Iglesia Africana
De Enciclopedia Católica
Esta liturgia no solo se empleaba en la antigua provincia romana de África cuya capital era Cartago, sino también en Numidia y Mauritania; en realidad, en todo el norte de África, desde la frontera con Egipto y el territorio que se extiende al oeste hasta el Océano Atlántico. El Cristianismo fue introducido en África proconsular en la última mitad del siglo segundo, probablemente por misioneros romanos; luego se difundió rápidamente por las demás provincias africanas. La lengua de la liturgia era el latín, algo modificado por la introducción de muchos africanismos. Posiblemente se trate de la liturgia latina más antigua, ya que había estado vigente mucho antes de que la iglesia Romana cambiara su lengua oficial del griego al latín. Un estudio de la liturgia africana podría, por lo tanto, ser muy útil para llegar hasta el origen y desarrollo de los diferentes ritos y establecer la influencia que algunos de ellos tuvieron sobre los demás. Como la Iglesia en África siempre dependió de Roma, guardó fidelidad a la Sede de San Pedro, y hubo constante comunicación entre África y Roma respecto de los asuntos eclesiásticos, es fácil suponer que deben haber surgido problemas litúrgicos, incluso que habrán aparecido también discusiones sobre diferentes costumbres, y es posible que los hábitos y fórmulas de una de las Iglesias fueran adoptados por la otra. Parecería que fue en fecha posterior cuando la liturgia africana hubiera ejercido alguna influencia sobre las liturgias mozárabe y galicana. La gran similitud en alguna de la fraseología, etc., demostraría un origen común o una dependencia mutua. La liturgia africana puede ser considerada en dos períodos diferentes: el período pre-niceno, en época en que la Iglesia sufría persecución y no podía desarrollar libremente las formas de culto público ni tampoco fijar las oraciones y actos litúrgicos; y el período post-niceno, momento en que los modos simples e improvisados de oración dieron lugar a formalidades más elaboradas y fijas, por lo que la actividad litúrgica evolucionó hacia ceremonias más grandiosas y formales.
I. PERÍODO PRE-NICENO Reconstruir la liturgia africana antigua es un asunto difícil porque hay muy pocos datos disponibles. Por ejemplo, los estragos causados por el tiempo y por los sarracenos han impedido que subsistan los códigos litúrgicos. En las obras de los primeros Padres y escritores eclesiásticos y en las actas de los concilios, solo se pueden encontrar algunas pocas citas de los libros litúrgicos y referidas a las palabras o ceremonias de la liturgia. Puede decirse que en el primer período, o sea el pre-niceno, no hubo más que dos únicos escritores que proporcionan información útil en la materia: Tertuliano y San Cipriano. Los escritos de Tertuliano son especialmente abundantes en la descripción de las costumbres eclesiásticas, y en alusiones claras a los ritos y usos existentes a la sazón. Puede encontrarse alguna información adicional en las actas de los primeros mártires, por ejemplo en las Actas de las santas Perpetua y Felicidad, que son bastante auténticas y fidedignas. En definitiva, las inscripciones de los monumentos cristianos proporcionan muchas pruebas confirmatorias sobre las creencias y prácticas de aquella época. Varias de estas fuentes nos proveen de información sobre las costumbres propias de la Iglesia africana, y cuáles eran las fórmulas y ceremonias comunes a todas las Iglesias occidentales. Las oraciones de los cristianos eran privadas o públicas. Cada mañana y cada noche, rezaban en forma privada y muchos de ellos lo hacían frecuentemente durante el día; por ejemplo, a las horas de tercia, sexta y nona, antes de las comidas o al empezar algún trabajo u obra inusual. Las plegarias litúrgicas se decían sobre todo cuando los fieles se reunían para observar las vigilias o para celebrar el ágape y la Sagrada Eucaristía. Estas asambleas cristianas en África parecen haber seguido el mismo modelo que las de otros lugares. En cierta medida, imitaban los servicios de la sinagoga judía, añadiéndole el sacrificio eucarístico, y algunas otras instituciones propias del Cristianismo. En estas asambleas se distinguen fácilmente tres elementos: la salmodia, la lectura de pasajes del Antiguo y del Nuevo Testamento, y la oración, a la que se le agregaba generalmente una homilía sobre las Escrituras. Las reuniones se distinguían en general de la Misa, pero a veces constituían una preparación para la celebración de los misterios divinos. Los ancianos de la Iglesia presidían la asamblea, se daban instrucciones y exhortaciones, se recitaban plegarias por las necesidades de la Iglesia, y por las de los hermanos, que se ponían en consideración para intentar subsanarlas. También se trataban los asuntos relativos a la comunidad cristiana y, finalmente, se celebraba el ágape como conclusión apropiada para terminar una reunión de los discípulos de Cristo. Parecería que el ágape se celebraba en África de la misma manera que en otros países, aunque degeneró en abusos que hicieron que se suprimiera allí igual que en otros lugares.
Estas asambleas litúrgicas se celebraban generalmente de noche, o justo antes del amanecer. Por eso Tertuliano las llama coetus antelucamus, “reunión antes del amanecer” (Apol., ii), mientras que otros hablan de una vigilia. Posiblemente, se escogía esta hora en conmemoración de la Resurrección del Señor, o quizás para permitir que, en tiempos de persecución, los cristianos pudieran eludir a los perseguidores. En el estricto sentido de la palabra, la verdadera liturgia cristiana es la celebración de la Sagrada Eucaristía, el sacrificio de la Nueva Ley. Habitualmente seguía a las plegarias de una vigilia; incluso hoy en día sobreviven algunos vestigios de ella, ya que se puede notar fácilmente alguna similitud entre las oraciones de las vigilias antiguas y la primera parte, preparatoria, de la Misa, y tal vez con mayor claridad aparece en la primera parte de la misa del Miércoles de Ceniza o de la Misa de Presantificados del Viernes Santo. La Sagrada Eucaristía se celebraba ordinariamente muy temprano por la mañana, siendo el domingo, en conmemoración de la Resurrección de Cristo, el día corriente escogido para la asistencia al sacrificio y la participación en la Sagrada Comunión. Los cristianos no celebraban el Sábado en el sentido judío. Las festividades judías fueron dejadas de lado, según palabras de Tertuliano (De idolatria, xiv), referidas a la observancia de las fiestas por los cristianos, “para quienes los Sábados resultan extraños, así como las lunas nuevas y las festividades antiguamente caras al Señor”. Ahora era el domingo el día del Señor, día de regocijo, durante el cual estaba prohibido ayunar y rezar de rodillas. “Consideramos ilegal ayunar o arrodillarse en veneración del día del Señor”. (Pert., De corona, iii).
Si el domingo se guardaba de este modo en honor de la Resurrección, era natural que se considerara el viernes como día apropiado para la conmemoración de la pasión y muerte de Cristo, por lo cual los primeros cristianos se reunían los viernes para orar. También había una asamblea los miércoles, cuyo origen no puede saberse fehacientemente. Tertuliano conocía estas asambleas de los miércoles y viernes con el nombre de estaciones ( stationes) . Parecería que en África la costumbre establecía celebrar la Sagrada Eucaristía en días de estaciones, aunque no sucediera lo mismo en otras Iglesias. En todas partes, esos días eran de ayuno, pero como éste duraba solo hasta la hora de nona, se celebraba la liturgia y se distribuía la Comunión alrededor de esa hora de la tarde. De todos los domingos, la fiesta de Pascua era la mayor y se celebraba con solemnidad especial. El Viernes Santo, que Tertuliano llama “Pascha”, era día de estricto ayuno que se prolongaba hasta el Sábado Santo. Este último era solo día de preparación para la fiesta de la Pascua, aunque la más solemne vigilia del año, tomada como modelo por todas las demás. Parecería que el Sábado Santo no hubiera tenido asignado ningún servicio litúrgico especial, siendo el actual la vigilia anticipada de la Pascua antigua. Posiblemente, la vigilia de Pascua se observaba tan solemnemente a causa de la tradición que sostiene que el Señor volverá a juzgar al mundo en la fiesta de Pascua, y los primeros cristianos esperaban que Él los encontrara vigilantes. En la época de Tertuliano, a la Pascua le seguía un período de regocijo de cincuenta días hasta Pentecostés, que se consideraba como la finalización del tiempo de Pascua más que como una fiesta solemne con significado especial. En el siglo tercero, la Cuaresma, en su calidad de cuarenta días de ayuno, era desconocida en África. Parecería que los escritores primitivos no estuvieran enterados de las grandes fiestas inamovibles. Por tanto, da la impresión de que no se celebraran ni la Navidad, ni la Circuncisión, ni la Epifanía, ni las fiestas de la Santísima Virgen ni las de los Apóstoles. Las festividades de los mártires locales tendrían la precedencia sobre las que ahora se consideran como las mayores de la Iglesia y sus aniversarios se celebraban mucho antes de que se introdujeran las fiestas inamovibles. Eran puramente locales, solo mucho tiempo después se conmemoraron los santos extranjeros. Los primeros cristianos tenían gran devoción por los mártires y confesores de la fe, cuidaban y veneraban sus reliquias, peregrinaban a sus tumbas, y buscaban ser enterrados lo más cerca posible de las reliquias de los mártires. Los aniversarios de los santos locales eran celebrados con gran solemnidad. El calendario de la Iglesia africana en el período pre-niceno era más bien restringido y contenía comparativamente, un pequeño número de días de fiesta.
La celebración de la Misa o Sagrada Eucaristía, ocupaba el lugar más importante entre las funciones litúrgicas. Aunque los escritores primitivos hablan en una manera reservada respecto de estos santos misterios, dan, sin embargo, una información de mucho valor sobre la liturgia de su época. La Misa parecería haber estado dividida en Misa de los catecúmenos y Misa de los fieles. Entre los cristianos ortodoxos, los catecúmenos eran severamente excluidos de la asistencia al sacrificio propiamente dicho. El pan y el vino se usaban como materia del sacramento, pero se añadía un poco de agua al vino para significar la unión del pueblo con Cristo. San Cipriano condena severamente a ciertos obispos que usaban solamente agua en el cáliz, y declara que el agua no es materia esencial del sacrificio y que su uso exclusivo hace inválido el sacramento. Tanto Tertuliano como San Cipriano tienen en sus escritos pasajes en los que la forma de la Eucaristía son las mismas palabras de Cristo citadas en la Sagrada Escritura. A menudo hay gran similitud entre sus palabras y la fraseología del canon romano. Existen alusiones al Prefacio, el Sanctus, la conmemoración de Cristo, el Padrenuestro y las diferentes aclamaciones. Tertuliano menciona frecuentemente el ósculo de la paz, y considera esta ceremonia muy importante. También existen referencias a una letanía recitada durante la Misa, pero no se da información precisa respecto del lugar que ocupa en la liturgia. En la Misa, los fieles recibían la comunión bajo dos especies: la del pan, de manos del obispo o sacerdote; y la del vino, de las del diácono. Después de recibir la comunión, todos contestaban “Amén” para indicar que profesaban la fe en el sacramento. Algunas veces, los fieles llevaban la Hostia a su casa y allí comulgaban, especialmente durante las persecuciones. Se supone que la Comunión se recibiría en ayunas, tal como lo sugiere Tertuliano cuando pregunta qué pensará un marido pagano de la comida que su mujer come antes que ninguna otra. Parecería que los primeros cristianos comulgaban con frecuencia, incluso todos los días, especialmente en tiempos de persecución. Se demostraba la mayor reverencia hacia las Sagradas Especies, de modo que todos intentaban con ahínco verse libres de toda mancha de pecado mortal y consideraban falta seria permitir que los elementos sagrados cayeran al suelo.
El Bautismo, rito de iniciación del cristianismo, es a menudo mencionado por los escritores primitivos. Tertuliano escribió un tratado especial sobre este sacramento, describiendo la preparación necesaria para recibirlo y las ceremonias que lo acompañan. Los catecúmenos debían prepararse para la recepción del bautismo con plegarias frecuentes, ayunos y vigilias. Aunque habitualmente habla del bautismo de adultos, también admite el de infantes, aunque parecería que se opone de algún modo a esta práctica, por otra parte recomendada por San Cipriano. El tiempo dispuesto para la solemne administración del bautismo era la Pascua, o cualquier día entre Pascua y Pentecostés, pero Tertuliano declara que como todos los días pertenecen al Señor, puede conferirse en cualquier momento. Sostiene que debe ser administrado por el obispo, quien, empero, puede delegar en un presbítero o diácono para que actúe en su lugar, aunque en ciertos casos permitiría que los laicos pudieran bautizar. Cualquier clase de agua sirve como materia del sacramento para bautizar al catecúmeno “en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo”. El modo de bautizar era por inmersión triple en la pila, que ya había sido bendecida. Muchas hermosas ceremonias simbólicas acompañaban el rito del bautismo. Antes de entrar en la pila, el candidato al bautismo renunciaba al demonio, a sus pompas y a sus ángeles. También debía recitar el Credo, probablemente una forma africana del Credo de los Apóstoles. Tertuliano señala diversas formas diferentes de esta norma de fe. Al salir de la pila, el neófito bebía leche con miel y se le ungía con óleo consagrado. También dice Tertuliano que el neófito recibía la señal de la cruz, la imposición de las manos con la invocación al Espíritu Santo y luego su primera comunión. Tertuliano explica muchas de estas ceremonias en su tratado sobre la Resurrección (viii). “La carne es lavada para que el alma lo sea también; la carne recibe la unción para que el alma se consagre; la carne se signa (con la señal de la cruz) para que el alma también se fortifique; la carne recibe la sombra de la imposición de las manos para que el alma también se ilumine por el espíritu; la carne se alimenta del Cuerpo y Sangre de Cristo para que el alma, del mismo modo, se nutra de su Dios”.
Los testimonios relativos al Sacramento de la Penitencia describen principalmente las penitencias públicas impuestas por pecados capitales y la absolución de los penitentes después de que las penitencias públicas hubieran tenido lugar a satisfacción de la Iglesia. En un comienzo, Tertuliano aseveraba que la Iglesia tenía el poder de perdonar toda clase de pecados, pero luego, cuando se hizo montanista, negó que ese poder se extendiera a ciertos pecados nefandos. También ridiculizó al Papa y a la Iglesia de Roma que negaban la absolución a los no cristianos debidamente arrepentidos de sus faltas. Al escribir sarcásticamente del modo de proceder en uso en Roma en tiempos del Papa San Calixto, probablemente da una buena descripción de la manera en que un pecador penitente era absuelto y readmitido a la comunión con los fieles. Relata cómo el penitente “revestido con un cilicio y cubierto de ceniza, aparece ante la asamblea de los fieles implorando la absolución, cómo se postra ante los sacerdotes y las viudas, se agarra del borde de los ropajes de éstos, besa las huellas de sus pies, se abraza a sus rodillas”. Describe cómo el obispo, mientras tanto, se dirige al pueblo exhortándolo, con el recitado de la parábola de la oveja perdida, a ser misericordioso y a mostrar piedad con el pobre penitente que pide perdón. El obispo rezaba por los penitentes, y junto con los presbíteros, imponía las manos sobre ellos como signo de absolución y regreso a la comunión de la Iglesia. No obstante Tertuliano, mediante esas palabras, quería ridiculizar lo que él consideraba excesiva negligencia por parte de Roma, describe también fielmente los ritos que debían estar en uso en la Iglesia de África, ya que, en otros lugares de sus escritos, menciona que se seguía haciendo penitencia vestidos de saco y cubiertos de ceniza, llorando sus pecados y suplicando el perdón de los fieles. San Cipriano también escribe sobre los diferentes actos de penitencia, sobre la confesión de los pecados, la manera cómo se realizaba la penitencia pública, la absolución dada por el sacerdote y la imposición de las manos del obispo y los presbíteros mediante la cual los penitentes volvían a ganar el derecho de pertenecer a la Iglesia.
Tertuliano comenta la bendición nupcial pronunciada por la Iglesia durante la boda de los cristianos, y se pregunta “de qué manera se podrá alabar suficientemente la felicidad de ese matrimonio consolidado por la Iglesia, confirmado por la ofrenda, sellado por la bendición, proclamado por los ángeles, ratificado por el Padre Celestial”. El matrimonio cristiano se celebraría públicamente ante la Iglesia con más o menos solemnidad, pero la bendición nupcial aparece como opcional y no obligatoria, excepto por la fuerza de la costumbre.
Tanto Tertuliano como San Cipriano mencionan la ordenación y los diversos órdenes en la jerarquía eclesiástica, pero lamentablemente no proporcionan mucha información estrictamente litúrgica. Tertuliano habla de obispos, presbíteros y diáconos cuyos poderes y funciones están bastante bien definidos, que han sido elegidos por sus hermanos a causa de su conducta ejemplar, y que son consagrados a Dios mediante la ordenación regular. Afirma San Cipriano que solo aquellos que se han ordenado pueden bautizar y conceder el perdón de los pecados. San Cipriano distingue los diferentes órdenes: obispos, presbíteros, diáconos, subdiáconos, acólitos, exorcistas y lectores. Al describir la elección de San Cornelio en Roma, declara que éste fue promovido de un orden a otro hasta que, finalmente, fue electo mediante los votos de todos para el pontificado supremo. Todos los órdenes, salvo el menor de ostiario, han sido enumerados por los primeros autores africanos. Tanto los exorcistas como los lectores parecen haber ocupado, en los tiempos primitivos, un lugar mucho más importante que en épocas posteriores. Por ejemplo, el exorcista era a menudo llamado para que ejerciera el poder que le había sido conferido en su ordenación. Tertuliano habla de este poder extraordinario ejercido en nombre de Cristo. Algunas veces, el exorcista empleaba el rito de la exsuflación, y otras veces, como lo afirma San Cipriano, ordenaba al espíritu inmundo que se alejara per Deum verum (por el Dios verdadero). Por otra parte, el lector recitaba las lecciones del Antiguo y del Nuevo Testamento, e incluso leía el Evangelio al pueblo desde el púlpito. En épocas posteriores, sus obligaciones estaban divididas; algunas se le daban a otros ministros, otras, a chantres regulares.
Entre otras ceremonias litúrgicas, los autores primitivos aluden a los ritos que acompañaban el entierro de los muertos, especialmente la sepultura de los cuerpos de los mártires y confesores. Desde los tiempos más remotos, los cristianos mostraron gran reverencia hacia los cuerpos de los fieles, los embalsamaban con incienso y especias, y los enterraban cuidadosamente en cementerios cristianos. Se decían oraciones pidiendo el descanso del alma de los difuntos. Se ofrecían misas, sobre todo en el aniversario de la muerte, y sus nombres se recitaban en el memento de la Misa, siempre que hubieran vivido de acuerdo con los ideales cristianos. Se enseñaba a los fieles a no lamentarse por la muerte de los suyos, sino que se regocijaran porque las almas de los que habían partido ya estaban con Dios y gozaban de paz y de felicidad después de las pruebas y trabajos del mundo. Tertuliano, San Cipriano y las actas de Santa Perpetua dan todos testimonio de la antigüedad de estas costumbres. Los cementerios en África (llamados areae ) no eran catacumbas como los de Roma, sino que estaban a ras del suelo, al aire libre, y a menudo tenían una capilla (cella) adjunta, donde se llevaban a cabo las reuniones de los fieles en los aniversarios de los mártires y otros cristianos enterrados en ese lugar. Las inscripciones sobre las tumbas a menudo señalaban que el difunto había vivido en paz una vida cristiana, in pace vixit, o expresaban hermosamente la fe y esperanza de que los fieles gozaran en el futuro de una vida feliz junto al señor – spes in Deo- in Deo vivas.
Finalmente, se pueden considerar algunas ceremonias por la referencia que, con frecuencia, han hecho de ellos los autores primitivos. Las oraciones se decían a veces de rodillas, otras veces, de pie. Por ejemplo, los domingos y durante los cincuenta días después de Pascua estaba prohibido arrodillarse, mientras que en los días de ayuno se consideraba apropiada esta postura. Los cristianos oraban con los brazos extendidos en cruz. Con mucha frecuencia hacían la señal de la cruz, a veces sobre algún objeto con la intención de bendecirlo, a menudo sobre la frente de los cristianos para invocar la protección y ayuda de Dios. En su “De Corona”, Tertuliano escribe: “Al dar cualquier paso o hacer cualquier movimiento hacia delante, cada vez que se sale o se entra, al vestirnos y calzarnos, en el momento de bañarnos, cuando nos sentamos a la mesa y encendemos la lámpara, en el diván o el asiento, en todas las acciones ordinarias de la vida diaria, trazamos sobre la frente la señal de la cruz”. Los primeros cristianos también estaban acostumbrados a golpearse el pecho en señal de culpa y contrición por los pecados. Tertuliano creía que el ósculo de la paz debía darse con frecuencia; de hecho, debía acompañar cada plegaria y ceremonia. No solamente existían en el siglo tercero muchas ceremonias tales como las que acabamos de mencionar y que se han preservado hasta hoy en la liturgia, sino que hay también muchas frases y aclamaciones de la primitiva Iglesia africana que han encontrado un lugar permanente en las fórmulas litúrgicas. Estas expresiones, y quizás también el estilo mesurado en el cual fueron compuestas, pueden haber tenido una influencia considerable en el desarrollo de otras liturgias latinas.
II. PERÍODO POST-NICENO La liturgia de la Iglesia recibió un gran desarrollo después de la promulgación del edicto de Constantino que otorgó a la Iglesia cristiana la libertad de culto, y especialmente después del Concilio de Nicea. Resulta natural que durante algún tiempo después de la fundación de la nueva religión, su liturgia contuviera solo lo esencial del culto cristiano, y que con el transcurso de los años se desarrollara y expandiera el ritual de acuerdo con las necesidades de la gente. Más aun, el primer período fue una edad de persecución y, por tanto, el ceremonial estuvo necesariamente restringido. Pero cuando cesó la persecución, la Iglesia empezó inmediatamente a expandir su ceremonial, cambiando y modificando las formas antiguas e introduciendo nuevos ritos según los requerimientos del culto litúrgico público, de modo que la liturgia tuviera más dignidad, más magnificencia, y causara mayor impresión. En un comienzo, se permitió gran libertad individual para que el celebrante improvisara las oraciones litúrgicas, siempre que se mantuviera adicto a formas estrictas en lo esencial y siguiera el tema exigido. Pero, más adelante, la Iglesia sintió la necesidad de un conjunto de fórmulas y ceremonias fijas para que los errores dogmáticos no encontraran su expresión en la liturgia, y de ese modo corrompieran la fe de las gentes. En el siglo cuarto, todas estas tendencias hacia la expansión y el desarrollo son muy notorias en todas las liturgias. Esto es también cierto respecto de la Iglesia en África en el segundo período de la historia de la liturgia africana, que abarca los siglos cuarto, quinto, sexto y séptimo hasta el comienzo del octavo, en que el cristianismo en África fue prácticamente destruido por los mahometanos. No se han conservado ningún libro litúrgico ni códices pertenecientes a este período, de modo que la liturgia debe reconstruirse a partir de escritos y monumentos contemporáneos. De los escritores de este período, el más prolífico es San Agustín, rico en alusiones a ceremonias y fórmulas, aunque también nos han legado información útil San Optato, Mario Victorino, Arnobio y Víctor Vitensis. Las inscripciones, numerosas en este período, y los descubrimientos arqueológicos también nos proporcionan datos litúrgicos.
Aparece ahora el comienzo del verdadero calendario eclesiástico, con fiestas y ayunos fijados definitivamente. La gran fiesta de Pascua, de la cual dependen las demás fiestas movibles, se celebraba con aun mayor solemnidad que en tiempos de Tertuliano. Antes de Pascua había un período de preparación de cuarenta días dedicado al ayuno y a otras penitencias. La vigilia de Pascua se celebraba con el ritual usual, pero parecería que se extendió la duración de los oficios. A la solemnidad pascual le seguía un período de cincuenta días de regocijo hasta Pentecostés, el cual, en el siglo cuarto, aparece teniendo un carácter distintivo como conmemoración del descenso del Espíritu Santo sobre los Apóstoles, antes que como clausura del período pascual. En Semana Santa, el Jueves Santo conmemoraba la institución de la Sagrada Eucaristía. Según San Agustín, además de la Misa matinal se celebraba también otra por la noche con el objeto de desarrollar todas las circunstancias de la institución de la Sagrada Cena. Se observaba el Viernes Santo mediante la asistencia a los largos oficios litúrgicos, mientras que el Sábado Santo se celebraba más o menos de la misma manera que en tiempos de Tertuliano. El día de la Ascensión parece haber sido introducido en el siglo cuarto, pero en la época de San Agustín se observaba universalmente. En cuanto a las fiestas movibles, Navidad y Epifanía, desconocidas para Tertuliano, se celebraban con grandísima solemnidad en el siglo quinto. El primero de enero no era la fiesta de la Circuncisión sino día de ayuno, instituido con el propósito de alejar a la gente de la celebración de las fiestas paganas que tenían lugar en esa fecha. Se introdujeron fiestas de santos no locales, por ejemplo, inmediatamente después de Navidad, la fiesta de San Esteban, de los Santos Inocentes y de San Juan y Santiago. Durante el año, se festejaban las fiestas de San Juan Bautista, de los Santos Pedro y Pablo, de los Macabeos, de San Lorenzo, San Vicente, etc. Las fiestas de los mártires locales se celebraban con aun mayor solemnidad que en tiempos primitivos y se solían acompañar de festejos que, por los abusos cometidos, eran a menudo condenados desde el púlpito. Con el número de fiestas observadas anualmente sería dable suponer que se establecería un calendario. En verdad, se fijó un calendario para uso de la Iglesia de Cartago a comienzos del siglo sexto, del cual se ha extraído mucha información importante respecto de la institución e historia de las grandes fiestas. Cuando el cristianismo recibió reconocimiento legal en el Imperio, los cristianos empezaron a construir iglesias y a ornamentarlas de forma adecuada a sus propósitos. Muchas de ellas se edificaron según el antiguo estilo basilical, con pocas diferencias. A menudo las iglesias se dedicaban en honor de los santos mártires, y las reliquias de éstos se colocaban debajo de los altares. Las inscripciones del período mencionan la dedicación a los mártires y también el hecho de que las reliquias habían sido colocadas en la iglesia o sobre el altar. El altar mismo, llamado mensa (mesa), se hacía generalmente de madera, pero algunas veces de piedra, y se cubría con manteles de lino. Existía un rito especial para la dedicación de las iglesias y también para la consagración de los altares, para lo cual se empleaba agua bendita y la señal de la cruz.
La Misa se convirtió en una función diaria de cada mañana, hora en que los cristianos podían reunirse frecuentemente sin temor a la persecución, cuando el mayor número de fiestas requería una celebración más frecuente de los oficios litúrgicos. Es poco lo que se sabe con precisión y certeza acerca de la composición de las diferentes partes de la misa, aunque existen muchas alusiones en diversos autores que proporcionan información valiosa. La misa de los catecúmenos consistía en salmos y lecturas de las Escrituras. Estas lecturas eran escogidas tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, y parecería que eran tres, igual que en las liturgias orientales, una del Antiguo Testamento, otra de las Epístolas del Nuevo Testamento y una última de los Evangelios. El Tercer Concilio de Cartago decretó que solo se podían leer en las iglesias las lecciones de los libros canónicos de la Escritura o de las actas de los mártires en sus fiestas. Entre la Epístola y el Evangelio se recitaba un salmo que contuviera alguna idea alusiva a la fiesta del día que correspondía junto con el gradual y el tracto de la misa romana. También se entonaba un aleluya, más o menos solemne, sobre todo los domingos y durante los cincuenta días que se prolongaba la festividad de Pascua. Las lecciones de las Escrituras eran, por lo general, seguidas de una homilía, después de la cual tanto los catecúmenos como los penitentes se retiraban, y empezaba la Misa de los fieles. La norma del alejamiento de los catecúmenos, etc., parece haber sido estrictamente observada, ya que todos los escritores africanos, en sus sermones como en otras obras usan expresiones que indican que sus palabras solo serían inteligibles para los iniciados, y dicen que los catecúmenos ignoraban los misterios celebrados en la misa de los fieles. Después del Evangelio quizás se recitaba la letanía, aunque su posición precisa no puede determinarse con certeza. La letanía consistía en peticiones breves por las diversas necesidades de la Iglesia; se parecía más o menos a la actual letanía de los Santos, o quizás a las plegarias por las distintas clases de personas, o las necesidades de la Iglesia por las que ahora se pide en el Viernes Santo. Es probable que el pueblo respondiera con alguna aclamación como Kyrie eleison, o Te rogamos audi nos.
En tiempos de San Agustín, en la iglesia de Cartago, se introdujo un cántico para el Ofertorio; consistía en un salmo alusivo a la ofrenda, que se cantaba mientras los fieles la hacían. Cada uno de ellos debía aportar una ofrenda para su comunión. El obispo las recibía y las colocaba sobre el altar con plegarias apropiadas. Luego el obispo continuaba con la Misa. El Dominus vobiscum precedía al Prefacio, que propiamente empezaba con las palabras Sursum corda, Habemos ad Dominum, Gratias agamus Domino Deo nostro, Dignum et justum est. El canon de la Misa se conocía en África como el actio o agenda, pero se mencionaba pocas veces a causa de la “disciplina del secreto”. No obstante, existen algunos pasajes en los escritores africanos que demuestran que había una gran similitud entre el actio africano y el canon romano, tanto que algunos textos, cuando se yuxtaponen, son casi idénticos. El actio contenía las plegarias usuales, el memento de los vivos y difuntos, las palabras de institución y santificación del sacrificio, la conmemoración de Cristo, el Padrenuestro y la preparación para la Comunión. El Padrenuestro parece haber estado en el mismo lugar que está hoy en el canon romano y se rezaba antes de la Comunión, como lo consigna San Agustín, porque en la Oración del Señor suplicamos a Dios que nos perdone nuestras ofensas, lo que nos prepara para acercarnos a la Comunión con mejor disposición. El ósculo de la paz venía poco después del Padrenuestro y estaba conectado con la comunión, siendo considerado como símbolo de la unión fraternal existente entre todos aquellos que participaban del Cuerpo y la Sangre de Cristo. Los fieles comulgaban con frecuencia y se los instaba a hacerlo diariamente. En el momento adecuado, los comulgantes se acercaban al altar y allí recibían la Eucaristía bajo dos especies, contestando “Amén” a la fórmula pronunciada por el sacerdote, con el objeto de proclamar la fe en el sacramento que acababan de recibir. Durante la distribución de la comunión se recitaba o se cantaba el salmo treinta y tres, porque ese salmo contiene algunos versos que se consideraban apropiados para las Plegarias de la Comunión. Luego se decían las oraciones de acción de gracias, y el pueblo se despedía de la iglesia con una bendición.
Las plegarias que acompañaban a la administración de los otros sacramentos parecen haberse fijado y alargado desde los tiempos de Tertuliano. Para una administración más decorosa y conveniente del Sacramento del Bautismo, se levantaron grandes baptisterios, en los cuales la ceremonia se llevaba a cabo con gran solemnidad. La Iglesia en África parece haber seguido prácticamente el mismo ritual de la Iglesia romana durante el catecumenado, que duraba los cuarenta días anteriores a la Pascua. Por ejemplo, San Agustín habla de enseñar a los catecúmenos el Credo de los Apóstoles y la Oración del Señor, así como los ritos de la Vigilia de Pascua, como si estuvieran de acuerdo con los que se usaban en Roma. Pero aparece como si hubiera una sola unción, la de después del bautismo; y el ósculo de la paz, posterior al bautismo todavía se daba en tiempos de San Cipriano. Víctor Vitensis afirma que la Iglesia africana admitía la fiesta de Epifanía como día señalado para la administración solemne del bautismo, de acuerdo con la costumbre imperante en las iglesias orientales. Los neófitos eran confirmados después del bautismo mediante la imposición de las manos y la unción con el crisma, en forma de cruz, en la frente. Parecería que el mismo día recibían su primera comunión con, aproximadamente, las mismas ceremonias que en el período ante-niceno. El rito para el Sacramento de la Penitencia muestra pocas peculiaridades en África: se imponían penitencias públicas y se efectuaba la reconciliación de los penitentes de la misma manera que en la época de Tertuliano.
Se menciona a menudo el Matrimonio, lo hace especialmente San Agustín, quien habla de la bendición nupcial y de varias otras ceremonias, civiles y religiosas, conectadas con él, como, por ejemplo, las tabulae nupciales, etc.
Como el Sacramento del Orden Sagrado tenía un carácter público igual que la Eucaristía, se alude con frecuencia a él en los escritos e inscripciones de la época. Se hace alusión a varios órdenes y a la ordenación, pero casi no se encuentran descripciones del rito de la ordenación ni una explicación de las fórmulas. Debe recalcarse que en esta época se menciona al subdiácono y las funciones que se le asignan. Los clérigos empezaban su carrera eclesiástica como lectores, a menudo a una tierna edad, y los lectores constituían una schola (escuela) que cantaba los oficios litúrgicos. Más adelante, los lectores se convirtieron en chantres, y sus deberes fueron traspasados a los otros ministros. San Agustín también habla con frecuencia de la ceremonia de la consagración de las vírgenes, la que parece haber estado reservada a los obispos. El velo se recibiría en África a una edad mucho más joven que en Roma.
Los fieles mostraban el mismo cuidado y respeto afectuoso por los cuerpos de los difuntos que en el período ante-niceno, pero ahora los ritos fúnebres eran más largos y solemnes. Se decían oraciones por los muertos, se ofrecía la misa por el alma de los fieles difuntos y se llevaban a cabo ritos especiales mientras avanzaba el cortejo fúnebre y se enterraba el cuerpo. Los nombres de los difuntos se recitaban en dípticos y se ofrecía una misa por ellos en los aniversarios de la muerte. Más aun, las inscripciones de esta época contienen hermosos sentimientos de esperanza en una vida futura feliz para aquellos que habían vivido y muerto en la paz del Señor. Se rogaba a Dios para que concediera el eterno descanso y beatitud a quienes confiaron en Su misericordia. Muchas de estas expresiones son muy similares a las frases usadas hoy en día en las exequias de los difuntos.
El Oficio Divino se desarrolló gradualmente, aunque aun estaba en estado rudimentario. Consistía en el recitado o canto de los salmos y cánticos, de los versículos y aclamaciones, y en la lectura de partes de la Escritura. Había una colección especial de cánticos sacados del Antiguo Testamento en uso en la Iglesia africana, y, quizás, también una colección de himnos compuestos por autores de poca inspiración, entre los que se encontraban los himnos de San Ambrosio. Muchos de los versículos citados en los escritos de la época pueden encontrarse en la liturgia romana actual. San Agustín se oponía, evidentemente, a la tendencia creciente de abandonar el tono simplemente recitativo y hacer más solemne y elaborado el canto de los oficios a medida que el ceremonial se volvía más formal. Paulatinamente, las fórmulas se volvieron más fijas y la libertad para improvisar fue restringida por los concilios africanos. Sin embargo, se han conservado pocas oraciones aunque algunos versos y aclamaciones han sido citados en los escritos del período, como, por ejemplo, el Deo Gratias, Deo Laude, y Amen con los que el pueblo aprobaba las palabras de los predicadores o las doxologías y conclusiones de algunas plegarias. El pueblo todavía se persignaba a menudo en sus devociones privadas, igual que en tiempos de Tertuliano. Otras ceremonias en común eran golpearse el pecho como señal de penitencia, extendiendo los brazos en cruz, arrodillándose para orar, etc., todo lo cual venía heredado de tiempos primitivos. Estos son los datos más importantes proporcionados por los escritores antiguos y por las inscripciones relativas a la liturgia de la Iglesia africana. Resultan de utilidad para mostrar las peculiaridades del rito latino en África, así como la similitud entre las liturgias africanas y las demás.
Bibliografía
Carbol in Dict. d'arch. Chret. (París,, Christian Worship, tr. Mc Clure (Londres, 1903); Probst, Liturgie der drei ersten christlichen Jahrhunderte (Tubingen, 1870) ; Idem, Liturgie des vierten Jahrhunderts und deren Reform (Munster, 1893) ; Mone, Lateinische und griechische Messen aus dem zweiten bis sechsten Jahrhundert (Frnkfort, 1850) ; Cabrol et Leclercq, Monumenta Ecclesia liturgica (París, 1902), I.
Escrito por J.F. Goggin. Dedicado a todos los Mártires Africanos y Santos.
Traducción de Estela Sánchez Viamonte