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Domingo, 22 de diciembre de 2024

Obediencia Civil

De Enciclopedia Católica

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Definición

Por obediencia civil se entiende el deber de lealtad y obediencia que una persona le debe al Estado del cual es ciudadano. La palabra inglesa “allegiance” deriva de liege, libre, e históricamente significa el servicio que un hombre libre le debía a su señor feudal. En el asunto en cuestión, su significado es más amplio, se utiliza para denotar el deber que un ciudadano debe al estado del que es súbdito. De acuerdo a la enseñanza de la Iglesia católica, ese deber descansa en la naturaleza misma y las sanciones de la religión. Según la naturaleza y la religión prescriben a los niños una conducta obediente hacia los padres que los trajeron al mundo, así mismo la naturaleza y la religión imponen a los ciudadanos ciertas obligaciones hacia su país y sus gobernantes. Estas obligaciones pueden reducirse a las de patriotismo y obediencia. El patriotismo requiere que el ciudadano tenga una estima y un amor razonables por su país. Debe interesarse por la historia de su país, debe saber cómo valorar sus instituciones y debe estar preparado para sacrificarse por su bienestar. En la necesidad de su país, no solo es una cosa noble, sino que es un deber sagrado dar la vida por la seguridad de la nación. El amor por su país llevará al ciudadano a mostrar honor y respeto a sus gobernantes. Ellos representan al Estado, y Dios les confió el poder para gobernarlo para el bien común.

El principal deber del ciudadano es obedecer las leyes justas de su país. Para poder distinguir qué leyes de la autoridad civil son justas y obligatorias, será aconsejable establecer los principios de la teología católica respecto a la naturaleza, el tema y los límites de la obediencia que los ciudadanos deben al Estado. Para entender esto debemos saber algo de las relaciones mutuas entre la Iglesia y el Estado. Desde el tiempo de Nuestro Señor hasta el presente, no ha habido acusación más persistente contra los católicos que la de no poder ser buenos católicos y buenos ciudadanos al mismo tiempo. Se dice que deben una lealtad dividida. Por un lado están obligados a obedecer a un Papa infalible, el cual es el único juez dentro de su esfera de autoridad, y el cual puede ser un extranjero; y por el otro, deben satisfacer los reclamos del Estado a la lealtad y obediencia de sus súbditos. Se afirma que los deberes del ciudadano seguramente serán sacrificados por los católicos devotos a los intereses de su Iglesia.

Este conflicto de jurisdicciones no surgió en tiempos precristianos. Cada nación tenía su propia religión, sus propios dioses, su propio culto. La religión nacional era un elemento primario en la constitución del Estado. El principal gobernante del Estado era también el supremo pontífice. Como el ciudadano le debía obediencia a las leyes de su país, así mismo le debía reverencia y adoración a sus dioses. El Estado dominaba con absoluta influencia sobre lo espiritual y lo temporal; reclamaba toda la devoción tanto del cuerpo como del alma.

Jesucristo estableció un reino espiritual en la tierra, que llamamos su Iglesia. Él le dio a su Iglesia autoridad sobre todos los asuntos concernientes al culto del único y verdadero Dios, y la salvación de las almas; fue su intención que se predicase el Evangelio a toda criatura, que todos los hombres entrasen a su Reino y que su Iglesia fuese católica, es decir, universal. Este hecho es de suprema importancia no solo en religión, sino también en historia y política. Como dijo von Ranke:

”El surgimiento del cristianismo conllevó la liberación de la religión de todos los elementos políticos. De esto surgió el crecimiento de una clase eclesiástica distinta con una constitución peculiar. En esta separación de la Iglesia y del Estado consiste quizás la peculiaridad más grande, más penetrante e influyente de todos los tiempos cristianos... Las relaciones mutuas de los poderes espirituales y seculares, su posición con respecto al otro, forman a partir desde ese momento una de las más importantes consideraciones en toda la historia (Los Papas, I, 10).

La enseñanza de la Iglesia católica sobre el deber de lealtad civil será clara si establecemos su doctrina sobre el origen y los límites del poder temporal y espiritual, y la relación en la que se encuentran entre sí. La enseñanza de la Iglesia sobre estos puntos es parte de su sistema doctrinal, derivado de las Escrituras y la tradición. Los arzobispos y obispos de los Estados Unidos usaron las siguientes palabras ponderosas en la carta pastoral conjunta que dirigieron al clero y a los laicos a su cargo en el Segundo Concilio Plenario de Baltimore, celebrado en el año 1866:

” Los enemigos de la Iglesia no pueden representar sus reclamos como incompatibles con la independencia del poder Civil, y su acción como impedimento a los esfuerzos del Estado para promover el bienestar de la sociedad. En la medida en que estos cargos se funden en hechos, la autoridad e influencia de la Iglesia será el apoyo más eficaz de la autoridad temporal por la cual se gobierna la sociedad. La iglesia de hecho no proclama la independencia absoluta y total del poder civil, porque enseña con el Apóstol que "todo poder es de Dios"; que el magistrado temporal es su ministro, y el poder de la espada que maneja es un ejercicio delegado de autoridad encomendado a él desde lo alto. Para los hijos de la Iglesia, la obediencia al poder civil no es una sumisión a la fuerza a la que no se puede resistir; ni simplemente el cumplimiento de una condición confusa de paz y seguridad; sino un deber religioso fundado en la obediencia a Dios, por cuya autoridad el magistrado civil ejerce su poder.”

Para conocer en detalle cuál es la doctrina católica sobre el deber de obediencia civil, no podemos hacer nada mejor que consultar a los Papas mismos. León XIII toca esta doctrina en varias de sus cartas encíclicas; la trata extensamente en la que emitió el 1 de noviembre de 1885 con las palabras "Immortale Dei".

Origen del Estado

Según la enseñanza católica, el hombre es por naturaleza un animal social; naturalmente busca la sociedad de sus semejantes, y no puede lograr su desarrollo adecuado excepto en sociedad. Al nacer y criarse en el seno de la familia, a partir de las necesidades de su naturaleza, así, para defenderse, para alcanzar la perfección total de sus facultades corporales, mentales y espirituales, las familias deben unirse y formar una sociedad superior y más poderosa: el Estado. La naturaleza prescribe que el padre debe ser la cabeza de la familia y mantener la paz entre los ciudadanos, para garantizarles a todos sus derechos, para castigar al malhechor, para fomentar el bien común, la naturaleza exige imperiosamente que haya una autoridad suprema en el Estado. Como dice León XIII en la encíclica "Immortale Dei":

” No es difícil determinar cuál sería la forma y el carácter del Estado si se rigiese según los principios de la filosofía cristiana. El instinto natural del hombre lo mueve a vivir en la sociedad civil, ya que, si vive separado, no puede proporcionarse los requisitos de vida necesarios, ni adquirir los medios para desarrollar sus facultades mentales y morales. Por lo tanto, está divinamente ordenado que debe llevar su vida, ya sea familiar, social o civil, con sus semejantes, entre los cuales solo sus diversas necesidades pueden ser adecuadamente abastecidas. Pero como ninguna sociedad puede mantenerse unida a menos que alguien esté por encima de todo, dirigiendo a todos a luchar fervientemente por el bien común, cada comunidad civilizada debe tener una autoridad gobernante, y esta autoridad, no menos que la sociedad misma, tiene su origen en la naturaleza, y tiene en consecuencia a Dios por su autor. De ahí surge que todo poder público debe proceder de Dios. Pues Dios solo es el verdadero y supremo Señor del mundo. Todo, sin excepción, debe estar sujeto a Él, y debe servirle, de modo que quien tenga el derecho a gobernar, lo posea de una sola y única fuente, a saber, Dios, el soberano gobernante de todos. ´No hay poder sino de Dios´.”

El estado de la sociedad civil es el estado de la naturaleza; nunca hubo, ni, siendo la naturaleza del hombre lo que es, podría haber habido un estado en el que los hombres llevaran una vida solitaria de libertad sin las restricciones y las ventajas de la sociedad civil, como lo soñaron Hobbes, Locke, y Rousseau. La autoridad del estado se deriva no de un pacto social, hecho voluntariamente por los hombres, sino, como la autoridad del padre de familia, se deriva de la naturaleza misma, y de Dios, el autor y Señor de la naturaleza. Esta doctrina católica respecto al origen de la autoridad civil, según es inherente a la sociedad, debe distinguirse cuidadosamente de la teoría del derecho divino de los reyes, que fue popular en Inglaterra entre el partido de la Alta Iglesia en el siglo XVII. Según la teoría del derecho divino, el rey era el vicegerente divinamente constituido de Jesucristo en la tierra; era responsable por sus actos solo ante Dios; en nombre de Dios gobernaba a sus súbditos tanto en asuntos espirituales como temporales. La teoría unía el poder espiritual y el temporal en un solo sujeto, y derivaba la autoridad combinada de la delegación directa e inmediata de Dios; ha sido llamada adecuadamente el cesaropapismo.

Pero aunque la naturaleza y Dios prescribe que debe haber una autoridad suprema en el Estado, y que todos los ciudadanos deben conscientemente rendirle la debida obediencia, aun así ellos no determinan el modo de la autoridad civil suprema. Ya sea que un Estado en particular sea una monarquía, una oligarquía o una democracia, o cualquier combinación de estas formas de gobierno, es un asunto que depende de la historia y el carácter del pueblo. Siempre que el gobierno cumpla su función, su forma a los ojos de la Iglesia Católica es de poca importancia. Como dice León XIII:

”El derecho a gobernar no está necesariamente vinculado a ningún modo especial de gobierno. Puede adoptar esta o aquella forma, siempre que su naturaleza garantice el bienestar general. Pero cualquiera que sea la naturaleza del gobierno, los gobernantes deben tener en cuenta que Dios es el gobernante supremo del mundo y deben ponerlo ante sí mismos como su ejemplo y ley en la administración del Estado.” (Encíclica Immortale Dei)

Ese mismo Papa toca este tema en su encíclica (10 enero 1890) sobre los principales deberes de los cristianos como ciudadanos. Él escribe:

“La Iglesia, la guardiana siempre por derecho propio y la más observadora del de los demás, sostiene que no le corresponde a ella decidir cuál es la mejor entre muchas formas diferentes de gobierno y las instituciones civiles de los estados cristianos, y en medio de los diversos tipos del gobierno del Estado, ella no desaprueba ninguno, siempre que se mantenga el debido respeto a la religión y la observancia de la buena moral.”

Regresó al mismo punto en su encíclica de 16 de febrero de 1892, sobre la lealtad a la república de Francia:

” Varios gobiernos políticos se sucedieron en Francia durante el siglo pasado, cada uno con su propia forma distintiva: el Imperio, la Monarquía y la República. Al entregarse a las abstracciones, uno podría concluir cuál es la mejor de estas formas, consideradas en sí mismas; y, en verdad, se puede afirmar que cada una de ellas es buena, siempre que conduzca directamente al final —es decir, al bien común, para el cual se constituye la autoridad social— y finalmente, se puede agregar que desde el punto de vista relativo, tal y tal forma de gobierno puede ser preferible debido a que se adapta mejor al carácter y las costumbres de tal o cual nación. En este orden de ideas especulativas, los católicos, como todos los demás ciudadanos, son libres de preferir una forma de gobierno a otra, precisamente porque ninguna de estas formas sociales se opone, en sí misma, a los principios de la sana razón ni a las máximas de la doctrina cristiana.

El Estado no secularista

El Estado no debe ser indiferente a la religión ni profesar simple secularismo. León XIII escribe en la encíclica “Immortale Dei”:

” El Estado, constituido como está, claramente está obligado a cumplir con los múltiples e importantes deberes que lo vinculan con Dios, por la profesión pública de religión. La naturaleza y la razón, que ordenan a cada individuo a adorar a Dios piadosa y santamente, porque le pertenecemos y debemos regresar a Él, ya que de Él vinimos, impone la misma obligación a la sociedad civil por una ley similar. Pues los hombres no están menos sujetos al poder de Dios cuando viven unidos en sociedad que cuando viven aislados; y la sociedad, por su parte, no está menos obligada que los particulares a dar gracias a Dios, a quien debe su existencia, su conservación y la innumerable abundancia de sus bienes. Entonces, como a nadie se le permite ser negligente en el servicio debido a Dios, y dado que el deber principal de todos los hombres es aferrarse a la religión tanto en su enseñanza como en su práctica — no la que cada uno prefiera, sino la que Dios manda y consta por argumentos ciertos e irrevocables como única y verdadera— de la misma manera los Estados no pueden obrar, sin incurrir en pecado, como si Dios no existiese, ni rechazar la religión como cosa extraña o inútil, ni pueden, por último, elegir indiferentemente una religión entre tantas, pues estamos absolutamente obligados a adorar a Dios de la manera que ha demostrado ser su voluntad. Por lo tanto, todos los que gobiernan deben tener en honor el santo nombre de Dios, y uno de sus deberes principales debe ser favorecer la religión, protegerla y defenderla bajo el amparo y sanción de las leyes y no organizar ni promulgar ningunas medidas que puedan comprometer su seguridad. Este es el deber obligado de los gobernantes hacia las personas sobre las que gobiernan. Porque todos los hombres hemos nacido y hemos sido criados para alcanzar un fin último y supremo, al que debemos referir todos nuestros propósitos, y colocado en el cielo, más allá de la frágil brevedad de esta vida. Si, pues, de este sumo bien depende la felicidad perfecta y total de los hombres, la consecuencia es clara: la consecución de este bien importa tanto a cada uno de los ciudadanos que no hay ni puede haber otro asunto más importante. Por tanto, es necesario que el Estado, establecido para el bien de todos, al asegurar la prosperidad pública, proceda de tal forma que, lejos de crear obstáculos, dé todas las facilidades posibles a los ciudadanos para el logro de aquel bien sumo e inconmutable que naturalmente desean. La primera y principal de todas ellas consiste en procurar una inviolable y santa observancia de la religión, cuyos deberes unen al hombre con Dios."

La Iglesia: una Sociedad Divina

Aunque el Estado no debe ser indiferente a la religión, sin embargo, la autoridad directa en los asuntos relacionados con ella, desde la venida de Jesucristo, ya no pertenece al Estado sino a la Iglesia, una sociedad divinamente constituida y perfecta que Él fundó, y a la que dio pleno poder espiritual para gobernar sus asuntos en materia de religión y guiarlos a Dios. Como dice León XIII, en su encíclica del 10 de enero de 1890:

” Nadie, sin riesgo para la fe, puede abrigar dudas sobre si la Iglesia sola ha sido investida con el poder de gobernar las almas como para excluir por completo a la autoridad civil.

Y en la Encíclica “Immortale Dei” dice:

” El Hijo unigénito de Dios ha establecido en la tierra una sociedad que se llama la Iglesia; y a esta transmitió, para continuarla a través de toda la historia, la excelsa y divina misión que Él en persona había recibido de su Padre. «Como me envió mi Padre, así os envío yo» (Jn. 20,21). «Yo estaré con vosotros todos los días hasta la consumación del mundo» (Mt. 28.20). Y así como Jesucristo vino a la tierra para que los hombres tengan vida, y la tengan abundantemente (Jn. 10,10), de la misma manera el fin que se propone la Iglesia es la salvación eterna de las almas. Y así, por su propia naturaleza, la Iglesia se extiende a toda la universalidad del género humano, sin quedar circunscrita por límite alguno de tiempo o de lugar. «Predicad el Evangelio a toda criatura» (Mc. 16,15).”
Dios mismo ha dado a esta inmensa multitud de hombres prelados con poderes para gobernarla, y ha querido que uno de ellos fuese el jefe supremo de todos y maestro máximo e infalible de la verdad, al cual entregó las llaves del Reino de los Cielos. «Yo te daré las llaves del reino de los cielos» (Mt. 16,19). «Apacienta mis corderos..., apacienta mis ovejas» (Jn. 21,16-17). «Yo he rogado por ti, para que no desfallezca tu fe» (Lc. 22-32). Esta sociedad, aunque está compuesta por hombres, como la sociedad civil, sin embargo, por el fin a que tiende y por los medios de que se vale para alcanzar este fin, es sobrenatural y espiritual. Por tanto, es distinta y difiere de la sociedad política. Y, lo que es más importante, es una sociedad genérica y jurídicamente perfecta, porque tiene en sí misma y por sí misma, por voluntad benéfica y gratuita de su Fundador, todos los elementos necesarios para su existencia y acción. Y así como el fin al que tiende la Iglesia es el más noble de todos, así también su autoridad es más alta que toda otra autoridad, ni puede en modo alguno ser inferior o quedar sujeta a la autoridad civil. Jesucristo ha dado a sus apóstoles una autoridad plena sobre las cosas sagradas, concediéndoles el poder más genuino y verdadero para legislar, así como el doble poder, derivado de éste, de juzgar y castigar. «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra; id, pues, enseñad a todas las gentes..., enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado» (Mt. 28,18-20). Y en otro texto: «Si los desoyere, comunícalo a la Iglesia» (Mt. 18,17). Y una vez más: «Prontos a castigar toda desobediencia y a reduciros a perfecta obediencia» (2 Cor. 10,6). Y aún más: «Emplee yo con severidad la autoridad que el Señor me confirió para edificar, no para destruir» (2 Cor. 13,10).”
”Por lo tanto, no es el Estado, sino la Iglesia, la que debe guiar a los hombres hacia la patria celestial. Dios ha dado a la Iglesia el encargo de juzgar y definir en las cosas tocantes a la religión, de enseñar a todos los pueblos, de ensanchar en lo posible las fronteras del cristianismo; en una palabra, de gobernar la cristiandad, según su propio criterio, con libertad y sin trabas.”

Relación entre los dos Poderes

En esa misma encíclica el Papa León XIII muestra que este poder ha sido siempre reclamado y ejercicio por la Iglesia, y luego procede a rastrear la relación que existe entre los dos poderes:

” El Todopoderoso, por lo tanto, ha repartido el gobierno de la raza humana entre dos poderes: el eclesiástico y el civil, uno puesto sobre lo divino y el otro sobre las cosas humanas. Ambos son soberanos en su género, cada uno queda circunscrito dentro de ciertos límites, límites que están definidos por la naturaleza y el objeto especial de la competencia de cada uno, de modo que hay, podemos decir, una órbita trazada dentro de la cual la acción de cada uno ejerce su actividad por derecho propio. Pero en la medida en que cada uno de estos dos poderes tiene autoridad sobre los mismos asuntos, y como podría suceder, esa misma cosa, —relacionada de manera diferente, pero que sigue siendo una y la misma cosa— podría pertenecer a la jurisdicción y la determinación de ambos, por lo tanto, Dios, quien prevé todas las cosas, y quien es el autor de estos dos poderes, ha marcado el curso de cada uno en una correcta correlación con el otro. «Porque los poderes que existen son ordenados por Dios». Si esto no fuera así, a menudo surgirían disputas y conflictos deplorables, y con frecuencia los hombres, como los viajeros en la intersección de dos caminos, vacilarían con ansiedad y duda, sin saber qué curso seguir, al verse solicitado por los mandatos contrarios de dos autoridades, a ninguna de las cuales puede, sin pecado, dejar de obedecer. Esta situación es totalmente contraria a la sabiduría y a la bondad de Dios, quien incluso en el mundo físico, de tan evidente inferioridad, ha equilibrado entre sí las fuerzas y las causas naturales con tan concertada moderación y maravillosa armonía, que ni las unas impiden a las otras ni dejan todas de concurrir con exacta adecuación al fin total al que tiende el universo.”
”Es necesario, por tanto, que entre ambas potestades exista una ordenada relación unitiva, comparable, no sin razón, a la que se da en el hombre entre el alma y el cuerpo. Para determinar la esencia y la medida de esta relación unitiva no hay, como hemos dicho, otro camino que examinar la naturaleza de cada uno de los dos poderes, teniendo en cuenta la excelencia y nobleza de sus fines respectivos. El poder civil tiene como fin próximo y principal el cuidado de las cosas temporales. El poder eclesiástico, en cambio, la adquisición de los bienes eternos. Así, todo lo que de alguna manera es sagrado en la vida humana, todo lo que pertenece a la salvación de las almas y al culto de Dios, sea por su propia naturaleza o en virtud del fin a que está referido, todo ello cae bajo el dominio y autoridad de la Iglesia. Pero las demás cosas que el régimen civil y político, en cuanto tal, abraza y comprende, es de justicia que queden sometidas a éste, pues Jesucristo mandó expresamente que se dé al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. No obstante, sobrevienen a veces especiales circunstancias en las que puede convenir otro género de concordia que asegure la paz y libertad de entrambas potestades; por ejemplo, cuando los gobernantes y el Romano Pontífice admiten la misma solución para un asunto determinado. En estas ocasiones, la Iglesia ha dado pruebas numerosas de su bondad maternal, usando la mayor indulgencia y condescendencia posibles.” (Vea CONCORDATO.)

La Jurisdicción Temporal de la Iglesia

El Papa entonces describe brevemente las ventajas que resultarían del establecimiento de este esquema cristiano de la sociedad si ambos poderes se contentaran con mantenerse dentro de su esfera legítima. Sin embargo, la naturaleza humana tiende a fallar y los conflictos entre las dos potencias han sido muchos y amargos. Si bien ningún católico afirmaría que en estas luchas la Iglesia ha tenido siempre la razón, los historiadores modernos de la escuela científica admiten libremente que el poder civil fue generalmente el agresor. Una causa de conflicto fue la jurisdicción sobre muchos asuntos meramente temporales que los emperadores cristianos de Roma otorgaron a los Papas y obispos. Durante la Edad Media, los obispos continuaron reclamando y ejerciendo esta jurisdicción, que a veces fue ampliada, a veces restringida, por las costumbres y leyes locales. De varias maneras, el Papa se convirtió en el señor supremo de reinos enteros durante el mismo período. Así, por el acto voluntario del rey Juan y sus barones, Inglaterra se convirtió en un feudo de la Santa Sede y durante un tiempo fue su tributario.

Cuando la Iglesia hubo adquirido legalmente derechos como estos, fue natural que deseara conservarlos; de hecho, ningún eclesiástico podía renunciar legalmente a los derechos justamente adquiridos de su iglesia, incluso en asuntos temporales, sin una causa justa y el permiso de la Santa Sede. Aun así, la doble jurisdicción condujo a conflictos entre las dos potencias, y gradualmente el Estado en la mayoría de los países europeos no solo privó a la Iglesia de la jurisdicción en asuntos temporales que ya poseía, sino que hizo grandes avances en el dominio espiritual que pertenece exclusivamente a la Iglesia. También surgieron conflictos por causas mixtas, como la legitimidad, que pertenecía a ambas jurisdicciones, y como consecuencia de la pretensión de la Iglesia de una jurisdicción indirecta e incidental en asuntos temporales. Así, la Iglesia reclama autoridad sobre la educación de sus hijos, incluso en temas que no pertenecen directamente a la religión, y con toda probabilidad de la misma manera obtuvo en Inglaterra el poder que una vez tuvo sobre las disposiciones testamentarias.

Este es un asunto de la mayor importancia en la historia del derecho inglés. Debido a ello la ley de propiedad inglesa al presente se divide en mitades, la de bienes raíces (propiedad inmueble) y bienes muebles. La división se debe al hecho de que la Iglesia, debido a su autoridad sobre causas piadosas y legados para propósitos caritativos, desde temprano obtuvo jurisdicción sobre las disposiciones testamentarias de los bienes muebles, mientras que los inmuebles se dejaron a los tribunales civiles. Hubo una controversia entre teólogos y juristas en cuanto al alcance del poder de la Iglesia sobre asuntos temporales. Todos admiten que su autoridad de algún modo se extiende a asuntos temporales; de hecho la proposición de que ella no tiene autoridad temporal directa o indirecta fue condenada por Pío IX en Syllabus de Errores. Los teólogos y juristas han ideado tres sistemas para explicar la naturaleza de ese poder:

Teoría de Poder Directo

Una escuela, que constaba de hombres tales como Juan de Salisbury y su amigo Santo Tomás Becket, afirmaba que el Papa tenía poder directo sobre los asuntos temporales así como los espirituales. Todo el poder fue dado a Jesucristo, el Rey de reyes y Señor de señores, y la plenitud del poder que había recibido se la transmitió a sus vicarios, los pontífices romanos. En consecuencia, los Papas son los gobernantes supremos del mundo tanto en asuntos espirituales como temporales, mantienen el poder espiritual en sus propias manos, mientras delegan lo temporal a los emperadores y reyes, los cuales, por lo tanto, son directamente responsables por sus actos ante el Papa, en cuyo nombre gobiernan. Es posible citar expresiones de documentos papales que parecen apoyar esta opinión. Gregorio VII, Inocencio III y otros Papas usaron frases que se pueden interpretar en ese sentido; pero si se considera el alcance de estos documentos, y especialmente si se tiene en cuenta la enseñanza de estos Papas en otras ocasiones, deben explicarse de otra manera. Inocencio III, al escribir al patriarca de Constantinopla dice que “a Pedro se le encomendó que gobernara no solo la Iglesia universal, sino también el mundo entero”. Pero su objetivo es mostrar la universalidad de la jurisdicción espiritual del Papa en contraste con la ejercida sobre iglesias particulares por otros gobernantes espirituales. En su famosa decretal “Novit” Inocencio III se defiende de la imputación de desear usurpar o restringir la jurisdicción o poder del rey de Francia: Pregunta él: “¿Por qué desearíamos usurpar la jurisdicción de otro, si ni siquiera somos competentes para manejar la nuestra?” Él explica que había convocado al rey francés ante su tribunal espiritual para responder por un pecado, un asunto que le competía al tribunal eclesiástico. De forma similar, en su decretal “Per venerabilem”, ese mismo gran Papa dice que está muy consciente de que Cristo dijo “Den al césar lo que es del césar y a Dios lo que es de Dios”, pero que, a pesar de eso, en ciertas causas el Papa ejerce la jurisdicción temporal casual e incidentalmente.

Teoría de Poder Indirecto

De ahí que había otra opinión defendida por Hugo de San Víctor, Alejandro de Hales y otros, según la cual el poder otorgado por Cristo a la Iglesia y al Papa era espiritual, y solo se refería a la religión y a la salvación de las almas. La Iglesia no tenía una mera jurisdicción temporal por derecho divino; los reyes y emperadores cristianos eran supremos dentro de los límites de su autoridad temporal. Sin embargo, en la medida en que todo debe ceder cuando se trata de la salvación de las almas, "¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero y sufrir la pérdida de su alma?" y, "Si tu ojo derecho te escandaliza, sácalo y tíralo"; entonces todos los impedimentos para la salvación deben ser eliminados. Por lo tanto, aquel que tiene el cuidado de la salvación del alma debe tener el poder para remover cualquier impedimento a la salvación, incluso si es causado por un rey o emperador cristiano. Además, los reyes y emperadores cristianos son hijos de la Iglesia, y como tales sujetos a las reglas supremas de la Iglesia.

Los primeros emperadores cristianos reconocieron esto; grandes santos y obispos como San Ambrosio y San Crisóstomo lo enseñaron y actuaron en consecuencia; los Papas de la Edad Media solo estaban siguiendo un precedente cuando actuaban de la misma manera. Belarmino, uno de los principales exponentes de esta teoría del poder indirecto de los Papas sobre los asuntos temporales, dice que era la opinión común de los teólogos; Francisco Suárez, otro gran defensor de la misma opinión, en su volumen contra Jacobo I de Inglaterra, dice que fue la opinión más aceptada y aprobada entre los católicos. En nuestro tiempo, esta opinión ha sido generalmente aceptada, y León XIII parece adoptarla en su encíclica citada anteriormente sobre la constitución cristiana de los Estados. "Lo que sea", dice, "en las cosas humanas es de carácter sagrado, todo lo que pertenece, ya sea por su propia naturaleza o por el fin al que se refiere, a la salvación de las almas o al culto a Dios, está sujeto al poder y juicio de la Iglesia".

Teoría de Poder Directivo

Una tercera opinión fue sostenida por Fénelon, Gosselin y algunos otros, de que el Papa solo tiene un poder directivo y orientador, no restrictivo, sobre los asuntos temporales. Estos escritores enseñaron que la Iglesia debe instruir, exhortar, advertir y amonestar a los gobernantes temporales; puede declarar que una ley civil es injusta, pero que no tiene poder coercitivo ni siquiera indirectamente en asuntos temporales. Esta posición de la escuela galicana ahora está abandonada por todos los católicos y se ha vuelto obsoleta. Por lo que se ha dicho, quedará claro cuáles son la naturaleza, el alcance y los límites o la lealtad civil de acuerdo con las enseñanzas de la Iglesia Católica. Según esa enseñanza, los ciudadanos están obligados religiosamente a reverenciar y obedecer a sus gobernantes civiles en todos los asuntos que pertenecen a la esfera del gobierno civil. Esa esfera comprende todo lo que pueda contribuir al bienestar temporal de todo el cuerpo de ciudadanos.

Como la religión es un deber sagrado y su práctica contribuye mucho al bienestar de los ciudadanos, el Estado no debe ser indiferente a la religión. Aun así, el cuidado directo de la religión no se ha encomendado al Estado sino a la Iglesia fundada por Cristo, que es una sociedad a la que pertenecen los miembros bautizados del Estado en todo el mundo, que tiene todos los poderes necesarios para el logro de su fin sobrenatural, la santificación y salvación de las almas, y que es independiente del Estado. De ahí que hay límites fijados al deber de la lealtad civil. El Estado no es competente para hacer leyes en materia de religión, ni puede interferir con los derechos de la Iglesia. Si el Estado transgrede los límites asignados, el deber de obediencia cesa: “Debemos obedecer a Dios antes que a los hombres.” El católico no invoca este principio cristiano indudable para proteger su deslealtad y desobediencia al Estado con el pretexto engañoso de seguir su conciencia. En asuntos del deber, el católico no se guía por el juicio privado, sino por la enseñanza pública y la ley de la Iglesia Católica. El Estado no tiene nada que temer de la acción de la Iglesia Católica; toda su energía está destinada a hacer de sus hijos hombres, cristianos y ciudadanos buenos. Además, la enseñanza, poder e influencia espiritual de la Iglesia son necesarios a fin de corregir ciertas tendencias modernas que exageran el poder del Estado. En la medida en que ciertas doctrinas de algunos socialistas e idealistas se traducen en hechos, el poder del Estado aumentará y la libertad con la que Cristo liberó al mundo cristiano estará en grave peligro.


Fuente: Slater, Thomas. "Civil Allegiance." The Catholic Encyclopedia. Vol. 3, pp 794-798. New York: Robert Appleton Company, 1908. 13 sep. 2019 <http://www.newadvent.org/cathen/03794b.htm>.

Traducido por Luz María Hernández Medina