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Lunes, 23 de diciembre de 2024

Enseñanzas de Agustín de Hipona

De Enciclopedia Católica

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San Agustín de Hipona (354-430) es un "genio filosófico y teológico de primera magnitud que domina, como una pirámide, la antigüedad y las edades subsiguientes. Comparado con los grandes filósofos de siglos pasados y de los tiempos modernos, los iguala a todos; entre los teólogos es innegablemente el primero, y ha sido tal su influencia que ninguno de los Padres, escolásticos o reformadores lo ha superado." (Philip Schaff, History of the Christian Church). En otros artículos hemos discutido su vida, sus obras y su regla; aquí trataremos sobre sus enseñanzas y su influencia en tres secciones:

I. Su función como Doctor de la Iglesia II. Su Sistema de Gracia III. El Agustinismo en la Historia

I. Su Función como Doctor de la Iglesia Cuando los críticos se esfuerzan en determinar el papel de Agustín en la historia de la Iglesia y de la civilización, no puede haber campo para hablar de influencia exterior o política, tal como era ejercida por San León, San Gregorio o San Bernardo. Como Reuter observa con justeza, Agustín era obispo de una ciudad de tercera categoría y tenía escasamente el más mínimo grado de control directo sobre la política; Harnack añade que quizá no tenía las calificaciones de un hombre de estado. Si Agustín ocupa un sitio aparte en la historia de la humanidad es como pensador, cuya influencia se siente aun fuera del terreno de la teología y juega un potentísimo papel en la orientación del pensamiento occidental. Hoy en día se acepta universalmente que, en el campo intelectual, su influencia no tiene rival ni siquiera en Santo Tomás de Aquino y las enseñanzas de Agustín marcan una época aparte en la historia del pensamiento cristiano. Para realzar este importante hecho trataremos de determinar: (1) el rango y grado de influencia que es menester adscribirle a Agustín; (2) la naturaleza o elementos de su influencia doctrinal; (3) las características generales de su doctrina; y (4) el carácter de su genio.

(1) El más grande de los Doctores

Ante todo, es un hecho notable que los grandes críticos, tanto protestantes como católicos, son casi unánimes en colocar a San Agustín en el rango más alto entre los Doctores y en proclamarlo como el más grande de los Padres. Tal era también la opinión de sus contemporáneos, a juzgar por sus expresiones de entusiasmo recopiladas por los bolandistas. Los papas atribuían una autoridad tan excepcional al Doctor de Hipona que, aun en años más recientes, ha dado lugar a animadas controversias teológicas. Pedro el Venerable resumió de una manera certera el sentimiento general de la Edad Media cuando colocó a Agustín en un rango inmediatamente después del de los Apóstoles; y en los tiempos modernos Bossuet, cuyo genio era muy similar al de Agustín le asigna el primer lugar entre los Doctores y no se limita a llamarlo "el incomparable Agustín" sino también "el Águila de los Doctores," "el Doctor de los Doctores." Si bien el abuso jansenista en la interpretación de sus obras y quizá las exageraciones de ciertos católicos, lo mismo que el ataque de Richard Simon parecieron haber alarmado a algunas mentes, la opinión general no ha variado. En el siglo XIX Stöckl expresó el pensar de todos cuando dijo: "Agustín ha sido justamente llamado el más grande Doctor del mundo católico."

Y la admiración de los críticos protestantes no es menos entusiasta. Más aun, parecería como si ellos hubieran estado en estos últimos tiempos especialmente fascinados por la gran figura de Agustín, como se puede colegir de lo profunda y asiduamente que lo han estudiado (Bindemann, Schaff, Dorner, Reuter, A. Harnack, Eucken, Scheel, etc.) y todos ellos están más o menos de acuerdo con Harnack cuando éste pregunta "¿Dónde en la historia de Occidente ha de encontrarse un hombre cuya influencia pueda compararse con la suya?" Lutero y Calvino se contentaron con tratar a Agustín con un poco menos de irreverencia que aquella con la que trataron a los otros Padres, pero sus descendientes le hacen completa justicia, aunque lo reconocen como el padre del catolicismo romano. De acuerdo con Bindeman, "Agustín es una estrella de extraordinario brillo en el firmamento de la Iglesia. Desde el tiempo de los Apóstoles, nadie lo ha superado." En su History of the Church, el Dr. Kurz llama a Agustín "el mayor, el más poderoso de todos los Padres, aquél de quien proceden todos los desarrollos doctrinales y eclesiásticos de Occidente y a quien traen de nuevo cada crisis recurrente y cada nueva orientación del pensamiento." El mismo Schaff (Saint Augustine, Melanchton, and Neander, p. 98) comparte esta opinión: "En tanto que la mayoría de los grandes hombres en la historia de la Iglesia son reclamados por la confesión católica o por la protestante y por tanto su influencia queda confinada a la una o a la otra, él goza de parte de ambas de un respeto igualmente profundo y duradero." Rudolf Eucken es todavía más osado cuando dice: "En el terreno de la cristiandad propiamente, sólo ha aparecido un filósofo y ése es Agustín." El mitrado inglés W. Cunningham no es menos apreciativo de la magnitud y perpetuidad de esta extraordinaria influencia: "La totalidad de la vida de la Iglesia medieval estaba enmarcada siguiendo lineas que él ha sugerido: sus órdenes religiosas lo reclamaban como patrón, sus místicos encontraron un tono congenial en sus enseñanzas, su forma de gobierno era hasta cierto punto la realización de su descripción de la Iglesia cristiana; en sus varias partes representaba la puesta en práctica de las ideas que él abrigaba y difundía. Tampoco terminó su influencia con la declinación del medievalismo: veremos ahora qué tan cercano está su lenguaje al de Descartes, quien dió el primer impulso a la filosofía moderna y definió su carácter especial." Y, después de haber establecido que la doctrina de San Agustín estaba en el fondo de todas las luchas entre los jansenistas y católicos en la Iglesia de Francia, entre arminianos y calvinistas por el lado de los reformadores, añade: "Y una vez más en nuestra propia tierra, cuando surgió una reacción contra el racionalismo y el erastianismo, fue hacia el Doctor africano hacia quien se volvieron los hombres con entusiasmo: la edición que hizo el Dr. Pusey de las Confesiones fue uno de los primeros frutos del Movimiento de Oxford."

Pero Adolf Harnack es quien con más frecuencia ha hecho hincapié en el papel señero que ha jugado el Doctor de Hipona. Harnack ha estudiado el lugar de Agustín en la historia del mundo como reformador de la piedad cristiana y su influencia como Doctor de la Iglesia. En su estudio de las Confesiones vuelve a lo mismo: "Ningún hombre desde Pablo es comparable a él" - con la excepción de Lutero, y añade- "Aún hoy vivimos según San Agustín, nutridos por su pensamiento y por su espíritu; se dice que somos hijos del Renacimiento y de la Reforma, pero tanto aquel como ésta dependen de él."

(2) Naturaleza y diferentes aspectos de su influencia doctrinal

Esta influencia es tan variada y compleja que es difícil considerarla bajo todos sus diferentes aspectos. En primer lugar, en sus obras el gran obispo recoge y condensa los tesoros intelectuales del mundo antiguo y los transmite al nuevo. Harnack llega a decir: "Parecería que la miserable existencia del Imperio Romano en el Oeste se hubiera prolongado hasta la época de Agustín sólo para permitir que la influencia de éste se ejerciera sobre la historia universal." Para que pudiera cumplir esta enorme tarea la Providencia lo puso en contacto con tres mundos cuyo pensamiento él debía transmitir: con el mundo romano y latino en cuyo medio vivió; con el mundo oriental, parcialmente revelado a él a través del estudio del maniqueísmo; y con el mundo griego que le habían mostrado los platónicos. En filosofía, Agustín se inició en el contenido total y todas las sutilezas de las variadas escuelas sin comprometerse no obstante con ninguna de ellas. En teología fue él quien hizo conocer en la Iglesia Latina el gran trabajo dogmático logrado en el Oriente durante el siglo cuarto y comienzos del quinto. Agustín popularizó los resultados de este trabajo dándoles la forma más exacta y precisa del genio latino. A una síntesis del pasado, Agustín añade la incomparable riqueza de su propio pensamiento, y de él se puede decir que fue el más poderoso instrumento de la Providencia para el desarrollo y avance del dogma. En este campo el peligro no reside en negar sino en exagerar este avance. La misión dogmática de Agustín (en una esfera más baja y sin hablar de inspiración) recuerda la de Pablo en la predicación del Evangelio; también ha sido objeto de los mismos ataques y ha ocasionado las mismas extravagancias de la crítica. De la misma manera que se buscó hacer del paulinismo la fuente real del cristianismo tal como lo conocemos -un sistema que había sofocado el primitivo germen del Evangelio de Jesús - se concibió la idea de que Agustín había instalado en la Iglesia, bajo el nombre de agustinismo, una especie de sincretismo de las ideas de Pablo con el neoplatonismo, que era una desviación de la antigua cristiandad, sincretismo para algunos afortunado, pero completamente deplorable según otros. Estas fantasías no sobreviven después de una lectura de los textos y el mismo Harnack hace ver cómo Agustín es heredero de la tradición que lo precedió. Por otra parte, no es posible ignorar su contribución de creatividad y originalidad en el desarrollo del dogma, aunque aquí y allá se manifiestan debilidades humanas en cuestiones especiales. Él, mejor que cualquiera de los Padres, comprendió el progreso tan bien expresado por Vicente de Lerins, su contemporáneo, en una página que algunos han utilizado en su contra.

En general, toda la dogmática cristiana le está en deuda por nuevas teorías que justifican y explican mejor la revelación, nuevos puntos de vista y mayor claridad y precisión. Las muchas controversias con las cuales ha sido identificado, junto con el giro especulativo de su mente, trajeron casi todas las cuestiones bajo el campo de su investigación. Aun su manera de plantear los problemas dejó de tal modo su impronta en ellos, que casi podría decirse que no hay problema para cuya consideración los teólogos no sientan una obligación imperativa de estudiar el pensamiento de Agustín. En particular, Agustín desarrolló tan ampliamente ciertos dogmas, sacando tan hábilmente de su envoltura de tradición el fructífero germen de la verdad, que muchos de estos dogmas (equivocadamente en nuestra opinión), han sido etiquetados como "agustinismo." Agustín no fue su inventor, sino solamente el primero que los colocó bajo una poderosa luz. Estos son principalmente los dogmas sobre la caída, la propiciación, la gracia, y la predestinación. Shaff (op.cit.97) ha dicho con mucha propiedad: "Su aparición en la historia del dogma forma una época distinta, especialmente en cuanto se refiere a las doctrinas antropológicas y soteriológicas, las cuales él hizo avanzar considerablemente y condujo a una claridad y precisión mayores que lo que nunca antes habían tenido en la conciencia de la Iglesia." Ahora bien, Agustín no es solamente el Doctor de la Gracia, sino también el Doctor de la Iglesia: sus veinte años de conflicto con el donatismo condujeron a una completa exposición de los dogmas de la Iglesia, el gran trabajo sobre el Cuerpo Místico de Cristo y el verdadero Reino de Dios, sobre su parte en la salvación y sobre la íntima eficacia de sus sacramentos. Sobre este punto, en el centro mismo de la teología agustiniana, es sobre el que ha concentrado Reuter sus Augustinische Studien, los cuales, de acuerdo con Harnack, son los más doctos entre los estudios recientes sobre San Agustín. Las controversias maniqueas también lo condujeron a exponer claramente las grandes cuestiones del Ser Divino y de la naturaleza del mal, y por esto podría también ser llamado el Doctor del Bien o de los buenos principios de todas las cosas. Finalmente, la misma idiosincrasia de su genio y la impronta práctica, sobrenatural y divina que dejó en todas sus especulaciones intelectuales, hacen de él el Doctor de la Caridad.

Otro paso adelante debido al trabajo de Agustín se encuentra en el lenguaje de la teología, pues, si él no lo creó, al menos contribuyó a su establecimiento definitivo. A él se le deben gran número de fórmulas epigramáticas, tan significativas como tersas, que posteriormente fueron escogidas y adoptadas por la escolástica. Además, como el latín era más conciso y menos flúido en sus formas que el griego, resultó maravillosamente apropiado para este objeto. Agustín hizo del latín el lenguaje dogmático por excelencia, y Anselmo, Tomás de Aquino y otros siguieron su guía. Ocasionalmente le ha sido atribuido el Credo seudo-atanasiano, que indudablemente apareció en una fecha posterior, pero no estaban equivocados los críticos que trazaron su inspiración a las fórmulas que aparecen en De Trinitate. Quienquiera que haya sido el autor de este Credo, ciertamente estaba familiarizado con Agustín y se inspiraba en sus obras. Incuestionablemente, a este don de la expresión concisa, al igual que a su caridad, se debe el que se le haya atribuido con frecuencia el celebrado dicho: "En lo esencial, unidad; en lo no esencial, libertad; en todas las cosas, caridad."

Agustín se destaca también como el gran inspirador del pensamiento religioso de las edades subsiguientes. Un volumen entero no sería suficiente para contener el recuento completo de su influencia sobre la posteridad; aquí solamente llamaremos la atención hacia sus principales manifestaciones. En primer lugar, es un hecho de capital importancia que, con San Agustín, el centro del desarrollo dogmático y teológico pasó del Oriente al Occidente. Por consiguiente, también desde este punto de vista, Agustín marca una época en la historia del dogma. Los críticos sostienen que hasta su tiempo, la más poderosa influencia era ejercida por la Iglesia Griega, y el Este había sido la tierra clásica de la teología, el gran taller para la elaboración del dogma. Desde el tiempo de Agustín, la influencia predominante parece emanar de Occidente, y el espíritu plástico y realista de la raza latina suplanta al espíritu especulativo e idealista de Grecia y del Oriente. No menos saliente, es el hecho de que fue el Doctor de Hipona quien, en el seno de la Iglesia, inspiró los dos movimientos aparentemente antagónicos, el escolasticismo y el misticismo. Desde Gregorio Magno a los Padres de Trento, la autoridad de Agustín, indisputablemente la mayor, domina a todos los pensadores y a ella apelan por igual los escolásticos Anselmo, Pedro Lombardo y Tomás de Aquino lo mismo que Bernardo, Hugo de San Víctor y Tauler, exponentes del misticismo, todos los cuales se nutrieron de sus escritos y se penetraron de su espíritu. No hay ninguna, ni siquiera de las más modernas tendencias del pensamiento, que no derive de él lo que tenga de verdad o de profundo sentimiento religioso. Doctos críticos como Harnack han llamado a Agustín, "el primer hombre moderno" y, en verdad, él ha moldeado de tal manera el mundo latino, que es en realidad quien le ha dado forma a la educación de las mentes modernas. Pero, sin ir demasiado lejos, podemos citar al filósofo alemán Eucken: "Tal vez no sea paradójico decir que si nuestra época desea retomar y tratar de una manera independiente el problema de la religión, no es tanto a Scleiermacher ni a Kant, ni aun a Lutero ni a Santo Tomás a quienes se debe referir sino a Agustín... Y fuera de la religión, hay puntos en los cuales Agustín es más moderno que Hegel o que Schopenhauer."

(3) Las cualidades dominantes de su doctrina

Para mejor entender la influencia de San Agustín, tenemos que llamar la atención sobre ciertas características generales de su doctrina, que no deben perderse de vista si se quieren evitar penosos errores de interpretación al leer sus obras.

En primer lugar, el completo desarrollo de la mente del gran Doctor fue progresivo. Al conocimiento exacto de cada verdad y a una percepción clara y precisa de su sitio en la síntesis de la revelación llegó por etapas, con frecuencia estimulado por las circunstancias y las necesidades de la controversia. Esto también requiere que sus lectores sepan como "avanzar con él". Es necesario estudiar las obras de San Agustín en el orden histórico y, como veremos posteriormente, esto es particularmente aplicable a la doctrina sobre la gracia.

La doctrina agustiniana es, valga repetirlo, esencialmente teológica y tiene a Dios por centro. Ciertamente, Agustín es un gran filósofo, y Fénelon dijo de él: "Si un hombre ilustrado fuera a recopilar de los libros de San Agustín las verdades sublimes que este gran hombre ha esparcido al azar en ellos, tal compendio (extrait), hecho con juicio, sería superior en amplia medida a las Meditaciones de Descartes." Y, de hecho, dicha recopilación fue realizada por el ontólogo del Oratorio, André Martin. Hay entonces una filosofía de San Agustín, pero en él la filosofía está tan íntimamente acoplada a la teología que es inseparable de ésta. Los historiadores protestantes han señalado esta característica de sus escritos. "El mundo," dice Eucken, "le interesa menos que" la acción de Dios en el mundo y especialmente en nosotros mismos. Dios y el alma son los únicos asuntos cuyo conocimiento debería encendernos de entusiasmo. Todo conocimiento se hace conocimiento moral, religioso o, más bien, una convicción moral, religiosa, un acto de fe de parte del hombre, quien se entrega sin reservas." Y, aun con mayor energía, Böhringer ha dicho: "El eje sobre el cual giran el corazón, la vida y la teología de Agustín, es Dios." Las discusiones orientales sobre la Palabra habían forzado a Atanasio y a los Padres Griegos a colocar la fe en la Palabra y en Cristo, el Salvador, en la cumbre misma de la teología. Agustín también, en su teología coloca la Encarnación en el centro del plan divino, pero lo enfoca como la gran manifestación histórica de Dios a la humanidad -la idea de Dios domina todo: de Dios considerado en Su esencia (Sobre la Trinidad), en Su gobierno (La Ciudad de Dios), o como el fin último de toda vida cristiana (Enchiridion y Sobre el Combate Cristiano).

Finalmente, la doctrina de Agustín lleva un sello eminentemente católico y es radicalmente opuesta al protestantismo. Es importante dejar establecido este hecho, principalmente a causa del cambio de actitud de los críticos protestantes hacia San Agustín. Ciertamente, no hay nada que merezca más la atención que este desarrollo que dice tan bien de la imparcialidad de los autores modernos. La tesis de los protestantes de otros tiempos es bien conocida. Por cierto que no faltaron los intentos de monopolizar a Agustín y de hacer de él un reformador precursor de la Reforma. Por supuesto que Lutero se vio obligado a admitir que no había encontrado en Agustín la idea de la justificación por la sola fe, ese principio generador de todo el protestantismo; y Schaff nos cuenta que se consolaba a sí mismo exclamando (op. cit., p. 100): "Agustín ha errado con frecuencia, no es de fiar. Aunque bueno y santo, no poseía la fe verdadera lo mismo que los otros Padres." Pero, en general, la Reforma no entró en línea tan fácilmente y por largo tiempo fue costumbre oponer el gran nombre de Agustín al catolicismo. El Artículo 20 de la Confesión de Augsburgo tiene el atrevimiento de atribuirle la justificación sin obras y Melanchton invoca su autoridad en su Apologia Confesionis. En los últimos treinta o cuarenta años todo esto ha cambiado, y los mejores críticos protestantes compiten entre sí en la proclamación del carácter esencialmente católico de la doctrina agustiniana. De hecho, llegan a extremos cuando alegan que él es el fundador del catolicismo. Así encontramos que H. Reuter concluye sus muy importantes estudios sobre el Doctor de Hipona: "Considero que Agustín es el fundador del catolicismo romano en el occidente.... Esto no es un descubrimiento nuevo, como parece creerlo Kattenbusch, sino una verdad reconocida desde hace tiempo por Neander, Julius Köstlin, Dorner, Schmidt, ...etc." Luego, sobre el asunto de si el evangelicalismo habría de encontrarse en Agustín, dice: "Anteriormente, sobre este punto se razonaba de una manera diferente a como se hace actualmente. Las frases que estuvieron muy en boga entre 1830 y 1870: "Agustín es el padre del protestantismo evangélico y Pelagio el padre del catolicismo," raramente se encuentran hoy día. Desde entonces se ha reconocido que no tienen asidero, aunque encierran una particula veri." Philip Schaff llega a la misma conclusión; y Dorner dice: "Es erróneo atribuirle a Agustín las ideas que inspiraron la Reforma." Ninguno, sin embargo, ha colocado esta idea bajo una luz más fuerte que Harnack. Bien recientemente, en su decimocuarta lección de su La Esencia del Cristianismo, caracterizó a la Iglesia Romana con tres elementos, el tercero de los cuales es el Agustinismo, el pensamiento y la piedad de San Agustín. "De hecho, Agustín ha ejercido sobre la totalidad de la vida interior de la Iglesia, sobre la vida religiosa y sobre el pensamiento religioso, una influencia absolutamente decisiva." Y, de nuevo dice: "En el siglo V, en el momento en que heredó el Imperio Romano, la Iglesia tenía en su seno a un hombre de un genio extraordinariamente profundo y poderoso: de él tomó ella sus ideas, y hasta la hora presente ha sido incapaz de apartarse de ellas." En su Historia del Dogma (traducción al inglés, V, 234, 235), el mismo crítico se ocupa extensamente de las características de lo que él llama el "catolicismo popular" al cual pertenece Agustín. Estas características son: (a) la Iglesia como institución jerárquica con autoridad doctrinal; (b) la vida eterna por méritos y la desestimación de la tesis protestante de "salvación por la fe," es decir, salvación por esa firme confianza en Dios producida por la certeza del perdón; (c) el perdón de los pecados -en la Iglesia y por la Iglesia; (d) la distinción entre mandatos y consejos -entre pecados mortales y veniales - la gradación de hombres malvados y hombres buenos - los varios grados de felicidad en el cielo de acuerdo con los méritos de cada uno; (e) Agustín es acusado de "sobrepasar las ideas supersticiosas" de este catolicismo popular - el valor infinito de la satisfacción que Cristo ofreció por la salvación considerada como el gozo de Dios en el cielo - la eficacia misteriosa de los sacramentos (ex opere operato) - la virginidad de María aun en el parto - la idea den su pureza y de su concepción, única en su clase. Harnack no afirma que Agustín enseñó la doctrina de la Inmaculada Concepción, pero Schaff (op. cit., p. 98) dice sin vacilación: "Él es responsable de muchos lastimosos errores de la Iglesia Romana...él anticipó el dogma de la Inmaculada Concepción de la Virgen María, y su ominosa expresión, Roma locuta est, causa finita est, puede casi ser citada en apoyo al decreto vaticano de la infalibilidad papal."

A pesar de todo, sería un error suponer que los protestantes modernos renuncian a cualquier pretensión sobre Agustín, ellos mantendrán que, a pesar de su esencial catolicismo, fue él quien inspiró a Lutero y a Calvino. La nueva tesis, por consiguiente, consiste en que cada una de las dos Iglesias lo pueden reclamar por turnos. La expresión de Burke citada por Schaff (ibid., p. 102) es característica de esta posición: "En Agustín, las ideas antiguas y modernas se funden y a su autoridad tiene tanto derecho la Iglesia papal como las Iglesias de la Reforma." Nadie ha notado esta contradicción tan claramente como Loofs. Después de declarar que Agustín ha acentuado los elementos característicos de la cristiandad occidental (católica), que en las edades sucesivas se convirtió en su Padre, y que "el eclesiasticismo del catolicismo romano, el escolasticismo, el misticismo, y aun las pretensiones del papado al gobierno temporal se fundamentan en una tendencia iniciada por él," Loofs afirma también que él es el maestro de todos los reformadores y su lazo de unión, y concluye con esta extraña paradoja: "La historia del catolicismo es la historia de la eliminación progresiva del agustinismo." La singular aptitud de estos críticos para suponer la existencia de contradicciones flagrantes en un genio como Agustín no es tan asombrosa cuando recordamos que, con Reuter, ellos justifican esta teoría con la reflexión: "En quién se pueden encontrar contradicciones más frecuentes que en Lutero?" Pero sus teorías están basadas en una falsa interpretación de la opinión de Agustín, la cual es con frecuencia malentendida por aquellos que no están suficientemente familiarizados con su lenguaje y terminología.

(4) El carácter de su genio

Tenemos ahora que establecer cuál es la cualidad dominante que explica su fascinante influencia sobre la posteridad. Uno tras otro, los críticos han considerado los varios aspectos de este gran genio. Algunos han sido particularmente impresionados por la profundidad y originalidad de sus concepciones, y para éstos, Agustín es el gran sembrador de las ideas que habrían de alimentar a las mentes futuras. Otros, como Jungmann y Stöckl, han elogiado en él la maravillosa armonía de todas las cualidades superiores de la mente o la universalidad y el alcance de su doctrina. "En el gran Doctor africano," dice el Rev. J. A. Zahm (Bible, Science and Faith, tr. fr., 56): "al parecer hemos encontrado unidos y combinados la poderosa y penetrante lógica de Platón, las profundas concepciones científicas de Aristóteles, el conocimiento y elasticidad intelectual de Orígenes, la gracia y elocuencia de Basilio y de Crisóstomo. Sea que lo consideremos como filósofo, como teólogo o como exégeta..., él aparece de todos modos en forma admirable como el Maestro incuestionado de todos los siglos." Philip Schaff (op. cit., p. 97) admira por sobre todo "esa rara unión del talento especulativo de la Iglesia griega y el espíritu práctico de la Iglesia latina, que solamente él poseía." En todas estas opiniones hay una gran medida de verdad; sin embargo, creemos que la característica dominante del genio de Agustín y el verdadero secreto de su influencia han de encontrarse en su corazón - un corazón que penetra las más elevadas especulaciones de una mente profunda y las anima con el sentimiento más ardiente. En el fondo solamente estamos expresando la apreciación tradicional y general que se tiene del santo, puesto que él siempre ha sido representado con un corazón como emblema, de la misma manera que Santo Tomás de Aquino lo ha sido con un sol. Mgr. Bougaud interpreta este símbolo de la siguiente manera: "Nunca unió un hombre en una y la misma alma tan severo rigor de lógica con semejante ternura de corazón." Esta es también la opinión de Harnack, Böhringer, Nourisson, Storz y otros. La característica distintiva de Agustín es una gran intelectualidad admirablemente fusionada con un iluminado misticismo. La verdad para él no es solamente un objeto de contemplación, es un bien que debe ser poseído, que debe ser amado y de acuerdo con el cual se debe vivir. Lo que constituye el genio de Agustín es su maravilloso don de abrazar la verdad con todas las fibras de su alma; no solamente con el corazón, puesto que el corazón no piensa, ni solo con la mente, porque la mente sólo puede aprehender lo abstracto o, por decirlo así, la verdad inerte. Agustín busca la verdad viviente, y aun cuando se le encuentra combatiendo ciertas ideas platónicas, pertenece a la familia de Platón, no a la de Aristóteles. Él pertenece indiscutiblemente a todas las edades porque está en contacto con todas las almas, pero es preeminentemente moderno porque su doctrina no es la fría luz de la Escuela; él está vivo y penetrado de sentimiento personal. La religión no es una simple teoría, la cristiandad no es apenas una serie de dogmas, también es una vida, como se diría hoy o, más exactamente, una fuente de vida. Sin embargo, no nos engañemos, Agustín no es un sentimental, un místico puro; el solo corazón no explica su poder. Si en él la dura y fría intelectualidad de los metafísicos cede su lugar a una apasionada visión de la verdad, esa verdad es la base de todo. El nunca conoció el vaporoso misticismo de nuestros días, que se deja adormecer por un vago sentimentalismo sin rumbo. Su emoción es profunda, verdadera y absorbente porque nace de un dogmatismo fuerte, seguro y preciso que desea conocer lo que ama y porqué lo ama. El cristianismo es vida, pero vida en la verdad eterna inmutable. Y si ninguno de los Padres ha puesto tanto de su corazón en sus escritos, ninguno tampoco ha enfocado sobre la verdad el faro de un intelecto más fuerte y claro. La pasión de Agustín se caracteriza, no por la violencia sino por una sensibilidad comunicativa y su exquisita delicadeza experimenta las más intimas emociones una tras otra y las somete a prueba; de ahí el irresistible efecto de las Confesiones. Feuerlein, un pensador protestante, ha resaltado (en forma exagerada, por cierto, y dejando los prodigiosos poderes de su intelecto en la sombra) la exquisita sensibilidad de Agustín -que él llama el "elemento femenino" de su genio. Dice: "No fue una parte meramente casual o accidental la que su madre, Mónica, jugó en su desarrollo intelectual, y en esto reside lo que lo distingue esencialmente de Lutero, de quien se dice: 'Todo alrededor de él permite adivinar al hombre.'" Y Schlösser, a quien Feuerlein cita, no tiene temor de decir que las obras de Agustín tienen más poesía genuina que todos los escritos de los Padres griegos. Al menos no se puede negar que ningún pensador ha llegado a causar el derrame de tantas y tan saludables lágrimas como él. Esta característica del genio de Agustín explica su trabajo doctrinal. Los dogmas cristianos son considerados en relación con el alma y con los grandes deberes de la vida cristiana más bien que por sí mismos y de una manera especulativa. Esto solo explica su división de la teología en el Enchiridion, la cual parece tan extraña a primera vista. Él reúne toda la doctrina cristiana en las tres virtudes teologales, considerando en los misterios las diferentes actividades del alma que tiene que vivir de acuerdo con ellas. De este modo, en la Encarnación él asigna la mayor parte a los aspectos morales, al triunfo de la humildad. Por esta razón también, el trabajo de Agustín lleva un sello, hasta entonces desconocido, de una personalidad viva, atisbando en todas direcciones. Él inaugura esa literatura en la cual la individualidad del autor se revela en las materias más abstractas, de lo cual sus Confesiones constituyen un ejemplo inimitable. En esta conexión es en la que Harnack admira el don de observación psicológica del Doctor africano y una cautivadora facilidad para retratar sus penetrantes observaciones. Este talento, dice Harnack, es el secreto de la originalidad y grandeza de Agustín. Además, es esta misma característica la que lo distingue de los otros Doctores y le confiere su temperamento especial propio. El lado práctico de la cuestión también atraía a la mente romana de Ambrosio, pero éste nunca se eleva a las mismas alturas, ni mueve el corazón de manera tan profunda como lo hace su discípulo de Milán. Jerónimo es un exégeta más docto, mejor equipado en cuanto a erudición escrituraria y es aun más puro en su estilo pero, a pesar de su ardor impetuoso, es menos animado, menos llamativo que su correspondiente de Hipona. Atanasio también es sutil en el análisis metafísico del dogma, pero no excita al corazón ni se apodera del alma como lo hace el Doctor africano. Orígenes jugó la parte de iniciador en la Iglesia Oriental, como lo hizo Agustín en el Occidente, pero su influencia, desafortunada en más de un aspecto, fue ejercida principalmente en la esfera de la inteligencia especulativa, en tanto que Agustín, gracias a las cualidades de su corazón, se extendía más allá del dominio de la teología. Bossuet, quien entre todos los genios es el que más se asemeja a Agustín por su elevación y su universalidad, es superior a él en la maestría y en el terminado artístico de sus obras, pero no tiene la seductora ternura del alma; y si Agustín fulmina menos, atrae más poderosamente, subyugando la mente con suavidad.

La influencia universal de Agustín en todas las edades subsiguientes puede explicarse así: Se debe a los dones combinados del corazón y la mente. El solo genio especulativo no arrastra a la multitud; el mundo cristiano, aparte de los teólogos profesionales no lee a Tomás de Aquino. Por otra parte, sin la idea clara y definida del dogma, el misticismo zozobra tan pronto como la razón despierta y descubre la vacuidad de las metáforas: éste es siempre el destino del pietismo vago, no importa si reconoce a Cristo o no, no importa si es ensalzado por Schleiermacher, por Sabatier o por sus discípulos. Pero para el genio de Agustín, al mismo tiempo iluminado y ardiente, son accesibles la totalidad del alma y la totalidad de la Iglesia; tanto los maestros como los discípulos son permeados por sus sentimientos e ideas. A. Harnack, más que cualquier otro crítico, admira y describe la influencia de Agustín sobre toda la vida del pueblo cristiano. Si Tomás de Aquino es el Doctor de las Escuelas, Agustín, de acuerdo con Harnack, es el inspirador y restaurador de la piedad cristiana. Si Tomás inspira los cánones de Trento, Agustín, además de haber formado al mismo Tomás, inspira la vida interior de la Iglesia y es el alma de todas las grandes reformas efectuadas en su seno. En su Essence of Christianity (14a. lección, 1900, p. 161), Harnack muestra cómo católicos y protestantes viven de la piedad de Agustín. "Su vida ha sido incesantemente revivida en el transcurso de los mil quinientos años posteriores. Aun hasta nuestros días la piedad interior y viva entre los católicos, lo mismo que su modo de expresión, han sido esencialmente agustinianos: el alma es permeada por su sentimiento, siente como él sintió y repiensa sus pensamientos. Igual sucede también con muchos protestantes, y ellos no están de ninguna manera entre los peores. Y aun aquellos para quienes el dogma no es más que una reliquia del pasado proclaman que la influencia de Agustín vivirá por siempre."

Esta genuina emoción constituye también el velo que oculta al lector ciertas faltas o de otra manera hace que las ignore, Dice Eucken: "Nunca pudo Agustín haber ejercido toda la influencia que ha ejercido si no hubiera reinado una sinceridad absoluta en los rincones más íntimos de su alma, a pesar del artificio retórico de su discurso." Sus frecuentes repeticiones son excusadas por ser expresiones de su profundo sentimiento. Schaff dice: "Sus libros, con todas las faltas y repeticiones de partes aisladas, son un flujo espontáneo de los maravillosos tesoros de su mente privilegiada y de su corazón verdaderamente piadoso." (Saint Augustine, p. 96). Pero también debemos reconocer que su pasión es la fuente de exageraciones y, a veces, de errores que encierran un verdadero peligro para el lector poco atento o mal dispuesto. Por puro amor a Agustín, algunos teólogos se han empeñado en justificar todo lo que él escribió, en admirarlo todo y en proclamarlo infalible, pero nada podría ir más en detrimento de su gloria que tales excesos de alabanza. La reacción a que nos hemos referido se origina parcialmente en esto. Tenemos que reconocer que la pasión por la verdad a veces fija demasiado la atención en un solo lado de una cuestión compleja; sus fórmulas demasiado absolutas, faltas de calificación, son falsas en apariencia en un sentido o en otro. "El temperamento oratorio, que poseía en tan alto grado," dice Becker con razón (Revue d´histoire ecclésiastique, 15, abril 1902, p. 379), "la clase de exaltación que venía bien con su rica imaginación y su alma amorosa, no son lo más confiable en las especulaciones filosóficas." Tal es el origen de las contradicciones que se alegan contra él y de los errores que le atribuyen los predestinacianos de todas las épocas. Aquí vemos el papel de las mentes más frías del escolasticismo. Tomás de Aquino fue un correctivo necesario para Agustín. Él es menos grande, menos original y, sobre todo, menos animado; pero la sosegada didáctica de su intelectualismo le permiten castigar las exageraciones de Agustín con una rigurosa crítica, impartir exactitud y precisión a sus términos -en pocas palabras, preparar un diccionario con el cual el Doctor Africano puede ser leído sin peligro.


II. Su Sistema de Gracia

Incuestionablemente, donde su pensamiento se destaca como más personal, más poderoso y más disputado, es en la solución que da el gran Doctor al eterno problema de la libertad y la gracia, de la parte que toma Dios y la que toma el hombre en el negocio de la salvación. El más personal, porque él fue el primero de todos en sintetizar las grandes teorías de la Caída, la gracia y el libre albedrío y, más aun, fue él quien, para reconciliar todas estas teorías, nos ha proporcionado una profunda explicación que es en verdad enteramente suya y de la cual no podemos encontrar ningún vestigio en sus predecesores. De aquí se origina el uso frecuente del término Agustinismo para designar exclusivamente su sistema de gracia. El más poderoso porque, como todos lo admiten, fue él, por encima de todos los demás, quien logró el triunfo de la libertad contra los maniqueos y de la gracia contra los pelagianos. Su doctrina ha sido, en su mayor parte, aceptada solemnemente por la Iglesia y sabemos que los cánones del Concilio de Orange son tomados de sus obras. El más disputado; también, como San Pablo, cuyas enseñanzas desarrolla, ha sido citado con frecuencia y con frecuencia no ha sido entendido. Amigos y enemigos han explotado sus enseñanzas en los más diversos sentidos. No ha sido aprehendido, no sólo por los oponentes de la libertad y, consiguientemente por los reformadores del siglo XVI, sino que aun hoy, por los críticos protestantes más opuestos al cruel predestinacionismo de Calvino y Lutero que le adjudican la paternidad de esa doctrina a San Agustín. Un estudio técnico estaría fuera de lugar aquí; será suficiente enunciar los pensamientos más salientes para permitir al lector encontrar su orientación. (1) Hoy día se considera fuera de duda que el sistema de Agustín estaba completo en su mente a partir del año 397, es decir, desde el comienzo de su episcopado, cuando escribió sus respuestas a las Questiones Diversaæ de Simpliciano. A este libro es al que Agustín, en sus últimos años, remite a los semipelagianos para la explicación de su verdadero pensamiento. Este importante hecho, al cual por mucho tiempo no se le prestó atención, ha sido reconocido por Neander y establecido por Gangaut y también por críticos recientes tales como Loofs, Reuter y Jules Martin (véase también Cunningham, Saint Austin, 1886, pp. 80 y 175). Por consiguiente, no será posible negar la autoridad de esos textos bajo el pretexto de que Agustín, en su edad provecta adoptó un sistema más antagónico a la libertad.

(2) El sistema de Pelagio puede hoy ser mejor entendido que anteriormente. Pelagio sin duda negó el pecado original y la inmortalidad e integridad de Adán; en una palabra, la totalidad del orden sobrenatural. Pero la idea madre de este sistema, que era de origen estoico, no era otra que la completa "emancipación" de la libertad humana con relación a Dios, y su poder ilimitado para el bien y para el mal. Dependía del hombre alcanzar por sí mismo, sin la gracia de Dios, una impecabilidad y aun una insensibilidad estoicas o el control absoluto de sus pasiones. Era escasamente sospechado, aun hasta nuestro tiempo, qué clase de aterrador rigorismo resultaba de esta exageración de los poderes de la libertad. Puesto que la perfección era posible, ésta se convertía en obligación. No había ya ninguna distinción entre preceptos y consejos. Lo que fuera bueno era una obligación. No había ya ninguna distinción entre pecado mortal y venial. Toda palabra ociosa merecía el infierno y aun excluía de la Iglesia a los hijos de Dios. Todo esto ha sido demostrado por documentos que habían permanecido inéditos hasta ahora, que Caspari ha publicado (Briefe, Abhandlungen, und Predigten, Christiania, 1890).

(3) El sistema de San Agustín, en oposición a estas doctrinas, descansa sobre tres principios fundamentales:

Ÿ Dios es Señor absoluto, por su Gracia, de todas las determinaciones de la voluntad;

Ÿ el hombre permanece libre, aun bajo la acción de la gracia;

Ÿ la reconciliación de estas dos verdades descansa en el modo como se realiza el gobierno divino.

Soberanía absoluta de Dios sobre la voluntad

Este principio, en oposición a la emancipación que pregonaba Pelagio, no ha sido siempre bien entendido en todo lo que significa. Creemos que los innumerables textos del santo Doctor sobre este tema significan que no solamente todo acto meritorio requiere de la gracia sobrenatural, sino también que cada acto virtuoso, aun de los infieles, debe atribuirse a un Don de Dios, no ciertamente a una gracia sobrenatural (como pretenden Bayo y los jansenistas) , sino a una providencia especialmente eficaz que ha preparado este buen movimiento de la voluntad (Retractationes, I, ix, n. 6). No se trata, como sabiamente anotan los teólogos, de que la voluntad no pueda efectuar dicho acto por la sola virtud natural, sino que es un hecho de que sin este beneficio providencial no lo haría. Han surgido muchos malos entendidos a causa de que este principio no ha sido bien comprendido y, en particular, la teología medieval, que lo adoptó e hizo de él la base de su sistema de libertad, no ha sido apreciada en su justo valor. Pero muchos se han atemorizado ante estas afirmaciones tan arrolladoras, porque no han aprehendido la naturaleza del don de Dios, que deja intacta la libertad. Se ha perdido demasiado de vista el hecho de que Agustín distingue muy explícitamente dos órdenes de gracia: la gracia de las virtudes naturales (el simple don de la Providencia, que prepara motivos eficaces para la voluntad) y la gracia para los actos saludables y sobrenaturales, concedida con los primeros preludios de la fe. Esta última es la gracia de los hijos, gratia filiorum; la primera es la gracia de todos los hombres, una gracia que aun los extraños y los infieles (filii concubinarum, como los llama San Agustín) pueden recibir (De Patientia, xxvii, n. 28).

El hombre permanece libre, aun bajo la acción de la gracia

El segundo principio, la afirmación de la libertad, aun bajo la acción de la gracia eficaz, ha sido siempre puesto a salvo, y no hay ninguno de sus escritos contra Pelagio, ni aun los últimos, que no proclamen positivamente que el hombre tiene un completo poder de elección; "no que no depende de la elección libre la voluntad el abrazar la fe o rechazarla, sino que en los elegidos esta voluntad es preparada por Dios" ( De Prædest. SS., n. 10). El gran Doctor no reprochaba a los pelagianos por requerir la existencia de un poder para elegir entre el bien y el mal; de hecho proclamaba con ellos que sin ese poder no hay responsabilidad ni mérito ni demérito; lo que él les reprocha es el haber exagerado los alcances de este poder. Julián de Ecclanum, negando la inclinación a la concupiscencia, concibe el libre albedrío como un balance en perfecto equilibrio. Agustín protesta: este equilibrio absoluto existía en Adán; fue destruido después del pecado original; la voluntad tiene que luchar y reaccionar contra la inclinación al mal, pero permanece ama y señora de sus elecciones (Opus imperfectum contra Julianum, III, cxvii). Así, cuando dice que hemos perdido la libertad a consecuencia del pecado de Adán, Agustín tiene el cuidado de explicar que esta libertad perdida no es la facultad de escoger entre el bien y el mal, porque sin ella no podríamos evitar el pecado, sino la perfecta libertad que era sosegada y sin lucha, de la cual gozaba Adán en virtud de su integridad original.

La reconciliación de estas dos verdades

Pero, ¿no hay entre estos dos principios una irremediable antinomia? Por una parte, se afirma un poder absoluto y sin restricciones de Dios para dirigir las elecciones de nuestra voluntad, para convertir a cualquier pecador endurecido, o para dejar que cualquier voluntad creada se endurezca y, por el otro lado, se afirma que el rechazo o la aceptación de la gracia o de la tentación depende de nuestro libre albedrío. ¿No es esto una contradicción? Muchos críticos modernos, entre los cuales están Loofs y Harnack, han considerado que estas dos afirmaciones son irreconciliables. Pero es debido a que de acuerdo con ellos, la gracia, según la concibe Agustín, es un impulso irresistible concedido por Dios, al tiempo que en su ausencia cualquier tentación se sobrepone inevitablemente a la voluntad. Pero en la realidad, toda antinomia desaparece si tenemos la clave del sistema, y esta clave se halla en el tercer principio: la explicación agustiniana del gobierno divino de las voluntades, una teoría tan original y tan profunda que sin embargo ha sido absolutamente desconocida para los críticos más perspicaces, Harnack, Loofs y el resto.

He aquí las líneas principales de esta teoría: La voluntad nunca decide sin un motivo, sin la atracción de algún bien que ella percibe en el objeto. Ahora, aunque la voluntad puede ser libre en presencia de cualquier motivo, ella de hecho toma diferentes resoluciones de acuerdo con los diferentes motivos que le son presentados. En esto reside todo el secreto de la influencia ejercida, por ejemplo, por la elocuencia (el orador no puede hacer más que presentar motivos), por la meditación o por las buenas lecturas. ¿Qué poder sobre la voluntad no poseería un hombre que pudiera, a su propio antojo, en cualquier momento y de la manera más impactante, presentarle este o aquel motivo para la acción? Pero éste es el privilegio de Dios. San Agustín ha advertido que el hombre no es señor de sus primeros pensamientos; él puede ejercer influencia sobre el curso de sus reflexiones, pero él por sí mismo no puede determinar los objetos, las imágenes y, consecuentemente, los motivos que se presentan a la consideración de su mente. Ahora bien, como la casualidad es solamente una palabra, es Dios quien determina a Su arbitrio estas primeras percepciones de los hombres, sea por la acción de las causas exteriores, preparada por la Providencia, o interiormente por una iluminación divina otorgada al alma. Adelantemos un último paso con Agustín: No solamente Dios envía a Su arbitrio esos motivos atractivos que inspiran a la voluntad en sus determinaciones sino que, antes de escoger entre estas iluminaciones del orden natural y del sobrenatural, Dios conoce cual será la respuesta que el alma, con toda libertade dará a cada una de ellas. De este modo, en el conocimiento divino, hay para cada voluntad creada una serie infinita de motivos que de facto (pero con entera libertad) obtendrán el consentimiento hacia lo que es bueno. Dios, por consiguiente, puede, a Su arbitrio, obtener la salvación de Judas, si así lo desea, o permitir que Pedro vaya a la perdición. Ninguna libertad, de hecho, puede resistir lo que Él ha planeado, aunque conserva siempre el poder de ir a la perdición. En consecuencia, es Dios solo, en su perfecta independencia, quien determina, por la elección de este motivo o aquella inspiración (cuya futura influencia Él conoce), si la voluntad se decidirá por el bien o por el mal. Por consiguiente, el hombre que ha obrado bien debe agradecer a Dios por haberle enviado una inspiración cuya eficacia estaba prevista, mientras que le negó este favor a otro. A fortiori, cada uno de los elegidos debe a la bondad divina solamente el haber recibido una serie de gracias que Dios previó que estarían infalible, aunque libremente, ligadas a la perseverancia final.

Por supuesto que podemos rechazar esta teoría, dado que la Iglesia, que siempre ha sostenido los dos principios, el de la absoluta dependencia de la voluntad y el de la libertad, no ha adoptado todavía como propia esta reconciliación de los dos extremos. Podemos preguntarnos dónde y cómo conoce Dios el efecto de estas gracias. Agustín siempre afirmó el hecho, pero nunca investigó sobre el modo como esto sucede, y es aquí donde el molinismo ha adicionado y desarrollado sus pensamientos, en el intento de responder a esta cuestión. Pero ¿puede el pensador que creó y mantuvo hasta el tiempo de su muerte este sistema, tan lógicamente concatenado, ser acusado de fatalismo y de maniqueísmo?

Todavía queda por demostrar que nuestra interpretación reproduce exactamente el pensamiento del gran Doctor. Los textos son demasiado numerosos y largos para reproducirlos aquí. Pero hay una obra de Agustín, que data del año 397, en la cual claramente explica su pensamiento, una obra de la cual él no sólo no se retractó posteriormente, sino que a ella en particular remitía, hacia el final de su carrera, a aquellos lectores suyos preocupados por su constante afirmación de la doctrina sobre la gracia. Por ejemplo, a los monjes de Adrumetum, quienes pensaban que la libertad era irreconciliable con esta afirmación, les envió una copia de este libro, De Diversis Quæstionibus ad Simplicianum, sintiéndose seguro de que con su lectura se disiparían sus dudas. En este libro, de hecho, Agustín formula su pensamiento con gran claridad. Simpliciano le había preguntado sobre cómo debía entenderse la Epístola a los Romanos 9, sobre la predestinación de Jacob y de Esaú. Agustín empieza por asentar el principio fundamental de San Pablo, de que todo buen deseo proviene de la gracia, de tal manera que ningún hombre puede atribuirse a sí mismo la gloria de sus méritos, y esta gracia es tan segura de sus resultados que la libertad humana nunca en realidad la resistirá, aunque tiene el poder de hacerlo. Luego procede a afirmar que esta gracia eficaz no es necesaria para que podamos obrar bien, sino porque, de hecho, sin ella no desearíamos obrar bien. De aquí surge la gran dificultad: ¿Cómo encaja el poder de resistir la gracia con la certeza del resultado? Y es aquí donde Agustín responde: Hay muchas maneras de invitar a la fe. Dado que las almas están dispuestas de diferente manera, Dios conoce cuáles invitaciones serán aceptadas y cuáles otras no. Solamente son elegidos aquellos para los cuales Dios escoge la invitación que ha de ser eficaz, pero Dios podría convertirlos a todos: Cujus autem miseretur, sic cum vocat, quomodo scit ei congruere ut vocantem non respuat (op. cit., I, q. ii, n. 2, 12, 13).

¿Hay en esto un vestigio de una gracia irresistible o de ese impulso contra el cual es imposible luchar, que lo obliga a uno a obrar el bien y a otros a pecar y a ir al infierno? No puede repetirse lo suficiente que ésta no es una idea lanzada al pasar, sino una explicación fundamental que si no es comprendida nos deja en la imposibilidad de aprehender cualquier cosa de esta doctrina; pero si se toma, Agustín no alberga sentimientos de desasosiego con motivo de la libertad. De hecho, él supone la existencia de la libertad en todas partes, y revierte incesantemente a ese conocimiento por parte de Dios que precede a la predestinación, la dirige y asegura su infalible resultado. En De Done Perseverantiæ (xvii, n. 42), escrito hacia el final de su vida, explica totalmente la predestinación por la elección de la vocación prevista como eficaz. De esta manera queda explicada la parte principal atribuida a esa providencia externa que prepara, por medio de mala salud, por advertencias, etc., los buenos pensamientos que ella conoce producirán buenas resoluciones. Finalmente, esta explicación sola armoniza con la acción moral que le atribuye a la gracia victoriosa. En ninguna parte la representa Agustín como un impulso irresistible ejercido por el más fuerte sobre el débil. Siempre es un llamado, una invitación que atrae y busca persuadir. Él describe esta atracción, carente de violencia, bajo la graciosa imagen de los caramelos ofrecidos a un niño, de hojas verdes ofrecidas a una oveja (In Ioannem, tract. xxvi, n. 5). Y siempre la infalibilidad del resultado es asegurada por el conocimiento divino que dirige la selección de la forma que tomará la invitación.

(4) La predestinación agustiniana no presenta ninguna nueva dificultad si uno ha entendido la función de este conocimiento divino en la selección de las gracias. El problema se reduce a esto: En Su decreto creativo y antes de cualquier acto de la libertad humana ¿determina Dios por un escogimiento inmutable quiénes son los elegidos y quiénes los réprobos? ¿Deben los elegidos agradecer a Dios durante la eternidad sólo por haber premiado sus méritos, o deben también agradecerle por haberlos escogido, antes de que hubiera cualquier mérito de parte de ellos, para merecer este premio? Un sistema, el de los semipelagianos, decide a favor del hombre: Dios predestina para la salvación a todos por igual, y les da a todos una medida igual de gracia; la libertad humana ella sola decide si uno se pierde o se salva; de lo cual tenemos que concluir lógicamente (y ellos realmente lo insinuaron) es que el número de los elegidos no es fijo ni determinado. El sistema opuesto, el de los predestinacionistas (los semipelagianos le atribuyeron falsamente esta punto de vista al Doctor de Hipona), afirma no solamente un escogimiento privilegiada de los elegidos por parte de Dios, sino que al mismo tiempo afirma (a) la predestinación de los réprobos al infierno y (b) la absoluta impotencia de uno u otro para escapar del impulso irresistible que los arrastra, sea hacia el bien o hacia el mal. Éste es el sistema de Calvino.

Entre estas dos opiniones extremas formuló (no inventó) Agustín el dogma católico, que afirma dos verdades al mismo tiempo:

Ÿ el escogimiento eterno de los elegidos por parte de Dios es muy real, muy gratuita, y constituye la gracia de las gracias;

Ÿ Pero este decreto no destruye la voluntad divina de salvar a todos los hombres, la cual no se realiza sino a través de la libertad humana que deja a los elegidos todo el poder de caer y a los no elegidos el poder de elevarse.

He aquí en qué forma la teoría de San Agustín, ya explicada, nos fuerza a concebir el decreto divino: Primero que todo, antes de la decisión de crear el mundo, el conocimiento infinito de Dios le presenta todas las gracias y diferentes series de gracias que Él puede preparar para cada alma, junto con el consentimiento o rechazo que se seguirá en cada circunstancia, y esto en millones y millones de posibles combinaciones. De tal manera Él puede ver que si Pedro hubiera recibido tal otra gracia, no habría sido convertido; y si por el contrario ese otro llamado divino hubiera sido escuchado en el corazón de Judas, él habría hecho penitencia y habría sido salvado. De tal manera que para cada hombre en particular hay en la mente de Dios un número sin límite de posibles historias, algunas de ellas de virtud y salvación, mientras que otras de crimen y condenación; y Dios estará en la libertad de escoger tal mundo y tal serie de gracias, y de determinar la historia futura y el destino final de cada alma. Y esto es precisamente lo que Él hace cuando, de todos los mundos posibles, por un acto absolutamente libre, Él decide hacer realidad el mundo actual con todas las circunstancias de sus evoluciones históricas, con todas las gracias que de hecho han sido y serán distribuidas hasta el fin del mundo y, consecuentemente, con todos los elegidos y los réprobos que Dios previó que estarían en él si de facto Él lo creara.

Ahora bien, en el divino decreto, de acuerdo con Agustín y de acuerdo con la fe católica sobre este punto, que fue formulada por él, los dos elementos señalados anteriormente aparecen:

Ÿ El cierto y gratuito escogimiento de los elegidos. Dios que determina, ciertamente, crear el mundo y darle tal serie de gracias, con tal concatenación de circunstancias que produzcan libre pero infaliblemente tales y tales resultados (por ejemplo, la desesperación de Judas y el arrepentimiento de Pedro), decide al mismo tiempo el nombre, el lugar, el número de ciudadanos de la futura Jerusalén celestial. El escogimiento es inmutable; la lista cerrada. Es evidente, ciertamente, que solamente aquellos de quienes Dios conoce por anticipado que desearán cooperar con la gracia ordenada por Él serán salvos. Es un escogimiento gratuito, el don de los dones, en virtud del cual aun nuestros méritos son un beneficio gratuito, un don que precede a todos nuestros méritos. Nadie, de hecho, es capaz de merecer esta elección. Dios pudo, entre otros mundos posibles, haber escogido uno en el cual otra serie de gracias habría dado origen a otros resultados. Él vio combinaciones en las cuales Pedro habría sido impenitente y Judas convertido. Es, por consiguiente, anterior a cualquier mérito de Pedro, o a cualquier falta de Judas, el que Dios decidió darles a ellos las gracias que salvaron a Pedro y no a Judas. Dios no desea otorgarle el paraíso gratuitamente a cualquiera; pero da muy gratuitamente a Pedro las gracias con las cuales Él sabe que Pedro se salvará. ¡Misterioso escogimiento! No porque interfiera con la libertad, sino a causa de la pregunta: ¿Porqué Dios, sabiendo que otra gracia habría salvado a Judas, no se la dio a él? La fe puede solamente responder con Agustín: ¡Oh Misterio! O Altitudo! (De Spititu et Littera, xxxiv, n. 60).

Ÿ Pero este decreto incluye también el segundo elemento del dogma católico: la muy sincera voluntad de Dios de dar a todos los hombres el poder de salvarse y el poder de condenarse. De acuerdo con Agustín, Dios, en su decreto creativo, ha excluido expresamente cualquier orden de cosas en el que la gracia pueda privar al hombre de su libertad, cualquier situación en la cual el hombre no tenga el poder de resistir al pecado, y de esta manera Agustín echa a un lado el predestinacionismo que le ha sido atribuido. Escuchémoslo hablando a los maniqueos: "Todos los hombres pueden salvarse si lo desean"; y en sus Retractationes (I, x), lejos de corregir esta aseveración, la confirma enfáticamente: "es verdadero, completamente verdadero, que todos los hombres pueden, si así lo desean." Pero él siempre regresa al tema de la preparación providencial. En sus sermones dice a todos: "Depende de ti el ser elegido" (In Ps., cxx, n. 11, etc.); "¿Quiénes son los elegidos? Tú, si así lo deseas" (In Ps. Lxxiii, n. 5). Pero, usted dirá, de acuerdo con Agustín, las listas de los elegidos y de los réprobos están cerradas. Ahora bien, si los no elegidos pueden ganar el cielo y si todos los elegidos pueden perderse, por qué no podrían algunos pasar de una lista a la otra? Olvida la celebrada explicación de Agustín: Cuando Dios hizo Su plan, Él sabía infaliblemente, antes de su escogimiento, cuál había de ser la respuesta de las voluntades de los hombres a sus gracias. Si entonces las listas son definitivas, si nadie pasará de una serie a la otra, no es porque nadie puede (por el contrario, todos pueden), sino porque Dios sabía con conocimiento infalible que nadie lo desearía. De este modo, yo no puedo causar que Dios destine para mí otra serie de gracias diferente de la que Él ha fijado pero, con esta gracia, si yo no me salvo no es porque no puedo sino porque no lo deseo.

Tales son los dos elementos esenciales de la predestinación agustiniana y católica. Este es el dogma común a todas las escuelas y formulado por todos los teólogos: la predestinación en su totalidad es absolutamente gratuita (ante merita). Tenemos que insistir en esto, porque muchos han visto en este escogimiento inmutable y gratuito solamente una dura tesis peculiar a San Agustín, en tanto que es puro dogma (exceptuando el modo de conciliación, el cual la Iglesia deja todavía abierto a la discusión). Una vez establecido esto, los largos debates de los teólogos sobre la predestinación especial a la gloria ante o post merita están lejos de tener la importancia que algunos les asignan. (Para un tratamiento más completo de este sutil problema, véase el Dict. de théol. cath. I, coll. 2402 sqq.). No creo que San Agustín entró en este debate; en su tiempo, solamente el dogma estaba en discusión. Pero no parece históricamente permisible mantener, como lo hacen muchos escritores, que Agustín enseñó primero el sistema más suave (post merita), hasta el año 416 (En Joan. evang., tract, xii, n. 12) y que después, hacia 418, cambió de posición y se fue hasta el extremo de la aserción dura, aun llegando al predestinacionismo. Repetimos, los hechos refutan absolutamente este punto de vista. Los textos antiguos, aun de 397, son tan afirmativos y tan categóricos como los de sus últimos años, como lo han mostrado críticos como Loofs y Reuter. Por consiguiente, si se muestra que en esa época él se inclinaba por la opinión más suave, no hay razón para pensar que no perseveró en ese sentimiento.

(5) La parte que Agustín tuvo en la doctrina del Pecado Original ha sido traída a la luz y determinada solamente en fechas recientes.

En primer lugar, no es posible sostener seriamente, como era la moda anteriormente (aun entre ciertos católicos como Richard Simon), que Agustín inventó en la Iglesia la doctrina hasta ese entonces desconocida del pecado original o, al menos, que él fue el primero en introducir la idea del castigo y del pecado. Dorner mismo (Augustinus, p. 146) acabó con esta aserción, que carece de verosimilitud. En esta doctrina de la primera caída, Agustín distinguía, con mayor insistencia y claridad que sus predecesores, el castigo y el pecado --el castigo que despoja de todos los privilegios originales a los descendientes de Adán-- y la falta, que consiste en esto, en que el crimen de Adán, la causa de la caída, sin haber sido cometida personalmente por sus descendientes, les es, a pesar de todo, imputada en cierta medida a ellos en virtud de la unión moral establecida por Dios entre la cabeza de la familia humana y sus descendientes.

Pretender que en este asunto Agustín es un innovador y que antes que él los Padres afirmaban el castigo del pecado de Adán en sus hijos, pero que no hablaban de la falta, es un error histórico ahora probado hasta la demostración. Podemos discutir el pensamiento de este o aquel Padre preagustiniano, pero tomándolos en conjunto, no hay lugar para la duda. El protestante R. Seeberg (Lehrbuch der Dogmengeschichte I, p. 256), siguiendo el ejemplo de muchos otros, lo proclama con referencia a Tertuliano, Commodio, San Cipriano y San Ambrosio. Las expresiones falta, pecado, mancha (culpa, peccatum, macula) se repiten de una manera que debe disipar toda duda. La verdad es que el pecado original, en tanto que es un pecado, es de una naturaleza esencialmente diferente de otras faltas y no requiere un acto personal de la voluntad de los hijos de Adán para que sean responsables de la falta de su padre, que les es moralmente imputada. En consecuencia, los Padres, especialmente los griegos, han insistido en su carácter penal y aflictivo, lo cual está muy en evidencia, en tanto que Agustín fue inducido por las polémicas de los pelagianos (y sólo por ellas) a hacer énfasis en el aspecto moral de la falta de la raza humana en su primer padre.

Con respecto al estado de Adán antes de la caída, Agustín no solamente afirmaba, contra Pelagio, los dones de la inmortalidad, impasibilidad, integridad, inerrancia y, por sobre todo, la gracia santificante de la adopción divina, sino que enfatizaba el carácter absolutamente gratuito y sobrenatural de estos dones. Indudablemente, considerando el asunto históricamente y de facto, fue solamente el pecado de Adán el que nos infligió la muerte -Agustín repite esto una y otra vez- porque Dios nos había protegido de la ley de la naturaleza. Pero de jure, ni la inmortalidad ni las otras gracias nos eran debidas, y Agustín reconoció esto al afirmar que Dios pudo haber hecho que la condición en que somos nacidos actualmente fuese también en efecto la primitiva condición de nuestros primeros padres. Esta aserción es el completo reverso del jansenismo. Y, además, está confirmada en las Retractaciones (I, ix, n. 6)

(6) ¿Significa esto que debemos alabar todo lo que escribió San Agustín sobre la explicación de la gracia? Por supuesto que no. Y debemos notar los mejoramientos que ha realizado la Iglesia por medio de sus doctores al agustinismo original. Algunas exageraciones han sido abandonadas, como por ejemplo la condenación al infierno de los niños que mueren sin el bautismo. Fórmulas oscuras y ambiguas han sido abandonadas. Debemos decir con franqueza que el método literario que usaba Agustín para dar énfasis a sus ideas utilizando expresiones exageradas que concluían en dificultosas paradojas, ha oscurecido con frecuencia su doctrina y ha desatado la oposición en muchas mentes o las ha inducido al error. También es importante, por sobre todo, con el fin de comprender la totalidad de su doctrina, compilar un diccionario agustiniano, no a priori sino después de un estudio objetivo de sus textos. El trabajo sería largo y laborioso, pero ¡cuántos prejuicios disiparía!

El historiador protestante Ph. Schaff (St. Augustine, p. 102) escribe: "El gran genio de la Iglesia Africana, de quien la Edad Media y la Reforma han recibido un impulso igual de poderoso, aunque en diferentes direcciones, no ha culminado todavía el trabajo señalado para él en los designios de la Divina Sabiduría. Él sirve como lazo de unión entre las dos secciones antagónicas de la cristiandad occidental y alienta la esperanza de que llegará un día en el que la injusticia y encono de la disputa sean perdonadas y olvidadas, y las discordias del pasado se ahoguen para siempre en las dulces armonías del conocimiento y amor perfectos." ¡Ojalá se realice este sueño!


III. El Agustinismo en la Historia

La influencia del Doctor de Hipona ha sido tan excepcional en la Iglesia que, después de haber indicado sus características (véanse los parágrafos anteriores), es apropiado indicar las fases principales del desarrollo histórico de su doctrina. La palabra agustinismo designa a veces el cuerpo entero de las doctrinas filosóficas de Agustín y otras veces se restringe a su sistema de gracia. De aquí la división del tema: (1) agustinismo filosófico; (2) agustinismo teológico sobre la gracia; (3) leyes que gobernaron la mitigación del agustinismo. (1) Agustinismo filosófico

En la historia del agustinismo filosófico podemos distinguir tres fases muy distintas: Primero, el período de su triunfo casi exclusivo en el Occidente, hasta el siglo XIII. Podemos decir que Agustín fue el Gran Maestro del Occidente durante las largas edades que fueron oscurecidas por la invasión de los bárbaros, pero que a pesar de todo sobrellevaron la carga de preservar las ciencias del futuro. En estos tiempos no tuvo absolutamente ningún rival, y si acaso lo hubo, ese fue uno de sus discípulos, Gregorio Magno quien, después de haber sido formado en su escuela, popularizó sus teorías. El papel de Orígenes, quien injertó neoplatonismo en las escuelas cristianas del Oriente, fue el que desempeñó Agustín en el Occidente, con la diferencia de que el Obispo de Hipona tuvo más éxito en desligar las verdades del platonismo de los sueños de la imaginación oriental. En consecuencia, se inició con esto una corriente de ideas platónicas que nunca cesarán de actuar sobre el pensamiento occidental. Esta influencia se manifiesta de varias maneras. Se encuentra en los compiladores de este período, que son tan numerosos y merecedores de reconocimiento -tales como Isidoro, Beda, Alcuino- quienes tomaron abundantemente de las obras de Agustín, igual que lo habían hecho los predicadores del siglo VI y, notablemente, San Cesáreo. En las controversias, especialmente en las grandes disputas de los siglos IX y XII sobre la validez de las ordenaciones simoníacas, el texto de Agustín juega la parte principal. Carl Mirbt ha publicado sobre este punto un estudio muy interesante: Die Stellung Augustins in der Publizistik des gregorianischen Kirchenstreits (Leipzig, 1888). En el período pretomista del escolasticismo, entonces en proceso de formación a saber, desde Anselmo hasta Alberto Magno, Agustín es el gran inspirador de todos los maestros, entre los cuales se cuentan Anselmo, Abelardo, Hugo de San Víctor, este último llamado por sus contemporáneos otro Agustín o, inclusive, el alma de Agustín. Y es apropiado anotar con Cunningham (Saint Austin, p. 178), que desde el tiempo de Anselmo el culto de las ideas agustinianas ejerció una enorme influencia sobre el pensamiento inglés en la Edad Media. En lo que concierne a Pedro Abelardo, sus Sentencias son poco más que un esfuerzo de síntesis de las teorías agustinianas.

Aunque ellas no forman un sistema tan rígidamente ligado co el Tomismo, sin embargo el Padre Mandonnet (en su docto estudio sobre Siger de Brabante) y M. de Wulf (sobre Gilles de Lessines) han podido agrupar estas teorías en un solo cuerpo. Aquí presentaremos un resumen de aquellas que en el siglo XIII eran consideradas agustinianas, y sobre las cuales se libró la batalla. En primer lugar, la fusión de teología y filosofía, la preferencia otorgada a Platón sobre Aristóteles; este último representaba el racionalismo, del cual se desconfiaba, en tanto que el idealismo de Platón ejercía una fuerte atracción -la sabiduría era considerada la filosofía de lo Bueno más bien que la filosofía de lo Verdadero. Como consecuencia, los discípulos de Agustín tienen siempre un pronunciado tinte de misticismo, en tanto que los discípulos de Santo Tomás pueden reconocerse por su muy acentuado intelectualismo. En psicología, la acción iluminativa e inmediata de Dios es el origen de nuestro conocimiento intelectual (a veces es puro ontologismo) y las facultades del alma se tratan como sustancialmente idénticas con el alma misma. Ellas son sus funciones y no entidades distintas (tesis que iba a tener sus propios partidarios en el escolasticismo del futuro y a ser adoptada por Descartes); el alma es una sustancia aun separada del cuerpo, de modo que después de la muerte es ciertamente una persona. En cosmología, además de la celebrada tesis de las rationes seminales, que algunos han intentado recientemente interpretar en favor del evolucionismo, el agustinismo admitía la multiplicidad de formas sustanciales en los seres compuestos, especialmente en el hombre. Pero especialmente en la imposibilidad de la creación ab æterno, o el carácter esencialmente temporal de toda criatura que es sujeta al cambio, tenemos una de las ideas de Agustín que sus discípulos defendieron con mayor constancia y, al parecer, con mayor éxito.

Un segundo período de luchas muy activas vino en el siglo XIII, y esto sólo ha sido reconocido últimamente. Renán (Averroes, p. 259) y otros creían que la guerra contra el tomismo, que apenas estaba comenzando entonces, era causada por la infatuación de los franciscanos hacia el averroísmo; pero si la Orden Franciscana se mostraba totalmente opuesta a Santo Tomás, ello se debía simplemente a cierto horror a las innovaciones filosóficas y a la desatención del agustinismo. La revolución doctrinal efectuada por Alberto Magno y Tomás de Aquino a favor de Aristóteles alarmó a la vieja escuela del agustinismo entre los dominicos lo mismo que entre los franciscanos, pero especialmente entre los últimos, que eran discípulos del eminente doctor agustiniano San Buenaventura. Esto explicará la condena, hasta ahora poco comprendida, de muchas proposiciones de Santo Tomás de Aquino tres años después de su muerte, decretada el 7 de marzo de 1277 por el Obispo de París, y el 18 de marzo de 1277 por el Arzobispo de Canterbury, Rober Kilwardy, dominico. La escuela agustiniana representaba la tradición, el tomismo el progreso. La censura de 1277 fue la última victoria de un agustinismo demasiado rígido. La feliz fusión gradual de los dos métodos en las dos órdenes de franciscanos y dominicos trajo consigo un acuerdo sobre ciertos puntos sin excluir diferencias sobre otros que estaban todavía oscuros (como, por ejemplo, la unidad o la multiplicidad de formas), al mismo tiempo que favoreció el progreso en todas las escuelas. Sabemos que la canonización de Santo Tomás causó el retiro de las condenaciones de París (14 de febrero de 1325). Más aun, la prudencia o la moderación de la nueva escuela contribuyeron poderosamente a su triunfo. Alberto Magno y Santo Tomás, lejos de ser adversarios de San Agustín, como se decía, se colocaron en su escuela y, en tanto que modificaron ciertas teorías, tomaron dentro de su sistema la doctrina del obispo africano. Cuántos artículos en la Summa de Santo Tomás no tienen otro objeto que incorporar en la teología esta o aquella teoría abrigada por San Agustín (para tomar un solo ejemplo, aquella de las ideas ejemplares en Dios). Por consiguiente, ya no había una escuela estrictamente agustiniana, porque todas las escuelas lo eran. Todas eliminaron ciertos puntos especiales y retuvieron la misma veneración hacia el maestro. 

Desde el tercer período del siglo XV hasta nuestros días, vemos menos del progreso especial del agustinismo filosófico que ciertas tendencias hacia un renacimiento exagerado del platonismo. En el siglo XV Bessarion (1472) y Marsilio Ficino (1499) usaron el nombre de Agustín con el propósito de entronizar a Platón en la Iglesia y excluir a Aristóteles. En el siglo XVII es imposible negar ciertas semejanzas entre el cartesianismo y la filosofía de San Agustín. Malebranche estaba equivocado en atribuir su propio ontologismo al gran Doctor, como lo estaban muchos de sus sucesores en el siglo XIX.

(2) Agustinismo teológico

La historia del sistema de gracia de Agustín parece mezclarse de una manera casi indistinguible con los desarrollos progresivos de este dogma. Aquí debe ser suficiente, primero, enumerar las fases principales y, segundo, trazar las leyes generales de desarrollo que mitigaron el agustinismo en la Iglesia.

Después de la muerte de Agustín, un siglo completo de feroces enfrentamientos (430-529) terminó con el triunfo del agustinismo moderado. En vano había el Papa San Celestino (431) otorgado su sanción a las enseñanzas del Doctor de Hipona. Los semipelagianos del sur de Francia no podían entender la predilección de Dios hacia los elegidos y, con el fin de atacar las obras de San Agustín, hicieron uso de las fórmulas ocasionalmente exageradas de San Fulgencio o los errores reales de ciertos predestinacionistas aislados como, por ejemplo, Lúcido, condenado en el Concilio de Arles (475). Felizmente, Próspero de Aquitania, por su moderación, y también el desconocido autor de De Vocatione omnium gentium, por su tesis consoladora sobre el llamado dirigido a todos, abrieron el camino para un acuerdo. Y, finalmente, San Cesáreo de Arles obtuvo del Papa Félix IV una serie de Capitula que fueron solemnemente promulgados en Orange y dieron su consagración al triunfo del agustinismo (529). En el siglo IX, se ganó una nueva victoria sobre el predestinacionismo de Gottschalk en las asambleas de Savonnières y Toucy (859-860), La doctrina de la voluntad divina de salvar a todos los hombres y la universalidad de la redención fueron así consagradas por la enseñanza pública de la Iglesia. En la Edad Media estas dos verdades son desarrolladas por los grandes doctores de la Iglesia. Fieles a los principios del agustinismo, dan un relieve especial a su teoría sobre la Divina Providencia, que prepara a su arbitrio la determinación de la voluntad por medio de eventos exteriores e inspiraciones interiores.

En el siglo XIV se hace evidente una fuerte corriente de predestinacionismo. Hoy día se admite que el origen de esta tendencia se remonta a Tomás Bradwardin, un celebrado profesor de Oxford, que murió siendo Arzobispo de Canterbury (1349) y a quien los mejores críticos, junto con Loofs y Harnack, reconocen como el inspirador del mismo Wyclif. Su libro De causa Dei contra Pelagium dio origen en París a una disputa sobre la "predeterminación" agustiniana, palabra que se pensaba que había sido inventada por Banes en el siglo XVI. A pesar de la oposición de los teólogos, la idea del determinismo absoluto en nombre de San Agustín fue adoptada por Wyclif (1324-1387), quien formuló su fatalismo universal, la necesidad del bien para los elegidos y del mal para el resto. Él fantaseó que había encontrado en la doctrina agustiniana la extraña concepción que se convirtió para él en una doctrina central que echaba abajo toda moralidad y todo gobierno eclesiástico y aun civil. De acuerdo con si uno está predestinado o no, todo cambia su naturaleza. Los mismos pecados que son mortales en el no elegido son veniales en el predestinado. Los mismos actos de virtud que son meritorios en el predestinado, aun si éste es un hombre malvado, no tienen ningún valor para el no elegido. Los sacramentos administrados por una persona no predestinada son siempre inválidos; más aun, no existe ninguna jurisdicción en un prelado o aun un papa, si no es predestinado. De la misma manera, no hay ningún poder, aun civil o político, en un príncipe que no es uno de los elegidos, y no existe ningún derecho de propiedad en el pecador o en el no elegido. Tal es la base sobre la cual Wyclif estableció el comunismo que exaltó a las turbas socialistas en Inglaterra. Es incontestable que él gustaba de citar a Agustín como su autoridad y sus discípulos, como nos lo asegura Tomás Netter Waldensis (Doctrinale, I, xxxiv, § 5), estaban continuamente jactándose de su profundo conocimiento de su gran Doctor, a quien llamaban con énfasis "Juan de Agustín." Shirley, en su introducción al Zizaniorum Fasciculi ha llegado al punto de pretender que las teorías de Wyclif sobre Dios, sobre la Encarnación y aun sobre la propiedad, eran de la más pura inspiración agustiniana, pero aun una comparación superficial, si fuera este el lugar para hacerla, mostraría cuán falta de base es dicha aserción. En el siglo XVI, la herencia de Wyclif y de Hus, su discípulo, fue siempre aceptada bajo el rótulo de agustinismo por los líderes de la Reforma. La predestinación divina desde toda la eternidad, que separaba a los elegidos, los que habían de ser arrebatados de la masa de la perdición, de los réprobos destinados al infierno, al igual que el impulso irresistible por el cual Dios atraía a unos a la salvación y a otros arrastraba hacia el pecado, eran los elementos que constituían la doctrina fundamental de la Reforma. El calvinismo llegó a adoptar un sistema que era "lógicamente más consistente, pero prácticamente más repulsivo," según la expresión de Schaff (Saint Augustine, p. 104), según el cual el decreto de reprobación de los no elegidos sería independiente de la caída de Adán y del pecado original (supralapsarismo). Era de esperar que estas duras doctrinas habían de traer su reacción, y a pesar de las severidades del Sínodo de Dordrecht, que sería interesante comparar con el Concilio de Trento en cuanto a moderación, el arminianismo triunfó sobre la tesis calvinista.

Debemos notar aquí que aún los críticos protestantes, con una lealtad que los honra, han vindicado en los tiempos recientes a Agustín de las falsas interpretaciones de Calvino. Dorner en su "Gesch. der prot. Theologie," ya había mostrado la instintiva repugnancia de los teólogos anglicanos hacia las horribles teorías de Calvino. W. Cunningham ("Saint Austin, p. 82 sqq.) ha llamado con mucha franqueza la atención hacia la completa oposición en puntos fundamentales que existe entre el Doctor de Hipona y los reformadores franceses. En primer lugar, en lo que se refiere al estado de la naturaleza humana, que de acuerdo con Calvino es totalmente depravada, es muy difícil para los católicos aprehender la concepción protestante del pecado original, el cual, para Calvino y Lutero no es, como lo es para nosotros, la degradación moral y la mancha impresa en el alma de cada hijo de Adán por la falta del padre, que es imputable a cada miembro de la familia. No es la privación de la gracia y de todos los otros dones sobrenaturales; ni siquiera la concupiscencia, entendida en el sentido ordinario de la palabra, como la lucha de los instintos bajos y egoístas contra las tendencias virtuosas del alma; es, en cambio, una profunda y completa subversión de la naturaleza humana, es la alteración física de la sustancia misma de nuestra alma. Nuestras facultades, entendimiento y voluntad, si no enteramente destruidas, son por lo menos mutiladas, impotentes y encadenadas al mal. Para los reformadores, el pecado original no es un pecado, es el pecado, y el pecado permanente, que vive en nosotros y hace que de nuestra naturaleza, que es radicalmente corrupta y mala, brote una corriente continua de nuevos pecados. Porque, puesto que nuestro ser es malo, cada obra nuestra es igualmente mala. De este modo, los teólogos protestantes no hablan ordinariamente de los pecados de la humanidad, sino de el pecado, que nos hace lo que somos y contamina todo. De aquí surgió la paradoja de Lutero: que aun en un acto de caridad perfecta un hombre peca mortalmente, porque actúa con una naturaleza viciada. Y de aquí esa otra paradoja: que el pecado nunca puede ser borrado, sino que permanece en su integridad, aun después de la justificación, aunque ya no volverá a ser imputado; para borrarlo, sería necesario modificar físicamente a este ser humano que es pecado. Calvino, sin ir tan lejos como Lutero, ha insistido, sin embargo, en esta total corrupción. "Sosténgase como verdad indudable que ningún instrumento puede sacudir," dice (Institution II, v, § 19), "que la mente del hombre está tan enteramente alienada de la rectitud de Dios, que no puede concebir, desear o diseñar nada que no sea débil, distorsionado, pestilente, impuro o inicuo; que su corazón está tan completamente envuelto por el pecado que no puede respirar sino corrupción y podredumbre; que si algunos hombres ocasionalmente dan una muestra de bondad, su mente esta siempre entretejida con hipocresía y engaño, su alma amarrada interiormente con las cadenas de la maldad." "Ahora," dice Cunningham, "esta doctrina, no importa lo que haya que decir de ella, no es la de San Agustín. Él sostenía que el pecado es el defecto de una buena naturaleza que retiene elementos de bondad, aun en su estado más morboso y corrompido, y no da el menor apoyo a esta opinión moderna sobre la depravación total." Lo mismo sucede con la afirmación de Calvino sobre la acción irresistible de Dios sobre la voluntad. Cunningham muestra que estas doctrinas son irreconciliables con la libertad y la responsabilidad, en tanto que por el contrario, "San Agustín es cuidadoso en el intento de armonizar la creencia en la omnipotencia de Dios con la responsabilidad humana" (St. Austin, p. 86). El Concilio de Trento fue, por consiguiente, fiel al verdadero espíritu del Doctor africano, y mantuvo el agustinismo puro en el seno de la Iglesia, por sus definiciones contra dos excesos opuestos. Contra el pelagianismo reafirmó el pecado original y la necesidad absoluta de la gracia (Ses. VI, can. 2); contra el predestinacionismo protestante proclamó la libertad del hombre con su doble poder de resistirse a la gracia (posse dissentire si velit - Ses. VI, can. 4) y de obrar bien o mal, aun antes de abrazar la Fe (can. 6 y 7).

En el siglo XVII el jansenismo adoptó, en tanto que la modificaba, la concepción protestante del pecado original y del estado del hombre caído. No admitieron más que Lutero los jansenistas la existencia de los dos órdenes, el natural y el sobrenatural. Todos los dones que Adán había recibido, la inmortalidad, el conocimiento, la integridad, la gracia santificante, eran absolutamente requeridos por la naturaleza del hombre. El pecado original es, por consiguiente, de nuevo considerado como una profunda alteración de la naturaleza humana. De lo cual los jansenistas concluyen que la clave del sistema de San Agustín debe encontrarse en la diferencia esencial del gobierno divino y de la gracia antes y después de la Caída de Adan. Antes de la Caída, Adán gozaba de una perfecta libertad, y la gracia le daba el poder de resistir o de obedecer; después de la Caída, ya no había en los hombres libertad propiamente dicha; había solo espontaneidad (libertas a coactione y no libertas a necessitate). La gracia, o delectación en el bien, es esencialmente eficaz y necesariamente victoriosa una vez que es superior en grado a la concupiscencia opuesta. La lucha, que se prolongó por dos siglos, condujo a un estudio más profundo del Doctor de Hipona y preparó el camino para el triunfo definitivo del agustinismo, pero de un agustinismo mitigado de acuerdo con las leyes que debemos indicar a continuación.

(3) Leyes que gobernaron la mitigación del agustinismo

A pesar de lo que los críticos protestantes hayan podido decir, la Iglesia ha sido siempre fiel a los principios fundamentales defendidos por Agustín contra los pelagianos y semipelagianos, sobre el pecado original, la necesidad y gratuidad de la gracia, la dependencia absoluta de Dios para la salvación. A pesar de todo, se progresó en gran medida siguiendo la línea de una gradual mitigación. Porque no se puede negar que la doctrina formulada en Trento y enseñada por todos nuestros teólogos produce una impresión de mayor suavidad y claridad que este o aquel pasaje de las obras de San Agustín. Las causas de este suavizamiento y las fases sucesivas de este progreso ocurrieron como sigue:

Ÿ Primero, los teólogos empezaron a distinguir más claramente entre el orden natural y el sobrenatural, y a partir de esto, la Caída de Adán ya no parecía una corrupción de la naturaleza humana en sus partes constituyentes; es la pérdida de todo el orden de elevación sobrenatural. Santo Tomás (Summa I:85:1) formula la gran ley de la preservación, en los culpables hijos de Adán, de todas las facultades en su integridad esencial: "El pecado (aun el original) ni quita ni disminuye los dones naturales." De este modo, los tomistas mas rigurosos, Álvarez, Lemos, Contenson, están de acuerdo con el gran Doctor en que el pecado de Adán no ha debilitado (intrincese) las fuerzas morales naturales de la humanidad.

Ÿ En segundo lugar, esas verdades consoladoras y fundamentales tales como del deseo de Dios de salvar a todos los hombres, y la muerte redentora de Cristo, que fue realmente ofrecida y aceptada por todos los pueblos y todos los individuos, verdades que Agustín nunca negó, pero que dejó demasiado en el trasfondo y, por así decirlo, como ocultas bajo las terribles fórmulas de la doctrina de la predestinación, han sido traídas a plena luz, desarrolladas y aplicadas a las naciones infieles han entrado por fin en la enseñanza ordinaria de la teología. De este modo, nuestros Doctores, sin denigrar lo más mínimo de la soberanía y justicia de Dios, se han elevado a la más alta idea de Su bondad: que Dios desea tan sinceramente la salvación de todos que les da absolutamente a todos, inmediata o mediatamente, los medios necesarios para la salvación y siempre con el deseo de que el hombre consienta en emplear esos medios. Nadie cae al infierno sino por su propia culpa. Aun a los infieles les será pedida cuenta de su infidelidad. Santo Tomás expresa el pensamiento de todos cuando dice: "Es la enseñanza común que si un hombre nacido entre las naciones bárbaras e infieles hace realmente lo que esté a su alcance, Dios le revelará lo que es necesario para la salvación, bien sea por inspiraciones interiores o enviándole un predicador de la Fe" (In Lib. II Sententiarum, dist. 23, Q. viii,a.4, ad. 4 am). No debemos disimular el hecho de que esta ley cambia el aspecto total de la Divina Providencia, y de que San Agustín lo había dejado muy en la sombra, insistiendo solamente en los otros aspectos del problema, a saber: que Dios, mientras que hace un llamado suficiente a todos los hombres, no está atado a escoger siempre el llamado que será de hecho eficaz y que será aceptado, a condición de que la negativa al consentimiento sea debida a la obstinación de la voluntad del pecador y no a la falta de poder del llamado. De este modo los Doctores aprobaron afanosamente el axioma: Facienti quod in se est Deus non denegat gratiam - Dios no rehusa la gracia al que hace lo que está a su alcance.

Ÿ En tercer lugar, de los principios enseñados por Agustín se han extraído consecuencias que son claramente derivadas de ellos, pero que Agustín no había señalado. De este modo, es incontestablemente un principio de San Agustín el que nadie peca al realizar un acto que no puede evitar: "Quis enim peccat in eo quod caveri non potest?" Este pasaje del "De libero arbitrio" (III, xviii, n.50) es anterior al año 395 pero, lejos de retractarse de él, lo aprueba y explica en 415, en el "De natura et gratia," lxvii, n.80. De este fecundo principio los teólogos han concluido, en primer lugar, que la gracia suficiente para sobreponerse a la tentación nunca le falta a nadie, ni siquiera a un infiel; en segundo lugar, contra los jansenistas, han añadido que, para merecer su nombre de gracia suficiente, ella debería dar un poder real y completo, aun con relación a las dificultades reales. Indudablemente los teólogos han andado tentando, han vacilado y aún negado, pero hoy día son muy pocos los que se atreverían a no reconocer en San Agustín la afirmación de la posibilidad de no pecar.

Ÿ En cuarto lugar, ciertas afirmaciones secundarias que complicaban pero no hacían parte del dogma, han sido podadas de la doctrina de Agustín. Así la Iglesia, que con Agustín ha negado siempre la entrada de los niños no bautizados al cielo, no ha adoptado la severidad del Gran Doctor que los condenaba a tormentos corporales, así fueran leves. Y poco a poco la enseñanza más suave de Santo Tomás había de prevalecer en teología y aun había de ser vindicada contra la censura injusta cuando Pio VI condenó el pseudo-sínodo de Pistoia. Al final, las fórmulas oscuras de Agustín fueron abandonadas o corregidas para evitar lamentables confusiones. De este modo, las expresiones que parecían identificar el pecado original con la concupiscencia han dado paso a fórmulas más claras sin alejarse del significado real que Agustín quiso expresar.

No obstante, la discusión no ha terminado todavía al interior de la Iglesia. Sobre todos aquellos puntos que se refieren especialmente a la manera en que se realiza la acción divina, los tomistas y los molinistas están en desacuerdo; los primeros adhiriéndose a la idea de una predeterminación irresistible, mientras que los últimos mantienen, con Agustín, la idea de una gracia cuya infalible eficacia es revelada por el conocimiento divino. Pero ambos puntos de vista afirman la gracia de Dios y la libertad del hombre. La viva controversia despertada por el "Concordia" de Molina (1588) y las prolongadas conferencias de auxiliis sostenidas en Roma ante los Papas Clemente VIII y Paulo V son bien conocidas.

No hay duda de que una mayoría de teólogos consultores creyó haber descubierto una oposición entre Molina y San Agustín. Pero su veredicto no fue aprobado y (lo que es de gran importancia en la historia del agustinismo) es un hecho cierto el que ellos pidieron la condenación de doctrinas que hoy son universalmente enseñadas en todas las escuelas. Así, en el proyecto de censura reproducido por Serry ("Historia Congregationis de Auxiliis," append., p.166), la primera proposición dice así: "In statu naturæ lapsæ potest homo, cum solo concursu generali Dei, efficere opus bonum morale, quod in ordine ad finem hominis naturalem sit veræ virtutis opus, referendo illud in Deum, sicut referri potest ac deberet in statu naturali" (En el estado de la naturaleza caída, el hombre puede con el sólo concursus general de Dios, hacer una obra moralmente buena, que puede ser una obra de verdadera virtud con relación al fin natural del hombre al referirla a Dios, como puede y debe ser referida en el estado natural). De esta manera buscaban condenar la doctrina sostenida por todos los escolásticos (con la excepción de Gregorio de Rímini), y ratificada desde entonces por la condena de la Proposición lvii de Bayo. Durante un largo tiempo se dijo que el papa había preparado una Bula para condenar a Molina, pero ahora se sabe por un documento autógrafo de Pablo V que se dejó libertad a las dos escuelas hasta que se hubiera tomado una nueva decisión apostólica (Schneeman, "Controversiarum de Div. grat.," 1881, p. 289). Poco después, se presentó en la Iglesia una tercera interpretación del agustinismo, la de Noris, Belleli y otros partidarios de la predeterminación moral. Este sistema ha sido llamado Agustinianismo. A esta escuela pertenecen un número de teólogos que, con Tomasino, intentaron explicar la infalible acción de la gracia sin admitir ni la scientia media de los molinistas ni la predeterminación de los tomistas. Un detallado estudio de esta interpretación de San Agustín puede encontrarse en Vacant, Dictionnaire de théologie catholique, I, cols 2485-2501; aquí sólo podemos mencionar un documento muy importante, el último en el cual la Santa Sede ha manifestado su pensamiento sobre las varias teorías avanzadas por los teólogos para reconciliar la gracia con la libertad. Este es el Breve de Benedicto XIV (13 de julio, 1748) que declara que las tres escuelas, la tomista, la agustiniana (Norris) y la molinista, tienen pleno derecho a defender sus teorías. El Breve concluye con estas palabras: "Esta Sede Apostólica favorece la libertad de las escuelas; hasta ahora, ninguno de los sistemas propuestos para reconciliar la libertad del hombre con la omnipotencia de Dios, ha sido condenado (op. cit., col. 2555).

Como conclusión, debemos indicar brevemente la autoridad oficial que la Iglesia atribuye a San Agustín en cuanto a las cuestiones de la gracia. Son numerosas y solemnes las eulogías pronunciadas por los papas sobre la doctrina de San Agustín. Por ejemplo, San Gelasio I (1° de noviembre de 493), San Hormisdas (13 de agosto de 520), Bonifacio II y los Padres de Orange (529), Juan II (534) y muchos otros. Pero el documento más importante, que debería servir para interpretar todos los demás porque los precede y los inspira, es la celebrada carta de San Celestino I (431), en la cual el papa garantiza no sólo la ortodoxia de Agustín frente a sus detractores, sino también el gran mérito de su doctrina: "Tan grande era su conocimiento que mis predecesores lo han colocado siempre en el rango de los maestros," etc. Esta carta está acompañada de una serie de diez capitula dogmáticos, cuyo origen es incierto, pero que siempre han sido considerados, al menos desde el Papa Hormisdas, como expresión de la fe de la Iglesia. Ahora bien, estos extractos tomados de los concilios africanos y las decisiones pontificias finalizan con esta restricción: "En cuanto a las cuestiones más profundas y difíciles, que han dado origen a estas controversias, no consideramos necesario imponer la solución." En presencia de estos documentos que emanan de tan alta fuente, ¿deberíamos nosotros afirmar que la Iglesia ha adoptado toda la enseñanza de San Agustín sobre la gracia, de tal manera que no será nunca permisible apartarse de su enseñanza? A esta pregunta se han dado tres respuestas:

Ÿ Para algunos, la autoridad de San Agustín es absoluta e irrefragable. Los jansenistas fueron tan lejos que formularon, con Havermans, esta proposición, condenada por Alejandro VIII (7 de diciembre de 1690): "Ubi quis invenerit doctrinam in Augustino clare fundatam, illam absolute potest tenere et docere, non respiciendo ad ullam pontificis bullam" (En donde uno ha encontrado una doctrina claramente basada en San Agustín, la puede profesar y enseñar absolutamente sin referirse a ninguna Bula pontificia). Esto es inadmisible. Ninguna de las aprobaciones pontificias tiene un significado tan absoluto, y los capitula hacen una expresa reserva en cuanto a las cuestiones profundas y difíciles. Los papas mismos han permitido apartarse del pensamiento de San Agustín en el tema de la suerte de los niños que mueren sin bautismo (Bula Auctorem Fidei, 28 de agosto de 1794).

Ÿ Otros por su parte han concluido que las eulogías en referencia son meramente fórmulas vagas que dejan entera libertad de apartarse de San Agustín y de echarle la culpa en cada punto. De este modo, Launoy, Richard Simon y otros han sostenido que Agustín había estado en el error sobre el meollo mismo del problema y había realmente enseñado el predestinacionismo. Pero esto implicaría que durante quince siglos la Iglesia tomó como guía a un adversario de su fe.

Ÿ Tenemos que concluir, con la gran mayoría de los teólogos, que Agustín tiene una autoridad normativa real, bordeada no obstante por reservas y sabias limitaciones. En las cuestiones capitales que constituyen la fe de la Iglesia en esas cuestiones, el Doctor de Hipona es verdaderamente el testigo autorizado de la tradición; por ejemplo, sobre la existencia del pecado original; sobre la necesidad de la gracia, al menos para cada acto saludable; sobre la gratuidad del don de Dios, que precede a cualquier mérito del hombre, porque es su causa; sobre la predilección por los elegidos y, por otra parte, sobre la libertad del hombre y su responsabilidad por sus transgresiones. Pero los problemas secundarios que tienen que ver con el modo más que con el hecho, son dejados por la Iglesia al estudio prudente de los teólogos. De este modo todas las escuelas se unen en un gran respeto hacia las afirmaciones de San Agustín.

En la actualidad, esta actitud de fidelidad y respecto es tanto mas notable cuanto que los protestantes, que antiguamente eran tan encarnizados en la defensa de la predestinación de Calvino, son hoy día casi unánimes en el rechazo de lo que ellos mismos llaman "el más temerario desafío que jamás se haya hecho a la razón y a la conciencia" (Grétillat, Dogmatique, III, p. 329). Schleiermacher, es cierto, la mantiene, pero le añade la teoría derivada de Orígenes sobre la salvación universal por la restauración final de todas las criaturas, y es seguido en esto por Farrar Lobstein, Pfister y otros. El dogma calvinista hoy en día, especialmente en Inglaterera, está totalmente abandonado, y con frecuencia remplazado por un pelagianismo puro (Beyschlag). Pero entre los críticos protestantes, los mejores se están acercando a la interpretación católica de San Agustín, como por ejemplo, Grétillat en Suiza, y Stevens, Bruce y Mozley (Sobre la doctrina agustiniana de la predestinación) en Inglaterra. Sanday (Romans, p. 50) también declara que el misterio está fuera del alcance de la comprensión humana pero resuelto por Dios "Y así, nuestra solución del problema del libre albedrío y de los problemas de la historia y de la salvación individual tiene que encontrarse en la completa aceptación y comprensión de lo que implica la infinidad y la omniciencia de Dios." Estas palabras finales nos hacen regresar al verdadero sistema de Agustín y nos permiten abrigar la esperanza de que al menos sobre esta cuestión llegaremos a una unión de las dos Iglesias en un sabio agustinismo.

EUGÈNE PORTALIÉ Transcrito por Dave Ofstead Traducido por Jorge Lopera Palacios