo Bonaparte, para completar la serie de reinos entregados desde 1806 a los hermanos del emperador —Nápoles había sido asignada a José y Holanda a Luis. Una serie de principados y ducados, "grandes feudos", creados en toda Europa para sus mariscales, aumentaron el poder y el prestigio del Imperio. En casa, el poder personal del emperador se estaba consolidando cada vez más; la supervisión de la prensa más rigurosa; encarcelamientos sumarios más frecuentes. Creó una nobleza hereditaria como adorno para el trono.

Para él era una especie de humillación que la corte de Roma persistiera en mantenerse políticamente al margen de los grandes conflictos de las naciones. Comenzó de nuevo a convocar al Papa. Ya desde Sajonia había llamado a Monseñor Arezzo, poco después de a Jena, y de manera amenazadora le había pedido que fuera y exigiera a Pío VII que se convirtiera en el aliado del imperio; una vez más, Pío VII había respondido a Arezzo que el Papa no podía considerar a los enemigos de Francia como sus enemigos. Napoleón también acusó al Papa de obstaculizar la reorganización eclesiástica de Alemania y de no hacer provisiones para la diócesis de Venecia. Sus quejas se multiplicaban. El 22 de julio de 1807, escribió al príncipe Eugenio, que gobernaba Milán como su virrey, una carta, destinada a ser mostrada al Papa, que decía:

” "Había reyes antes de que hubiera Papas. Cualquier Papa que me denunciara ante
la cristiandad dejaría de ser Papa ante mis ojos; lo consideraría un anticristo. Cortaría
a mis pueblos toda comunicación con Roma. ¿Acaso el Papa me toma por Luis el Piadoso?
Lo que Roma busca es el desorden de la Iglesia, no el bien de la religión. No temeré reunir
a las iglesias galicana, italiana, alemana y polaca en un concilio para tramitar mis asuntos
[pour faire mes affaires] sin ningún Papa, y proteger mi pueblo contra los sacerdotes de Roma.
Esta es la última vez que entraré en una discusión con la chusma de sacerdotes romanos
[la prêtraille romaine]".

El 9 de agosto Napoleón volvió a escribir al príncipe Eugenio diciéndole que, si el Papa hacía algo imprudente, ofrecería excelentes motivos para arrebatarle los Estados Pontificios. Pío VII, acorralado, envió al cardenal Litta a París para tratar con Napoleón: el Papa estaba dispuesto a unirse al bloqueo continental y suspender todas las relaciones con los ingleses, pero no a declararles la guerra. El Papa incluso le escribió a Napoleón (11 sept. 1807) invitándolo a venir a Roma. El emperador, sin embargo, solo buscaba una ocasión para una ruptura, mientras que el Papa buscaba los últimos medios posibles de pacificación.

Napoleón se negó a tratar con el cardenal Litta y exigió que Pío VII fuera representado por un francés, el cardenal de Bayanne. Luego pretendió que no eran suficientes los poderes que el Papa concedió a de Bayanne. Y mientras el Papa negociaba con él de buena fe, Napoleón, sin previo aviso, hizo que las cuatro provincias pontificias de Macerata, Espoleto, Urbino y Foligno fuesen ocupadas por el general Lemarrois (oct. 1807). Luego, Pío VII revocó los poderes del cardenal Bayanne. Es evidente que Napoleón no sólo le exigía una alianza ofensiva contra Inglaterra, sino que las pretensiones del Emperador y las de su nuevo ministro de asuntos exteriores, Champagny, sucesor de Talleyrand, estaban comenzando a invadir el dominio de la religión. Napoleón pretendía que un tercio de los cardenales debían pertenecer al Imperio Francés; y Champagny hizo entender que el emperador pronto exigiría que la Santa Sede respetara las "libertades galicanas" y se abstuviera de "todo acto que contenga cláusulas positivas o reservas calculadas para alarmar conciencias y sembrar divisiones en los dominios de Su Majestad".

De ahí en adelante era la autoridad espiritual la que Napoleón aspiraba a controlar. Pío VII ordenó a Bayanne que rechazara las demandas imperiales. Napoleón decidió entonces (enero de 1808) que el príncipe Eugenio y el rey José pusieran tropas a disposición del general Miollis, a quien se le ordenó marchar sobre Roma. Al principio, Miollis fingió estar cubriendo la retaguardia del ejército napolitano, luego, de repente, arrojó 10.000 soldados sobre Roma (2 de febrero). Napoleón escribió a Champagny que era necesario "acostumbrar al pueblo de Roma y a las tropas francesas a vivir uno al lado del otro, de modo que, si la Corte de Roma continuaba actuando de manera insensata, podría dejar de existir insensiblemente como poder temporal, sin que nadie se diese cuenta del cambio". Así se puede decir que a principios de 1808 el plan de Napoleón era apoderarse de Roma.

En un manifiesto a los poderes cristianos, Pío VII protestó contra esta invasión; al mismo tiempo, consintió en recibir al general Miollis y lo trató con gran cortesía. El 3 de febrero Champagny insistió en que el Papa se convirtiera en el aliado político de Napoleón, y Pío VII se negó. Las instrucciones dadas a Miollis se hicieron cada día más severas: se apoderó de imprentas, diarios, oficinas de correos; diezmó el Sagrado Colegio haciendo que siete cardenales fueran conducidos a la frontera, porque Napoleón los acusó de tratar con los Borbones de las dos Sicilias; luego, un mes después, expulsó a otros catorce cardenales de Roma porque no eran súbditos nativos del Papa. Miollis también expulsó al cardenal Doria Pamphili, que había sido nombrado secretario de Estado en febrero de 1808; Pío VII ahora solo contaba con veintiún cardenales, y el gobierno papal estaba desorganizado. Rompió todas las relaciones diplomáticas con Napoleón, llamó a Bayanne y Caprara de París y pronunció su protesta en una alocución consistorial pronunciada en marzo. Napoleón, por su parte, retiró a Alquier de Roma. La lucha entre el Papa y el Emperador estaba adquiriendo un carácter trágico.

El 2 de abril Napoleón firmó dos decretos: uno anexaba al Reino de Italia "a perpetuidad" las provincias de Urbino, Ancona, Macerata y Camerino; la otra ordenaba a todos los funcionarios de la Corte de Roma que eran nativos del Reino de Italia que regresaran a ese reino, bajo pena de confiscación de su propiedad. Pío VII protestó ante toda Europa contra este decreto, el 19 de mayo, y, en una instrucción dirigida a los obispos de las provincias que Napoleón arrancaba de sus posesiones, denunció el "indiferentismo" religioso del Gobierno imperial, y prohibió a los fieles de esas provincias a prestar juramento de lealtad a Napoleón o a aceptar de él cualquier cargo. Como represalia, el 12 de junio Miollis expulsó de Roma a Gavrielli, el nuevo secretario de Estado. Entonces, para reemplazar a Gavrielli, Pío VII nombró al cardenal Pacca, un notorio oponente de Francia; el 11 de julio pronunció una alocución muy animada, que, a pesar de la policía imperial, circuló por toda Europa; y el 24 de agosto Pacca dirigió una nota contra la institución de la "Guardia Cívica" —una idea recientemente concebida por Miollis— en la que Miollis estaba obligando a enrolarse incluso a los soldados del Papa. El 6 de septiembre de 1808, Miollis envió a dos oficiales al Quirinal para arrestar a Pacca; Pío VII intervino, declarando que no debían arrestar a Pacca sin arrestar al Papa, y que en el futuro el secretario de Estado debía dormir en el Quirinal, que estaba cerrado a todos los franceses.

La ejecución definitiva de los proyectos de Napoleón contra la Santa Sede se retrasó por las guerras que lo ocuparon durante el año 1808. Cuando trasladó a su hermano José del trono de Nápoles al de España, España se levantó y los ingleses invadieron Portugal. La capitulación de Dupont en Baylen (20 julio 1808) y la de Junot en Cintra (30 agosto 1808) fueron dolorosos reveses para las armas francesas. Napoleón, habiendo hecho una alianza con el zar en la célebre entrevista de Erfurt (27 sept. - 14 oct. 1808), se apresuró a España. Allí encontró a un pueblo cuyo espíritu de resistencia se exasperaba tanto más porque se creían que luchaban por su libertad y la integridad de su fe tanto como por su país. En noviembre obtuvo las victorias de Burgos, Espinosa, Tudela y Somo Sierra, y reabrió las puertas de Madrid para José; el 21 de febrero los ejércitos franceses tomaron Zaragoza tras una heroica resistencia. Se formó una Quinta Coalición contra Napoleón: regresó de España, atravesó rápidamente a Baviera, bombardeó y tomó Viena (11 - 13 mayo 1809). Al día siguiente de la victoria, dedicó algunas de sus horas libres a pensar en el Papa.

Durante algún tiempo, Murat, que en 1808 había reemplazado a José como rey de Nápoles, había estado dispuesto a apoyar a Miollis siempre que Napoleón juzgara que había llegado la hora de incorporar Roma al Imperio. El 17 de mayo de 1809, Napoleón dictó desde Schönbrunn dos decretos en los que reprochaba a los Papas por el mal uso que habían hecho de la donación de Carlomagno, su "augusto predecesor", declaraba anexos al imperio los Estados Pontificios y organizaba, bajo Miollis, un consejo extraordinario para administrarlos. El 10 de junio Miollis hizo bajar la bandera pontificia, que aún ondeaba sobre el castillo de San Angelo. Pío VII respondió con letreros en Roma con una bula que excomulgaba a Napoleón. Cuando el emperador recibió la noticia de esto (20 de junio), le escribió a Murat: "De modo que el Papa ha levantado una excomunión contra mí. No más medias tintas; es un lunático delirante que debe ser confinado. Arresten al cardenal Pacca y otros seguidores del Papa".

Por orden de Moillis, en la noche del 5 al 6 de julio de 1809 Radet, un general de gendarmería, entró al Quirinal, arrestó a Pío VII y a Pacca, les dio dos horas para hacer sus preparativos, y los sacó de Roma a las cuatro de la madrugada. Pío VII fue llevado a Savona, Pacca a Fenestrella. Mientras tanto, Napoleón, completando el trabajo de aplastar a Austria, había sido el vencedor en Essling (21 mayo 1809) y en Wagram (6 julio 1809), y la Paz de Viena (15 oct. 1809) puso el toque final a la mutilación de Austria al entregar a Carniola, Croacia y Friuli a Francia, obligando al mismo tiempo al emperador Francisco a reconocer a José como rey de España. El joven alemán Staps, que intentó asesinar a Napoleón en Schöenbrunn (13 oct.), murió gritando: "¡Viva Alemania!"

Discusión con el Cautivo Pío VII; Segundo Matrimonio; Consejos Eclesiásticos de 1809 y 1811

El conflicto con su prisionero, el Papa, fue otra vergüenza, una nueva fuente de ansiedad para el emperador. Al principio tomó todas las medidas posibles para evitar que el público se enterara de lo sucedido en Roma: el "Moniteur" no hizo la menor alusión a ello; los periódicos recibieron órdenes de guardar silencio. También deseaba que se ignorara su excomunión; los periódicos también debieron guardar silencio sobre este punto; pero la Bula de excomunión, traída en secreto a Lyon, fue distribuida en Francia por miembros de la Congregación, una asociación piadosa, fundada el 2 de febrero de 1801 por Père Delpuits, un ex jesuita. Alexis de Noailles y otros cinco miembros de la Congregación fueron arrestados por orden del emperador, y su ira se extendió a todas las órdenes religiosas. El 12 de septiembre de 1809 le escribió a Bigot de Préameneu, ministro de culto público: "Si el 1 de octubre todavía quedan misiones o congregaciones en Francia, lo haré responsable". El célebre Abbé Frayssinous tuvo que interrumpir sus sermones; los lazaristas se dispersaron; los sulpicianos fueron amenazados. Napoleón consultó a Bigot de Préameneu sobre la conveniencia de presentar la Bula ante el Consejo de Estado, pero se abstuvo de hacerlo.

Sin embargo, no pasó mucho tiempo antes de que tuviera que enfrentarse a una enorme dificultad: había más de veinte obispados vacantes, y Pío VII declaró a Fesch, a Caprara y a Maury que, mientras permaneciera prisionero y no pudiese comunicarse libremente con sus consejeros naturales, los cardenales, no se ocuparía de la institución de los obispos. Así, la vida de la Iglesia de Francia quedó parcialmente suspendida. En noviembre de 1809, Napoleón nombró un "consejo eclesiástico" para buscar una solución a la dificultad. Con Fesch como presidente, este consejo incluía como miembros al cardenal Maury, Barral, arzobispo de Tours, Duvoisin, obispo de Nantes, Emery, superior de San Sulpicio, los obispos Canaveri de Vercelli, Bourlier de Evreux, Mannay de Trèves y el barnabita Fontana. Bigot de Préameneu, en nombre del emperador, planteó ante el consejo varios conjuntos de cuestiones relativas a los asuntos de la cristiandad en general, luego a los de Francia, y por último a los de Alemania e Italia, y a la bula de excomunión.

En el preámbulo de sus respuestas, el consejo dio voz a una petición por la libertad absoluta del Papa y la restitución de los cardenales. Declaró que si se reunía un concilio general para resolver las cuestiones religiosas pendientes en ese momento, sería necesaria la presencia del Papa en el concilio y que un concilio nacional no tendría suficiente autoridad en cuestiones que afectasen a toda la Iglesia católica. También declaró que el Papa no podía quejarse de ninguna violación esencial del Concordato, que, cuando adelantó su expoliación temporal, como una de las razones de su negativa a instituir canónicamente a los obispos, estaba confundiendo el orden temporal con el espiritual, que la soberanía temporal era sólo un accesorio de la autoridad papal, que la invasión de Roma no era una violación del Concordato, y que el concilio nacional interpondría una apelación de la Bula de excomunión al concilio general o al Papa mejor informado. Se discutió dos veces la manera en que se podría asegurar la institución canónica para los obispos si el Papa continuaba su resistencia. Instado por el Gobierno, el consejo admitió que, teniendo en cuenta las circunstancias, posiblemente un concilio nacional podría reconocer la institución conciliar otorgada por un metropolitano a sus sufragáneos, o por el sufragáneo mayor a un nuevo metropolitano como un sustituto provisional de las bulas pontificias. Emery consideró al consejo demasiado indulgente y se negó a respaldar las respuestas, que fueron enviadas a Napoleón el 11 de enero de 1810.

El 17 de febrero de 1810 el senado aprobó unánimemente la ley que regula el territorio romano y la condición futura del Papa, introducida por Régnault de Saint Jean d'Angély. De acuerdo con este decreto, los Estados Pontificios debían formar dos departamentos; de Roma, que fue declarada la primera ciudad del imperio, el príncipe imperial tomaría su título de rey. El emperador, ya coronado una vez en Notre Dame, debía ir dentro de diez años para ser coronado en San Pedro. El Papa tendría ingresos de dos millones. El imperio se encargaría del mantenimiento de la Sagrada Congregación de Propaganda. El Papa, en su accesión, debía prometer no hacer nada contrario a los cuatro artículos de la iglesia galicana.

Otro acto del senado, 25 de febrero de 1810 hizo de la Declaración de 1682 una ley general para el Imperio. Napoleón se jactaba así de que reduciría el papado a la servidumbre y llevaría a Pío VII a vivir a París. Incluso preparó una carta a Pío VII en la que le decía: "Mantengo en execración los principios de los Bonifacios y los Gregorios. Mi misión es gobernar Occidente; no te entrometas en ello". Esta carta le habría sido llevada al Papa por obispos que le notificarían a Pío VII que en el futuro los Papas debían jurar lealtad a Napoleón, como antaño a Carlomagno, e informarle que él mismo sería dispensado de esta obligación, pero que debía comprometerse a no residir en Roma. De este modo Napoleón esperaba doblegar al Papa a su voluntad. No obstante, consejeros más sabios lo convencieron de que no enviara esta carta insultante. Sin embargo, para llevar a cabo su plan de retirar el trono papal de Roma, ordenó a Miollis que obligara a todos los cardenales que todavía estaban en Roma a partir hacia París y que llevaran allí los archivos de el Vaticano. En 1810 había veintisiete cardenales romanos en París; les prodigó obsequios, los invitó a las fiestas de la corte y les pidió que escribieran e instaran a Pío VII a que se rindiera; pero, siguiendo el consejo de Consalvi, los cardenales se negaron.

Fue en medio de estos amargos conflictos con la Iglesia que Napoleón, deseando un heredero, resolvió divorciarse de Josefina. Desde finales de 1807, Metternich había estado consciente de los rumores que circulaban sobre el próximo divorcio del emperador. El 12 de diciembre de 1807 Lucien Bonaparte se había esforzado en vano por obtener de Josefina su consentimiento para este divorcio; algún tiempo después Fouché había hecho un intento similar sin mayor éxito. En diciembre de 1809, en Fontainebleau, en presencia del príncipe Eugenio, hijo de Josefina, el emperador la indujo a consentir; esto se proclamó solemnemente el 15 de diciembre en el salón del trono, en presencia de la Corte, en un discurso pronunciado por Napoleón y en otro leído por la infeliz Josefina, a quien sus lágrimas le impidieron terminarlo. El acta del senado (16 de diciembre), basada en un informe de Lacépède, el naturalista, él mismo miembro del Senado, ratificó el divorcio. Napoleón pensó entonces en casarse con la hermana del zar, pero Metternich, al enterarse de este proyecto, hizo que Laborde y Schwarzenberg sondearan las Tullerías para ver si Napoleón se casaría con una archiduquesa austriaca. La idea agradó a Napoleón, sin embargo, la corte de Viena requirió primero que se rompiera el vínculo espiritual entre Napoleón y Josefina.

Solo el Papa estaba capacitado para disolver este vínculo; Luis XII había recurrido a Alejandro VI; Enrique IV a Clemente VIII; pero Napoleón, excomulgado por su prisionero Pío VII, no podía acudir a él. Cambacérès, el archicanciller, llamó a los funcionarios diocesanos de París y les explicó que el matrimonio de Napoleón y Josefina había quedado invalidado como consecuencia de la ausencia del párroco de las dos partes y de los testigos. En vano objetaron que solo el Papa podía decidir tal caso; se les dijo que comenzaran los procedimientos y que se apresuraran. El 26 de diciembre, el promotor del caso, Rudemare, rogó a Cambacérès que sometiera el asunto al concilio eclesiástico que presidía Fesch.

El 2 de enero de 1810, Cambacérès envió una solicitud al funcionario, Boislesve, de una declaración de nulidad del matrimonio, alegando, esta vez, que no había habido consentimiento por parte de Napoleón. Al día siguiente, el consejo eclesiástico respondió que si se podía probar a la oficialidad el defecto del consentimiento de Napoleón, el matrimonio sería nulo e inválido. Cambacérès deseaba presentar a Fesch, Talleyrand, Duroc y Berthier como testigos. El testimonio de Fesch fue muy confuso; explicó que el Papa le había dado las dispensas necesarias para bendecir el matrimonio; que dos días después le había dado a Josefina un certificado de matrimonio; que entonces el emperador le había reprendido, declarándole que él (el emperador) sólo había aceptado este matrimonio para tranquilizar a la emperatriz, y que, además, le era imposible renunciar a sus esperanzas de descendencia directa. Los otros dos testigos contaron cómo Napoleón había expresado repetidamente la convicción de que no estaba obligado por este matrimonio y que consideraba la ceremonia sólo como "una mera concesión a circunstancias [acte de pure circonstance] que no deberían tener ningún efecto en el futuro".

El 9 de enero las autoridades diocesanas declararon nulo el matrimonio por ausencia del párroco legítimo y de testigos; pronunció esta decisión sólo en vista de la "dificultad de recurrir a la cabeza visible de la Iglesia, a quien siempre ha correspondido, de hecho, pronunciarse sobre estos casos extraordinarios". El promotor Rudemare había concluido con la recomendación de que el tribunal debería al menos imponer un precepto a las dos partes para reparar el defecto de forma que había viciado su matrimonio; el funcionario Boilesve se abstuvo de ofrecer esta invitación. Rudemare entonces apeló a las autoridades metropolitanas sobre este punto.

El 12 de enero de 1810 el funcionario Lejeas, con gran complacencia, admitió ambas causales de nulidad presentadas por Cambacérès —es decir, no solo el defecto de forma, sino también el defecto del consentimiento del emperador. Alegó que el matrimonio civil de Napoleón y Josehina había sido anulado por el decreto del Senado, que por las leyes concordatarias (lois concordataires) el matrimonio religioso debía seguir al civil, y que la Iglesia no podía ahora pedir a dos partes que ya no estaban casadas civilmente que repararan los defectos de forma en su matrimonio religioso. Así, declaró, el matrimonio era religiosamente anulado. Cabe señalar aquí que la Iglesia católica no se hace responsable de la excesiva complacencia mostrada en este asunto por el consejo eclesiástico y las autoridades diocesanas de París. El 21 de enero de 1810 Napoleón se decidió a pedir la mano de María Luisa. El embajador francés en Viena, a pedido del arzobispo de Viena, le dio su palabra de honor de que la sentencia pronunciada por las autoridades diocesanas de París era legal. Por fin se dispuso de los obstáculos religiosos para la celebración del nuevo matrimonio.

La boda se realizó el 1 de abril de 1810, pero trece de los cardenales entonces en París se negaron a estar presente. Estos trece cardenales fueron rechazados cuando se presentaron en las Tullerías dos días después; el ministro de culto público les informó que ya no eran cardenales, que ya no tenían derecho a llevar la púrpura; el ministro de policía los envió de dos en dos a los pequeños pueblos del campo; les suprimieron sus pensiones y les confiscaron sus propiedades. El pueblo les llamaba “los cardenales negros”. Los obispos y sacerdotes de los Estados Romanos fueron tratados con violencia similar; diecinueve de los treinta y dos obispos rechazaron el juramento de lealtad al emperador y fueron encarcelados, mientras que cierto número de clérigos parroquiales que no prestaron juramento fueron internados en Córcega, y el emperador anunció su intención de reducir a tres cuartas partes el total de diócesis y parroquias en los Estados Romanos.

Esta política de amarga persecución coincidió con nuevas propuestas a su prisionero, el Papa a través del diplomático austriaco Lebzeltern (mayo de 1810). La respuesta de Pío VII fue que para negociar debía ser libre y poder comunicarse con los cardenales. En julio, Napoleón envió a los cardenales Spina y Caselli a Savona, pero no obtuvieron nada del Papa. No había habido solución a la crisis interna de la Iglesia de Francia; mientras Pío VII estuviese preso, los obispos no recibirían la institución canónica. Bigot de Préameneu y Maury sugirieron al emperador un posible arreglo: invitar al capítulo de cada diócesis a designar como administrador provisional al obispo que había sido nominado pero aún no instituido canónicamente. Fesch se negó a prestarse a este recurso y a ocupar el arzobispado de París; pero cierto número de obispos designados fueron a sus ciudades episcopales en calidad de administradores provisionales. Yendo un paso más allá, Napoleón sacó a Maury de la Diócesis de Montefiascone y a d'Osmond de la de Nancy, y los designó, por los respectivos capítulos, administradores provisionales de las dos arquidiócesis vacantes de París y Florencia. Maury y d'Osmond, a pedido del emperador, abandonaron las diócesis que les había dado el Papa para instalarse en estas arquidiócesis.

A pesar del rigor de su cautiverio, Pío VII pudo dar a conocer las órdenes pontificias al cardenal di Pietro en Semur; una agencia secreta en Lyon, establecida por ciertos miembros de la Congregación, ideó formas ingeniosas de facilitar estas comunicaciones así como la circulación de Bulas. En noviembre de 1810, la Corte quedó estupefacta con la noticia de que dos bulas de Pío VII, dirigidas a los capítulos de Florencia y París, les prohibían reconocer a D'Osmond y a Maury. Esto desató la furia imperial. El 1 de enero de 1811, durante una audiencia a Maury y los canónigos, Napoleón exigió una explicación a d'Astros, el vicario capitular, que había recibido la Bula, y le dijo que hay "tanta diferencia entre la religión de Bossuet y la de Gregorio VII como entre el cielo y el infierno"; el propio Maury llevó a d´Astros al cuartel general de la policía y lo mandaron a encarcelar en Vincennes.

En el Consejo de Estado, el 4 de enero de 1811, Napoleón acusó abiertamente de traición a Portalis, un pariente de d'Astros, e inmediatamente fue expulsado de la cámara del consejo (con una brutalidad que luego el emperador lamentó) y luego se le ordenó salir de París. Los cardenales di Pietro, Oppizzone y Gabrielli, y los sacerdotes Fontana y Gregori, antiguos consejeros del Papa, fueron encarcelados. Maury usó su influencia con los canónigos de París para inducirlos a disculparse con Napoleón, quien los recibió, les dijo que el Papa no debía tratarlo como un roi fainéant, y declaró que, dado que el Papa no estaba actuando a la altura del Concordato en cuanto a la institución de los obispos, el emperador, por su parte, renunciaba al Concordato. Las condiciones del cautiverio del Papa se hicieron más severas; toda su correspondencia tenía que pasar por París para ser inspeccionada por el Gobierno; se abrió la cerradura de su escritorio; ya no podía recibir visitas sin la presencia de testigos; un gendarme le exigió el anillo de San Pedro, que Pío VII entregó después de partirlo en dos. Chabrol, el custodio del Papa, le mostró las direcciones a las que algunos de los capítulos expresaban su sumisión al emperador, pero Pío VII se mostró inflexible. Una comisión de jurisconsultos en París, después de discutir la posibilidad de una ley que regulase la institución canónica de los obispos sin la cooperación del Papa, terminó por decidir que aprobar tal ley era casi equivalente al cisma.

Napoleón no estaba dispuesto a ir tan lejos. Convocó el consejo eclesiástico que ya había establecido y, el 8 de febrero de 1811, le propuso estas dos preguntas: (1) Al interrumpirse toda comunicación entre el Papa y los súbditos del emperador, ¿a quién se debe recurrir para las dispensas ordinariamente concedidas por la Santa Sede? (2) ¿Qué medios canónicos hay para proporcionar la institución a los obispos cuando el Papa la niega? Fesch y Emery intentaron influir en el consejo hacia algunos recursos que salvarían la prerrogativa papal. Pero la mayoría del consejo contestó: (1) Que se podía recurrir, provisionalmente, a los obispos para las dispensas en cuestión; (2) Que se podría agregar una cláusula al Concordato que estipulase que el Papa debía otorgar la institución canónica dentro de un tiempo establecido; en su defecto, el derecho de institución recaería en el consejo de la provincia; y que, si el Papa rechazaba esta enmienda del Concordato, la Pragmática Sanción tendría que ser revivida en lo que respecta a los obispos concernidos. El consejo agregó que, si el Papa persistía en su negativa, se tendría que considerar la posibilidad de una abolición pública del Concordato por parte del emperador; pero que estas cuestiones sólo podrían ser abordadas por un concilio nacional, después de un último intento de negociación con el Papa.

El 16 de marzo de 1811, Napoleón convocó a las Tullerías a los miembros del consejo y a varios de los grandes dignatarios del imperio; lanzando amargas invectivas contra el Papa, proclamó que el Concordato ya no existía y que iba a convocar un concilio de Occidente. En esta reunión, Emery, que murió el 28 de abril, se enfrentó audazmente a Napoleón y le citó pasajes de Bossuet sobre la necesidad de la libertad del Papa. No cediendo Pío VII a una última convocatoria por parte de Chabrol, el consejo fue convocado el 25 de abril para reunirse el 9 de junio. Con este paso, Napoleón esperaba someter al Papa a su voluntad. En cumplimiento de un plan esbozado por el filósofo Gerando, el arzobispo Barral y los obispos Duvoisin y Mannay fueron enviados a Pío VII para convencerlo sobre la cuestión de las bulas de institución. Se les unió el obispo de Faenza, y llegaron a Savona el 9 de mayo.

Al principio, el Papa se negó a discutir el asunto, pues no podía comunicarse con sus cardenales. Pero los obispos y Chabrol insistieron, y el médico del Papa sumó sus esfuerzos a los de ellos. Alegaron que la Iglesia se estaba desorganizando. Al cabo de nueve días, el Papa, que no comía ni bebía nada, muy fatigado, consintió, no en ratificar, sino en tomar como "base de negociación" una nota redactada por los cuatro obispos con el propósito de que, en caso de persistente negativa de su parte, la institución canónica podría ser otorgada a los obispos después de seis meses. El 20 de mayo, a las cuatro de la mañana, los obispos partieron hacia París con esta nota; a las siete en punto el Papa llamó a Chabrol y le dijo que no aceptaba la nota en ningún sentido definitivo, que la consideraba sólo un borrador y que no había hecho ninguna promesa formal. También pidió que se enviara un mensajero tras los obispos para advertirles de esto. El correo que llevaba este mensaje alcanzó a los obispos en Turín el 24 de mayo. Pío VII advirtió a Chabrol que si se utilizaba la primera nota como representación de un arreglo definitivamente aceptado por el Papa, "haría un ruido que resonaría en todo el mundo cristiano". Napoleón, en su ceguera, resolvió prescindir del Papa y puso todas sus esperanzas en el concilio.

Concilio de 1811

El concilio convocado para el 9 de junio de 1811 no se inició en Notre Dame hasta el 17 de junio, pues se pospuso su apertura debido al bautismo del rey de Roma, recién nacido de María Luisa. El orgullo paterno y los destinos aparentemente asegurados de su trono hicieron que Napoleón fuera aún más inflexible con respecto al Papa. Solo desde 1905 se ha sabido la verdad sobre este concilio, gracias a las investigaciones de Welschinger. Bajo el Segundo Imperio, cuando D'Haussonville escribió su trabajo sobre la Iglesia Romana y el Primer Imperio (ver más abajo), el mariscal Vallant le había negado todo acceso a los archivos del concilio. Welsinger pudo consultar estos archivos. En su sermón de apertura Boulogne, obispo de Troyes, afirmó la solidaridad del Papa y los obispos, mientras que Fesch, como presidente del concilio, hizo que todos sus miembros juraran obediencia y fidelidad a Pío VII. A raíz de esto, la noche del 19 de junio Napoleón le dio a Fesch una buena reprimenda, en Saint Cloud.

El emperador había preparado su concilio de una manera muy arbitraria, al elegir solo 42 de los 150 obispos italianos para mezclarse con los obispos franceses, con miras a un efecto ecuménico. Un boletín privado enviado al emperador el 24 de junio señalaba que los propios padres del concilio llevaban generalmente inculcado un sentido de moderación. La oposición al emperador fue dirigida con mucha firmeza por Broglie, obispo de Gante, secundado por Aviau, arzobispo de Burdeos, Dessole, obispo de Chambéry, y Hirn, obispo de Tournai.

La primera asamblea general del concilio se realizó el 20 de junio. Estaban presente Bigot de Préameneu y Marescalchi, ministros de culto público para Francia e Italia, y leyeron el mensaje imperial, uno de cuyos borradores había sido rechazado por Napoleón por ser demasiado moderado. La versión final disgustó a todos los obispos que tenían algún respeto por la dignidad papal. En dicho documento Napoleón exigía que los obispos fueran instituidos de acuerdo con las formas que prevalecían antes del Concordato, sin que ninguna sede estuviese vacante por más de tres meses, "tiempo más que suficiente para nombrar un nuevo titular". Deseaba que el concilio le presentara un discurso y que el comité que debía preparar este discurso estuviera compuesto por los cuatro prelados que había enviado a Savona. El discurso, que fue preparado de antemano por Duvoisin, uno de estos cuatro prelados, fue una expresión de asentimiento a los deseos de Napoleón. Pero el concilio decidió tener en el comité, además de estos cuatro prelados, algunos otros obispos elegidos por votación secreta, y entre estos últimos figuraba Broglie. Broglie discutió el borrador de Duvoisin e hizo varios cambios, y Fesch tuvo algunos problemas para evitar que el comité exigiera de inmediato la liberación del Papa. El discurso, tal como se votó, no tenía sentido; no fue lo que Napoleón esperaba, y no se llevó a cabo la audiencia que iba a dar a los miembros del concilio el 30 de junio.

El concilio nombró otro comité para investigar las opiniones del Papa sobre la institución de los obispos. Después de un conflicto de diez días, Broglie consiguió contra Duvoisin, por una votación de 8 a 4, una resolución en el sentido de que, en este asunto, no se debía hacer nada sin el Papa, y que el concilio debía enviarle una diputación para saber cuál era su voluntad. Napoleón se enfureció y dijo a Fesch y a Barral: "Disolveré el consejo. Sois una manada de tontos". Luego, pensándolo bien, informó al concilio que Pío VII, a modo de concesión, había prometido formalmente la institución canónica a los obispados vacantes y había aprobado una cláusula que permitía a los mismos metropolitanos en el futuro, después de seis meses de vacancia de cualquier sede, otorgar la institución canónica. Napoleón solicitó al concilio que emitiera una nota a tal efecto y envió una delegación para agradecer al Papa. Primero, el comité votó como deseaba el emperador, luego, con una consideración más madura, sospechando alguna estratagema por parte del emperador, retiraron sus votos y, el 10 de julio, Hirn, obispo de Tournai, hablando en nombre del comité, propuso al concilio que no se tomase ninguna decisión hasta que se hubiese enviado una delegación al Papa. Luego, en la mañana del 11 de julio, Napoleón pronunció la disolución del concilio. La noche siguiente, Broglie, Hirn y Boulogne fueron encarcelados en Vincennes.

A continuación, el emperador pensó en entregar la administración de las diócesis a los prefectos, pero luego siguió el consejo de Maury, es decir, que el ministro de culto público convocase, uno por uno, a todos los miembros del concilio, y así obtuviese su asentimiento personal al proyecto imperial. Después de quince días dedicados a conversaciones entre el ministro y algunos de los obispos, el emperador volvió a convocar el concilio para el 5 de agosto, y el concilio, por una votación de 80 a 13, aprobó el decreto por el cual se otorgaría la institución canónica en un plazo de seis meses, ya sea por el Papa o, si este se negase, por el metropolitano. Los obispos que aprobaron este decreto intentaron paliar su debilidad diciendo que no tenían idea de cometer un acto de rebelión, sino que pidieron formalmente, y esperaban obtener, el asentimiento del Papa.

Napoleón se creyó victorioso; tenía en sus manos los medios para burlar al Papa y organizar sin su cooperación la administración de las diócesis francesas e italianas. Había traído el Sacro Colegio, el Dataria, la Penitenciaría y los Archivos Vaticanos a París, y había gastado varios millones en mejorar el palacio arzobispal que pretendía convertir en palacio pontificio. Quería eliminar el Hôtel Dieu, instalar los departamentos de la Curia Romana en su lugar y convertir el barrio de Notre Dame y la isla de Saint Louis en la capital del catolicismo. Pero su victoria fue solo aparente: para que el decreto del concilio fuese válido, se necesitaba la ratificación del Papa, y una vez más la resistencia de Pío VII mantendría bajo control al emperador.

El 17 de agosto, Napoleón encargó a los arzobispos de Tours y de Malinas, al patriarca de Venecia, a los obispos de Evreux, Tréveris, Feltro y Piacenza que fueran a Savona y exigieran al Papa su total adhesión al decreto del 5 de agosto; los obispos debían incluso ser precisos al afirmar que el decreto se aplicaba a las sedes episcopales en los antiguos Estados Pontificios, de modo que, al dar su asentimiento, Pío VII debía, implícitamente, asentir a la abolición del poder temporal. Para que Pío VII no alegara la ausencia de los cardenales como motivo para posponer sus decisiones, Napoleón envió a Savona a cinco cardenales en los que podía confiar (Roverella, Dugnani, Fabrizio Ruffo, Bayanne y Doria) con instrucciones de apoyar a los obispos.

El artificio del emperador tuvo éxito. El 6 de septiembre de 1811 Pío VII se declaró dispuesto a ceder y encargó a Roverella que redactara un breve para aprobar el decreto del 5 de agosto, y el 20 de septiembre el Papa firmó el breve. Pero incluso entonces, el breve redactado no era lo que Napoleón quería: Pío VII se abstuvo de reconocer al concilio como concilio nacional, trató a la Iglesia de Roma como la dueña de todas las iglesias y no especificó que el decreto se aplicaba a los obispados de los Estados Romanos; ; también requirió que cuando un metropolitano diera una institución canónica, la diera a nombre del Papa. Napoleón no publicó el breve. El 17 de octubre ordenó a la diputación de prelados que la notificaran al Papa que el decreto aplicaba igualmente a los obispados en los Estados Romanos. Entonces Pío VII repudió formalmente esta interpretación y anunció una vez más que cualquier decisión adicional de su parte se pospondría hasta que tuviera consigo un número adecuado de cardenales. Napoleón primero descargó su ira sobre los obispos de Gante, Tournai y Troyes, a quienes obligó a renunciar a sus sedes y los deportó a varias ciudades. Luego, el 3 de diciembre, declaró inaceptable el breve y encargó a los prelados que pidieran otro. Pío VII se negó.

El 9 de enero de 1812, los prelados informaron al Papa, de parte del emperador, que si el Papa resistía más, el emperador actuaría a su propia discreción en el asunto de la institución de los obispos. Pío VII envió una respuesta personal al emperador, en el sentido de que él (el Papa) necesitaba un concilio más numeroso y facilidad de comunicación con los fieles, y que luego, "para satisfacer los deseos del emperador, haría todo lo que fuera consistente con los deberes de su ministerio apostólico". A modo de réplica, el 9 de febrero Napoleón dictó a su ministro de culto público una carta extraordinariamente vehemente, dirigida a la diputación de prelados. En ella se negó a dar la libertad a Pío VII o a dejar que los "cardenales negros" volvieran a él; dio a conocer que si el Papa persistía en la negativa a gobernar la Iglesia, ellos prescindirían del Papa; y aconsejó al Papa, en términos insultantes, que abdicara. Chabrol, el prefecto de Montenotte, le leyó esta carta a Pío VII y le aconsejó que entregara la tiara. “Nunca”, fue la respuesta del Papa.

Luego, el 23 de febrero, Chabrol notificó al Papa de parte del emperador que Napoleón consideraba abrogados los Concordatos y que ya no permitiría que el Papa interfiriera de ninguna manera en la institución canónica de los obispos. Pío VII le contestó que no cambiaría su actitud. La señora de Staël escribió a Henri Meister: "¡Qué poder es la religión que da fuerza a los débiles cuando todo lo que era fuerte ha perdido su fuerza!" La diferencia entre el Papa y el emperador naturalmente influyó sobre los sentimientos del clero hacia Napoleón y sobre la política del emperador hacia la religión. A partir de este momento Napoleón les negó cualquier exención del servicio militar a los seminaristas. Hizo más estricto el monopolio universitario de la enseñanza, y Broglie, obispo de Gante, que después de salir de la prisión de Vincennes había continuado manteniendo correspondencia con su clero, fue enviado a la isla de Sainte Marguerite.

Últimas Guerras; Concordato de Fontainebleau

En ese momento, Napoleón estaba absolutamente ebrio de poder. El Imperio Francés tenía 130 departamentos; el Reino de Italia, 240. Las siete provincias de Iliria estaban sujetas a Francia. El rigor del bloqueo continental estaba arruinando el comercio inglés y avergonzando a los estados europeos. Al zar le habría gustado que Napoleón, amo de Occidente, le dejara libertad de acción en Polonia y Turquía; enfurecido por no recibir tales concesiones, se acercó a Inglaterra. Los ejércitos franceses en España estaban agotando sus fuerzas en una guerra salvaje e ineficaz contra un incesante levantamiento de la población nativa; sin embargo, Napoleón resolvió atacar también a Rusia. De marzo a junio de 1812 realizó un congreso de reyes en Dresden, y se preparó para la guerra. Fue en Dresden en mayo de 1812 que, bajo el pretexto de satisfacer las demandas de Francisco José de un trato más gentil para el Papa, Napoleón decidió trasladar a Pío VII de Savona a Fontainebleau; el hecho es que temía que los ingleses intentaran un coup de main sobre Savona y se llevaran al Papa. Después de un viaje cuyos dolorosos incidentes ha relatado d'Haussonville, siguiendo un manuscrito en el Museo Británico, Pío VII llegó a Fontainebleau el 19 de junio. Se pusieron a su disposición equipajes, se le pidió comparecer en público y oficiar, pero se negó; llevó una vida solitaria en el interior del palacio y no dio el menor indicio de estar dispuesto a ceder a las exigencias de Napoleón.

Napoleón declaró definitivamente la guerra al zar el 22 de junio de 1812. Pronto se vio que el asunto era dudoso. Los rusos devastaron todo el país antes de la llegada de los ejércitos franceses y evitaron las batallas campales tanto como pudieron. La victoria de Borodino (7 sept. 1812), extremadamente sangrienta, abrió a Napoleón las puertas de Moscú (14 sept. 1812). Había esperado pasar el invierno allí, pero el incendio provocado por los rusos lo obligó a volver sobre sus pasos hacia el oeste, y la retirada de la "Grande Armée" tan heroicamente cubierta por Marshall Ney, costó a Francia la vida de innumerables soldados. El paso de la Beresina fue glorioso. En cuanto a Lituania, Napoleón compartió los sufrimientos de su ejército, luego se apresuró a París, donde reprimió la conspiración del general Malet y preparó una nueva guerra para el año 1813.

Cuando partió hacia Prusia fue su idea extender su marcha más allá de ese país, a través de Asia hasta la India, para derribar "el andamio de la grandeza mercantil levantada por los ingleses, y golpear a Inglaterra en el corazón". "Después de esto", declaró, "será posible arreglar todo y terminar con este asunto de Roma y del Papa. La catedral de París se convertirá en la del mundo católico... Si Bossuet viviera ahora, habría sido arzobispo de París hace mucho tiempo, y el Papa todavía estaría en el Vaticano, lo que sería mucho mejor para todos, porque entonces no habría trono pontificio más alto que el de Notre Dame, y París no podría temer a Roma. Con tal presidente, celebraría un Concilio de Nicea en la Galia".

Pero el fracaso de la campaña rusa trastornó todos estos sueños. Ahora la actitud altiva del emperador hacia la Iglesia se modificó. El 29 de diciembre de 1812 escribió de su propia mano una afectuosa carta al Papa en la que expresaba su deseo de poner fin a la disputa. Duvoisin fue enviado a Fontainebleau para negociar un concordato. Las demandas de Napoleón eran las siguientes: el Papa debía jurar no hacer nada contra los cuatro artículos; debía condenar el comportamiento de los cardenales negros hacia el emperador; debía permitir que los soberanos católicos escogiesen dos tercios de los cardenales, fijar su residencia en París, aceptar el decreto del concilio sobre la institución canónica de los obispos y permitir que se aplicasen a los obispados de los Estados Romanos. Pío VII estuvo diez días discutiendo el asunto.

El 18 de enero de 1813, el propio emperador llegó a Fontainebleau y pasó muchos días en tormentosas entrevistas con el Papa aunque, según la propia declaración de Pío VII al Conde Paul Van der Vrecken (27 sept. 1814), Napoleón no cometió ningún acto de violencia contra el Papa. El 25 de enero de 1813 se firmó un nuevo concordato. En él no se mencionan ni los Cuatro Artículos, ni la nominación de cardenales por parte de los soberanos católicos, ni el lugar de residencia del Papa. Las seis diócesis suburbicarias quedaron a disposición del Papa, que además podría proveer directamente para diez obispados, ya sea en Francia o en Italia —en todos estos puntos Napoleón hizo concesiones. Pero, por otro lado, el Papa confirmó el decreto del concilio de 1811 sobre la institución canónica de los obispos. Según las mismas palabras de su preámbulo, este concordato estaba destinado únicamente "a servir de base para un arreglo definitivo". Pero, el 13 de febrero, Napoleón hizo que se publicara, tal como estaba, como una ley del Estado. Esto fue muy injusto para con Pío VII: el emperador no tenía derecho a convertir los "artículos preliminares" en un acto definitivo.

Para el 9 de febrero ya Napoleón había liberado a los cardenales encarcelados; fueron a Fontainebleau y encontraron a Pío VII muy ansioso por el tema de la firma que había dado, y que lamentaba. Con el consejo de Consalvi, se preparó para retractarse de los "artículos preliminares". En su carta del 24 de marzo a Napoleón se reprochaba haber firmado estos artículos y desautorizaba la firma que había dado. Napoleón había fallado atrozmente. No escuchó el consejo del conde de Narbonne, quien, en una carta redactada por el joven Villemain, expresó la opinión de que el Papa debía ser puesto en libertad y enviado de regreso a Roma. Se ha afirmado que Napoleón les había dicho a sus ministros de Estado: "Si no tumbo la cabeza de los hombros de algunos de esos sacerdotes en Fontainebleau, las cosas nunca se arreglarán". Esta es una leyenda; por el contrario, ordenó al ministro de culto público que mantuviera en secreto la carta del 24 de marzo. Inmediatamente, actuando bajo su propia autoridad, declaró el concordato de Fontainebleau vinculante para la Iglesia y llenó doce sedes vacantes. El 5 de abril hizo sacar de Fontainebleau al cardenal di Pietro y amenazó con hacer lo mismo por el cardenal Pacca.

En las diócesis de Gante, Troyes y Tournai, los capítulos consideraban intrusos a los obispos nombrados por Napoleón. Las medidas irregulares del emperador solo exasperaron la resistencia del clero. El clero belga, advertido por el conde Van der Vrecken de la retractación del Papa, comenzó a agitar contra la política imperial. Mientras tanto, el 25 de abril de 1813, Napoleón asumió el mando del ejército de Alemania. Las victorias de Lutzen (2 de mayo) y Bautzen (19 a 22 de mayo) debilitaron a las tropas prusianas y rusas. Pero el emperador cometió los errores de aceptar la mediación de Austria —sólo un artificio para ganar tiempo— y de consentir en la celebración del congreso de Praga (julio). Una carta de Pío VII, llevada en secreto ante muchos peligros por Van der Vrecken, advirtió al Congreso de Praga que el Papa rechazaba formalmente los artículos del 25 de enero. Sin embargo, por medio del ejército, Napoleón continuó enviando desde su cuartel general severas órdenes calculadas para vencer la resistencia del clero belga; el 6 de agosto hizo que el director del seminario de Gante fuera encarcelado y que todos los estudiantes fueran llevados a Magdeburgo; el 14 de agosto hizo arrestar a los canónigos de Tournai.

Pero sus peligros iban en aumento. José había sido expulsado de España. Bernadotte, rey de Suecia, uno de los veteranos del propio Napoleón, estaba expulsando a las tropas francesas de Stralsund. Bajo Schwarzenberg, Blücher y Bernadotte, se formaron tres ejércitos contra el emperador. Ahora solo tenía 280.000 hombres contra 500.000. Obtuvo la victoria en Dresden (27 agosto), pero sus generales estaban cayendo por todos lados. Fue abandonado por los contingentes bávaros en la famosa "Batalla de las Naciones" en Leipzig (18 a 19 de octubre), la deserción de los Würtemberger y los sajones fue la principal causa de su derrota. Las victorias de Hanau (30 octubre) y Hocheim (2 de noviembre) permitieron a sus tropas regresar a Francia, pero los aliados pronto entrarían en esa tierra.

Liberación del Papa; Fin del Imperio

La liberación del Papa figuraba en el programa de los aliados. En vano el emperador envió a la Marquesa di Brignoli a Consalvi, y a Fallot de Beaumont, arzobispo de Bourges, a Pío VII para entablar negociaciones. Cuando se enteró de que Murat se había pasado a los aliados y había ocupado las provincias romanas por su propia cuenta, se ofreció infructuosamente (18 enero 1814) a restaurar los Estados Pontificios a Pío VII. Pío VII declaró que tal restitución era un acto de justicia y no podía ser objeto de un tratado. Mientras tanto, Blücher y Schwarzenberg avanzaban por Borgoña. El 24 de enero, Lagorse, el comandante de gendarmes, que había custodiado a Pío VII durante cuatro años, le anunció que estaba a punto de llevarlo de regreso a Roma. El Papa fue trasladado en breves etapas por el sur y el centro de Francia. Napoleón derrotó a los aliados en Saint Dizier y en Brienne (27 - 29 enero 1814), los príncipes ofrecieron la paz con la condición de que Napoleón restableciera las fronteras de Francia a lo que eran en 1792, a lo cual él se negó. Dado que los aliados exigieron la liberación del Papa, Napoleón envió órdenes a Lagorse, que lo llevaba por el sur de Francia, para que lo dejara ir a Italia. El 10 de marzo, el prefecto de Montenotte recibió órdenes de llevar al Papa hasta los puestos avanzados de Austria en el territorio de Piacenza. El cautiverio de Pío VII había llegado a su fin.

La guerra se reanudó inmediatamente después del Congreso de Chatillon. En cinco días, Napoleón le dio batalla a Blücher cuatro veces en Champaubert, Montmirail, Chateau Thierry y Vauchamp, y lo arrojó contra Châlons; contra Schwarzenberg libró las batallas de Guiges, Mormant, Nangis y Méry, abriendo así el camino a Troyes. Pero Lyon fue tomada por los austríacos y Burdeos por los ingleses. Agotado como estaba, Napoleón volvió a golpear a Blücher en Craonne (7 de marzo), retomó Reims y Epernay, y pensó en cortar la retirada de Blücher y Schwarzenberg en el Rin. Hizo que se decretara una leva general, pero los aliados tenían sus agentes en París. Marmont y Mortier capitularon. El 31 de marzo los aliados entraron a París. El 3 de abril el Senado declaró destronado a Napoleón. Al regresar a Fontainebleau, el emperador, decidido a intentar un último esfuerzo, fue detenido por la deserción del cuerpo de Marmont en Essonnes. El 20 de abril salió de Fontainebleau; el 4 de mayo estaba en Elba.

Al cabo de diez meses, al enterarse de la impopularidad del régimen fundado en Francia por Luis XVIII, Napoleón abandonó Elba en secreto, desembarcó en Cannes (1 marzo 1815) y fue triunfante de Grenoble a París (20 marzo 1815). Luis XVIII huyó a Gante. Entonces comenzaron los Cien Días. Napoleón deseaba dar a Francia libertad y paz religiosa de inmediato. Por un lado, por el Acte Additionnel, garantizó al país un gobierno constitucional; por otra parte (4 abril 1815), hizo que el duque de Vicenza escribiera al cardenal Pacca, y él mismo le escribió a Pío VII, cartas con espíritu pacífico, mientras que a Isoard, auditor de la Rota, se le encomendó tratar con el Papa en su nombre.

Pero la Coalición se reorganizó. Napoleón tenía 118,000 reclutas contra más de 800,000 soldados; venció a Blücher en Ligny (16 junio), mientras que Ney venció a Wellington en Quatre Bras; al otro día, en Waterloo, Napoleón venció a Bülow y a Wellington hasta las siete de la noche, pero la llegada de 30,000 prusianos, bajo el mando de Blücher, resultó en la derrota del emperador. Abdicó a favor de su hijo, partió hacia Rochefort y reclamó la hospitalidad de Inglaterra; esta lo declaró prisionero de la Coalición y, a pesar de sus protestas, lo llevó a la isla de Santa Elena. Allí permaneció hasta su muerte (5 mayo 1821), estrictamente vigilado por Hudson Lowe, y dictó a los generales Montholon, Gourgaud y Bertrand aquellas "Mémoires" que le dan derecho a un lugar entre los grandes escritores. Al mismo tiempo Las Casas escribía día a día el "Mémorial de Sainte Hélène", un diario de las conversaciones del emperador.

En el primero de su cautiverio, Napoleón se quejó a Montholon de no tener capellán. "Descansaría mi alma escuchar Misa", dijo. Pío VII solicitó a Inglaterra que accediera al deseo de Napoleón, y el abad Vignali se convirtió en su capellán. El 20 de abril de 1821, Napoleón le dijo: "Nací en la religión católica. Deseo cumplir con los deberes que impone y recibir el socorro que administra". A Montholon le afirmó su fe en Dios, leyó en voz alta el Antiguo Testamento, los Evangelios y los Hechos de los Apóstoles. Habló de [[Papa Pío VII |Pío VII]] como "un anciano lleno de tolerancia y luz". "Circunstancias fatales", agregó, "embrollaron nuestros ministerios; lo lamento mucho". Lord Rosebery ha concedido mucha importancia a las paradojas con las que el emperador solía burlarse de Gourgaud y se divertía afirmando la superioridad del mahometismo, el protestantismo o el materialismo. Un día, cuando había estado hablando en este tono, Montholon le dijo: "Sé que Su Majestad no cree ni una palabra de lo que acaba de decir". "Tienes razón", dijo el emperador, "en cualquier caso, ayuda a pasar una hora".

Napoleón no era un incrédulo; pero no admitiría que nadie estuviera por encima de él, ni siquiera el Papa. "Alejandro Magno", le dijo una vez a Fontanes, "se declaró hijo de Júpiter. Y en mi tiempo encuentro un sacerdote que es más poderoso que yo". Este orgullo trascendente dictaba su política religiosa y la viciaba por completo. Como dijo Talleyrand, con el concordato había "hecho no sólo un acto de justicia, sino también un acto muy inteligente, pues con este único hecho se había ganado las simpatías de todo el mundo católico". Pero el mismo Talleyrand declara, en sus "Mémoires", que su lucha con Roma fue producida por "la ambición más insensata", y que cuando quiso privar al Papa de la institución de los obispos, "fue tanto más culpable porque había tenido ante sí los errores de la Constituyente ". Este doble juicio del exobispo constitucional, más tarde ministro de Asuntos Exteriores del emperador, será aceptado por la posteridad. Por un extraño destino, este emperador que viajó por toda Europa, y cuya actitud hacia la religión católica fue en cierta medida heredada de los antiguos emperadores romanos, nunca puso un pie en Roma; a través de él, Roma se vio privada durante muchos años de la presencia del sucesor más remoto de San Silvestre y de León III; pero el sucesor de Constantino y de Carlomagno no vio a Roma, y Roma no lo vio a él.

BIBLIOGRAFÍA

Principales Fuentes: Correspondencia de Napoléon premier (1858 ss.); Lecestre, Lettres inédites de Napoléon I (París, 1897); Oxx Euvres de Napoléon Bonaparte (París, 1822); Mémoires dictés a Sainte Hélène, ed. Lacroix (París, 1904); Las Casas, Mémorial de Sainte Hélène (Londres, 1853); Memoirs of Chateaubriand y Talleyrand.

Obras Generales: Thiers, The Consulate and the Empire under Napoleon (tr. Londres, 1893); Allison, History of Europe from the commencement of the French Revolution to the restoration of the Bourbons (Edimburgo, 1849 1858); Rose, The Revolutionary and Napoleonic Era (Cambridge, 1907); Hazlitt, Life of Napoleon Bonaparte (Londres, 1894); Watson, Napoleon, a Sketch of his Life (Nueva York, 1902); Sloane, Life of Napoleon Bonaparte (Nueva York, 1896); Taine, Modern Régime, tr. Durand (Londres, 1904); Levy, Napoléon intime (París, 1893; reprinted, Edimburgo, 1910); Masson, Napoléon dans sa jeunesse (París, 1907); Idem, Napoléon et sa famille (París, 1897 1907); Idem, Napoléon et son fils (París, 1904); Idem, Napoléon inconnu (París, 1895); Idem, Josephine empress and queen, tr. Hoey (Londres, 1899). En Francia Frédéric fue uno de los principales estudiosos de la historia napoleónica. Sus numerosas obras son indispensables para el conocimiento del Imperio.

Estudios Especiales.

  • Sus sentimientos religiosos. Bourgine, Première communion et fin chrétienne de Napoléon (Tours, 1897); Fischer, Napoleon I, dessen Lebens und Charaktersbild mit besonderer Rücksicht auf seine Stelling zur christlichen Religion (Leipzig, 1904).
  • Su juventud: Chuquet, La jeunesse de Napoléon (París, 1897 98); Browning, Boyhood and Youth of Napoleon, 1760 1793 (Londres, 1906).
  • La llegada de Napoelón: Vandal, Avènement de Bonaparte (París, 1902 1907).
  • Relaciones con Inglaterra. Coquelle, Napoleon and England (1808 1813), tr. Knox (Londres, 1904); Levy, Napoléon et la paix (París, 1902); Wheeler and Broadley, Napoleon and the Invasion of England, the story of the Great Terror (Londres, 1908); Alger, Napoleon's British visitors and captives (Westminster, 1904); Grand Carteret, Napoléon en images, estampes anglaises (París, 1895); Ashton, English Caricature and Satire on Napoleon I (Londres, 1884).
  • Relaciones con España: DeGrandmaison, L'Espagne sous Napoléon (París, 1908).
  • El Divorcio: Welschinger, Le divorce de Napoléon (París, 1889); Rineri, Napoleone e Pio VII (1804 1813); (Turin, 1906).
  • Relaciones con Rusia: Vandal, Napoléon et Alexandre I (París, 1891 1894); De Ségur, Histoire de Napoléon et de la Grande Armée pendant l'année 1812, in the Nelson collection (Edimburgo, 1910).
  • El Final: Wolseley, Decline and Fall of Napoleon (Londres, 1895); Rosebery, Napoleon, the Last Phase (Londres, 1900); Browning, Fall of Napoleon (Londres, 1907); Houssaye, 1814 (París, 1888); Idem, 1815 (París, 1893 99); Idem, Waterloo, tr. Mann (Londres, 1900); Seaton, Napoleon's captivity in relation to Sir Hudson Lowe (Londres, 1903).

Política Italiana y Religiosa: De Barral, Fragments relatifs à l'histoire ecclésiastique du 19ième siècle (París, 1814); DePradt, Les quatre concordats (París, 1818); Ricard, Correspondance diplomatique et papiers inédits du cardinal Maury (París, 1891). Words of Erudition. Bouvier, Bonaparte en Italie: 1796 (París, 1899); Driault, Napoléon en Italie (París, 1906); D'Haussonville, L'église romaine et le premier empire (París, 1868); Welschinger, Le pape et l'empereur 1804 1815 (París, 1905); Rinieri, Napoleone e Pio VII, 1804 1813 (Turin, 1906); Madelin, La Rome de Napoléon: la domination française à Rome de 1809 à 1814 (París, 1906); Chotard, Le pape Pie VII à Savone (París, 1887); Destram, La déportation des pretres sous Napoléon I in Rev. Hist., XI (1879); De Lanzac de Laborie, París sous Napoleon: la religion (París, 1907); Lyonnet, Histoire de Mgr d'Aviau (París, 1847); Meric, Histoire de M. Emery (París, 1895); de Grandmaison, Napoléon et les Cardinaux noirs (1895); Caussette, Vie du Card. d'Astros (París, 1853); Guillaume, Vie épiscopale de Mgr d'Osmond (París, 1862); Marmottan, L'institution canonique et Napoléon I: l'archevêque d'Osmond à Florence in Revue Historique, LXXXVI (1904); vea también la bibliografía en el artículo Concordato de 1801; Articles, the Organic; Pius VI; Pius VII. Para una más completa bibliografía del tema, consulte Kirchheisen, Bibliographie de l'époque de Napoléon I (París, 1908); Davois, Bibliographie Napoléonienne française jusqu'en 1908; I (París, 1909); Rivista Napoleonica (1901 ss.).


Fuente: Goyau, Georges. "Napoleon I (Bonaparte)." The Catholic Encyclopedia. Vol. 10, págs. 687-699. Nueva York: Robert Appleton Company, 1911. 9 agosto 2021. <http://www.newadvent.org/cathen/10687a.htm>.

Traducido por Luz María Hernández Medina