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Jueves, 21 de noviembre de 2024

Esclavitud y Cristianismo

De Enciclopedia Católica

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Es notorio cuán numerosos eran los esclavos en la sociedad romana cuando el cristianismo hizo su aparición, cuán dura era su suerte, y cómo la competencia del trabajo esclavo aplastaba el trabajo libre. Es el objeto de este artículo mostrar qué ha hecho el cristianismo por los esclavos y contra la esclavitud, primero en el mundo romano, luego en la sociedad resultante de las invasiones bárbaras, y finalmente en el mundo moderno.

La Iglesia y la esclavitud romana

Los primeros misioneros del Evangelio, hombres de origen Judío, provenían de un país donde existía la esclavitud. Pero en Judea existía bajo una forma muy diferente a la romana. La Ley Mosaica era misericordiosa con los esclavos (Ex., xxi; Lev., xxv; Deut., xv, xxi) y cuidadosamente aseguraba su salario justo al trabajador (Deut., xxiv, 15). En la sociedad Judía el esclavo no era objeto de desprecio, porque el trabajo no era despreciado como lo era en otros lados. Ningún hombre era considerado inferior por practicar un trabajo manual. Estas fueron ideas y hábitos de vida que los Apóstoles llevaron a la nueva sociedad que tan rápidamente creció como efecto de su prédica. Como esta sociedad incluyó, desde el principio, creyentes de toda condición – ricos y pobres, esclavos y seres libres – los Apóstoles estuvieron obligados a expresar sus creencias sobre las desigualdades sociales que tan profundamente dividían el mundo Romano. “Como tantos de vosotros cuantos habéis sido bautizados en Cristo, habéis sido puestos en Cristo. No hay ni Judíos ni Griegos; no hay ni esclavo ni libre; no hay ni hombre ni mujer. Porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gal., iii, 27-28; cf. I Cor., xii, 13). Desde este principio San Pablo no extrajo ninguna conclusión política. No era su deseo, ni estaba en su poder, realizar la igualdad Cristiana por la fuerza o por una revuelta. Tales revoluciones no son resultados de lo repentino. El Cristianismo acepta la sociedad como es, influenciándola para su transformación a través, y sólo a través de almas individuales. Lo que demanda en primer lugar de los amos y de los esclavos es, vivir como hermanos – conduciéndose con equidad, sin amenazas, recordando que Dios es el amo de todos – obedeciendo con temor, pero sin halagos serviles, en la simplicidad de la atención, como obedecerían a Cristo (cf. Ef., vi, 9; Col. iii, 22-4; iv, 1).

Este idioma era entendido por amos y por esclavos quienes se convirtieron al Cristianismo. Pero muchos esclavos que eran cristianos tenían amos paganos para quienes estos sentimientos de fraternidad eran desconocidos, y quienes a veces exhibían aquella crueldad de la cual tan a menudo hablan moralistas y poetas. A tales esclavos San Pedro les indicó su obligación: ser sumisos “no sólo con los buenos y gentiles, sino también con los contrarios”, no con una mera resignación inerte, sino para dar un buen ejemplo y para imitar a Cristo, Quien también sufrió injustamente (I Pedro, ii, 18, 23-4).

A ojos de los Apóstoles, la condición de los esclavos, particularmente desdichada, peculiarmente expuesta a tentaciones, conllevaba el más eficaz testimonio de la nueva religión. San Pablo, recomienda a los esclavos tratar de complacer a sus amos en todas las cosas, no contradecirlos, no hacerle ningún mal, honrarlos, serles leales, de modo de hacer brillar ante los ojos de todos, la enseñanza de Dios Nuestro Salvador, y para prevenir que ese nombre y enseñanza sea blasfemada (cf. I Ti., vi, 1; Tit., ii, 9, 10). Los escritos apostólicos muestran cuán gran lugar ocupaban los esclavos en la Iglesia. Prácticamente todos los nombres de los ristianos a los que San Pablo saluda en sus Epístolas a los Romanos son serviles cognomina: los dos grupos a los que llama “aquellos de la casa de Aristóbulo” y “aquellos de la casa de Narciso” indican sirvientes Cristianos de la casa de esos dos contemporáneos de Nerón. Su Epístola, escrita desde Roma a los Filipenses (iv,22) les lleva saludos de los santos de la casa de César, i.e. esclavos conversos del palacio imperial.

Un hecho que, en la Iglesia, aliviaba la condición del esclavo, fue la ausencia del antiguo desprecio por el trabajo entre los Cristianos (Ciceron, "De off.", I, xlii; Pro Flacco", xviii; "pro domo", xxxiii; Suetonius, "Claudius, xxii; Seneca, "De beneficiis", xviii; Valerius Maximus, V, ii, 10). Los conversos a la nueva religión sabían que Jesús había sido carpintero; vieron a San Pablo ejercitar la ocupación de tendero (Hch, xviii, 3; I Cor, iv, 12). “Ni comimos de balde el pan de nadie, sino que trabajamos con afán y fatiga día y noche, para no ser gravosos a ninguno de vosotros (II Ts., iii, 8; cf. Hch, xx, 33, 34). Tal ejemplo, dado en un tiempo en que aquellos que trabajaban eran considerados “la escoria de la ciudad”, y aquellos que no trabajaban vivían de la generosidad pública, constituyó una muy eficaz manera de predicar. Un nuevo sentimiento fue por tanto introducido en el mundo Romano, mientras que al mismo tiempo fue establecida una disciplina formal en la Iglesia. No hubiera sido ninguna curiosidad en las ciudades Griegas y Romanas aquellos que alardearan de su ocio (II Ts., iii, 11). Se declaró que aquellos que no trabajaran no merecían ser alimentados (ibid, 10). No le estaba permitido a un cristiano vivir sin una ocupación (Didajé, XII).

La igualdad religiosa fue la negación de la esclavitud como era practicada por la sociedad pagana. Debe haber sido una exageración, sin duda, decir, como dijo un autor del siglo primero, que “los esclavos no tienen religión, o tienen solamente religiones extranjeras” (Tácito, “Anales”, XIV, xliv): muchos eran miembros del collegia funeraria bajo la invocación de las divinidades Romanas (Estatutos del Colegio de "Corp. Inscr. lat.", XIV, 2112). Pero en muchas circunstancias, esta religión altanera y formalista, excluía a los esclavos de sus funciones, ya que se sostenía que su presencia la hubiera profanado. (Cicerón, "Octavio", xxiv). La igualdad religiosa absoluta, como proclamó el Cristianismo, fue por lo tanto una novedad. La Iglesia no tomaba en cuenta la condición social de los creyentes. Esclavos y libres recibían los mismos sacramentos. Eran numerosos los clérigos de origen servil (San Jerónimo, Ep. Lxxxii). La mismísima Silla de San Pablo fue ocupada por hombres que habían sido esclavos: Pío en el siglo segundo, Calisto en el tercero. Uno podría casi decir, que esta igualdad Cristiana era tan completa, tan niveladora, que San Pablo (I Ti., vi, 2), y posteriormente, San Ignacio (Polyc., iv), se ven obligados a amonestar a los esclavos y siervas para que no amenacen a sus amos, “creyentes como ellos y compartiendo los mismos beneficios”. Al darles un lugar en la sociedad religiosa, la Iglesia les restituyó a los esclavos la familia y el matrimonio. La ley Romana no legitimaba el matrimonio, ni la paternidad regular, ni siquiera tenía impedimentos para las uniones más antinaturales para los esclavos (Digesto, XXXVIII, viii, i, (secc) 2; X, 10, (secc) 5). A través de innumerables inscripciones mortuorias está conmovedoramente comprobado que los esclavos intentaron superar esta abominable situación, pero el nombre de uxor que las mujeres esclavas tienen en estas inscripciones es muy precario, ya que ninguna ley protege su honor y con ellas no hay adulterio (Digesto, XLVIII, v, 6; Cod. Justin., IX, ix, 23). En la Iglesia, el matrimonio de esclavos es un sacramento; posee “la solidez” de tal (San Basilio, Ep. cxcix, 42). La Constitución Apostólica impone al amo el deber de hacer contraer a su esclavo “un matrimonio legítimo” (III, iv; VIII, xxxii). San Juan Crisóstomo declara que los esclavos tienen el poder marital sobre sus esposas y el paternal sobre sus niños (In Ep. ad Ephes.", Hom. xxii, 2). Él dice que “aquel que tiene relaciones inmorales con la esposa de un esclavo es tan culpable como aquel que tiene las mismas relaciones con la esposa del hombre de alto rango: ambos son adúlteros, porque no es la condición de las partes lo que hace el crimen ("En I Tes.", Hom. v, 2; "En II Tes.", Hom. iii, 2).

En los cementerios Cristianos no hay diferencia entre las tumbas de los esclavos y las de los libres. Las inscripciones en los sepulcros paganos – ya sea el columbarium común a todos los sirvientes de una casa, la parcela para el entierro de un collegium funerario de un esclavo o liberto, o tumbas aisladas, siempre indicaban la condición servil. En los epitafios Cristianos difícilmente puedan ser vistos ("Bull. di archeol. Christiana", 1866, p. 24), aunque los esclavos formaran una parte considerable de la población Cristiana. A veces encontramos esclavos honrados con un sepulcro más pretencioso que los de otros creyentes, como aquella de Ampliatus en el cementerio de Domitila (“Bull. di archeol. christ.", 1881, pp. 57-54, y pl. III, IV). Esto es particularmente así en el caso de esclavos que fueron mártires: las cenizas de dos esclavos, Proto y Jacinto, quemados vivos en la persecución Valeriana habían sido envueltos en una sábana mortuoria de tejido de oro (ibid., 1894, p. 28). El martirio manifiesta elocuentemente la igualdad religiosa de los esclavos: él despliega tanta firmeza ante la amenaza de los perseguidores como lo hace el hombre libre. A veces no es por la Fe solamente que la mujer esclava muere, sino por la fe y la castidad igualmente amenazadas "pro fide et castitate occisa est" ("Acta S. Dulae" in Acta SS., III Marzo, p. 552). Se hallan bellas aseveraciones de esta libertad moral en los relatos de los martirios de las esclavas Ariadne, Blandina, Evelpistus, Potamienna, Felicitas, Sabina, Vitalis, Porphyrus y muchas otras (ver Allard, "Dix leçons sur le martyre", 4th ed., pp. 155-- 64). La Iglesia hizo la liberación del esclavo un acto de caridad desinteresada. Los amos paganos usualmente les vendían su libertad por su precio de mercado, al recibir sus ahorros penosamente amasados (Cicerón, "Philipp. VIII", xi; Séneca "Ep. lxxx"); los verdaderos cristianos se la daban a ellos como almas. A veces la Iglesia redimió esclavos con sus recursos comunes (San Ignacio, "Polyc.", 4; Apos. Const., IV, iii). Se sabe de cristianos heroicos que se vendieron a sí mismos en esclavitud para liberar esclavos (San Clemente, "Cor.", 4; "Vita S. Joannis Eleemosynarii" in Acts SS., Jan., II, p. 506). Muchos liberaron a todos los esclavos que tenían. En la antigüedad pagana son frecuentes las liberaciones al por mayor, pero nunca incluyen a todos los esclavos del propietario, y siempre son por disposición testamentaria, que es cuando el propietario no puede ser empobrecido por su propia generosidad (Justiniano, "Inst.", I, vii; "Cod. Just.", VII, iii, 1). Solamente los cristianos liberaban todos sus esclavos en vida, despojándose por tanto a sí mismos de una considerable parte de su fortuna (ver Allard, "Les esclaves chrétiens", 4th ed., p. 338). A comienzos del siglo quinto, Santa Melania, una millonaria Romana, garantizó gratuitamente la libertad a tantos miles de esclavos que su biógrafo se declara incapaz de dar su número exacto (Vita S. Melaniae, xxxiv). Palladius menciona ocho mil esclavos liberados, lo que, tomando el precio promedio de un esclavo como de alrededor de $ 100, representaría un valor de $800.000 (1912 dólares). Pero Palladius escribió antes de 406, que fue mucho antes de que Melania hubiera agotado completamente su inmensa fortuna en actos de liberalidad de todo tipo (Rampolla, "S. Melania Giuniore", 1905, p. 221).

El cristianismo primitivo no atacaba a la esclavitud directamente; actuaba como si la esclavitud no existiera. Inspirando lo mejor de sus niños con esta caridad heroica, ejemplos de los cuales han sido dados más arriba, preparaba a lo lejos el camino para la abolición de la esclavitud. Reprochar a la Iglesia de los primeros tiempos por no haber condenado a la esclavitud en el principio, y por haberla tolerado de facto es culparla por no haber permitido desatar una espantosa revolución, en la cual quizás, toda la civilización habría perecido con la sociedad romana. Pero decir, con Ciccotti (Il tramonto della schiavitù, Fr. tr., 1910, pp. 18, 20), que el Cristianismo primitivo no tenía ni aún “una visión embrionaria” de la sociedad en la cual no debería haber esclavitud, decir que los Padres de la Iglesia no sentían “el horror de la esclavitud”, es demostrar o una extraña ignorancia o una injusticia singular. Puede encontrarse en San Gregorio de Niza (In Ecclesiastem, hom. iv), la más enérgica y absoluta reprobación a la esclavitud, y nuevamente en numerosos pasajes del discurso de San Crisóstomo tenemos imágenes de una sociedad sin esclavos: una sociedad compuesta solamente de trabajadores libres, un retrato ideal que traza con la más elocuente insistencia (ver los textos citados en Allard Les esclaves chrétiens", p. 416-23).

La Iglesia y la esclavitud después de las invasiones bárbaras

Está más allá del objetivo de este artículo discutir el movimiento legislativo que tuvo lugar durante este período con relación a los esclavos. Desde Augusto a Constantino los estatutos y la jurisprudencia tendieron a proveerles una mayor protección contra la enfermedad, su tratamiento y a facilitarles la liberación. Bajo los emperadores Cristianos esta tendencia, y a pesar de recaídas en ciertos puntos, se hizo diariamente más marcada y finalizó, en el siglo sexto, en la muy liberal legislación de Justiniano (ver Wallon, "Hist. de l'esclavage dans l'antiquité", III, ii and x). Aunque la ley civil sobre esclavitud permaneció rezagada a las demandas Cristianas (Las leyes de César son una cosa, las leyes de Cristo otra”, escribía San Jerónimo en “Ep. lxxvii"), sin embargo se habían hecho grandes progresos. Continuó en el Imperio de Oriente (leyes de Basilio el Macedonio, de León el Sabio, de Constantino Porphirogenitus), pero en el Oeste fue abruptamente frenado por las invasiones bárbaras.

Estas invasiones fueron calamitosas para los esclavos incrementando su número, el que había comenzado a disminuir, y sujetándolos a una legislación y a costumbres mucho más duras que aquellas que obtuvieron bajo la ley Romana del período (ver Allard "Les origines du servage" in "Rev. des questions historiques", Abril, 1911). Aquí nuevamente la Iglesia intervino. Lo hizo de tres formas: liberando esclavos, legislando para su beneficio en sus concilios; dando un ejemplo de buen trato. Los documentos de los siglos quinto al séptimo están llenos de instancias de cautivos sacados de las ciudades conquistadas por los bárbaros y condenados a la esclavitud, a los que obispos, sacerdotes y monjes, y píos laicos liberaron. Los cautivos liberados fueron a veces mandados de a miles de regreso a su propio país (ibid., p. 393-7, y Lesne, "Hist de la propriété ecclésiastique en France", 1910, pp. 357-69).

Las Iglesias de Galia, España, Bretaña e Italia, estaban incesantemente ocupadas, en numerosos concilios, con los asuntos de los esclavos; protección del esclavo maltratado que ha buscado refugio en una iglesia (Concilios de Orleans, 511, 538, 549; Concilio de Epona, 517); aquellos manumitted in ecclesiis, pero también aquellos liberados por cualquier otro proceso (Concilio de Arles 452; de Agde, 506; de Orleans, 549; de Mâcon, 585; de Toledo, 589, 633; de Paris, 615); validez del matrimonio contraído con completo conocimiento de las circunstancias entre personas libres y esclavos (Concilios de Verberie, 752, de Compiègne, 759); descanso de los esclavos los Domingos y días festivos (Concilio de Auxerrre, 578 o 585; de Ch&acric;lon-sur-Saône, mediados del siglo séptimo; de Rouen, 650; de Wessex, 691; de Berghamsted, 697); prohibición a los Judíos a poseer esclavos Cristianos (Concilio de Orléans, 541; de Mâcon, 581; de Clichy, 625; de Toledo, 589, 633, 656); supresión del tráfico de esclavos mediante la prohibición de su venta fuera del reino (Concilio de Châlon-sur-Saône, entre 644 y 650); prohibición contra la reducción de un hombre libre a la esclavitud(Concilio de Clichy, 625).

Menos liberal en este aspecto que Justiniano (Novella cxxiii, 17), quien hizo el consentimiento tácito una condición suficiente, la disciplina Occidental no permite al esclavo ser elevado al sacerdocio sin el consentimiento formal de su amo; sin embargo los concilios llevados a cabo en Orléans en 511, 538, 549, aunque imponiendo penalidades canónicas al obispo que excedía su autoridad en esta materia, declara tales ordenaciones como válidas. Un concilio celebrado en Roma en 595 bajo la presidencia de San Gregorio Magno permite al esclavo convertirse en monje sin ningún consentimiento, expreso o tácito, de su amo.

En este período la Iglesia se encontró convirtiéndose en una gran propietaria. Los bárbaros conversos la dotaron en gran parte con propiedades inmuebles. Como estas propiedades estaban provistas de siervos asignados al cultivo del suelo, la Iglesia se convirtió por la fuerza de las circunstancias en una gran propietaria de seres humanos, para quienes, en esos tiempos tumultuosos, esta relación fue una gran bendición. Las leyes de los bárbaros, enmendadas a través de la influencia Cristiana, les dio a los siervos eclesiásticos una posición privilegiada: sus rentas fueron fijadas; ordinariamente estaban obligados a dar la propietario la mitad de su trabajo o la mitad de sus productos, lo restante se les dejaba a ellos (Lex Alemannorum, xxii; Lex Bajuvariorum, I, xiv, 6). Un concilio del siglo sexto (Eauze, 551) ordena a los obispos a exigir a sus siervos un servicio más liviano que el desempeñado por los siervos de propietarios laicos, y remitirles a ellos un cuarto de sus rentas.

Otra ventaja de los siervos eclesiásticos era su permanencia en sus lugares. Una ley Romana de mitad del siglo cuarto (Cod.Just.,XI, xlvii, 2) había prohibido que los esclavos rurales fueran sacados de las tierras a las que pertenecían; este fue el origen de la servidumbre, una condición mucho mejor que la esclavitud propiamente dicha. Pero los bárbaros virtualmente suprimieron esta benéfica ley (Gregorio of Tours, "Hist. Franc.", VI, 45); hasta había sido abrogada formalmente entre los Godos de Italia por el edicto de Teodorico (sect.142). No obstante, como un privilegio excepcional, permaneció vigente para los siervos de la Iglesia, los que, como la Iglesia misma, permanecieron bajo la ley Romana (Lex Burgondionum, LVIII, i; Louis I, "Add. ad legem Langobard.", III, i). Compartían además, la inalienabilidad de todas las propiedades eclesiásticas, que había sido establecida por los concilios (Roma, 50; Orléans, 511, 538; Epone, 517; Clichy, 625; Toledo, 589); estaban protegidos de las exacciones de los oficiales reales por la inmunidad garantizada a casi todas las tierras de la iglesia (Kroell, "L'immunité franque", 19110); por tanto su posición era generalmente envidiada (Flodoard, "Hist eccl. Remensis", I, xiv), y cuando la liberalidad real asignaba a una iglesia una porción de tierra de propiedad estatal, los siervos que la cultivaban eran ruidosos en su expresión de alegría (Vita S. Eligii, I, xv).

Ha sido aseverado que los siervos eclesiásticos estaban en una situación menos afortunada debido a que la inalienabilidad de las propiedades de la iglesia impedía que fueran liberados. Pero esto es inexacto. San Gregorio Magno liberó siervos de la Iglesia Romana (Ep.vi, 12), y hay una frecuente discusión en los concilios con referencia a los liberados eclesiásticos. El Concilio de Agde (506) da al obispo el derecho de liberar esos siervos “quienes debían merecerlo” y dejarles un pequeño patrimonio. Un Concilio de Orléans (541) declara que aún si el obispo ha derrochado la propiedad de su iglesia, los siervos que haya liberado en un número razonable (numero competenti) permanecerán libres. Una fórmula Merovingia muestra a un obispo liberando un décimo de sus siervos (Formulae Biturgenses, viii). Los concilios Españoles impusieron restricciones mayores, reconociendo el derecho de un obispo a liberar los siervos de su iglesia a condición de que la indemnización saliera de su propiedad privada (Concilio de Sevilla, 590; de Toledo, 633; de Mérida, 666). Pero hicieron obligatorio liberar a los siervos en los que se detectara una seria vocación (Concilio de Zaragoza, 593). Un concilio Inglés (Celchyte, 816) ordena que a la muerte de un obispo todos lo otros obispos y todos los abades debían liberar a tres esclavos cada uno por el reposo de su alma. Esta última cláusula muestra nuevamente el error de afirmar que los monjes no tenían el derecho de manumisión. El canon del Concilio de Epone (517) que prohibe a los abades a liberar a sus siervos fue promulgado con el objeto que los monjes no pudieran ser dejados sin asistencia en sus trabajos y ha sido tomado demasiado literalmente. Está inspirado no sólo por prudencia agrícola, sino también por la consideración de que los siervos pertenecen a la comunidad de monjes y no al abad individualmente. Más aún, la regla de San Ferréol (siglo sexto) permite al abad liberar siervos con el consentimiento de los monjes, o sin su consentimiento si, en este último caso, reemplaza de su propio pecunio a los que ha liberado. La afirmación de que los liberados eclesiásticos no eran tan libres como los liberados por propietarios laicos no resiste un examen a la luz de los hechos, que muestran que la situación de las dos clases era idéntica, excepto que los liberados de la iglesia ganaban un wergheld más alto que los liberados por laicos, y por tanto su vida estaba mejor protegida. El "Polyptych of Irminon", una detallada descripción de las tierras de la abadía de Saint-Germain-des-Prés muestra que en el siglo noveno los siervos de este dominio no eran numerosos y llevaban en todos los sentidos la vida de un campesino libre

La Iglesia y la esclavitud moderna

En la Edad Media la esclavitud propiamente dicha, no existió más en los países Cristianos; había sido reemplazada por la servidumbre, una condición intermedia en la cual el hombre disfrutaba de todos sus derechos personales, excepto el derecho a dejar la tierra que cultivaba y el derecho a disponer libremente de su propiedad. La servidumbre pronto desapareció en los países Católicos, durando más tiempo solamente donde la Reforma Protestante prevaleció. Pero mientras que la servidumbre se iba extinguiendo, el curso de los acontecimientos dio paso a un renacimiento de la esclavitud. Como una consecuencia de las guerras contra los Musulmanes y el comercio mantenido con el Este, los países Europeos linderos al Mediterráneo, particularmente España e Italia, tuvieron una vez más esclavos; prisioneros Turcos y también, desafortunadamente, cautivos importados por comerciantes sin conciencia. Aunque estos esclavos eran en general bien tratados y puestos en libertad si solicitaban el bautismo, este renacimiento de la esclavitud, que duró hasta el siglo diecisiete, es una mancha para la civilización Cristiana. Pero el número de estos esclavos fue siempre muy pequeño en comparación con el de los Cristianos cautivos reducidos a esclavitud en los países Musulmanes, particularmente en los estados Bárbaros desde Trípoli a la costa atlántica de Marruecos. Estos cautivos eran tratados cruelmente y estaban en peligro constante de perder su fe. Muchos realmente renegaron de su fe o, al menos, fueron conducidos por la desesperación a abandonar toda religión y toda moralidad. Fueron fundadas órdenes religiosas para socorrerlos y redimirlos.

Los Trinitarios, fundados en 1189 por San Juan de Matha y San Félix de Valois, establecieron hospitales para esclavos en Argelia y Túnez en los siglos dieciseis y diecisiete, y desde su fundación hasta el año 1787 liberaron 900.000 esclavos. La Orden de Nuestra Señora del Rescate (Mercedarios), fundados en el siglo trece por San Pedro Nolasco, y establecida más especialmente en Francia y España, liberó 490.736 esclavos entre los años 1218 y 1632. A los tres votos regulares su fundador agregó un cuarto, “Convertirse en un rehén en manos de los infieles, si esto es necesario para la liberación de un fiel a Cristo.” Muchos Mercedarios mantuvieron este voto aún hasta el martirio

Otra orden emprendió la tarea no solo de redimir a cautivos, sino de darles además asistencia espiritual y material. San Vicente de Paul había sido un esclavo en Argelia en 1605, había sido testigo de los sufrimientos y peligros de los esclavos Cristianos. A pedido de Luis XIV, les envió, en 1642, sacerdotes de la congregación que había fundado. Muchos de estos sacerdotes, en verdad, fueron investidos de funciones consulares en Túnez y Argelia. Desde 1642 a 1660 redimieron alrededor de 1200 esclavos a un costo de 1.200.000 livres. Pero su mayor logro fue la enseñanza del Catecismo y la conversión de miles, y en la preparación de muchos de los cautivos para sufrir el más cruel martirio antes de renegar de la Fe. Como ha dicho recientemente un historiador Protestante, ninguna de las expediciones enviadas contra los Estados Bárbaros por los Poderes de Europa, o aún América, igualó “el efecto moral producido por el ministerio de consuelo, y abnegación, llegando aún hasta el sacrificio de la libertad y la vida, que fue ejercido por los humildes hermanos de San Juan de Matha, San Pedro Nolasco, y San Vicente de Paul” (Bonet-Maury, "France, christianisme et civilisation", 1907, p. 142).

Un segundo resurgimiento de la esclavitud tuvo lugar después del descubrimiento del Nuevo Mundo por los Españoles en 1492. Relatar la historia del mismo excedería los límites de este artículo. Será suficiente recordar los esfuerzos de Las Casas en favor de los aborígenes de América y las protestas de los papas contra la esclavización de esos aborígenes y el tráfico de esclavos negros. Inglaterra, Francia, Portugal y España, todas participaron del nefasto tráfico. Inglaterra sólo hizo correcciones para sus transgresiones cuando, en 1815, tomó la iniciativa en la supresión del comercio de esclavos. En 1871, un escritor tuvo la temeridad de aseverar que el Papado “no tenía en mente condenar la esclavitud” (Ernest Havet, "Le christianisme et ses origines", I, p. xxi). Olvidó que, en 1462, Pío II declaró a la esclavitud como “un gran crimen” (magnum scelus); que, en 1537, Pablo III prohibió la esclavización de los indios; que Urbano VIII la prohibió en 1639 y Benedicto XIV en 1741; que Pío VII demandó del Congreso de Viena, en 1815, la supresión del tráfico de esclavos y Gregorio XVI lo condenó en 1839; que en la Bula de Canonización del Jesuita Pedro Claver, uno de los más ilustrado adversarios de la esclavitud, Pío IX estigmatizó la “suprema villanía” (summum nefas) de los traficantes de esclavos. Todos conocen la hermosa carta que dirigió León XIII, en 1888, a los obispos Brasileros, exhortándolos a desterrar de su país los remanentes de la esclavitud; carta a la cual los obispos respondieron con sus más enérgicos esfuerzos, como algunos propietarios de esclavos generosos que liberaron sus esclavos en masa, como en los primeros tiempos de la Iglesia.

En nuestros tiempos el tráfico de esclavos todavía continúa devastando Africa, no ya para beneficio de los estados Cristianos, de los cuales toda la esclavitud ha desaparecido, sino por parte de los países Musulmanes. Pero a medida que la penetración Europea progresa en África, los misioneros, que son siempre sus precursores – Padres del Espíritu Santo, Oblatos, Padres Blancos, Franciscanos, Jesuitas, Padres de la Misión de Lyons – trabajan en el Sudan, Guinea, Gabón, en la región de los Grandes Lagos, liberando esclavos y estableciendo “villas de la libertad”. Encabezando este movimiento aparecen dos hombres: el Cardenal Lavigerie quien en 1888 fundó la Société Antiesclavagiste y en 1889 promovió la conferencia de Bruselas; León XIII, quien alentó a Lavierie en todos sus proyectos, y, en 1890, a través de una Encíclica, condenando una vez más a los traficantes de esclavos y la “maldita peste de la servidumbre”, ordenó una colecta anual para ser hecha en todas las iglesias Católicas en beneficio del trabajo anti-esclavista. Algunos escritores modernos, la mayoría de la Escuela Socialista – Karl Marx, Engel, Ciccotti, y en alguna medida Seligman – atribuyen la hoy casi completa desaparición de la esclavitud solamente a la evolución de intereses y a causas económicas. La precedente exposición del tema es una respuesta a su concepción materialista de la historia, y está mostrando que, si no la única, al menos la principal causa de esa desaparición es el Cristianismo actuando a través de la autoridad de su magisterio y la influencia de su caridad.



Fuente: Allard, Paul. "Slavery and Christianity." The Catholic Encyclopedia. Vol. 14. New York: Robert Appleton Company, 1912. 8 Sept. 2010 <http://www.newadvent.org/cathen/14036a.htm>.

Traducido por Luis Alberto Alvarez Bianchi