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Domingo, 24 de noviembre de 2024

Diferencia entre revisiones de «Vida Religiosa»

De Enciclopedia Católica

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(Exposición de la Vida Religiosa)
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Los [[herejía |herejes]] de finales del siglo XII y principios del siglo XIII reprochaban a los [[clérigo]]s su [[amor]] por las [[Uso de la Riqueza |riquezas]] y la laxitud de sus vidas; [[Santo Domingo de Guzmán |San Domingo]] y [[San Francisco de Asís |San Francisco]] ofrecieron, por el contrario, el espectáculo edificante de ser religiosos fervorosos, que prohibían a sus seguidores la posesión de riquezas o ingresos, incluso en común.  Las [[Frailes Mendicantes |órdenes mendicantes]] están marcadas por dos características: la [[pobreza]], practicada en común, y la vida mixta, es decir, la unión de la [[contemplación]] con la obra del ministerio sagrado.  Además, las órdenes mendicantes presentan la apariencia de un ejército [[religión |religioso]], cuyos soldados son movidos por sus superiores, sin estar vinculados a ningún [[monasterio]] en particular, y reconocen una [[jerarquía]] de superiores locales, provinciales y generales.  El orden, o al menos la provincia, ocupa el lugar del monasterio. 
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Se pueden observar otros puntos importantes: las [[Frailes Mendicantes |órdenes mendicantes]] se fundan solamente por el favor de una [[aprobación]] expresa del [[Papa |Soberano Pontífice]], que aprueba sus reglas o constituciones. Adoptan la forma de [[votos]] que se refiere explícitamente a la [[pobreza]], la [[castidad]] y la [[obediencia]], ocasionada por la famosa disputa en la [[Orden Franciscana]].  Esta fue fundada en 1209 por [[San Francisco de Asís |San Francisco]]; ahora están divididos en tres órdenes reconocidas como realmente pertenecientes al rebaño común: 
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*(1) los [[Orden de Frailes Menores |Frailes Menores]], antes llamados observantes, y más recientemente Franciscanos de la Unión Leonina, que pueden ser llamados simplemente (cuando no hay posibilidad de error) Frailes Menores.
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*(2)  los [[Orden de Frailes Menores Conventuales |Frailes Menores Conventuales]] y
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*(3) los [[Frailes Menores Capuchinos]].
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Los dominicos, u [[Orden de Predicadores]], se remontan a 1215.  Desde 1245, los [[Orden Carmelita |carmelitas]], trasplantados de [[Asia]] a [[Europa]], han formado una tercera [[Frailes Mendicantes |orden mendicante]]. [[Papa Alejandro IV |Alejandro IV]] añadió una cuarta, por su [[Constituciones Papales |Constitución]] "Licet" (2 de mayo de 1256) que unió bajo el nombre de [[Vida de San Agustín de Hipona |San Agustín]] varias congregaciones de [[ermitaños]]: éstos son los [[Ermitaños de San Agustín]]. Los [[Orden de los Siervos de María |servitas]] fueron agregados en 1256 como una quinta orden mendicante, y hay otros.
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(Vea [[fraile |FRAILE]], [[Frailes Mendicantes |FRAILES MENDICANTES]]).
  
 
=='''Ordenes Religiosas'''==
 
=='''Ordenes Religiosas'''==

Revisión de 09:16 11 nov 2016

Visión General e Idea Evangélica de la Vida Religiosa

Visión General

Todos tenemos dentro de nosotros esa idea vaga y general de la vida religiosa que nos permite reconocerla cuando es descrita como una vida dirigida a la perfección personal, o una vida que busca la unión con Dios. Bajo este doble aspecto se encuentra en todas las épocas y lugares: cada alma posee una inclinación hacia el bien y una inclinación hacia Dios. Hay por todas partes almas que siguen gustosamente estas inclinaciones, y consecuentemente almas religiosas. A veces atribuyen más importancia a la tendencia a la auto-perfección, a veces a la tendencia hacia Dios; en otras palabras, a la tendencia ascética o a la tendencia mística; pero dado que Dios es el fin del hombre, las dos tendencias son tan similares que prácticamente son una sola. Si el Creador ha puesto en nuestras almas el principio de la vida religiosa, debemos esperar no sólo encontrarla, cada vez más intensa, en cada religión, sino también verla revelarse de manera similar. No debemos sorprendernos si fuera de la verdadera Iglesia hay personas dedicadas a la contemplación, a la soledad y al sacrificio; Pero no estamos obligados a concluir que nuestras prácticas cristianas derivan necesariamente de las suyas, ya que los instintos de la naturaleza humana explican suficientemente la semejanza. Tal explicación no explicaría el origen de estas prácticas: si le debemos el monacato de Pacomio a los adoradores de Serapis, ¿dónde encontraron ellos su inspiración? Tampoco la explicación daría cuenta de los resultados: ¿de dónde viene que el monacato haya cubierto no sólo el Oriente y Asia, sino también África, Europa y todo Occidente?

En nuestros días la derivación histórica de ciertos usos es algo de poca importancia; podemos admitir sin vacilación cualquier relación que se pruebe, pero no una que simplemente se asuma. Los israelitas pudieron haber tomado prestado de Egipto la práctica de la circuncisión, que era la señal de su pacto con Yahveh; y así ciertas prácticas ascéticas, incluso si hubiesen tenido un origen pagano, sin embargo, eran, según empleadas por nuestros monjes y religiosos, católicas y cristianas en sentido e inspiración. Además, no todas las doctrinas o prácticas de una religión falsa son necesariamente erróneas o reprensibles; puede haber una gran nobleza de carácter entre los monjes budistas o los derviches musulmanes, como puede haber faltas que manchan los hábitos monásticos o religiosos usados en la verdadera Iglesia.

No es necesario aquí presentar un análisis comparativo de la vida religiosa cristiana y la vida religiosa de los no cristianos, ni siquiera comparar a nuestros religiosos con los siervos de Dios en el Antiguo Testamento (Vea ANACORETAS, ASCETISMO, BUDISMO, ESENIOS, MONACATO). Pero, ¿cómo reconocer la vida religiosa de la religión verdadera y divina? No por la mortificación corporal, que puede ser superada en severidad por la de los faquires; no por los éxtasis místicos y los arrebatos, experimentados por los iniciados en los misterios griegos y orientales, y todavía se encuentran entre los monjes budistas y los derviches; ni siquiera por las líneas impecables de todos los planes de la vida religiosa católica, pues Dios, que desea el progreso incluso en su Iglesia, ha permitido comienzos ásperos, experimentos y errores individuales; pero incluso las personas que cometen estos errores poseen en la verdadera religión los principios que aseguran la corrección y la mejora gradual. Además, en su totalidad, la vida religiosa de la verdadera religión debe parecernos conforme con las leyes morales y sociales de nuestra existencia actual, así como con nuestro destino; sus intenciones deben aparecer sinceramente dirigidas hacia la santificación personal, hacia Dios y al orden divino. El árbol debe ser conocido en todas partes por sus frutos.

Ahora bien, la vida religiosa católica supera infinitamente a todos los demás sistemas ascéticos por la verdad y la belleza de la doctrina establecida en tantas reglas y tratados y por la eminente santidad de sus seguidores como los santos Antonio, Pacomio, Basilio, Agustín, Columbano, Gregorio y otros, y finalmente, especialmente en Occidente, por la maravillosa fecundidad de su trabajo en beneficio de la humanidad. Después de estas observaciones preliminares, podemos buscar confiadamente la verdadera vida religiosa en el Evangelio.

Idea Evangélica

No podemos considerar como esencial todo lo que encontramos en el pleno desarrollo de la vida religiosa, sin ignorar los hechos históricos o negándoles la atención que merecen; y debemos corregir las definiciones de los escritores escolásticos, y disminuir algunos de sus requisitos, si queremos ponernos en armonía con la historia, y no vernos obligados a asignar a los religiosos un origen posterior, que los separaría por un período demasiado largo de la primera predicación del Evangelio que profesan practicar de la manera más perfecta. Las Escrituras nos dicen que la perfección consiste en el amor de Dios y nuestro prójimo, o para hablar con mayor precisión, en una caridad que se extiende de Dios a nuestro prójimo, encontrando su motivo en Dios y la oportunidad para su ejercicio en nuestro prójimo. Nosotros decimos que "tiene su motivo en Dios", y por eso Cristo nos dice que el segundo mandamiento es semejante al primero (Mt. 22,39); "y la oportunidad para su ejercicio en nuestro prójimo", como dice San Juan: "Si alguno dice: ´amo a Dios´, y aborrece a su hermano, es mentiroso, pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve" (1 Juan 4,20). El Nuevo Testamento nos advierte sobre los obstáculos de esta caridad que surgen de un apego y deseo por las cosas creadas, y por los cuidados causados por su posesión, y, por lo tanto, además este precepto de la caridad, cuya observancia es la medida de nuestra perfección, el Nuevo Testamento nos da un consejo general para que nos desvinculemos de todo lo contrario a la caridad. Este consejo contiene ciertas instrucciones definidas, entre las más importantes son la renuncia a las riquezas, al placer carnal y a toda ambición y búsqueda de sí mismo, para adquirir un espíritu de sumisión voluntaria y devoción generosa al servicio de Dios y nuestro prójimo.

Todos los cristianos están obligados a obedecer estos preceptos, y seguir el espíritu de estos consejos; y un fervor como el de los primeros cristianos les permitirá liberarse del apego a las cosas terrenas con el fin de poner sus afectos en Dios y las cosas del cielo; mientras que el recuerdo de la brevedad de esta vida facilita el sacrificio de la riqueza y los placeres naturales. Los primeros conversos de Jerusalén actuaron sobre este principio, y vendían sus propiedades y sus bienes, y colocaban las ganancias a los pies de los apóstoles. Pero la experiencia, por la que Cristo quiso que sus fieles fueran enseñados, pronto corrigió sus errores sobre el tema del futuro del mundo, y mostró la imposibilidad práctica de una renuncia completa por parte de todos los miembros de la Iglesia. La sociedad cristiana no puede más continuar sin recursos y sin hijos que el alma pueda existir sin el cuerpo; tiene necesidad de hombres ocupados en profesiones lucrativas, así como de matrimonios cristianos y de familias cristianas.

En resumen, según los designios de Dios, que concede una diversidad de dones, también debe haber una diversidad de operaciones (1 Cor. 12,4.6). Toda clase de carrera debe ser representada en la Iglesia, y una de éstas debe incluir a aquellos que hacen profesión de la práctica de los consejos evangélicos. Estas personas no son necesariamente más perfectas que otras, sino que adoptan el mejor medio de alcanzar la perfección; su objetivo final y supremo destino son los mismos que los de los demás, pero se les confía el deber de recordar a los demás ese destino y el medio de cumplirlo; y pagan por esta posición favorecida con los sacrificios que conlleva, y el beneficio que los demás derivan de su enseñanza y ejemplo. A esta vida que, con miras al gran precepto, sigue los consejos evangélicos, se le llama vida religiosa; y los que la abrazan se llaman religiosos.

A primera vista, parecería que esta vida debe unir en sí mismos todos los consejos dispersos a través de los Evangelios; que sería de hecho la religión de los consejos; y ciertamente, mientras más inspira el deseo y provee los medios para seguir los consejos evangélicos, más plenamente es una vida religiosa; pero una realización perfecta de esos consejos es imposible para el hombre; la oportunidad de practicarlos todos no se presenta en la vida de cada uno, y uno se desgastaría rápidamente si intentase mantenerlos a todos continuamente a la vista. Pronto aprendemos a distinguir los que son más esenciales y característicos, y más apropiados para garantizar la libertad de cualquier obstáculo al amor de Dios y del prójimo, que debe ser la marca distintiva de la vida perfecta. Desde este punto de vista, se colocan prominentemente al frente dos consejos en el Nuevo Testamento como necesarios para la perfección, a saber, el consejo de pobreza: “Si quieres ser perfecto, anda vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres” (Mt. 19,21), y el consejo de la castidad perfecta practicada por amor al Reino de los Cielos (cf. Mt. 19,12 y 1 Cor. 7,37-40, y el comentario de Cornely sobre este último).

Estos dos consejos nos enseñan lo que tenemos que evitar; pero le queda al hombre llenar su vida con actos de perfección, de seguir a Cristo en su vida de caridad hacia Dios y el prójimo, o, ya que esto sería la perfección misma, dedicar su vida a una ocupación que le haga tender hacia la unión con Dios o el servicio a su prójimo. La vida religiosa entonces se perfecciona mediante una profesión definida, ya sea de retiro y contemplación o de actividad piadosa. La profesión, tanto negativa como positiva, se coloca bajo el control y dirección de la autoridad eclesiástica, a quien se le confió el deber de guiar a los hombres en los caminos de la salvación y la santidad. La sumisión a esta autoridad, que puede interferir más o menos según los tiempos y las circunstancias lo requieran, por lo tanto, es una parte necesaria de la vida religiosa. En esto se manifiesta la obediencia como un consejo que gobierna e incluso complementa los otros dos, o más bien como un precepto condicional, a ser observado por todos los que quieran profesar la vida perfecta. La vida religiosa que nos señalan los consejos evangélicos es una vida de caridad y de unión con Dios, y el gran medio que emplea para este fin es la libertad y el desapego de todo lo que pudiese de alguna manera impedir o poner en peligro esa unión. Desde otro punto de vista, es una devoción, una especial consagración a Cristo y a Dios, a quienes todos los cristianos reconocen que pertenecen. San Pablo nos dice: "vosotros no os pertenecéis" (1 Cor. 6,19); y además "Todo es vuestro, y vosotros de Cristo, y Cristo de Dios" (1 Cor. 3,22-23).

Perspectiva Histórica

Primeros Ejemplos de Vida Religiosa (antes de 500 d.C.)

A. PERSONAS:

Las vírgenes cristianas fueron las primeras en profesar una vida diferente a la vida ordinaria por su tendencia a la perfección; la continencia, y a veces la renuncia a las riquezas, las unía especialmente a Cristo (Vea MONJA). Los Padres del siglo I las mencionan, y los del siglo II alaban su modo de vida. Poco después de las vírgenes, aparecieron aquellos a quienes Clemente de Alejandría (Pædagog., I, 7, en P.G., VIII, 320) llamó asketai y a quienes la Iglesia Latina llamó “confesores”. Ellos también hacían profesión de castidad y a veces de pobreza, como en el caso de Orígenes y San Cipriano. En la liturgia, ellos tomaron rango antes de las vírgenes, y después de los ostiarios o porteros. Eusebio (Hist. Eccl. III.37 en P.G., XX, 291-4) menciona entre los ascetas a los más grandes pontífices de los primeros tiempos, San Clemente de Roma, San Ignacio de Antioquía, San Policarpo y otros.

Encontramos en el siglo III las primeras huellas claras del tipo de vida en que la profesión religiosa se volvió gradualmente perfecta y se sometió a la regla: la de los monjes. La nota que los caracteriza al principio es su apartamiento del mundo, y su |amor al retiro. Hasta entonces, las vírgenes y los ascetas habían edificado el mundo al mantenerse puros en medio de la corrupción, y recogidos en medio de la disipación; los monjes trataron de edificarlo evitando y despreciando todo lo que el mundo estima más altamente y declara indispensable. Así, la vida del solitario y del monje es una vida de austeridad así como de retiro. El mundo que envió viajeros (Vea la "Historia Lausiaca" de Paladio) a contemplarlos se asombró del heroísmo de su penitencia. La vida religiosa tomó la forma de una guerra contra la naturaleza.

La persecución de Decio (alrededor del año 250 d.C.) dio al desierto su primer gran ermitaño, Pablo de Tebas; otros cristianos también buscaban refugio allí de sus torturadores. Antonio, al contrario, a los veinte años fue ganado por ese llamamiento que entristecía y desalentaba al joven rico del Evangelio: “Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres” (Mt. 19,21). Él tuvo discípulos y fundó aldeas monásticas, en las que los buscadores de la perfección, viviendo retirados del mundo, encontraron encontraban consuelo y aliento en el ejemplo de los hermanos que seguían la misma profesión. San Pacomio, contemporáneo de San Antonio, reunió a todos sus monjes bajo un mismo techo, fundando así la vida cenobítica.

Pablo, Antonio y Pacomio dieron lustre a los desiertos de Egipto. No necesitamos detenernos aquí en el desarrollo paralelo del monacato sirio, en el que fueron famosos los nombres de Hilarión, los Simeón Estilitas (San Simeón Estilita el Viejo y San Simeón Estilita el Joven) y Alejandro, el fundador de los acometas (acoemeti), o en el de Asia Menor, o dar un relato de los albores de la vida monástica en Europa y África (Vea los artículos MONACATO, MONACATO OCCIDENTAL, MONACATO ORIENTAL). Nuestra tarea es sólo describir las principales características de la vida religiosa y sus sucesivas transformaciones. Desde este punto de vista, se debe mención especial al gran legislador de los monjes griegos, San Basilio. Al comparar la vida solitaria y la cenobítica, señala una gran ventaja de esta última, a saber, la oportunidad que ofrece para practicar la caridad al prójimo; y mientras desprecia las mortificaciones excesivas, en las que puede entrar la vanidad y hasta el orgullo, exhorta al superior a moderar razonablemente la vida exterior. San Basilio también permitió a sus monjes emprender la educación de los niños; aunque se alegraba de encontrar a algunos de estos niños abrazando la vida monástica, deseaba que lo hicieran por su propia cuenta y con pleno conocimiento, y no permitía que la libertad de un hijo o de una hija fuese coartada por una ofrenda hecha por los padres. En la vida común que llevaba con el clero de Hipona San Agustín nos da, al igual que San Eusebio en Vercelli, un primer esbozo de la vida canónica. Instituyó monasterios de monjas y escribió para ellas en 427 una carta que, enriquecida con extractos de los escritos de San Fulgencio, se convirtió en la regla conocida con el nombre de Regla de San Agustín. San Columbano, un monje irlandés (m. 615), bajo cuyo nombre se propagó una regla muy rígida en Irlanda, fue el apóstol y civilizador de varios países de Europa, especialmente de Alemania.

B. CARACTERÍSTICAS:

Después de esta rápida ojeada al origen de la vida religiosa, consideraremos sus principales características:

1. Objetivo: La vida de los monjes, más sistematizada que la de las vírgenes y los ascetas, estaba, como tal, enteramente dirigida a su santificación personal: la contemplación y la victoria sobre la carne debían sobre todo conducir a este resultado. Los monjes no aspiraban a las órdenes sagradas, o más bien no deseaban recibirlas. San Juan Crisóstomo les exhortaba a ser animados por la caridad cristiana que consiente voluntariamente consiente en soportar pesadas cargas, y sin la cual el ayuno y la mortificación no tienen ningún beneficio.

2. Obediencia: Como buenos cristianos, debían obediencia a su obispo en asuntos religiosos, y su profesión, si entendían bien su espíritu, les facilitaba la sumisión completa y rápida. Pero la obediencia religiosa, tal como la entendemos ahora, comenzó sólo con la vida cenobítica, y en el tiempo de que hablamos no había nada que obligara al cenobita a permanecer en el monasterio. La vida cenobítica se combinó también con la vida solitaria de tal manera que, después de una formación suficiente mediante la disciplina común, el monje demostraba su fervor retirándose a la soledad para luchar mano a mano contra el enemigo de su salvación, y encontrar en la independencia una compensación para la mayor severidad de su vida.

3. Pobreza: Para los ermitaños entonces la pobreza consistía en la renuncia a los bienes mundanos, y en el uso más escaso de la comida, el vestido y todo lo necesario. Se prohibió a los cenobitas disfrutar de cualquier propiedad separada, y tenían que recibir de su superior o del procurador todo lo que necesitaban para su uso; sin embargo, podían poseer alguna propiedad.

4. Castidad: Una vez dentro de la vida religiosa, la virgen, el asceta y el monje sentían una cierta obligación de perseverar. El matrimonio o el regreso al mundo sería tal inconstancia como para merecer el reproche de Cristo: "Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el Reino de Dios" (Lucas 9,62). Sin embargo, no tenemos evidencia para probar que había una obligación estricta y que no había votos propiamente dichos; incluso para las vírgenes, los pasajes de Tertuliano y de San Cipriano, sobre los que se apoyan algunas personas, están sujetos a otra interpretación. Ciertamente una mujer que estuviese unida a Jesucristo por una profesión de virginidad y cayese en pecado, estaba sujeta a severas penalidades canónicas; pero San Cipriano, que consideraba a tal persona como una novia adúltera de Cristo, permitía el matrimonio de los que no eran capaces de observar la continencia (Vea Koch, Virgines Christi, en "Texte and Untersuchungen", 1907). La decretal más antigua que poseemos, la de San Siricio al obispo Himerio (385), tilda como infamia la relación carnal de monjes y vírgenes, pero no se considera la cuestión de un matrimonio regular (C. XXVII, q.1, c , 11, o PL, XIII, 137).

Es cierto que Schenute introdujo una forma de voto, o más bien juramento, del cual se ha descubierto el texto copto; pero las reflexiones que hizo antes de presentarlo parecen demostrar que no tenía otro efecto que asegurar la ejecución, incluso en secreto, de las obligaciones ya contraídas por la entrada al monasterio; estos votos, por lo tanto, se pueden comparar con los votos hechos en el bautismo. No se especifica ningún plazo para su duración, pero Leclercq (en Cabrol, "Dict. d'arch. chrét.", s.v. Cénobitisme) presume que la obligación continuaba durante el término de residencia en el monasterio. El texto es el siguiente, tomado de la traducción alemana de Leipolt:

"Pacto: Prometo (o juro) delante de Dios en su santo templo, en el cual la palabra que he hablado es mi testigo, que no contaminaré mi cuerpo de ninguna manera, no robaré, no daré testimonio falso, no mentiré, no haré el mal en secreto. Si rompo mi juramento, estoy dispuesto a no entrar en el Reino de los Cielos, aunque lo tuviese a la vista. [Sobre este pasaje, cf. Peeters, en “Analecta Bollandiana”, 1905, 146]. Dios, ante quien he hecho este pacto, entonces destruirá mi cuerpo y mi alma en el infierno, pues yo habría roto el juramento de lealtad que he tomado". Y más adelante aparece este pasaje: "En cuanto a la contradicción, la desobediencia, la murmuración, la contención, la obstinación o cualquier cosa semejante, estas faltas son muy manifiestas a toda la comunidad" (Leipolt, “Schenuti von Atripe” en “Texte und Untersuchungen”, 1903, pág. 109).

5. Derecho Canónico: Los cánones del Concilio de Gangra (330) introdujeron por primera vez la ley relativa a los regulares por las recomendaciones que dirigen a las vírgenes, a las personas continentes y a los que se retiran de los asuntos mundanos, a practicar más fielmente los deberes generales de piedad hacia los padres, hijos, esposa o esposa, y a evitar la vanidad o el orgullo. Otros concilios particulares, el de Alejandría (362), el de Zaragoza (380), el Quinto Sínodo de África (401) y el de San Patricio en Irlanda (alrededor de 480), decidieron otros asuntos relacionados con la vida religiosa. El Concilio General de Calcedonia (451) hace la erección de monasterios dependiente del consentimiento del obispo. Los Concilios de Arles (alrededor de 452) y Angers (455) sancionan la obligación de perseverancia. El mismo Concilio de Arles y los Sínodos de Cartago, celebrados en 525 y 534, prohibieron cualquier interferencia con el abad en el ejercicio de su autoridad sobre sus monjes, reservando a los obispos la ordenación de los clérigos en el monasterio y la consagración del oratorio.

Organización Regular de la Vida Religiosa (después de 500 d.C.)

Exposición de la Vida Religiosa

A. MONJES Y MONASTERIOS:

Hemos llegado al siglo VI. Será necesario retroceder un poco para notar la inmensa influencia de San Basilio (331-79) sobre la vida religiosa de Oriente y Occidente. Los principios que él establece y justifica en sus respuestas a las dudas de los religiosos de Asia Menor, es decir, en lo que se llaman las reglas más cortas y más largas, informan y guían a los religiosos de la actualidad. San Benito se inspiró en éstas, así como en los escritos de San Agustín y de Casiano, para escribir su Regla, que desde el siglo VIII al XII reguló, se puede decir, toda la vida religiosa de Occidente. Para poner fin a los cambios caprichosos de una casa a otra, el patriarca de los monjes occidentales introdujo el voto de estabilidad, que obligaba al monje a permanecer en la casa en la que había hecho su profesión.

Las reformas de los monasterios en los siglos X y XI dieron lugar a agregaciones de monasterios, que prepararon el camino para las órdenes religiosas del siglo XIII. Podemos mencionar la Congregación de Cluny fundada por San Odón (abad de 927 a 942) que en el siglo XII agrupó más de 200 monasterios bajo la autoridad del abad del monasterio principal y de la Congregación de Cîteaux, del siglo XI, al que pertenecen los trapenses, y de la cual San Bernardo fue la luz principal. Menos en aras de la reforma que de la perfección, y de adaptar a un fin especial la combinación de la vida cenobítica y eremítica, San Romualdo (m. 1027) fundó la Orden de la Camáldula y San Juan Gualberto (m. 1073), la Orden de Vallombrosa. Del siglo XI (1084) también datan los cartujos, que no han necesitado reforma para mantenerse en su fervor prístino.

San Basilio y San Benito estaban expresamente preocupados sólo por la perfección personal, a la que sus discípulos serían conducidos al abandonar el mundo y renunciar a toda la riqueza terrenal y afectos naturales. Su vida era una vida de obediencia y oración, interrumpida sólo por el trabajo. Su oración consistía principalmente en cantar el Oficio Divino. Pero cuando era necesario, los monjes no se negaban a emprender la cura de almas; y sus monasterios han dado a la Iglesia Papas, obispos y sacerdotes misioneros. Basta recordar la expedición organizada por San Gregorio Magno para la conversión de Inglaterra. El estudio no se ordenaba ni se prohibía. Cuando San Benito aceptaba en sus monasterios a niños ofrecidos por sus padres, emprendía la tarea de la educación, que naturalmente llevó a la fundación de escuelas y estudios. Casiodoro (477-570) empleó a sus monjes en las artes y las ciencias y en la transcripción de manuscritos.

Vea también los artículos MONJE, CONVENTO, ABADÍA.

B. CANÓNIGOS REGULARES:

Muchos obispos trataron de imitar a San Agustín y a San Eusebio y vivir una vida común con el clero de su Iglesia. Incluso se redactaron reglas tomadas de los cánones sagrados para su uso, de las cuales la más célebre es la de San Crodegango, obispo de Metz (766). En el siglo X esta institución declinó; los canónigos, como se le llamaba al clero que estaba unido a una iglesia y vivían una vida en común, comenzaron a vivir separados. Algunos de ellos, sin embargo, se resistieron a esta relajación de la disciplina, e incluso añadieron la pobreza a su vida común; este es el origen de los canónigos regulares. Mediante su Constitución “Ad decorem” (15 de mayo de 1339), Benedicto XII prescribió una reforma general de los canónigos regulares. Entre los canónigos regulares de nuestros días podemos mencionar los Canónigos Regulares de Letrán o San Salvador, que parecen remontarse a Alejandro II (1063), los Canónigos Premonstratenses fundados por San Norberto (1120) y los Cánones Regular de la Santa Cruz fundada en Clair-lieu, cerca de Huy, en Bélgica, en 1211. Los canónigos regulares ex professo unían las órdenes sagradas con la vida religiosa, y al estar unidos a una iglesia, se dedicaban a promover la dignidad del culto divino. Con los monjes, las órdenes sagradas son accidentales y secundarias, y son sobreañadidas a la vida religiosa; con los canónigos al igual que con los clérigos regulares, las órdenes sagradas son la cosa principal, y la vida religiosa es sobreañadida a las órdenes sagradas.

Vea el artículo CANÓNIGOS Y CANONESAS REGULARES.

C. ÓRDENES MENDICANTES:

Los herejes de finales del siglo XII y principios del siglo XIII reprochaban a los clérigos su amor por las riquezas y la laxitud de sus vidas; San Domingo y San Francisco ofrecieron, por el contrario, el espectáculo edificante de ser religiosos fervorosos, que prohibían a sus seguidores la posesión de riquezas o ingresos, incluso en común. Las órdenes mendicantes están marcadas por dos características: la pobreza, practicada en común, y la vida mixta, es decir, la unión de la contemplación con la obra del ministerio sagrado. Además, las órdenes mendicantes presentan la apariencia de un ejército religioso, cuyos soldados son movidos por sus superiores, sin estar vinculados a ningún monasterio en particular, y reconocen una jerarquía de superiores locales, provinciales y generales. El orden, o al menos la provincia, ocupa el lugar del monasterio.

Se pueden observar otros puntos importantes: las órdenes mendicantes se fundan solamente por el favor de una aprobación expresa del Soberano Pontífice, que aprueba sus reglas o constituciones. Adoptan la forma de votos que se refiere explícitamente a la pobreza, la castidad y la obediencia, ocasionada por la famosa disputa en la Orden Franciscana. Esta fue fundada en 1209 por San Francisco; ahora están divididos en tres órdenes reconocidas como realmente pertenecientes al rebaño común:

Los dominicos, u Orden de Predicadores, se remontan a 1215. Desde 1245, los carmelitas, trasplantados de Asia a Europa, han formado una tercera orden mendicante. Alejandro IV añadió una cuarta, por su Constitución "Licet" (2 de mayo de 1256) que unió bajo el nombre de San Agustín varias congregaciones de ermitaños: éstos son los Ermitaños de San Agustín. Los servitas fueron agregados en 1256 como una quinta orden mendicante, y hay otros.

(Vea FRAILE, FRAILES MENDICANTES).

Ordenes Religiosas

Congregaciones Religiosas

Regla Religiosa

Suplemento

Bibliografía: VERMEERSCH, De religiosis institutis et personis, I (ed. 2. 1907); II (ed. 4, 1909); IDEM, Periodica (from 1905); HEIMBUCHER, Die Orden und Kongregationen der katholischen Kirche (Paderborn. 1907-08); BASTIEN, Direct. canon. à l'usage des congrég. à v ux simples (Maredsous, 1911); MOLITOR, Religiosi juris capita selecta (Ratisbon. 1907).

Fuente: Vermeersch, Arthur. "Religious Life." The Catholic Encyclopedia. Vol. 12, pp. 748-762. New York: Robert Appleton Company, 1911. 9 Nov. 2016 <http://www.newadvent.org/cathen/12748b.htm>.

Está siendo traducido por Luz María Hernández Medina.