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Martes, 3 de diciembre de 2024

Gracia Santificante

De Enciclopedia Católica

Revisión de 22:40 21 jul 2016 por Luz María Hernández Medina (Discusión | contribuciones) (Características de la Gracia Santificante)

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Definición

En este artículo se tratará sólo el tema de la gracia santificante. Vea también los artículos Gracia Actual, Adopción Sobrenatural, Justificación y Controversias sobre la Gracia.

Gracia (gratia, Charis), en general, es un don sobrenatural de Dios a las criaturas intelectuales (hombres, ángeles) para su salvación eterna, tanto si ésta se adelanta y alcanza a través de actos saludables o de un estado de santidad. La salvación eterna en sí misma consiste en la bienaventuranza en el cielo como resultado del conocimiento intuitivo del Dios Trino y Uno, que a los que no estaban dotados de la gracia les permitió “habitar en una luz inaccesible” (1 Tim. 6,16). La gracia cristiana es una idea fundamental de la religión cristiana, el pilar sobre el cual, por una ordenación especial de Dios, descansa en su totalidad el majestuoso edificio del cristianismo. Entre las tres ideas fundamentales ---pecado, redención y gracia--- la gracia desempeña el papel de los medios, indispensables y divinamente ordenados, para efectuar la redención del pecado a través de Cristo y para llevar a los hombres a su destino eterno en el cielo.

Antes del Concilio de Trento los escolásticos rara vez usaban el término gratia actualis, y preferían auxilium speciales, motio divina y designaciones similares; tampoco distinguían formalmente entre gracia actual y gracia santificante. Pero, como consecuencia de las controversias modernas con respecto a la gracia, se ha vuelto habitual y necesario en la teología establecer una distinción más clara entre la ayuda transitoria para actuar (gracia actual) y el estado permanente de gracia (gracia santificante). Por esta razón adoptamos esta distinción como nuestro principio de división en nuestra exposición de la doctrina católica.

Dado que el final y meta de toda la gracia eficaz se dirige a la producción de la gracia santificante donde no existe ya, o para retenerla y aumentarla donde ya está presente, su excelencia, dignidad e importancia se vuelven inmediatamente evidentes; pues la santidad y la filiación de Dios dependen únicamente de la posesión de la gracia santificante, por lo cual con frecuencia se la denomina simplemente “gracia” sin ningún calificativo para acompañarlo como, por ejemplo, en las frases "vivir en gracia" o "caer de la gracia".

Todas las preguntas pertinentes se agrupan en torno a tres puntos de vista desde los que se puede considerar el tema:

I. La preparación para la gracia santificante, o el proceso de justificación.
II. La naturaleza de la gracia santificante.
III. Las características de la gracia santificante.

Justificación: La Preparación para la Gracia Santificante

(Para un tratamiento exhaustivo del tema de la justificación, vea el artículo JUSTIFICACIÓN).

La palabra “justificación” (justificatio, de justum facere) deriva su nombre de justicia (justitia), por la cual no se denota meramente la virtud cardinal en el sentido de un propósito constante a respetar los derechos de los demás (suum cuique), ni el término se toma en el concepto de todas las virtudes que componen la ley moral, sino que connota, en especial, toda la relación interna del hombre hacia Dios como a su fin sobrenatural. Con el fin de llegar a la justificación cada alma adulta manchada ya sea con el pecado original o con el pecado mortal real (exceptuando, por supuesto, a los niños) debe pasar a través de un corto o largo proceso de justificación, que puede compararse con el desarrollo gradual del niño en el vientre de su madre. Este desarrollo alcanza su plenitud en el nacimiento del niño, acompañado por la angustia y el sufrimiento con el que invariablemente se atiende este nacimiento; nuestro renacimiento en Dios es igualmente precedido de grandes sufrimientos espirituales de miedo y contrición.

En el proceso de justificación debemos distinguir dos períodos: en primer lugar, los actos preparatorios o disposiciones (fe, miedo, esperanza, etc.); el segundo, el momento decisivo de la transformación del pecador a partir del estado de pecado al de justificación o de gracia santificante, que puede llamarse la justificación activa (actus justificationis); con esto el proceso real llega a su fin, y comienza el estado de la santidad habitual y la filiación de Dios. Tocante a estos dos períodos ha existido, y todavía existe, en parte, un gran conflicto de opinión entre el catolicismo y el protestantismo. Este conflicto puede reducirse a cuatro diferencias de enseñanza. Por una fe que justifica la Iglesia entiende cualitativamente la fe teórica en las verdades de la revelación, y exige además de esta fe otros actos de preparación para la justificación. El protestantismo, por otro lado, reduce el proceso de justificación a simplemente una fe fiduciaria [N. de la T.: fe confiada]; y sostiene que esta fe, exceptuando incluso las buenas obras, es totalmente suficiente para la justificación, poniendo gran énfasis en la declaración de la Escritura sola fides justificat. La Iglesia enseña que la justificación consiste en una destrucción real del pecado y una santificación interior. El protestantismo, por el contrario, hace del perdón del pecado simplemente un ocultamiento del mismo, por así decirlo; y hace de la santificación una declaración pública y manifiesta de justificación, o una imputación externa de la justicia de Cristo. En la presentación del proceso de justificación, señalaremos en todas partes este cuádruple conflicto confesional.

La fe fiduciaria de los protestantes

El Concilio de Trento (Ses. VI, Cap. VI y Can. XII) decreta que lo que constituye la fe de justificación y el “comienzo, fundamento y fuente” (loc. Cit., cap. VIII) de la justificación no es la fe fiduciaria, sino un acto mental real de fe, consistente en una creencia firme en todas las verdades reveladas. ¿Qué entendían Lutero y los reformadores por “fe fiduciaria”? Este término significaba para ellos, no la primera o fundamental deposición o preparación para la justificación (activa), sino meramente la comprensión espiritual (instrumentum) con la que nos apoderamos y sujetamos la justicia externa de Cristo y con ella, como con un manto de gracia, cubrimos nuestros pecados (que siguen existiendo interiormente) en la creencia cierta e infalible (fiducia) de que Dios, por el amor de Cristo, ya no mantendrá nuestro pecado contra nosotros. Por este medio el asiento de la fe justificante se transfiere del intelecto a la voluntad; y la fe misma, en la medida en que todavía permanece en el intelecto, se convierte en una creencia cierta en la propia justificación de uno.

La pregunta principal es: “¿Es bíblica esta concepción?” Murray (De gratia, disp. X, n. 18, Dublín, 1877) señala en sus estadísticas que la palabra fides (pistis) aparece ochenta veces en la Epístola a los Romanos y en los Evangelios Sinópticos, y sólo en seis de éstos se puede interpretar como fiducia (confianza). Pero ni aquí ni en ningún otro sitio alguna vez significó la convicción de, o la creencia en, la propia justificación, o la fe fiduciaria luterana. Incluso en el texto principal (Rom. 4,5) la fe justificante de San Pablo es idéntica al acto mental de fe o creencia en la verdad divina; pues Abraham fue justificado no por la fe en su propia justificación, sino por la fe en la verdad de la promesa divina de que sería “padre de muchas naciones” (cf. Rom. 4,9 ss.). En estricta consonancia con esto está la enseñanza paulina de que la fe de justificación, que debemos profesar "con el corazón y la boca", es idéntica al acto mental de fe en la Resurrección de Jesucristo, el dogma central del cristianismo (Rom. 10,9 ss.) y que lo mínimo expresamente necesario para la justificación está contenido en los dos dogmas: la existencia de Dios y la doctrina de la recompensa eterna (Hb. 11,6).

El Redentor mismo hizo de la creencia en la enseñanza del Evangelio una condición necesaria para la salvación, cuando mandó solemnemente a los apóstoles a predicar el Evangelio al mundo entero (Mc. 16,15]]). San Juan Evangelista declara que su Evangelio fue escrito con el propósito de avivar la creencia en la filiación divina de Cristo, y vincula a esta fe la posesión de la vida eterna (Jn. 20,31). Esa fue la mentalidad de la Iglesia cristiana desde el principio. Para no hablar del testimonio de los Padres (cf. Belarmino, De justific., I, 9), San Fulgencio, discípulo de San Agustín, en su precioso libro, "De vera fide ad Petrum", no entiende por fe verdadera una fe fiduciaria, sino la firme creencia en todas las verdades contenidas en el Credo de los Apóstoles, y él llama a esta fe el "fundamento de todas las cosas buenas", y el "principio de la salvación humana" (loc. cit., Prolog .). Refuerza este punto de vista la práctica de la Iglesia en la época primitiva, como lo demuestra la antigua costumbre, que se remonta a los tiempos apostólicos, de dar a los catecúmenos (katechoumenoi, a partir de katechein, viva voce instruere) una instrucción verbal en los artículos de la fe y de dirigirlos, poco antes del bautismo, a hacer una recitación pública del Credo de los Apóstoles. Después de esto eran llamados no fiduciales sino fideles, en contraste con infidels y haeretici (de aireisthai, seleccionar, proceder en forma ecléctica) quienes rechazaban parcial o totalmente la revelación.

En respuesta a la pregunta teológica: ¿Cuántas verdades de fe debe uno expresamente creer (fide explicita) bajo mandato (necessitate praecepti)?, los teólogos dicen que un católico común debe conocer y creer expresamente los dogmas y verdades más importantes de la ley moral, por ejemplo, el Credo de los Apóstoles, el Decálogo, los seis preceptos de la Iglesia, los siete sacramentos, el Padre Nuestro. Mayores cosas se esperan, por supuesto, de los educados, especialmente los catequistas, confesores, predicadores, porque sobre éstos descansa el estudio de la teología como una obligación. Si la pregunta fuese: ¿De cuántas verdades como un medio (necessitate medii) debe uno creer para ser salvo?, muchos catequistas responden que son seis cosas: la existencia de Dios; una recompensa eterna; la Trinidad; la Encarnación; la inmortalidad del alma; la necesidad de la gracia. Pero según San Pablo (Hb. 11,6) sólo podemos estar seguros de la necesidad de los dos primeros dogmas, mientras que la creencia en la Trinidad y la Encarnación no se le podrían exigir, por supuesto, a un judío ante-cristiano o a un pagano. Entonces, también, la creencia en la Trinidad se puede incluir implícitamente en el dogma de la existencia de Dios, y la creencia en la Encarnación en el dogma de la Divina Providencia, al igual que la inmortalidad del alma está implícitamente incluido en el dogma de una recompensa eterna. Sin embargo, surge para cualquier bautizado en el nombre de la Santísima Trinidad, y entrar así a la Iglesia de Cristo, la necesidad de hacer un acto de fe explícita (fides explicita). Esta necesidad (necessitas medii) surge per accidens, y sólo es suspendida por una dispensa divina en casos de extrema necesidad, cuando tal acto de fe es física o moralmente imposible, como en el caso de los paganos o los que mueren en un estado de inconsciencia. Para más información sobre este punto vea Pohle, "Lehrbuch der Dogmatik", 4ª ed., II, 488 ss. (Paderborn, 1909).

La doctrina "sola-fides" de los protestantes

El Concilio de Trento (Ses. VI, Can. IX) decreta que más allá de la fe que habita formalmente en el intelecto, otros actos de predisposición, que surgen de la voluntad, como el miedo, la esperanza, el amor, la contrición y buena resolución (loc. cit., cap. VI), son necesarias para la recepción de la gracia de la justificación. Esta definición fue hecha por el Concilio contra el segundo error fundamental del protestantismo, a saber, que "la fe sola justifica" (sola fides justificat).

Martín Lutero se erige como el autor de la doctrina de la justificación por la fe sola, pues de este modo esperaba poder calmar su propia conciencia, que estaba en un estado de gran perturbación, y en consecuencia se refugió detrás de la afirmación de que la necesidad de las buenas obras más allá de la mera fe era del todo una suposición farisaica. Evidentemente esto no le trajo la paz y el bienestar esperados, y al menos no le trajo convicción a su mente; pues muchas veces, en un espíritu de honestidad y buena naturaleza pura, aplaudió las buenas obras, pero las reconoció sólo como concomitantes necesarias, no como disposiciones eficientes, para la justificación. Este fue también el tenor de la interpretación de Calvino (Instituto, III, 11, 19). Lutero se sorprendió al descubrir que por su doctrina sin precedentes estaba en contradicción directa con la Biblia, por lo tanto, rechazó la Epístola de Santiago como "una de paja" y atrevidamente insertó la palabra “sola” en el texto de San Pablo a los Romanos (3,28). Ciertamente, esta falsificación de la Biblia no fue hecha en el espíritu de las enseñanzas del Apóstol, pues San Pablo no enseña en ninguna parte que la fe sola (sin la caridad) traerá la justificación, a pesar de que también debemos aceptar como paulino el texto dado en un contexto diferente, que la fe sobrenatural sola justifica, pero las obras infructuosas de la Ley judía no lo hacen.

En esta declaración San Pablo hace hincapié en el hecho de que la gracia es puramente gratuita; que ningunas buenas obras meramente naturales pueden merecer la gracia; pero no afirma que otros actos que predisponen por su naturaleza y substancia no sean necesarios para la justificación más allá de la indispensable fe. Cualquier otra construcción del pasaje anterior sería violenta e incorrecta. Si la interpretación de Lutero se dejase prevalecer, entonces San Pablo entraría en contradicción directa no sólo con Santiago (2,24 ss), sino también consigo mismo; pues, excepto San Juan, el apóstol favorito, él es el Apóstol que proclama con más claridad y franqueza la necesidad y la excelencia de la caridad sobre la fe en el asunto de la justificación (cf. 1 Cor. 13,1 ss.). Siempre que la fe justifica no es sólo la fe, sino la fe hecha operativa y rellenada por la caridad (cf. Gál. 5,6, “fides, quae per caritatem operatur”). En el lenguaje más claro el Apóstol Santiago dice lo siguiente: "ex operibus justificatur homo, et non ex fide tantum" (St. 2,2); y aquí, por obras, él no entiende las buenas obras paganas a las que se refiere San Pablo en la Epístola a los Romanos, o las obras hechas en cumplimiento de la Ley judía, sino a las obras de salvación hechas posible por la operación de la gracia sobrenatural, que fue reconocida por Agustín (lib. LXXXIII, Q. LXXVI n. 2).

De conformidad con esta interpretación y con esta sola es el tenor de la doctrina bíblica, es decir, que sobre y por encima de la fe, hay otros actos necesarios para la justificación, tales como el miedo (Eclo. 1,28), la esperanza (Rom. 8,24), la caridad (Lc. 7,47), la penitencia con la contrición (Lc. 13,3; Hch. 2,38; 3,19), el dar limosnas (Dan. 4,24; Tob. 12,9). Sin la caridad y sin las obras de caridad la fe está muerta. La fe recibe vida sólo de y a partir de la caridad (Stgo. 2,2). Sólo a la fe muerta (fides informis) se aplica la doctrina: “La fe sola no justifica”. Por otro lado, la fe informada por la caridad (fides formata) tiene el poder de la justificación. San Agustín (De Trinit, XV, 18) lo expresa sucintamente así: "Sine caritate quippe fides potest quiden ese, sed non et prodesse." Por lo tanto vemos que desde el principio la Iglesia ha enseñado que no sólo la fe, sino una sincera conversión del corazón efectuada por la caridad y la contrición también es un requisito para la justificación ---testigo lo es el método regular de administrar el bautismo y la disciplina de la penitencia en la Iglesia primitiva.

El Concilio de Trento (Ses. VI, cap. VIII), a la luz de la revelación, le ha asignado a la [[fe] el único estado correcto en el proceso de justificación, ya que el consejo, al declararla como "el principio, el fundamento y la raíz ", ha puesto la fe al frente de todo el proceso.

La fe es el comienzo de la salvación, porque nadie se puede convertir a Dios a menos que lo reconozca como su fin y objetivo sobrenatural, al igual que un marino sin un objetivo y sin brújula vaga sin rumbo sobre el mar a merced del viento y las olas. La fe no es sólo el acto que inicia la justificación, sino también el fundamento, porque sobre él descansan seguramente todos los demás actos que predisponen, no en regularidad geométrica o inertes como las piedras de un edificio descansan sobre un fundamento, sino orgánicamente e impregnada de la vida como las ramas y las flores de la primavera de una raíz o tallo. Así se conserva para la fe en el sistema católico su importancia fundamental y de coordinación en materia de justificación.

Una descripción psicológica magistral de todo el proceso de justificación, que incluso Ad. Harnack llama "una magnífica obra de arte", se encuentra en el famoso capítulo VI, de “Disponuntur” (Denzinger, n. 798). De acuerdo a éste, el proceso de justificación sigue un orden regular de progresión en cuatro etapas: de la fe al miedo, del miedo a la esperanza, de la esperanza a la caridad incipiente, de la caridad incipiente a la [contrición]] con propósito de enmienda. Si la contrición es perfecta (contritio caritate perfecta), entonces resulta la justificación activa, es decir, es alma es colocada inmediatamente en estado de gracia incluso antes de la recepción del bautismo o la penitencia, aunque no sin el deseo por el sacramento ( votum sacramenti). Si, por otro lado la contrición es sólo una imperfecta (atrición), entonces la gracia santificante sólo puede ser impartida por la recepción real del sacramento (cf. Trento, Ses. VI, CC. IV y XIV). El Concilio de Trento no tuvo ninguna intención, sin embargo, de hacer inflexible la secuencia de las distintas etapas en el proceso de justificación, dadas arriba; ni de hacer indispensables cualquiera de las etapas. Ya que una conversión real es inconcebible sin la fe y contrición, naturalmente colocamos la fe al principio y la contrición al final del proceso. Sin embargo, en casos excepcionales, por ejemplo, en las conversiones repentinas, es muy posible que el pecador superponga las etapas intermedias entre la fe y la caridad, en cuyo caso, el miedo, la esperanza y la contrición están virtualmente incluidos en la caridad.

La teoría de la "justificación por la fe sola" fue llamada por Lutero el artículo de la iglesia de pie y caída (articulus stantis et cadentis ecclesiae), y sus seguidores la consideraron como el principio material del protestantismo, al igual que la suficiencia de la Biblia sin tradición fue considerada su principio formal. Estos dos principios no son bíblicos y hoy día no son aceptados en ningún lugar en su severidad original, salvo en el muy pequeño círculo de luteranos ortodoxos.

La Iglesia Luterana de Escandinavia ha experimentado, según el teólogo sueco Krogh-Tonningh, una reforma silenciosa que en el lapso de varios siglos la ha traído gradualmente devuelta a la visión católica de la justificación, cuya opinión solamente puede ser apoyada por la revelación y la experiencia cristiana. (cf. Dorner, "Geschichte der protestantischen Theologie", 361 ss., Munich, 1867; Möhler, "Symbolik", 16, Maguncia, 1890; "Realencyk. fur prot. Theol.", s.v. "Rechtfertigung").

Teoría protestante de la no-imputación

Avergonzado por la noción fatal de que el pecado original realizó en el hombre una destrucción total que se extiende incluso a la aniquilación de toda libertad moral de elección, y que continúa su existencia en el hombre justo como pecado a la sombra de una concupiscencia imposible de erradicar, Martín Lutero y Juan Calvino enseñaron muy lógicamente que un pecador es justificado por la fe fiduciaria, de tal manera, sin embargo, que el pecado no es absolutamente eliminado o borrado, sino que es simplemente cubierto o no imputado contra el pecador. De acuerdo con las enseñanzas de la Iglesia Católica, sin embargo, en la justificación activa se lleva a cabo un perdón de los pecados real y verdadero de manera que el pecado es realmente removido del alma, no sólo el pecado original por el bautismo, sino también el pecado mortal por el Sacramento de la Penitencia (Trento, Ss. V, Can. V; Ses. VI, Cap. XIV; Ses. XIV, Cap. II). Esta opinión es completamente conforme con la enseñanza de la Sagrada Escritura, pues las expresiones bíblicas: “borrar”, tal como se aplica al pecado (Sal. 51(50),3; Is. 43,25; 44,22; Hch. 3,19), “quitar” (Heb. 9,28), "quitar, alejar" 2 Sam. 12,13; Crón. 21,8; Miq. 7,18; Sal. 10,15; 103(102),12], no pueden conciliarse con la idea de un mero encubrimiento de pecado que se supone debe continuar su existencia de una manera encubierta. Otras expresiones bíblicas son igual de irreconciliables con esta idea luterana, por ejemplo, la expresión de “limpiar” y “lavar” el lodo del pecado (Sal. 51(50),4.9; Is. 1,18; Ez. 36,25; 1 Cor. 6,11; Apoc. 1,5), la de pasar “de la muerte a la vida” (Col. 2,13; 1 Jn. 3,14); pasar de la oscuridad a la luz (Ef. 5,9). Especialmente estas últimas expresiones son significativas, porque caracterizan la justificación como un movimiento de una cosa a otra que es directamente contraria u opuesta a la cosa de la que se hace el movimiento. Los opuestos, blanco y negro, día y noche, la oscuridad y la luz, la vida y la muerte, tienen esta particularidad, que la presencia de uno significa la extinción de su opuesto. Así como el sol disipa toda oscuridad, así mismo el advenimiento de la gracia justificante aleja el pecado, que deja de existir desde ese momento por lo menos en el orden ético de cosas, aunque en el conocimiento de Dios pueda tener una especie de sombra de existencia como algo que una vez fue, pero ha dejado de ser. Se hace inteligible, por tanto, que en aquel que es justificado, aunque quede la concupiscencia, “no hay condenación" (Rom. 8,1); y porque, de acuerdo con Santiago (1,14 ss), la concupiscencia, como tal, no es pecado; y es evidente que San Pablo (Rom. 7,17) habla sólo figuradamente cuando le llama pecado a la concupiscencia, porque sale del pecado y se lleva al pecado en su tren. Cuando en la Biblia aparecen las expresiones “cubrir” y “no imputar” el pecado, como por ejemplo en el Salmo 31,1 ss., deben ser interpretadas de acuerdo con las perfecciones divinas, pues es repugnante que Dios deba declarar libre de pecado a uno que todavía tiene el pecado adherido. Es uno de los atributos de Dios el substanciar sus declaraciones; si cubre el pecado y no lo imputa, esto sólo se puede efectuar por una extinción total o borradura del pecado. La tradición siempre ha enseñado esta opinión del perdón de los pecados. (Vea Denifle, "Die abendländischen Schriftausleger bis Luther uber justitia Dei and justificatio", Maguncia, 1905)

Teoría protestante de la imputación

Calvin apoyó su teoría con el momento negativo, que sostiene que la justificación finaliza con el mero perdón de los pecados, en el sentido de no imputar el pecado; pero otros reformadores (Lutero y Melanchthon) exigieron también un momento positivo, sobre cuya naturaleza hubo un desacuerdo muy pronunciado. En la época de Osiander (m. 1552) había de catorce a veinte opiniones al respecto, cada una diferente de todas los demás; pero tenían en común que todas negaban la santidad interior y la justificación intrínseca de la idea católica del proceso. Entre los adherentes de la Confesión de Augsburgo la siguiente visión fue bastante aceptada generalmente: La persona a ser justificada se apodera por medio de la fe fiduciaria de la justicia exterior de Cristo, y con ella cubre sus pecados; esta justicia exterior se le imputa como si fuera propia, y se presenta ante Dios como teniendo una justificación externa, pero en su interior sigue siendo el mismo pecador de antes. Esta declaración exterior pública y manifiesta de la justificación fue recibida con gran aclamación por las masas frenéticas y fanáticas de la época, y se le dio expresión amplia y vociferante en el grito: "Justitia Christi extra nos".

La idea católica sostiene que la causa formal de la justificación no consiste en una imputación exterior de la justicia de Cristo, sino en una santificación interior real efectuada por la gracia, que abunda en el alma y hace que sea permanente santa delante de Dios (cf. Trento, Ses VI, VII, Can. XI). Aunque el pecador es justificado por la justicia de Cristo, ya que el Redentor ha merecido para él la gracia de la justificación (causa meritoria), sin embargo, es formalmente justificado y santificado por su propia justicia y santidad personal (causa formalis), al igual que un filósofo por su propio aprendizaje inherente se convierte en un académico, y no, sin embargo, por cualquier imputación exterior de la sabiduría de Dios (Trento, Ses. VI, Can. X). Las palabras de la Sagrada Escritura nos conducen seguramente a esta idea de la santidad inherente que los teólogos llaman gracia santificante.

Para probar esto, podemos señalar que la palabra justificare (Gr. dikaioun) en la Biblia puede tener un significado cuádruple:

  • La declaración de justicia pública y manifiesta por una corte o tribunal (cf. Is. 5,23; Prov. 17,15);
  • El crecimiento interior en santidad (Apoc. 22,11);
  • Como substantivo, justificatio, la ley externa (Salmos|Sal. 119(118),8]] y en otros lugares).
  • La santificación inmanente e interior del pecador.

Sólo este último sentido se puede denotar donde se habla de pasar a una nueva vida (Ef. 2,5; Col. 2,13; 1 Jn. 3,14); renovación en el espíritu (Ef. 4,23 ss.); semejanza sobrenatural con Dios (Rom. 8,29; 2 Cor. 3,18; 2 Ped. 1,4); una nueva creación (2 Cor. 5,17; Gál. 6,15); renacer en Dios (Jn. 3,5; Tito 3,5; Stgo. 1,18), etc., designaciones todas que no sólo implican una anulación del pecado, sino que expresan así un estado permanente de la santidad. Todos estos términos expresan no una ayuda para actuar, sino más bien una forma de ser; y esto aparece también por el hecho de que la gracia de justificación es descrita como “siendo derramada en nuestros corazones” (Rom. 5,5); como “el espíritu de adopción de hijos” de Dios (Rom. 8,15); como “lo nacido del Espíritu es espíritu” (Jn. 3,6); llamados a “reproducir la imagen de su Hijo” (Rom. 8,29); como una participación en la naturaleza divina (2 Ped. 1,4); su germen permanece en nosotros (1 Jn. 3,9) y así sucesivamente. En cuanto a la tradición de la Iglesia, incluso Harnack admite que San Agustín reproduce fielmente la enseñanza de San Pablo. De ahí que el Concilio de Trento no necesita remontarse a San Pablo, sino sólo a San Agustín, con el propósito de demostrar que la teoría protestante de la imputación es a la vez contraria a San Pablo y a San Agustín.

Además, esta teoría debe ser rechazada por no ser conforme a la razón. Pues en un hombre que es a la vez pecador y justo, medio santo y medio impío, no podemos posiblemente reconocer una obra maestra de la omnipotencia de Dios, sino sólo una miserable caricatura, cuya deformidad se exagera aún más por la introducción violenta de la justicia de Cristo. Las consecuencias lógicas que se derivan de este sistema, y que han deducido los reformadores mismos, son repulsivas para los católicos. Procedería que, puesto que la justicia de Cristo es siempre la misma, cada persona justificada, desde la persona común y ordinaria hasta la Virgen, la Madre de Dios, poseería exactamente la misma justificación y tendría, en grado y clase, la misma santidad y justicia. Esta deducción fue hecha expresamente por Lutero. ¿Puede aceptarla algún hombre de mente sana? Si esto fuese así, entonces la justificación de los niños por medio del bautismo es imposible, pues, al no haber llegado a la edad de la razón, no pueden tener la fe fiduciaria con que deben apoderarse de la justicia de Cristo para encubrir su pecado original. Muy lógicamente, por lo tanto, los anabaptistas, menonitas y bautistas rechazan la validez del bautismo infantil. Asimismo se deduciría que la justificación adquirida por la fe sola podría ser perdida solamente por la infidelidad, una consecuencia muy terrible que Lutero (De Wette, II, 37) vistió con las siguientes palabras, a pesar de que apenas podía haberlas denotado en serio: "Pecca fortiter et crede fortius et nihil nocebunt centum homicidia et mille stupra". Por suerte esta lógica inexorable cae impotente contra la decencia y las buenas costumbres de los luteranos de nuestro tiempo, y es, por lo tanto, inofensiva ahora, sin embargo no fue así en el momento de la Guerra de los Campesinos en la Reforma.

El Concilio de Trento (Ses. VI, Cap. VII) definió que la justicia inherente no es sólo la causa formal de la justificación, sino también la única causa formal (unica formalis causa); esto se hizo en contra de la enseñanza herética del reformador Bucero (m. 1551), quien afirmaba que la justicia inherente debe ser complementada por la justicia imputada de Cristo. Otro objetivo de este decreto era detener al teólogo católico Albert Pighius y otros, que parecían dudar de que la justicia interna pudiese ser suficiente para la justificación sin ser complementado por otro favor de Dios (favor Dei externus) (cf. Pallavacini, Hist. conc. Trident., VIII, 11, 12). Este decreto fue bien fundado, pues la naturaleza y el funcionamiento de la justificación están determinados por la infusión de la gracia santificante. En otras palabras, sin la ayuda de otros factores, la gracia santificante en sí misma posee el poder de efectuar la destrucción del pecado y la santidad interior del alma a ser justificada. Puesto que el pecado y la gracia son diametralmente opuestos entre sí, la mera aparición de la gracia es suficiente para ahuyentar el pecado; y por lo tanto la gracia, en sus operaciones positivas, atrae inmediatamente la santidad, la filiación con Dios y una renovación de espíritu, etc. De esto se deduce que en el presente proceso de justificación, la remisión del pecado, tanto original como mortal, está vinculada a la infusión de la gracia santificante como conditio sine qua non, y por lo tanto una remisión del pecado sin la santificación interior simultánea es teológicamente imposible. En cuanto a la interesante polémica de si la incompatibilidad de la gracia y el pecado se basa en una contrariedad meramente moral o física, o metafísica, consulte a Pohle ("Lehrbuch der Dogmatik", II 511 ss, Paderborn, 1909.); Scheeben ("Die Myst. des Christentums", 543 ss., Friburgo, 1898).

Naturaleza de la Gracia Santificante

La verdadera naturaleza de la gracia santificante, debido a su invisibilidad directa, está velada en misterio, de modo que podemos conocer mejor su naturaleza por el estudio de su operación formal en el alma que por el estudio de la gracia misma. Indisolublemente ligada a la naturaleza de esta gracia y a sus operaciones formales hay otras manifestaciones de la gracia que son atribuibles no a una necesidad intrínseca sino a la bondad de Dios; en consecuencia, se presentan tres asuntos para consideración:

  • la naturaleza interior de la gracia santifiante,
  • sus operaciones formales
  • su acompañamiento sobrenatural.

Naturaleza interior

1. Como hemos visto que la gracia santificante designa una gracia que produce una condición permanente, se deduce que no se debe confundir con una gracia actual particular o con una serie de gracias actuales, como algunos teólogos ante tridentinos parecían afirmar. Este punto de vista se confirma por el hecho de que la gracia impartida a los niños en el bautismo no difiere esencialmente de la gracia santificante impartida a adultos, una opinión que Inocencio III (1201) no consideró del todo segura, Clemente V (1311) consideró que tenía un alto grado de probabilidad y el Concilio de Trento (Ses. V, Can. III-V) la definió como cierta. Los niños bautizados no pueden ser justificados por el uso de la gracia actual, sino sólo por una gracia que produce realiza o produce una condición determinada en el receptor. ¿Es esta gracia de condición o estado, según afirmó Pedro Lombardo (Sent., I, dist. XVII, 18) idéntica con el Espíritu Santo, a quien podemos llamar la gracia permanente increada (gratia increata)? Es absolutamente imposible. Pues la persona del Espíritu Santo no puede ser derramada en nuestros corazones (Rom. 5,5), ni se abre paso al alma como justicia inherente (Trento, Ses. VI, Can. X(), ni puede ser aumentada por las buenas obras (loc. Cit., Can. XXIV), y todo esto es aparte del hecho de que la gracia justificante en la Sagrada Escritura es llamada expresamente (un don [gracia] del Espíritu Santo” (Hch. 2,38; 10,45), y como el germen de Dios que permanece (1 Jn. 3,9). De esto se deduce que la gracia debe ser tan distinta del Espíritu Santo como el regalo del donante y la semilla del sembrador; en consecuencia, el Espíritu Santo es nuestra santidad, no por la santidad por la que Él mismo es santo, sino por esa santidad por la cual Él nos hace santos. No es, por lo tanto, la causa formalis, sino simplemente la causa efficiens, de nuestra santidad.

Además, la gracia santificante como una realidad activa, y no como una mera relación externa, debe ser filosóficamente ya sea una substancia o un accidente. Ahora bien, ciertamente no es una substancia que existe por sí misma, o fuera del alma, por lo tanto, es un accidente físico inherente al alma, para que el alma se convierta en el sujeto al que la gracia es inherente; pero en metafísica un accidente de este tipo es llamado cualidad (qualitas, poiotes), por tanto, la gracia santificante puede ser filosóficamente denominada una "cualidad sobrenatural permanente del alma", o, según el Catecismo Romano (P. II, cap. II, de bap. , n. 50) dice " divina qualitas in anima inhaerens ".

2. La gracia santificante no puede ser llamada un hábito (habitus) con la misma precisión que es llamada una cualidad. Los metafísicos enumeran cuatro clases de cualidades:

  • hábito y disposición;
  • poder y deseo de poder;
  • pasión y cualidad pasible, por ejemplo, ruborizarse, palidecer de ira;
  • forma y figura (cf. Aristóteles, Categ. VI).

Manifiestamente la gracia santificante debe ser colocada en la primera de estas cuatro clases, a saber, hábito o disposición; pero como las disposiciones son cosas pasajeras, y el hábito tiene una permanencia, los teólogos coinciden en que la gracia santificante es, sin duda, un hábito, de ahí el nombre: la gracia habitual (gratia habitualis.) Habitus se divide en habitus entitativus y habitus operativus. Un habitus entitativus es una cualidad o condición añadida a una substancia por cuya condición o cualidad la substancia se encuentra permanentemente bien o mal, por ejemplo: salud o enfermedad, belleza, deformidad, etc. El habitus operativus es una disposición a producir ciertas operaciones o actos, por ejemplo, la moderación o la extravagancia; este habitus se llama ya sea virtud o vicio así como el alma se inclina por ello a un bien moral o a un mal moral. Ahora, puesto que la gracia santificante por sí misma no imparte tal disposición, celeridad o facilidad en la acción, debemos considerarla principalmente como un habitus entitativus, no como un habitus operativus. Por lo tanto, dado que el concepto popular de habitus , que generalmente designa una disposición, no expresa con precisión la idea de la gracia santificante, se emplea otro término, es decir, una cualidad a la manera de un hábito (qualitas per modum habitus), y este término se aplica con Belarmino (de grat. Et lib. arbit., I, III). La gracia, sin embargo, conserva con una relación interior con una actividad sobrenatural, porque no le imparte el acto al alma, sino más bien la disposición a realizar actos sobrenaturales y meritorios; por lo tanto, la gracia es remota y mediatamente una disposición a actuar (habitus remote operativus). A causa de esta y otras sutilezas metafísicas el Concilio de Trento se abstuvo de aplicar el término habitus a la gracia santificante.

En el orden de la naturaleza se hace una distinción entre los hábitos naturales (habitus innatus) y los adquiridos (habitus acquisitus), para distinguir entre los instintos naturales, tal como, por ejemplo, los que son comunes a la creación bruta, y los hábitos adquiridos tales como los que desarrollamos con la práctica, por ejemplo, habilidad en tocar un instrumento musical, etc. Pero la gracia es sobrenatural, y por lo tanto no se puede clasificar ya sea como un hábito natural o uno adquirido; sólo se puede recibir, en consecuencia, por infusión desde arriba, por lo tanto, es un hábito infundido sobrenatural (habitus infusus).

3. Si los teólogos pudiesen lograr establecer la identidad que se mantiene a veces entre la naturaleza de la gracia y la caridad, se daría un gran paso adelante en el examen de la naturaleza de la gracia, pues estamos más familiarizados con la virtud infusa de la caridad que con la misteriosa naturaleza oculta de la gracia santificante. Para la identidad de la gracia y la caridad algunos de los antiguos teólogos han debatido ---Pedro Lombardo, Escoto, Belarmino, Lessius y otros--- declarando que, de acuerdo con la Biblia y las enseñanzas de los Padres, el proceso de justificación puede ser atribuible a veces a la gracia santificante y en otras ocasiones a la virtud de la caridad. Efectos similares exigen una causa similar; por lo tanto, sobre este punto existe simplemente una distinción virtual entre las dos, ya que una y la misma realidad aparece bajo un aspecto como gracia, y bajo otro, como caridad. Esta similitud se confirma por el hecho adicional de que la vida o la muerte del alma son ocasionadas respectivamente por la presencia o ausencia de caridad en el alma. Sin embargo, todos estos argumentos pueden tender a establecer una similitud, pero no a probar un caso de identidad. Probablemente el punto de vista correcto es el que ve una distinción real entre la gracia y la caridad, y esta opinión es sostenida por la mayoría de los teólogos, entre ellos Santo Tomás de Aquino y Francisco Suárez. Muchos pasajes de la Escritura, en la patrología y en los decretos de los sínodos confirman este punto de vista. De hecho, a menudo la gracia y la caridad se colocan lado a lado, lo que no podría hacer sin un pleonasmo si fueran idénticas. Por último, la gracia santificante es un habitus entitativus, y la caridad teologal un habitus operativus: el primero, a saber, la gracia santificante, al ser un habitus entitativus , informa y transforma la substancia del alma; el segundo, a saber, la caridad, al ser un habitus operativus, informa e influye sobrenaturalmente en la voluntad (cf. Ripalda, “De ente sup.”, disp.. CXXIII: Billuart, "De gratia", disp IV.).

4. El punto culminante de la presentación de la naturaleza de la gracia santificante se encuentra en su carácter de participación en la naturaleza divina, que en una medida indica su diferencia específica. Nuestra atención se dirige a este hecho innegable de la participación sobrenatural en la naturaleza divina no sólo por las palabras expresas de la Sagrada Escritura: ut efficiamini divinae consortes naturae (partícipes de la naturaleza divina) (2 Ped. 1,4), sino también por el concepto bíblico de "salidos y nacidos de Dios ", ya que el engendrado debe recibir de la naturaleza del progenitor, aunque en este caso sólo lo lleva en un sentido accidental y analógico. Ya que esta misma [[idea se ha encontrado en los escritos de los Padres, y está incorporada en la liturgia de la Misa, el disputarla o rechazarla sería nada menos que temeridad. Es difícil excogitar una forma (modus) en el que se efectúa esta participación de la naturaleza divina. Se deben evitar dos extremos, de manera que se puede encontrar la verdad.

Ciertos místicos y quietistas enseñaron una teoría exagerada, la cual no estaba libre de mancha panteísta. En este punto de vista el alma se cambia formalmente en Dios, una hipótesis totalmente insostenible e imposible, ya que la concupiscencia permanece incluso después de la justificación, y la presencia de la concupiscencia es, por supuesto, absolutamente repugnante a la naturaleza divina.

Otra teoría, sostenida por los escotistas, enseña que la participación es meramente de naturaleza jurídico-moral, y no en lo más mínimo una participación física. Pero puesto que la gracia santificante es un accidente físico en el alma, uno no puede evitar referir dicha participación en la naturaleza divina a una asimilación física e interior con Dios, en virtud de la cual se nos permite compartir los bienes del orden divino al que sólo Dios por su propia naturaleza puede reclamar. En cualquier caso la "participatio divinae naturae" en ningún sentido debe ser considerada una deificación, sino sólo el hacer el alma "semejante a Dios". A la difícil pregunta: ¿De cuáles atributos especiales de Dios participa esta participación? Los teólogos pueden responder solamente por conjeturas. Manifiestamente sólo los atributos comunicables pueden considerarse en la materia, por lo cual Gonet (Clyp. Thomist., IV, II, X) estaba claramente equivocado cuando dijo que el atributo de participación es el aseitas, sin duda el más incomunicable de todos los atributos divinos. Ripalda (loc cit, disp XX; sect. 14) está probablemente más cerca de la verdad cuando sugiere la santidad divina como el atributo, pues la idea misma de la gracia santificante trae a primer plano la santidad de Dios.

La teoría de Francisco Suárez (De grat., VII, I, XXX), que es también favorecida por la Escritura y los Padres, es quizás la más plausible. En esta teoría la gracia santificante le imparte al alma una participación en la espiritualidad divina, que ninguna criatura racional puede por sus poderes sin ayuda penetrar o comprender. Es, por lo tanto, el oficio de la gracia impartir al alma, de modo sobrenatural, ese grado de espiritualidad que es absolutamente necesario para darnos una idea de Dios y su Espíritu, ya sea aquí en la sombras de la existencia terrenal, o allá arriba en el revelado esplendor del cielo. Si se nos pide condensar todo lo que hasta ahora hemos estado considerando en una definición, formularemos lo siguiente: La gracia santificante es "una cualidad estrictamente sobrenatural, inherente en el alma como un habitus, por la cual se nos hace participar en la naturaleza divina”.

Operaciones formales

La gracia santificante tiene sus operaciones formales, que no son fundamentalmente otra cosa que la causa formal considerada en sus diferentes momentos. Estas operaciones se nos han dado a conocer por la revelación; por lo tanto, a los niños y a los fieles el esplendor de la gracia se les puede presentar mejor mediante una vívida descripción de sus operaciones, las cuales son: la santidad, la belleza, la amistad y la filiación de Dios.

1. Santidad: La santidad del alma, como su primera operación formal, está contenida en la idea misma de la gracia santificante, por cuanto su infusión hace santo al sujeto e inaugura el estado o condición de santidad. Hasta ahora, es, en cuanto a su naturaleza, un adorno físico del alma; también es una forma moral de la santificación, que de por sí hace a los niños bautizados justos y santos ante los ojos de Dios. Esta primera operación es puesta de relieve por el hecho de que el "hombre nuevo", creado en justicia y santidad (Ef. 4,24), fue precedido por el "viejo hombre" de pecado, y que la gracia cambió el pecador en un santo (Trento, Ses VI, cap VII: ex injusto fit justus). Los dos momentos de la justificación real, es decir, la remisión del pecado y la santificación, son al mismo tiempo momentos de justificación habitual, y se convierten en las operaciones formales de la gracia. La simple infusión de los efectos de gracia de inmediato remiten el pecado original y el mortal, e inaugura la condición o estado de santidad. (Ver Pohle, Lehrb. Der Dogm., 527 ss.).

2. Belleza: A pesar de que la belleza del alma no es mencionada por el magisterio de la Iglesia como una de las operaciones de la gracia, sin embargo, el Catecismo Romano se refiere a ella (P. II, cap. II, de bap., n. 50). Si es admisible entender por la esposa del Cantar de los Cantares un símbolo del alma vestida de gracia, entonces todos los pasajes que tocan la belleza deslumbrante de la esposa pueden encontrar una aplicación adecuada al alma. De ahí que los Padres expresen la belleza sobrenatural de un alma en gracia con las más espléndidas comparaciones y figuras del lenguaje, por ejemplo: "una imagen divina" (Ambrosio); "una estatua de oro" (Crisóstomo); "una estela de luz " (Basilio), etc. Suponiendo que, aparte de la belleza material expresada en las bellas artes, exista una belleza puramente espiritual, podemos afirmar con seguridad que la gracia como la participación en la naturaleza divina, hace brotar en el alma un reflejo físico de la belleza increada de Dios, que no se ha de comparar con la semejanza natural del alma a Dios. Podemos alcanzar una idea más íntima de la semejanza divina en el alma adornada con la gracia, si referimos la imagen no sólo a la naturaleza divina absoluta, como el prototipo de toda belleza, sino más especialmente a la Trinidad cuya naturaleza gloriosa es tan encantadoramente reflejad en el alma por la adopción divina y por la morada interior del Espíritu Santo (cf. H. Krug, de pulchritudine divina, Friburgo, 1902).

3. Amistad: La amistad de Dios es, en consecuencia, uno de los más excelentes efectos de la gracia; Aristóteles negó la posibilidad de tal amistad debido a la gran disparidad entre Dios y el hombre. Como cuestión de hecho, puesto que es una criatura de Dios, el hombre es su siervo, y por causa del pecado (original y mortal) es enemigo de Dios. La gracia santificante transforma en amistad esta relación de servicio y enemistad (Trento, Ses VI, Cap. VII: ex inimico amicus). De acuerdo con el concepto bíblico (Sab. 7,14; Jn. 15,15) esta amistad se asemeja a un matrimonio místico entre el alma y su divino consorte (Mt. 9,15; Apoc. 19,7). La amistad consiste en el amor mutuo y la estima de dos personas sobre la base de un intercambio de servicio o buen oficio (Aristot., "Eth. Nicom.", VIII ss.). La verdadera amistad que descansa sólo en la virtud (amicitia honesta) demanda innegablemente un amor de benevolencia, que sólo busca la felicidad y el bienestar del amigo, mientras que el intercambio amistoso de beneficios descansa sobre una base utilitaria (amicitia utilis) o una de placer (amicitia delectabilis), la que presupone un amor egoísta; no obstante el amor benevolente de la amistad debe ser mutuo, porque un amor no correspondido se convierte simplemente en una admiración silenciosa, que no es amistad de ningún modo. Sin embargo, el fuerte lazo de unión se encuentra sin duda en el hecho de un beneficio mutuo, gracias al cual el amigo considera a su amigo como su otro yo (alter ego). Por último, entre amigos se exige una igualdad de posición o estación, y cuando esta no existe, se exige una elevación del estatus del inferior (amicitia excellentie), como por ejemplo en el caso de una amistad entre un rey y un súbdito noble. Es fácil percibir que todas estas condiciones se cumplen en la amistad entre Dios y el hombre efectuada por la gracia. Porque, tal como Dios contempla al hombre justo con el amor puro de la benevolencia, asimismo lo prepara por la infusión de la caridad teologal para la recepción de un correspondientemente puro y desinteresado amor. Una vez más, aunque el conocimiento del hombre del amor de Dios es muy limitado, mientras que el conocimiento de Dios del amor en el hombre es perfecto, esta conjetura es suficiente ---de hecho, en las amistades humanas ella sola es posible--- para formar la base de una relación de amistad. El intercambio de dones consiste, de parte de Dios, en la concesión de beneficios sobrenaturales; de parte del hombre, en la promoción de la gloria de Dios, y en parte en la ejecución de obras de caridad fraterna. Hay, de hecho, en el primer ejemplo, una vasta diferencia en las posiciones respectivas de Dios y el hombre; pero por la infusión de gracia el hombre recibe una patente de nobleza, y así se establece una amistad de excelencia (amicitia excellentiae) entre Dios y el justo. (Vea Schiffini, “De gratia divina”, 305 ss., Friburgo, 1901).

4. Filiación: En la filiación divina del alma las operaciones formales de la gracia santificante alcanzan su punto culminante; por ella el hombre tiene derecho a compartir de la herencia paterna, la cual consiste en la visión beatífica. La excelencia de la gracia no sólo se menciona innumerables veces en la Sagrada Escritura (Rom. 8,15 ss.; 1 Jn. 3,1 ss., etc.), sino que está incluida en la idea bíblica de un renacimiento en Dios (cf. Jn. 1,12 ss.; 3,5; Tito 3,5; Stgo. 1,18, etc.). Dado que el renacimiento en Dios no es efectuado por una emisión substancial de la sustancia de Dios, como en el caso del Hijo de Dios o Logos (Christus), sino que es simplemente una salida analógica o accidental de Dios, nuestra filiación de Dios es sólo una adoptiva, tal como lo encontramos expresado en la Escritura (Rom. 8,15; Gál. 4,5). Santo Tomás (III:23:1) definió esta adopción como: personae extraneae in filium et heredem gratuita assumptio. Para la naturaleza de esta adopción existen cuatro requisitos:

  • la falta de relación original con la persona adoptada;
  • amor paternal por parte del padre adoptante hacia la persona adoptada;
  • la gratuidad absoluta de la decisión de la filiación y derecho de heredero;
  • el consentimiento del niño adoptado al acto de adopción.

Al aplicar estas condiciones a la adopción del hombre por parte de Dios, encontramos que la adopción de Dios excede la del hombre en todos los puntos, pues el pecador no es simplemente un extraño para Dios, sino que es como uno que ha desechado su amistad y se ha convertido en su enemigo. En el caso de la adopción humana el amor se presupone que existe amor mutuo; en el caso de la adopción por Dios el amor de Dios realiza la disposición requerida en el alma a ser adoptada. El grande e insondable amor de Dios a la vez otorga la adopción y el consiguiente derecho a heredar el Reino de los Cielos, y el valor de esta herencia no se ve disminuido por el número de coherederos, como en el caso de las herencias terrenales.

Dios no le impone sus favores a nadie, por lo tanto, se espera un consentimiento de parte de los hijos adultos adoptivos de Dios (Trento, Ses. VI, cap. VII, per voluntariam susceptionem gratiæ et donorum). Está bastante en armonía con la excelencia del Padre celestial que Él debe suministrar a sus hijos durante la peregrinación un sustento apropiado que mantendrá la dignidad de su posición, y ser para ellos una prenda de resurrección y de vida eterna; y este es el pan de la Sagrada Eucaristía (vea el artículo EUCARISTÍA).

Comitiva sobrenatural

Esta expresión se deriva del Catecismo Romano (P. II., c. I, n. 51), el cual enseña: "Huic (gratiae sanctificanti) additur nobilissimus omnium virtutum comitatus". Al igual que las concomitantes de la gracia santificante, estas virtudes infusas no son operaciones formales, sino dones realmente distintos de esta gracia, sin embargo, conectados con ella mediante un proceso físico, o más bien un vínculo moral indisoluble ---relación. Por lo tanto el Consejo de Vienne (1311) habla de informans gratia et virtutes, y el Concilio de Trento, de una manera más general, de gratia et dona. Las tres virtudes teologales, las virtudes morales, los siete dones del Espíritu Santo y la inhabitación del Espíritu Santo en el alma son todos considerados. El Concilio de Trento (Sesión VI, c. VII) enseña que en el proceso de justificación las virtudes teologales de la fe, la esperanza y la caridad son infundidas en el alma como hábitos sobrenaturales. En cuanto al momento de la infusión, es un artículo de fe (Ses. VI, Can. XI) que la virtud de la caridad es infundida inmediatamente con la gracia santificante, por lo que a lo largo de todo el período de existencia la gracia santificante y la caridad se encuentran como compañeras inseparables.

Respecto a los habitus de la fe y la esperanza, Francisco Suárez opina (opuesto a Santo Tomás y San Buenaventura) que, suponiendo una disposición favorable en el receptor, ellas son infundidas más temprano en el proceso de justificación. Es universalmente conocida la expresión de San Pablo, "Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, éstas tres. Pero la mayor de todas ellas es la caridad" (1 Cor. 13,13). Dado que, aquí, la fe y la esperanza se colocan a la altura de la caridad, pero se considera la caridad como difusa en el alma (Rom. 5,5), transmitiendo así la idea de un hábito infundido, se verá que la doctrina de la Iglesia, tan acorde con la doctrina de los Padres, también es apoyada por la Escritura. Las virtudes teologales tienen a Dios directamente como su objeto formal, pero las virtudes morales se dirigen en su ejercicio a las cosas creadas en sus relaciones morales.

Todas las virtudes morales especiales se pueden reducir a las cuatro virtudes cardinales: prudencia (prudentia), justicia (justitia), fortaleza (fortitudo), templanza (temperantia). La Iglesia favorece la opinión de que, junto con la gracia y la caridad, las cuatro virtudes cardinales (y, según muchos teólogos, sus virtudes subsidiarias también) son comunicadas a las almas de los justos como habitus sobrenaturales, cuyo oficio es dar al intelecto y a la voluntad, en sus relaciones morales con las cosas creadas, una dirección e inclinación sobrenaturales. Debido a la oposición de los escotistas este punto de vista sólo goza de un grado de probabilidad, que, sin embargo, es apoyado por pasajes de la Escritura (Prov. 8,7; Eze. 11,19; 2 Ped. 1,3 ss) así como por la enseñanza de los Padres (Agustín, Gregorio el Grande y otros). Algunos teólogos le suman también a la infusión de las virtudes morales y teologales la de los siete dones del Espíritu Santo, aunque este punto de vista no puede ser llamado nada más que una mera opinión. Hay dificultades en el camino de la aceptación de esta opinión que no puede ser discutida aquí.

El artículo de fe llega únicamente hasta este punto, que Cristo como hombre poseía los siete dones (cf. Is. 11,1 ss.; 61,1; Lc. 4,18). Recordando, sin embargo, que San Pablo (Rom. 8,9 ss.) considera a Cristo, en cuanto hombre, la cabeza mística de la humanidad, y el augusto ejemplar de nuestra propia justificación, podemos posiblemente asumir que Dios da también los siete dones del Espíritu Santo en el proceso de justificación.

El punto de remate de la justificación se encuentra en la inhabitación del Espíritu Santo. Es la perfección y el adorno supremo del alma justificada. Debidamente considerada, la inhabitación personal del Espíritu Santo consiste en una doble gracia, la gracia accidental creada (gratia creata accidentalis) y la gracia substancial increada (gratia increata substantialis). La primera es la base y el supuesto indispensable para la segunda; pues donde Dios mismo erige su trono, debe encontrarse un adorno apropiado y decoroso. La inhabitación del Espíritu Santo en el alma no debe confundirse con la presencia de Dios en todas las cosas creadas, en virtud del atributo divino de la omnipresencia. La inhabitación personal del Espíritu Santo en el alma descansa de manera tan segura en la enseñanza de la Sagrada Escritura y de los Padres que negarla constituiría un grave error. De hecho, San Pablo (Rom. 5,5) dice: “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado.” En este pasaje, el Apóstol distingue claramente entre la gracia accidental de la caridad teologal y la Persona del Dador. De esto se deduce que el Espíritu Santo nos ha sido dado, y habita en nosotros (Rom. 8,11), por lo que en realidad somos templos del Espíritu Santo (1 Cor. 3,16 ss .; 6,19). Entre todos los Padres de la Iglesia (excepto, tal vez, San Agustín) son los griegos los más especialmente notables por sus entusiastas declaraciones tocantes a la infusión del Espíritu Santo. Tenga en cuenta las expresiones: "La reposición del alma con olores balsámicos", "una luz que penetra el alma", "una doradura y refinación del alma". Contra los pneumatomachis ellos se esfuerzan por probar la divinidad real del Espíritu Santo a partir de su inhabitación, afirmando que solo Dios puede establecerse a sí mismo en el alma; seguramente ninguna criatura puede habitar dentro de cualquier otra criatura. Pero claro e innegable como el hecho de la inhabitación es, igualmente difícil y desconcertante es en grado el explicar el método y la forma (modus) de esta inhabitación.

Los teólogos ofrecen dos explicaciones. La mayoría afirman que la inhabitación no debe ser considerada como una información sustancial, ni una unión hipostática, sino que en realidad significa una inhabitación de la Trinidad (Jn. 14,23), pero se apropia más específicamente al Espíritu Santo por razón de su carácter teórico como la santidad hipostática y el amor personal.

Otro pequeño grupo de teólogos (Petavio, Scheeben, Hurter, etc.), que basan su opinión sobre la enseñanza de los Padres, especialmente los griegos, distinguen entre la inhabitatio totius Trinitatis y la inhabitatio Spiritus Sancti, y deciden que esta última debe ser considerada como una unión (unio, enosis) perteneciente al Espíritu Santo por sí solo, de la que se excluyen las otras dos Personas. Sería difícil, si no imposible, reconciliar esta teoría, a pesar de su profundo significado místico, con los principios reconocidos de la doctrina de la Trinidad, a saber, la ley de la apropiación y misión divina. De ahí que esta teoría es rechazada casi universalmente (ver Franzelin, "De Deo trino", thess. XLIII-XLVIII, Roma, 1881).

Características de la Gracia Santificante

La concepción protestante de justificación alardea de tres características: certeza absoluta (certitudo), completa uniformidad en todos los justificados (aequalita), imposibilidad de perderla (inamissibilitas). De acuerdo a la enseñanza de [[la Iglesia], la gracia santificante tiene las características opuestas: incertidumbre (incertitudo), desigualdad (inaequalitas) y posibilidad de perderse (amissibilitas).

Incertidumbre

La doctrina herética de los reformadores, que el hombre por una fe fiduciaria sabe con certeza absoluta que está justificado, recibió la atención del Concilio de Trento (Ses. VI, cap. IX), en un capítulo entero (De Inani fiducia haereticorum), tres cánones (loc. cit., c. XIII-XV) que condenan la necesidad, el alegado poder y la función de la fe fiduciaria. El objeto de la Iglesia en la definición del dogma no era destruir la confianza en Dios (certitidudo spei) en el asunto de la salvación personal, sino repeler los supuestos engañosos de una no garantizada certeza de la salvación (certitudo fidei). Al hacer esto, la Iglesia es totalmente obediente a la instrucción de la Sagrada Escritura, pues, ya que la Escritura declara que hay que trabajar por nuestra salvación "con temor y temblor" (Flp. 2 12), es imposible considerar nuestra salvación individual como algo fijo y certero. ¿Por qué San Pablo (1 Cor. 9,27) castigaría su cuerpo si no tuviese miedo de que, habiendo predicado a otros, él mismo pudiese "ser descalificado"? Él dice expresamente (1 Cor. 4,4.): "Cierto que mi conciencia nada me reprocha; mas no por eso quedo justificado. Mi juez es el Señor.”

La tradición también rechaza la idea luterana de certeza de la justificación. Una dama piadosa de la corte, llamada Gregoria, le preguntó al Gregorio el Grande (lib. VII, ep. XXV) que le dijera cuál era el estado del alma de ella. Él le respondió que le estaba haciendo una pregunta difícil e inútil, la cual no podía responder, porque Dios no le había concedido a él ninguna revelación sobre el estado de su alma, y sólo después de su muerte ella podría tener algún conocimiento certero en cuanto al perdón de sus pecados. Nadie puede estar absolutamente seguro de su salvación a menos que ---como a la Magdalena, al hombre de la parálisis, o al ladrón penitente--- se le dé una revelación especial (Trento, Ses VI, Can. XVI). Tampoco se puede reclamar una certeza teológica, no más que una certeza absoluta de creencia, respecto al asunto de la salvación, pues el espíritu del Evangelio se opone firmemente a cualquier cosa como una certeza injustificada de la salvación. Por lo tanto la actitud bastante hostil al espíritu del Evangelio presentada por Ambrosio Caterino (m. 1553), en su pequeña obra: "De certitudine gratiæ", recibió tal oposición general de otros teólogos. Dado que no se puede abrigar ninguna certeza metafísica respecto a la justificación en cualquier caso particular, debemos contentarnos con una certeza moral, que, por supuesto, solo es garantizada en el caso de los niños bautizados, y que, en el caso de los adultos disminuye más o menos, al tiempo que se cumplen todas las condiciones de la salvación ---no es un asunto fácil de determinar. No obstante, cualquier exceso de ansiedad y trastornos pueden ser disipado (Rom. 8,16.38 ss.) por la convicción subjetiva de que es probable que estemos en estado de gracia.

Desigualdad

Si el hombre, según enseña la teoría protestante de la justificación, es justificado solo por la fe, por la justicia externa de Cristo, o Dios, la conclusión a la que llegó Martín Lutero (Sermo de nat. Maria) debe deducir, a saber, que "todos somos iguales a María, la Madre de Dios y tan santos como ella". Pero si por el contrario, de acuerdo con las enseñanzas de la Iglesia, somos justificados por la justicia y méritos de Cristo de tal manera que ésta se convierte formalmente en nuestra propia justicia y santidad, entonces debe resultar una desigualdad de gracia en los individuos, y por dos razones: en primer lugar, porque de acuerdo a la generosidad de Dios o la condición receptiva del alma se infunde una cantidad desigual de gracia; entonces, también, porque la gracia recibida inicialmente puede ser aumentada por la realización de buenas obras ( Trento, Ses. VI, cap. VII, Can. XXIV). Esta posibilidad de aumento de la gracia por las buenas obras, de donde seguiría su desigualdad en los individuos, encuentra su garantía en los textos bíblicos en los que se expresa o se implica un aumento de la gracia (Prov. 4,18; Eclo. 18,22; 2 Cor. 9,10; Ef. 4,7; 2 Ped. 3,18; Apoc. 22,11). Ya para finales del siglo IV, la tradición tuvo ocasión de defender la antigua fe de la Iglesia contra el hereje Joviniano, quien luchó por introducir a la Iglesia la doctrina estoica de la igualdad de toda virtud y todo vicio. San Jerónimo (Con. Jovin., II,XXIII) fue el principal defensor de la ortodoxia en ese caso. La Iglesia nunca reconoció ninguna otra enseñanza que la establecida por San Agustín (Tract. In Jo., VI, 8): "Ipsi sancti in ecclesia sunt alii aliis sanctiores, alii aliis meliores.” De hecho, este punto de vista debe recomendarse hombre pensante.

Los teólogos llaman justamente al aumento de la gracia una segunda justificación (justificatio secunda), a diferencia de la primera justificación (justificatio prima), que está apareada con una remisión de los pecados; pues, aunque en la segunda justificación no haya un paso de del pecado a la gracia, hay un avance de la gracia a una participación más perfecta de ella. Si se hace una indagación en cuanto al modo de este incremento, sólo puede explicarse por la máxima filosófica: "Las cualidades son susceptibles de crecimiento y decrecimiento"; por ejemplo, la luz y el calor aumentan o disminuyen por el variante grado de intensidad. La pregunta no es una teológica sino filosófica para decidir si el aumento se efectuará mediante una adición de un grado a otro (additio gradus ad gradum), como cree la mayoría de los teólogos; o ya sea por una toma más profunda y más firme de la raíz en el alma (major radicatio in subjecto), como alegan muchos tomistas. Esta pregunta tiene una conexión especial con la relativa a la multiplicación del acto habitual.

Pero la última pregunta que surge tiene decididamente una fase teológica, es decir, ¿puede la infusión de la gracia santificante incrementarse infinitamente? ¿O hay un límite, un punto en el que debe ser detenida? Afirmar que el aumento puede seguir así hasta el infinito, es decir, que el hombre por avances sucesivos en la santidad finalmente puede entrar en la posesión de una dotación infinita implica una contradicción manifiesta, pues tal grado es tan imposible como una temperatura infinita en la física. En teoría, por lo tanto, podemos considerar solo un aumento sin ningún límite real (in indefinitum). Sin embargo, prácticamente, se han determinado dos ideales de la santidad no alcanzada e inasequible, que, sin embargo, son finitas. La primera es la inconcebiblemente gran santidad del alma humana de Cristo; la otra la plenitud de la gracia que habitaba en el alma de la Virgen María.

Posibilidad de perderla

En consonancia con su doctrina de la justificación por la fe sola, Lutero hizo que la pérdida o reducción de la justificación dependiese solamente de la infidelidad, mientras que Calvino sostenía que no había posibilidad de que el predestinado perdiese su justificación; en cuanto a los no predestinados, dijo que Dios simplemente despierta en ellos un espectáculo engañoso de fe y de justificación. Debido a los graves peligros morales que surgían de esa afirmación de que fuera de la incredulidad no puede haber ningún pecado serio capaz de destruir la gracia divina en el alma, el Concilio de Trento se vio obligado a condenar (Ses. VI, Can. XXIII, XXVII) ambos puntos de vista. Los laxos principios de la "libertad evangélica", el lema favorito de la Reforma en ciernes, fueron simplemente repudiados (Trento, Ses. VI, Can. XIX-XXI). Pero el sínodo (Ses. VI cap. XI) añadió que el pecado venial, no el mortal, implica la pérdida de la gracia. En esta declaración hubo un perfecto acuerdo entre la Escritura y la Tradición. Incluso en el Antiguo Testamento el profeta Ezequiel (Ez. 18,24) dice sobre los impíos: “No, no quedará ya memoria de ninguna de las obras justas que había practicado, sino que, a causa de la infidelidad en que ha incurrido y del pecado que ha cometido, morirá.” No en vano San Pablo (1 Cor. 10,12) les advierte a los justos: “Así pues, el que crea estar en pie, mire no caiga”; y establece inflexiblemente: “Los injustos no heredarán el Reino de Dios… ni los fornicarios, ni los impuros, ni los idólatras, ni los adúlteros,… ni los avaros, ni los borrachos,… heredarán el Reino de Dios” (1 Cor. 6,9 ss.). Por no tanto no es solo por infidelidad que se pierde el Reino de los Cielos.

La tradición muestra que la disciplina de los confesores en la Iglesia primitiva proclama la creencia de que la gracia y la justificación se pierden por el pecado mortal. El principio de la justificación por la fe sola es desconocido para los Padres. El hecho de que el pecado mortal lleva al alma fuera del estado de gracia se debe a la propia naturaleza del pecado mortal. El pecado mortal es un giro absoluto lejos de Dios, el fin sobrenatural del alma, y es un giro absoluto hacia las criaturas; por lo tanto, el pecado mortal habitual no puede existir con la gracia habitual no más que el fuego y el agua pueden coexistir en el mismo sujeto. Pero como el pecado venial no constituye una ruptura tan abierta con Dios, y no destruye la amistad de Dios, por lo tanto, el pecado venial no expulsa a la gracia santificante del alma. De ahí que San Agustín dice (De spir et lit., XXVIII, 48.): "Non impediunt a vita Aeterna justum quaedam peccata venialia, sine quibus haec vita non ducitur."

¿Pero acaso el pecado venial, sin extinguir la gracia, sin embargo la disminuye, al igual que las buenas obras dan un aumento de la gracia? Dionisio el Cartujo (m. 1471) era de la opinión de que sí lo hace, a pesar de Santo Tomás se opone (II-II: 24: 10). Una disminución gradual de la gracia sólo sería posible en el supuesto de que ya sea que un número definido de pecados veniales ascienda a un pecado mortal, o que el suministro de la gracia sea disminuido, grado por grado, hasta la extinción definitiva. La primera hipótesis es contraria a la naturaleza de pecado venial; la segunda lleva a la opinión herética de que la gracia se puede perder sin la comisión de un pecado mortal. Sin embargo, los pecados veniales tienen una influencia indirecta sobre el estado de gracia, pues facilitan la recaída en el pecado mortal (cf. Eclo. 19,1). ¿Trae consigo la pérdida de la gracia santificante la pérdida de la comitiva sobrenatural de las virtudes infusas? Dado que la virtud teologal de la caridad, aunque no idéntico, sin embargo, está inseparablemente conectada con la gracia, es claro que ambas tienen que permanecer o caer juntas, de ahí que las expresiones "caer de la gracia" y "perder la caridad" son equivalentes. Es un artículo de fe (Trento, Ses. VI, can. XXVIII, cap. XV) que la fe teológica puede sobrevivir a la comisión de un pecado mortal, y puede sólo extinguirse por su opuesto diametral, a saber, la infidelidad. Puede considerarse como una cuestión de la enseñanza de la Iglesia que la esperanza teologal también sobrevive al pecado mortal, a menos que esta esperanza sea completamente aniquilada por su extremo opuesto, a saber, la desesperación; aunque probablemente no es destruida por su segundo opositor, la presunción. Respecto a las virtudes morales, los siete dones y la inhabitación del Espíritu Santo, que invariablemente acompañan a la gracia y la caridad, es evidente que cuando el pecado mortal entra al alma éstas dejan de existir (cf. Suárez, "De gratia", IX, 3 ss.). En cuanto a los frutos de la gracia santificante, vea el artículo MÉRITO.


Fuente: Pohle, Joseph. "Sanctifying Grace." The Catholic Encyclopedia. Vol. 6. New York: Robert Appleton Company, 1909. 13 Jul. 2016 <http://www.newadvent.org/cathen/06701a.htm>.

Está siendo traducido por Luz María Hernández Medina