Conflicto de las Investiduras
De Enciclopedia Católica
Conflicto de las investiduras (alemán Investiturstreit) es el terminus technicus para el gran conflicto entre los Papas y los reyes alemanes Enrique IV y Enrique V durante el período 1075-1122. La prohibición de la investidura fue solamente la ocasión de este conflicto; pero el verdadero punto en disputa, al menos en los momentos más álgidos, fue si el poder papal o el imperial habría de dominar en la cristiandad.
El poderoso y ardiente Papa Gregorio VII (1073-85) buscaba con todas sus fuerzas realizar el Reino de Dios en la tierra bajo la guía del papado. Como sucesor de los Apóstoles de Cristo reclamaba la suprema autoridad tanto en los asuntos espirituales como seculares. Bajo ese noble idealismo, parecería que el sucesor de Pedro nunca actuaría de otra forma que de acuerdo con los dictados de la justicia, la bondad y la verdad. Imbuido de este espíritu, reclamó para el papado la supremacía sobre el emperador, reyes y príncipes. Pero durante la Edad Media siempre había existido rivalidad entre el emperador y los Papas, representantes gemelos, por así decirlo, de la autoridad. Enrique III, padre del joven rey, había sometido completamente al papado, situación que Gregorio ahora trata de revertir aplastando el poder imperial y colocando en su lugar al papado; por lo tanto, se volvió inevitable una larga y encarnizada lucha.
Al principio comenzó por la prohibición de las investiduras a propósito de las reformas eclesiásticas puestas en marcha por Gregorio. En 1074 había renovado bajo penas severas la prohibición de la simonía y el matrimonio del clero, pero encontró mucha oposición de parte de los obispos y sacerdotes alemanes. Para asegurar la influencia necesaria en el nombramiento de los obispos, dejar de lado las pretensiones laicas a la administración de la propiedad de la Iglesia, y así romper la oposición del clero, en el Sínodo de Cuaresma (Romano) de 1075 Gregorio le retiró "al rey el derecho de disponer de los obispados en el futuro, y relevó a todos los laicos de la investidura de iglesias". Ya para el Sínodo de Reims (1049) se había promulgado legislación anti investidura, pero nunca se había forzado su cumplimento.
En ese período investidura significaba que al morir un obispo o un abad, el rey solía elegir al sucesor y concederle el anillo y báculo con estas palabras: Accipe ecclesiam (recibe esta iglesia). Enrique III acostumbraba a considerar la idoneidad eclesiástica del candidato; Enrique IV, por otro lado, declaró en 1073: “Hemos vendido las iglesias”. Desde Otón el Grande (936-72) los obispos habían sido príncipes del imperio, se habían asegurado muchos privilegios y se habían convertido en gran medida en señores feudales sobre grandes distritos del territorio imperial. El control de estas grandes unidades de poder económico y militar era para el rey una cuestión de importancia capital porque afectaba a los fundamentos e incluso la existencia misma de la autoridad imperial; en esos tiempos los hombres aún no distinguían entre la concesión del oficio episcopal y la concesión de sus temporalidades (regalia). Con esta mentalidad, Enrique IV mantuvo que le era imposible reconocer la prohibición papal de la investidura. Debemos tener en cuenta que en dichas circunstancias había una cierta justificación para ambas partes: el objetivo del Papa era salvar a la Iglesia de los peligros que surgían por la influencia indebida de los laicos, especialmente del rey, en los asuntos estrictamente eclesiásticos; el rey, por su parte, consideraba que estaba luchado por los medios indispensables para el gobierno civil, aparte del cual en ese período su suprema autoridad inconcebible.
Enrique hizo caso omiso de la prohibición de Gregorio, así como de su intento para mitigarla, y continuó nombrando obispos en Alemania e Italia. A finales de diciembre de 1075 Gregorio le dio un ultimátum: se requería al rey que observara el decreto papal, basado en las leyes y enseñanzas de los Padres; de lo contrario en el próximo sínodo cuaresmal sería no sólo “excomulgado hasta dar la satisfacción apropiada, sino también privado de su reino sin esperanza de recuperarlo”. Le añadió una dura reprobación a su libertinaje. Si el Papa había dado rienda suelta a sus sentimientos, el rey le dio aún más libre ventilación a su ira. En la Dieta de Worms (enero 1076) veintiséis obispos depusieron a Gregorio, luego de calumniarle atrozmente, basándose en que su elevación había sido irregular y por consiguiente nunca había sido Papa. Así pues, Enrique dirigió una carta a “Hildebrando, que ya no es Papa sino un falso monje”: — “Yo, Enrique, rey por la gracia de Dios, con todos mis obispos, te digo a ti: ´Desciende, desciende, por siempre maldito´”. Si el rey llegó a creer que tal deposición, que era incapaz de hacer cumplir, iba a tener efecto alguno, debió estar muy ciego.
En el siguiente sínodo cuaresmal en Roma (1076) Gregorio juzgó a Enrique, y en una oración a Pedro, príncipe de los Apóstoles, declaró: ”Yo le depongo del gobierno de todo el reino de Alemania e Italia, libero a todos los cristianos de su juramento de fidelidad, y prohíbo que sea obedecido como rey... y le ato con los grilletes del anatema”. De nada sirvió que el rey contestase a anatema con anatema. Sus enemigos domésticos, los sajones y los príncipes laicos del imperio, aceptaron la causa del Papa mientras que sus obispos estaban divididos en su lealtad, y la mayoría de su pueblo le abandonó. En esa época se era aún profundamente consciente de que no podía haber Iglesia cristiana sin comunión con Roma. Los que apoyaban al rey iban disminuyendo; en octubre, una dieta de los príncipes en Tribur obligó a Enrique a disculparse humildemente con el Papa, a prometer obediencia y reparación en el futuro y a abstenerse de todo gobierno, puesto que estaba excomulgado. Además decretaron que si en un año y un día no se levantaba la excomunión, Enrique perdería su corona. Finalmente resolvieron que el Papa debía ser invitado a visitar Alemania en la primavera siguiente para solucionar los conflictos entre el rey y los príncipes. Regocijado por su triunfo, Gregorio se puso en marcha inmediatamente hacia el norte.
Para asombro general Enrique propuso presentarse ante el Papa como penitente para obtener su perdón. Cruzó el monte Cenis en pleno invierno y llegó pronto al castillo de Canosa, a donde Gregorio se había retirado al saber que el rey se acercaba. Enrique pasó tres días a la entrada de la fortaleza, descalzo y vestido de penitente, aunque, por supuesto, es una exageración romántica que realmente estuviera todo el tiempo sobre la nieve y el hielo. Finalmente fue admitido a la presencia papal, juró reconocer la mediación y decisión papal en la lucha con los príncipes y fue entonces liberado de la excomunión (enero 1077).
Este famoso evento ha sido contado infinidad de veces y desde puntos de vista divergentes. Para Bismark, Canosa se convirtió en un término proverbial para indicar la humillación del poder civil ante una Iglesia ambiciosa y dominante. Por otro lado, recientemente no pocos han visto en ello un glorioso triunfo para Enrique. Cuando los hechos se ponderan cuidadosamente, se verá que en su capacidad sacerdotal el Papa cedió a disgusto e involuntariamente mientas que por otra parte, el éxito político de su concesión fue nulo. Enrique tenía ahora la ventaja, puesto que liberado de la excomunión, era libre de actuar. Sin embargo, al comparar el poder que treinta años antes había ejercido Enrique III sobre el papado, podemos aún estar de acuerdo con los historiadores que ven en Canosa la cima de la carrera de Gregorio VII.
Los partidarios alemanes del Papa ignoraron la reconciliación y en marzo de 1077 procedieron a elegir un nuevo rey, Rodolfo de Rheinfelden. Esta fue la señal para la guerra civil, durante la cual Gregorio intentó actuar como árbitro entre los reyes rivales y como jefe supremo que concede la coronación. Mediante una diplomacia ingeniosa Enrique pospuso hasta 1080 toda acción decisiva. Considerando su posición suficientemente segura, exigió que el Papa excomulgase a su rival porque de lo contrario pondría un antipapa. Gregorio respondió excomulgando y deponiendo a Enrique por segunda vez, en el sínodo cuaresmal de 1080. Al mismo tiempo se declaraba que el clero y el pueblo debían ignorar toda interferencia civil y toda reclamación civil de propiedades eclesiásticas y debían elegir canónicamente a todos los candidatos a oficios eclesiásticos.
El efecto de esta segunda excomunión fue insignificante. Durante los años anteriores el rey había reunido un partido fuerte: los obispos preferían depender del rey antes que del Papa; además se pensaba que la segunda excomunión era injustificada. El partido de Gregorio quedó así muy debilitado. En el sínodo de Brixen (junio 1080), los obispos del rey escucharon cargos ridículos y exageraciones, y depusieron al Papa, le excomulgaron y eligieron al antipapa Guiberto, arzobispo de Rávena, que por otra parte era un hombre instruido e intachable. Gregorio había confiado en el apoyo de los normandos del sur de Italia y en los enemigos alemanes del rey, pero los primeros le enviaron su ayuda. Así cuando en octubre de 1080 su rival al trono murió en una batalla, Enrique volvió sus pensamientos a la capital papal. Desde 1081 a 1084 asaltó a Roma cuatro veces, en 1083 capturó la Ciudad Leonina, y en 1084, luego de un intento infructuoso de llegar a un compromiso, tomó posesión de toda la ciudad.
Un sínodo confirmó la deposición de Gregorio y la elección de Guiberto, que ahora se hizo llamar Clemente III; en marzo de 1084 Enrique fue coronado emperador por su antipapa. Los normandos llegaron demasiado tarde para impedir estos acontecimientos, y además se entregaron al pillaje de la ciudad de forma tan terrible que Gregorio perdió la confianza de los romanos y se vio obligado a retirarse hacia el sur con sus aliados normandos. Había sufrido una derrota completa y murió en Salerno (25 mayo 1085) tras otra inefectiva renovación de la excomunión contra sus oponentes. Aunque murió decepcionado y fracasado había hecho el trabajo indispensable del pionero y puso en movimiento fuerzas y principios que dominarían en las siguientes centurias.
Ahora surgió mucha confusión en ambos bandos. En 1081 fue elegido un nuevo rival a la corona, el insignificante conde Herman de Salm, pero murió en 1088. La mayoría de los obispos se mantuvieron con el rey y fueron excomulgados; el partido de Gregorio sólo dominaba en Sajonia. Muchas diócesis tenían dos ocupantes. Ambas partes llamaban a sus oponentes perjuros y traidores y ninguno discriminó muy bien al escoger el uso de armas. Las negociaciones no tuvieron éxito, mientras que el sínodo de los gregorianos en Quedlinburg (abril 1085) no mostró inclinación a modificar los principios que representaban. Por lo tanto, el rey entonces decidió eliminar a sus rivales con la fuerza. En el concilio de Maguncia (abril 1085) quince obispos gregorianos fueron depuestos y sus sedes fueron entregadas a partidarios del rey.
Una rebelión de los sajones y los bávaros obligó a los obispos del rey a huir, pero la muerte de los más eminentes y la inclinación general a buscar la paz, llevo a una tregua; de modo que en 1090 el imperio entró en un intervalo de paz, muy diferente, sin embargo, de lo que Enrique había deseado. Los obispos gregorianos reconocieron al rey, que en consecuencia retiró su apoyo a los que él mismo había nombrado. Pero la tregua era solamente política; en asuntos eclesiásticas, la oposición continuo cabal y no se podía ni pensar que el antipapa habría de ser reconocido. De hecho la tranquilidad política sirvió sólo para manifestar de forma más definitiva la antítesis sin esperanza de solución entre el clero gregorianos y los alineados con el rey.
Existen numerosos y polémicos tratados contemporáneos que nos permiten seguir la guerra de opiniones después de 1080 (del período anterior existen pocos documentos de este tipo). Estos escritos, en general cortos e implacables, se difundieron ampliamente, se leían en público y en privado y se distribuían en los días de mercados y de tribunales. Ahora están recopilados como "Libelli de lite imperatorum et pontificum", y se pueden encontrar en “Monumenta Germaniæ historica". Es natural que los principios defendidos en estos escritos se opongan diametralmente entre sí. Los escritores del partido de Gregorio mantienen que es necesaria una obediencia incondicional al Papa y que aunque fuera injusta, su excomunión es válida. Por otro lado, los escritores del rey declaran que su amo está por encima de la responsabilidad por sus acciones, pues es el representante de Dios en la tierra, y como tal señor supremo del Papa.
En el lado papal sobresalían el inflexible sajón Bernardo, que no quería hablar de avenencias y que prefería la muerte antes que la violación de los cánones; el suabo Bernoldo de St. Blasien, autor de números pero poco importantes cartas y memoriales, y el rudo, fanático Manegold de Lautenbach, para quien la obediencia al Papa era el deber supremo de toda la humanidad, y quien afirmaba que el pueblo debía deponer a un mal gobernante tan lícitamente como uno podría despedir a un criador de cerdos que hubiese fallado en proteger a la piara confiada a su cuidado.
En el lado del rey estaban Wenrich de Tréveris, de hablar pausado pero resuelto, Wido de Osnabrück, un escritor sólido, después obispo, cuyo corazón estaba empeñado en conseguir la paz entre el Papa y el emperador, pero que se opuso a Gregorio por haber excomulgado ilegalmente al rey y por inducir a los feudatarios de éste a romper su juramento de fidelidad. También al lado del rey estaba un monje de Hersfeld, de otro modo desconocido, que revela una comprensión clara del verdadero asunto en su panfleto “De unitate ecclesiæ”, donde señala el asunto de la supremacía es la verdadera fuente del conflicto. La monarquía, dice, viene directamente de Dios y por consiguiente, el rey solo es responsable ante Él. Por otra parte la Iglesia es la totalidad de los fieles unidos en una sociedad por el espíritu de paz y amor. La iglesia, continúa, no está llamada a ejercer autoridad temporal; sólo empuña la espada espiritual, es decir, la palabra de Dios. En esto el monje fue más allá de su época.
En Italia los partidarios de Gregorio superaban intelectualmente a sus oponentes. Entre sus filas estaba Bonizo de Sutri, historiador papal, un valioso escritor en las décadas precedentes al conflicto, naturalmente desde el punto de vista del pontífice y sus seguidores. A petición del Papa, Anselmo, obispo de Lucca y el Cardenal Deusdedit compilaron colecciones de cánones de donde más tarde las ideas de Gregorio obtuvieron apoyo substancial.
Al partido real pertenecían el vacilante cardenal Beno, enemigo personal de Gregorio y autor de escandalosos panfletos contra el Papa; también el mendaz Benzo, obispo de Alba, para el que, como para la mayoría de los cortesanos, el rey sólo respondía ante Dios, mientras que el Papa era vasallo del rey. Guido de Ferrara mantuvo opiniones más moderadas e intentó convencer a los gregorianos moderados de que adoptaran una política de compromiso. Pedro Craso, el único laico mezclado en la controversia, representaba la joven ciencia de la jurisprudencia y defendía con tesón la autonomía del Estado, y afirmaba que, puesto que la autoridad soberana procedía de Dios, era un crimen guerrear contra el rey. Reclamó para el rey todos los derechos de los emperadores romanos y por consiguiente el derecho a juzgar al Papa.
En 1086 Gregorio fue sucedido por Víctor III, que era de carácter más suave, no tenía deseos de competir por la autoridad suprema y se retiró a la posición de que toda la lucha era simplemente una cuestión de administración eclesiástica. Murió en 1087 y la contienda entró a un nuevo período con Urbano II (1088-99). Compartía plenamente todas las ideas de Gregorio, pero se esforzó por conciliar al rey y su partido y facilitar su regreso a las opiniones del partido eclesiástico. Enrique quizás habría podido llegar a algún arreglo con Víctor si hubiera querido dejar a un lado al antipapa, pero se aferró estrechamente al hombre del que recibió la corona imperial. De este modo, pronto estalló la guerra, durante la cual la causa del rey sufrió un declive. Los obispos del antipapa le fueron abandonando gradualmente en respuesta a las ventajosas ofertas de reconciliación de Urbano; la autoridad real desapareció en Italia y Enrique sufrió una humillación adicional con la deserción de su hijo Conrado y de su segunda mujer. Por otro lado, el nuevo movimiento de las Cruzadas reunió a muchos en ayuda del papado.
En 1094 y 1095 Urbano renovó la excomunión a Enrique y a Guiberto y sus seguidores. Cuando el Papa murió (1099), seguido por el antipapa (1100), el papado había conseguido una victoria total en lo concerniente a los asuntos eclesiásticos. Los siguientes antipapas del partido de Guiberto en Italia no tuvieron importancia alguna. Urbano fue sucedido por un gobernante menos capaz, Pascual II (1099-1118), a quien Enrique se inclinó a reconocer al principio.
Mientras tanto, el horizonte político comenzó a parecer más favorable para el rey que ahora era reconocido universalmente en Alemania. En adición a la paz eclesiástica, deseaba conseguir la remoción de la excomunión y manifestó públicamente su intención de peregrinar al Santo Sepulcro. Sin embargo, esto no satisfizo al Papa, que exigió la renuncia al derecho de investidura que Enrique aún reclamaba obstinadamente. En 1102 Pascual renovó el anatema contra el emperador. La revuelta de su hijo (Enrique V) y su alianza con los príncipes insatisfechos con la política imperial, desató la crisis y trajo muchos sufrimientos a un maltratado emperador, ahora burlado y vencido ignominiosamente por su hijo. La muerte de Enrique IV en 1106 hizo innecesaria una batalla final y decisiva. El defendió incansablemente los derechos heredados en el oficio real y nunca sacrificó ninguno de ellos.
Desde el principio Enrique V había disfrutado del apoyo del Papa, que lo había librado de la excomunión y le había liberado del juramento de fidelidad a su padre. Durante y después del sínodo de Pentecostés de Nordhausen (1105) el rey disipó los últimos remanentes del cisma mediante la deposición de los ocupantes imperiales de sedes episcopales. Sin embargo, las cuestiones que constituían la raíz de todo el conflicto aún no estaban resueltas, y el tiempo demostró enseguida que en el asunto de las investiduras, Enrique era un verdadero heredero de la política de su padre. Frío, calculador y ambicioso, el nuevo monarca no tenía intención de retirar las pretensiones reales a este respecto. A pesar de repetidas prohibiciones (en Guastalla en 1106 y en Troyes en 1107) continuó invistiendo con ostentación a obispos de su elección. El clero alemán no protestó, y de este modo hizo evidente que su anterior negativa de obediencia al emperador surgió del hecho de su excomunión, no por resentimiento a su intervención en los asuntos eclesiásticos. En 1108 se pronunció la excomunión sobre el dador y el receptor (dans et accipiens) de la investidura, y eso afectaba al rey mismo.
Como Enrique ahora había puesto su corazón en ser coronado emperador, esta decisión precipitó la lucha final. En 1111 el rey marchó sobre Roma con un gran ejército. Deseando evitar otro conflicto, Pascual intentó una solución radical para este asunto: decidió que el clero alemán debía devolver al emperador todos los territorios y privilegios y se mantendría con diezmos y limosnas; bajo estas circunstancias la monarquía, que estaba interesada solo en el señorío de esos dominios, podría fácilmente dejar de investir al clero. En este entendimiento se firmó en Sutri la paz entre el Papa y el rey. Pascual, que había sido monje antes de su elección, sin duda ejecutó de buena fe la renuncia al poder secular de la Iglesia. Era solo un paso corto hacia la idea de que la Iglesia era una institución espiritual, y como tal no preocupada por los asuntos terrenales.
Sin embargo, el rey no pudo haber dudado ni por un momento que la renuncia papal se enfrentaría a la oposición de los príncipes tanto eclesiásticos como seculares. Enrique V era ruin y engañoso y trató de tender una trampa al Papa. Luego que el rey hubo renunciado a sus reclamos sobre la investidura, el Papa promulgó (12 febrero 1112) en San Pedro, la devolución a la corona de todos los bienes temporales, pero a partir de eso se levantó (como Enrique había previsto) tal tormenta de oposición entre los príncipes alemanes que se vio forzado a reconocer la inutilidad de su intento de solución. El rey entonces reclamó que se reinstaurara el derecho de investidura y que se le coronara como emperador; dado que el Papa se negó, lo secuestró a traición junto con trece cardenales y los sacó de la enfurecida ciudad. Para recuperar su libertad, tras dos meses de prisión, Pascual fue obligado a acceder a las demandas de Enrique. Concedió al rey una investidura incondicional como privilegio imperial, le coronó como emperador, y prometió bajo juramento no excomulgarle por lo que había sucedido.
Enrique había asegurado así por la fuerza un éxito notable, pero esa situación no podía durar. Los miembros más ardientes del partido gregoriano rechazaron al Papa “hereje” y le obligaron a retractarse paso por paso de la posición a la que había sido forzado. El Concilio de Letrán de 1112 renovó los decretos de Gregorio y Urbano contra la investidura. Pascual no quería retirar su promesa directamente, pero el concilio de Viena, tras declarar que el privilegium imperial ( privilegio, por derivación ley privada) era un pravilegium (ley viciada) y como tal nulo e inválido, también excomulgó al emperador. Sin embargo, el Papa no rompió completamente la relación con Enrique, para el que la contienda comenzaba a tener aspectos amenazadores, puesto que, como había sucedido previamente en tiempos de su padre, las dificultades planteadas por la oposición eclesiástica se agravaron por la rebelión de los príncipes.
El emperador se ganó enemigos por todas partes debido a su desconsiderado egoísmo y su personalidad mezquina y odiosa. Hasta sus obispos se le oponían ahora, al verse amenazados por él y al creer que solo estaba interesado en el dominio exclusivo. Los legados papales reiteraron la excomunión al emperador en Beauvais (1114), Reims (1116), Colonia, Goslar y una segunda vez en Colonia. Los obispos imperiales irresolutos que rehusaron unirse al partido papal fueron expulsados de sus sedes. Las fuerzas del emperador fueron derrotadas simultáneamente en el Rin y en Sajonia. En 1116 Enrique intentó entrar en negociaciones con el Papa en Italia, pero no se llegó a ningún acuerdo, ya que en esta ocasión Pascual se negó a entrevistarse con el emperador.
Después de la muerte de Pascual (1118) ni siquiera su tolerante sucesor Gelasio II (1118-19) pudo evitar que la situación se complicara más. Luego de haber exigido el reconocimiento del privilegio de 1111 y luego de que Gelasio lo refiriese a un concilio general, Enrique hizo un intento desesperado de revivir el universalmente detestado cisma mediante el nombramiento de un antipapa, bajo el nombre de Gregorio VIII, Burdino, arzobispo de Braga (Portugal), y en consecuencia fue excomulgado por el Papa.
En 1119 Gelasio fue sucedido por Guido de Vienne, Calixto II (1119-24); ya había excomulgado al emperador en 1112, por lo tanto, la reconciliación parecía más remota que nunca. Sin embargo, Calixto consideraba la paz de la Iglesia como de primordial importancia y dado que el emperador, ya en mejores términos con los príncipes alemanes, estaba asimismo deseoso por conseguir la paz, comenzaron las negociaciones. La base del compromiso consistía en la distinción entre los elementos eclesiásticos y los seculares en el nombramiento de los obispos. Esta forma de arreglo ya se había discutido en Italia y Francia, por ejemplo por Ivo de Chartres ya en 1099. La concesión del oficio eclesiástico se distinguía claramente de la investidura con dominios imperiales. Como símbolos de la instalación eclesiástica se sugirieron el anillo y el báculo; el cetro serviría como símbolo de la investidura con las temporalidades de la sede.
El orden cronológico de las formalidades causó nuevas dificultades: el lado imperial exigió que la investidura con las temporalidades precediera a la consagración, mientras que los representantes papales naturalmente reclamaron que la consagración precediera a la investidura. Si la investidura ocurría primero, el emperador podía impedir la consagración al negarse a conceder las temporalidades; en el otro caso, la investidura sería solo una confirmación del nombramiento. En 1119 se acordaron los artículos de la paz en Mouzon y habrían de ser ratificados por el Sínodo de Reims. Sin embargo, las negociaciones se rompieron en el último momento y el Papa renovó la excomunión del emperador. Pero los príncipes alemanes lograron reiniciar los procedimientos, y finalmente se acordó la paz entre los legados del Papa, el emperador y los príncipes el 23 de septiembre de 1122. Esta paz es conocida generalmente como Concordato de Worms o el "Pactum Calixtinum".
En el documento de paz, Enrique cede “a Dios y sus santos Apóstoles Pedro y Pablo y a la Santa Iglesia Católica todas las investiduras con anillo y báculo, y permite en todas las iglesias de su reino e imperio la elección eclesiástica y la libre consagración”. Por otra parte, el Papa concede “a su amado hijo Enrique, por la gracia de Dios emperador romano, que la elección de obispos y abades en el Imperio Alemán mientras pertenezcan al reino de Alemania, tendrán lugar en su presencia, sin simonía o empleo de la fuerza. Si surgiera alguna discordia entre las partes, el emperador, después de oír el consejo y veredicto de los metropolitanos y otros obispos de la provincia, dará su aprobación y apoyo a la parte mejor. El candidato elegido recibirá de él las temporalidades (regalia) con el cetro, y desempeñará todas las obligaciones que conlleva tal recepción. En otras partes del imperio, el candidato consagrado recibirá dentro de seis meses las regalia por medio del cetro y cumplirá con respecto a él las obligaciones implícitas en esa ceremonia. Se exceptúa de estos acuerdos todo lo que pertenece a la Iglesia Romana” (es decir, los Estados Papales).
Las diferentes partes del imperio eran pues tratadas de manera diferente; en Alemania la investidura precedería a la consagración, mientras que en Italia y Borgoña seguía a la consagración y debía ser dentro de los seis meses siguientes. Se privó al rey de su poder irrestricto en el nombramiento de obispos, pero la Iglesia tampoco logró asegurar la completa exclusión de influencias extrañas en las elecciones canónicas. El Concordato de Worms fue un compromiso en el que cada parte hizo concesiones. Era importante para el rey que se tolerara su presencia en la elección (praesentia regis), lo que le daba una posible influencia sobre los electores y la investidura previa a la consagración, ya que así la elección de un mal candidato se hacía difícil y hasta imposible. El partido eclesiástico extremo, que condenaba las investiduras y la influencia secular en las elecciones, quedaron insatisfechos con aquellas concesiones desde el primer momento y hubieran estado encantados si Calixto se hubiese negado a firmar el Concordato.
Para apreciar el significado de este acuerdo queda por ver si pretendía ser una tregua temporal o una paz duradera. Muy bien pueden haber surgido (y de hecho ha habido) dudas sobre este asunto, dado que formalmente el documento se redactó solo para Enrique V. Pero un detenido examen de nuestras fuentes de información y de documentos contemporáneos ha mostrado que es erróneo mantener que el Concordato gozó solamente de reconocimiento pasajero y fue de menor importancia. El pacto fue considerado una ley fundamental duradera no sólo por las partes contratantes sino por sus contemporáneos. El Concilio Ecuménico de Letrán (1123) lo reconoció solemnemente no sólo como un estatuto imperial sino como ley de la Iglesia. También sabemos por Gerhoh de Reichersberg, que estaba presente en el concilio, que en adición al documento imperial, que se cree fue el único leído, también se leyó y sancionó el del [Papa]]. Dado que Gerhoh era uno de los principales opositores al Concordato, no se puede poner en duda su evidencia a favor de una verdad desagradable. Ninguna de las partes intentaba, por supuesto, que el acuerdo tuviese un poder vinculante perpetuo —y el Concordato estaba muy lejos de asegurar ese reconocimiento continuado, puesto que revela a lo sumo la ansiedad de la Iglesia por la paz, bajo la presión de ciertas circunstancias. Las provisiones fueron modificadas por un nuevo acto legislativo.
Bajo el rey Lotario (1125-37) y al comienzo del reinado de Conrado III (1138-52) el Concordato aún no había sido cuestionado y se cumplía en su totalidad. En 1139, sin embargo, Inocencio II, en el vigésimo octavo canon del concilio de Roma, limitó el privilegio de elegir al obispo al capítulo catedralicio y a los representantes del clero regular y no hizo mención de participación de laicos en la elección. El partido eclesiástico asumió que esta provisión anulaba la participación del rey en la elección y su derecho a decidir en el caso de empate en el voto de los electores. Si su opinión era correcta la Iglesia sola se había retirado del pacto en este punto, y los reyes no necesitaban tener conocimiento del hecho, pero en verdad estos retuvieron su derecho a este respecto, aunque lo utilizaran rara vez y a menudo lo abandonaron. Tuvieron amplia oportunidad de hacer sentir su influencia de otros modos.
Federico I (1152-90) de nuevo fue amo absoluto de la Iglesia en Alemania, y generalmente pudo asegurar la elección del candidato que favorecía. En caso de desacuerdo, tomaba una posición audaz y exigía el reconocimiento de su candidato. Inocencio III (1198-1216) fue el primero que logró introducir la elección libre y canónica en la Iglesia alemana. La investidura real luego de su época fue una supervivencia vacía, una ceremonia sin significado.
Tal fue el curso y la consecuencia del conflicto de las investiduras en el Imperio Alemán. En Inglaterra y Francia la lucha nunca adquirió las mismas proporciones ni el mismo encarnizamiento. Esto se debió a la importancia del Imperio Germánico y al poder imperial que tuvieron para soportar la peor parte de la lucha. Si ellos hubiesen sido derrotados, los demás nunca se habrían podido entrar a la contienda contra la Iglesia.
El conflicto en Inglaterra:
En Inglaterra el conflicto es parte de la historia de Anselmo de Canterbury. Como primado de Inglaterra (1093-1109), luchó casi solo por el derecho canónico contra la nobleza y el clero. Guillermo el Conquistador (1066-87) se había constituido a sí mismo como señor y soberano de la Iglesia en Inglaterra; ratificaba las decisiones de los sínodos, nombraba obispos y abades, decidía hasta donde se debía reconocer al Papa y prohibía cualquier relación sin su permiso. Por lo tanto, la Iglesia de Inglaterra era prácticamente una iglesia nacional, a pesar de su dependencia nominal de Roma. La lucha de Anselmo con Guillermo II (1087-1100) trataba de otros asuntos, pero durante su estancia en Francia e Italia él fue uno de los defensores de la reforma eclesiástica, y a su regreso, cuando se le requirió que prestara el juramento de fidelidad al nuevo rey Enrique I (1100-35) y recibiera el episcopado de sus manos, rehusó hacerlo. Esto llevó al estallido de la lucha por las investiduras.
El rey envió varias embajadas al Papa para defender su derecho a la investidura, aunque sin éxito. En sus respuestas al rey y en sus cartas a Anselmo, Pascual prohibió estrictamente tanto el juramento de fidelidad como todas las investiduras por parte de laicos. Enrique entonces prohibió a Anselmo, que estaba de visita en Roma, que volviera a Inglaterra y confiscó sus ingresos; tras lo cual (1105) el Papa excomulgó a los consejeros del rey y a todos los prelados que habían recibido la investidura de sus manos. Sin embargo, en ese mismo año se llegó a un acuerdo que fue ratificado por el Papa en 1106 y por el parlamento de Londres en 1107. Según este concordato el rey renunciaba a su derechos a la investidura, pero debían seguir pronunciando el juramente de fidelidad. Sin embargo, en el nombramiento de los más altos dignatarios de la Iglesia el rey retenía aún retenía la mayor influencia. La elección se realizaba en el palacio real, y cada vez que se proponía a un candidato desagradable al rey, este simplemente proponía otro, que era entonces elegido siempre. El candidato electo entonces prestaba el juramento de fidelidad, que siempre precedía a la consagración. El único objeto obtenido fue la separación del oficio eclesiástico de la concesión de las temporalidades, un logro de no demasiada importancia.
El conflicto en Francia:
En Francia el asunto de la investidura no fue de tal importancia para el Estado como para producir episodios violentos. Los obispos no tenían tanto poder ni tan extensos dominios como en Alemania. Solo cierto número de obispos y abades eran investidos por el rey, mientras que muchos otros eran nombrados e investidos por los nobles del reino, los condes y los duques (es decir, por los llamados obispados mediatos). A menudo se trataba con los obispados de manera arbitraria, con frecuencia se vendían, se entregaban como regalos y se concedían a familiares.
Después de la reconciliación entre el Papa y el rey en 1104, los reyes renunciaron tácitamente al derecho de nombramiento y la elección libre se convirtió en la regla establecida. El rey retuvo, sin embargo, el derecho de ratificación y exigió, en general tras la consagración, el juramento de fidelidad del candidato antes de que comenzase a utilizar las temporalidades. Tras unos conflictos menores estas condiciones se extendieron a los otros obispados mediatos. En algunos casos como en Gascuña y Aquitania, el obispo entraba a la posesión inmediata de las temporalidades en la ratificación de su elección. Fue en Francia, por lo tanto, donde se cumplieron más plenamente los requisitos de la Iglesia.
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Fuente: Löffler, Klemens. "Conflict of Investitures." The Catholic Encyclopedia. Vol. 8, págs. 84-89. New York: Robert Appleton Company, 1910. 29 agosto 2020 <http://www.newadvent.org/cathen/08084c.htm>.
Traducido por Pedro Royo. lmhm