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Sábado, 21 de diciembre de 2024

Iglesia y Estado

De Enciclopedia Católica

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La Iglesia y el Estado son ambos sociedades perfectas, es decir, cada uno aspira esencialmente al bien común acorde con la necesidad de la humanidad en general y esencial en un tipo de vida genérica, y cada uno es jurídicamente competente para proveer todos los medios necesarios y suficientes para ello. Está éticamente demostrado que así es el Estado, y la Iglesia tiene similar demostración a partir de la teología de la revelación cristiana. Debido a su coexistencia en la tierra, comunidad de súbditos y una necesidad común de algunos medios de actividad iguales, es inevitable que tengan relaciones mutuas en el orden jurídico. Para expresar brevemente estas relaciones desde un punto de vista ético, que es el alcance del presente artículo, será necesario establecer:

I. La Base de sus Respectivos Derechos

Todos los derechos y deberes en la tierra vienen en última instancia de Dios, a través de la ley divina, ya sea natural o positiva. El carácter de nuestros derechos y deberes naturales es determinado por el propósito con el que el Creador dio forma a la naturaleza del hombre, y el conocimiento natural de ellos se adquiere mediante la razón humana a partir de las aptitudes, tendencias y necesidades de la naturaleza. Los deberes y derechos que descienden de la ley divina positiva son determinados por algún propósito adicional de Dios, sobre y por encima de las exigencias de la naturaleza humana, y se han de aprender solo desde la revelación divina, ya sea en su declaración explícita o en su contenido racional. El hombre tiene un propósito último de su existencia: la felicidad eterna en una vida futura; pero tiene un propósito próximo doble: ganarse su título a la felicidad eterna y obtener en cierta medida la felicidad temporal consistente con el propósito próximo anterior.

El Estado es una institución natural, cuyos poderes, por lo tanto, provienen de la ley natural y están determinados por el carácter del propósito natural del Estado más cualquier limitación que Dios haya ordenado en la ley positiva divina debido a las cualificaciones del fin último del hombre. La Iglesia es una institución positiva de Cristo, el Hijo de Dios, cuyos poderes, por lo tanto, derivan de la ley positiva divina y están determinados por la naturaleza del propósito que Él le ha asignado, más cualquier concesión ulterior que Él haya hecho para facilitar el cumplimiento de ese propósito. En cualquier consideración de las relaciones mutuas de la Iglesia y el Estado las proposiciones arriba expuestas son fundamentales.

El objetivo del Estado es la felicidad temporal del hombre, y su propósito inmediato es la conservación del orden jurídico externo y la provisión de una abundancia razonable de los medios del desarrollo humano en los intereses de sus ciudadanos y su posteridad. Sin embargo, el hombre mismo, como hemos dicho, tiene una meta adicional de felicidad perfecta a realizarse solo después de la muerte y en consecuencia, un propósito inmediato de ganarse en esta vida su título a la misma. En la búsqueda de este último propósito, hablando en abstracto, tiene el derecho natural a constituir una organización social que tome las riendas del culto a Dios como un cargo peculiarmente propio. En concreto, sin embargo, es decir, de hecho, mediante la ley positiva Dios ha anulado este derecho natural y ha establecido una sociedad universal (la Iglesia) para el culto divino y para asegurar la perfecta felicidad en el más allá. Además, Dios ha señalado al hombre un destino que no puede ser logrado por meros medios naturales, y en consecuencia Dios le ha concedido al hombre medios adicionales proporcionados con este propósito final, poniendo estos medios a disposición del hombre a través del ministerio de la Iglesia.

Finalmente, Él ha determinado la forma del culto público externo a rendirse, centrando el mismo alrededor de un sacrificio, cuya eficacia es de sí mismo, al ser, como es, la repetición del Sacrificio del Calvario. Entonces, el objetivo de la Iglesia es la felicidad sobrenatural perfecta del hombre; su propósito inmediato es salvaguardar el orden moral interno de lo correcto y lo incorrecto; y su manifestación externa es ocuparse del culto divino y proveer al hombre los medios sobrenaturales de la gracia. Por lo tanto, el Estado existe para ayudar al hombre a su felicidad temporal; la Iglesia, a la eterna. De estos dos propósitos, el segundo es más esencial, el bien supremo del hombre, mientras que el primero no es necesario para la adquisición del segundo. El propósito inmediato dominante del hombre debe ser ganar su título a la salvación eterna; para ello, si fuera necesario, él debe sacrificar racionalmente su felicidad temporal. Está claro, por lo tanto, que el propósito de la Iglesia es superior en orden de la Divina Providencia y de esfuerzo humano justo que el del Estado. De ahí que, en caso de una colisión directa entre ambos, la voluntad de Dios y la necesidad del hombre requieren que el guardián del propósito inferior ceda. Asimismo el argumento para la extensión de los poderes de la sociedad superior en una medida al dominio de la inferior no será válido para tal de la inferior a la superior.

II. El Alcance de sus Jurisdicciones

Como hay muchos Estados distintos de igual derecho natural, los súbditos de cada uno son limitados en número, y su gobierno se restringe prácticamente a los límites de su propio territorio. Dentro de este territorio tiene pleno poder para gobernarlos, definir sus derechos y en algunos casos restringir el ejercicio de esos derechos, conferir derechos puramente civiles e imponerles deberes civiles, mantener a sus ciudadanos en una condición de moralidad pública adecuada, tener propiedad y cualificar la propiedad privada de ellos —todo dentro de las exigencias del objetivo cívico de preservar el orden jurídico externo y promover la prosperidad de los ciudadanos, y sobre todo obligado por la promulgación de la ley divina, tanto natural como positiva. En una palabra, el Estado controla a sus propios súbditos, en la búsqueda de su propio fin natural, en todas las cosas en que un derecho superior no lo detiene. Un derecho superior será un derecho existente debido a un ulterior o más esencial destino del hombre que el propósito que la sociedad civil persigue para él.

La Iglesia tiene el derecho de predicar el Evangelio en todas partes, quiéralo o no cualquier autoridad estatal, y de este modo asegurar los derechos de sus miembros entre los súbditos de cualquier organización política. La Iglesia tiene el derecho a gobernar a sus súbditos dondequiera que se encuentren, a declarar para ellos lo correcto e incorrecto moralmente, a restringir cualquier uso de sus derechos que pueda poner en peligro su bienestar eterno, a conferirles derechos puramente eclesiásticos, a adquirir y mantener propiedad de ella misma y a facultar a sus asociaciones subordinadas a hacer lo propio —todo dentro de los límites de los requisitos de su triple propósito, como lo prescribe la ley positiva divina, de preservar el orden interno de la fe y la moral y su manifestación externa, de proveer medios adecuados de santificación para sus miembros y de velar por el culto divino, y sobre todo obligada por los principios eternos de integridad y justicia declarados en la Ley natural y positiva de Dios.

En toda materia puramente temporal, mientras siga siendo así, la jurisdicción del Estado sobre sus propios súbditos permanece no solo suprema, sino, en lo que a la Iglesia concierne, única. La materia puramente temporal es aquella que tiene una relación necesaria de ayuda u obstáculo a la felicidad temporal del hombre, la finalidad última de la sociedad civil o el Estado, de tal manera que es al mismo tiempo indiferente en sí misma como ayuda u obstáculo a la felicidad eterna del hombre. Es de dos tipos: en primer lugar, incluye todos los actos humanos así relacionados, y, en segundo lugar, a personas o cosas externas en la medida en que están involucradas en tales actos.

En todo asunto puramente espiritual, en tanto permanezca como tal, la jurisdicción de la Iglesia sobre sus súbditos eclesiásticos prevalece con la completa exclusión del Estado; ni la Iglesia es en esto jurídicamente dependiente en modo alguno del Estado para el ejercicio de sus poderes legítimos. La materia puramente espiritual, en primer lugar, está constituida por los actos humanos necesariamente relacionados a la ayuda u obstáculo a la felicidad eterna del hombre, el fin último de la Iglesia, y al mismo tiempo indiferentes en sí mismos como ayuda u obstáculo a la felicidad temporal del hombre; en segundo lugar, se extiende a todas las personas y objetos externos involucrados en tales actos.

En todos los asuntos que no son puramente espirituales ni puramente temporales, sino que al mismo tiempo de carácter espiritual y temporal, pueden entrar ambas jurisdicciones, lo que da ocasión a colisión, para lo cual debe haber un principio de solución. En caso de contradicción directa, que haga imposible el que se ejerzan ambas jurisdicciones, prevalece la jurisdicción de la Iglesia y se excluye la del Estado. La razón de esto es obvia: ambas autoridades vienen de Dios en cumplimiento de sus propósitos en la vida del hombre: Él no puede contradecirse a sí mismo; Él no puede autorizar poderes contradictorios. Su voluntad real y concesión de poder es determinada por el propósito superior de su Providencia y la necesidad del hombre, que es la felicidad eterna del hombre, la finalidad última de la Iglesia. Con miras a este fin Dios le concede a ella la única autoridad que puede existir en el caso en cuestión.

En caso de que no haya contradicción directa pero exista una posibilidad de que ambas jurisdicciones se ejerzan sin herir a la superior, aunque ninguna jurisdicción sea inválida, y ambas podrían, hablando absolutamente, ejercerse sin consulta mutua, prácticamente hay una clara apertura hacia algún ajuste entre las dos, ya que ambas jurisdicciones están interesadas en evitar fricciones. Aunque los concordatos no se diseñaron precisamente para este propósito, en muchos casos han sido usado para tal ajuste (Vea CONCORDATO). Consistentemente con la superioridad del propósito esencial indicado arriba, recae en la Iglesia la decisión judicial sobre cuándo una cuestión involucra o no un asunto espiritual, ya sea total o parcialmente. No puede recaer en el Estado, cuya jurisdicción, debido a la inferioridad de su fin último y propósito inmediato, no tiene tal facultad judicial con relación a la materia de una jurisdicción que está tan por encima de la suya como su fin último y propósito inmediato lo está por sobre la del Estado. De modo análogo todo tribunal superior siempre es juez de su propia jurisdicción contra uno inferior.

Todo lo anterior es cuestión de principios, argumentado como una cuestión de derecho objetivo, y supone que la jurisdicción será aplicada a través de los respectivos súbditos de este. De hecho el deber de un ciudadano de un Estado de someterse a la jurisdicción superior de la Iglesia no existe cuando el ciudadano no es un súbdito de la Iglesia, pues sobre estos la Iglesia no reclama ningún poder de gobierno. Puede también estar oscurecido subjetivamente por accidente en uno que, aunque en derecho es un súbdito de la Iglesia, debido a una conciencia errónea fracasa en su buena fe de reconocer este hecho y, en consecuencia, el derecho de la Iglesia y su propio deber. La ley y la costumbre humanas han dejado del todo claro quién es el súbdito del Estado; pero la frecuente rebelión, continuada a través de los siglos, de gran número de súbditos de la Iglesia ha confundido en la mente del mundo no católico la noción de quién es, según la ley revelada, un súbdito de la Iglesia.

El súbdito jurídico de la Iglesia es todo humano que ha recibido válidamente el sacramento del bautismo. Este nacimiento en la Iglesia por el bautismo es análogo al nacimiento del hijo de uno de sus ciudadanos dentro del territorio del Estado. Sin embargo, este recién nacido súbdito del Estado puede, bajo ciertas circunstancias, renunciar a su lealtad a su Estado natal y ser aceptado como súbdito de otro. No así uno nacido en la Iglesia por el bautismo, pues el bautismo es un sacramento que deja un carácter indeleble en el alma que el hombre no puede eliminar y escapar así de la legítima sujeción. Sin embargo, como en el Estado, un hombre puede ser un súbdito sin los plenos derechos de la ciudadanía; incluso, sin dejar de ser súbdito, puede perder esos derechos por su propio acto o por el de sus padres; por tanto, análogamente, no todo súbdito de la Iglesia es un miembro de ella, y una vez miembro, puede perder los derechos sociales de la membresía en la Iglesia sin dejar de ser su súbdito. Para la membresía plena en la Iglesia, además del bautismo válido, uno debe estar en comunión con ella mediante la unión de fe y lealtad, y no estar privado de los derechos de membresía por una censura eclesiástica.

Por tanto, no son miembros de la Iglesia aquellos cristianos válidamente bautizados que viven en cisma o que profesan una fe diferente a la de la Iglesia, ya sea debido a apostasía o a su educación inicial, o que han sido excomulgados por ella, aunque en materia de derecho objetivo y deber siguen siendo sus súbditos. En la práctica la Iglesia, mientras retiene su derecho sobre todos los súbditos –—excepto en algunos casos poco importantes ahora— no insiste en ejercer su jurisdicción sobre nadie más que sus miembros, ya que está claro que no puede esperar obediencia de aquellos cristianos que, al estar separados de ella por fe o gobierno, no le reconocen derecho de comando, y, por consiguiente, no reconocen ningún deber de obedecerla. Sobre aquellos que no son bautizados no reclama ningún derecho a gobernarlos, aunque tenga el inalienable derecho a predicar el Evangelio entre ellos y a esforzarse por ganarlos para hacerlos miembros de la Iglesia de Cristo y por tanto ciudadanos de su comunidad eclesiástica.

III. Relación Corporativa Mutua entre Iglesia y Estado

Toda sociedad perfecta debe reconocer los derechos de toda otra sociedad perfecta; debe cumplir con todos los deberes resultantes de esos derechos; debe respetar su autonomía; y puede exigir el reconocimiento de sus propios derechos y el cumplimiento de las obligaciones que surgen de ellos. Si uno puede también ordenar tal reconocimiento y cumplimiento es otra cuestión; lo uno no implica lo otro; así, por ejemplo, los Estados Unidos puede exigir sus derechos a Inglaterra, pero no puede ordenarle a Inglaterra que los reconozca, ya que los Estados Unidos no tiene autoridad sobre Inglaterra o alguna otra nación. Prescindiendo de esto por el momento, la Iglesia debe respetar los derechos del Estado a gobernar a sus súbditos en todos los asuntos puramente temporales y, si los súbditos del Estado son asimismo súbditos de la Iglesia, debe exigir a estos el cumplimiento de sus deberes civiles como una obligación en conciencia.

Por otra parte, en principio, como cuestión de deber objetivo, el Estado está obligado a reconocer los derechos jurídicos de la Iglesia en todos los asuntos espirituales ya sea en forma pura o de carácter mixto, y su derecho judicial a determinar el carácter de los asuntos de jurisdicción respecto a su cualidad espiritual. Además, el Estado está obligado a rendir el debido culto a Dios, como se desprende del mismo argumento de la ley natural que prueba la obligación de culto externo del hombre, esto es, que el hombre debe reconocer su dependencia de Dios y su sujeción a Él en cada capacidad en la cual es así dependiente, y por tanto no solo en su capacidad privada como individuo sino también en esa capacidad pública y corporativa por la cual él y sus conciudadanos constituyen el Estado. En la presente economía, el culto debido es aquel de la religión de Cristo, encomendado al cuidado de la Iglesia. El Estado debe también proteger a la Iglesia en el ejercicio de sus funciones debido a que el Estado está obligado a proteger todos los derechos de sus ciudadanos, y entre estos sus derechos religiosos, que de hecho serían inseguros e infructíferos si la Iglesia no fuese protegida. El Estado tiene incluso la obligación de promover los intereses espirituales de la Iglesia; pues el Estado está obligado a promover todo aquello que por reacción obra naturalmente a favor del desarrollo moral de sus ciudadanos y, en consecuencia, por la paz interna de la comunidad, y en la condición presente de la naturaleza humana, ese desarrollo depende necesariamente de la influencia espiritual de la Iglesia.

Al haber, entonces, una obligación sobre el Estado como tal, proveniente del derecho natural y del derecho positivo divino, de rendir el culto divino público acorde con la guía de la Iglesia, a cuyo cargo Cristo ha colocado el debido culto en el orden de cosas presente, y también una obligación de proteger a la Iglesia y de promover sus intereses, la Iglesia claramente tiene un perfecto derecho a demandar el cumplimiento de esos deberes, ya que su negligencia infringiría su derecho al beneficio proveniente de su cumplimiento. Tener el derecho adicional de ordenar al Estado su consideración implica que la Iglesia tiene el derecho de imponer las obligaciones de su autoridad a ese respecto, para exigirlos imperativamente del Estado.

Ahora bien, en asuntos puramente temporales, mientras permanezcan como tales, la Iglesia no puede ordenar al Estado nada más que lo que puede ordenar a los súbditos del Estado, aun cuando estos son al mismo tiempo sus propios súbditos. Pero en asuntos espirituales y mixtos que reclaman acción corporativa del Estado, la cuestión depende de si las personas físicas que constituyen la personalidad moral del Estado son por sí mismas súbditos de la Iglesia. En caso de que lo fuesen, entonces la Iglesia tiene en consecuencia jurisdicción sobre el Estado en este aspecto. La razón es que debido a la supremacía en los propósitos de la vida del hombre de su felicidad eterna, el hombre en todas sus capacidades, incluso de naturaleza civil, debe dirigir sus actividades de modo tal que ellas no obstaculicen ese fin, y donde es necesaria la acción, aún en su capacidad oficial o civil, para este fin último está obligado a colocar la acción; además, en todas estas actividades tan influyentes para este fin, dado que son de tal modo materia espiritual, cada súbdito de la Iglesia está bajo la jurisdicción de la Iglesia. Si, entonces, las personas físicas que constituyen la persona moral del Estado son los súbditos de la Iglesia, son aun así, en esta capacidad conjunta, súbditos de ella en asuntos similares, tales como, en el cumplimiento de todos los deberes civiles del Estado hacia la religión y la Iglesia. La Iglesia, debido a la inutilidad de su insistencia, o debido a los mayores males que así se evitarán, puede renunciar al ejercicio de esta jurisdicción; pero en principio es suya.

En la práctica distinguimos, desde un punto de vista religioso, cuatro clases de autoridad civil:

  • (1) en un Estado católico, en el que las personas físicas que constituyen la personalidad moral del Estado son católicas, la jurisdicción de la Iglesia en asuntos de su competencia es de todas manera completa.
  • (2) en un Estado no cristiano, por ejemplo el de los turcos, donde el electorado no está ni siquiera bautizado, la Iglesia no reclama jurisdicción sobre el Estado como tal por falta del fundamento de tal jurisdicción.
  • (3) en un Estado cristiano pero no católico, donde el electorado, aunque son súbditos por el bautismo no son miembros de la Iglesia, la jurisdicción per se de la Iglesia se mantendría, pero per accidens su ejercicio es imposible.
  • (4) un Estado mixto, a saber, residentes cuya personalidad moral es necesariamente de diversas religiones, y prácticamente se hallan fuera del alcance de la jurisdicción eclesiástica, dado que la afiliación de algunos de los residentes puede no hacerlo súbdito de la Iglesia fuera de la personalidad moral constitucionalmente conformada por elementos de los que no todos comparten tal afiliación. La subordinación aquí indicada es indirecta; no que la Iglesia no alcance directamente asuntos espirituales y mixtos, sino que respecto de ellos alcanza directamente solo sus asuntos inmediatos, e indirectamente, a través de ellos, el Estado que ellos constituyen. Nuevamente, el Estado como tal no actúa directamente en tales asuntos para el objetivo sobrenatural de la Iglesia (la felicidad eterna de todos sus súbditos), sino para su propio objetivo temporal en la medida que tal acción contribuya a su felicidad temporal; y por tanto actúa para la Iglesia por acción indirecta.

No hay un argumento paralelo para darle al Estado jurisdicción indirecta sobre la Iglesia en asuntos puramente temporales, y por tanto son de la competencia exclusiva del Estado. La Iglesia es universal y no puede ser miembro o súbdito de ningún Estado en particular. Aun cuando hubiera un solo Estado universal en el mundo, la Iglesia no sería un miembro de este, ya que sus miembros no son ciudadanos del Estado hasta el punto de que en toda capacidad ellos deban someter sus actividades a los objetivos del Estado, particularmente no las actividades relacionadas directamente con el objetivo superior de la vida eterna. Además, la Iglesia no está constituida simplemente por el ejercicio de los derechos naturales de los hombres que son ciudadanos del Estado, sino por el don sobrenatural de la ley positiva divina. Finalmente, la Iglesia en su capacidad corporativa no está obligada a buscar la felicidad temporal de sus miembros como un medio para su bienestar eterno, mientras que el Estado como tal está obligado al culto divino y a la protección y promoción de la Iglesia en los intereses de la religión, porque este es un elemento necesario involucrado en la felicidad temporal perfecta de los ciudadanos católicos. El Estado, por lo tanto, no tiene, ni en cuestiones temporales ni espirituales, ninguna autoridad sobre la Iglesia como tal, sin embargo puede tener mucha sobre cosas puramente temporales sobre los miembros de la Iglesia, que son súbditos del Estado. El Estado puede, como ya se dijo, demandar sus derechos de la Iglesia; no puede ordenarle.

IV. La Unión de Iglesia y Estado

Hay cierta confusión en la mente del público acerca del significado de la unión de la Iglesia y el Estado. La idea esencial de tal unión es una condición de los asuntos en los que un Estado reconoce su relación natural y sobrenatural con la Iglesia, profesa la fe, y practica el culto de la Iglesia, la protege, no aprueba leyes que la hieran; mientras que, en caso de necesidad y a su instancia toma todas medidas civiles justas y requeridas para promover el objetivo divinamente señalado de la Iglesia —en la medida que todas ellas contribuyan al objetivo esencial del propio Estado: la felicidad temporal de los ciudadanos. Debería ser evidente, a partir de las obligaciones religiosas del Estado católico, según se declaró arriba, que esta es en principio la condición normal y éticamente apropiada para un verdadero Estado católico. Que en la práctica en el pasado haya resultado mal para ambos, la Iglesia y el Estado, es un efecto accidental consecuente de la fragilidad y las pasiones de los instrumentos humanos que entonces dirigían la Iglesia, el Estado o ambos. Como un intento parcial de asegurarse contra tan malas consecuencias, durante siglos la Iglesia ha establecido concordatos con Estados católicos; pero ni aún estos han podido salvar siempre la situación. Pues los concordatos, como todos los demás acuerdos, aunque es firme en principio, en la práctica son sólo tan fuertes como la conciencia de aquellos cuyo deber es observarlos. La inconciencia puede destruirlos a placer. Entre la Iglesia y un Estado no cristiano o cristiano pero no católico se espera una condición de separación, o sea, una condición de indiferencia del Estado hacia la Iglesia, ya que falta el fundamento de las obligaciones específicas involucradas en la unión. Tal separación sería criminal para un Estado católico, como ignorancia de las sagradas obligaciones del Estado.

Para un Estado que fue alguna vez católico y en unión con la Iglesia, declarar una separación sobre la base de que ha dejado de ser católico es una acción que, por derecho objetivo, no tiene validez; pues en verdad objetiva el deber del pueblo sería recuperar su fe perdida, si realmente la ha perdido, o vivir conforme a ella si en realidad no estuviera perdida. Pero en la suposición que los residentes esenciales de un Estado se hayan transformado de católicos en no católicos, no por una pretensión hipócrita, sino de total buena fe —una condición más fácil de suponer que de realizarse— a través de tal conciencia errada, el Estado podría buscar la separación sin falta subjetiva, siempre que la separación se efectúe sin la disolución sumaria de los contratos existentes, sin la violación de derechos conferidos a la Iglesia o sus miembros. Cabe señalar de paso que en los casos recientes de separación en Francia y Portugal, es decir, la ruptura de una condición de unión existente entre la Iglesia y el Estado, la separación se ha efectuado donde la mayoría del pueblo es todavía católico, y ha sido conducida con violación de derechos y contratos naturales y positivos, y ha resultado, según se pretendía, en un intento de completo sometimiento de la Iglesia y todos los súbditos civiles en materia de religión a la tiranía de las administraciones que se mofan de toda religión.

Parece una necesidad práctica en tiempos malos, cuando falta tan ampliamente la unidad de la fe, y un modus vivendi que, si se realiza sinceramente, parece producir tan poco daño al derecho objetivo como puede esperarse en la condición de conciencias sinceramente diferentes en materia del derecho establecido por la ley positiva divina, que en Estados cuya personalidad está hecha constitucionalmente de todo tipo de fe religiosa, muchas de ellas sinceras en su diversidad, debería haber una abstención gubernamental de cualquier culto o profesión de creencia denominacional específica, y una protección general y aliento a los individuos en la práctica de la religión de acuerdo con sus propios principios religiosos dentro de los límites de la ley natural, o de una aceptación general del cristianismo.

V. Teorías Opuestas

Las teorías opuestas a la posición católica sobre las verdaderas relaciones entre la Iglesia y el Estado son triples, y difieren en la amplitud de la negación del derecho eclesiástico.

Liberalismo Absoluto

El liberalismo absoluto es la más extrema. Al tener su fuente en los principios de la Revolución Francesa y comenzando con aquellos que negaban la existencia de Dios, toma naturalmente la posición de que el Estado prescinde de Dios: el Estado, dice, es ateo. Con la eliminación de la revelación y la ley positiva divina, intentaban volver a principios puramente naturales, acepta de Rousseau y los utilitaristas el principio de que todo derecho proviene del Estado, toda la autoridad de los consintientes deseos de los ciudadanos del Estado. La posición lógica que resulta es que la Iglesia no tiene derechos —ni siquiera el derecho a la existencia— salvo aquellos que le son concedidos por el poder civil. Por lo tanto no es una sociedad perfecta, sino una criatura del Estado, del que depende en todas las cosas y al cual debe estar directamente subordinada, si se le permite existir en absoluto (Vea LIBERALISMO).

Liberalismo Cualificado

El liberalismo cualificado, según formulado por Cavour y Minghetti en Italia al cierre de la primera mitad del siglo XIX, no va tan lejos. Mientras pretende aceptar que la Iglesia es más o menos una sociedad perfecta con fundamentos en la ley positiva divina de la revelación cristiana, sostiene que la Iglesia y el Estado están separados de tal manera como para perseguir sus fines respectivos independientemente en beneficio de los individuos, sin tener ningún tipo de subordinación uno de otro. En consecuencia, en todos los asuntos públicos el Estado debe prescindir de toda sociedad religiosa, y la trata ya sea como a cualquier asociación privada dentro del Estado o como una corporación extranjera. El axioma de este más nuevo liberalismo “Una Iglesia libre en un Estado libre”, que en realidad significa una Iglesia debilitada con no más libertad que las cambiantes políticas internas y externas que un Estado elija darle, lo cual eventualmente, como puede preverse, equivale a la servidumbre. (Vea ITALIA: Gobierno Político y Civil: Iglesia y Estado).

Regalismo

La teoría de los regalistas concedía a la Iglesia cierta cantidad de derecho social de su Divino Fundador, pero condicionaba el ejercicio de todos los poderes sociales al consentimiento del gobierno civil. Esta teoría, originada con el galicanismo, prácticamente negaba que la Iglesia fuese una sociedad perfecta en la medida en que hacía que su jurisdicción dependiera, para su ejercicio válido, del poder civil. La teoría gradualmente extendió sus argumentos tan lejos como para hacer a la Iglesia indirectamente subordinada al Estado, atribuyendo al Estado la autoridad para prohibir a la Iglesia cualquier acto jurídico que pudiera obrar en detrimento del Estado y ordenar a la Iglesia, en caso de necesidad, poner en acción todos sus poderes para promover los intereses del Estado. [N. de la T.: Regalista: Defensor de las regalías de la Corona en las relaciones del Estado con la Iglesia (Dicc. de la RAE).]


Fuente: Macksey, Charles. "State and Church." The Catholic Encyclopedia. Vol. 14, pp. 250-254. New York: Robert Appleton Company, 1912. 13 Sept. 2019 <http://www.newadvent.org/cathen/14250c.htm>.

Traducido por Luis Alberto Álvarez Bianchi. lmhm