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Domingo, 24 de noviembre de 2024

Espíritu Santo

De Enciclopedia Católica

Revisión de 11:24 25 mar 2010 por Luz María Hernández Medina (Discusión | contribuciones) (Pecados contra el Espíritu Santo)

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Sinopsis del dogma

La doctrina de la Iglesia Católica relativa al Espíritu Santo forma parte integral de su enseñanza sobre el misterio de la Santísima Trinidad, de la cual San Agustín (De Trin., I, III, 5) hablando con timidez dice: "En ningún otro tema, es tan grande el peligro de errar, o tan difícil el progreso, o tan apreciable el fruto de un estudio cuidadoso". Los puntos esenciales del dogma se pueden resumir en las siguientes proposiciones:

  • El Espíritu Santo es la Tercera Persona de la Santísima Trinidad.
  • Como Persona, aunque realmente distinta del Padre y del Hijo, es también consustancial con ellos; siendo Dios como ellos, posee con ellos una y misma naturaleza o Esencia Divina.
  • Procede, no por generación, sino por espiración del Padre y del Hijo juntos, como de un unico principio.

Esa es la creencia que la fe católica requiere.

Principales errores

Todas las teorías y sectas cristianas que han contradicho o impugnado de cualquier manera el dogma de la Trinidad, como consecuencia lógica, han amenazado asimismo la fe en el Espíritu Santo. Entre estas, la historia menciona las siguientes:

  • 1. En los siglos II y III, los monarquianos dinámicos o modalistas (ciertos ebionitas, es decir, Teodoto de Bizancio, Pablo de Samosata, Praxeas, Noeto, Sabelio y generalmente los patripasianos) sostenían que la misma Persona Divina, de acuerdo a sus diferentes operaciones o manifestaciones, es llamada el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo; por lo tanto, reconocían a una Trinidad puramente nominal.
  • 2. En el siglo IV y después, los arrianos y su numerosa prole herética: anómanos o eunomiamos, semi-arrianos, acacianos, etc, si bien admitían la triple personalidad, negaban la consustancialidad. El arrianismo había sido precedido por la teoría de la subordinación de algunos escritores ante-nicenos, quienes afirmaban una diferencia y una gradación entre las Personas Divinas distintas a las que surgen de sus relaciones en el punto de origen.
  • 3. En el siglo XVI, los socinianos rechazaron explícitamente, en nombre de la razón, junto con todos los misterios del cristianismo, la doctrina de las Tres Personas en un Solo Dios.

Además de estos sistemas y escritores que entraron en conflicto con la verdadera doctrina sobre el Espíritu Santo solo indirectamente y como resultado lógico de sus errores previos, hubo otros que atacaron la verdad directamente:

  • Desde los días de Focio, los cismáticos griegos afirman que el Espíritu Santo, verdadero Dios como el Padre y el Hijo, procede sólo del primero.

La Tercera Persona de la Santísima Trinidad

Este encabezado implica dos verdades:

La primera afirmación se opone directamente al monarquianismo y al socinianismo; la segunda, al subordinacionismo, a las diferentes formas de arrianismo y en particular al macedonismo. Los mismos argumentos sacados de las Escrituras y la Tradición, pueden ser usados generalmente para probar cualquiera de las afirmaciones. Sin embargo, presentaremos las pruebas de las dos verdades juntas, pero primero daremos atención especial a algunos pasajes que demuestran más explícitamente la distinción de personalidad.

La Escritura

En el Nuevo Testamento, la palabra espíritu y, tal vez, incluso la expresión espíritu de Dios, significan a veces el alma o el hombre mismo en la medida que está bajo la influencia de Dios y aspira a cosas superiores; frecuentemente, especialmente en San Pablo, denotan a Dios actuando en el hombre; pero además se usan para designar no solo una acción de Dios en general, sino una Persona Divina, quien no es ni el Padre ni el Hijo, aquel que es nombrado junto con el Padre, o el Hijo, o con ambos, sin que el contexto permita identificarlos. Aquí se darán algunos ejemplos. Leemos en Juan 14,16-17: "Y yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito para que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad, a quien el mundo no puede recibir”; y en Juan 15,26: "Cuando venga el Paráclito que yo os enviaré de junto al Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí.” San Pedro dirige su primera epístola, 1,1-2, "a los que viven como extranjeros en la DispersiónElegidos según el previo conocimiento de Dios Padre, con la acción santificadora del Espíritu Santo, para obedecer a Cristo y ser rociados con su sangre”. El Espíritu de consolación y de verdad se distingue claramente también en Juan 16,7.13-15, desde el Hijo, de quien recibe todo, enseñará a los Apóstoles, y del Padre, quien no tiene nada que el Hijo no posea también. Ambos lo envían, pero Él no se separa de Ellos, pues el Padre y el Hijo vienen con Él cuando desciende a nuestras almas (Juan 14,23).

Muchos otros textos declaran bastante claramente que el Espíritu Santo es una persona, una persona distinta del Padre y del Hijo, y sin embargo, un solo Dios con ellos. En varios lugares, San Pablo habla de Él como si estuviera hablando de Dios. En los Hch. 28,25 le dice a los judíos: "Con razón habló el Espíritu Santo a vuestros padres por medio del profeta Isaías"; ahora bien, la profecía que aparece en los próximos dos versículos está tomada de Is. 6,9-10 donde es puesta en boca del "Rey el Señor de los Ejércitos”. En otros lugares usa las palabras Dios y Espíritu Santo como simplemente sinónimos. De este modo, escribe 1 Cor. 3,16: "¿No sabéis que sois santuario de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?"; y en 6,19: "¿O no sabéis que vuestro cuerpo es santuario del Espíritu Santo, que está en vosotros y que habéis recibido de Dios?" San Pedro afirma la misma identidad cuando se queja con Ananías (Hch. 5,3-4): "¿Cómo es que Satanás llenó tu corazón para mentir al Espíritu Santo?...No has mentido a los hombres, sino a Dios." Los escritores sagrados le atribuyen al Espíritu Santo todas las obras características del poder Divino. Es en su nombre, como en el nombre del Padre y del Hijo, que se da el bautismo (Mt. 28,19). Es a través de su operación que se realiza el mayor de los misterios divinos, la Encarnación del Verbo, (Mt. 1,18-20; Lc. 1,35). Es también en su nombre y por su poder que los pecados son perdonados y las almas santificadas: "Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados” (Jn. 20,22-23); "Pero habéis sido lavados, habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de Nuestro Dios” (1 Cor. 6,11); "el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado.” (Rom. 5,5).

El es esencialmente el Espíritu de verdad (Jn. 14,16-17; 15,26), cuyo oficio es fortalecer la fe (Hch. 6,5), conceder sabiduría (Hch. 6,3), dar testimonio de Cristo, es decir, confirmar su enseñanza internamente (Jn. 15,26) y enseñar a los Apóstoles el completo significado de ella (Jn. 14,26; 16,13), con los cuales morará por siempre (Jn. 14,16). Habiendo descendido a ellos en Pentecostés, los guiará en su obra (Hch. 8,29), pues Él inspirará a los nuevos profetas (Hch. 11,28; 13,9) como inspiró a los profetas de la antigua Ley (Hch. 7,51). Él es la fuente de gracias y dones (1 Cor. 12,3-11); Él, en particular, otorga el don de lenguas (Hch. 2,4; 10,44-47). Y mientras habita en nuestros cuerpos, los santifica (1 Cor.3,16; 6,19), y de esta manera algún día los levantará nuevamente de entre los muertos (Rom. 8,11). Sin embargo, Él obra especialmente en el alma, dándole nueva vida (Rom. 8,14-16; 2 Cor. 1,22; 5,5; Gal. 4,6). El es el Espíritu de Dios, y al mismo tiempo el Espíritu de Cristo (Rom. 8,9); porque Él está en Dios, Él conoce los misterios más profundos de Dios (1 Cor. 2,10-11) y posee todo conocimiento. San Pablo termina su Segunda Epístola a los Corintios (13,13) con su fórmula de bendición la cual, puede ser llamada una bendición de la Santísima Trinidad: "La gracia de nuestro Señor Jesucristo, y la caridad de Dios y la comunión del Espíritu Santo estén con todos ustedes.”---Cf. Tixeront "Hist. des dogmes", París, 1905, I, 80, 89, 90, 100, 101.

La Tradición

Al corroborar y explicar el testimonio de la Escritura, la Tradición nos trae más claramente las diversas etapas de la evolución de esta doctrina.

Tan temprano como en el siglo I, San Clemente de Roma nos da una importante enseñanza sobre el Espíritu Santo. Su "Epístola a los Corintios" no sólo nos dice que el Espíritu inspiró y guió a los escritores sagrados (8.1; 45.2), que Él es la voz de Jesucristo hablándonos en el Antiguo Testamento (22.1 ss.), sino que luego contiene dos declaraciones muy explícitas sobre la Trinidad. En 46.6 (Funk "Patres apostolici" 2da ed., I, 158) se lee que "tenemos un solo Dios, un Cristo, un único Espíritu de gracia dentro de nosotros, una misma vocación en Cristo”. En 58.2 (Funk, ibid., 172) el autor hace esta solemne afirmación: zo gar ho theos, kai zo ho kyrios Iesous Christos kai to pneuma to hagion, he te pistis kai he elpis ton eklekton, oti… la cual podemos comparar con la fórmula tan frecuentemente encontrada en el Antiguo Testamento: zo kyrios. De esto se deduce que, en opinión de Clemente, kyrios era igualmente aplicable a ho theos (el Padre) ho kyrios Iesous Christos, y to pneuma to hagion; y que tenemos tres testigos de igual autoridad, cuya Trinidad, además, es el fundamento de la fe y esperanza cristianas.

En los siglos II y III los labios de los mártires declaran la misma doctrina, la cual se halla en los escritos de los Padres. En sus tormentos San Policarpo (m. 155) profesó así su fe en las Tres Adorables Personas ("Martyrium sancti Polycarpi" en Funk op.cit., I, 330): "Señor Dios Todopoderoso, Padre de tu santísimo y bien amado Hijo Jesucristo... te alabo en todo, te bendigo y te glorifico por el eterno y celestial pontífice Jesucristo, tu bien amado Hijo, por quien a Ti con Él y con el Espíritu Santo, gloria ahora y por siempre!". San Epipodio habló más claramente aún (Ruinart, "Acta mart." Ed, Verona, p. 65): "Confieso que Cristo es Dios con el Padre y el Espíritu Santo, y es adecuado que devolveré mi alma a Él, Quien es mi Creador y Redentor".

Entre los apologistas, Atenágoras menciona el Espíritu Santo junto con, y en un mismo plano, que el Padre y el Hijo. "¿Quién no quedaría asombrado" dice (Legat. pro christian., n 10, en P.G., VI, col. 909) "al oirnos llamar ateos, nosotros que confesamos a Dios Padre, Dios Hijo y al Espíritu Santo, y los consideramos Uno en poder y distintos en orden [...ten en te henosei dynamin, hai ten en te taxei diairesin]?".

Teófilo de Antioquía, quien a veces le da al Espíritu Santo, como al Hijo, el nombre de Sabiduría (sophia) menciona además (Ad Autol., lib. I.7, y II.18, en P.G., VI, col. 1035, 1081) los tres términos theos, logos, sophia y, al ser el primero que aplicó la palabra característica que fue adoptada luego, dice expresamente (ibid., II.15) que ellas forman una Trinidad (trias). San Ireneo consideró al Espíritu Santo como eterno (Adv. Hær., V.12.2, en P.G., VII, 1153), existiendo en Dios ante omnem constitutionem, y producido por Él al comienzo de sus caminos (ibid. IV.20.3). Considerado en relación al Padre, el Espíritu Santo es su Sabiduría (IV, XX, 3); el Hijo y Él son las "dos manos" por las cuales Dios creó al hombre (IV, praef., n. 4; IV, XX, 20; V, VI, 1). Considerado en relación a la Iglesia, el mismo Espíritu es verdad, gracia, una señal de inmortalidad, un principio de unión con Dios; íntimamente unido a la Iglesia, le da a los Sacramentos su eficacia y virtud (III.17.2, III.24.1, IV.33.7 y V.8.1).

Aunque San Hipólito no habla tan claramente del Espíritu Santo como una persona distinta, sin embargo, supone que Él es Dios, así como el Padre y el Hijo (Contra Noët., VIII, XII, en P.G., X, 816, 820). Tertuliano es uno de los escritores de esta época cuya tendencia al subordinacionismo es más evidente, a pesar de haber sido el autor de la fórmula definitiva: "Tres Personas, una substancia" y sin embargo, su enseñanza sobre el Espíritu Santo es notable en todos los sentidos. Parece haber sido el primero entre los Padres en afirmar su Divinidad de manera clara y absolutamente precisa. En su obra "Adversus Praxean" se detiene extensamente en la grandeza del Paráclito. El Espíritu Santo, dice él, es Dios (c. XIII En P.L., II, 193); de la substancia del Padre (III, IV En P.L., II, 181-2); uno y el mismo Dios con el Padre y el Hijo (II en P.L., II, 180); procedente del Padre a través del Hijo (IV, VIII en P.L., II, 182, 187); el que enseña toda la verdad (II en P.L., II, 179).

[[San Gregorio Taumaturgous, o al menos el Ekthesis tes pisteos, el cual se le atribuye comúnmente, y el cual data del período entre 260 - 270, nos da este notable pasaje: "Uno es Dios, Padre del Verbo vivo, de Sabiduría subsistente...Uno el Señor, uno de uno, Dios de Dios, invisible de invisible...Uno el Espíritu Santo, quien subsiste de Dios...Trinidad Perfecta, el cual nos e divide ni se separa en eternidad, gloria y poder, ni se divide ni se separa...Trinidad inalterado e inmutable". En el año 304, el mártir San Vicente dijo (Ruinart, op.cit., 325) "Creo en el Señor Jesucristo, Hijo del Altísimo Padre, uno de uno; lo reconozco a Él como un Dios con el Padre y el Espíritu Santo".

Pero debemos retroceder al año 360 para encontrar la doctrina sobre el Espíritu Santo explicada clara y totalmente. Es San Atanasio quien lo explica en sus "Cartas a Serapion" (P.G., XXVI, col. 525 ss). Se le había informado que ciertos cristianos sostenían que la Tercera Persona de la Santísima Trinidad era una creatura. Para refutarlos, consultó las Escrituras, las cuales le proveyeron argumentos tan sólidos como numerosos. Ellos le dicen, en particular, que el Espíritu Santo está unido al Hijo por relaciones tales como aquellas existentes entre el Hijo y el Padre; que Él es enviado por el Hijo; que es su portavoz y lo glorifica; que, contrario a las creaturas, Él no ha sido hecho de la nada, sino que viene de Dios; que realiza la obras de la santificación entre los hombres, de lo cual ninguna creatura es capaz; que al poseerlo, poseemos a Dios; que el Padre creó todo por El; que, en fin, Él es inmutable, tiene los atributos de inmensidad, unicidad y tiene derecho a todos los apelativos y expresiones que se usan para expresar la dignidad del Hijo. Fundamenta la mayoría de estas conclusiones en textos de las Escrituras, unas pocas de las cuales se mencionaron arriba. Pero el escritor pone énfasis especial en lo que se lee en Mateo 28,19: "El Señor", escribe (Ad. Serp., III, n. 6 en PG., XXVI 633 ss) "fundó la fe de la Iglesia en la Trinidad cuando dijo a los Apóstoles: ‘Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo’. Si el Espíritu Santo fuera una criatura, Cristo no lo hubiera asociado al Padre; habría evitado hacer una Trinidad heterogénea, compuesta de elementos disímiles. ¿Qué es lo que Dios necesitaba? ¿Acaso El necesitaba unirse a un ser de diferente naturaleza?... No, la Trinidad no está compuesta por el Creador y la creatura".

Poco después, San Basilio, Dídimo de Alejandría, San Epifanio, San Gregorio Nacianceno, San Ambrosio y San Gregorio de Nisa tomaron la misma tesis ex professo, apoyándola en su mayor parte con las mismas pruebas. Todos estos escritos le prepararon el camino al Concilio de Constantinopla (381), el cual condenó a los pneumatomachis y proclamó solemnemente la verdadera doctrina. Estas enseñanzas forman parte del Credo de Constantinopla como es llamado, donde el símbolo se refería al Espíritu Santo, "quien es también nuestro Señor y quien da vida; quien procede del Padre, el cual es adorado y glorificado junto con el Padre y el Hijo; quien habló por los profetas. ¿Fue este credo, con sus particulares palabras, aprobado por el Concilio de 381?. Anteriormente esa era la opinión común e incluso en tiempos recientes había sido sostenida por autoridades como Hefele, Hergenröther y Funk; otros historiadores, entre los que se encuentran Harnack y Duchesne, opinan lo contrario; pero todos concuerdan en admitir que el credo del cual estamos hablando fue admitido y aprobado por el Concilio de Calcedonia (451) y que, al menos desde aquel tiempo, fue la fórmula oficial de la ortodoxia católica.

Procesión del Espíritu Santo

No nos detendremos mucho en el significado preciso de la Procesión en Dios. (Ver Santísima Trinidad). Baste aquí señalar qué con esta palabra nos referimos a la relación de origen que existe entre una Persona Divina y la otra, o entre una y las otras dos como su principio de origen. El Hijo procede del Padre; el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo. Aquí se tratará especialmente esta última verdad.

A

Todos los cristianos han admitido siempre que el Espíritu Santo procede del Padre; esta verdad está expresamente establecida en Juan 15,26. Pero los griegos, al igual que Focio, negaban que Él proceda del Hijo. Y, sin embargo, esa es manifiestamente la enseñanza de las Sagradas Escrituras y de los Padres.

En el Nuevo Testamento

(a) El Espíritu Santo es llamado el Espíritu de Cristo (Rom. 8,9), el Espíritu del Hijo (Gál. 4,6), el Espíritu de Jesús (Hch. 16,7). Estos términos implican una relación del Espíritu con el Hijo, la cual sólo puede ser una relación de origen. Esta conclusión es tanto más indiscutible, dado que todos admiten el argumento similar para explicar por qué el Espíritu Santo es llamado el Espíritu del Padre. Es así como San Agustín argumenta (En Joan., Tr. XCIX, 6, 7 en PL, XXXV, 1888): “Escuchas al mismo Señor declarar: ‘no eres tú quien habla, sino el Espíritu de tu Padre que habla en ti'. Asimismo, oyes al Apóstol declarar: ‘Dios ha enviado el Espíritu de Su Hijo a vuestros corazones. ¿Puede entonces haber dos espíritus, uno, el espíritu del Padre y otro el espíritu del Hijo? Ciertamente no. Así como hay un solo Padre, así como hay un solo Señor o un Hijo, así también hay un solo Espíritu, quien es, consecuentemente, el Espíritu de ambos... ¿Por qué entonces te negarías a creer que Él procede también del Hijo, siendo que Él es también el Espíritu del Hijo? Si no procediese de Jesús, cuando Él se apareció a sus discípulos luego de la Resurrección, no habría soplado sobre ellos diciéndoles: 'Reciban ustedes el Espíritu Santo'. ¿Qué, ciertamente, significa este aliento sino que el Espíritu procede también de El?". San Atanasio había argumentando exactamente del mismo modo (De Trin. et Spir. S., n. 19, en P.G., XXIV, 1212) y concluye: «Decimos que el Hijo de Dios también es la fuente del Espíritu."

(b) Según Jn. 16,13-15, el Espíritu Santo recibe del Hijo. "Cuando venga él, el Espíritu de la Verdad, os guiará hasta la verdad completa; pues no hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga, y os anunciará lo que ha de venir. Él me dará gloria, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso he dicho: Recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros.” Ahora bien, una Persona Divina puede recibir de la otra sólo por Procesión, relacionándose con el otro como a un principio. Lo que el Paráclito recibirá del Hijo es conocimiento inmanente, el cual El manifestará luego exteriormente. Pero este conocimiento inmanente es la misma esencia del Espíritu Santo. Por lo tanto, éste tiene su origen en el Hijo, el Espíritu Santo procede del Hijo. "No hablará por su cuenta" dice San Agustín (En Joan., tr. XCIX, 4 en PL., XXXV, 1887) "porque El no proviene de sí mismo, sino que Él les hablará todo lo que ha escuchado. Él escuchará de aquél de quien procede. En su caso, escuchar es conocer y conocer es ser. Deriva su conocimiento de aquel de quien deriva su esencia". San Cirilo de Alejandría señala que las palabras: "recibirá de lo mío" significan "la naturaleza" la cual el Espíritu Santo tiene del Hijo, así como el Hijo la tiene del Padre (De Trin., dialog. VI en PG., LXXV, 1011). Por otro lado, Jesús da la siguiente razón a su afirmación : "tomará de lo mío": "Todo lo que tiene el Padre es mío". Ahora bien, puesto que el Padre tiene respecto al Espíritu Santo la relación que llamamos Espiración Activa, el Hijo también la tiene; y en el Espíritu Santo ella existe, consecuentemente, en relación a ambos, una Espiración Pasiva o Procesión.

Los Padres han afirmado constantemente la misma verdad

Este hecho es indiscutible en lo que a los Padres Occidentales se refiere; pero en cuanto a los [[Iglesias Orientales|orientales, los griegos lo negaron. Citaremos, por lo tanto, algunos testigos entre éstos últimos. El testimonio de San Atanasio ha sido citado mas arriba, al efecto de que "El Hijo es la fuente del Espíritu", y la declaración de San Cirilo de Alejandría que el Espíritu Santo tiene su "naturaleza" del Hijo. Este último santo después afirma (Thesaur., afirm. XXXIV en PG., LXXV, 585); "Cuando el Espíritu Santo llega a nuestros corazones, nos hace semejantes a Dios, porque Él procede del Padre y del Hijo"; y nuevamente (Epist., XVII, Ad Nestorium, De excommunicatione en PG., LXXVII, 117): "El Espíritu Santo Santo no es ajeno al Hijo, pues Él es llamado el Espíritu de Verdad, y Cristo es la Verdad; así Él procede de Cristo así como también de Dios Padre". San Basilio (De Spirit.S., 18 en P.G., XXXII, 147) no desea que nos apartemos del orden tradicional al mencionar las Tres Personas Divinas porque "como el Hijo es al Padre, así el Espíritu es al Hijo, de acuerdo con el antiguo orden de los nombres en la fórmula del bautismo". San Epifanio escribe (Ancor., VIII, en PG., XLIII, 29, 30) que no puede considerarse al Paráclito como desconectado del Padre y del Hijo, puesto que es uno con Ellos en substancia y divinidad" y declara que "El procede del Padre y del Hijo"; un poco más adelante agrega (op.cit. XI, en P.G., XLIII, 35): "Nadie conoce al Espíritu, además del Padre, excepto el Hijo, del cual procede y de quien recibe". Finalmente, un concilio efectuado en Seléucida en el año 410 proclamó su fe "en el Espíritu Santo Viviente, el Santo Paráclito Viviente, quien procede del Padre y del Hijo" (Lamy, "Concilium Seleuciae", Lovaina, 1868).

Sin embargo, al comparar los escritores latinos como un cuerpo, con los escritores orientales, notamos una diferencia en lenguaje: mientras que los primeros casi unánimemente afirman que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo, los últimos generalmente dicen que procede del Padre a través del Hijo. En realidad, el pensamiento expresado tanto por griegos como por latinos es uno y el mismo, sólo hay una pequeña diferencia en la manera de expresarlos: la fórmula griega ek tou patros dia tou ouiou expresa directamente el orden según el cual el Padre y el Hijo son el principio del Espíritu Santo, e implica su igualdad como principio; la fórmula latina expresa directamente esa igualdad e implica el orden. Así como el Hijo mismo procede del Padre, es del Padre que Él recibe, junto con todo lo demás, la virtud que lo hace el principio del Espíritu Santo. De este modo, el Padre sólo es principium absque principio, aitia anarchos prokatarktike, y, comparativamente, el Hijo es un principio intermedio. El uso preciso de las dos preposiciones, ek (de) y dia (a través) no implica nada más.

En los siglos XIII y XIV, los teólogos griegos Blemmida, Beccus, Calecas y Besarión llamaron la atención a esto, explicando que las dos partículas tienen el mismo significado, pero el de se ajusta mejor a la Primera Persona, quien es la fuente de las otras, y a través, a la Segunda Persona, quien viene del Padre. Mucho antes de su tiempo, San Basilio había escrito (De Spir. S., VIII, 21 en P.G., LIX, 56): "la expresión di ou expresa reconocimiento del principio primordial [tes prokatarktikes aitias]"; y San Juan Crisóstomo (Hom. V sobre Juan., n. 2 en P.G., LIX, 56): "Si se ha dicho a través de Él, se ha dicho sólo para que nadie pueda imaginar que el Hijo no es generado". Se puede añadir que la terminología usada por los escritores orientales y occidentales, respectivamente, para expresar la idea está lejos de ser invariable. Así como Cirilo, Epifanio y otros griegos afirman la Procesión ex utroque, así también varios escritores latinos no consideraban que se estaban alejando de la enseñanza de su Iglesia al expresarse como los griegos. Es así como Tertuliano (Contra Prax., IV, en P.L., II, 182): "Spiritum non aliunde puto quam a Patre per Filium"; y San Hilario (De Trinit., lib., XII.57, en P.L., X, 472), dirigiéndose al Padre, confiesa que desea adorar con Él y el Hijo "a Su Espíritu Santo, quien viene de El a través de Su único Hijo".Y, sin embargo, el mismo escritor había dicho en tono más alto (op. Cot., lib. II, 29, en P.L., X, 69), "que debemos confesar que el Espíritu Santo viene del Padre y del Hijo", prueba clara de que las dos fórmulas eran consideradas como sustancialmente equivalentes.

B

Al proceder tanto del Padre como del Hijo, sin embargo, el Espíritu Santo procede de ellos como de un principio único. Esta verdad está al menos insinuada en el pasaje de Juan 6,15 (citado más arriba) donde Cristo establece una conexión necesaria entre su propio compartir en todo lo que el Padre tiene y la Procesión del Espíritu Santo. Por lo tanto, se deduce, sin duda, que el Espíritu Santo procede de las otras dos Personas, no en tanto son distintas, sino en tanto su divina perfección es numéricamente una. Además, tal es la enseñanza explícita de la tradición eclesiástica, la cual fue establecida concisamente por San Agustín (De Trin., lib V,14): "Como el Padre y el Hijo son un solo Dios y, relativamente a la criatura, un solo creador y un Señor, así también, relativamente al Espíritu Santo, son un solo principio". Esta doctrina fue definida en las siguientes palabras por el Segundo Concilio Ecuménico de Lión (Denzinger, "Enchiridion" (1908), n. 460): "Confesamos que el Espíritu Santo procede eternamente del Padre y del Hijo, no como dos principios, sino como un principio, no por dos espiraciones, sino por una sola espiración". La enseñanza fue nuevamente planteada por el Concilio de Florencia (ibid., n. 691), y por Eugenio IV en su Bula "Cantate Domino" (ibid., n. 703 ss).

C

Es asimismo un artículo de fe que el Espíritu Santo no procede, como la Segunda Persona de la Trinidad, por medio de generación. No sólo es a la Segunda Persona sola a quien las Escrituras llaman Hijo, no sólo es Él solamente considerado engendrado, sino que es también llamado el único Hijo de Dios; el antiguo símbolo que lleva el nombre de San Atanasio declara expresamente que "el Espíritu Santo viene del Padre y del Hijo, no hecho no creado, no generado sino procedente". Dado que somos totalmente incapaces de señalar de otro modo el significado del misterioso modo que afecta esta relación de origen, le aplicamos el nombre de espiración, cuya significación es principalmente negativa y a modo de contraste, en el sentido que afirma una Procesión peculiar al Espíritu Santo y exclusiva de filiación. Pero, aunque distinguimos absoluta y esencialmente entre generación y espiración, es una tarea muy delicada y difícil decir cuál es la diferencia. Santo Tomás (I,Q.27), siguiendo a San Agustín (De. Trin., XV, XXVII) encuentra la explicación y, como si fuera el epítome de la doctrina en principio que, en Dios, el Hijo procede a través del intelecto y el Espíritu Santo a través de la voluntad. El Hijo es, en lenguaje de la Escritura, la imagen del Dios Invisible, su Palabra, Su sabiduría no creada. Dios se contempla a sí mismo y se conoce a sí mismo desde toda la eternidad y, al conocerse a sí mismo, Él forma dentro de sí una idea sustancial de sí y este pensamiento sustancial es su Palabra. Ahora bien, cada acto de conocimiento se logra por la producción en el intelecto de la representación de un objeto conocido; desde aquí, entonces el proceso ofrece una cierta analogía con la generación, la cual es la producción por un ser vivo de un ser participante de la misma naturaleza; y la analogía es mucho más sorprendente cuando es asunto de este acto de conocimiento Divino, el término eterno del cual es un ser sustancial, consustancial dentro del tema conocido. En cuanto al Espíritu Santo, de acuerdo a la doctrina común de los teólogos, Él procede a través de la voluntad. El Espíritu Santo, como lo indica su nombre, es santo en virtud de su origen, su espiración; por lo tanto, proviene de un principio santo; ahora bien, la santidad reside en la voluntad así como la sabiduría está en el intelecto. Esta es también la razón por la que es llamado a menudo par excellence, en los escritos de los Padres, amor y caridad. El Padre y el Hijo se aman desde toda la eternidad con un amor perfecto e inefable; el término de este amor infinito y fértil es su Espíritu, el cual es co eterno y co-sustancial con ellos. Sólo el Espíritu Santo no está obligado con la forma de su Procesión, precisamente por esta perfecta resemblanza a su principio, en otras palabras, por su consustancialidad; dado que querer o amar un objeto no implica formalmente la producción de su imagen inmanente en el alma que ama, sino una tendencia, un movimiento de la voluntad hacia la cosa amada para estar unido a él y disfrutarlo. Así, teniendo en cuenta la debilidad de nuestro intelecto al conocer, y la impropiedad de nuestras palabras para expresar los misterios de la vida Divina, si podemos captar cómo la palabra generación, liberada de todas las imperfecciones del orden material, puede ser aplicada por analogía a la Procesión de la Palabra, veremos que el término no puede, de ningún modo ser aplicado apropiadamente a la Procesión del Espíritu Santo.

Filioque

Habiendo tratado la parte que toma el Hijo en la Procesión del Espíritu Santo, estamos próximos a considerar la introducción de la expresión Filioque, dentro del Credo de Constantinopla. Se desconoce el autor de la adición, aunque su primer rastro se encuentra en España. El Filioque, fue sucesivamente introducido dentro del Símbolo del Concilio de Toledo en el año 447, entonces, en cumplimiento de una orden de otro sínodo efectuado en el mismo lugar en el año 589, fue incluido en el Credo Niceno-Constantinopolitano. Admitido también dentro del ”quicunque vult”, comenzó a aparecer en Francia en el siglo VIII. Fue cantado en el 767 en la capilla de Carlomagno en Gentilly, donde fue oído por embajadores de Constantino Coprónimo. Los griegos estaban impactados y protestaron; los latinos dieron explicaciones, a lo que siguieron muchas discusiones. El arzobispo de Aquileia, Paulino, defendió la adición en el Concilio de Friuli (796). Fue luego aceptado por un concilio celebrado en Aquisgrán (809). Sin embargo, como probó ser un obstáculo para los griegos, el Papa San León III, lo desaprobó y, aunque concordaba enteramente con los francos sobre la cuestión de la doctrina, aconsejó omitir la nueva palabra. El mismo dio origen a dos grandes planchas de plata, sobre las cuales se grabó el credo con la expresión disputada omitida, para ser erigidas en la Basílica de San Pedro. Su consejo fue desatendido por los francos; y, como la conducta y el cisma de Focio parecía justificar el que los occidentales le tuvieran más consideración a los sentimientos de los griegos, la adición de las palabras fue aceptada por la Iglesia Romana bajo el [[Papa Benedicto VIII (ct. Funk, "Kirchengeschichte", Paderborn, 2901, p. 243).

Los griegos siempre habían acusado a los latinos por hacer la adición. Consideraban que, bastante aparte de la cuestión doctrinal involucrada en la expresión, la inserción fue hecha violando el decreto del Concilio de Éfeso que prohibía a cualquiera "producir, escribir o componer una confesión de fe otra que la definida por los Padres de Nicea". Tal razón no resistiría examen. Suponiendo la verdad del dogma (establecida arriba), es inadmisible que la Iglesia pueda o pudiera haberse privado del derecho a mencionarlo en el símbolo. Si nos adherimos a la opinión, la cual posee fuertes argumentos de apoyo, que considera que los desarrollos del Credo en lo que respecta al Espíritu Santo fueron aprobados por el Concilio de Constantinopla (381), de inmediato podría establecerse que los obispos en Éfeso (431) ciertamente no pensaron en condenar o culpar a los de Constantinopla. Pero, dado el hecho que la expresión disputada fue autorizada por el Concilio de Calcedonia en el año 451, concluimos que la prohibición del Concilio de Éfeso nunca fue comprendida y no debe entenderse en un sentido absoluto. Podría ser considerada ya sea como doctrinal, o como un mero pronunciamiento disciplinario. En el primer caso, podría excluir cualquier adición o modificación opuesta, o discrepante con el depósito de la Revelación; y tal parece ser su importancia histórica pues fue propuesta y aceptada por los Padres en oposición a la formula manchada con Nestorianismo. Considerado el segundo caso como una medida disciplinaria, pudo vincular solo a aquellos que no eran depositarios del poder supremo en la Iglesia. Los últimos, en tanto es su deber enseñar la verdad revelada y preservarla del error, poseen autoridad Divina, el poder y el derecho de redactar y proponer a los fieles tales confesiones de fe como las circunstancias puedan demandar. Este derecho es tan ilimitado como inalienable.

Dones del Espíritu Santo

Este título y la teoría conectada a él, así como la teoría de los frutos del Espíritu Santo y la de los pecados contra el Espíritu Santo, implican lo que los teólogos llaman apropiación. Se entiende por este término el atribuir especialmente a una Persona Divina las perfecciones y las obras exteriores que nos parecen más clara e inmediatamente conectadas a El, cuando consideramos sus características personales, pero que en realidad son comunes a las Tres Personas. Es en este sentido que atribuimos al Padre, la perfección de omnipotencia con sus más impactantes manifestaciones, por ejemplo, la Creación, porque Él es el principio de las otras dos Personas; al Hijo le atribuimos la sabiduría y las obras de sabiduría, porque Él procede del Padre por el intelecto; al Espíritu Santo le atribuimos las operaciones de la gracia y la santificación de las almas y en particular, los dones y frutos espirituales, porque Él procede del Padre y del Hijo como su amor mutuo y en las Sagradas Escrituras se le llama la bondad y caridad de Dios.

Los dones del Espíritu Santo son de dos tipos: los primeros están especialmente destinados a la santificación de la persona que los recibe; los segundos, llamados más propiamente carismas, son favores extraordinarios otorgados para ayudar a otros, favores, también, los cuales no santifican por sí mismos, e incluso pueden estar separados de la gracia santificante. Los del primer tipo son un total de siete, como los enumera Isaías (11, 2-3) donde el profeta los ve y describe en el Mesías. Son los dones de sabiduría, entendimiento, consejo, fortaleza, ciencia y piedad (santidad) y temor del Señor.

  • El don de sabiduría, al despegarnos del mundo, nos hace apetecer y amar solo las cosas del cielo.
  • El don de entendimiento nos ayuda a captar las verdades de la religión en tanto sea necesario.
  • El don de consejo surge de la prudencia sobrenatural y nos permite ver y escoger correctamente aquello que ayudará más a la gloria de Dios y nuestra propia salvación.
  • El don de fortaleza nos concede el coraje para sobrellevar los obstáculos y dificultades que surgen en las prácticas de nuestros deberes religiosos.
  • El don de conocimiento nos muestra el camino a seguir y los peligros a evitar para alcanzar el cielo.
  • El don de piedad, al inspirarnos una tierna y filial confianza en Dios, nos hace abrazar con gozo todo aquello que atañe a su servicio.
  • Finalmente, el don de temor nos llena de respeto soberano por Dios, y nos hace temer, por sobre todas las cosas, ofenderlo.

En cuanto a la naturaleza interna de estos dones, los teólogos los consideran sobrenaturales y cualidades permanentes, los cuales nos hacen atentos a la voz de Dios, la cual nos hace susceptibles a las obras de la gracia actual, la cual nos hace amar las cosas de Dios, y, en consecuencia, nos hace más obedientes y dóciles a las inspiraciones del Espíritu Santo.

¿Pero, cómo difieren de las virtudes? Algunos escritores piensan que realmente no se distinguen, que ellos son virtudes en tanto los últimos son dones gratuitos de Dios y están esencialmente identificados con la gracia, la caridad y las virtudes. Esa opinión tiene el mérito particular de evitar una multiplicación de las entidades infusas dentro del alma. Otros escritores ven los dones como perfecciones de un orden superior al de las virtudes; las últimas, dicen, nos disponen a seguir el impulso y guía de la razón; los primeros están funcionalmente destinados a volver la voluntad obediente y dócil a las inspiraciones del Espíritu Santo. Para saber más sobre la primera opinión, vea Bellevue, "L'uvre du Saint-Esprit" (París, 1902), 99 ss.; y para la última, ver Santo Tomás, I-II, Q. LXVIII, a. 1, y Froget, "De lhabitation du SaintEsprit dans les âmes justes" (ParÍs, 1900), 378 ss.

Conocemos parcialmente los dones del segundo tipo, o carismas, a través de San Pablo y parcialmente de la historia de la Iglesia primitiva, en el seno de la cual Dios las concedió plenamente. De estas "manifestaciones del Espíritu", "todas estas cosas [que] uno y el mismo Espíritu obró, repartiendo a cada uno según su voluntad", el Apóstol nos habla, particularmente en 1 Cor. 12,6-11; 12,28-31; Rom. 12,6-8.

En el primero de estos tres pasajes vemos que se mencionan nueve carismas: el don de hablar con sabiduría, palabra de ciencia, fe, carisma de curaciones, el don de milagros, el don de profecía, el don de discernimiento de espíritus, el don de lenguas, el don de interpretar las lenguas. A esta lista, debemos añadir, por lo menos, como se encuentra en los otros dos pasajes indicados, el don de gobierno, el don de ayuda y tal vez lo que Pablo llama distributio y misericordia. Sin embargo, no todos los exégetas concuerdan en el número de carismas o la naturaleza de cada una de ellos; tiempo atrás, San Juan Crisóstomo y San Agustín habían señalado la oscuridad del tema. Adhiriéndonos a las opiniones más probables sobre el tema, debemos inmediatamente clasificar los carismas y explicar el significado de la mayoría de ellos como sigue. Forman cuatro grupos naturales:

  • Dos carismas que consideran la enseñanza de las cosas Divinas: sermo sapientiae, relativa a la exposición de los misterios superiores; y sermo scientiae, y la última relativa al cuerpo de las verdades cristianas.
  • Tres carismas que apoyan esta enseñanza: fides, gratia sanitatum, operatio virtutum. La fe de la que aquí se habla es la fe en el sentido usado por Mt. 17,19: la que obra maravillas; por lo que es, por así decirlo, una condición y parte de los dos dones mencionados con ella.
  • Cuatro carismas que sirven para edificar, exhortar y animar a los fieles y para desconcertar a los no creyentes: prophetia, discretio spirituum, genera linguarum, interpretatio sermonum. Estas cuatro parecen caer lógicamente dentro de dos grupos; pues la profecía, la cual es esencialmente una declaración inspirada sobre diferentes temas religiosos, siendo la declaración del futuro sólo de importancia secundaria, encuentra su complemento y, por así decirlo, se verifica en el don de discernimiento de espíritus; y ¿qué, como regla, sería el uso de glosolalia---el don de hablar en lenguas---si faltase el don de interpretarlas?

Finalmente está el carisma que parece tener por objeto la administración de asuntos temporales, en medio de obras de caridad: gubernationes, opitulationes, distributiones. A juzgar por el contexto, estos dones, aunque conferidos y útiles para la dirección y consuelo del prójimo, no necesariamente se encuentran en todos los superiores eclesiásticos.

Siendo los carismas un favor extraordinario y no un requisito para la santificación del individuo, no fueron otorgados indiscriminadamente a todos los cristianos. Sin embargo, en la Era Apostólica, eran comparativamente comunes, especialmente en las comunidades de Jerusalén, Roma y Corinto. La razón de esto es aparente: en las Iglesias nacientes los carismas eran extremadamente útiles e incluso moralmente necesarios para fortalecer la fe de los creyentes, para confundir a los infieles, para hacerlos reflexionar y compensar los falsos milagros con los cuales a veces prevalecían. San Pablo era cuidadoso (1 Cor. 12; 13; 14) para restringir autoritariamente el uso de estos carismas dentro de los fines para los cuales fueron concedidos, y por eso insistían en su subordinación al poder de la jerarquía. Cf Batiffol, "L’Eglise naissante et le catholicisme" (París, 1909), 36. (Vea carismas)

Frutos del Espíritu Santo

Algunos escritores extienden este término a todas las virtudes sobrenaturales, o más bien, a los actos de todas estas virtudes, en tanto son los resultados de la misteriosa obra del Espíritu Santo en nuestras almas por medio de su gracia. Pero, con Santo Tomás (I-II, Q. LXX, a.2) ordinariamente la palabra se restringe al significado de aquellas obras sobrenaturales que se hacen con gozo y paz en el alma. Es en este sentido que muchas autoridades aplican el término a la lista mencionada por San Pablo (Gál. 5,22-23): " En cambio, el fruto del Espíritu Santo es caridad, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, fe, modestia, continencia, castidad.” Más aún, no hay dudas que esta lista de doce---tres de las doce no aparecen en varios manuscritos griegos y latinos---no se debe tomar en un sentido estrictamente limitado, sino, de acuerdo a las reglas del lenguaje bíblico, como capaces de ser extendida para incluir todos los actos de carácter similar. Es por eso que el Doctor Angélico dice: "Todo acto virtuoso que el hombre realiza con placer es un fruto".

Los frutos del Espíritu Santo no son hábitos, cualidades permanentes, sino actos. Por lo tanto, no pueden ser confundidos con las virtudes y los dones, de los cuales se distinguen como el efecto es a su causa, o el arroyo es a su fuente. La caridad, paciencia, mansedumbre, etc., de las cuales habla el Apóstol en este pasaje, no son las virtudes mismas, sino más bien sus actos u operaciones; pues, por muy perfectas que sean las virtudes, no pueden ser consideradas como los efectos finales de la gracia, siendo en sí mismas destinadas, en tanto son principios activos, a producir algo más, es decir, sus actos. Aún más, para que se justifique totalmente el nombre metafórico de frutos de estos actos, deben pertenecer a aquella clase (de actos) que son desempeñados con facilidad y placer; en otras palabras, la dificultad involucrada en desempeñarlos debe desaparecer en presencia del deleite y satisfacción que resulta del bien logrado.

Pecados contra el Espíritu Santo

El pecado o blasfemia contra el Espíritu Santo es mencionado en Mt. 12,22-32; Mc. 3,22-30; Lc. 12,10 (cf. 11,14-23); y en todas partes Cristo declara que no será perdonado. ¿En qué consiste?. Si examinamos todos los pasajes aludidos, no hay muchas dudas sobre la respuesta. Por ejemplo, tomemos en cuenta el relato de San Mateo, el cual es más completo que el de los otros Sinópticos. Le trajeron a Cristo "un endemoniado ciego y mudo. Y le curó, de suerte que el mudo hablaba y veía.” Mientras, la muchedumbre admirada se preguntaba "¿No será éste el Hijo de David?". Los fariseos, dando paso a sus celos habituales y cerrando sus ojos a la luz de la evidencia, dijeron: "Este no expulsa los demonios más que por Beelzebul, príncipe de los demonios". Luego Jesús les prueba este absurdo y, consecuentemente, la malicia de su explicación; les muestra que es por el “Espíritu de Dios” que el arroja fuera los demonios, y luego concluye: “Por eso os digo: todo pecado y blasfemia se le perdonará a los hombres, pero la blasfemia contra el Espíritu Santo no será perdonada. Y al que diga una palabra contra el Hijo del Hombre, se le perdonará; pero al que la diga contra el Espíritu Santo, no se le perdonará ni en este mundo ni en el otro.”

Por lo tanto, pecar contra el Espíritu Santo es confundirlo con el espíritu del mal, es negarle, por pura malicia, el carácter divino a obras manifiestamente divinas. Es en este sentido que San Marcos también define el tema del pecado; pues, luego de repetir las palabras del Maestro: "Pero el que blasfeme al Espíritu Santo, no tendrá jamás perdón" inmediatamente después agrega: "Y justamente ese era su pecado cuando decían: está poseído por un espíritu inmundo". Jesús contrasta con este pecado de pura y categórica malicia el pecado "contra el Hijo del Hombre", es decir, el pecado cometido contra Él mismo como hombre, el mal hecho a su humanidad al juzgarlo por su humilde y pobre apariencia. Esta falta, distinta a la primera, puede ser excusada como resultado de la ignorancia e incomprensión humanas.

Pero los Padres de la Iglesia, comentando los textos del Evangelio que hemos tratado, no se quedaron solo con los significados dados arriba. Ya sea que desearan agrupar todos los casos objetivamente análogos, o ya sea que vacilaban y titubeaban al enfrentarse a este punto de la doctrina, que San Agustín declara (Serm. II de verbis Domini, c.V) una de las más difíciles en la Escritura, propusieron diferentes interpretaciones o explicaciones.

Santo Tomás, a quien podemos seguir confiados, provee un buen resumen de opiniones en II-II, Q XIV. Él plantea que la blasfemia contra el Espíritu Santo fue y puede ser explicada en tres formas:

  • A veces, y en su significado más literal, se ha tomado como que significa el pronunciamiento un insulto contra el Espíritu Divino, aplicando la apelación ya sea al Espíritu Santo o a todas las Tres Divinas Personas. Este era el pecado de los fariseos, quienes hablaron al principio contra "el Hijo del hombre" criticando las obras y comportamiento humanos de Jesús, acusándolo de amar el regocijo y el vino, de asociarse con los publicanos y quienes luego, con indudable mala fe, calumniaron sus obras divinas obras, los milagros que realizó en virtud de su propia Divinidad.
  • Por otro lado, San Agustín, frecuentemente explica la blasfemia contra el Espíritu Santo como impenitencia final, la perseverancia hasta la muerte en pecado mortal. Esta impenitencia es contra el Espíritu Santo en el sentido que frustra y es absolutamente opuesta al perdón de los pecados, y este perdón se apropia al Espíritu Santo, el mutuo amor del Padre y el Hijo. En esta perspectiva, Jesús, en Mateo 12 y Marcos 3 realmente no acusaba a los fariseos de blasfemar contra el Espíritu Santo; Él solo les advierte contra el peligro en que se encontraban al hacerlo.
  • Finalmente, varios Padres, y luego de ellos, muchos teólogos escolásticos, aplican la expresión a todos los pecados directamente opuestos a aquella cualidad que es, por apropiación, la cualidad característica de la Tercera Persona Divina. La caridad y la bondad se atribuyen especialmente al Espíritu Santo, como el poder es al Padre y la sabiduría al Hijo. Entonces, así como llamaron pecados contra el Padre aquellos que resultan de la fragilidad, los pecados contra el Hijo aquellos que nacen de la ignorancia, así los pecados contra el Espíritu Santo son aquellos que son cometidos con absoluta malicia, ya sea por desprecio o rechazo de las inspiraciones e impulsos que, habiendo sido animados en el alma del hombre por el Espíritu Santo, pudieran haberlo desviado o librado del mal.

Es fácil ver cómo esta amplia explicación se ajusta a todas las circunstancias del caso donde Cristo dirige sus palabras a los fariseos. Estos pecados son considerados comúnmente seis: desesperanza, presunción, impenitencia o una fija determinación a no arrepentirse, obstinación, resistencia a la verdad conocida y la envidia por el bienestar espiritual de otro.

Se dice que los pecados contra el Espíritu Santo son imperdonables, aunque el significado de esta afirmación variará bastante de acuerdo a cuál de las tres explicaciones dadas mas arriba es aceptada. En cuanto a la impenitencia final, esto es absoluto, lo cual se entiende fácilmente, pues incluso Dios no puede perdonar donde no hay arrepentimiento y el momento de la muerte es el instante fatal después del cual no se perdona ningún pecado mortal. San Agustín sostuvo que el pecado contra el Espíritu Santo es solamente el de la impenitencia final porque consideró que las palabras de Cristo implicaban la absoluta inperdonabilidad. En las otras dos explicaciones, de acuerdo a Santo Tomás, el pecado contra el Espíritu Santo es perdonable---no siempre ni absolutamente, sino en la medida que (considerado en sí mismo) no tenga reclamos ni circunstancias extenuantes, que tiendan hacia el perdón, que puedan ser alegados en el caso de pecados de debilidad e ignorancia. Aquel que, por pura y deliberada malicia, se niegue a reconocer la obra manifiesta de Dios, o rechace los medios de salvación necesarios, actúa exactamente igual al hombre enfermo que no solo rehúsa toda medicina y alimento, sino que hacer todo lo que está en su poder para aumentar su enfermedad, y cuyo mal se torna incurable debido a su propia acción. Es verdad que en cualquier caso Dios podría, por un milagro, vencer el mal; El podría, por su propia omnipotente intervención, ya sea anular las causas naturales de la muerte corporal, o cambiar radicalmente la voluntad del pecador porfiado, pero tal intervención no estaría de acuerdo con su providencia ordinaria; y si Él le permite actuar a las causas secundarias, si El le ofrece al libre albedrío humano la gracia ordinaria pero suficiente, ¿quién podría tener motivo de queja? En una palabra, la imperdonabilidad de los pecados contra el Espíritu Santo es exclusivamente de parte del pecador, debido a los actos del pecador.


Bibliografía: Sobre el dogma vea: SANTO TOMÁS, Summa Theol., I, Q. XXXVI-XLIII; FRANZELIN, De Deo Trino (RomA, 1881); C. PESCH, Pælectiones dogmaticæ, II (FriburgO im Br., 1895) POHLE, Lehrbuch der Dogmatik, I (Paderborn, 1902); TANQUEREY, Synop. Theol. dogm. spec., I, II (Roma, 1907-8). Respecto a los argumentos bíblicos para el dogma: WINSTANLEY, Spirit in the New Testament (Cambridge, 1908); LEMONNYER, Epîtres de S. Paul, I (París, 1905). Respecto a la tradición: PETAVIO, De Deo Trino in his Dogmata theologica; SCHWANE, Dogmengeschichte, I (Friburgo im Br., 1892); DE REGNON, Etudes théologiques sur la Sainte Trinité (París, 1892); TIXERONT, Hist. Des dogmes, I (París, 1905); TURMEL, Hist. de la théol. positive (París, 1904).

Fuente: Forget, Jacques. "Holy Ghost." The Catholic Encyclopedia. Vol. 7. New York: Robert Appleton Company, 1910. <http://www.newadvent.org/cathen/07409a.htm>.

Traducido por Carolina Eyzaguirre A. L H M.