Autoridad Civil
De Enciclopedia Católica
La autoridad civil es el poder moral de mando, apoyado (cuando sea necesario) por la coerción física, que el Estado ejerce sobre sus miembros. Aquí se considerará su naturaleza, fuentes, límites, divisiones, origen y las teorías de autoridad falsas y verdaderas.
Naturaleza, Fuentes y Límites
La autoridad es una necesidad tan grande para la humanidad como la sobriedad, y tan natural. Por "natural" se entiende aquí, no lo que le corresponde al hombre sin ningún esfuerzo propio (por ejemplo, los dientes), sino lo que el hombre debe asegurar, incluso con un esfuerzo, porque sin él no puede ser hombre. Es natural para el hombre vivir en la sociedad civil; y donde hay sociedad civil, debe haber autoridad. La anarquía es la disrupción de la sociedad. Hablando en general, podemos decir que ningún hombre ama el aislamiento, la soledad, el apartamiento, la vida de un ermitaño; por otro lado, aunque a muchos no les gusta la autoridad bajo la cual viven, ningún hombre desea la anarquía. Los descontentos aspiran a un cambio de gobierno, obtener la autoridad en sus propias manos y gobernar a quienes ahora los gobiernan. Incluso el anarquista declarado considera la anarquía como un recurso temporal, una preparación para su propia llegada al poder. Entonces, en abstracto, todo hombre ama y aprecia la autoridad; y con razón, porque es su naturaleza vivir en sociedad, y la sociedad se mantiene unida por la autoridad.
San Simeón Estilita fue el modelo de los ermitaños, llamado así por vivir en lo alto de una columna o pilar. Esa fue su vocación especial; él no era un hombre ordinario. Pero el filósofo político considera al hombre según es ordinaria y normalmente. Dos cosas llamarían la atención a un extraño de Marte que mirase hacia nuestro planeta: cómo los hombres en la tierra aman el pastoreo juntos y cómo aman moverse. El hombre ordinario no puede más el soportar estar solitario que el soportar estar estacionario, aunque Simeón Estilita era ambos. El confinamiento en solitario es el más severo de los castigos, junto con la muerte. Es difícil decir cuál resulta más molesto, si la soledad o el confinamiento. Se debe enfatizar este simple punto, que el hombre no puede vivir solo, pues todos los errores en la teoría de autoridad están enraizados en la presunción de que la vida del hombre en sociedad, y con ella el llegar a ser gobernado por la autoridad civil, es algo puramente opcional y convencional, una moda que el hombre podría descartar si quisiera, según podría descartar el uso de ropa verde. Los hombres que han hecho de la sociedad un arreglo convencional y de la autoridad la moda de la hora, han apelado al noble salvaje como el estándar de la humanidad propiamente dicha, olvidando que el salvaje no es solitario, sino un miembro de una horda, de cuya separación resultaría la muerte, y que ignorar su control también sería la muerte. El hombre debe vivir en sociedad y, en materia de hecho histórico, los hombres siempre han vivido en sociedad; todo desarrollo humano es un progreso social. Es natural para el hombre vivir en sociedad, someterse a la autoridad y ser gobernado por esa costumbre de sociedad que cristaliza en ley.
Y según es natural para el individuo unirse con otros, también es natural para la familia. La sociedad no puede detenerse en la familia. Según el individuo no es autosuficiente, así tampoco lo es la familia, la cual crece y entonces se multiplica. Tenemos una sociedad de familias; y esa sociedad crece, y al ser controlada según necesita ser controlada por alguna autoridad común, pasa a ser una sociedad autosuficiente y autónoma, de otro modo llamada un Estado. De ahí que “autoridad civil” se define como el poder moral de mandato, apoyado (cuando es necesario) por la coerción física, la cual el Estado ejerce sobre sus miembros constituyentes. La autoridad civil es de Dios, no por ninguna revelación o institución positiva, sino por el mero hecho de que Dios es el autor de la naturaleza, y la naturaleza requiere imperativamente que se establezca y obedezca la autoridad civil. La naturaleza no puede tolerar la intemperancia, ni tampoco la anarquía. Y lo que la naturaleza requiere absolutamente, o rechaza absolutamente como incompatible con su bienestar, Dios lo ordena o Dios lo prohíbe. Dios entonces prohíbe la anarquía; y al prohibir la anarquía, ordena la sumisión a la autoridad. En este sentido, Dios está detrás de cada Estado, vinculando a los hombres en conciencia a observar los mandatos del Estado dentro de la esfera de su competencia. "Que cada alma esté sujeta a poderes superiores: pues no hay poder sino de Dios: y los que están, están ordenados por Dios... por lo cual estén sujetos por necesidad, no solo por ira, sino también por conciencia ... "Porque ellos son los ministros de Dios". (Rom. 13,1.5.6).
Al ser la obediencia una cosa práctica y no una especulación, no puede abstraerse de los hechos concretos del caso; se le rinde a los poderes que son, a la autoridad realmente en posesión. La obediencia es como la desobediencia; los hombres nunca son desobedientes excepto al gobierno actual; pero hay límites a la obediencia civil y a las atribuciones de la autoridad civil. Como la obediencia doméstica no debe llevarse al grado de rebelión contra el gobierno civil, tampoco se debe obedecer al Estado como en contra de Dios. No está dentro de la competencia del Estado mandar nada y todo. El Estado no puede ordenar lo que Dios no pudo ordenar, por ejemplo, la idolatría. La autoridad del Estado es absoluta, es decir, plena y completa en su propia esfera, y no está subordinada a ninguna otra autoridad dentro de esa esfera. Pero la autoridad del Estado no es arbitraria; no está disponible para cada antojo y capricho. El gobierno arbitrario es un gobierno irracional; ningún gobierno tiene licencia para dejar a un lado la razón. El gobierno de Dios mismo no es arbitrario; como dice Santo Tomás: “Dios no se enoja con nosotros excepto por lo que hacemos contra nuestro propio bien” (Contra Gentiles, III, 122). (Vea el artículo Obediencia Civil.)
El uso arbitrario de la autoridad se llama tiranía. Tal es la tiranía de un monarca absoluto, de un concilio, de una clase o de una mayoría. La libertad del sujeto se basa en la doctrina de que el Estado no es omnipotente. Todo Estado debe ser legalmente omnipotente, pero no moralmente. Una promulgación legal puede ser inmoral, entonces en conciencia no puede ser obedecida; o puede ser ultra vires, más allá de la competencia de la autoridad que lo promulga, en cuyo caso el cumplimiento de la ley no es una cuestión de obediencia, sino de prudencia. En cualquier caso, la ley es tiránica, y "una ley tiránica, que no está de acuerdo con la razón, no es, en términos absolutos, una ley, sino más bien una perversión de la ley" (Santo Tomás, Summa Theol., I-II.92.1 ad 4).
El hombre no es todo ciudadano. Es un miembro, una parte del Estado y otra cosa además. "El hombre no está subordinado a la comunidad civil en la medida de su ser, todo lo que es y todo lo que tiene" (Santo Tomás, Summa Theol., I-II.21.4 ad 3). Por no hablar de sus intereses eternos en sus relaciones con su Hacedor, el hombre tiene incluso en esta vida sus intereses domésticos en el seno de su familia, sus intereses intelectuales y artísticos, ninguno de los cuales pueden llamarse intereses políticos. La vida social y política no es el todo de la vida humana. El hombre no es siervo del Estado en todas sus acciones. El Estado, la mayoría o el déspota pueden exigir al individuo más de lo que está obligado a dar. Si la sociedad humana fuera un acuerdo convencional, si el hombre, estando perfectamente bien aislado de sus semejantes, aceptase por un capricho vivir en comunidad con ellos, entonces no podríamos asignar límites precedentes a la autoridad civil. La autoridad civil sería simplemente lo que se negoció y prescribió en el convenio arbitrario que hizo la sociedad civil.
Tal como está, la autoridad civil es un medio natural para un fin natural y se refrena con ese fin, de acuerdo con el principio aristotélico de que "el fin a la vista establece límites a los medios" (Aristóteles, Política, I, 9). El fin inmediato de la autoridad civil está bien establecido por Francisco Suárez (De legibus, LII, XI, 7) como “la felicidad natural de la comunidad humana perfecta, autosuficiente, y la felicidad de los individuos, ya que son miembros de tal comunidad, para que puedan vivir pacífica y justamente, con una suficiencia de bienes para la conservación y bienestar de su vida corporal, y con tal rectitud [[[moral]] como sea necesaria para su paz y felicidad exterior”. La felicidad es un atributo de los individuos. La autoridad no hace felices a los individuos, pero la autoridad les asegura esa tranquilidad, esa mano libre para ayudarse a sí mismos, ese disfrute reparador de sus propias ganancias justas, que es una de las condiciones de la felicidad. La autoridad tampoco hace a los hombres virtuosos, excepto de acuerdo con ese esbozo de virtud tosca que se llama "virtud social", y consiste principalmente en la justicia. Cuando los antiguos hablaban de que la "virtud" era la preocupación del Estado, querían decir justicia y eficiencia. El Estado no se ocupa ni de la virtud ni de la felicidad de las personas, excepto "en la medida que son miembros de la comunidad civil". A este respecto, la autoridad civil difiere de la doméstica o paterna. El padre cuida a los miembros de su hogar uno por uno, aislada e individualmente. El Estado se preocupa por sus miembros colectivamente, y por el individuo solo en su aspecto colectivo. De ahí se deduce que el poder de la vida y la muerte es inherente al Estado, no a la familia. Un hombre es ahorcado por el bien común del resto, nunca por su propio bien. Esta, entonces, es una medida de autoridad, el fin que el Estado tiene en mente.
Otra es la etapa de desarrollo a la que ha llegado un Estado determinado, pues no hay una sola medida de autoridad común a todos los Estados. A medida que el Estado se desarrolla, crece en unidad, y una mayor unidad significa una medida más amplia de autoridad central. Hay mucha más autoridad en la Inglaterra de hoy que en la Inglaterra de la Heptarquía. Había más autoridad en un reino anglosajón que en una horda de salvajes. En las sociedades civiles primitivas no había autoridad legislativa, ni ley, solo la costumbre inmemorial. Había poca autoridad judicial, pero los hombres heridos, o sus familias después de su muerte, corregían sus propios errores, se restringía el asesinato, no por un juez, un jurado y un verdugo, sino por una venganza de sangre. Por otro lado, en sociedades altamente civilizadas, especialmente aquellas de carácter democrático, la voluntad del pueblo continuamente le impone nuevas funciones al gobierno, como la educación, el cuidado de la salud pública, el envío de cartas y el envío de telegramas. El reconocimiento de este hecho ha sido llamado “el principio de control voluntario”; mediante él la autoridad civil puede ser ampliada más allá de sus límites naturales y esenciales. Como otros principios, “el principio de control voluntario” puede ser llevado muy lejos, y llevado hasta el límite implicaría el socialismo.
La autoridad, aunque varía en cantidad, es tan universal como el hombre lo es en todas partes. El hombre no puede vivir excepto bajo autoridad, como no puede vivir fuera de la sociedad civil. La autoridad se apodera de él sin convención, pacto o contrato; es una necesidad de su naturaleza. Pero mientras la autoridad civil, o gobierno, es natural y universal, la distribución de la autoridad, también llamada forma de gobierno, o constitución del Estado, es una convención humana que varía en varios países y en el mismo país en diferentes períodos de su historia. Apenas es demasiado decir que hay tantas distribuciones diferentes de autoridad civil, o diversas formas de gobierno, como variedades de animales vertebrados. Se clasifican como monarquías, aristocracias, democracias; pero no hay dos monarquías iguales, ni dos democracias. Así, una democracia puede ser directa, como en la antigua Atenas, o representativa como en los Estados Unidos. La monarquía de Eduardo VII es diferente a la de Jorge III.
El único punto fijado por la naturaleza, y por Dios, es que debe haber autoridad en todas partes, y que la autoridad existente por el momento, bajo tal y tal forma, debe ser obedecida bajo esa forma; pues dado que no hay autoridad real en el país, excepto bajo esa forma, negarse a obedecer es simplemente rechazar la autoridad y volver a la anarquía, que está en contra de la naturaleza; igual que un hombre que no tiene nada más que pan y queso para comer, y al negarse a comer su pan y queso, bajo el pretexto de que él prefiere el carnero, se condena al hambre, lo que de nuevo no es natural. Pero debemos tener cuidado al decir de cualquier forma particular de autoridad, la monarquía, por ejemplo, o la democracia, lo que es verdad solo de la autoridad en abstracto, a saber, que todas las naciones están obligadas a vivir bajo ella, y que nunca bajo ningún pretexto puede ser subvertida. Un país, una vez monárquico, no está eternamente ligado a la monarquía; y se conciben circunstancias bajo las cuales una república podría pasar a la monarquía, como lo hizo Roma bajo Augusto, para su beneficio. La autoridad gobierna por derecho divino bajo cualquier forma que se establezca. Ninguna forma de gobierno es más sagrada e inviolable que otra. La constitución provee para el cambio de las personas que ocupan cargos, a veces por rotación, a veces por votación de la asamblea legislativa. Ninguna constitución monárquica provee para el cambio de la persona del monarca que no sea por muerte o renuncia. El cambio de la forma de gobierno puede efectuarse constitucionalmente, pero, como lo muestra la historia, a menudo se produce inconstitucionalmente. Cuando se completa el cambio, el nuevo gobierno gobierna por derecho de hecho consumado. Debe haber autoridad en el país, y la suya es la única autoridad disponible.
Divisiones
El progreso de la civilización subdivide la autoridad en legislativa, judicial y ejecutiva, y esta última además en civil y militar. El rey, o presidente, es el jefe del ejecutivo. La autoridad también se subdivide en imperial y local; la local emana de la imperial y está subordinada a ella.
Origen
La cuestión del origen de la autoridad parece haber sido planteada primero por los abogados romanos. En sus manos asumió la forma concreta del origen del poder imperial. Ellos alegaban que este poder residía principalmente en el pueblo romano; el pueblo, sin embargo, ni lo ejercía ni lo retenía, sino que lo transfería total e irrevocablemente, por alguna lex regia implícita, o una ordenanza para hacer reyes, como cosa natural a cada emperador sucesivo en su accesión. Con el advenimiento del cristianismo tomó prominencia la doctrina de San Pablo de que esa autoridad es de Dios; sin embargo, de ninguna manera estaba claro cómo surgió de Dios hasta que Santo Tomás de Aquino demostró que es de Dios en la medida en que es esencial para la naturaleza humana que Dios ha creado, de acuerdo con la doctrina de Aristóteles expuesta anteriormente. Antes de que surgiera Santo Tomás, algunos eclesiásticos habían mostrado una disposición a vituperar el poder civil. No podían negar que era de Dios, pero lo consideraban como una de las consecuencias del pecado de Adán y argumentaban que, de no haber sido por la caída, el hombre habría vivido libre de jurisdicción coercitiva. Contaban la leyenda de Rómulo y el refugio que abrió para los ladrones. Decían que los estados a menudo tienen su origen en la rapiña y la injusticia.
Otros invistieron al Papa con la plenitud de la autoridad secular y espiritual, por el don de Cristo, y argumentaron que los reyes reinaban solo como sus vicegerentes, incluso en asuntos civiles. El aristotelismo de Santo Tomás se opuso a todo esto. Por otra parte, el partido imperial o real convirtió al rey o emperador en un papa; el gobernante civil era tanto una institución de Cristo como el Papa mismo, y, como el Papa, disfrutaba de una autoridad dada por Dios, ninguna parte de la cual se le podía ser quitada válidamente. Esta es la doctrina de “el derecho divino de los reyes”. Según ella, en su rigor, en un Estado antes monárquico la monarquía es por siempre el único gobierno legítimo, y toda autoridad está investida en el monarca, para ser comunicada por él a los que él escoja de momento para compartir su poder. Este “derecho divino de los reyes” (muy diferente a la doctrina de que toda autoridad, ya sea de rey o de república, viene de Dios) nunca ha sido sancionado por la Iglesia católica. En la Reforma asumió una forma excesivamente hostil hacia el catolicismo, con monarcas como Enrique VIII y James I, de Inglaterra, que reclamaban la plenitud de la autoridad espiritual así como la civil, y esto en una posesión inalienable tal que ninguna jota o tilde de prerrogativa se apartaría jamás de la Corona. Contra estas monstruosas pretensiones se libraron las batallas de Marston Moor y Naseby.
Francisco Suárez, S.J. libró una guerra más pacífica contra esas mismas pretensiones. Suárez argumentó contra James I que la autoridad espiritual no está investida en la Corona, y que incluso la autoridad civil no es el regalo inmediato de Dios al rey, sino que es dada por Dios al pueblo colectivamente, y ellos la confieren al monarca, según la teoría de los abogados romanos antes mencionados, y de acuerdo a Aristóteles y Santo Tomás. Afirmó que la autoridad es un atributo de una multitud reunida para formar un Estado. Por su naturaleza, deben formar un Estado, y un Estado debe tener autoridad. Sin embargo, la autoridad es natural a la humanidad colectivamente; y cualquier cosa que sea natural, racional e indispensable para el progreso humano, es un mandato de Dios. La autoridad debe existir, y Dios la hará existir; pero no existe la necesidad natural de que la autoridad esté centrada en una sola persona. La autoridad es una institución divina, pero los reyes son un invento humano. Ese dicho es una trivialidad en nuestro tiempo; pero hace tres siglos, cuando lo escribió Francisco Suárez, fue un pronunciamiento audaz y sorprendente. Suárez salvó su lealtad con la concesión de que el pueblo, al otorgar el poder supremo a los antepasados de Su Majestad hace años, su posteridad ahora no podía reanudarlo, sino que debe descender, como una reliquia, del rey al hijo del rey para siempre. En todas partes la posteridad no tuvo en mente esta concesión. De hecho, parecería una restricción al desarrollo de un Estado el que la distribución de la autoridad se fijara así para siempre. En cualquier caso, en Inglaterra se ha roto la restricción, y el rey no es lo que era en los tiempos de Stuart, ni tampoco el Parlamento.
Teorías
Ha habido dos grandes brotes contra el exceso de prerrogativa real; uno en Inglaterra a mediados del siglo XVII; otro en Francia a fines del XVIII. Cada uno de estos dos períodos estuvo marcado por la aparición de un gran escritor político, Thomas Hobbes en Inglaterra, Jean Jacques Rousseau en Francia. Hobbes fue un filósofo, Rousseau, un retórico. Quien conoce bien a Hobbes puede tener poco que aprender de Rousseau. Hobbes es rígidamente lógico; las inconsistencias que aparecen en él provienen de una cierta timidez al hablar y de una humildad que se aproxima a la hipocresía. Rousseau siempre habla audazmente, no pretende la ortodoxia y con frecuencia se contradice a sí mismo. Su brillante estilo le ganó el oído de Europa; él popularizó a Hobbes. Para el filósofo, Rousseau es despreciable, pero Hobbes es un antagonista digno del acero de cualquier hombre. Lo mejor que se puede decir de Rousseau en filosofía es que extrajo de los principios de Hobbes las conclusiones que Hobbes había tenido miedo de formular. Hobbes hizo del rey un déspota; Rousseau demostró que, según los principios de Hobbes, un rey no es mejor que el alguacil del pueblo, a menos que, de hecho, por la fuerza militar o de otra manera, pueda evitar que la gente se reúna y decrete su deposición.
Hobbes comienza, y Rousseau lo sigue, contradiciendo a Aristóteles. Según Aristóteles, el hombre es "por naturaleza un animal que hace el Estado"; el hombre individual, si quiere prosperar, se convierte en el hombre de familia y el hombre de familia en ciudadano; y dondequiera que haya una ciudad o una nación, debe haber autogobierno o, en otras palabras, autoridad civil, ya sea conferida a uno o a muchos. La autoridad es el aliento de la nariz del hombre, ya que es un ser progresivo. El aislamiento y la anarquía son fatales para el progreso humano. Aristóteles llama “natural” al esfuerzo, sin el cual el hombre no puede prosperar, aunque sea un esfuerzo, y no una dotación inicial recibida pasivamente. El esfuerzo para crear el Estado es "natural" para el hombre; así es la autoridad "natural" y, como tal, de Dios, agrega Tomás de Aquino. Pero Hobbes tomó “natural” en un sentido totalmente diferente: él consideraba "natural" lo que es el hombre, antecedente a todo esfuerzo y arreglo de su parte para mejorar. Además, su filosofía estaba teñida con el calvinismo de su época, y asumió que el hombre es "desesperadamente malvado". Lo que era natural, entonces, era malo, malo en pleno. Al ser la razón un don original del hombre, Hobbes admitió que la razón fuera natural. También aceptó, con Platón, que la maldad sea irracional, por cuya concesión el “hobbismo” se distingue de una célebre teoría establecida al comienzo del segundo libro de la República de Platón, a cuya teoría se parece mucho en otros aspectos; la teoría es que el derecho por naturaleza es el interés del más fuerte, y solo por convención se convierte en el interés del Estado.
Esta aceptación de que la maldad esté en contra de la razón es un punto débil en la lógica de Hobbes. Pero Hobbes sostenía que la razón es por naturaleza completamente incapaz de lidiar con la maldad, que es dominada por, y subordinada a, la pasión, por lo que se degrada en astucia, y el hombre se vuelve más perverso por su posesión de la razón. Por sí mismo, en su "estado de naturaleza", el hombre de Hobbes es un salvaje, solitario, sensual y egoísta. Cuando dos seres humanos se encuentran, el impulso natural de cada uno es dominar sobre el otro. Por la fuerza, si es fuerte, por estratagema, si es débil, cada hombre busca matar o esclavizar a todos los demás hombres que encuentra. La vida del hombre en este estado de naturaleza, dice Hobbes, es "desagradable, brutal y corta", así mismo sería en un pantano inglés y en la mayoría de los demás lugares. Pero la imaginación de Rousseau lo llevó a las Islas del Pacífico; se enamoró del “salvaje noble2. Él cayó en la noción de Hobbes de lo "natural", como lo que el hombre es y tiene antecedente a todo esfuerzo humano. Pero el “ciudadano de Ginebra”, como se llamaba a sí mismo, estaba curiosamente libre de los prejuicios calvinistas y creía con entusiasmo en la bondad primitiva, no hecha y natural del hombre. En la opinión de Hobbes, aunque no en la de Rousseau, el hombre tenía toda la razón para salir de su “desagradable” estado de naturaleza. Esto se hizo mediante un pacto, o convención, de todo hombre con el resto de la humanidad, de abandonar la soledad con sus encantos, su independencia, y su libertad para rapiñar a sus vecinos, y para vivir en sociedad, y que el cuerpo social así formado tenga todos los derechos de los individuos que contribuyen a formarlo. Este pacto del hombre con el hombre para abandonar la soledad y vivir en sociedad, para abandonar la naturaleza y someterse a la convención, fue llamado por Rousseau “El Contrato Social”. Al cuerpo formado por él, comúnmente llamado el Estado, Hobbes lo llamó "el Leviatán", según el texto de Job 41,25, "no hay poder en la tierra que pueda compararse con él...".
Para Hobbes y Rousseau el Estado es omnipotente y contiene en sí mismo absolutamente todos los derechos de los ciudadanos que lo componen. El portador de este tremendo poder es la voluntad general, medida contra la cual la voluntad del ciudadano individual no solo es impotente, sino absolutamente inexistente. El individuo renunció a su voluntad cuando hizo el contrato social. "Sin derechos contra el Estado" es un principio fundamental en Hobbes y Rousseau. Vivir en el Estado significa cumplir con todos los decretos de la voluntad general, pero hay una dificultad en localizar esta voluntad general. Hobbes, con loable perspicacia, al ver que la tiranía es mejor manejada por un hombre que por una multitud, contempla a la multitud renunciando a todo su poder en manos de una sola persona, y negándose a sí mismos el derecho de reunirse sin que él los convoque; de modo que, mediante el simple recurso de no reunirlos nunca, la persona única puede incapacitar a las personas para que nunca reanuden el poder que es solo de ellos cuando están todos reunidos. En ese caso la voluntad general es la voluntad de esa persona única. A la localización de la voluntad general en Hobbes no le falta claridad.
Pero Rousseau tendría la autoridad soberana como el derecho inalienable de la multitud, —de ahí llamada “pueblo soberano”. Ellos pueden, si lo desean, emplear a un rey, o incluso a un emperador; pero su majestad, en la frase de Rousseau, es "príncipe" no "soberano", y en momentos determinados, sin que él los convoque, el pueblo soberano debe reunirse y decidir, primero, si continuarán apoyando un trono; en segundo lugar, si el trono será ocupado por el ocupante actual. La ubicación de Rousseau también es clara, siempre y cuando se entienda que la voluntad general es simplemente la voluntad de la mayoría numérica del pueblo soberano. Tal voluntad general se determina por el simple proceso de contar cabezas. Si en un Estado de 20,000 ciudadanos, 15,000 votan sí, sí es la voluntad general, no solo la voluntad de la mayoría, sino de la totalidad de los 20,000 juntos; porque aunque 5,000 personas detestan la propuesta, dicha detestación radica solo en la voluntad individual, a veces llamada "voluntad casual", y la voluntad individual ha dejado de existir por el pacto. Personalmente, detestan la medida, pero con su "voluntad real" la aprueban. Así, como dice Rousseau, permanecen tan libres como el hombre salvaje en el bosque, no obedecen a nadie más que a sí mismos, y siguen su propia voluntad en todas partes.
Pero en la raíz de esto yace un cancro dañino, como en todas las doctrinas ultrademocráticas. Todo se origina en una suposición manifiestamente falsa de que un hombre es tan bueno como otro. En cualquier política sensata, la inteligencia predominante debe guiar a los consejeros del Estado, no la voluntad predominante, que puede ser peor que el capricho. Pero la inteligencia no está necesariamente unida a las mayorías. Rousseau mismo titubea en presencia de esta incómoda verdad, y reafirma la voluntad general como la voluntad que la gente tiene del bien en general, aunque en un caso particular se equivocan en lo que consideran bueno. Así ellos desean una cosa y votan por otra. La voluntad real en este caso no se ha de obtener del voto real de la mayoría. La voluntad real es por lo que la mayoría habría votado si hubieran tenido un mejor conocimiento. La teoría de Rousseau contempla "un pueblo de dioses", así nos asegura. Tal pueblo apenas necesitaría ningún gobierno.
Se puede suponer que las criaturas ideales y selváticas que su imaginación reúne para formar el contrato social, si todas no son muy inteligentes, son todas buenas oyentes de la enseñanza inteligente, y por lo tanto la Inteligencia gobernará a la mayoría, y el voto de la mayoría será una voluntad idealmente real. El gobierno es una cuestión fácil con presupuestos tan optimistas. El ojo, sin embargo, mira de nuevo el primitivo rufián, “brutal y desagradable”, de Hobbes. La visión de Hobbes de la naturaleza humana debe comprobar la de Rousseau. Ambas opiniones son extremas, y la verdad se encuentra entre ellas. La regla democrática de una mayoría numérica no es de aplicación universal. Hay que considerar el carácter de la gente, y la gente varía. Si en una época o lugar el pueblo se aproxima al carácter de “un pueblo de dioses”, o ángeles, en otro país u otra época ellos pueden ser más como demonios. "La fuerza, desprovista de consejo, por su propio volumen se derrumba", dice Horacio (Odes, III, 4). Ese es el peligro de la voluntad general.
Rousseau, con Hobbes para guiarlo, parte de una suposición falsa, que el estado natural del hombre es la soledad salvaje, no la sociedad civil; él procede a través del medio falso del "Contrato Social", falso porque la sociedad no es cosa de convención; falso de nuevo, porque está fuera de todo acorde con la evidencia de la historia; y tiende a terminar en la tiranía de una mayoría bruta, pisoteando los derechos y las conciencias de los individuos; o también en la anarquía, con sus discípulos colocando una construcción demasiado literal sobre la promesa de que en adelante ningún hombre obedecerá a nadie más que a sí mismo.
Las doctrinas de Rousseau no han escapado a la censura de la Iglesia. Rousseau puede ser reconocido en las siguientes proposiciones, condenadas en el Syllabus de Pío IX: "El Estado es la fuente y el origen de todos los derechos, y sus derechos son ilimitados" (n. 39); "La autoridad no es más que números y una suma de fuerzas materiales" (n. 60): "Está permitido negarse a obedecer a los príncipes legítimos, e incluso rebelarse contra ellos" (n. 63). León XIII, no contento con condenar, enseña una doctrina positiva contra Rousseau, a saber, la doctrina aristotélica y tomista ya mencionada. Así, la encíclica "Immortale Dei", de noviembre de 1885, lee:
- ”El instinto natural del hombre lo mueve a vivir en la sociedad civil; pues, si vive aislado, no puede proporcionarse los requisitos necesarios de la vida, ni obtener los medios para desarrollar sus facultades. Por lo tanto, está divinamente ordenado que nazca en la sociedad y en compañía de los hombres, tanto domésticos como civiles. Solo la sociedad civil puede garantizar la autosuficiencia perfecta de la vida (un término aristotélico). Pero dado que ninguna sociedad puede mantenerse unida a menos que haya alguien sobre todos, impulsando a los individuos de manera eficaz y armoniosa a un propósito común, una autoridad gobernante se convierte en una necesidad para cada comunidad civil de hombres; y esta autoridad, no menos que la sociedad misma, es natural y, por lo tanto, tiene a Dios como su autor. Por lo tanto, se deduce que el poder público de sí mismo no puede ser otro que de Dios.”
En la teoría de Hobbes y Rousseau la autoridad es el resultado del contrato, no entre personas y príncipes, sino de cada hombre con cada otro hombre para renunciar a la soledad y sus derechos y vivir en la sociedad civil. Rousseau es insistente al pronunciar que entre las personas y el príncipe no puede haber contrato, sino que el príncipe es un inquilino a voluntad, que puede ser expulsado, con o sin razón, cualquier día que el pueblo soberano se reúna para votar sobre él. Pero hay otra teoría del contrato, siglos más antigua que Hobbes, una teoría muy apreciada por Locke y los liberales (“whigs”) ingleses, quienes encontraron en ella la justificación de la expulsión de Jacobo II en 1688. En esta teoría se dice que el contrato se encuentra entre el pueblo y su gobernante, a quien hay que obedecer siempre que cumpla ciertas condiciones, conocidas como “la constitución”. Si viola la constitución, pierde su autoridad y la gente puede echarlo. Así, el gobernante y el súbdito son dos "partes contratantes altas”. El gobernante no tiene superioridad de estatus, sino solo de contrato.
En esto hay que observar, en primer lugar, que tal contrato descansa no en la naturaleza de las cosas, y por lo tanto no se ha de dar por sentado; pero en cada caso particular debe estar disponible la evidencia de que el contrato se ha hecho en esos términos como un hecho histórico. En segundo lugar, esto contrato afirmado trabaja bajo el inconveniente que Job declaró desde antiguo: "...en juicio. No hay entre nosotros árbitro que ponga su mano entre los dos" (Job 9,32-33). El contrato no se puede hacer cumplir por ley, por falta de un juez; en caso de disputa, cada parte se pronuncia a su propio favor y no es fácil que la resuelvan. El resultado es la guerra civil, como entre Carlos I y su Parlamento. Pero realmente el gobernante y sus súbditos no son dos "altas partes contratantes", como lo son dos naciones. La teoría es perjudicial para la unidad del Estado y apoya la revolución. La teoría se planteó para responder a esta delicada pregunta: "¿Qué se debe hacer cuando el gobierno abusa de su autoridad?" Sobre lo cual vea "Filosofía Moral" (Serie Stonyhurst), 338-343.
Bibliografía: NEWMAN, Aristotle, Politics, (Clarendon Press, Oxford; también hay una traducción por Weldon) I; SANTO TOMÁS, De Regimine Principum, I; LEÓN XIII, Encíclicas: Latín, cinco volúmenes (Tournai); English, The Pope and the People, Select Letters on Social Questions (Nueva York); SUÁREZ, Defensio Fidei, III, I, II, III; R. W. y A. T. CARLYLE, Medieval Political Theory in the West (Londres); GIERKE, Political Theories of the Middle Age, tr. by Maitland (Cambridge); RICKABY, Political and Moral Essays, The Origin and Extent of Civil Authority; HOBBES, Leviathan (Cambridge University Press); ROUSSEAU, Le contrat social (Londres); LOCKE, Of Civil Government; GREEN, Principles of Political Obligation (Londres y Nueva York); BOSANQUET, Philosophical Theory of the State (Londres y Nueva York).
Fuente: Rickaby, Joseph. "Civil Authority." The Catholic Encyclopedia. Vol. 2, pp. 137-141. New York: Robert Appleton Company, 1907. 10 sept. 2019 <http://www.newadvent.org/cathen/02137c.htm>.
Traducido por Luz María Hernández Medina