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Martes, 19 de marzo de 2024

Papa Alejandro IV

De Enciclopedia Católica

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Fue Papa de 1254-61 (Rinaldo Conti), de la casa de Segni, la cual había visto ya elevados al Pontificado a otros dos hijos ilustres, Inocencio III y Gregorio IX. De Alejandro IV se desconoce una fecha de nacimiento cierta; murió el 25 de mayo de 1261 en Viterbo. Fue creado Cardenal-Diácono en 1227, por su tío Gregorio IX, y cuatro años más tarde fue hecho Cardenal-Obispo de Ostia. Gregorio le pasó también su buena disposición hacia la Orden franciscana, en donde tenía unos 80 muy buenos amigos. A la muerte de Inocencio IV en Nápoles, el 7 de diciembre de 1254, el anciano Cardenal fue unánimemente elegido para sucederlo. No es difícil creer que haya en principio protestado ante la solicitud del Colegio Cardenalicio. Mateo de París lo ha descrito como “amable y religioso, asiduo a la oración y estricto en la abstinencia, pero muy dado a dejarse llevar por las murmuraciones de los aduladores, e inclinado a las malvadas sugerencias de personas avarientas”. Los “aduladores” y “avarientos” referidos, fueron aquellos que indujeron al nuevo Pontífice a continuar la política de guerra de exterminio contra los descendientes de Federico II, en ese entonces reducidos al infante Conradin en Alemania y al formidable Manfred en Apulia. Muchos historiadores actuales concuerdan con el cronista, que si Alejandro hubiese secundado la causa de Conradin, hubiera sido una decisión mas apropiada de un hombre de Estado y se hubieran evitado muchos desastres que sobrevinieron sobre la Iglesia, el Imperio e Italia. Aterrorizado por el precedente del infante Federico, la “víbora” que Roma había criado para que se convirtiera en su destructor, y convencido de que la iniquidad era hereditaria a todo el linaje Hohenstaufen, Alejandro continuó la dudosa política de Inocencio, llamando a los belzebús franceses e ingleses para derrotar a los luciferes alemanes. El 25 de marzo de 1255 fulminó a Manfredo con la excomunión y algunos días mas tarde concertaba un tratado con los enviados de Enrique III de Inglaterra por el que entregaba el reino vasallo de las dos Sicilias a Edmundo de Lancaster, segundo hijo de Enrique. En la disputa por la corona alemana que siguió a la muerte de Guillermo de Holanda (1256), el Papa apoyó los reclamos de Ricardo de Cornwall contra Alfonso de Castilla. La asistencia pecuniaria que estas medidas le supusieron, sirvieron para indisponer al clero inglés y al pueblo por las extorsiones de la Sede de Roma. El poder de Manfred crecía día a día. En agosto de 1258, a consecuencia de un rumor difundido por el propio Papa, de que había muerto en Alemania, el usurpador fue coronado rey en Palermo y se tornó la cabeza reconocida del partido Guibelino en Italia. Alejandro vivió para ver la victoria de Montaperti (1260), el jefe supremo tanto de Italia central como del sur. En el norte de Italia le fue mejor, pues sus cruzados finalmente derrotaron al odioso tirano Ezelino. En Roma, que estaba bajo el dominio de magistrados hostiles en alianza con Manfred, la autoridad papal fue olvidada. Mientras tanto, el Pontífice hacía esfuerzos fútiles para reunir los poderes del mundo cristiano contra la amenaza de la invasión de los tártaros. El espíritu cruzado no existía más. La unidad de la cristiandad era cosa del pasado. Sólo podemos suponer que los resultados hubieran sido diferentes en caso que otro estadista se hubiese sentado en la sede de Pedro durante estos siete críticos años.

Alejandro IV dirigió los asuntos espirituales de la Iglesia con dignidad y prudencia. Como Papa continuó favoreciendo a los hijos de San Francisco. Uno de sus primeros actos oficiales fue el de canonizar a Santa Clara. En un diploma afirmaba la verdad de los estigmas. San Buenaventura nos informa que el Pontífice afirmó en un sermón haberlos visto. En las violentas controversias suscitadas en la Universidad de París por Guillermo de St. Amour, Alejandro IV tomó a los frailes bajó su protección. Murió hondamente afligido por el sentimiento de impotencia para erradicar los males de su tiempo.


JAMES F. LOUGHLIN Transcrito por Gerard Haffner Traducido por Ricardo Treneman