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Viernes, 22 de noviembre de 2024

Parábolas

De Enciclopedia Católica

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La palabra parábola (hebreo mashal; sirio mathla, griego parabole) significa en general una comparación, o paralelo, por la cual se usa una cosa para ilustrar otra. Es una semejanza tomada de la esfera de los incidentes reales, sensitivos o terrenales para transmitir un significado ideal, espiritual o celestial. Dado que el pronunciar una cosa y denotar otra es de la naturaleza de un enigma (hebreo khidah; griego, ainigma o problema) y, por lo tanto, tiene un lado claro y un lado oscuro —"máximas oscuras", Sab. 8,8; Sir. 39,3)— tiene la intención de despertar la curiosidad y exige inteligencia en el oyente: “El que tenga oídos que oiga” (Mt. 13,9). Su designación griega (de paraballein, tirar a un lado o contra) indica una "composición" deliberada de una historia en la que se da y a la vez se oculta una lección. Al tomar objetos simples o comunes para arrojar luz sobre la ética y la religión, se ha dicho bien de la parábola que "la verdad encarnada en un cuento entrará por las puertas humildes". Abunda en figuras del lenguaje animadas, y se encuentra a medio camino entre la exactitud literal de la mera prosa y las abstracciones de la filosofía. Se desconoce su derivación del hebreo. Si se relaciona con el asirio mashalu, el arábigo matala, etc., el significado de la raíz es "semejanza". Pero será una semejanza que contiene un juicio, y así incluye la "máxima" o proposición general que se relaciona con la conducta (griego "sabiduría gnómica"), de la cual el Libro de Proverbios (Meshalim) es el principal ejemplo inspirado. En el latín clásico, la palabra griega se traduce como collatio (Cicerón, “De invent.”, I-XXX), imago (Séneca, “Ep. LIX."), similitudo (Quintil., "Inst.", V, 7-8). Observe que parábola no aparece en el Evangelio según San Juan ni paroimia (proverbio) en los Sinópticos.

La semejanza y la abstracción entran en la idea del lenguaje, pero pueden contrastarse como cuerpo y espíritu, al estar como lo hacen en una relación de ayuda y oposición. La sabiduría para la práctica de la vida ha tomado entre todas las naciones, una forma figurativa, pasando del mito o la fábula a los dichos contratados que llamamos proverbios y llegando a las escuelas griegas de filosofía como sistemas éticos. Pero el sistema, o la metafísica técnica, no les interesa a los semitas; y nuestros Libros Sagrados nunca fueron escritos con miras a ello. Sin embargo, si el sistema no se convierte en el vehículo de la enseñanza, ¿qué empleará un profeta como su equivalente? Le queda la imagen o comparación, la cual es primitiva, interesante y fácilmente recordada; y sus diversas aplicaciones le dan una frescura continua. La historia entró en uso mucho antes que el sistema y sobrevivirá cuando los sistemas sean olvidados. Su afinidad, como una forma de habla divina con el "sacramento" (misterion) como una forma de acción divina, puede retenerse provechosamente en la mente. Tampoco podemos pasar por alto los puntos de semejanza que existen entre las parábolas y los milagros, ya que ambos exhiben a través de muestras externas la presencia de una doctrina y agencia sobrenaturales.

Por lo tanto, podemos hablar de la ironía que siempre debe ser posible en mecanismos adaptados a la debilidad de la comprensión humana, en lo que concierne a los secretos celestiales. Bacon ha dicho excelentemente bien: "las parábolas son útiles como una máscara y velo, y también para elucidación e ilustración" (De sap. Vet.). De las parábolas de las Escrituras concluimos que ilustran y edifican al revelar algún principio divino, con referencia inmediata a los oyentes a los que se dirige, pero con aplicaciones más remotas y recónditas en toda la economía cristiana a la que pertenecen. De este modo, encontramos dos líneas de interpretación: la primera que trata de las parábolas de Nuestro Señor como y cuando las pronunció —llamemos a esto exégesis crítica; y la segunda, al destacar su importancia en la historia de la Iglesia, o exégesis eclesiástica. Ambas están relacionadas y pueden ser rastreadas a la misma raíz en la revelación; sin embargo, son distintas, algo más o menos a la manera del sentido literal y místico en las Escrituras en general. No podemos perder de vista ninguna de las dos. Las parábolas del Nuevo Testamento se niegan a ser manejadas como las fábulas de Esopo; estaban destinadas desde el principio a representar vagamente los “misterios del Reino de los Cielos”, y su doble propósito se puede leer en Mateo 13,10-1, donde se le atribuye a Cristo mismo.

Los críticos modernos (Jülicher y Loisy) que niegan esto, afirman que los evangelistas desviaron las parábolas de su significado original en interés de la edificación, y las adaptaron a las circunstancias de la Iglesia primitiva. Al hacer tales acusaciones estos críticos, siguiendo el ejemplo de Strauss, no solo rechazan el testimonio de los escritores de los Evangelios, sino que también le hacen violencia a su texto. Pasan por alto la idea profundamente sobrenatural y profética sobre la cual se mueve toda la Escritura como su forma vital, una idea certificada por el uso de Nuestro Señor al citar el Antiguo Testamento, y admitida igualmente por los evangelistas y San Pablo. Es evidente que ellos se oponen a la tradición católica. Además, las parábolas así desprendidas de un significado cristológico colgarían en el aire y no podrían reclamar ningún lugar en la enseñanza del Hijo de Dios. Por lo tanto, se preparará una exégesis válida para descubrir en todas ellas no solo la relevancia que tuvieron para la multitud o los fariseos, sino también su verdad, sub specie sacramenti, para "el Reino", es decir, para la Iglesia de Cristo. Y este método, Y los Padres las han expuesto sobre este método sin distinción de escuela, pero especialmente entre los occidentales, San Ambrosio, San Agustín y San Gregorio Magno, como lo demuestran sus comentarios.

Una buena definición del proverbio podría ser que es una parábola cerrada o contraída; y de la parábola, que es un proverbio expandido. En Mt. 11,17 aparece una instancia que se cierne al borde de ambos: "Os hemos tocado la flauta y no habéis bailado, os hemos entonado endechas, y no os habéis lamentado.” Las palabras fueron tomadas de algún juego de niños, pero se aplican a San Juan Bautista y a Nuestro Señor, con una moral gnómica “La sabiduría es justificada por sus hijos.” En un mito o alegoría, se introducen personas ficticias, dioses y hombres; y el significado reside en la historia, como en Apuleyo, "Eros y Psique". Pero una parábola mira a la vida como se vive, no trata de personificaciones y requiere ser interpretada desde afuera. La fábula está marcada por dar lenguaje y pensamientos a objetos inanimados o irracionales; la parábola, según la emplea el Señor, nunca hace eso. Ejemplos o “historias con una moral” tienen por lo menos un núcleo de realidad — las instancias que aparecen en la Escritura y permitidas por los críticos son tales como Ester, Susanna, Tobías; pero una parábola no necesita citar a personas individuales, y excepto en el caso dudoso de Lázaro, no nos vamos a encontrar casos de este tipo entre las historias contadas en los Evangelios.

Un tipo consiste en el significado dado por la profecía a una persona o sus actos, por ejemplo, a Isaac como el cordero del sacrificio, y los hechos simbólicos de Ezequiel o Jeremías. Pero la parábola no introduce tipos directamente ni en su sentido inmediato, ni personas determinadas. La metáfora (latín translatio) es un término vago, que puede aplicarse a cualquier dicho parabólico corto, pero no se ajusta a la narrativa de una acción, como denota una parábola en el Nuevo Testamento. El mito socrático que adorna el “Gorgias”, “Faedo” y la “República” es manifiestamente una fábula, mientras que en nuestros Evangelios sinópticos las ilustraciones que encontramos se escogen de entre los acontecimientos cotidianos.

El genio hebreo, a diferencia de los helenos, no era dado a la creación de mitos; aborrecía las personificaciones de la naturaleza a las que les debemos los dioses de los elementos, las nereidas y las hamadríades; rara vez perseguía una alegoría por ningún motivo; y su "realismo" al tratar el paisaje y los fenómenos visibles golpea con mayor fuerza la imaginación moderna. El teísmo era el aliento de sus narices; y donde por un momento se permitía un giro hacia el folclore antiguo (como en Isaías 13,21), está muy alejado del Panteón salvaje del culto griego a la naturaleza. En las parábolas nunca encontramos piedras encantadas o bestias parlantes o árboles con virtudes mágicas; el mundo que describen es el mundo de cada día; ni siquiera los milagros alteran su orden establecido. Cuando consideramos lo que la fantasía oriental ha hecho del universo, y cómo lo representa en cosmogonías como la de Hesíodo, el contraste se vuelve indescriptiblemente grande. Es en el mundo que todos los hombres conocen que Cristo encuentra ejemplificadas las leyes de la ética humana, y las correspondencias en las que su Reino se llevará a su divina consumación. Visto con ojos purificados, la naturaleza ya es el reino de Dios.

Ningún lenguaje es más concreto en su presentación de leyes y principios, o más vívidamente figurado, que el que ofrece el Antiguo Testamento; pero de parábolas estrictamente tomadas sólo tiene pocas. El apólogo de Jotam de los tres árboles que escogen a un rey (Jueces 9,8-15 es más propiamente una fábula; así es el despreciativo relato del cardo y el cedro en el Líbano que Joás de Israel envió por mensajeros a Amasias, rey de Judá (2 Reyes 14: 8-10). La reprensión de Natán a David se expresa en forma de parábola (2 Sam. 12,1-4), así la mujer sabia de Técoa (2 Sam. 14,4); así el profeta a Ajab (1 Rey. 20,39); y el canto de la viña (ls. 5,1-8). Se ha sugerido que los capítulos 1-3 de Oseas deben estar construidos como parábola y que no contienen una historia real. La denuncia del desastre sobre Jerusalén en Ezequiel 24,3-5 se llama expresamente mashal, y puede compararse con la similitud de la levadura en el Evangelio. Pero Nuestro Señor, a diferencia de los profetas, no actúa, o se describe como actuando, en ninguna de las historias que narra. Por lo tanto, no debemos tener en cuenta los pasajes del Antiguo Testamento Isaías 20,2-4; Jeremías 25,15; Ezequiel 3,24-26, etc.

A partir de Mt. 13,34 y Mc. 4,33 está claro que el carácter de la enseñanza de Cristo a la multitud era principalmente parabólico. Quizás deberíamos atribuir a la misma causa un elemento de lo sorprendente y paradójico, por ejemplo, en su Sermón del Monte, que, tomado literalmente, ha sido mal interpretado por mentes simples o además fanáticas. Además, no se puede dudar de que tal forma de instrucción era familiar para los judíos de este período. Los dichos de Hillel y Shammai aún existentes, las visiones del Libro de Enoc, los valores típicos inherentes a las historias de Judit y Tobías, el Apocalipsis y la extensa literatura de la cual es la flor, todos indican un reclamo por algo esotérico en la predicación religiosa popular, y muestran cuán abundantemente estaba satisfecha.

Pero si, como sostienen los escritores místicos, el grado más alto de conocimiento celestial es una intuición clara, sin velos ni símbolos que atenúen su luz, vemos en nuestro Señor exactamente esta comprensión pura. Él mismo nunca se presentó como un visionario. Las parábolas no son para Él sino para la multitud. Cuando Él habla de su relación con el Padre lo hace en términos directos, sin metáfora. De ello se deduce que el alcance de estas pequeñas y exquisitas moralidades debe ser medido por la audiencia a la que iban destinadas a beneficiar. En otras palabras, forman parte de la "Economía" por la cual la verdad se distribuye a los hombres según sean capaces de entenderla (Mc. 4,33; Juan 16,12). Sin embargo, dado que es el Señor quien habla, debemos interpretar con reverencia sus palabras a la luz de toda la revelación que proporciona su base y contexto. El "verdadero sentido de las [Biblia |Escritura]]", como señala Newman de acuerdo con todos los Padres católicos, es "el alcance de la inteligencia divina", o el esquema de Encarnación y redención.

Sujeto a esta ley, cada una de las parábolas del Nuevo Testamento tienen un significado definido, que debe determinarse a partir de la explicación, donde Cristo se digna a dar una, como en la del sembrador; y cuando no hay ninguna disponible, a partir de la ocasión, la introducción y la moral anexa. Los intérpretes han diferido importantemente en cuanto a la cuestión de si todo en la parábola es de su esencia (el "núcleo") o si algo es mera maquinaria y accidente (la "cáscara"). Hay una regla negativa obvia. No debemos pasar por alto como insignificante ningún detalle sin el cual la lección dejaría de ser efectiva. Pero, ¿debemos insistir en una correspondencia en todos los puntos de modo que podamos traducir el todo a valores espirituales, o podemos descuidar lo que no parece componer una característica de la moral que se va a presentar? San Juan Crisóstomo (In Matt., LXIV) y la Escuela de Antioquía, quienes eran escrupulosamente literales, prefieren el segundo método; ellos son sobrios en la exposición, no imaginativos o místicos; y Tertuliano tiene expresiones al mismo propósito (On Pudicity 9); San Agustín, quien se apoya en Orígenes y los alejandrinos, abunda en el sentido más amplio; sin embargo, admite que "en las narraciones proféticas se nos dicen detalles que no tienen importancia" (Ciudad de Dios XVI.2). San Jerónimo en sus primeros escritos sigue a Orígenes; pero su temperamento no era el de un místico y con la edad se vuelve cada vez más literal. Entre los comentaristas modernos aparece la misma diferencia de manejo.

En un problema tanto literario como exegético, debemos evitar aplicar una regla estricta y rápida en la que se requiera el gusto y el discernimiento. Cada una de las parábolas tendrá que ser tratada como si fuera un poema; y la plenitud de significado, el refinamiento del pensamiento, las insinuaciones y toques leves pero sugestivos, característicos del genio humano, no le faltarán al método del Maestro Divino. En la alta crítica, como nos advierte Goethe, no podemos dividir, como con un hacha, desde afuera hacia adentro. Donde todo está vivo, la metáfora del núcleo y la cáscara puede ser mal aplicada. El significado está implícito en el todo y sus partes; aquí, como en todo producto vital, el espíritu gobernante es uno, los elementos toman su virtud de él y, por separado, no tienen importancia. A medida que nos alejamos de la idea central, perdemos la seguridad de que no estamos persiguiendo nuestras propias fantasías; y la sustitución de un dogmatismo mecánico pero extravagante por la verdad del Evangelio ha llevado a gnósticos y maniqueos, o visionarios de los últimos días como Swedenborg, a un desierto de delirios donde ya no se puede discernir la belleza severa y tierna de las parábolas. Son creaciones literarias, no meramente mecanismos hieráticos; y al despertar la mente a los principios espirituales, su intento se cumple cuando reflexiona sobre las cosas profundas de Dios, las leyes de la vida, la misión de Cristo, de las cuales se hace así íntimamente consciente.

Santo Tomás y todos los doctores católicos sostienen que los artículos de fe deben deducirse solo del sentido literal de la Escritura siempre que se cite como prueba de ellos; pero el sentido literal es a menudo el profético, que a su vez como una verdad divina puede ser aplicable a toda una serie de acontecimientos o línea de caracteres típicos. El Ángel de las Escuelas declara, siguiendo a San Jerónimo, que “la interpretación espiritual debe seguir el orden de la historia”. San Jerónimo mismo exclama "una parábola y las dudosas interpretaciones de los enigmas no pueden servir para el establecimiento de dogmas" (Summa I-I, Q. 10; San Jerónimo, In Matt., XIII, 33). Por lo tanto, no discutimos categóricamente a partir de una sola parábola; la tomamos en ilustración de verdades cristianas probadas en otros lugares. Fue este canon de buen sentido que los gnósticos, especialmente Valentino, ignoraron para su propio dolor, y así cayeron en la confusión de ideas mal llamadas por ellos revelación. Ireneo opone constantemente la tradición de la Iglesia o la regla de fe a estos soñadores (II, XVI, contra los marcosianos; II, XXVII, XXVIII, contra Valentinus). De igual manera, Tertuliano dice: “Los herejes llevan las parábolas a donde quieren, no a donde deben”, y “Valentino no hizo que la Escritura se adaptase a su enseñanza, sino que forzó su enseñanza sobre la Escritura.” (Vea On Pudicity 8, 9; De Praescript., VIII; y compare a San Anselmo, "Cur Deus homo", I, IV.)

Aprendemos lo que significan las parábolas, en esta exposición, a partir de "la escuela de Cristo"; las interpretamos en las líneas de la "tradición apostólica y eclesiástica" (Tertuliano, Escorpiace 12; Vinc. Lerin., XXVII, Conc. Trid., Sess. IV). La "analogía de la fe " determina qué tan lejos podemos llegar aplicándolas a la vida y a la historia. Con Salmerón se permite distinguir en ellas una "raíz", la ocasión y el propósito inmediato, una "cáscara", la imagen sensible o los incidentes, y una "médula", la verdad cristiana, así transmitida. Otra forma sería considerar cada parábola en relación con Cristo mismo, con la Iglesia como su cuerpo espiritual, con el individuo como quien se reviste de Cristo. Estas no son diferentes, ni mucho menos elucidaciones contrarias; ellas surgen del gran dogma central, “El Verbo se hizo carne”. Al tratar este sistema con cualquier parte de la Sagrada Escritura, nos mantenemos dentro de los límites católicos; explicamos el "Verbum scriptum" por el "Verbum incarnatum". Al mismo principio podemos reducir los "cuatro sentidos", a menudo considerados como derivados del texto sagrado. Estos refinamientos medievales no son más que un esfuerzo por establecer al pie de la letra, entendidas fielmente, implicaciones que aparecen más o menos en todas las obras de genio que no sean científicas. El sentido gobernante permanece y es siempre el estándar de referencia.

En el Evangelio según San Juan no hay parábolas. En los sinópticos Marcos solo tiene una peculiar para él, la semilla que crece en secreto (4,26); él tiene tres que son comunes a Mateo y Lucas: el sembrador, la semilla de mostaza y el agricultor malvado. En los mismos evangelios se encuentran dos más: la levadura y la oveja perdida. Del resto, dieciocho pertenecen al tercero y diez al primer evangelista. Así contamos 36 en total; pero algunos han elevado el número incluso a 60, al incluir expresiones porverbiales. Una división externa pero instructiva las clasifica en tres grupos:

De diversas maneras, los comentaristas siguen este arreglo, mientras indican distinciones más elaboradas. Westcott nos refiere a parábolas extraídas del mundo material, como el sembrador; de las relaciones de los hombres con ese mundo, como la higuera y las ovejas perdidas; de las relaciones de los hombres entre sí, como el hijo pródigo; y con Dios, como el tesoro escondido. Está claro que podríamos asignar ejemplos de una de estas clases a un encabezado diferente sin violencia. Una sugerencia adicional, no irreal, resalta el aspecto mesiánico de las parábolas en San Mateo, y el más individual o ético de las de San Lucas. Nuevamente, los capítulos posteriores de San Mateo y el tercer Evangelio tienden a ampliarse y a dar más detalles; tal vez al comienzo del ministerio de nuestro Señor estas ilustraciones fueron más breves que lo que se convirtieron después. Seguramente no podemos imaginar que Cristo nunca repitió o varió sus parábolas, como lo haría cualquier maestro humano en diversas circunstancias. La misma historia puede ser registrada en diferentes formas y con una moral adaptada a la situación, como, por ejemplo, los talentos y las libras, o el matrimonio del hijo del rey y el invitado indigno de la boda. Tampoco debemos esperar en los reporteros una precisión estereotipada, de la cual el Nuevo Testamento en ninguna parte se muestra ser solícito. Aunque hemos recibido las parábolas solo en forma de literatura, de hecho, fueron habladas, no escritas, y habladas en arameo, mientras que nos fueron entregadas en griego helenístico.

Aunque, según la mayoría de los escritores no católicos, San Mateo y San Lucas se basan en San Marcos, es natural comenzar nuestra exposición de las parábolas en el primer Evangelio, que tiene un grupo de siete consecutivamente (13,3-57). Su introducción es el sembrador con su explicación; la red de pesca completa su enseñanza; y no podemos negarnos a ver en el número siete (véase Evangelio según San Juan) una idea de pertinencia selecta que nos invita a buscar el principio involucrado. Los hombres favorables a lo que se conoce como un sistema de exégesis "histórico y profético", han aplicado las siete parábolas a siete edades de la Iglesia. Esta concepción no es ajena a la Escritura, ni desconocida en los escritos patrísticos, pero apenas puede ser expuesta en detalle. No estamos calificados para decir cómo los hechos de la historia de la Iglesia corresponden, excepto en sus rasgos generales, con cualquier cosa en estas parábolas; tampoco tenemos los medios para adivinar en qué etapa de la economía divina nos encontramos. Puede ser suficiente señalar que el sembrador denota la predicación del Evangelio; la cizaña o joyo, cómo se encuentra con los obstáculos; la semilla de mostaza y la levadura su crecimiento silencioso pero victorioso. Del tesoro escondido y de la perla preciosa aprendemos que aquellos que son llamados deben renunciar a todo para poseer el Reino. Finalmente, la red de pesca muestra el juicio de Dios sobre su iglesia y la separación eterna de los buenos y los malos.

A partir de todo esto, parece que San Mateo reunió las parábolas con un propósito (Vea Maldonado I, 443) y él distingue entre la "multitud", a la que se dirigían principalmente las primeras cuatro, y los "discípulos", que eran privilegiados al conocer su significado profético. Ilustran el Sermón de la Montaña, el cual termina con una doble comparación, la casa sobre la roca que tipifica a la Iglesia de Cristo, y la casa sobre la arena opuesta a ella. Nada puede ser más claro, si creemos en los sinópticos, que nuestro Señor lo enseñó de tal forma para iluminar a los elegidos y dejar a los pecadores obstinados (sobre todo los fariseos) en su oscuridad (Mt. 13,11-15; Mc. 4,11-12 ; Lc. 8,10). Observe la cita de Isaías (Mt. 13,14; Is. 6,9, según los Setenta) que insinúa una ceguera crítica, debido a las recaídas de Israel y manifiesta en los problemas públicos de la nación mientras los evangelistas escribían. Los incrédulos o modernistas, reacios a percibir en el Jesucristo hombre cualquier poder sobrenatural, consideran tales dichos como profecías después del evento. Pero la parábola del sembrador contiene en sí misma una advertencia como la de Isaías, y ciertamente fue pronunciada por Cristo. Abre la serie de sus enseñanzas mesiánicas, incluso según la del agricultor malvado las concluye.

Desde el principio hasta el final se contempla el rechazo de los judíos, todos excepto un “resto” santo. Además, dado que los profetas habían adoptado constantemente esta actitud, denunciando el sacerdocio corrupto y despreciando el legalismo, ¿por qué deberíamos soñar que no se oyó de los labios de Jesús un lenguaje de importancia y contenido similar? Y si en cualquier lugar, ¿no se encontraría en sus delineamientos parabólicos de la Nueva Ley? No hay una razón sólida por la que el doble filo de estas moralidades deba atribuirse a una mera "tendencia" en los registradores, o a una reflexión posterior edificante de los cristianos primitivos. Si los tres evangelistas tenían como objeto la "alegoría", es decir, la aplicación a la historia, (lo que concedemos), esa intención se encuentra en la raíz de la parábola cuando fue pronunciada. Cristo es “el sembrador” y la semilla no pudo escapar de las diversas fortunas que le sobrevinieron en el suelo del judaísmo. Incluso desde el punto de vista [[modernismo [modernista]], nuestro Salvador fue el último y el más grande de los profetas. Entonces, ¿cómo pudo Él evitar hablar como lo hicieron ellos de una catástrofe que iba a traer el reinado del Mesías? O ¿cómo vamos a suponer que Él se quedó solo a este respecto, aislado de los videntes que lo precedieron y de los discípulos que lo siguieron? Es cierto que, para los evangelistas, "el que tiene oídos para oír, que escuche" no significa simplemente un "llamado a la atención"; podemos compararlo con las fórmulas clásicas, eleusinas y otras, a las que se asemeja, ya que conllevan una insinuación de algún misterio divino. Cuanto más se pone un significado esotérico sobre los Evangelios como su alcance original, tanto más será evidente que nuestro Señor mismo hizo uso de ello.

Descartando la crítica conjetural insignificante que nos dejaría apenas más que un simple bosquejo, y sin considerar las diferencias verbales, podemos tratar las parábolas como que vienen directamente de Nuestro Señor. Enseñan una lección a la vez ética y dogmática, con implicaciones de profecía que llega a la consumación de todas las cosas. Su analogía con los sacramentos, de los cuales la Encarnación de nuestro Señor es la fuente y el patrón, nunca debe dejarse fuera de vista. Las objeciones modernas proceden de una concepción "iluminada" estrecha como la del "hombre razonable", que enseña verdades generales en abstracto, y no atribuye importancia a los ejemplos por los cuales las impone. Pero los evangelistas, al igual que la Iglesia católica, han considerado que el Hijo de Dios, al instruir a sus discípulos para todas las épocas, les encomendaría misterios celestiales “cosas ocultas desde la creación del mundo” Mt. 13,35). Así, perfectamente, esta correspondencia con la historia se aplica a la cizaña, al buen samaritano, a las parábolas "vigilantes", a Dives y Lázaro (ya sea un incidente real o no) y a los labradores malvados, que no se puede dejar de lado. En consecuencia, algunos críticos han negado que Cristo haya pronunciado algunas de estas "alegorías", pero los motivos que alegan les darían derecho a rechazar las demás; no se atreven a enfrentar esa conclusión (cf. Loisy, "Ev. synopt.", II, 318).

Parábolas en los Evangelios Sinópticos

El sembrador (Mt. 13,3-8; Mc. 4,3-8; Lc. 8,5-8): Todos los escritores ortodoxos toman la parábola del sembrador como un modelo tanto de narración como de interpretación, garantizada por el Divino Maestro mismo. La similitud general entre la enseñanza y la siembra se encuentra en Séneca, "Ep. LXXIII"; y Prudencio, el poeta cristiano, lanzó la parábola en verso, "Contra Symmachum", II, 1022. Salmerón se acerca al método sugerido anteriormente, por el cual obtenemos el mayor beneficio de estos símbolos, cuando declara que Cristo es "el sembrador y la semilla". Inmediatamente se nos recuerda a los Padres griegos que llaman a nuestro Redentor la semilla sembrada en nuestros corazones (logos spermatikos), que proviene de Dios para que Él pueda ser el principio de la justicia en el hombre (Justino, "Apol.", II, XIII, Atanasio, "Orat." II, 79, Cirilo, "In Joan.", 75; y vea a Newman, "Tracts", 150-177). 1 Pedro 1,1-23 se lee como un eco de esta parábola. Nótese que Nuestro Señor no usa personificaciones, sino que refiere el bien y el mal por igual a las personas; es el “malvado” quien arranca la semilla, no un diablillo vago e impersonal. El fondo rocoso, el viento ardiente y el sol abrasador nos hablan del paisaje palestino. Encontramos “cizañas espinosas” en Cátulo (LXIV, LXXII) y en Ovidio (Metamorp., XIII, 5, 483). Los teólogos nos advierten que no imaginemos que el “corazón bueno y perfecto” del receptor es por naturaleza tal; pues esa sería la herejía de Pelagio; pero podemos citar el axioma de las escuelas, “Al que hace lo que puede, Dios no le niega su gracia.” San Cipriano y San Agustín (Ep. LXIX, Serm. LXXIII) señala que la aceptación del libre albedrío es la enseñanza del Evangelio; y así Ireneo contra los precursores gnósticos del luteranismo (V, XXXIX).

La cizaña (Solo en Mt. 13,24-30): Cualquiera que sea el significado de la palabra zizania, que se encuentra solo aquí en la Escritura griega, originalmente es semita (árabe zuwan). En la Vulgata se conserva y en el francés popular Wyclif traduce como “ballico o cizaña”, y curiosamente el nombre de sus seguidores, los lollardos, se deriva de su equivalente latín “lolium”. En el Nuevo Testamento de Reims tenemos “cizaña”, para la cual compare Job 31,40: “en vez de trigo broten en ella espinas, y en lugar de cebada, cizañas.” Está bastante bien determinado que la planta en cuestión es "lolium temulentum", o cizaña barbuda; y la dañina práctica de "sobresembrar" se ha detectado entre los orientales, si no en otros lugares. La escardadura tardía de los campos está en "acuerdo sustancial con la costumbre oriental", en un momento en que las plantas buenas y malas se pueden distinguir completamente. Cristo se llama a sí mismo “Hijo de Hombre”; Él es el sembrador. Los hombres buenos son la semilla; el campo es indiferentemente la Iglesia o el mundo, es decir, el Reino visible en el que se mezclan todas las clases, para ser resuelto en el día de Su venida. Explica y ajusta en detalle la lección de los incidentes (Mt. 13,36-43), con una adaptación tan clara a la era primitiva del cristianismo que Loisy, Julicher y otros críticos modernos se niegan a considerar la autenticidad de la parábola. Suponen que fue sacada de una breve comparación en la "fuente" original perdida de Marcos. Estas conjeturas fortuitas no tienen valor científico.

Históricamente, la moral que recomienda el aguante de los desórdenes entre los cristianos cuando surgiría un mal mayor al tratar de reprimirlos, ha sido impuesta por las autoridades de la Iglesia contra Novaciano, y su teoría se desarrolló en las largas disputas de San Agustín con esos firmes puritanos africanos: los donatistas. San Agustín, al reconocer en las palabras de Nuestro Señor como en la vida espiritual un principio de crecimiento que exige paciencia, por medio de ella reconcilia el estado militante imperfecto de sus discípulos ahora con la visión de San Pablo de una "iglesia gloriosa, sin mancha ni arruga "(Ef. 5,27). Tal es la gran filosofía católica, ilustrada por la Iglesia Romana desde los primeros tiempos, a pesar de hombres como Tertuliano; de la condena medieval de los cátaros; y de la resistencia posterior a Calvino, quien habría traído una especie de república estoica o "Reino de los Santos", con sus inevitables consecuencias, hipocresía y fariseísmo. Sin embargo, Calvino, quien se separó de la comunión católica por este y otros motivos similares, dice que es una tentación peligrosa suponer que "no hay Iglesia donde la pureza perfecta no es aparente". (Cf. San Agustín, "In Psalm. 99"; "Contra Crescon.", III, XXXIV; San Jerónimo, "Adv. Lucifer" y Tertuliano en su etapa ortodoxa, "Apol.", XLI "Dios no apresura ese cernido, el cual es una condición del juicio, hasta el fin del mundo.”)

El grano de mostaza (Mt. 13,31-32; Mc. 4,30-32; Lc. 13,18-19) y la levadura (Mt. 13,31-32; Lc. 13,20-21): Si en la cizaña percibimos una etapa más avanzada de la enseñanza de Cristo que en el sembrador, podemos considerar que la semilla de mostaza anuncia el triunfo manifiesto de su Reino, mientras que la levadura nos revela el secreto de su funcionamiento interno. Dificultades extrañas han sido comenzadas por occidentales, que nunca se habían fijado en el exuberante crecimiento de la planta de mostaza en su hogar nativo, y objetan contra la letra que la llama "la menor de todas las semillas". Pero en el Corán) Sura XXXI) está implícito este estimado proverbial; y es una regla elemental de la sana crítica de la Escritura el no buscar precisión científica en tales ejemplos populares o en discursos que apuntan a algo más importante que el mero conocimiento. Se dice que el árbol “salvadora persica” es raro. Obviamente, el punto de comparación va dirigido a los comienzos humildes y al extraordinario desarrollo del Reino de Cristo. Wellhausen cree que para los evangelistas la parábola era una alegoría que tipifica el rápido crecimiento de la Iglesia; Loisy inferiría que, de ser así, Nuestro Señor no la pronunció en su forma real.

Pero aquí hay tres historias distintas pero afines, la semilla de mostaza, la levadura, la semilla que crece secretamente, que aparecen en los sinópticos, contemplan un lapso de tiempo y son más aplicables a las épocas posteriores que al breve período durante el cual Cristo predicaba; —¿diremos que Él no pronunció ninguna de ellas? Y si permitimos estas anticipaciones proféticas, ¿no las explica mejor la visión tradicional? (Wellh., "Matt.", 70; Loisy, "Ev. Syn.", III, 774-3.) Se ha cuestionado si en la levadura deberíamos reconocer una buena influencia, respondiendo a los textos, "ustedes son la sal de la tierra, la luz del mundo" (Mt. 5,13-14), o el mal que debe ser "purgado" según San Pablo (1 Cor. 5,6-8). Mejor tomarlo como la "buena semilla", con las consiguientes aplicaciones, como lo hace San Ignacio (Ad Magnes., X) y San Gregorio Nacianceno (Orat., XXXVI, 90). En el sistema gnóstico se entendían las “tres medidas” como las clases “terrenales” “carnales” y “espirituales” entre los cristianos (Iren. I, VIII). Trench describe admirablemente estas dos parábolas como las que nos presentan el "misterio de la regeneración" en el mundo y el corazón del hombre. Para la "levadura de los fariseos", consulte a los autores sobre Mateo 16,6.

El Tesoro escondido (Mt. 13,44) y la perla fina (Mt. 13,45): Con Orígenes podemos llamar a estas "similitudes"; en una el objeto se encuentra como por accidente (Isaías 65,1; Rom. 10,20: "Me encontraron aquellos que no me buscaban"); en la otra, un hombre la busca y la compra deliberadamente. Bajo tales figuras se denotaría el llamado de los gentiles y los esfuerzos espirituales de aquellos que, junto con Simeón, esperaron "por la consolación de Israel". En la primera seguramente hay una alusión a la alegría del martirio (Mt. 10,37). El tesoro oculto es una idea oriental generalizada (Job 3,21; Prov. 2,4); las perlas o los rubíes, que pueden ser representados por la misma palabra hebreo (Job 28,18; Prov. 3,15, etc.) significarán la "joya" de la fe, Nuestro Señor mismo o la vida eterna; y si los cristianos la han de ganar, deben hacer la gran renuncia. No es posible la reserva, en cuanto al Espíritu se refiere, un hombre debe dar el mundo entero por su “alma”, que vale mucho más, por lo tanto, se regocija. Aquí, como en otras partes, la comparación no implica ningún juicio sobre la moralidad de las personas tomadas a modo de figuras; la casuística de "tesoro", el posible exceso en el negocio, pertenece a la "corteza" no a la "médula" de la historia y no da ninguna lección. San Jerónimo entiende que la Santa Biblia es el tesoro; San Agustín, los dos Testamentos de la Ley”, pero Cristo nunca identifica el “Reino” con la Escritura. Una interpretación extraña, no justificada por el contexto, mira al Salvador como a la vez el que busca y el que encuentra.

La red de pesca (Mt. 13,47-50): La red de pesca completa la séptuple enseñanza en el primer Evangelio. El orden fue escogido por San Mateo; y si aceptamos el significado místico del número “siete”, es decir, “perfección”, percibiremos en esta parábola no una repetición de la cizaña, como afirmó Maldonado, sino su corona. En la cizaña se dilata la separación del bien y el mal; aquí se cumple. San Agustín compuso una especie de balada para el pueblo, contra los cismáticos donatistas, que expresa claramente la doctrina "seculi finis est littus, tunc est tempus separare" (N.T.: Ha llegado el fin del mundo, entonces es tiempo de separar.) (ver Enarr. Sal. 64, n. 6). La red es una red barredera, latín verriculum, o una jábega, que por necesidad captura todo y requiere ser halada a tierra, donde se realiza la división. Particularmente para los judíos, se debe tomar los limpios y tirar los inmundos. Dado que se establece claramente que dentro de la red hay tanto buenos como malos, esto implica una congregación visible y mixta hasta que el Señor venga con sus ángeles al juicio (Mt. 13,41; Apoc. 14,18).

El evangelista, observa Loisy, ha entendido esta parábola alegóricamente, como las otras citadas, y Cristo es el pescador hombres. Clemente de Alejandría quizás escribió el reconocido himno órfico que contiene una denominación similar. El "horno de fuego", las "lágrimas y el crujir de dientes", al ir más allá de las figuras de la historia, pertenecen a su significado y al dogma cristiano. En la conclusión, "todo escriba" (13:52) señala el deber que los apóstoles de Nuestro Señor entregarán a la Iglesia para llevar a los creyentes el sentido espiritual oculto de la tradición, "lo nuevo y lo viejo". Específicamente, esto no sirve como una distinción de los Testamentos; pero podemos comparar, "no vine a destruir sino a cumplir", y "ni una jota, ni una tilde" (Mt. 5,17-18). Los críticos modernistas atribuyen toda la idea de un "escriba" cristiano a San Mateo y no a nuestro Señor. La expresión "instruido" es literalmente, "habiendo sido hecho discípulo", matheteutheis y es raro que ocurra (Matt. in loco; 27,57 – 28,19; Hechos 14,21). Responde al hebreo "hijos de los profetas" y es completamente oriental (2 Rey. 2,3, etc.).

El siervo despiadado (Mt. 18,21-35): El siervo despiadado, o “serve nequam” puede ser resumida en dos palabras: “perdonado, perdona”. Este capítulo 18 resume la enseñanza parabólica; Cristo coloca a los niños pequeños en medio de sus discípulos como ejemplo de humildad, y cuenta la historia del buen pastor (v. 11-13) que el Evangelio según San Juan repite en primera persona. Indudablemente, Cristo dijo: "yo soy el buen pastor", como Él dice aquí: "El Hijo del hombre ha venido a salvar lo que estaba perdido" (11). La pregunta de San Pedro, "¿Cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano?", pone de manifiesto el espíritu de legalismo judío, en la que el Apóstol estaba todavía atado, mientras que provoca una declaración del ideal cristiano. El contraste, a menudo usado para aumentar el efecto de las enseñanzas de nuestro Señor, es visible aquí con la actitud asumida por Pedro y corregida por su Maestro. “Hasta setenta veces siete”, la perfección de lo perfecto, significa por supuesto no un número sino un principio, “no te dejes vencer por el mal, sino que vence al mal con el bien” (Rom. 12,21). Ese es el “secreto de Jesús” y constituye su revelación.

San Jerónimo leyó una variante curiosa, sencillamente una glosa, en el “Evangelio según los hebreos” (Loisy, II, 93). El número proverbial es quizás tomado de la canción de la venganza de Lámek (Gén. 4,24), donde sin embargo la versión del rey Jacobo I dice "setenta veces siete". Esta parábola es la primera en la que Dios aparece y actúa como un rey, aunque, por supuesto, el título es frecuente en el Antiguo Testamento. En cuanto a las personas, observe que el Señor no les da nombres, lo que hace que la narración sea más difícil. El "siervo malo" puede ser un sátrapa, y su enorme deuda sería el tributo del gobierno. Que él y su familia fuesen vendidos como esclavos le parecería natural a un oriental, en ese momento o más tarde. Los “diez mil talentos” puede referirse a los Diez Mandamientos. Los “cien denarios” que le debía su “compañero siervo” gráficamente representan la situación como entre hombre y hombre comparada con las ofensas humanas hacia Dios. La "prisión " en que la tortura es quitarle al culpable todo lo que posee, representa lo que siempre ha sucedido bajo las tiranías de Asia, hasta tiempos recientes (compare los cargos de Burke contra Warren Hastings en referencia a actos similares). “Hasta que pague” puede significar “nunca”, según un posible sentido de “donec”, y fue tomado así por San Juan Crisóstomo. Teólogos posteriores lo interpretan más levemente y adaptan las palabras a una prisión donde se pueden redimir las deudas espirituales, es decir, el purgatorio (Mt. 5,25-26, corresponde estrechamente). La moral ha sido felizmente denominada "ley de desagravio de Cristo", anunciada por él en otro tiempo en el Sermón del Monte (Mt. 5,38-48), y la Oración del Señor hace que sea una condición para nuestro propio perdón

Los obreros en la viña (Mt. 20,1-16): Los obreros en la viña se ha vuelto célebre en las discusiones económicas modernas por su significativa frase "a este último." El poeta español Calderón traduce bien su significado, “a tu prójimo como a ti”. Sin embargo, entre las parábolas es una de las más difíciles de resolver, y es expuesta de diversas maneras. Principalmente es una respuesta a todos los fariseos y los pelagianos que exigen la vida eterna como una recompensa debida a sus obras, y quienes murmuran cuando los “pecadores” o los menos dignos son aceptados, aunque llegaron tarde al llamado divino. Podría introducir oportunamente la Epístola a los Romanos, que procede en líneas idénticas y enseña la misma lección. Sin embargo, nadie le ha negado su autoría a Cristo (Cf. Rom. 3,24-27; 4,1; 9,20, especialmente “¡Oh, hombre! ¿quién eres tú para pedir cuentas a Dios?”) La actitud de Cristo hacia los publicanos y pecadores que ofendía a los fariseos (Mc. 02,16; Lc. 05,30), proporciona el comentario más claro sobre la parábola en su conjunto. Algunos críticos rechazan la última frase, "muchos son los llamados," como una interpolación sacada de la parábola del banquete de bodas. Opiniones místicas tempranas entienden que los trabajadores son Israel y los paganos; Ireneo, Orígenes e Hilario adaptan las diferentes etapas a la Antigua Alianza. San Jerónimo la compara el hijo pródigo, para la cual esta puede ser la lección equivalente de San Mateo. Tenga en cuenta el "ojo malo" y otras referencias a él (Deut. 15,9; 2 Sam. 18,9; Prov. 23,6).


Fuente: Barry, William. "Parables." The Catholic Encyclopedia. Vol. 11, pp. 460.467. New York: Robert Appleton Company, 1911. 15 Jul. 2019 <http://www.newadvent.org/cathen/11460a.htm>.

Está siendo traducido por Luz María Hernández Medina.