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Martes, 3 de diciembre de 2024

Teología Dogmática

De Enciclopedia Católica

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La teología dogmática es la parte de la teología que trata de las verdades teóricas de fe concernientes a Dios y a sus obras (dogmata fidei), mientras que la Teología Moral tiene como materia las verdades prácticas de moralidad (dogmata morum). A veces, a la apologética o teología fundamental se le llama “teología dogmática general”; la teología dogmática propiamente dicha se distingue de ella como “teología dogmática especial”. Sin embargo, según la costumbre actual, la apologética ya no se trata como parte de la teología dogmática sino que ha alcanzado el rango de ciencia independiente, que se considera generalmente como la introducción y fundamento de la teología dogmática. El presente artículo tratará primero de las cuestiones que son fundamentales para la teología dogmática y luego revisará brevemente su desarrollo histórico debido a la perspicacia y a la infatigable laboriosidad con que los teólogos de todos los países civilizados y de todos los siglos han cultivado y promovido esta ciencia.

Definición y Naturaleza de la Teología Dogmática

Para definir la teología dogmática, lo mejor será empezar por la noción general de teología. Considerada etimológicamente, teología (del griego Theologia, esto es, peri Theou logos) significa objetivamente la ciencia que trata de Dios; subjetivamente, el conocimiento científico de Dios y de las cosas divinas. Si se define como la ciencia relativa a Dios (doctrina de Deo), el nombre de teología se aplica también al conocimiento filosófico de Dios, que se da en forma científica en la teología natural o teodicea. Sin embargo, salvo que la teodicea esté libre de errores, no puede reclamar el nombre de teología. Por esta razón, la mitología pagana y las doctrinas paganas sobre los dioses deben enseguida dejarse de lado como una teología falsa. También la teología de los herejes, en cuanto que contiene graves errores, debe excluirse. En un sentido superior y más perfecto llamamos teología a esa ciencia de Dios y las cosas divinas que, objetivamente, se basa en la revelación sobrenatural, y subjetivamente, se ve a la luz de la fe cristiana. La teología así se ensancha en la doctrina cristiana (doctrina fidei) y abarca no sólo las doctrinas particulares de la personalidad trina, esencia y existencia de Dios, sino todas las verdades reveladas por Dios. Por regla general, la época patrística no tomó la teología en este sentido amplio. Pues los primeros Padres, limitaron estrictamente el término teología a la doctrina sobre Dios, y la distinguían de la doctrina sobre su actividad externa, especialmente de la Encarnación y Redención, que incluían bajo el nombre de “economía divina”. Ahora bien, si Dios no es sólo el objeto primordial sino también el primer principio de la teología cristiana, entonces de manera similar su fin último ha de ser Dios; es decir que debe enseñar, realizar y promover la unión con Dios a través de la religión. Por consiguiente, está en la misma esencia de la teología ser la doctrina no sólo de Dios y de la fe, sino también de la religión (doctrina religionis). Esta triple función es la que dio nacimiento al viejo refrán de la escuela: Theologia Deum docet, a Deo docetur, ad Deum ducit (La teología enseña sobre Dios, es enseñada por Dios y conduce a Dios).

Sin embargo, ni la teología sobrenatural en general, ni la teología dogmática en particular está suficientemente especificada por su objeto material o su fin, puesto que la teología natural también trata de Dios y de las cosas divinas y muestra que la unión con Dios es un deber religioso. Lo que esencialmente distingue a las dos ciencias es el así llamado principio formal u objeto formal. La teología sobrenatural considera a Dios y las cosas divinas solamente a la luz sobrenatural de la revelación externa y de la fe interior, las analiza científicamente, las demuestra y penetra en su significado tanto como es posible. De esto se deduce que la teología comprende todas y sólo aquellas doctrinas que deben encontrarse en las fuentes de la fe, a saber, la Escritura y la Tradición, y que la Iglesia infalible nos propone. Ahora bien, entre estas verdades reveladas hay muchas que la razón, por su propia potencia natural, puede descubrir, comprender y demostrar, especialmente las que pertenecen a la teología natural y a la ética. Estas verdades, pese a ser accesibles a la razón sin ayuda, reciben una coloración teológica sólo por ser al mismo tiempo reveladas sobrenaturalmente y aceptadas sobre la base de la autoridad infalible de Dios. Al no ser el acto de fe más que la rendición incondicional de la razón humana a la autoridad soberana del Dios que se revela, es evidente que la teología católica no es puramente una ciencia filosófica como las matemáticas o la metafísica; debe más bien, por su propia naturaleza ser una ciencia autoritativa, que basa sus enseñanzas, especialmente de los misterios de la fe, en la autoridad de la revelación divina y de la Iglesia infalible fundada por Cristo; pues es misión divina de la Iglesia preservar intacto todo el depósito de la fe (depositum fidei), para predicarla y explicarla con autoridad. Hay, es cierto, muchos no católicos e incluso algunos católicos que se irritan al ver a la teología católica inclinarse ante una autoridad externa. Se ofenden por los decretos conciliares, las decisiones papales ex cathedra, la censura de opiniones teológicas, el índice de libros prohibidos, el Syllabus, el juramento contra el modernismo. Aun así estas reglas eclesiásticas surgen de manera natural y lógica del principio formal de la teología cristiana: la existencia de la revelación divina y el derecho de la Iglesia a pedir, en nombre de Cristo, una creencia inquebrantable en ciertas verdades relativas a la fe y la moral. Rechazar la autoridad de la Iglesia sería equivalente a abandonar la revelación sobrenatural, y despreciar al mismo Dios, que no puede ni engañar ni ser engañado, puesto que es la Verdad misma, y quien habla por boca de la Iglesia. Por consiguiente, la teología como ciencia, si quiere evitar el peligro del error, debe siempre permanecer bajo la tutela y guía de la Iglesia. Para un católico, la teología sin la Iglesia es tan absurda como la teología sin Dios. La teología dogmática, entonces, puede definirse como la exposición científica de toda la doctrina teórica relativa al propio Dios y a su actividad externa, basada en los dogmas de la Iglesia.

La Teología Dogmática como Ciencia

Al considerar que la teología dogmática depende esencialmente de la Iglesia, surge en seguida una seria dificultad. Uno se puede preguntar, ¿cómo puede la teología pretender ser una ciencia en el sentido genuino de la palabra? Si el objeto y resultado de la investigación teológica está establecido por adelantado por una autoridad que se atribuye la infalibilidad y no permitirá la contradicción, si la línea de marcha está, por así decirlo, claramente marcada y estrictamente prescrita, ¿cómo se puede plantear la cuestión de una verdadera ciencia o de libertad científica? Las pruebas dogmáticas, que supuestamente demuestran un dogma infalible, ¿no son, después de todo, mero juego dialéctico, ciencia simulada, razonamiento hecho para ordenar? El prejuicio contra la teología católica, predominante en el mundo en general, está empezando a dar frutos; en muchos países las facultades teológicas, aún existentes en las universidades del estado, se consideran tanto como un lastre inútil, y se está pidiendo que sean relegadas a los seminarios episcopales, donde ya no pueden dañar la libertad intelectual de la gente. La abierta injusticia de esta actitud es obvia cuando uno considera que las universidades surgieron y se desarrollaron a la sombra de la Iglesia y de la teología católica; y que, además, la exageración de la libertad científica puede demostrarse fatal también para las ciencias profanas. Salvo que presuponga ciertas verdades, que no pueden demostrarse más que muchos misterios de la fe, la ciencia no puede lograr nada; y salvo que reconozca los límites que se establecen a la investigación, la alardeada libertad degenerará en desordenada y arbitraria anarquía. Igual que el lógico parte de nociones, el jurista de textos legales, el historiador de hechos, el químico de sustancias materiales como cosas que no exigen prueba en su caso, así el teólogo recibe su material de manos de la Iglesia y trata con él según las reglas que el científico aplica a su propia rama.

Además, la opinión de que la investigación científica es absolutamente libre e independiente de toda autoridad es antojadiza y distorsionada. Para la libertad de la ciencia, la autoridad de la conciencia individual, y también de la sociedad humana, constituye un límite infranqueable. Incluso la autoridad civil tendría que ejercer su autoridad en forma de castigo si un profesor de universidad, abusando de la libertad de pensamiento e investigación científica, enseñara abiertamente que el atraco, el homicidio, el adulterio, la revolución y la anarquía son permisibles. Podemos conceder que el teólogo católico, que está sujeto a la autoridad eclesiástica, se halla más estrechamente ligado que el profesor de una ciencia secular. Aun así, la diferencia es de grado sólo, puesto que toda ciencia y todo investigador están ligados por el deber moral y religioso de subordinación. Es cierto que algunos escolásticos, por ejemplo, Durandus y Vázquez, le negaban a la teología cristiana un carácter estrictamente científico, sobre la base de que el contenido de la fe es oscuro e incapaz de ser demostrado. Pero su argumento no transmite convicción. Como mucho, prueba que la ciencia dogmática no es de la misma clase y orden que las ciencias profanas. Lo que es esencial a cualquier ciencia no es la evidencia interna, sino meramente la certeza de sus primeros principios.

Hay muchas ciencias profanas que toman prestados, aún sin haber sido probados, sus principios supremos de una ciencia superior; estos son los así llamados lemmata, proposiciones auxiliares que sirven como premisas para ulteriores conclusiones. El teólogo hace lo mismo. Él también, toma prestados los primeros principios de su ciencia de un conocimiento superior de Dios sin probarlos. Toda ciencia subordinada supone naturalmente en la disciplina superior el poder de dar una estricta demostración de las premisas que se dan por supuestas. Pero todos los axiomas científicos descansan últimamente en la metafísica, y la propia metafísica es incapaz de probar de manera estricta todos sus principios, todo lo que puede hacer es defenderlos contra los ataques. Está claro entonces que toda ciencia sin excepción descansa en axiomas y postulados que, aunque ciertos, no admiten aun así demostración. El matemático es consciente de que la existencia de la geometría, la más segura y palpable de todas las ciencias, depende enteramente de la solidez del postulado de los paralelos. Sin embargo, este mismo postulado dista mucho de ser demostrable. De hecho, puesto que no era previsible ninguna prueba convincente del mismo, desde la época de Gauss ha surgido una geometría más general, no euclidiana, de la que la euclidiana es sólo un caso especial. ¿Por qué, entonces, debe negarse el nombre de ciencia a la teología católica a causa de sus postulados, lemmata y misterios? Aparte del dominio del dogma propiamente dicho, el teólogo puede aproximarse a las numerosas cuestiones controversiales y a los problemas más intrincados con la misma libertad que disfruta cualquier otro científico. Una cosa, sin embargo, nunca debe perderse de vista. Ninguna ciencia tiene libertad para alterar teoremas que han sido establecidos de una vez por todas; deben considerarse como dogmas inmutables sobre los cuales se basa toda la estructura. De manera similar, el teólogo no debe considerar los artículos de fe como incómodas barreras, sino como faros que advierten al marinero, le muestran el verdadero camino y le salvan del naufragio.

Métodos de la Teología Dogmática

Mientras otras ciencias, como, por ejemplo, la teodicea, comienzan probando la existencia de Dios, está más allá del alcance de la teología descubrir las verdades dogmáticas. La materia con la que tiene que tratar el estudioso de la teología se le ofrece en el depósito de la fe y, reducida a su forma más breve, se encuentra en el catecismo. Si el teólogo se contenta con derivar los dogmas a partir de las fuentes de la fe y con explicarlos, se ocupa de la teología “positiva”. Guiado por la autoridad doctrinal de la Iglesia, llama en su ayuda a la historia y a la crítica para encontrar en la Escritura y la Tradición la verdad genuina sin mezcla. Si a este elemento positivo se une una tendencia polémica, tenemos la teología “controversial” que el cardenal Belarmino llevó a su máxima perfección en el siglo XVII.

La teología positiva debe probar sus tesis mediante argumentos concluyentes sacados de la Escritura y la tradición; de ahí que esté estrechamente relacionada con la exégesis y la historia. Como exegeta, el teólogo debe en primer lugar aceptar la inspiración de la Biblia como Palabra de Dios. Pero incluso cuando está aclarando su significado, siempre tiene en mente la interpretación unánime de los Padres, los principios hermenéuticos de la Iglesia, y las directrices de la Santa Sede. En su faceta de historiador, el teólogo no debe dejar de lado su creencia en el origen sobrenatural del cristianismo y en la institución divina de la Iglesia, si quiere dar un relato objetivo y verídico de la tradición, de la historia del dogma y de la patrología. Pues, igual que la Biblia, que es la Palabra de Dios, fue escrita bajo la inmediata inspiración del Espíritu Santo, la Tradición fue y es guiada de manera especial por Dios, que la preserva de ser restringida, mutilada o falsificada.

Por consiguiente, quien declara desde el principio que la Biblia es un libro ordinario, los milagros y profecías imposibles y anticuados, la Iglesia una gran institución para amortiguar el pensamiento, los Padres de la Iglesia charlatanes piadosos, es totalmente incapaz, incluso desde un punto de vista puramente científico, de comprender las trascendentales dispensas de Dios sobre la humanidad. De esto podemos concluir cuán antieclesiástico y al mismo tiempo cuán anticientíficos son los historiadores que prefieren explicar las obras de los Padres sin la debida consideración a la tradición eclesiástica, que era el medio ambiente mental en el que vivían y respiraban. Pues sólo cuando descubrimos el lazo viviente que los liga a la Tradición Apostólica de la que son testigos, podemos comprender sus escritos y determinar la heterodoxia de algunos pasajes, como por ejemplo la apocatastasis de Orígenes en los escritos de San Gregorio de Niza. Cuando el Papa San Pío X, en su Motu Proprio de 1 de septiembre de 1910, obligó solemnemente a los sacerdotes a adherirse a estos principios, hizo más que recordarnos las reglas consagradas por el tiempo de la fe cristiana, liberó a la historia y a la crítica de las funestas excrecencias que impedían el desarrollo de una verdadera ciencia.

Cuando se ha derivado de sus fuentes el material dogmático con la ayuda del método histórico, aguarda al teólogo otra trascendental tarea: la apreciación filosófica, el examen especulativo y el esclarecimiento del material sacado a la luz. Esta es la finalidad del método “escolástico” del que toma su nombre la “teología escolástica”.

La finalidad del método escolástico es cuádruple:

  • desvelar completamente el contenido del dogma y analizarlo por medio de la dialéctica;
  • establecer una conexión lógica entre los diversos dogmas y unirlos en un sistema bien enlazado;
  • derivar nuevas verdades, llamadas “conclusiones teológicas” de las premisas por medio del razonamiento silogístico;
  • encontrar razones, analogías, argumentos congruentes para los dogmas

Pero por encima de todo mostrar que los misterios de la fe, aunque más allá del alcance de la razón, no son contrarios a sus leyes sino que pueden ser aceptables a nuestro intelecto. Es evidente que la última finalidad de estas especulaciones filosóficas no puede ser disolver el dogma finalmente en meras verdades naturales ni despojar a los misterios de su carácter sobrenatural, sino explicar las verdades de la fe, proporcionarles una base filosófica, acercarlas más a la mente humana. La fe debe seguir siendo siempre el sólido fondo sobre el que construye la razón, y la fe a su vez se esfuerza tras el entendimiento (fides quoerens intellectum). De ahí el famoso axioma de San Anselmo de Canterbury: Credo ut intellegam. Sin embargo, por mucho que uno pueda estimar los resultados de la teología positiva, una cosa es cierta: el carácter científico de la teología dogmática no se basa tanto en la exactitud de sus pruebas exegéticas o históricas como en la comprensión filosófica del contenido del dogma. Pero al intentar esta tarea, el teólogo no puede buscar ayuda en la filosofía moderna con su interminable confusión, sino en el glorioso pasado de su propia ciencia. ¿Qué más son los modernos sistemas de filosofía, crítica escéptica, positivismo, panteísmo, monismo, sino sólo errores antiguos vaciados en moldes nuevos? La teología católica se adhiere correctamente a la única filosofía verdadera y eterna del sentido común, que fue establecida por la Divina Providencia en la escuela socrática, llevada a su perfección suprema por Platón y Aristóteles, purificada de las más pequeñas trazas de error por los escolásticos del siglo XIII.

Ésta es la filosofía aristotélico-escolástica que ha logrado una posición cada vez más fuerte en las instituciones educativas eclesiásticas. Guiados por sólidos principios pedagógicos, los Papas León XIII y Pío X prescribieron oficialmente esta filosofía como preparación para el estudio de la teología, y la recomendaron como método modelo para el tratamiento especulativo del dogma. Mientras que en su famosa Encíclica “Pascendi” de 8 de septiembre de 1907, Pío X alaba la teología positiva y reconoce francamente su necesidad, aún así hace sonar una nota de advertencia en ella para que no se llegue a estar tan absorto en ella que se descuide la teología escolástica, que es la única que puede dar una base científica al dogma. Estos rescriptos papales probablemente fueron inspirados por la triste experiencia de que cualquier otra filosofía escolástica, en vez de elucidar y clarificar, sólo falsifica y destruye el dogma, como lo demuestra claramente la historia del nominalismo, la filosofía del Renacimiento, el hermesianismo, el günterianismo y el modernismo. También el desarrollo de la teología protestante, que, al entrar en estrecha unión con la filosofía moderna, osciló aquí y allá entre los extremos de la fe y la incredulidad y ni siquiera sintió repugnancia ante el panteísmo, es un ejemplo que advierte al teólogo católico. Esto no significa que la teología católica no haya recibido algún estímulo de la filosofía moderna desde los tiempos de Kant (murió en 1804). Como cuestión de hecho, la tendencia crítica ha acelerado el sentido histórico-crítico de los teólogos católicos respecto al método y demostración, ha dado más amplitud y profundidad a su exposición de los problemas, y ha mostrado plenamente el valor de la “duda teórica” como punto de partida de toda investigación científica. Todos estos avances, en cuanto señalan un progreso real, han ejercido también una influencia saludable en la teología. Pero nunca pueden reparar los daños materiales causados a la sagrada ciencia, cuando, abandonando a Santo Tomás de Aquino, iban de la mano de Kant y demás campeones de nuestra época. Pero puesto que la filosofía aristotélico-escolástica es también capaz de un desarrollo continuo, hay razones para esperar en el futuro una mejoría progresiva de la teología especulativa.

Otro método de llegar a las verdades de la fe es el misticismo, que apela más bien al corazón y sentimientos que al intelecto, y comunica sensiblemente un conocimiento de las cosas divinas a través de la meditación piadosa. En tanto que el misticismo se mantiene en contacto con el escolasticismo y no excluye completamente al intelecto, tiene derecho a la existencia por la simple razón de que la fe arraiga en el hombre entero, y penetra sus pensamientos, deseos y sentimientos. Los más grandes místicos, como Hugo de San Víctor, San Bernardo de Clarabal y San Buenaventura, fueron al mismo tiempo distinguidos escolásticos. Un corazón que ha conservado la fe y simplicidad de su infancia, se deleita incluso ahora con los escritos de Henry Suso (murió en 1365). Pero cuando el misticismo se emancipa de la guía de la razón y no da importancia a la autoridad doctrinal de la Iglesia, enseguida cae presa del panteísmo y del pseudo misticismo, que son la ruina de toda religión verdadera. Meister Eckhart, cuyas proposiciones fueron condenadas por el Papa Juan XXII en 1329, es un ejemplo que advierte. Hay poco en la actual tendencia de pensamiento que sea favorable al misticismo. El escepticismo que ha envenenado las mentes de nuestra generación, la incontrolada ambición de riquezas, el febril apresuramiento en empresas comerciales, incluso la embotadora costumbre de leer los diarios---todas estas cosas sólo son demasiado apropiadas para estorbar la serena atmósfera de la contemplación divina, y causan estragos en la vida interior, la condición necesaria bajo la cual únicamente puede florecer la tierna flor de la piedad mística. El modernismo pretende poseer en su sentido inmediato e inmanente de Dios un suelo adecuado para el crecimiento del misticismo; este suelo, sin embargo, no recibe sus aguas de la fuente incontaminada de la piedad católica, sino de las cisternas del pseudo misticismo protestante liberal, que están corrompidas, secreta o confesadamente, por el panteísmo.

Relación de la Teología Dogmática con otras Disciplinas

Al principio, era algo completamente desconocido tener las diferentes ramas teológicas como ciencias independientes. La teología dogmática era la única disciplina, y comprendía la apologética, la teología moral y dogmática y el derecho canónico. Esta unidad interna también estaba marcada externamente por el nombre comprehensivo de ciencia de la fe (scientia fidei), o ciencia sagrada (scientia sacra). El primero en afirmar su independencia fue el derecho canónico, que, junto con la teología dogmática, fue el principal objeto de estudio en las universidades medievales. Pero puesto que los principios subyacentes del derecho canónico, tales como la constitución divina de la Iglesia, la jerarquía, el poder de ordenar, etc., eran al mismo tiempo doctrinas de fe que debían ser probadas por la teología dogmática, había poco peligro de que la relación interna y la dependencia de la ciencia principal se rompieran. Mucho más duró la unión entre la teología dogmática y la teología moral. Fueron tratadas en los “Libros de Sentencias” y las “Summae” teológicas medievales como una ciencia. No fue hasta el siglo XVII, y entonces sólo por razones prácticas, cuando la teología moral se separó del cuerpo principal del dogma católico; ni esta división degeneró en una separación formal de dos disciplinas estrictamente coordinadas. La teología moral siempre ha sido consciente de que las leyes de la moralidad reveladas son tanto artículos de fe como dogmas teóricos, y que toda la vida cristiana se basa en las tres virtudes teologales, que son parte de la doctrina dogmática de la justificación. De ahí el rango superior de la teología dogmática, que no es sólo el centro alrededor del cual se agrupan las demás disciplinas, sino también el tronco del que se ramifican. Pero la necesidad de una ulterior división del trabajo tanto como el ejemplo de los métodos no católicos conduce al desarrollo independiente de las demás disciplinas: apologética, exégesis, historia eclesiástica.

La relación existente entre la apologética, o teología fundamental como ha sido llamada últimamente, y la teología dogmática no es la que hay entre una ciencia particular y una general; es más bien la del vestíbulo con el templo o de los cimientos con su superestructura. Pues tanto el método como la finalidad de la demostración difieren totalmente en las dos ramas. Mientras la apologética, resuelta a colocar los fundamentos de la religión cristiana o católica, utiliza argumentos históricos y filosóficos, la teología dogmática, por otro lado, hace uso de la Escritura y la Tradición para probar el carácter divino de los diferentes dogmas. La duda sólo puede existir en cuanto a si la discusión de las fuentes de la fe, la regla de fe, la Iglesia, la primacía, la fe y la razón, pertenecen a la apologética o a la teología dogmática. Aunque un tratamiento dogmático de estas importantes cuestiones tiene sus ventajas, aun así desde un punto de vista práctico y por razones peculiares a la materia, deberían ser separadas de la teología dogmática y referidas a la apologética. La razón práctica es que las diferencias de denominación religiosa existentes piden un tratamiento apologético más completo de estos problemas; y además, la propia materia no contiene nada más que cuestiones preliminares y fundamentales de la teología dogmática propiamente dichas. Una rama de la máxima importancia, desde la Reforma Protestante, es la exégesis con sus disciplinas conexas, porque esa ciencia establece el significado de los textos necesarios para el argumento de las Escrituras. Como las ciencias bíblicas suponen necesariamente el dogma de la inspiración de la Biblia y la institución divina de la Iglesia, que sola, por la asistencia del Espíritu Santo, es la propietaria legítima e intérprete autorizada de la Biblia, es manifiesto que la exégesis, aunque disfrutando de plena libertad en todos los aspectos, nunca debe perder su relación con la teología dogmática. Ni siquiera la historia de la iglesia, aunque usando los mismos métodos críticos de la historia profana, es del todo independiente de la teología dogmática. Como su objeto es exponer la historia del reino de Dios en la tierra, no puede repudiar o ignorar ni la Divinidad de Cristo ni la fundación divina de la Iglesia sin perder su reclamo a ser considerada como una ciencia teológica. Lo mismo es aplicable a otras ciencias históricas, como la historia del dogma, de los concilios, de las herejías, patrología, simbólica y arqueología cristiana. La teología pastoral, que abarca la liturgia, la homilética y la catequesis, procede de, y guarda estrecha relación con la teología moral; su dependencia de la teología dogmática no necesita, por tanto, prueba adicional.

La relación entre la teología dogmática y la filosofía merece atención especial. Para empezar, incluso cuando tratan el mismo asunto, como Dios y el alma, hay una diferencia fundamental entre las dos ciencias. Pues, como se dijo más arriba, los principios formales de las dos son totalmente diferentes. Pero esta diferencia fundamental no debe exagerarse hasta el punto de afirmar, como los filósofos renacentistas y los modernistas, que algo falso en filosofía pueda ser verdadero en teología, y viceversa. La teoría de la “doble verdad”, en teología y en historia, que es sólo una variante del mismo principio falso, es por tanto expresamente abjurada en el juramento antimodernista. Pero no menos fatal sería el otro extremo de identificar la teología con la filosofía, como lo intentaron los gnósticos, después Juan Escoto Eriugena (murió hacia 877), Raimundo Lulio (murió en 1315), Pico della Mirandola (murió en 1463) y por los racionalistas modernos. Para contrarrestar este audaz plan, el Concilio Vaticano I (Sesión III, cap. IV) declaró solemnemente que las dos ciencias difieren esencialmente no sólo en su principio cognitivo (fe, razón) y su objeto (dogma, verdad racional), sino también en su motivo (autoridad divina, evidencia) y su fin último (visión beatífica, conocimiento natural de Dios). Pero, ¿cuál es la relación precisa entre estas ciencias? El origen y dignidad de la teología revelada nos prohíbe asignar a la filosofía un rango superior o incluso coordinado. Ya Aristóteles y Filo Judeo de Alejandría, al determinar la relación de la filosofía con esa parte de la metafísica que se refiere directamente a Dios, declararon que la filosofía era la “sirvienta” de la teología natural. Cuando la filosofía entró en contacto con la revelación, esta subordinación se subrayó aún más y finalmente cristalizó en el principio: Philosophia est ancilla theologiae. Pero ni la Iglesia ni los teólogos que insistían en este axioma, pretendieron nunca de ese modo limitar la libertad, independencia y dignidad de la filosofía, recortar sus derechos o rebajarla a la posición de mera esclava de la teología. Sus mutuas relaciones son mucho más honorables. La teología puede ser concebida como una reina, la filosofía como la noble dama de la corte que realiza para su señora los más dignos y valiosos servicios, y sin cuya asistencia la reina se quedaría en una situación desvalida y embarazosa. Que la Iglesia, al examinar los diversos sistemas, seleccionara la filosofía que armonice con su propia doctrina revelada y demuestre ser la única filosofía verdadera al reconocer un Dios personal, la inmortalidad del alma, y la ley moral, era tan natural y obvio que no requiere defensa. Tal filosofía, sin embargo, existió entre los paganos desde antiguo, y fue llevada a un eminente grado de perfección por Aristóteles.

División y Contenido de la Teología Dogmática

No sólo para los no católicos, sino también para los laicos católicos puede ser de interés hacer un breve examen de las cuestiones y problemas que generalmente se discuten en la teología dogmática.

Dios (de Deo uno et trino)

Como Dios es la idea central alrededor de la cual gira la teología, la teología dogmática debe empezar con la doctrina de Dios, esencialmente uno, cuya existencia, esencia y atributos han de ser investigados. Mientras que los argumentos, en sentido estricto, de la existencia de Dios se dan en la filosofía o en la apologética, la teología dogmática insiste en la doctrina revelada según la cual Dios puede ser conocido a partir de la creación por la sola razón, esto es, sin revelación externa o la iluminación interna por la gracia. De esto se deduce inmediatamente que el ateísmo debe ser calificado como herejía y que el agnosticismo no puede alegar circunstancias atenuantes. Ni se pueden conciliar el tradicionalismo y el ontologismo con el dogma de la cognoscibilidad natural de Dios. Pues si, como afirman los tradicionalistas, la conciencia de la existencia de Dios, que se encuentra en todas las razas y épocas, se debe solamente a la tradición oral de nuestros antepasados y últimamente a la revelación concedida en el Paraíso, enseguida se descarta el conocimiento de Dios derivado de la creación visible. Lo mismo debe decirse de los ontologistas, que imaginan que nuestra mente disfruta de una visión intuitiva de la esencia de Dios, y se asegura así de su existencia. Del mismo modo, suponer con René Descartes una idea innata de Dios (idea Dei innata) está fuera de cuestión; por consiguiente, la cognoscibilidad de Dios por la mera razón significa, en último análisis, que su existencia puede ser demostrada, como afirma expresamente el juramento antimodernista prescrito por el Papa Pío X. Pero este método de llegar al conocimiento de Dios es fatigoso; pues debe proceder por la vía de negar la imperfección en Dios y de atribuirle en excelencia suprema (eminenter) cualquier perfección que se encuentre en las criaturas; ni la luz de la revelación y de la fe eleva nuestro conocimiento a un plano esencialmente superior. De ahí que nuestro conocimiento de Dios en esta tierra implique dolorosas deficiencias que no pueden ser colmadas salvo por la visión beatífica.

Se dice generalmente que la esencia metafísica de Dios es la auto-existencia, que significa, sin embargo, la plenitud del ser (en griego, autousia) y no meramente la negación de origen (ens a se-ens non ab alio). La así llamada aseidad positiva del profesor Schell, que quiere decir que Dios se realiza y se produce a sí mismo debe ser tan rechazada sin transigencia como la confusión panteísta del ens a se con el impersonal ens universale. La relación existente entre la esencia de Dios y sus atributos no puede llamarse una distinción real (realismo teórico, Gilbert de la Porrée), ni siquiera una distinción puramente lógica de la mente (nominalismo). Intermedia entre estos dos extremos objetables está la distinción formal de los escotistas. Pero la distinción virtual de los tomistas merece la preferencia en todos los sentidos, porque es la única que no compromete la simplicidad del Ser Divino. Si la auto-existencia es el atributo fundamental de Dios, tanto los atributos del ser como de operación deben proceder de ella como de su raíz. La primera clase comprende la infinitud, la simplicidad, la substancialidad, la omnipotencia, la inmutabilidad, la eternidad y la inmensidad; a la segunda categoría pertenecen la omnisciencia y la voluntad divina. Además, muchos teólogos distinguen de ambas categorías los así llamados atributos morales: veracidad, fidelidad, santidad, bondad, belleza, misericordia y justicia. El monoteísmo es mejor tratado en relación con la simplicidad y unidad de Dios. Los problemas más difíciles son los que afectan al conocimiento de Dios, especialmente su presciencia de futuras acciones libres. Pues es aquí donde tanto tomistas como molinistas lanzan sus anclas para lograr un asidero seguro para sus respectivos sistemas de gracia, los primeros para su proemotio physica, los segundos para su scientia media. Al tratar de la voluntad divina, los teólogos insisten en la libertad de Dios en su actividad externa, y cuando discuten el problema del mal, demuestran que Dios no puede pretender el pecado ni como fin ni como medio para un fin, sino meramente permitirlo por razones tan santas como sabias. Mientras algunos teólogos utilizan este capítulo para tratar de la voluntad salvífica de Dios y las cuestiones conexas de la predestinación y la reprobación, otros remiten estas materias al capítulo sobre la gracia.

Al ser la piedra angular de la religión cristiana, la doctrina de la Santísima Trinidad se discute completa y extensamente, tanto más cuanto que la teología liberal de los protestantes ha reincidido en el antiguo error de los antitrinitarios. El dogma de la triple personalidad de Dios, del que se pueden encontrar huellas en el Antiguo Testamento, puede probarse de manera concluyente a partir del Nuevo Testamento y de la Tradición. El combate que los Padres libraron contra el monarquianismo, el sabelianismo y el subordinacionismo (Arrio, Macedonio) ayuda considerablemente a arrojar luz sobre el misterio. Atribuye gran importancia a la doctrina del Logos de San Juan; pero en cuanto a su relación con el logos de los estoicos neoplatónicos, de los seguidores judíos de Filo Judeo y de los primeros Padres, muchos puntos están aún pendientes. La razón de que haya tres Personas es la doble procesión inmanente en la Divinidad: la procesión del Hijo por generación del Padre, y la procesión del Espíritu Santo por espiración tanto del Padre como del Hijo. A la vista del cisma griego, la justificación dogmática de la adición del Filioque en el Credo debe establecerse científicamente. Los Padres, especialmente San Agustín intentaron una comprensión filosófica del dogma de la Trinidad. El resultado más importante fue la cognición de que la generación divina debe concebirse como una procesión espiritual del intelecto, y la espiración divina como una procesión de la voluntad o del amor. La generación activa y pasiva, junto con la espiración activa y pasiva, condujo a la doctrina de las cuatro relaciones, de las que, sin embargo, sólo tres constituyen personas, a saber, la generación activa y pasiva (Padre, Hijo) y la espiración pasiva (Espíritu Santo). La razón por la que la espiración activa no resulta en una persona distinta (la cuarta), es porque es una y la misma función común del Padre y del Hijo. La filosofía de este misterio incluye también la doctrina de las propiedades, nociones, competencias y misiones divinas. Finalmente, con la doctrina de la circumincesión que resume toda la teología de la Trinidad, se llega a una adecuada conclusión del tratamiento de este dogma.

Creación (de Deo creante)

El primer acto de la actividad externa de Dios es la creación. El teólogo investiga tanto la actividad en sí misma como la obra producida. Con respecto a la primera, el interés se centra en la creación a partir de la nada, alrededor de la cual, como a lo largo de la circunferencia de un círculo, se agrupan ciertas verdades secundarias: el plan de Dios sobre el universo, la relación entre la Trinidad y la creación, la libertad del Creador, la creación en el tiempo, la imposibilidad de comunicar el poder creador a cualquier criatura. Estas verdades trascendentes no sólo perfeccionan y purifican la idea teística de Dios, también dan un golpe mortal al dualismo herético (Dios, la materia) y a las proteicas variantes del panteísmo. Como el comienzo del mundo supone la creación a partir de la nada, su continuación supone la conservación divina, que no es nada menos que una creación continuada. Sin embargo, la actividad creadora de Dios no se agota de ese modo. Entra en cada acción de la criatura, tanto si es necesaria como si es libre. ¿Cuál es la naturaleza de la cooperación universal de Dios con los seres racionales libres? Sobre esta pregunta los tomistas y molinistas difieren ampliamente. Los primeros consideran la actividad divina como un concurso previo, los segundos como simultáneo. Según el molinismo, sólo concibiendo el concurso como simultáneo se puede asegurar la verdadera libertad de la criatura, y mantener la esencial santidad del Creador, no obstante el hecho del pecado. El logro culminante de la actividad creadora de Dios es su providencia y gobierno universal que aspira a la realización del último fin del universo, la gloria de Dios a través de sus criaturas.

La obra producida por la creación se divide en tres reinos, que se escalonan uno sobre otro: el mundo; el hombre; el ángel. A esta tríada le corresponde la cosmología dogmática, la antropología y la angelología. Al discutir la primera de éstas, el teólogo debe contentarse con esbozos generales, por ejemplo, la actividad del Creador descrita en el hexaemeron. La antropología se trata más a fondo, porque el hombre, el microcosmos, es el centro de la creación. La revelación nos dice muchas cosas sobre la naturaleza del hombre, su origen y la unidad de la raza humana, la espiritualidad e inmortalidad del alma, la relación del alma y el cuerpo, el origen de las almas individuales. Sobre todo nos habla sobre la gracia sobrenatural con la cual el hombre fue adornado y la cual estaba destinada a ser una posesión permanente de la raza humana. La discusión sobre el estado original del hombre debe ser precedida por una teoría del orden sobrenatural sin la cual la naturaleza del pecado original no podría ser entendida. Pero el pecado original, el repudio voluntario del estado sobrenatural, es uno de los capítulos más importantes. Su existencia debe ser probada cuidadosamente desde las fuentes de la fe; su naturaleza, su modo de transmisión, sus efectos, deben someterse a una discusión minuciosa. El destino de los ángeles en muchos aspectos corre paralelo al de la humanidad; los ángeles también fueron dotados con la gracia santificante y altas excelencias naturales; algunos de ellos se rebelaron contra Dios, y fueron arrojados al infierno como demonios. Mientras que el diablo y sus ángeles son enemigos de la raza humana, los ángeles fieles han sido designados para ejercer el oficio de guardianes de la humanidad.

Redención (de Deo Redemptore)

Según la caída del hombre fue seguida por la redención, así el capítulo de la creación fue seguido inmediatamente por el de la redención. Sus tres principales divisiones: cristología, soteriología, mariología, deben siempre permanecer en la relación más cercana. [Para la primera de estas tres (cristología] vea el artículo separado].

1. Soteriología: Soteriología es la doctrina de la obra de la Redención. Según en la cristología la idea principal es la Unión Hipostática, así aquí la idea principal es la mediación natural de Cristo. Después de disponer de las preguntas preliminares sobre la posibilidad, oportunidad y necesidad de la redención, así como de las que se refieren a la predestinación de Cristo, el próximo asunto que ocupa nuestra atención es la obra de redención misma. Esta obra alcanza su clímax en la vicaria satisfacción de Cristo sobre la Cruz, y es coronada por su descenso al limbo y su Ascensión a los cielos. Desde un punto de vista especulativo, una teoría de satisfacción minuciosa y comprehensiva continúa siendo un desiderátum piadoso, aunque se han hecho intentos prometedores desde los días de San Anselmo hasta el presente. Será necesario mezclar en un conjunto noble los elementos escondidos de verdad contenidos en la vieja teoría patrística de la redención, la concepción jurídica de San Anselmo, y la teoría ética de la expiación. La actividad redentora del Mediador sobresale más prominentemente en su triple oficio de sumo sacerdote, profeta y rey, la cual es continuada, luego de la Ascensión de Cristo, en el sacerdocio y enseñanza del oficio pastoral de la Iglesia. Ocupa la posición central el sumo sacerdocio de Cristo, el cual manifiesta la muerte en la Cruz como el verdadero sacrificio de propiciación, y prueba que el Redentor es un verdadero sacerdote.

2. Mariología: Mariología, la doctrina de la Madre de Dios, no puede separarse ni de la persona ni de la obra del Redentor y, por lo tanto, tiene una conexión muy profunda con la cristología y la soteriología. Aquí la idea central es la Maternidad Divina, puesto que ésta es a la vez la fuente de la inefable dignidad de María y de su excelente plenitud de gracia. Igual que la Unión Hipostática de la Divinidad y humanidad de Cristo se sostiene o se cae con la verdad de la maternidad divina, así también esta misma maternidad es la base de todos los privilegios especiales que fueron concedidos a María debido a la dignidad de Cristo. Estos privilegios singulares son cuatro: su Inmaculada Concepción, la libertad personal del pecado, su virginidad perpetua y su Asunción en cuerpo y alma al cielo. Para todos los cuatro tenemos decisiones doctrinales de la Iglesia, que son finales. La Iglesia siempre ha demostrado su creencia en la Asunción al celebrar desde tiempos remotos la Fiesta de la Asunción de María, Madre de Dios. Con la constitución apostólica Munificentíssimus Dues, el Papa Pío XII proclamó el dogma de la Asunción el 1 de noviembre de 1950, y lo declaró solemnemente un artículo de fe.

Dos privilegios más están conectados con la dignidad de María: su especial mediación entre el Redentor y los redimidos y su derecho exclusivo a la hiperdulía. Por supuesto, está claro que la mediación de María está completamente subordinada a la de su Divino Hijo y que de ahí deriva su total eficacia y poder. Para entender mejor el valor y la importancia del derecho peculiar de María a tal veneración, será bueno considerar, a modo de contraste, la dulía de los santos, y de nuevo, la doctrina respecto a la veneración de imágenes y reliquias. La mayoría de los teólogos dogmáticos prefieren tratar estos últimos asuntos bajo escatología, junto con la comunión de los santos.

3. Gracia (De gratia): La idea cristiana de la gracia está basada completamente sobre el orden sobrenatural. Se hace una distinción entre gracia actual y gracia santificante según haya una cuestión de actividad sobrenatural o meramente el estado de santificación. Pero el punto crucial en la totalidad de la doctrina de la gracia recae en la justificación del pecador, porque después de todo, la meta y objeto de la gracia actual es poner el fundamento para la gracia de la justificación cuando ésta esté ausente, o preservar la gracia de la justificación en el alma que ya la posea. Las tres cualidades de la gracia actual son de la mayor importancia: su necesidad, su gratuidad y su universalidad. Aunque por un lado debemos evitar la exageración de los reformadores, y de los seguidores de Michel Baius y Jansenio, quienes negaban del todo la capacidad de la naturaleza sin ayuda en la acción moral, aún así, por otro lado, los teólogos concuerdan que el hombre caído es totalmente incapaz, sin la ayuda de la gracia de Dios, ni de cumplir la ley natural o de resistir todas las tentaciones fuertes. Pero la gracia actual es absolutamente necesaria para todo y cada acto salutífero, puesto que todos esos actos llevan una relación causal hacia el fin sobrenatural del hombre. Las doctrinas heréticas del pelagianismo y semipelagianismo son refutadas por las decisiones doctrinales de la Iglesia basadas en la Sagrada Escritura y la tradición.

Del carácter sobrenatural de la gracia fluye su segunda cualidad: gratuidad. La gracia es tan completamente gratuita que ningún mérito natural, ninguna capacidad positiva o preparación para ella de parte de la naturaleza, ni incluso ninguna petición puramente natural, es capaz de mover a Dios a concedernos la gracia actual. La universalidad de la gracia descansa fundamentalmente en la universalidad absoluta de la voluntad salvífica de Dios, la cual, en cuanto a los adultos, significa simplemente su voluntad antecedente de distribuir suficiente gracia a cada una y toda persona, ya sea que esté justificada o en estado de pecado, sea cristiano o pagano, creyente o infiel. Pero la voluntad salvífica, hasta donde es consecuente y trata la justa retribución, ya no es universal, sino particular, debido a que sólo entran al cielo los que perseveran en la justicia, mientras que los malvados se condenarán en el infierno.

El asunto de la predestinación de los benditos y la reprobación de los impíos es reconocidamente uno de los problemas más difíciles con que tiene que tratar la teología, y su solución está envuelta en un misterio impenetrable. Lo mismo puede decirse de la relación existente entre la gracia y la libertad de la voluntad humana. Sería cortar el nudo gordiano en lugar de aflojarlo, el negar la eficacia de la gracia, como hizo el pelagianismo, o por otra parte, siguiendo el error del jansenismo, negar la libertad de la voluntad. La dificultad está más bien en determinar justamente cómo la eficacia reconocida de la gracia puede reconciliarse con la libertad humana. Durante siglos los tomistas y molinistas, agustinianos y congruistas se han afanado por aclarar la materia. Y mientras que el sistema de gracia conocido como sincretismo ha tratado de armonizar los principios de tomismo y molinismo, sólo ha servido para redoblar las dificultades en lugar de eliminarlas. (Vea artículo Controversias sobre la gracia).

La segunda parte de la doctrina sobre la gracia tiene que ver con la gracia santificante, la cual produce la santidad y justicia habitual. Al prepararse para recibir esta gracia, el alma experimenta cierto proceso preliminar, que comienza con la fe teológica, el “principio, raíz y fundamento de toda justificación”, y es completado y perfeccionado por otras disposiciones sobrenaturales tales como la contrición, esperanza, amor. La concepción protestante de justificar la fe como una mera fe firme está realmente tan en desacuerdo con la revelación como lo está la doctrina de sola fides. Los católicos también difieren de los protestantes al explicar la esencia de la justificación misma, mientras que el dogma católico declara que la justificación consiste en una verdadera eliminación total del pecado y una santificación interior del alma, el protestantismo lo tendría como un mero encubrimiento exterior de los pecados que aún permanecen, y una mera imputación al pecador de la justicia de Dios o Cristo. Según la enseñanza católica, el perdón del pecado y la santificación del alma son sólo dos momentos de uno y el mismo acto de justificación, puesto que la eliminación del pecado original y mortal es realizada por el mismo hecho de la infusión de la gracia santificante. Aunque podemos, hasta cierto punto, entender la naturaleza de la gracia en sí misma, y podemos definirla filosóficamente como una cualidad permanente del alma, un hábito infuso, una participación accidental y análoga de la naturaleza divina, aún así es cierto que la naturaleza puede ser entendida más fácilmente desde una consideración de sus llamados efectos formales producidos en el alma. Estos son santidad, pureza, belleza, amistad con Dios, filiación adoptiva. La gracia santificante viene acompañada de dones adicionales, es decir, las tres virtudes teologales (fe, esperanza y caridad), las virtudes morales infusas, los siete dones del Espíritu Santo y la morada personal del Espíritu Santo en el alma del justificado. Éste último es el que corona y completa el proceso completo de la justificación. También debemos mencionar tres cualidades especiales a la justificación o a la gracia santificante: su incertidumbre, su desigualdad y la posibilidad de perderse. Todos ellos son diametralmente opuestos a la concepción protestante, que afirma la absoluta certeza de la justificación, su completa igualdad y la imposibilidad de perderla. Finalmente, se tratan los frutos de la justificación. Éstos maduran bajo la influencia benéfica de la gracia santificante, la cual habilita al hombre para adquirir mérito a través de sus buenas obras, es decir, el mérito sobrenatural para el cielo. La doctrina sobre la gracia concluye con la prueba de la existencia, las condiciones y los objetos del mérito.

4. Sacramentos (De sacramentis): Esta sección se divide en dos partes: el tratado sobre los sacramentos en general y la de los sacramentos en particular. Después de haber definido exactamente lo que significan los sacramentos cristianos, y lo que significan el sacramento de naturaleza y el rito judío de la circuncisión según prevalecía en la época pre-cristiana, el próximo paso importante es probar la existencia de los siete sacramentos según instituidos por Jesucristo. La esencia de un sacramento requiere tres cosas: un signo exterior y visible, es decir, la materia y forma del sacramento; la gracia interior; la institución por Cristo. En el difícil problema de si Cristo mismo determinó la materia y forma de cada sacramento específica o sólo genéricamente, se debe buscar la solución a través de las investigaciones dogmáticas e históricas. La causalidad de los sacramentos lleva ligada una importancia especial, y se les atribuye una eficacia ex opere operato. Los teólogos discuten sobre la naturaleza de esta causalidad, es decir, si es física o meramente moral. En el caso de cada sacramento, se debe dar atención a dos personas: el recipiente y el ministro. La eficacia objetiva del sacramento es completamente independiente de la santidad personal o la fe individual del ministro. El único requisito es que el que confiere el sacramento intente hacer lo que la Iglesia hace. En cuanto al recipiente del sacramento, se debe hacer distinción entre la recepción válida y digna; las condiciones difieren en los varios sacramentos. Pero puesto que la validez requiere el libre albedrío, es evidente que nadie puede ser forzado a recibir un sacramento.

Además, en cuanto a los sacramentos en particular, todavía están en vigor las conclusiones alcanzadas con relación a los sacramentos en general. Así en el caso de los dos primeros sacramentos, Bautismo y Confirmación, debemos probar en detalle la existencia de los tres requisitos antes mencionados, así como la disposición tanto del ministro como del recipiente. También se debe examinar el asunto de si su recepción es absolutamente necesaria o sólo de precepto. Se requiere más que cuidado ordinario para la discusión de la Eucaristía, la cual es no sólo un sacramento, sino también el Santo Sacrificio de la Misa. Todo se centra por supuesto alrededor del dogma de la Presencia Real de Cristo en la Eucaristía bajo las apariencias de pan y vino. Su presencia allí se realiza por medio de la transubstanciación de los elementos eucarísticos y dura tanto como los accidentes de pan y vino permanezcan incorruptos. El dogma de la totalidad de la Presencia Real significa que en cada especie individual está realmente presente el Cristo total, carne y sangre, cuerpo y alma, divinidad y humanidad. La Sagrada Eucaristía es, por supuesto, un gran misterio, uno que rivaliza con el de la Santísima Trinidad y el de la Unión Hipostática. Nos presenta una verdad en absoluta contradicción con el testimonio de nuestros sentidos, pidiéndonos, como lo hace, asentir a la continua existencia de las especies eucarísticas sin su sujeto, una especie de existencia espiritual, no limitada por el espacio, aún así de un cuerpo humano, y por otra parte, la simultánea presencia de Cristo en muchos sitios diferentes.

El carácter sacramental de la Eucaristía se establece por la presencia de los tres elementos esenciales. El signo exterior consiste de las formas eucarísticas de pan y vino y las palabras de la consagración. La promesa de Cristo y las palabras de institución en la Última Cena garantizan que Cristo mismo la instituyó. Finalmente, los efectos interiores de gracia se producen por la recepción digna de la Sagrada Comunión. Puesto que Cristo está completamente presente en cada especie, la recepción de la Eucaristía bajo una especie es suficiente para obtener totalmente todos los frutos del sacramento. De ahí que el cáliz no necesita ser comunicado a los laicos, aunque a veces la Iglesia lo ha permitido, pero en ningún sentido como si tal cosa fuese necesaria. Ni todo el mundo es capaz de pronunciar las palabras de consagración con efecto sacramental, sino sólo los sacerdotes y obispos debidamente ordenados; pues sólo a ellos comunicó Cristo el poder de transubstanciación en el Santo Sacrificio de la Misa.

Una fase distinta de la Eucaristía es su carácter sacrificial. Esto lo prueban no sólo los Padres antiguos y la práctica litúrgica de la Iglesia cristiana primitiva, sino también ciertas profecías del Antiguo Testamento y la narrativa de la Última Cena en los Evangelios. Para hallar la esencia física del Sacrificio de la Misa, debemos considerar su dependencia esencial sobre, y relación con, el sacrificio cruento de la Cruz; pues la Misa es la conmemoración del último, su representación, su renovación y su aplicación. Este carácter intrínsecamente relativo del sacrificio de la Misa de ningún modo destruye o minimiza la universalidad y unicidad del sacrificio sobre la Cruz, sino más bien la presupone; del mismo modo la propiedad intrínseca de la Misa se muestra precisamente en esto, que ni realiza ni reclama realizar nada más que la aplicación de los frutos del sacrificio de la Cruz al individuo, y esto de una forma sacrificial. Generalmente se piensa que la esencia del sacrificio no consiste ni en el ofertorio ni en la Comunión del celebrante, sino en la doble consagración. Las opiniones de los teólogos son ampliamente divergentes en cuanto a la esencia metafísica del sacrificio de la Misa, es decir, en cuanto a la pregunta de cuán lejos la idea del sacrificio real se verifica en la doble consagración. Un consenso de opinión sobre este punto es de lo más difícil debido al hecho de que la misma idea de sacrificio está envuelta en mucha oscuridad. En cuanto a la causalidad del sacrificio de la Misa, tiene todos los efectos de un verdadero sacrificio: adoración, acción de gracias, impetración y expiación. La mayoría de sus efectos son ex opere operato, mientras que algunos dependen de la cooperación de los participantes. (Ver artículo Sacrificio de la Misa).

El Sacramento de la Penitencia presupone el poder de la Iglesia de perdonar los pecados, un poder claramente indicado en la Biblia en las palabras con que Cristo instituyó este sacramento (Jn. 20,23). Además, este poder es abundantemente atestiguado tanto por la creencia patrística en el poder de las Llaves de la Iglesia y por la historia del antiguo sistema penitencial. Puesto que en el tiempo del montanismo y novacianismo era cuestión de vindicar la universalidad de este poder, así hoy día es asunto de defender su absoluta necesidad y su forma judicial contra los ataques del protestantismo. Estas tres cualidades manifiestan al mismo tiempo la naturaleza intrínseca y la esencia del Sacramento de la Penitencia. La universalidad del poder de perdonar pecados significa que todos los pecados sin excepción, suponiendo, por supuesto, la contrición por los mismos, pueden ser remitidos en este sacramento. Debido a su absoluta necesidad y su forma judicial, sin embargo, el sacramento realmente se convierte en tribunal de penitencia en la cual el penitente es a la vez demandante, acusado y testigo, mientras que el sacerdote actúa como juez.

La materia del sacramento consiste en los tres actos del penitente: contrición, confesión y satisfacción, mientras que la ordenación sacerdotal es su forma. Para actuar como juez en el Sacramento de la Penitencia, el confesor necesita más que la ordenación sacerdotal: también debe tener jurisdicción, que puede ser más o menos restringida por los superiores eclesiásticos. Como la validez de este sacramento, a diferencia de los otros, depende esencialmente en la dignidad de su recepción, se debe prestar gran atención a los actos del penitente. El más importante de todos es la contrición con el propósito de enmienda, que contiene, como lo hace, la virtud de la penitencia. La mayoría de los escolásticos sostenían la opinión de que se requiere la contrición perfecta para la validez de la absolución, lo cual es bastante irreconciliable con la eficacia ex opere operato del sacramento; pues el dolor, que surge del amor perfecto, es suficiente en sí mismo para liberar al pecador de toda culpa, realmente antecedente a, y aparte del sacramento, aunque no ciertamente sin una cierta relación con él. Según la mente del Concilio de Trento, la contrición imperfecta (atrición), incluso cuando esté impulsada por el miedo al infierno, es suficiente para la validez del sacramento, aunque debemos, por supuesto, esforzarnos por tener más nobles motivos. Por lo tanto, la adición de una caritas initialis formal a la atrición, como demandan los contricionistas de hoy día para la validez de la absolución, es superflua, por lo menos en cuanto a la validez concierne. La confesión contrita, que es el segundo acto del penitente, manifiesta la pena interior y la disposición de hacer penitencia por un signo visible y exterior, la materia del sacramento.

Puesto que los reformadores rechazaron el Sacramento de la Penitencia se debe conceder gran cuidado a la prueba bíblica y patrística de su existencia y su necesidad. La satisfacción requerida, el tercer acto del penitente, se realiza en las penitencias (oración, ayuno, limosna) las cuales impone el confesor inmediatamente antes de la absolución, según la costumbre presente de la Iglesia. El cumplimiento real de tales penitencias no es esencial para la validez del sacramento, sino que más bien pertenece a su integridad. La remisión del castigo extra-sacramental de la Iglesia debida al pecado se llama indulgencia. Este poder de conceder indulgencias, tanto para los vivos como para los muertos, se incluye en el poder de las Llaves que Cristo confió a la Iglesia. (Ver artículo Sacramento de la Penitencia).

A la Extremaunción se le puede considerar como el complemento del Sacramento de la Penitencia, en tanto pueda tomar el lugar de éste en caso de que la confesión sacramental sea imposible a uno que esté inconsciente o en peligro de muerte.

Mientras que los cinco sacramentos tratados anteriormente fueron instituidos para el bienestar del individuo, los dos últimos (Órdenes Sagrados y matrimonio) apuntan más bien al bienestar de la sociedad en general. El Sacramento del Orden Sagrado está compuesto por varios grados, de los cuales obispo, sacerdote y diácono son ciertamente de naturaleza sacramental, mientras que el de subdiácono y los cuatro órdenes menores son más probablemente debidos a la institución eclesiástica. La decisión depende de si la presentación de los instrumentos es esencial para la validez de la ordenación. En el caso del subdiaconato y los órdenes menores esta presentación ciertamente ocurre, pero sin la imposición de manos simultánea. La opinión común prevaleciente sostiene que la imposición de manos, junto con la invocación del Espíritu Santo, es la única materia y forma de este sacramento. Y puesto que este último prevalece sólo en el caso de la consagración de un obispo, sacerdote o diácono, se concluye que sólo los tres grados jerárquicos u órdenes confieren ex opere operato la gracia sacramental, el carácter sacramental y los poderes correspondientes. El obispo es el ministro ordinario de todos los órdenes, incluso aquellos de un carácter no sacramental. Pero el Papa puede delegar a un sacerdote ordinario la ordenación de un subdiácono, lector, exorcista, acólito u ostiario. Comenzando con el subdiaconato, el cual no estaba elevado al rango de un orden mayor hasta la Edad Media, el celibato y la recitación del Breviario son de obligación.

Tres disciplinas tratan el Sacramento del Matrimonio: la teología dogmática, la teología moral y el derecho canónico. La teología dogmática marca el camino, y prueba desde las fuentes de la fe no solamente la naturaleza sacramental del matrimonio cristiano, sino también su unidad e indisolubilidad esenciales. En el caso de un matrimonio consumado entre cristianos, el vínculo matrimonial es absolutamente indisoluble; pero donde es cuestión de un matrimonio consumado entre paganos el vínculo puede ser disuelto si una de las partes se convierte a la fe, y si se cumplen las otras condiciones de lo que se conoce como “Privilegio Paulino”. El vínculo de un matrimonio no consumado entre cristianos puede ser disuelto en dos casos: cuando una de las partes hace la solemne profesión de votos religiosos, o cuando el Papa, por razones de peso, disuelve tal matrimonio. Finalmente, las bases del poder de la Iglesia para establecer impedimentos dirimentes están discutidas y probadas completamente.

5. Escatología (De novissimis): El tratado final de la teología dogmática tiene que ver con la escatología. Según consideremos al individuo o a la humanidad en general, se ve que hay una doble consumación de todas las cosas. Para los individuos los novísimos son la muerte y el juicio particular, al cual corresponde como su estado y condición final, ya sea el cielo o el infierno. La consumación de la raza humana en el día del juicio final será precedida de ciertas indicaciones del desastre inminente, justo después del cual ocurrirá la resurrección de los muertos y el juicio general. En cuanto a la opinión de que habrá un reinado glorioso de Cristo en la tierra por mil años previo al fin de todas las cosas, baste señalar que no hay la más leve base para ella en la revelación, e incluso una forma moderada de milenarismo debe ser rechazada como insostenible.


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Traducido por Francisco Vázquez. lhm