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Martes, 19 de marzo de 2024

Propiedad Eclesiástica

De Enciclopedia Católica

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Propiedad Eclesiástica: Este tema se tratará bajo los siguientes encabezados:

Derecho de Dominio Abstracto

El que la Iglesia tiene el derecho de adquirir y poseer bienes temporales es una proposición que probablemente ahora puede ser considerada como un principio establecido. Pero aunque casi evidente y universalmente ejecutada en la práctica, esta verdad se ha encontrado con muchos contradictores. Escandalizados por ejemplos frecuentes de codicia, o engañados por un ideal imposible de un clero totalmente espiritualizado y elevado por encima de las necesidades humanas, Arnoldo de Brescia, los valdenses, un poco más tarde Marsilio de Padua, y finalmente los seguidores de John Wyclif, formularon diversos puntos de vista extremos respecto a la falta de recursos temporales que le convenía a los ministros del Evangelio. Bajo Juan XXII la doctrina de Marsilio y sus precursores había provocado los dos decretos “Cum inter nonnulles” (13 nov. 1323) y “Licet juxta doctrinam” (23 oct. 1323), los cuales afirmaban que nuestro Señor y sus apóstoles ejercían verdadero dominio sobre las cosas temporales que poseían, y que los bienes de la Iglesia no estaban legítimamente a disposición del emperador (vea Denzinger-Bannwart, nn. 494-5). Poco menos de un siglo más tarde, los errores de Wycliff y Hus fueron condenados en el Concilio de Constanza (Denzinger-Bannwart, núms. 586, 598, 612, 684-6, etc.) y se definió que las personas eclesiásticas podían igualmente, sin incurrir en pecado, mantener posesiones temporales, que las autoridades civiles no tenían derecho a apropiarse de los bienes eclesiásticos y que si lo hicieran podían ser castigados como culpables de sacrilegio. En los últimos tiempos estas posiciones han sido reafirmadas más explícitamente y en particular por Pío IX, que en la encíclica "Quanta cura" (1864) condenó la opinión de que las pretensiones presentadas por el gobierno civil al dominio de todos los bienes de la Iglesia podía reconciliarse con los principios de la sana teología y el derecho canónico (Denzinger-Bannwart, n. 1697, y el Syllabus adjunto, Prop. 26 y 27).

Pero aparte de estos y otros pronunciamientos similares, el derecho de la Iglesia al control total de tales posesiones temporales, según se le han concedido, está basado tanto en la razón como en la tradición. En primer lugar, la Iglesia como una sociedad organizada y visible, que realiza deberes públicos ya sea de culto o de administración, requiere de recursos materiales para el desempeño ordenado de dichos deberes. Ni este fin se puede alcanzar idóneamente si los recursos fuesen totalmente precarios o si la Iglesia fuese obstaculizada en su uso por la constante interferencia de la autoridad civil. En segundo lugar, la analogía en el Antiguo Testamento (vea por ej., Núm. 18,8-25), la práctica de los apóstoles (Juan 12,6; Hch. 4,24-25) con ciertas declaraciones explícitas de San Pablo, por ejemplo, el argumento en 1 Cor. 9,3 ss., y finalmente la interpretación de los doctores y pastores de la Iglesia en todas las épocas, no reconocen dependencia del Estado, sino que simplemente muestran que siempre se ha mantenido el principio de dominio absoluto y libre administración de la propiedad eclesiástica. Cabe señalar, además, que en algunos de sus decretos disciplinarios más severos la Iglesia ha probado que da por sentado su dominio sobre los bienes conferidos a ella por la caridad de los fieles. El duodécimo canon del Concilio Ecuménico de Lión (1274) pronuncia la excomunión automática contra aquellos laicos que se apoderen y retengan los bienes temporales de la Iglesia (véase Friedberg, "Corpus Juris", 2, 953 y 1059) y el Concilio de Trento siguió el ejemplo en su Ses. 22 (De ref. C XI) con el lanzamiento de la excomunión latæ sententia en contra de los que usurpaban muchos tipos diferentes de propiedad eclesiástica.

Sujeto de Derechos de Propiedad

Pero mientras que es lo suficientemente claro el derecho abstracto de la Iglesia y sus representantes de poseer bienes, en épocas pasadas ha habido mucha vaguedad y diversidad de opinión en cuanto al sujeto preciso a quien se confiere este derecho. Al menos oscuramente, en los primeros siglos del Imperio Romano sin duda ya existía la idea de un cuerpo corporativo como el de un grupo organizado de hombres (universitas), que tenía derechos y deberes distintos de los derechos y deberes de todos o cualquiera de sus miembros. Antes de la época de Justiniano I se comprendía claramente que los miembros de dicho grupo formaban legalmente una sola unidad y podían ser considerados como una "persona ficticia", aunque esta concepción de la persona ficta, apreciada por los legistas medievales y perpetuada por hombres como Savigny, quizás no está tan en boga entre los estudiantes modernos de derecho romano (ver Gierke, "Das deutsche Genossenschaftsrecht", 3, 129-36). En todo caso se reconoció que esta "persona ficticia", o "grupo de personas", no estaba sujeto a la muerte como los individuos que lo componían, y por otro lado que no podía ser llamado a la existencia mediante un acuerdo privado. Se requería un senatus consultum o algo parecido para ser constituido legalmente.

Podríamos suponer que estos principios bien entendidos podían haber sido invocados fácilmente para regular la propiedad de los bienes en el caso de comunidades cristianas establecidas en el Imperio Romano, pero la cuestión de hecho se complicó por una supervivencia de las ideas vinculadas a lo que se llamó res sacræ en los viejos tiempos del paganismo. Este título de "cosas sagradas" se le daba a toda propiedad o utensilios consagrados a los dioses, aunque se requería que debía haber algún reconocimiento autoritativo de tal consagración. Como res sacræ, estas cosas eran consideradas en cierto sentido como retiradas del ejercicio del dominio ordinario y formaban una categoría aparte. La verdad parece ser que en tiempos paganos a menudo se concebía a los dioses mismos como los propietarios. Esto es sugerido por el hecho de que mientras se dictaminó que los dioses, es decir, sus templos, no podían heredar por ley, aun así ciertas deidades estaban exentas explícitamente de esta inhibición y se les permitía heredar como cualquier individuo privado. Tales deidades eran, por ejemplo, Júpiter Tarpeyo en Roma, Apolo Didimeo de Mileto, Diana de Éfeso y otros (Ulpiano, “Frag.”, 22,6).

De modo similar, cuando el cristianismo se convirtió en la fe establecida del Imperio, a menudo se constituyó heredero a "Jesucristo", y Justiniano I interpretó tal nombramiento como un regalo a la Iglesia del lugar del domicilio del testador (Código 1, 2, 25). Se seguían los mismos principios cuando un arcángel o un mártir era nombrado heredero, y esto, nos dice Justiniano, era hecho a veces por personas educadas. Se entendía que el regalo se hacía a algún santuario o iglesia que llevara la dedicación indicada por las circunstancias, y, a falta de tal indicación, a la iglesia del domicilio del testador (Cod. 1, 2, 25). En cualquier caso, el poder civil parece haber asumido un cierto control protector sobre la res sacraæ probablemente con miras a salvaguardar su inviolabilidad. Leemos (Institutes, II, I, 8):

"Las cosas sagradas son cosas que han sido, es decir, por los sacerdotes (pontifices), debidamente consagradas a Dios —edificios sagrados, por ejemplo, y regalos debidamente dedicados al servicio de Dios. Y nosotros, por nuestra constitución, hemos prohibido que sean enajenados o gravados (obligari ) a excepción únicamente con el fin de rescatar cautivos. Pero si un hombre por su propia autoridad establece una supuesta cosa sagrada para sí mismo, no es sagrada, sino profana. Sin embargo, un lugar en el que se han erigido edificios sagrados, incluso si los edificios son derribados, sigue siendo sagrado, según también escribió Papiniano.”

Sin embargo, en cuanto a la enajenación, podemos comparar el Código 1, 2, 21, que permitía la venta de una propiedad eclesiástica para sostener las vidas humanas durante una hambruna, y “Novel.”, CXX, 10, que permitía la venta, en caso de deuda, de las vasijas superfluas de una iglesia, pero no de sus cosas inmuebles realmente necesarias.

Se han invocado estas y provisiones similares para apoyar teorías muy divergentes en cuanto al dominio de la propiedad de la Iglesia bajo el imperio. El hecho real parece ser que entre los juristas de los primeros siglos nunca se adoptó ninguna concepción clara sobre el sujeto exacto de estos derechos. En tiempos posteriores muchos canonistas, como Phillips y Lammer, han sostenido que la propiedad era conferida a la Iglesia (ecclesia católica) en su conjunto. Otros como Seitz y Thomassin favorecen un dominio sobrenatural por el cual Dios mismo era considerado como el verdadero propietario. Para otros, y en particular para Savigny, el que la Iglesia posee la propiedad como una comunidad es una teoría que se recomienda a sí misma; mientras que muchas autoridades todavía más modernas, con Friedberg, Sägmüller y Meurer, defienden la opinión de que cada iglesia local separada era considerada como una institución con derechos de propiedad y era identificada, al menos popularmente, con su santo patrón. De acuerdo con esta concepción los santos eran los sucesores de los dioses paganos; y mientras que antes Júpiter Tarpeyo, o Diana de los Efesios, habían sido dueños de la tierra, de los ingresos y de los vasos sagrados, ahora bajo la alianza cristiana San Miguel o María o San Pedro eran considerados como los propietarios de todo los que pertenecía a las iglesias que estaban dedicadas a ellos respectivamente.

Sin duda este punto de vista obtiene algún apoyo aparente a partir del hecho de que en casi todas partes, y sobre todo en Inglaterra, en los albores de la Edad Media encontramos testadores legando propiedad a santos. En el más antiguo estatuto de Kentish, del cual se conserva el texto, el recién convertido Etelberto dice: "A ti San Andrés, y para tu iglesia en Rochester, donde preside el obispo Justo, te doy una parte de mi tierra." Incluso tan tarde como en el registro del Juicio Final a menudo se representa a ese santo como el propietario del terreno. “San Pablo posee tierras, San Constantino posee tierras, el Conde de Mortain posee tierras de San Petroc —la iglesia de Worcester, una iglesia episcopal, tiene tierras, y Santa María de Worcester las posee” (Pollock y Maitland, “Hist. Of English Law”, I, 501). Pero las autoridades más recientes, y entre otros el Prof. Maitland mismo en su segunda edición, se inclinan a considerar tales frases como meras locuciones populares, una personificación que no se debe recalcar como si implicase alguna teoría seria en cuanto al dominio de bienes eclesiásticos. La verdad parece ser, como ha demostrado Knecht (System des Justinianischen Kirchenvermögensrechts, pp. 5 ss.), que la Iglesia cristiana era una institución única que era imposible de ser asimilada exitosamente por las concepciones tradicionales del derecho romano. Al final la Iglesia tuvo que construir su propio sistema de jurisprudencia. Mientras tanto, los derechos de propiedad eclesiástica estaban protegidos con suficiente eficacia en la práctica y no ocurrieron cuestiones de teoría legal, o en todo caso no insistió para una solución.

Desde el momento del Edicto de Milán, emitido por Constantino y Licinio en el 313, leemos de la restauración de la propiedad de los cristianos "es sabido que pertenecen a su comunidad, es decir, sus iglesias, y no a los individuos" ("ad jus corporis eorum, id est ecclesiarum, non hominum singulorum pertinentia”) —Lactancio, “De norte pers.”, XLVIII); mientras que pocos años más tarde el Edicto de 321 garantizaba el derecho de legar bienes por testamento "a la más santa y venerable comunidad (concilio) de la fe católica". Hablando en términos prácticos, no cabe duda de que este “concilium”, “collegium”, “corpus” o “conventiculum” (palabras utilizadas principalmente para nombrar el cuerpo de verdaderos creyentes) denotaba principalmente las asambleas cristianas locales representadas por su obispo y era al obispo a quien se le encomendaba la administración de dichos bienes. Lo que destaca más claramente de las leyes de la época de Justiniano fue el reconocimiento del derecho de las iglesias individuales a poseer bienes. A pesar del intento de Bondroit (De capacítate possidendi ecclesiæ, 123-36) de revivir la vieja concepción de un “dominium eminens“ conferido a la Iglesia católica universal, no hay mucha evidencia para demostrar que este punto de vista estaba en boga entre los juristas de esa época aunque, sin duda, creció más adelante (ver Gierke, "Genossenschaftsrecht", 3, 8). En lo que a la propiedad se refiere, Justiniano se ocupó de los derechos de una ´ekklesía particular, pero, al mismo tiempo alentó una tendencia centralizadora que dejó una jurisdicción suprema en las manos del obispo dentro de los límites de la civitas, su propia esfera de autoridad.

No puede haber duda razonable de que, con la excepción de los monasterios que poseían sus bienes como instituciones independientes, aunque incluso entonces bajo la supervisión del obispo (véase Autoridades en Knecht, op. cit., P. 58), la totalidad de la propiedad eclesiástica de la diócesis estaba sujeta al control del obispo y a su disposición. Sus poderes eran muy amplios y sus subordinados, el clero diocesano, recibía sólo los estipendios que él les concedía, mientras que no sólo el apoyo de sus asistentes eclesiásticos, que generalmente compartían mesa común en la casa del obispo, sino también las sumas dedicadas al alivio de los enfermos y los pobres, a la redención de cautivos, así como al mantenimiento y reparación de las iglesias, todo dependía de él inmediatamente. Sin duda la costumbre reguló en alguna medida la distribución de los recursos disponibles. El Papa Simplicio en 475, Gelasio en 494 (Jaffé-Wattenbach, "Regesta", 636) y Gregorio el Grande en su respuesta a Agustín (Beda, “Hist. eccl.”, I, XXVII) cita como tradicional la regla "que todos los emolumentos devengados se dividirán en cuatro partes: una para el obispo y su casa debido a la hospitalidad y los entretenimientos, otra para el clero, una tercera para los pobres y una cuarta para reparaciones de iglesias”, y luego los textos se incorporaron naturalmente en fecha posterior en el “Decretum” de Graciano.

Propiedad Eclesiástica en la Edad Media

Sin embargo, esta clase de centralización que dejaba todo, como lo hizo, en manos del obispo, fue adaptada sólo para condiciones locales peculiares y para una época que estaba mucho más avanzada en el comercio y en gobierno ordenado. Para las regiones escasamente pobladas y bárbaras ocupadas por los invasores teutones los cambios tarde o temprano se harían necesarios. Pero al principio los francos, anglos y otros que aceptaron el cristianismo se hicieron cargo del sistema ya existente en el Imperio Romano. El Concilio de Orleans en 511 estableció en su decimoquinto decreto que todo tipo de contribución o renta ofrecido por los fieles, de acuerdo con los cánones antiguos, quedarían a disposición del obispo, aunque de los dones presentados ante el altar recibiría sólo la tercera parte. Así, respecto al derecho de dominio de la Iglesia, su libertad de recibir legados y la inviolabilidad de su propiedad, las páginas de Gregorio de Tours muestran amplia evidencia de la generosidad con que se trató a la religión durante la época merovingia temprana (cf. Hauck " Kirehengeschichte Deutschland", 1, 134-7) —tanto que Chilperio (c. 580) se quejó de que el tesoro real estaba agotado porque toda la riqueza del reino había sido transferida a las iglesias.

Casi en todas partes el respeto debido a los derechos del clero se puso en el lugar más importante. Como ha señalado Maitland (Hist. of Engl. Law, 1, 499), "la propiedad de Dios y doce veces de la Iglesia" son las primeras palabras escritas del derecho inglés. El conocimiento de todo lo que estaba incluido en el código del rey Etelberto de Kent (c. 610) evidentemente había causado una profunda impresión en la mente de Beda. "Entre otros beneficios," dice, "que él [Etelberto] confirió a la nación, también, por el consejo de personas sabias, introdujo decretos judiciales, siguiendo el modelo romano, que, al estar escritos en inglés, todavía se mantienen y son observados por ellos. Entre los cuales en primer lugar estableció qué satisfacción debían dar aquellos que robasen cualquier cosa perteneciente a la Iglesia, al obispo o al resto del clero, y resolvió dar protección a aquellos cuya doctrina él había abrazado" (Hist. Eccl., II 2, 5). Aún más explícito es el famoso privilegio de Wihtred, rey de Kent, cien años después (c 696).: "Yo, Wihtred, un rey terrenal, estimulado por el Rey celestial y encendido con el celo de la justicia, he aprendido de las instituciones de nuestros antepasados que ningún laico tiene derecho a apropiarse para sí una iglesia o cualquiera de las cosas que pertenecen a una iglesia. Y por lo tanto fuerte y fielmente establecemos y decretamos, y en el nombre de Dios Todopoderoso y de todos los santos les prohibimos a todos los reyes que nos sucedan, a todo condado y a todos los laicos, cualquier dominio sobre las iglesias, y sobre cualquiera de sus posesiones que mis predecesores o yo en tiempos antiguos hemos dado para la gloria de Cristo, de nuestra Señora Santa María y de los santos apóstoles.” (Hadden y Stubbs", 3, 244).

Sin duda esto toca una dificultad que justo había comenzado a sentirse y que por muchos siglos venideros habría de ser una amenaza para la paz religiosa y bienestar de la cristiandad. Como ya se ha sugerido, la idea primitiva de una sola iglesia en cada ciudad, gobernada por un obispo, que era asistido por el presbiterium del clero subordinado era inviable en distritos rústicos y escasamente poblados. En aquellas regiones más al norte de Europa, que ahora comenzaban a abrazar el cristianismo, había que cubrir las necesidades de iglesias de aldeas rurales remotas entre sí, y aunque muchas, sin duda, eran fundadas y mantenidas por los propios obispos (cf. Fustel de Coulanges, "La monarchie Franque" 517), los centros religiosos, que se convirtieron en las parroquias de una fecha posterior, en la mayoría de los casos se desarrollaron a partir de los oratorios privados de los terratenientes y nobles. El hombre grande construía su iglesia y luego se disponía a encontrar a un clérigo a quien el obispo le ordenase atenderla. No era del todo sorprendente si consideraba dicha iglesia como suya al ver que estaba construida en su tierra. Pero también se necesitaba el consentimiento del obispo, a quien también le correspondía consagrar el altar y de él se solicitaba la ordenación del titular destinado. Él no podía actuar a menos que se asegurase una provisión suficiente de bienes materiales para el sacerdote.

Aquí hallamos el origen del patronato. Este “patronato” (advocatio), o derecho de presentación al beneficio, es en origen un dominio del terreno sobre el que ubica la iglesia y un dominio de la tierra o bienes reservados para el sostenimiento del sacerdote que la atiende. Obviamente el sentido de dominio engendrado por esta relación era muy peligroso para la paz y la libertad eclesiástica. Cuando tales patronatos estaban en manos del clero o instituciones monásticas, no había nada impropio en la idea misma de que el patrón "poseyera" la iglesia, sus tierras y sus recursos. De hecho, un gran y creciente número de iglesias parroquiales fueron cedidas a casas religiosas. Los monjes proporcionaban un "vicario" para desempeñar las funciones de párroco, pero absorbían los ingresos y los diezmos, y sin duda los utilizaban en obras de provecho y de caridad. Pero mientras que no suscitaba protesta la idea de un obispo de Paderborn, por ejemplo, presentando una iglesia parroquial a un monasterio "propietario jure possidendum”, "para ser mantenido bajo dominio absoluto”, el caso era diferente cuando los laicos retomaban para su propio uso los ingresos que sus padres habían asignado al párroco; o cuando los reyes comenzaron a afirmar un patronato sobre antiguas catedrales, o también cuando el emperador quería tratar la Iglesia Católica como una especie de feudo y propiedad privada suya. En cualquier caso, es evidente que la tendencia general del movimiento parroquial quitaría mucho del control de la propiedad eclesiástica fuera de las manos de los obispos, sobre todo cuando las iglesias se originaban en los oratorios privados de los terratenientes.

Un canon del Tercer Concilio de Toledo (589), revalidado posteriormente en otro lugar, habla de manera muy significativa a este respecto. "Hay muchos", dice, "que, en contra de las reglas canónicas, tratan de conseguir que sus propias iglesias sean consagradas bajo términos que permitan el retiro de su dotación (dotem) del poder de disposición del obispo. Desaprobamos esto en el pasado y lo prohibimos para el futuro” (cf. Châlons en Mansi, X, 119). Por otro lado, muchas ordenanzas, por ejemplo, las del Concilio de Carpentras en el año 527 (Mansi, VIII, 707), establecen claramente que mientras el derecho del obispo se mantenía en teoría, prevalecía la práctica de dejar las ofrendas de los fieles a la iglesia en que se colectaban en la medida en que allí se necesitasen. El pago de diezmos, que parece que al principio fue presentado como una contribución de obligación general por ciertos obispos y sínodos en el siglo VI (vea Selbome, "Ancient facts and fiction”, cap. XI) debe haber ido en la misma dirección. Parece tolerablemente claro que esta colecta debe haberse realizado siempre a nivel local, y la partición triple de diezmos de la que se habla en los llamados "Capitulare episcoporum”, y que reaparece en las “Excepciones Egbertinas”, no habla de ninguna parte para el obispo. Los diezmos debían dedicarse primero al mantenimiento de la iglesia, en segundo lugar, para ayudar a los pobres y de los peregrinos, y en tercer lugar, para el sostenimiento del clero mismo. Incluso si, de acuerdo con la famosa ordenanza de Carlomagno en 778-779, los diezmos que todo el mundo estaba obligado a dar "debían ser dispensados de acuerdo con la orden del obispo", la costumbre local y la tradición estaban por doquiera inspeccionando cualquier reparto arbitrario. El uso varió considerablemente, pero en casi todos los casos parece que los recursos así provistos se gastaban en la parroquia y no para las necesidades generales de la diócesis.

Fue en el siglo IX, en particular, que se llegó a una distribución general, no sólo en materia de diezmos sino de los ingresos de los obispados y monasterios. Tanto el obispo como el abad ahora se habían convertido en grandes personajes, con un cierto estatus que no podía ser mantenido sin un gasto considerable. Los gastos comunes de la diócesis y el monasterio tendían cada vez más a convertirse en propiedad privada del obispo y del abad. Naturalmente surgieron disputas y en poco tiempo vino una división de estos recursos. El obispo compartía los ingresos con el capítulo y se crearon distintas rentas, o ''mensa''. Del mismo modo el abad vivía aparte de los monjes y en gran medida los dos sistemas se volvieron independientes entre sí. Naturalmente en el caso de capítulos catedralicios el proceso de división fue más allá y aunque los capítulos aún tenían propiedades en común y las administraban a través de un administrador, o "ecónomo”, con el transcurso del tiempo cada uno de los canónigos adquirió una prebenda separada, cuya administración se dejaba enteramente en sus manos. La misma libertad se concedió gradualmente a los párrocos y otros miembros del clero, una vez que habían tomado posesión de sus beneficios debidamente. Para todos los efectos, se podría decir que, en la Baja Edad Media el párroco, ya fuese rector o vicario, había logrado, en la medida en que se tratase de los límites de su propia jurisdicción, los deberes administrativos que antes ejercía el obispo.

Aun así, no se había perdido de vista la antigua idea de que toda la propiedad eclesiástica era el "patrimonio de los pobres". En teoría siempre, y más comúnmente en la práctica, el rector recibía los ingresos de su beneficio, los diezmos y otras cuotas y ofrendas en depósito para los pobres de la parroquia, reservando sólo lo necesario para su propio sostenimiento razonable y para el mantenimiento de la iglesia y sus servicios. En Inglaterra había una regla general y bien entendida en la cual el rector de la parroquia mantenía el presbiterio de la iglesia en buen estado, mientras que los feligreses estaban obligados a velar por que la nave y el resto de la estructura se mantuviesen en condiciones adecuadas (ver “Exeter Decrees” del Obispo Quivil, c. IX; Wilkins, “Concilia”, II, 138). El dilatado y largo proceso de división y ajuste que condujo al comparativamente estable y bien definido dominio de propiedad eclesiástica en la Baja Edad Media fue también, como era de esperarse, fértil en abusos. La secularización de diezmos por los monasterios estableció un ejemplo que los laicos sin escrúpulos y poderosos no tardaron en seguir, con mayor o menor pretensión de respetar las formas de ley. Grandes propietarios, que asumían derechos patronales sobre los monasterios situados dentro de sus dominios, se nombraban abades a sí mismos o a otras personas seculares y se apoderaban de los ingresos que el abad disfrutaba por separado, mientras que los patronos, o advocati, de parroquias individuales continuamente trataban de hacer pactos simoníacos con aquellos que ellos proponían a tales beneficios. Pero no puede haber ninguna duda de que desde el siglo XI en adelante el gobierno de la Iglesia más centralizado, así como el marcado progreso realizado en el estudio del derecho canónico, hizo mucho para detener estos abusos, incluso durante los peores tiempos del Gran Cisma.

Adquisición

Pasando de la historia temprana a cuestiones de principio, encontramos establecido por los canonistas que en cuanto a la adquisición de propiedad la Iglesia se encuentra al mismo nivel que cualquier corporación o individuo privado. No hay nada en la naturaleza de las cosas que evite que ella reciba legados o donaciones, ya sea de bienes muebles o inmuebles, y ella también puede permitir que sus posesiones crezcan mediante inversiones, por ocupación, por prescripción o por los emolumentos que resulten de cualquier forma legítima de contrato. De hecho, si el poder civil interfiere sustancialmente con su libertad de recoger limosnas y recibir donaciones, con ello invaden los derechos de la Iglesia. Por esta razón, siempre fueron consideradas en principio como algo malo las leyes que fueron promulgadas en la última parte del siglo XIII, tanto en Inglaterra como en Francia, para refrenar el paso de los bienes a "manos muertas", aunque no se podía negar la pérdida ocasionada al señor feudal por el cese de remedios, confiscaciones, tutelas, matrimonios, etc., cuando la tierra se revertía para usos eclesiásticos. Sin duda, esta legislación del poder civil era aceptada en la práctica mientras que las licencias para la adquisición de tierras en manos muertas se podían obtener sin gran dificultad al hacer una compensación adecuada (en Francia esto se conocía como el droit d'amortisation; vea Viollet, "Institutions politiques" , II, 398-413), pero las restricciones así impuestas nunca fueron aceptadas en principio. Tales pronunciamientos papales, como los "Clericis laicos” de Bonifacio VIII, afirmaban que la Iglesia tenía derecho a adquirir propiedad por donaciones de los fieles con independencia de cualquier interferencia por parte del Estado y que, si se hacía compensación, ésta debía hacerse a través de la acción libre de la Santa Sede, en la que descansa esencialmente el dominio de todos los bienes de la Iglesia, actuando en diligente respuesta a todas las representaciones razonables que se le pudiesen dirigir.

Más tarde, y especialmente desde la Reforma, en los países donde no existía ninguna disposición estatal o dotación para el sostenimiento del clero, la costumbre, generalmente respaldada por los decretos de sínodos provinciales y la sanción de la Santa Sede, introdujo varios métodos excepcionales de adición a los escasos recursos de las misiones o estaciones, además de ciertos “jura” o derechos tradicionales para los servicios espirituales. Tales eran, por ejemplo, renta de asientos o cargos por asientos más ventajosos, colectas, sermones de caridad y colectas hechas de casa en casa. Al mismo tiempo se observaban celosamente los peligros del abuso en esta dirección. En particular, se insistía en que debía haber una cantidad suficiente de asientos libres para permitir que los pobres pudiesen fácilmente cumplir con la obligación de asistir a la Misa del domingo. Se le encargaba a los obispos velar por que los bazares y entretenimientos realizados para propósitos eclesiásticos no fuesen motivo de escándalo. Se condenaba severamente cualquier denegación particular de los sacramentos a los enfermos y moribundos basándose en su negligencia en contribuir al sostenimiento de la misión. Así también ciertos métodos impropios de solicitar limosnas, como por ejemplo cuando el sacerdote abandonaba el presbiterio durante la celebración de la Misa para ir alrededor de la iglesia y hacer la colecta él mismo, o cuando las promesas de Misas y otros favores espirituales a cambio de contribuciones se anunciaban de forma prominente en las páginas de periódicos públicos, o cuando se fijaban carteles anunciando los nombres de cantantes particulares como solistas en la música interpretada en las funciones litúrgicas (Vea Laurencio "Juris eccles. Inst.”, 640). En el pasado se reconoció cierta forma definida de limosnas como fuentes ordinarias a través de las cuales se adquirían los bienes de la Iglesia. Se puede decir una palabra sobre algunas de las más notables:

PRIMICIAS

Parece que los primeros cristianos tomaron el ofrecimiento de primicias que vemos en el Antiguo Testamento (Éx. 23,16; 34,22; Deut. 26,1-11) como un medio tradicional para contribuir al sostenimiento de los pastores de la Iglesia. Se menciona en el Didajé, en la ”Didascalia”, en las Constituciones Apostólicas, etc.; pero aunque durante un tiempo se acostumbró a hacer alguna contribución similar en especie en el ofertorio de la Misa (una mención tardía se puede hallar en el Concilio in Trullo en Mansi, “Concilia”, XI, 956),la práctica poco a poco cayó en desuso o tomó alguna otra forma, por ejemplo, la de los diezmos, más particularmente quizás los "diezmos pequeños", a veces conocidos como "pie de altar" (altaragium).

DIEZMOS

Estos también eran una ordenanza del Antiguo Testamento (Vea Deut. 14,22-27) que algunos piensan que en su origen era idéntico a las primicias. Al igual que éstas, el diezmo probablemente fue adoptado por la Iglesia primitiva, al menos en algunos distritos, por ejemplo, Siria. Se les menciona en la ”Didascalia” y en las Constituciones Apostólicas, pero hay poca evidencia que muestre que al principio el pago fuese de obligación estricta. Menos aún podemos estar seguros de que había continuidad entre el uso a que se hace referencia en la Iglesia Oriental del siglo IV y la institución que, como ya se ha mencionado anteriormente, nos encontramos descrita por el Concilio de Mâcon en el 585. (Vea DIEZMOS, DIEZMOS PARA LAICOS).

CUOTAS

Cuotas, bastante mal definidas y aún imperfectamente entendidas, las cuales eran conocidas por los anglosajones como “cuota de iglesia” (church-shot). Nos encontramos con ellas por primera vez en las leyes del rey Ine en 693, pero continuaron a lo largo de todo el período anglosajón y después. Comúnmente se considera que esta era una contribución no pagada de acuerdo a la riqueza y calidad de la persona que pagaba, sino de acuerdo con el valor de la casa en la que vivía en el invierno e idéntica a las cuotas de diócesis (ver CATEDRATICO) de una época posterior (Ver Kimble, "Saxons in England", 2, 559 ss.). Otras cuotas igualmente difíciles de identificar con exactitud eran la "cuota de luz y la “cuota de alma”. Así, nos encontramos entre los cánones aprobados en Eynsham en 1009 una ordenanza como la siguiente: “Que los derechos de Dios se paguen debida y cuidadosamente cada año, es decir, limosnas de arado, 15 noches después de Pascua; diezmo de los jóvenes en Pentecostés y de todos los frutos de la tierra el Día de Todos los Santos (1 de noviembre). Y el honorario de Roma el día de la Misa de San Pedro (1 de agosto). Y la cuota de Iglesia en la Misa de San Martín (11 de noviembre) y la cuota de la luz tres veces al año, y es muy justo que los hombres paguen la cuota de almas en la tumba abierta".

DERECHO DE CUARTAS FUNERALES

Vea el artículo CUARTAS FUNERALES. La última contribución mencionada, la “cuota de alma”, cuyo significado preciso se entiende imperfectamente, es típica de una forma de ofrenda que en diferentes épocas ha sido reconocida como una fuente de ingreso para la Iglesia. Incluso si miramos a los pagos a ciertos clérigos prescritos por Justiniano I (Novel., LIX) como un honorario por un servicio material prestado, en lugar de una ofrenda para la Iglesia, ya desde la época del Concilio de Braga (can. XXI en Mansi, IX, en el año 563, aunque totalmente voluntarias, se hacían constantemente en relación con los funerales. En la Inglaterra medieval el estipendio en el caso de una persona de dignidad caballeresca comúnmente tomaba la forma de su caballo de guerra con todos sus aparejos. El caballo era llevado a la iglesia en el ofertorio y era presentado en la barandilla de comunión. Sin duda que luego era vendido o redimido por un pago en dinero.

ESTIPENDIOS DE ORDENACIÓN Y OTRAS OFRENDAS EN RELACIÓN CON LOS SACRAMENTOS

Del mismo modo que se reconoce que los estipendios de Misas, suponiendo las condiciones a observarse prescritas por la costumbre y la autoridad eclesiástica, pueden ser aceptados sin simonía, así en casi todas las épocas de la historia de la Iglesia se han hecho ofrendas en relación con la administración de los sacramentos. Uno de los más comunes de éstos era el pago hecho a un obispo por el recién ordenado al momento de la ordenación. Aunque al final fue prohibido por el Concilio de Trento (Ses. XXI, de ref., cap I), tales ofrendas habían sido costumbre desde épocas bastante tempranas. En algunas localidades se realizaba un pago al momento de la confesión anual, pero los peligros de abuso en este caso eran evidentes y muchos sínodos condenaron la práctica. Menos dificultad se sintió en el caso del bautismo y el matrimonio y la imposición de tales cuotas a aquellos que pueden pagarlas puede ser descrita como casi general en la Iglesia.

INVERSIONES Y PROPIEDADES RÚSTICAS

Pero la fuente de ingresos más importante, y que, en vista de la naturaleza precaria de todas las otras ofrendas, puede ser considerada como necesaria para el bienestar de la Iglesia, es la tierra, o en tiempos más modernos, inversiones que devenguen intereses. Incluso antes del edicto de tolerancia de Milán (313), se desprende claramente, por la restitución mencionada en él, que la Iglesia debe haber tenido considerables propiedades territoriales, y desde ese momento en adelante se multiplicaron naturalmente las donaciones y legados de propiedades que producían ingresos anuales. Como ya se ha señalado, el derecho de la Iglesia a recibir este tipo de donaciones, ya sea por testamento o inter vives (entre vivos), fue reconocido y confirmado en repetidas ocasiones. En la Inglaterra medieval era usual por medio de investidura simbólica, por la cual se le entregaba el dominio a la Iglesia, la colocación de algún objeto material sobre el altar, por ejemplo, un libro, o escritura de pergamino, o un anillo, o más frecuentemente un cuchillo. A menudo el donante partía el cuchillo antes de colocarlo sobre el altar (vea Reichel, "Church and Church Endowments" en "Transactions of the Devonshire Association", XXXIX, 1907, 377-81).

Los exponentes modernos del derecho canónico, basando su enseñanza sobre los pronunciamientos de la Santa Sede y los decretos de los sínodos provinciales, ponen gran énfasis en el principio de que las ofrendas de los fieles han de ser gastadas de acuerdo a la intención de los donantes. También insisten en que, cuando la intención no esté claramente establecida, se debe seguir cierta presunción razonable; por ejemplo, en los centros misioneros donde aún no se ha construido y organizado una iglesia, se presume que las donaciones se hacen con miras a la construcción definitiva de tal iglesia. Así que de nuevo, el dinero dado en el ofertorio en una iglesia cuasi parroquial, o recogido por los fieles de casa en casa, no se ha de considerar como un regalo personal al sacerdote a cargo, sino como destinado al apoyo de la misión. En la Constitución “Romanos Pontifices de León XIII, 8 de mayo de 1881, se legisla sobre ciertos asuntos difíciles que surgen respecto a tales contribuciones de los fieles en lugares donde los deberes parroquiales son realizados por órdenes religiosas.

Fundaciones

(Vea también el artículo FUNDACIÓN).

La fundación es una transferencia de propiedad a la iglesia o a algún instituto eclesiástico particular en vista de algún servicio o trabajo por hacer, ya sea permanentemente o por un largo tiempo. No son válidas hasta que se aceptan formalmente, y para ello tienen que ser aprobadas por los obispos y para todas las instituciones bajo su jurisdicción. Corresponde al obispo decidir si la dotación es suficiente para el cargo, pero una vez hecha la fundación, sobre todo cuando se trata de los intereses de un tercero, normalmente no se pueden cambiar las condiciones, al menos sin apelar a la Santa Sede. En particular, cuando se ha aceptado un cargo para celebrar Misas, y la fundación ya no cumple con ese cargo, se debe hacer la solicitud a la Santa Sede antes de que se pueda reducir el número.

Enajenación

El derecho de la Iglesia misma a enajenar los bienes eclesiásticos resulta como consecuencia del completo dominio mediante el cual ella los posee, y por la misma razón ella es totalmente independiente de la autoridad civil al ejercer este derecho. No obstante, como la Iglesia es solo una persona moralis, está en la posición de un menor, y dispone de su propiedad a través de sus prelados y administradores. Ninguno de ellos, ni siquiera el Papa, tiene el poder para enajenar los bienes eclesiásticos válidamente sin alguna razón proporcionada (Wernz, "Jus Decret.”, III, I, 170). Además, la enajenación, que de acuerdo con innumerables decretos y cánones sinodales (Vea la segunda parte de Decret., C. XII, q. 2, cans. 20, 41, 52) está así prohibida, comprende no solo la transferencia del dominio de los bienes eclesiásticos, sino también todos los procedimientos con que está cargada la propiedad, por ejemplo, por hipotecas, o con su valor disminuido o expuesta a riesgo de pérdida, o que por cualquier período de tiempo notable sus ingresos estén desviados de sus usos apropiados. Es a esta inalienabilidad de todas las posesiones de la Iglesia, que al igual que la "mano de un hombre muerto" no afloja su agarre de lo que una vez ha agarrado, que en el siglo XIII creció el perjuicio ya mencionado contra la propiedad mantenida en "manos muertas".

A pesar de eso, la prohibición de la alienación no es absoluta. Está prohibida solamente cuando se hace sin justa razón y sin las formalidades requeridas. Como "razones justas" los canonistas reconocen: (1) necesidad urgente, por ejemplo, cuando una iglesia está en deuda y no tiene otras formas de recaudar el dinero necesario; (2) utilidad manifiesta, tal como puede ocurrir cuando se presenta una oportunidad de adquirir un lote de terreno muy deseado en términos excepcionalmente favorables; (3) piedad, por ejemplo, si los bienes de la iglesia se venden para rescatar a cautivos o para alimentar a los pobres hambrientos; y (4) conveniencia, como en el caso cuando el mantenimiento de ciertas posesiones conlleve más problema que lo que valen. Además de una razón justa, se requiere la observancia de ciertas formalidades para la enajenación de bienes inmuebles (tales como terrenos, casas, títulos y otras inversiones que devenguen rentas). Podemos enumerar: (1) la discusión preliminar (tractatus), por ejemplo, entre el obispo y el capítulo; (2) el consentimiento del obispo en aquellos asuntos en que se requiera; (3) un mandato formal para el acto de enajenación emitido por la autoridad competente, por ejemplo, el vicario general si tiene la facultad para hacerlo; (4) el consentimiento formal de las partes interesadas y en muchos casos del capítulo catedralicio.

Finalmente, la importante Constitución "Ambitiosæ" de Paulo II, confirmada por Urbano VIII (7 sept. 1624) y por Pío IX en la constitución "Apostolicæ Sedis" (12 oct. 1869), requiere bajo pena de excomunión el consentimiento de la Santa Sede para la enajenación de propiedad inmueble de gran valor. En una época se sostuvo que la Constitución "Ambitiosæ" había caído en desuso, pero la mayoría de los canonistas afirman que de cara a la “Apostolicæ Sedis, esto ya no se puede sostener (vea e.g., Wernz, III, n. 165, Sägmüller, 879). Aun así los requisitos de la "Ambitiosæ" son mucho más mitigados en la práctica por las facultades que la Santa Sede le concede comúnmente a los obispos para diez años a la vez para autorizar la enajenación de propiedad eclesiástica hasta una cantidad nada despreciable. En los Estados Unidos el Tercer Concilio Plenario de Baltimore (1864) estableció que todos los actos de enajenación o cualquier disposición equivalente de propiedad que conlleve una suma mayor de $5,000 requería el permiso del Papa, y haberse obtenido previamente el consentimiento de los consultores diocesanos. Pero, según señala también el Concilio Plenario de Latinoamérica en 1899, “depende mucho de las circunstancias de tiempo y lugar la decisión de cuál debe ser considerada como propiedad de poco valor (valor exigua), por lo tanto, a este respecto cada país separadamente debe obtener una decisión de la Sede Apostólica para decidir el caso.

Se comprenderá fácilmente que todas las formas de pignoración o de recaudación de dinero sobre la seguridad de la propiedad eclesiástica deben ser consideradas como sujetas a las mismas condiciones que la enajenación. En el capítulo III, X, de pign. III, 21, el “Corpus Juris” se ha conservado una decretal de Alejandro III dirigida al obispo de Exeter, la cual decide que, en un caso en que el párroco había empeñado un cáliz de plata y un breviario y había muerto antes de redimir los mismos, sus herederos estaban obligados bajo pena de excomunión a recuperar y restaurar la propiedad a la iglesia a la que pertenecía.

Prescripción

(Vea también el artículo PRESCRIPCIÓN).

Respecto a la prescripción la propiedad eclesiástica también tiene privilegios especiales. Entre los individuos particulares el derecho canónico reconoce que la posesión de un título indiscutido por diez, veinte, o como máximo treinta años es suficiente para conferir el dominio, pero en el caso de los bienes eclesiásticos inmuebles se requieren cuarenta años, y en contra de la Santa Sede, cien años.

En cuanto a la tan controvertida cuestión en relación con el verdadero propietario (subjectum dominii) de los bienes eclesiásticos, la opinión más aprobada al presente (1907) considera a cada institución como el propietario de los bienes pertenecientes a la misma, pero siempre en subordinación a la suprema jurisdicción conferida a la Santa Sede (Wernz "Jus Decretalium", 3, n. 138). Según argumenta fuertemente Werns, si la Iglesia universal misma fuera la propietaria también sería responsable en todas por las deudas contraídas por todas y cada una de las instituciones eclesiásticas. Pero ni la Iglesia Universal ni la Santa Sede han admitido nunca tal obligación, ni tampoco han declarado que una institución era responsable por las deudas incurridas por otra. Al mismo tiempo, si llegan a su fin el objetivo y el propósito de cualquier institución eclesiástica particular, y su personalidad moral se destruye, su propiedad pasa por derecho al dominio de la Iglesia universal, de la cual la institución en cuestión era por suposición un miembro o parte. Además, puesto que el derecho de adquirir y poseer propiedad le pertenece a cualquier organización eclesiástica en virtud de su relación con la Iglesia universal, se sostiene comúnmente que si se aparta de la obediencia a la Iglesia y apostata de la Iglesia Católica, ya no tiene ningún reclamo a la propiedad que adquirió originalmente para fines católicos como miembro de la Iglesia.

Todos los escritores aprobados dentro de la Iglesia están de acuerdo sobre el principio de que el poder civil, como tal, no tiene ni el supremo dominio ni ningún justo control sobre la administración de los bienes eclesiásticos, excepto en la medida en que la Iglesia mediante concordatos u otros acuerdos pueda conceder libremente ciertos poderes al Estado. Tampoco puede haber ninguna duda de que todavía se encuentra en pleno vigor el decreto del Concilio de Trento (Ses. 22, de ref., cap. II), confirmado por la constitución Apostolicæ Sedis de Pío IX, que pronuncia una excomunión y otras censuras contra los usurpadores de los bienes de la iglesia. Debe estar claro, entonces, que las extensas confiscaciones en Italia, Francia y otros países han dado lugar a un gran número de preguntas muy difíciles en cuanto a la medida en la que los que de diversas maneras han participado en estas confiscaciones están sujetos a las censuras pronunciadas contra los usurpadores de los bienes de la iglesia. La posición de los que participan en el acto de expoliación por ayuda, consejo, o favor, en el caso de la propiedad eclesiástica de los Estados Pontificios, es diferente de los que cooperan en la misma forma en otros lugares. La encíclica "Respicientes" (1 nov. 1870), que trata de la primera clase extiende claramente la excomunión a todos los que cooperan, mientras que en Francia y en otros lugares los ofensores caen sólo bajo el derecho común de la Iglesia, y por esto, los que simplemente toman parte en la liquidación de la propiedad, o actúan como oficinistas, por ejemplo, en el procedimiento, no parecen incurrir en la censura, sino sólo aquellos que son los propios expoliadores y usurpadores de la propiedad o los que ordenan y planifica; la ley afecta, en otras palabras, a los principales y no a los que son meramente accesorios. La cuestión de la aplicación de estas censuras está muy discutida plenamente, entre otras autoridades recientes, por el Card. Gennari (Consultations, 1) y por el abad Boudinhon en el "Canoniste Contemporain" (marzo de 1909 - oct. 1910).

Aparte de tales actos determinados de expoliación como aquellos que siguieron a la ocupación de Roma (1870) y las Leyes de Asociaciones y Separación en Francia, generalmente se instruye al clero a cumplir, en la medida que sea posible sin sacrificar los principios, con los requisitos del derecho civil, si es solo en el interés de la propiedad de la que son los administradores. En los decretos del Concilio Plenario de Westminster (1885), que tratan con cierto detalle sobre la cuestión de la propiedad eclesiástica, se hace hincapié en estos puntos y otros similares. Por ejemplo, los padres del Concilio ordenan que "ningún administrador de una misión debe elaborar cualquier documento legal relativo a la propiedad de la Iglesia, sin la autorización expresa del obispo, que no dejará de consultar a los abogados más expertos en estas materias, y someter todo a la revisión más cuidadosa". Así, también, ordena que “todos los edificios pertenecientes a una misión deben estar muy cuidadosamente asegurados contra fuego”, y establece reglas en cuanto al uso de las ofrendas de la Misa, derechos de estola (jura stola), etc.

En el Sínodo de Maynooth (1875) se hicieron algunas regulaciones similares para Irlanda, y podemos observar cómo el sínodo, después de ordenar que debía hacerse un doble inventario de propiedad eclesiástica, una copia para quedar en poder del obispo en los archivos diocesanos y la otra para mantenerse entre los registros parroquiales, establece las siguientes reglas prudentes respetando los requisitos de la legislación civil: "Para que la propiedad eclesiástica no caiga a otras manos debido a los defectos de la ley, el obispo tendrá cuidado de que los títulos o escrituras se redacten cuidadosamente de acuerdo al derecho civil y en el nombre de tres o cuatro depositarios ([[curador |curatorum). Los depositarios han de ser el obispo de la diócesis, el párroco u otro cuya propiedad esté concernida, el vicario general u otra persona, prudente, bien conocida por su rectitud y por ser versada en asuntos de esa clase. Estos depositarios debían reunirse una vez al año a fin de velar por la seguridad de los mencionados bienes, y si uno de ellos muriese los otros están obligados a nombrar a otro para ocupar su puesto. Todos los obispos o sacerdotes que posean o administren de cualquier modo tal propiedad están obligados a hacer sus testamentos, y éstos se mantendrán en manos del obispo; y a nadie in extremis se le darán los últimos sacramentos a menos que haga su testamento o prometa hacerlo.”


Bibliografía: La obra grande y clásica que trata sobre todo el asunto de la propiedad eclesiástica es THOMASSIN, Vetus et nova ecclesia disciplina circa beneficia et beneficiarios, de la cual se han publicado varias ediciones, incluyendo al menos una en francés. Todos los tratados más abundantes sobre derecho canónico, tales como los de PHILLIPS, VERING, SCHMALZGRÜBER, necesariamente tratan del asunto en detalle, y entre las autoridades modernas se debe hacer mención especial de WERNZ, Jus Decretalium, III (Roma, 1908); SÄGMÜLLER, Kirchenrecht (Friburgo, 1909); LAURENTIUS, Instit. juris eccl. (Friburgo, 1908); vea también MAMACHI, Del diritto libero della chiesa di acquistare e possedere boni temporali (Venecia, 1766); MEURER, Der Begriff und Eigentümer der heiligen Sachen (Düsseldorf, 1885); BONDROIT, De capacitate possidendi ecclesia (Lovaina, 1900); SCHEYS, de jure ecclesiæ acquirendi (Lovaina, 1892); KNECHT, System des justinianischen Kirchenvermügenrechts (Stuttgart, 1905); MOULART, L'église et l'état (París, 1902); GENNARI, Consultations de morale, de droit canonique et de liturgie (1907-9); BOUDINHON, Biens d'église et peines canoniques, in Canoniste contemporain (Abril, 1909-Oct., 1910); FOURNERET en Dict. de théol. Cath., s.v. Biens ecclésiastiques; TAUNTON, Law of the Church (Londres, 1905).

Fuente: Thurston, Herbert. "Ecclesiastical Property." The Catholic Encyclopedia. Vol. 12, pp 466-472. New York: Robert Appleton Company, 1911. 5 Jun. 2019 <http://www.newadvent.org/cathen/12466a.htm>.

Traducido por Luz María Hernández Medina