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Viernes, 22 de noviembre de 2024

Ecumenismo

De Enciclopedia Católica

Revisión de 12:23 22 dic 2010 por Luz María Hernández Medina (Discusión | contribuciones) (Principios de la Unidad de la Iglesia)

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Al resumir en este artículo los varios asuntos que atañen sobre el asunto de la unidad de la cristiandad, su falta presente, y las esperanzas de su restauración, se considerarán los siguientes puntos:

Introducción

La Iglesia Católica es por mucho la más grande, la más extendida y la más antigua de las comuniones cristianas en el mundo, y además es el tronco poderoso de donde se separaron en un tiempo u otro las otras comuniones auto-denominadas cristianas. Entonces, si limitamos la aplicación del término “cristiandad” a esto, su expresión más auténtica, la unidad de la cristiandad no es un ideal perdido que debe ser recuperado, sino una realidad estupenda que siempre ha estado en posición estable. Pues no sólo esta Iglesia Católica ha enseñado siempre que la unidad es la nota esencial de la verdadera Iglesia de Cristo, sino que a través de su larga historia ella se ha distinguido, para sorpresa del mundo, por la más conspicua unidad de fe y gobierno; y todo esto a pesar de que en todo tiempo ha abarcado dentro de su redil nacionalidades de los más diversos temperamentos, y ha tenido que luchar con incesantes oscilaciones de especulación mental y poder político. Aun así, en otro y más amplio sentido del término, el cual es el más usual y es el seguido en este artículo, la cristiandad incluye no sólo a la Iglesia Católica, sino, junto con ella, las muchas otras comuniones religiosas que se han separado de ella directa o indirectamente, y aun así, aunque tanto en conflicto con ella como entre ellas mismas sobre varios puntos de doctrina y práctica, concuerdan con ella en esto: que todas ven a Nuestro Señor Jesucristo como el fundador de su fe, y reclaman que su enseñanza es la regla de sus vidas. Puesto que cuando estas comunidades separadas se juntan todas suman un vasto número de almas, entre las cuales hay muchas que son notables por su seriedad religiosa, esta extensión del término “cristiandad” para incluirlas a todas tiene su sólida justificación. Por otro lado, si se acepta, ya no se hace posible hablar de la unidad de la cristiandad, sino más bien de una cristiandad rota por divisiones y que ofrece a los ojos el más triste espectáculo. Y entonces surge la pregunta: ¿Continuará este escándalo por siempre? La Santa Sede nunca se ha cansado de apelar a tiempo y a destiempo por su remoción, pero sin encontrar mucha respuesta de un mundo que ha aprendido a vivir contento dentro de sus encerramientos sectarios. Felizmente un nuevo espíritu ha venido últimamente sobre estos cristianos disidentes, muchos de los cuales se están volviendo agudamente sensitivos a los efectos paralizantes de la división y ha surgido un movimiento de reconciliación activo. Si está lejos de estar tan expandido y sólido como uno quisiera, por lo menos lo acarician mentes devotas en ambos lados.

Principios de la Unidad de la Iglesia

Según Determinados por Cristo

Debemos acudir, en primer lugar, a los Evangelios si deseamos conocer las intenciones de su fundador en cuanto a los elementos fundamentales en la constitución de la Iglesia, y las instrucciones que les dio a sus Apóstoles no nos dejan dudas sobre el asunto. Sus últimas palabras, según reportadas por San Mateo, son: “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos (metheteusate) míos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo.” (28,19-20). El relato de San Marcos es a los mismos efectos, pero añade detalles importantes: “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación. El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea (ho de apistedaz), se condenará. Estas son las señales que acompañarán a los que crean: en mi nombre expulsarán demonios, hablarán en lenguas nuevas, agarrarán serpientes en sus manos y aunque beban veneno no les hará daño; impondrán las manos sobre los enfermos y se sanarán… Ellos salieron a predicar por todas partes, colaborando el Señor con ellos y confirmando la Palabra con las señales que la acompañaban.” (16,15-20).

En Hechos 1,8, San Lucas conserva palabras de Cristo que se adaptan a estos dos relatos: “Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra.”; mientras que en su Evangelio este evangelista registró cómo Jesucristo, después de su Resurrección, en los discursos a sus discípulos enumeró entre los principales hechos doctrinales a ser atestiguados por sus Apóstoles y predicado a través del mundo, el cumplimiento en Jesús de las profecías del Antiguo Testamento, y la remisión de pecados a través de su Nombre: “Estas son aquellas palabras mías que os hablé cuando todavía estaba con vosotros. Es necesario que se cumpla todo lo que está escrito en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos acerca de mí… Y les dijo: Así está escrito que el Cristo padeciera y resucitara e entre los muertos al tercer día y se predicara en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las naciones, empezando desde Jerusalén. Vosotros sois testigos de estas cosas. Yo voy a enviar sobre vosotros la Promesa (don) de mi Padre. Por vuestra parte permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto” (24,44-49).

Además, volviendo a San Mateo, este evangelista nos dice, en un pasaje muy impresionante íntimamente relacionado con el plan de su Evangelio, que Cristo proveyó para la unidad de acción entre sus Apóstoles al nombrar a uno de ellos para ser el líder de sus hermanos, y al asignarle una relación única con el edificio espiritual que estaba erigiendo. “Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos” (16,18-19). San Lucas (22,31-32) tiene palabras dichas en el cenáculo que implican este nombramiento previo de San Pedro, al describir en otros términos el mismo firme apoyo firme que él tendría para comunicar la fe a la Iglesia. “¡Simón, Simón! Mira que Satanás ha solicitado el poder cribaros como trigo; pero yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca. Y tú, cuando hayas vuelto (o puede significar, “haz tú lo mismo”), confirma a tus hermanos.”

San Juan, cuyo Evangelio sigue una línea diferente de los Sinópticos, y que parece seleccionar para la narración hechos y palabras de Cristo no registrados anteriormente que arrojen una luz más clara sobre lo que los otros dieron, nos dice que la reiteración final de Cristo a la comisión de San Pedro se hizo necesaria quizás para reafirmarlo después de su caída y profundo arrepentimiento, y para confiarle de nuevo el cargo pastoral supremo de todo el rebaño. “Simón de Juan, ¿me amas más que éstos? Apacienta mis corderos… sé pastor de mi rebaño” (21,15-17). También a San Juan le debemos nuestro conocimiento de un hecho que concuerda bien con las palabras “Estaré siempre con ustedes”, informado por San Mateo; pues él testifica que en la Última Cena Jesús prometió enviar el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, y “que dará testimonio de mí” (15,26) y “os guiará hasta la verdad completa” (16,13); y que también en esa misma ocasión Él pronunció una oración eficaz por sus discípulos y “aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí, para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado” (17,20-23).

Si estuviésemos argumentando con los críticos racionalistas, tendríamos que encontrarnos con su negativa a admitir la autenticidad de mucho de lo que dicen estos pasajes, pero el asunto de la reunión es práctico sólo para aquéllos que aceptan completamente y en todos los aspectos la autoridad de las Escrituras canónicas. Si entonces tomamos estos pasajes juntos como declaraciones de la misma voz divina, que nos llega a través de diferentes canales, llegamos a la irresistible conclusión que la Iglesia fue fundada por Cristo sobre el principio de una revelación a la cual, según atestiguada por la Palabra de Dios, sus destinatarios le deben asentimiento incuestionable; sobre el principio de una autoridad comunicada por Cristo a sus representantes elegidos a quienes nombró maestros del mundo, y a quienes el mundo debe rendir obediencia de fe; y sobre el principio de una comunión religiosa única, bajo el mandato de estos maestros y sus sucesores debidamente nombrados, cuya admisión es a través de la puerta del bautismo y adherencia a lo que se impone a todos bajo las sanciones más solemnes. Pues:

• el deber de los oyentes es simplemente creer lo que los Apóstoles impartieron como enseñanza derivada de Jesucristo, sin permitir incredulidad basada en que la enseñanza apostólica no se encomienda a sí misma al juicio del discípulo; y este deber se declara ser tan imperativo que su cumplimiento sitúa al hombre en el camino de la salvación, pero el ignorarlo lo coloca en el camino de la condenación divina ---lo cual implica que, puesto que esta enseñanza viene esencialmente de Cristo, ese hecho en sí mismo se debe afirmar para dar al discípulo una mejor garantía de verdad que el que ningún otro razonamiento propio le podría dar.

• Cristo envía a sus Apóstoles del mismo modo que su Padre lo envió a Él, y al jefe de ellos le dio las llaves del Reino de los Cielos con un poder de mucho alcance para hacer leyes vinculantes que deben significar que Él los envía a continuar la obra que Él comenzó, a hacer discípulos como Él los hizo, y a gobernarlos en el espíritu del Buen Pastor como lo fue Él; en consecuencia, le delegó a estos Apóstoles la porción de su autoridad que consideró necesaria para el descargo de su comisión universal.

• La comunidad así formada por los maestros apostólicos y sus discípulos fue necesariamente una por un doble vínculo de unión, en la medida en que la enseñanza, siendo de Dios, era necesariamente una, y la fe con la que tenía que ser recibida era correspondientemente una, puesto que, como la sociedad visible en la cual todos los bautizados eran esencialmente uno, al estar bajo el gobierno de un cuerpo de pastores unidos bajo la presidencia de una cabeza visible única.

• Las palabras “Yo estaré con ustedes por siempre hasta la consumación del mundo”, prueban, lo que ciertamente era presumible por la naturaleza del caso, que Cristo estaba instituyendo un sistema no destinado sólo a la generación apostólica, sino para todas las generaciones futuras, y por lo tanto que se estaba dirigiendo a sus Apóstoles, no sólo como a once hombres individuales, sino como hombres que, con sus sucesores legítimos, formaban una personalidad moral destinada a perdurar a través de las épocas.

• De los textos antes citados podemos deducir que la revelación traída del cielo de este modo e impartida al mundo para ser el medio de su salvación no estaba confinada a unas pocas máximas éticas, iluminada por el esplendor de un ejemplo superior y de tal simplicidad que todos los hombres de todas las épocas pudieran reconciliarlas sin dificultad sobre las bases de su razón personal. Por el contrario, está expresada en términos de un alcance ilimitado---“enseñándoles todo lo que he mandado”---y se declara explícitamente que contiene primero y sobre todo en el todo de su doctrina el misterio que sobrepasa todas las demás en una especulación humana desconcertante, es decir, el misterio de la Santísima Trinidad---“bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”---en otras palabras, puesto que este es el significado, dedicándolos por el bautismo al culto de (eis to honoma), y por lo tanto a creer en la Unidad de la Trinidad.

• Al mismo tiempo, que la mente humana, al dar así su asentimiento a doctrinas tan difíciles de concebir no puede hacer violencia a su propia naturaleza racional, los pasajes anteriores nos hablan de la promesa del Espíritu a cumplirse para siempre en la Iglesia, para orientar en todo momento la mente del cuerpo docente, organizado bajo su cabeza visible, de modo que siempre se abstenga de corromper la sagrada doctrina, y de presentarla para su aceptación en una forma ajena a su pureza original.

• Por último, para que podamos entender la vital importancia de esta unidad de comunión, de esta unidad de verdad, para la debida realización de la obra de la Iglesia, tenemos la oración de Cristo a su Padre para enseñarnos que su exhibición estaba destinada a brindar al mundo la prueba más marcada y convincente de la divinidad de la religión cristiana: “Que como el Padre está en mí y yo estoy en Él, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que Tú me has enviado.” (Juan 17,21). Podemos apreciar el carácter de este motivo, nosotros los que vivimos en una época cuando se nos arroja a la cara las divisiones de la cristiandad como evidencia de la incertidumbre sobre la que descansan las pretensiones cristianas. Vemos cómo facilitaría la obra cristiana en casa y en el campo misionero, si pudiésemos todavía decir, como en tiempos de los Apóstoles, “La universalidad de los creyentes son de un corazón y de una sola alma.” Podemos entender cómo los observadores perspicaces, sopesando la tendencia natural de la mente humana a diferir, en presencia de tal universo unido, estarían contento en exclamar: “Esto es algo que sobrepasa el poder de la naturaleza; aquí está la mano de Dios.”

Según los entendieron los Apóstoles y sus discípulos

En los Hechos y las Epístolas tenemos un registro del modo en que los Apóstoles entendieron su comisión, y es obvio que ambas cosas corresponden. Luego de recibir el don prometido del Espíritu, los Apóstoles emprenden confiadamente su predicación. Pedro es su líder y, en aquellos tiempos primitivos, también su portavoz por el momento para colocar a sus hermanos apóstoles casi completamente en la sombra. Incluso San Juan, tan grande como fue y, cómo podemos ver al comparar los escritos de ambos, intelectualmente muy superior a San Pedro, va con él como compañero silencioso, ilustrando así la integridad de la unión que mantenía unido al grupo apostólico. En su predicación San Pedro sigue un plan fácilmente reconocible. Primero busca acreditarse a sí mismo y a sus colegas al apelar al carácter de su Maestro, cuya vida había transcurrido a la vista de la gente de Jerusalén. Él era Jesús de Nazaret, “un hombre acreditado por Dios entre vosotros con milagros, prodigios y señales que Dios hizo por su medio entre vosotros” (Hch. 2,22). Uno, por lo tanto, a cuya enseñanza la gente estaba obligada a atender y cuyos representantes estaban obligados a recibir. Es cierto que aquél que había sido así aprobado por Dios entre ellos había caído luego en manos de hombres malvados que lo habían asesinado, surgiendo de ese modo signos de debilidad difíciles de reconciliar con tan estupendas pretensiones. Pero ellos sabían que los Doce que se dirigían ahora al pueblo habían sido todos y cada uno compañeros del Señor Jesús en sus entradas y salidas todo el tiempo desde que fue bautizado por Juan (Hch. 1,21-22); y éstos podían testificar por propia y personal experiencia que todo lo que le había sobrevenido a su Maestro, lejos de ser un signo real de debilidad, había sido ordenado para su glorificación “según el determinado designio y previo conocimiento de Dios”, quien, luego de permitir la muerte de su Hijo por amor a nosotros, lo “ resucitó” de entre los muertos, de lo cual ellos, los Apóstoles, eran los testigos (Hch. 2,33), así como lo eran también de su subsiguiente Ascensión.

Al haber declarado y autenticado así su comisión, y al haber recibido una posterior confirmación de ella por los milagros obrados a través de su intercesión (Hch. 4,10.29.30; 5,12.16), los cuales causaron una profunda impresión en el pueblo, tomaron una posición de la mayor autoridad (Hch. 5,32), proclamaron las enseñanzas de su Maestro, y sobre la fe de su única palabra, demandaron fe en ella y obediencia a sus requisitos. “Sepa pues con certeza toda la Casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado. Convertíos y que cada uno se vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo” (Hch. 2,36.38). Así enseñaron y reclamaron credibilidad, y así llamaron a sus oyentes a entrar en la Iglesia naciente a través del bautismo y a ser discípulos bajo la instrucción y gobierno apostólico, lo cual hicieron gran número de oyentes. Se nos dice que el mismo día de Pentecostés entraron a la Iglesia tres mil almas (Hch. 11,41), cuyo número, a los pocos días, tras otro discurso de San Pedro, subió a la cifra de cinco mil, y a partir de ahí la multitud creció sin interrupción, no sólo en Jerusalén sino en Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra (4,4). En estricta conformidad con las palabras de Cristo (hagan discípulos en todas las naciones… los que crean y se bauticen se salvarán) los que se unieron a los Apóstoles se describen invariablemente como “creyentes) (pistoi, Hch. 10,45), o además como “discípulos” (mathetai, Hch. 9,1; 11,26; 16,1), o en otros lugares como “los que son salvados” (sozomenoi, Hch. 2,47, 1 Cor. 1,18). La Iglesia se fundó sobre dichos principios y de ellos surgieron la unidad de fe y comunión. "Acudían”, leemos, “asiduamente a la enseñanza de los Apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones” ( Hch. 2,42); y de nuevo “la multitud de los creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma” (4,32).

Ciertamente luego surgieron disputas que llevaron a situaciones críticas, lo cual era de esperarse, pues las mentes humanas necesariamente abordan asuntos que retan su atención desde el punto de vista de sus propios antecedentes, lo que significa que sus juicios son capaces de ser parciales y diferir. Pero el punto a señalar es que en esos tiempos se reconocía universalmente que la autoridad de los Apóstoles era competente para decidir tales controversias y para demandar obediencia a sus decretos. En consecuencia, hubo controversias que no rompieron los lazos de comunión, sino que más bien los fortalecieron al producir declaraciones más claras de las verdades a las que todos los creyentes estaban comprometidos por su fe. Un ejemplo de una controversia con final feliz fue el que aparece en el capítulo 15 de los Hechos. Es una ilustración valiosa de lo que se ha dicho, pues fue zanjada por la autoridad de los Apóstoles, quienes se reunieron para considerarla, y terminaron afirmando la igualdad de judíos y gentiles en la Iglesia cristiana, junto con la no necesidad de la circuncisión como una condición para participar en la plenitud de sus beneficios; y con la recomendación a los gentiles conversos a una cierta concesión (aparentemente temporera) a los sentimientos judíos que podrían suavizar las dificultades de su mutua interacción. “Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros” (15,28) fue la base sobre la que los Apóstoles reclamaron obediencia a sus decretos, estableciendo con ello un tipo de procedimiento y lenguaje que los gobernantes subsiguientes de la Iglesia han seguido consistentemente.

De la segunda parte de los Hechos y de los restantes libros del Nuevo Testamento tenemos los medios para determinar cómo San Pablo y los demás Apóstoles concibieron su misión y autoridad. Está claro que ellos también se consideraban que Jesucristo les había investido con autoridad tanto de enseñar como gobernar; que ellos, también, esperaban y recibían en cada lugar un asentimiento a su enseñanza e igual obediencia a sus órdenes de parte de sus discípulos, que sólo por este medio se mantenían juntos en la unidad de la única indivisa e indivisible Iglesia que los Apóstoles habían fundado. Los siguientes textos se pueden consultar en este punto, pero para nuestro presente propósito no es necesario más que referirse a ellos: Hch. 15,28; Rom. 1,5; 15,18.19; 16,19.26; 1 Cor. 4,17-21; 5,1-5; 15,11; 2 Cor. 5,9; 10,5.8; 13,2.10; Ef. 2,20; 4,4-6.11.12; 1 Tes. 2,13; 4,1-3.8; 2 Tes. 1,7-10; 2,15; 3,6.14; 1 Tim. 1,20; 3,15; 2 Tim. 2,2; Tito 2,15; Heb. 13,7-9; 1 Juan 4,6; 3 Jn. 10; Judas 17,20. Sin embargo, no debemos pasar por alto la jubilosa descripción de San Pablo de esta unidad en su Epístola a los Efesios, destacándose tan conspicuamente como lo hace en los escritos del Nuevo Testamento, para convencernos de su profundo significado, su muy penetrante carácter, y los sólidos cimientos sobre la que fue creada: "Un solo cuerpo, un solo Espíritu, una esperanza, un solo Señor, una fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos." (Ef. 4,5). Tal fue el espectáculo de la unidad de los cristianos nacida de la predicación apostólica, que se presentaba a los ojos del extasiado Apóstol unos treinta años desde el momento en que San Pedro predicó su primer sermón en el domingo de Pentecostés.

Según se le opusieron los primeros herejes

Para reclamar esta unidad maravillosa como distintivo de los seguidores de Jesucristo en los días apostólicos no se puede olvidar que hubo excepciones tristes a la regla general. En efecto, ciertamente hubo entonces comuniones rivales que, al tiempo que afirmaban ser cristianas, se mantenían en formal oposición a la Iglesia de los Apóstoles. Tertuliano afirmó expresamente (Adv. Marcion., IV, V) que los marcionitas, a mediados del siglo II, fueron los primeros que, al ser expulsados de la Iglesia Católica, crearon una iglesia oponente para expresar sus peculiares puntos de vista. Antes de ese tiempo los disidentes se contentaban con la formación de partidos y escuelas de pensamiento, y de este modo de separación, que bastó para poner a los hombres fuera de la Iglesia, encontramos vestigios claros en los escritos del Nuevo Testamento, junto con las predicciones de que el mal así originado se acentuaría más en los tiempos venideros. Hombres de lo que hoy se llamaría temperamento independiente estaban insatisfechos con la enseñanza de los Apóstoles en algunos puntos, y se negaban a aceptarla sin mayor garantía que la mera "palabra de un apóstol". Así, podemos recoger de la Epístola a los Gálatas que, a pesar de la decisión del Concilio de Jerusalén, seguía habiendo un partido que insistía en que la observancia de la Ley judía era obligatoria para los cristianos gentiles; y de la Epístola a los Colosenses, que había asimismo un partido judío, probablemente de origen helenístico, que mezclaba la insistencia en la legalidad judía con un culto supersticioso a los ángeles (Col. 2,18). En Éfeso podemos detectar los adeptos de un gnosticismo incipiente en las advertencias de San Pablo en contra de prestar atención a las "fábulas y genealogías interminables" (1 Tim. 1,4) y contra "las palabrerías profanas y las objeciones a la “ falsamente llamada ‘gnosis’" (1 Tim. 6,20). Se mencionan por nombre a Himeneo y Alejandro, los cuales negaban la resurrección de la carne en el último día (2 Tim. 2,18; Cf. 1 Cor. 15,12). San Juan nos dice en Apocalipsis 2,6.15), que los nicolaítas parecen haber caído en una especie de mezcla oriental de inmoralidad y culto; y en su Segunda Epístola (v. 7, Cf. 1 Juan 4,2), advierte a sus lectores que muchos "seductores han salido al mundo" que no confiesan que Jesucristo ha venido en carne, a los que los historiadores eclesiásticos relacionan con los docetas de Cerinto.

Nuestros modernos admiradores de las iglesias comprehensivas considerarían la coexistencia lado a lado de estas creencias con las de los Apóstoles como un signo saludable de la actividad mental en esas primeras comunidades cristianas; y es instructivo comparar tales juicios modernos con los de los Apóstoles, porque la comparación nos permite comprender mejor cuán fuerte era el sentimiento de estos últimos en cuanto a la importancia esencial de basar la unidad de comunión en la adhesión a la doctrina de los Apóstoles, y en cuanto a lo extremo pecaminoso de disentir de ella. Así, San Pablo llama a estas doctrinas extrañas "fábulas profanas y cuentos de viejas" (1 Tim. 4,7), "doctrinas diabólicas” (ibid. 2), y “palabrerías profanas… que irán cundiendo como gangrena” (2 Tim. 2,17). San Pedro las llama “fábulas ingeniosas” (2 Pedro 1,16), y, en un pasaje donde la palabra “herejía” bajo influencias cristianas ya había adquirido su significado tradicional, “herejías perniciosas” o “herejías que conducen a la condenación” (ibid. 2,1).

San Pablo llama a los predicadores de estas herejías "hombres de inteligencia corrompida” (1 Tim. 6,5), que "por la hipocresía de embaucadores tienen marcada a fuego su propia conciencia" (1 Tim. 4,2). San Pedro los llama "falsos maestros que… negando al Dueño que los adquirió, atraerán sobre sí una rápida destrucción” (3 Pedro 2,1), y San Juan los llama "anticristos" (2 Juan 7; 1 Juan 2,18; 4,3). Por otra parte, lejos de querer tolerar a tales personas en la Iglesia, San Pablo advierte a los fieles a evitarlas (Rom. 16,17), exhorta a los que están al mando de las Iglesias a echar fuera a los herejes recalcitrantes, como uno que está "pervertido y peca condenado por su propia sentencia” (Tito 3,10.11), y, en un caso particular, le dice a San Timoteo que él le ha "entregado" dos de tales herejes "a Satanás"---es decir, que los expulsó de la Iglesia---"para que aprendiesen a no blasfemar" (1 Tim. 1,20). Por último, San Juan es más severo hacia los cristianos de Pérgamo por no ocuparse en expulsar de su seno a dos clases de herejes, a los que describe (Apoc. 2,14-15).

Resumen: En resumen, de acuerdo con la enseñanza y el registro de las Escrituras, la Iglesia es una en todas partes con una unidad que es querida por Cristo por su propia cuenta como conviene a los hijos obedientes de un solo Dios, un solo Señor y un solo Espíritu, y del mismo modo, como el resultado necesario de la fiel adhesión por parte de sus miembros a la enseñanza concordante de los que él designó para ser sus gobernantes, y a quienes el Espíritu Santo conserva en toda verdad. Aún así, ya que se deja libre a cada uno de aceptar o rechazar esta enseñanza, esta sana doctrina, al parecer había, lado a lado con el cuerpo general de los verdaderos creyentes, algunos grupos pequeños que tenían doctrinas extrañas, por las cuales fueron rechazados de la comunión de la única Iglesia, y estos se consideró que ellos mismos se colocaron fuera de los límites de la salvación. Sin embargo, no hay rastro de cualquier tercera clase, separados de la comunión de sus hermanos, pero que aún se consideren miembros de la Iglesia verdadera.

Unidad de la Iglesia Primitiva

En los escritos de los primeros Padres, que contienen su testimonio sobre la naturaleza de la Iglesia tal como era en sus días, nos encontramos que los mismos principios formativos que modelaron sus orígenes continuaron determinando el carácter de su estructura y el espíritu característico de sus miembros. La Iglesia ahora se ha expandido ampliamente a través de las regiones conocidas del mundo, pero sigue siendo, como en los días de San Pablo, una y la misma en todas partes, todos sus miembros en cualquier lugar están unidos en la profesión de la misma fe, en la participación de los mismos Sacramentos, y en obediencia a pastores que forman un cuerpo y que están unidos por el vínculo de una íntima solidaridad. Nos enteramos también por estos testigos contemporáneos que el principio de esta notable unidad sigue siendo la de una estricta adhesión a la doctrina de los Apóstoles, pero aquí entra en juego un nuevo elemento de la naturaleza del caso. Ya los Apóstoles no viven para proclamar su doctrina, sino que puede obtenerse, sin embargo, con seguridad perfecta de la tradición apostólica. En otras palabras, se nos ha transmitido incorrupta por la transmisión oral a través de las líneas de los obispos que son los sucesores debidamente designados de los Apóstoles, y quienes, como ellos, están protegidos en su labor docente por la ayuda del Espíritu Santo.

Así, la palabra tradición adquiere ahora prominencia, y, justo como le dijo San Pablo a Timoteo, “guarda el depósito" (1 Tim. 6,20), es decir, la doctrina sagrada que el apóstol le confió como un depósito sagrado, por lo que los Padres de la Iglesia dicen: "mantengan la tradición." Esta es siempre su primera y más decisiva prueba de la sana doctrina, no lo que se encomienda a sí mismo a la razón del individuo o a su partido, sino lo que es sancionado por la tradición apostólica; y para la determinación de esta tradición los Padres de los siglos II y III refieren al indagador a las Iglesias fundadas inmediatamente por los Apóstoles, y antes que a todas, a la Iglesia de Roma. Además, aprendemos de estos primeros testigos, que a medida que el sistema eclesiástico pasó del estado embrionario al de la formación completa, a esta Iglesia de Roma se le reconoció más y más explícitamente como la sede que había heredado las prerrogativas de San Pedro, y era, por lo tanto, la autoridad que finalmente debía decidir en todos los casos de controversia lo que estaba de acuerdo con la tradición, y en todos los asuntos de jurisdicción y disciplina era la cabeza visible, con cuya comunión se estaba en comunión con la única e indivisible Iglesia. Como estos puntos de la historia eclesiástica se discuten en otros lugares, no tenemos que demostrarlos presentando los abundantes testimonios patrísticos que se pueden encontrar en cualquier buen tratado sobre la Iglesia. Podemos, sin embargo, citar útilmente, no tanto como prueba sino como ilustración de lo que se dice, un pasaje o dos del tratado “Adversus hæreses” de San Ireneo, al ser él el primero de los Padres del que hemos conservado un tratado de alguna plenitud, y cuyo tratado particular trata justo sobre los puntos que nos ocupan.

"La Iglesia, que ahora está establecida en todo el globo habitado, de hecho incluso hasta los confines de la tierra, ha recibido de los Apóstoles y sus discípulos esa fe en un solo Dios, Padre omnipotente que hizo el cielo y la tierra y el mar y todo lo que contiene; y en un solo Señor Jesucristo, el Hijo de Dios, que se encarnó para nuestra salvación, y en el Espíritu Santo... Habiendo recibido esta predicación y esta fe, como hemos dicho, la Iglesia, aunque extendida por todo el mundo, las conserva con el mayor cuidado y diligencia, como si ella viviera en una casa, y cree estas verdades justo como si tuviese sólo una y la misma alma y un solo corazón, y las predica, enseña y transmite (tradit) como si tuviese una sola boca. Pues, aunque los lenguajes del mundo son diversos, la fuerza y significado de la tradición son iguales por doquier. Tampoco las Iglesias de Alemania creen de forma diferente o transmite una tradición diferente, como tampoco lo hacen las Iglesias de España o la Galia, o en el Oriente, o en Egipto o África, o las situadas en medio de la tierra [es decir las Iglesias de Palestina]. Pues según el sol, que es criatura de Dios, es uno y el mismo en todo el mundo, así también la predicación de la verdad brilla en todas partes e ilumina a todos los hombres que desean llegar al conocimiento de la verdad. Ni tampoco aquellos gobernantes de la Iglesia que son de discurso potente le añaden nada a esta tradición---porque nadie está por encima del [gran] maestro---ni le quitan nada los que son de discurso débil. Pues como la fe es una y la misma, no le añade nada el que puede decir más, ni la disminuye el que puede decir menos" (Adv. haer., 1 X, n. 2).

Este notable pasaje no sólo muestra lo completa que era la unidad de fe en todo el mundo en esos días, sino cómo esta unidad de fe fue la respuesta a la unidad de la doctrina predicada por todas partes, a la unidad de la tradición transmitida por todas partes. En otras partes San Ireneo da testimonio de la fuente de esta tradición uniforme, y lo que se entendía era la salvaguarda de su pureza. En los primeros tres capítulos de su tercer libro critica a los herejes de su tiempo y la inconsistencia de sus métodos, y al hacerlo expone a modo de contraste el método de la Iglesia. "Cuando los refutas a partir de la Escritura", dice, "acusan a las mismas Escrituras de errores, de falta de autoridad, de declaraciones contradictorias, y niegan que la verdad pueda ser obtenida de ellas excepto por aquellos que conocen la tradición". Por "tradición", sin embargo, “se refieren a una tradición esotérica ficticia que pretenden haber recibido, a veces de Valentino, a veces de Marción, a veces de Basílides o de cualquier otra persona que esté en la oposición". "Cuando a tu vez apelas a la tradición que ha llegado desde los Apóstoles a través de la sucesión de los presbíteros en las Iglesias, responden que son más sabios que los presbíteros, e incluso que los mismos Apóstoles, y que conocen la verdad incorrupta".

A esto Ireneo señala que "es difícil traer al arrepentimiento a un alma que está capturada por el error, pero que no es del todo imposible escapar al error si se le coloca la verdad a su lado.” Luego procede a establecer dónde se puede hallar la verdadera tradición. "La tradición de los Apóstoles se ha manifestado en todo el mundo, todos los que deseen conocer la verdad la pueden encontrar en cada Iglesia. Podemos enumerar, también, a los obispos que fueron nombrados por los Apóstoles en las Iglesias y a sus sucesores hasta nuestros días, ninguno de los cuales conoció o enseñó las doctrinas que estos hombres locamente enseñan. Sin embargo, si los Apóstoles hubiesen conocido estos misterios secretos y los hubiesen enseñado secretamente a los perfectos, sin que los demás los conocieran, se los habrían enseñado principalmente a los mismos que ellos confiaron las Iglesias. Pues ellos deseaban que los que quedasen como sus sucesores, al entregarles su propio oficio docente, fuesen más perfectos e inmaculados, puesto que si actuaban correctamente, muy bien, pero si apostataban, les sobrevendría una grave calamidad."

Para ejemplificar este método de referirse a la tradición de las Iglesias, se lo aplica a tres de las Iglesias: Roma, Esmirna y Éfeso y, colocando en primer lugar la de Roma, como la que tiene una tradición con la que las de las otras Iglesias están necesariamente de acuerdo. El pasaje es bien conocido, pero lo transcribiremos aquí debido a su íntima relación con el asunto presente.

"Pero como tomaría mucho en un volumen como éste la enumeración de las sucesiones de todas las Iglesias, confundimos a todos aquellos que, de cualquier manera, sea a través de la propia voluntad, o por vanagloria, o ceguera, o por malicia, inventan falsas doctrinas, dirigiéndolos a la Iglesia más grande y más antigua, bien conocida por todos, que fue fundada y establecida en Roma por los dos gloriosos apóstoles Pedro y Pablo, y a la tradición que ha recibido de los Apóstoles y la fe que les ha anunciado a los hombres, las cuales nos han llegado a través de la sucesión de los obispos. Pues a esta Iglesia, a causa de su autoridad mayor" (el texto griego es defectuoso aquí, y es imposible decir exactamente qué palabra griega está detrás del latín principalitas, pero el contexto indica que la palabra "autoridad" es la que le da el sentido apropiado) “es necesario que cada Iglesia---es decir, los fieles de todas partes--- deba recurrir a aquella en la que la tradición apostólica es siempre conservada por ellos."---si seguimos la altamente probable corrección de Jean Morin de una traducción aparentemente defectuosa"---“que se establecen sobre ella. "

Debemos permitir una cita más de San Ireneo, puesto que evidencia tan claramente el sentimiento de este Padre y sus contemporáneos en cuanto a las condiciones relativas a los que estaban en la única Iglesia o fuera de ella:

"Pues en la Iglesia de Dios ha establecido apóstoles, profetas y doctores, junto con las demás operaciones del Espíritu, en las que no tienen parte los que no se lanzan a la Iglesia, sino que se privan de la vida por sus malas opiniones y malas acciones. Pues donde está la Iglesia allí está es el Espíritu de Dios, y donde está el Espíritu de Dios allí está la Iglesia y toda gracia, pues el Espíritu es la verdad. Por lo cual aquellos que no tienen parte en ella no reciben el alimento que da la vida de los pechos de su madre, ni beben de la fuente más pura que fluye desde el Cuerpo de Cristo; sino que esas personas cavan para sí cisternas rotas de trincheras terrenales, y beben de la suciedad del agua pútrida, huyendo de la fe de la Iglesia por miedo a convertirse, rechazando el Espíritu para que no los instruya. Al apartarse de la verdad por justa consecuencia, son enrollados y sacudidos por todo error, afirmando a veces una opinión, a veces otra respecto al mismo asunto, y sin tener nunca juicios fijos y estables, cuidándose más de cavilar acerca de palabras que de ser discípulos de la verdad. Porque no están construidos sobre la roca, sino sobre la arena esparcida sobre la roca; y por lo tanto, inventan muchos dioses, y alegan siempre la excusa de que están buscando, pero, al estar ciegos, nunca logran encontrar" (Ibid., III, XXLV).

Un lector moderno de la “Adversus hæreses” de San Ireneo podría estar inclinado a objetar que los herejes de aquellos días sostenían doctrinas tan absurdas que su severo lenguaje sobre ellos es inteligible sin que tengamos que suponer que habría tenido que juzgar con severidad similar aquellas doctrinas opuestas a la tradición que reclamasen descansar sobre una base más racional. Pero su principio de la autoridad de la tradición va manifiestamente destinado a una aplicación universal, y puede tomarse seguramente como el suministro de la prueba con la que este típico Padre del siglo II, si viviese ahora, juzgaría los sistemas modernos en conflicto con la tradición de la Iglesia.

Divisiones de la Cristiandad y sus Causas

Cismas Extintos

Las notables herejías que se originaron en los primeros cuatro siglos del cristianismo desaparecieron hace mucho tiempo. El gnosticismo en sus diversas formas ocasionó serios problemas a los apologistas del siglo II, pero apenas sobrevivió hasta el III. Del montanismo y el novacianismo no se oyó mucho luego del siglo III, y el donatismo, que surgió en África en el 311, pereció en la ruina general del cristianismo africano causada por la invasión de los vándalos en el 429. El maniqueísmo surgió en el siglo III, pero no se oyó mucho sobre él hasta después del siglo VI, y el pelagianismo, que surgió al mismo final del siglo IV, aunque durante un tiempo provocó una crisis aguda, recibió un golpe demoledor en el Concilio de Éfeso (431) y desapareció por completo después del Concilio de Orange en 529. El arrianismo surgió a principios del siglo IV y, a pesar de su condena en Nicea (325), se mantuvo vivo tanto en su forma pura como en su forma diluida de semiarrianismo por el apoyo activo de dos emperadores. Desde la época del Primer Concilio Ecuménico de Constantinopla (381) desapareció de los territorios del Imperio, pero recibió un nuevo hálito de vida entre las tribus del norte, los godos, lombardos, borgoñones, vándalos, etc. Esto se debió a la predicación de Ulfilas, un obispo con puntos de vista arrianos, que en 341 fue enviado desde Constantinopla para evangelizar a los visigodos. Desde los visigodos se extendió a las tribus afines y se convirtió en su religión nacional, hasta 586, cuando, con la conversión de Recaredo, su rey, y de los visigodos españoles, perecieron los últimos restos de esta herejía particular.

Como estas antiguas herejías ya no existen, no nos conciernen para el problema práctico de reunión que está ante nosotros al presente; pero es instructivo señalar que los principios que contenían son los mismos que, tomando otras formas, han motivado invariablemente la larga serie de revueltas contra la autoridad de la Iglesia Católica. Consideradas de ese modo, las podemos dividir en cinco clases. Primero están ciertas dificultades intelectuales que siempre han confundido la mente humana. La dificultad de explicar la derivación de lo finito a partir de lo infinito, y la dificultad de explicar la coexistencia del mal con el bien en el universo físico y moral, motivó las extrañas especulaciones de los gnósticos y la más simple pero no menos inconsistente teoría de los maniqueos. La dificultad de armonizar el misterio de la Trinidad en Unidad, y el de la Encarnación, con las concepciones de la razón natural motivó las herejías de los patripasianos, los sabelianos, los macedonios, y los arrianos, y de nuevo la dificultad de concebir lo sobrenatural o justificar la idea del pecado heredado motivó la negación pelagiana de estas doctrinas.

Una segunda fuente de herejías ha sido el estallido de fuertes emociones religiosas, basadas generalmente en visiones imaginarias, que al ser comunicaciones directas de lo alto, se pretendió que la enseñanza tradicional de la Iglesia debía cederles el paso. El montanismo, ese ejemplo temprano de las que ahora son glorificadas como "religiones del Espíritu", fue el ejemplo más notable de esta clase.

En tercer lugar, el roce bajo la regla de autoridad, con el deseo de perseguir ambiciones personales, se aprecia en los orígenes del donatismo y novacianismo, cuyos fundadores, aunque alegaban sobre la endeble base de que los gobernantes a los que ellos deseaban desplazar habían sido nombrado irregularmente, se debe considerar que actuaron principalmente por el deseo de exaltarse a sí mismos, aun a riesgo de dividir la comunidad cristiana.

En cuarto lugar viene el principio de nacionalismo, es decir, de exclusivismo nacionalista, en los que se aliaron con un movimiento separatista no por alguna convicción personal surgida de la justicia de los argumentos a su favor, sino porque sus dirigentes se las ingeniaron para presentarlo como un medio de enfatizar su sentimiento nacional. Este siempre ha probado ser un poderoso instrumento en manos de los líderes heréticos, y tenemos los primeros ejemplos de ello en la forma en que se presentó el donatismo como la religión de los africanos, y el arrianismo como la religión de los godos.

Una última clase de motivos que a menudo ha trabajado para la separación hay que buscarla en la disposición de los gobernantes temporales para inmiscuirse en la administración de la provincia eclesiástica y moldear arreglos eclesiásticos en formas que puedan ayudar a sus regímenes políticos. Tenemos un ejemplo de este mal en la conducta de los emperadores Constancio y Valente, que tan desastrosamente fomentaron la herejía arriana. Los Padres ortodoxos opusieron a todos estos falsos principios, en primer lugar, la autoridad de la tradición que nos ha llegado de los Apóstoles, aunque no se negaron a enfrentarse con los heresiarcas en su propio terreno también, y refutarlos con argumentos, como lo testifican muchos hermosos tratados.

Movimientos Conciliatorios en el Pasado

Movimientos Conciliatorios en el Presente

Condiciones para la Reunión

Perspectivas de Reunión

Bibliografía:

Cartas Papales:

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Revistas dedicadas a trabajar por la reconciliación:

Bessarione (Roma, 1896); Revue de l'Orient Chrétien (París, 1896); Echos d'Orient (París, 1897--); Slavorum Litteroe theologicoe (Praga, 1905--); Ekklesiastike, órgano del Phanar (Constantinopla, 1880--); Eirene, el órgano del A.E.O.C.U. (Londres, 1908--); Revista de Reunión (Londres, octubre de 1909 - marzo de 1911).


Fuente: Smith, Sydney. "Union of Christendom." The Catholic Encyclopedia. Vol. 15. New York: Robert Appleton Company, 1912. <http://www.newadvent.org/cathen/15132a.htm>.

Está siendo traducido por Luz María Hernández Medina.