Marco Aurelio Antonino
De Enciclopedia Católica
Emperador romano, 121-180 d.C., nació en Roma el 26 de abril de 121; murió el 17 de marzo de 180.
Contenido
Juventud (121-161)
Su padre falleció cuando Marco era aún un muchacho, y fue adoptado por su abuelo, Annio Vero. En las primeras páginas de sus “Meditaciones” (I, I-XVII) nos ha dejado un relato, único en antigüedad, de su educación por familiares cercanos y por tutores distinguidos; sus características principales parecen haber sido la diligencia, la gratitud y el vigor. Desde sus primeros años disfrutó de la amistad y el patronazgo del emperador Adriano, quien le concedió el honor de la orden ecuestre cuando sólo tenía seis años, lo nombró miembro del sacerdocio Salio a los ocho, y obligó a Antonino Pío inmediatamente después de su propia adopción a adoptar como hijos y herederos a los jóvenes Marco y Ceionio Cómodo, luego conocido como emperador Lucio Vero. En honor a su padre adoptivo cambió su nombre de Marco Julio Aurelio Vero a Marco Aurelio Antonino. Por deseo de Adriano se casó con Faustina, hija de Antonino Pío. Fue nombrado cónsul en 140 y en 147 recibió el “poder tribunicio”.
Su Reinado (161-180)
Su correinado con Lucio Vero (161-169): En todos los últimos años de la vida de Antonino Pío, Marco fue su constante compañero y consejero. A la muerte del primero (7 de marzo de 161), inmediatamente el Senado reconoció a Marco como emperador. Actuando completamente por propia iniciativa, ascendió a su hermano adoptivo Lucio Vero a la posición de colega, con iguales derechos como emperador.
Con la ascensión de Marco, la gran Pax Romana que hizo de la era de los Antoninos la más feliz de los anales de Roma, y quizá de la humanidad, llegó a su final, y con su reinado la gloria de la vieja Roma se desvaneció. Los más jóvenes, libres de los vicios de la civilización, y sin saber nada de la inanición que procede del refinamiento y los excesos, se preparaban para luchar por liderar la dirección del destino humano. Apenas se había sentado Marco en el trono cuando los pictos comenzaron a amenazar en Bretaña al recién erigido Muro de Antonino. Los chatti y los chauci intentaron cruzar el Rin y las partes altas del Danubio, cuyos ataques fueron fácilmente repelidos.
No fue así con las oleadas de Oriente, que comenzaron en 161 y no cesaron hasta 166. La destrucción de una legión completa (XXII Deiotariana) en Elegeia alertó a los emperadores sobre la gravedad de la situación. Lucio Vero tomó el mando de las tropas en 162 y, gracias al valor y a la habilidad de sus tenientes en una guerra oficialmente conocida como Bellum Armenicum el Parthicum, luchó en una amplia área de Siria, Capadocia, Armenia, Mesopotamia y Media, y consiguió celebrar un glorioso triunfo en 166. Para unas gentes tan acostumbradas a la paz como lo eran los romanos, esta guerra fue casi fatal. Agotó todos los recursos y la retirada de las legiones de la frontera del Danubio proporcionó una oportunidad a las tribus teutonas de penetrar en el rico y tentador territorio. Gentes con nombres extraños---los marcomanos, varistos, hermunduros, cuados, suevos, yacigos, vándalos---se reunieron a lo largo del Danubio, cruzaron las fronteras, y se convirtieron en la vanguardia de una gran migración, conocida como la “Migración de las Naciones”, que cuatro siglos más tarde culminó en la caída del Imperio de Occidente. La guerra contra estos invasores comenzó en 167, y en un breve tiempo adquirió proporciones tan amenazantes como para reclamar la presencia en el frente de ambos emperadores.
Tras la muerte de Lucio Vero (169-180): Lucio Vero falleció en 169 y Marco dirigió él sólo la guerra. Sus dificultades se incrementaron inconmensurablemente debido a la devastación llevada a cabo por la peste traída a Occidente por las legiones de Vero que regresaban, por la hambruna y los terremotos, y por inundaciones que destruyeron los inmensos graneros de Roma y todo su contenido. En el pánico y terror causados por estos sucesos el pueblo recurrió a los extremos de la superstición para recuperar el favor de las deidades, a cuya ira se atribuían esas calamidades. Se recurrió a extraños ritos expiatorios y sacrificiales, se sacrificaron miles de víctimas, y se imploró la ayuda de los dioses tanto de Oriente como de Roma.
El incidente de la Legión Fulminante (174): Durante la guerra con los cuados en 174 ocurrió el famoso incidente de la Legión Fulminante (Legio Fulminatrix, Fulminea, Fulminata) que ha sido frecuente causa de controversia entre los escritores cristianos y los no cristianos. La armada romana estaba rodeada por enemigos sin posibilidad de escape, momento en que estalló una tormenta. La refrescante lluvia caía a cántaros sobre los romanos mientras que los enemigos fueron dispersados por los relámpagos y los granizos. Los resecos y famélicos romanos recibieron las reconfortantes gotas primero en sus caras y en sus resecas gargantas, y luego en sus yelmos y sus escudos, para refrigerio de sus caballos. Marco consiguió una gloriosa victoria como consecuencia de este extraordinario suceso, y sus enemigos fueron completamente derrotados.
Tanto escritores paganos como cristianos atestiguan que tal episodio ocurrió en realidad. Los primeros atribuyen el suceso o a la magia (Dión Casio, LXXI, 8-10) o a las plegarias de los emperadores (Capitolino, “Vita Marci”, XXIV; Temistio, “Orat. XV ad Theod.”; Claudiano, “De Sext. Cons. Hon.”, V, 340 ss.; “Sibyl. Orac.”, ed. Alezandre, XII, 196 ss. Véase Bellori, “La Colonne Antoine”, y Eckhel, “Doctrina Nummorum”, III, 64). Los escritores cristianos atribuyeron el suceso a las oraciones de los cristianos que se contaban en el ejército (San Claudio Apolinar en Eusebio, “Hist. Eccl.”, V.5; Tertuliano, “Apol.”, V; ad Seap. c IV) y pronto creció la leyenda de que como consecuencia de este milagro el emperador puso freno a la persecución a los cristianos (cf. Euseb. y Tert. opp. cit). Debe admitirse que el testimonio de Claudio Apolinar (véase Smith y Wace, “Dict. of Christ. Biogr.”, I, 132-133) es el más valioso de todos los que poseemos, debido a que escribió pocos años tras el suceso, y que todo el crédito debe darse a las oraciones de los cristianos, aunque de aquí no se deduce necesariamente que debamos aceptar el elaborado detalle de la historia tal y como la dan Tertuliano y escritores posteriores [Allard, op. cit. infra, pp. 377, 378; Renan, “Marc-Aurèle” (6ta ed., París, 1891), XVII, pp. 273-278; P. de Smedt, “Principes de la critique hist.” (1883) p. 133].
Su muerte (180): Los últimos años del reinado de Marco se vieron entristecidos por la aparición de un usurpador, Avidio Casio, en Oriente, y por la conciencia de que el imperio iba a caer en manos indignas cuando su hijo Cómodo accediese al trono. Marco murió en Vindobona o Sirmium en Panonia. Las principales autoridades para su biografía son Julio Capitolino, “Vita Marci Antonini Philosophi” (SS. Hist. Aug. IV); Dión Casio, “Epitome de Xiphilinos”; Herodiano; Fronto, “Epistolae” y Aulo Gelio “Noctes Atticae”.
Evaluación
Evaluación General
Juicio general: Marco Aurelio fue uno de los mejores hombres de la antigüedad pagana. A propósito de los Antoninos, el juicioso Montesquieu decía que, si dejamos aparte por un momento la contemplación de las verdades cristianas, no podemos leer la vida de este emperador sin un tenue sentimiento de emoción. Niebuhr lo denomina el personaje más noble de su época, y M. Martha, el historiador de los moralistas romanos, dice que en Marco Aurelio “la filosofía del paganismo se vuelve menos majestuosa, y se aproxima más a un cristianismo que ignora o al que desprecia, y se prepara para dirigirse a los brazos del Dios Desconocido”. Por otro lado, parecen excesivos y gratuitos los calurosos elogios con que muchos escritores han colmado a Marco Aurelio como soberano y como hombre. Es verdad que el rasgo más marcado en su carácter era su devoción a la filosofía y las letras, pero fue una maldición para la humanidad el que “fuese primero estoico y luego soberano”. Su diletantismo le hizo completamente incapacitado para los asuntos prácticos de un gran imperio en unos tiempos de tensión. Estaba más involucrado en llevar a cabo en su propia vida (a decir verdad, inmaculada) el ideal estoico de perfección que en los apremiantes deberes de su cargo.
La filosofía se convirtió en una enfermedad para su mente y lo separó de las realidades de la vida práctica. Se sumió en la más vulgar superstición; se rodeó de charlatanes y magos, y se tomó en serio incluso la bravuconada de Alejandro de Abonoteichos. A menudo confió los cargos más elevados del imperio a sus profesores de filosofía, cuyas lecciones seguía incluso después de ser emperador. A mitad de la guerra parta sacó tiempo para llevar una especie de diario privado, sus famosas “Meditaciones”, o doce pequeños libros llenos de detallados pensamientos y sentencias en los que legó a la posteridad los resultados de un riguroso autoexamen. Con la excepción de unas pocas cartas descubiertas entre las obras de Fronto (M. Com. Frontonis Reliquiae, Berlín, 1816) esta historia de su vida interior es la única obra que tenemos salida de su pluma. El estilo carece por completo de valor y distinción, aparentemente por cuestión de orgullo, pues nos dice que había aprendido a abstenerse de la retórica, la poesía y la escritura rebuscada. Aunque era un estoico profundamente enraizado en los principios desarrollados por Séneca y Epicteto, no puede decirse que Aurelio tuviese un sistema consistente de filosofía. Quizás podría decirse, haciendo justicia a este “buscador de la rectitud”, que sus fallas fueron las de un filósofo asentado en el principio de que la naturaleza humana se inclinaba hacia la maldad y constantemente tenía que llevar un control. Solamente una vez se refiere al cristianismo (Medit., XI, III), una fuerza espiritual regenerativa que visiblemente incrementaba su actividad, y luego tildaba a los cristianos con el reproche de obstinación (parataxis), el crimen social más elevado a los ojos de las autoridades romanas. Parece también (ibid.) que vio el martirio cristiano como desprovisto de la serenidad y la calma que debía acompañar la muerte de un hombre sabio. Para las posibles relaciones del emperador con los obispos cristianos, véase Abercio de Hierópolis y San Melitón de Sardes.
Su Trato con los Cristianos
En su trato con los cristianos Marco Aurelio fue un paso más allá que sus predecesores. A lo largo de los reinados de Trajano, Adriano y Antonino Pío, el procedimiento seguido por las autoridades romanas en su trato a los cristianos era el indicado en el rescripto de Trajano a Plinio, en el que se ordenaba que los cristianos no debían ser perseguidos; si compareciesen ante los tribunales, debían estar disponibles las pruebas legales de su culpabilidad. (Para el muy discutido rescripto “Ad conventum Asiae” [Eus., Hist. Eccl, IV.13], véase Antonino Pío). Es obvio que durante el reinado de Aurelio la relativa indulgencia de la legislación de Trajano dio paso a un sentimiento más severo. En la Galia del Sur, al menos, un rescripto imperial inauguró una era de persecución completamente nueva y mucho más violenta (Eus., Hist. Eccl., V.1.45). En Asia Menor y en Siria la sangre de los cristianos corría a raudales (Allard, op. cit. infra, pp. 375, 376, 388, 389). En general, el recrudecimiento de la persecución parece que sucedió a la acción local de los gobernadores provinciales impelidos por las arbitrarias protestas del pueblo aterrorizado y desmoralizado. Si se emitió algún edicto imperial, no se ha conservado. Parece más probable que los “nuevos decretos” mencionados por Eusebio (Hist. Eccl. IV.21.5) fuesen ordenanzas locales de autoridades municipales o gobernadores provinciales; en cuanto al emperador, mantuvo la legislación existente contra los cristianos, aunque se ha señalado que el edicto imperial (Compendio XLVIII, XXIX, 30), contra aquellos que aterrorizaban con supersticiones “las volubles mentes de los hombres”, se dirigió contra la sociedad cristiana. Duchesne dice (Hist. Ancienne de l’Eglise, París, 1909, p.210) que el emperador no permitía que se entrometiesen en las leyes del imperio tales sectas ocultas. Es evidente, sin embargo, según las dispersas referencias de los escritores contemporáneos (Celso en Orígenes Contra Celsum”, VIII, 169; San Melitón, en Eusebio, “Hist. Eccl.” IV.26; Atenágoras, “Legatio pro Christianis”, 1), de que a lo largo del imperio se estaba emprendiendo una activa persecución de los cristianos. Para animar a sus numerosos enemigos, se levantó la pena a los delatores, o “denunciantes”, y se les prometió recompensas en los casos de condena exitosa. El impulso dado por esta legislación a esta inexorable persecución de los seguidores de Cristo puso su situación tan en precario que muchos cambios en la organización eclesiástica y en la disciplina datan, por lo menos en forma embrionaria, de este reinado.
Otro hecho relevante, que destaca el crecimiento en número e influencia de los cristianos, y la creciente desconfianza de las autoridades imperiales y las clases cultas, es que por esta época apareció una activa propaganda literaria, que emanaba del entorno imperial. El filósofo cínico Crescencio intervino en una disputa pública con San Justino en Roma. Fronto, el preceptor y amigo íntimo de Marco Aurelio, denunció a los seguidores de la nueva religión en un discurso formal (Minucio Félix, “Octavio”, cc. IX, XXXI) y el escritor satírico Luciano de Samosata les dirigió las flechas de su ingenio, como si fuesen un grupo de fanáticos ignorantes. No se necesita mejor prueba del tono de la época y del conocimiento generalizado de las creencias y prácticas cristianas que prevalecían entre los paganos que las que aporta la contemporánea “Verdadera Palabra” de Celso (véase Orígenes y origenismo), una obra en la que se recogieron todas las calumnias de la malevolencia pagana y todas las argumentaciones, expuestas con habilidad de los cultos retóricos, que la filosofía y la experiencia del mundo pagano reunirían contra el nuevo credo. La seriedad y la frecuencia con la que los cristianos replicaron a estos asaltos en obras apologéticas (véase Atenágoras, Minucio Félix, Teófilo de Antioquía) dirigidas directamente a los propios emperadores, o a la gente en general, mostraron cuán intensamente vivos estaban para con los peligros que surgían de estos enemigos literarios o académicos.
A partir de tales y tantas causas no es sorprendente que la sangre de los cristianos fluyese libremente por todo el imperio. El pueblo excitado vio en la miseria y el derramamiento de sangre de la época una prueba de que los dioses estaban enojados por la tolerancia hacia los cristianos y, consecuentemente, echaron la culpa a los cristianos de las increíbles calamidades públicas. Ya fuesen hambrunas o peste, sequías o inundaciones, el grito era siempre el mismo (Tertuliano, “Apologeticum”, V, XLI): Christianos ad leonem (Echar a los cristianos a los leones). Las páginas de los apologistas muestran cuán frecuentemente los cristianos fueron condenados y qué penalidades tuvieron que padecer, y estas vagas y generales referencias se confirman por algunas “Actas” contemporáneas de incuestionable autoridad, en las que se describen horrorosas escenas con todos sus espantosos detalles. Entre ellas están las “Actas” de Justino y sus contemporáneos, los cuales sufrieron en Roma (c. 165), de Carpo, Papilo y Agatónica, que fueron asesinados en Asia Menor, de los mártires de Scillium en Numidia, y las conmovedoras Cartas de las Iglesias de Lyon y Vienne (Eus., Hist. Eccl., V.1-4) en las que aparece la descripción de las torturas infligidas (177) a Santa Blandina y sus compañeros en Lyon. Por cierto, este documento arroja mucha luz sobre el carácter y extensión de la persecución de los cristianos en el sur de la Galia, y por parte del emperador allí.
Fuente: Healy, Patrick. "Marcus Aurelius Antoninus." The Catholic Encyclopedia. Vol. 2. New York: Robert Appleton Company, 1907. <http://www.newadvent.org/cathen/02109a.htm>.
Traducido por José Gallardo Alberni. L H M.