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Lunes, 25 de noviembre de 2024

Diferencia entre revisiones de «Obispo»

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(Anglosajón, Biscop, Busceop; alemán, Bischof; del griego episkopos, un celador, a través del latín episcopus; italiano, vescovo; francés antiguo, vesque; francés, évêque).  
 
(Anglosajón, Biscop, Busceop; alemán, Bischof; del griego episkopos, un celador, a través del latín episcopus; italiano, vescovo; francés antiguo, vesque; francés, évêque).  

Revisión de 04:17 22 jul 2012

Francisco Jiménez y Orozco. Obispo de Guadalajara en tiempod de la guerra cristera

Etimología

(Anglosajón, Biscop, Busceop; alemán, Bischof; del griego episkopos, un celador, a través del latín episcopus; italiano, vescovo; francés antiguo, vesque; francés, évêque).

Visión General

Obispo es el título de un dignatario eclesiástico que posee la plenitud del sacerdocio para regir una diócesis como su principal pastor, en debida sumisión a la primacía del Papa.

Es de la fe católica que los obispos son de institución divina. En la jerarquía de orden poseen poderes superiores a los de los sacerdotes y diáconos; en la jerarquía de jurisdicción, por voluntad de Cristo, son designados para el gobierno de una porción de los fieles de la Iglesia, bajo la dirección y autoridad del Sumo Pontífice, quien puede determinar y restringir sus poderes, pero no eliminarlos. Son los sucesores de los Apóstoles, aunque no poseen todas las prerrogativas de éstos (Concilio de Trento, Ses. XXIII, cap. IV; Can. VI, VII. Vea Colegio Apostólico). El episcopado es monárquico. Por la voluntad de Cristo, la suprema autoridad en una diócesis no pertenece a un colegio de sacerdotes o de obispos, sino que reside en la sola personalidad del jefe.

El asunto se tratará bajo las siguientes divisiones: origen histórico, legislación, derechos y poderes del obispo, obligaciones del obispo y uso no católico.

Origen Histórico

El origen histórico del episcopado es muy controvertido. Se han propuesto muy diversas hipótesis para explicar los textos de los escritos inspirados y de los Padres Apostólicos respecto a la jerarquía eclesiástica primitiva, las cuales se hallan más fácilmente en la obra de von Dunin-Brokowski, sobre las últimas investigaciones respecto al origen del episcopado (Die Neuren Forschungen uber die Anfange des Episkopats, Friburgo, 1900). El apostólico y en consecuencia divino origen del episcopado monárquico siempre ha sido discutido, pero especialmente desde que el protestantismo presentó la doctrina de un sacerdocio cristiano universal. Al presente, los escritores racionalistas y protestantes, incluso los pertenecientes a la Iglesia Anglicana, rechazan la institución apostólica del episcopado; muchos de ellos relegan su origen al siglo II. Ha habido intentos solitarios para probar que originalmente hubo varias organizaciones diferentes, que algunas comunidades cristianas eran administradas por un cuerpo de presbíteros, otras por un colegio de obispos y otras por un solo obispo. Es esta última forma de organización, declara él, la que ha prevalecido (Gemeindeverfassung des Urchristentums. Halle, 1889). Holtzmann piensa que la organización primitiva de las iglesias era la de la sinagoga judía; que un colegio de presbíteros u obispos (palabras sinónimas) gobernaba las comunidades cristianas; que luego las iglesias gentiles adoptaron esta organización. En el siglo II uno de estos presbíteros-obispos se convirtió en el obispo gobernante. La causa de esto yacía en la necesidad de unidad, la cual se manifestaba cuando en el siglo II comenzaron a aparecer las herejías (Pastoralbriefe, Leipzig, 1880.)

Hatch, por el contrario, encuentra el origen del episcopado en la organización de ciertas asociaciones religiosas griegas, en las cuales uno se halla con “episkopoi” (superintendentes) encargados de la administración financiera. Las comunidades cristianas primitivas eran administradas por un colegio de presbíteros; aquellos presbíteros que administraban las finanzas se llamaban obispos. En las grandes ciudades, la administración financiera completa se centralizaba en manos de tal oficial, quien pronto se convirtió en el obispo gobernante. (La Organización de las Iglesias Cristianas Primitivas, Oxford, 1881). Según Harnack (cuya teoría ha variado varias veces), eran aquellos que habían recibido los dones sobrenaturales conocidos como carismas, sobre todo el don de predicar, quienes poseían toda autoridad en la comunidad primitiva. En adición a éstos encontramos a obispos y diáconos que no poseían ni autoridad ni poder disciplinario, quienes estaban encargados solamente de ciertas funciones relativas a la administración y al culto divino. Los mismos miembros de la comunidad se dividían en dos clases: los ancianos (“presbyteroi”) y los jóvenes (“neoteroi”). En una fecha temprana se estableció un colegio de presbíteros en Jerusalén y en Palestina, pero en otros lugares no antes del siglo II; sus miembros se escogían de entre los “presbyteroi”, y en sus manos recaía toda autoridad y poder disciplinario. Una vez establecido, era de este colegio de presbíteros que se escogía a los diáconos y obispos. Cuando moría alguno de los oficiales que había sido dotado con los dones carismáticos, la comunidad delegaba a varios obispos para reponerlos. En una fecha más tardía, los cristianos percibieron la ventaja de confiar la dirección suprema a un solo obispo. Sin embargo, tan tarde como en el año 140, la organización de varias comunidades era todavía muy divergente. El episcopado monárquico debe su origen a la necesidad de unidad doctrinal, la cual se hizo sentir en tiempos de la crisis causada por la herejía gnóstica.

J. B. Lightfoot, quien puede ser considerado como un representante autorizado de la Iglesia Anglicana, sostiene un sistema menos radical. La Iglesia primitiva, dice él, no tenía organización, pero muy pronto estuvo consciente de la necesidad de organizarse. Al principio los Apóstoles designaron diáconos; luego, en imitación de la organización de la sinagoga, nombraron presbíteros, algunas veces llamados obispos en las iglesias gentiles. Los deberes de los presbíteros eran dobles: eran tanto gobernantes como instructores de la congregación. En la época apostólica, sin embargo, son pocos e indistintos los rastros del orden mayor, el episcopado propiamente llamado. El episcopado no se formó del orden apostólico a través de la localización de la autoridad universal de los Apóstoles, sino de la presbiteral (por elevación). El título de obispo, que originalmente era común a todos, se convirtió a la larga en el apropiado para el jefe de entre ellos. Durante el tiempo comprendido por los escritos apostólicos, sólo Santiago, el hermano del Señor, puede reclamar ser considerado como obispo en el último y muy especial sentido del término. Por otro lado, aunque era especialmente prominente en la Iglesia de Jerusalén, él aparece en los Hechos de los Apóstoles como un miembro del cuerpo. Tan tarde como en el año 70 d.C. todavía no habían aparecido signos claros de gobierno episcopal en la cristiandad gentil.

Sin embargo, durante las últimas tres décadas del siglo I durante la vida del último apóstol sobreviviente, San Juan, el oficio episcopal ya estaba establecido en Asia Menor. San Juan estaba consciente de la posición de Santiago en Jerusalén. Por lo tanto, cuando encontró en Asia Menor muchas irregularidades y amenazantes síntomas de de división, naturalmente fomentó en estas iglesias gentiles su acercamiento a la organización, la cual había sido notablemente bendecida y había probado ser eficaz en mantener unida la iglesia madre de Jerusalén en medio de peligros no menos serios. La existencia de un concilio o colegio necesariamente supone una presidencia de alguna clase, ya sea que esta presidencia sea asumida por cada miembro a su vez, o depositada en manos de una sola persona. Por lo tanto, fue necesario dar permanencia, definición y estabilidad a un oficio, cuyo germen ya existía. Sin embargo, no hay razón para suponer que San Juan emitió ninguna ordenanza directa. La utilidad evidente e incluso urgente necesidad de tal oficio, sancionado por el más venerado nombre en la cristiandad, sería suficiente para asegurar su amplia aunque gradual recepción. No obstante, los primeros obispos no ocuparon la posición de supremacía independiente que era y es ocupada por sus representantes posteriores. Este desarrollo está muy convenientemente adherido a tres grandes nombres: San Ignacio de Antioquía, San Ireneo y San Cipriano, quienes representan los muchos sucesivos avances hacia la supremacía alcanzada al final. Ignacio considera al obispo como el centro de la unidad; Ireneo lo considera el depositario de la verdad primigenia; para Cipriano él es el vice-gerente absoluto de Cristo en cosas espirituales (Lightfoot, El Ministro Cristiano, 181-269, en su comentario sobre San Pablo, Epístola a los Filipenses, Londres, 1896).

Los escritores católicos concuerdan en reconocer el origen apostólico del episcopado, pero están muy divididos en cuanto al significado de los términos que designan la jerarquía en los escritos del Nuevo Testamento y los Padres Apostólicos. Uno puede incluso preguntarse si originalmente estos términos tenían un significado claramente definido (Bruders, Die Verfassung der Kirche bis zum Jahre 175, Maguncia, 1904). Ni hay mayor unanimidad cuando se hace un intento por explicar por qué algunas iglesias se hallan sin presbíteros, otras sin obispos, otras donde las cabezas de la comunidad se llaman a veces obispos, a veces presbíteros. Este desacuerdo aumenta cuando surge la pregunta sobre la interpretación de los términos que designan a otros personajes que ejercen cierta autoridad fija en las comunidades cristianas primitivas. Los siguientes hechos se deben considerar como completamente establecidos:

  • Hasta cierto punto, en este período temprano, las palabras obispo y sacerdote (“episkopos” y “presbyteros”) eran sinónimos (Vea el artículo Colegio Apostólico).
  • Estos términos pueden designar ya sea a simples sacerdotes (A. Michiels, Les origines de l’episcopat. Lovaina, 1900, 218 ss) o a obispos que poseían los poderes completos de su orden. (Batiffol. Etudes d'histoire et de théologie positive, París, 1902, 266 ss.: Duchesne, Histoire ancienne de l'église. París. 1906, 94.)
  • En cada comunidad la autoridad puede haber pertenecido originalmente al colegio o presbíteros-obispos. Esto no significa que el episcopado, en el sentido actual del término, puede haber sido plural, porque en cada iglesia el colegio o presbítero-obispos no ejercía un poder supremo independiente; estaba sujeto a los Apóstoles o a sus delegados. Los últimos eran obispos en el sentido actual del término, pero no poseían sedes fijas ni tenían un título especial (Batiffol, 270). Puesto que eran esencialmente itinerantes, le confiaban el cuidado de las funciones necesarias fijas relativas a la vida diaria de la comunidad a algunos de los neófitos mejor educados y más respetados.
  • Más pronto o más tarde los misioneros tuvieron que dejar las jóvenes comunidades por sí solas, a partir de lo cual su dirección recayó completamente en las autoridades locales que así recibieron la sucesión apostólica.
  • Esta autoridad local superior, que era de origen apostólico, fue conferida a un obispo monárquico por los Apóstoles, tal como se entiende el término hoy día. Esto lo prueba primero el ejemplo de Jerusalén, donde Santiago, quien no era uno de los doce Apóstoles, ocupaba el primer lugar, y luego por aquellas comunidades de Asia Menor de las que habla Ignacio, y donde, a principios del siglo II existió el episcopado monárquico, pues Ignacio no escribe como si la institución fuera una nueva.
  • Es cierto que en otras comunidades no se hace mención del episcopado monárquico hasta mediados del siglo II. No deseamos rechazar la opinión de los que creen que en muchos documentos del siglo II hay rastros del episcopado monárquico, es decir, de una autoridad superior a la del colegio de presbíteros-obispos. Son muy plausibles las razones que alegan algunos escritores para explicar por qué, por ejemplo, en la Epístola de San Policarpo no se menciona al obispo. Sin embargo, la mejor evidencia para la existencia en esta fecha temprana del episcopado monárquico es el hecho de que a fines del siglo II no se halla ningún rastro de algún cambio de organización. Tal cambio le habría quitado al colegio de presbíteros-obispos su autoridad soberana, y es casi imposible comprender cómo este cuerpo habría permitido de ser privado de su autoridad en todas partes, sin dejar en los documentos contemporáneos la menor evidencia de una protesta contra un cambio tan importante. Si el episcopado monárquico comenzó sólo a mediados del siglo II, es imposible comprender cómo a fines del siglo II eran generalmente conocidas y aceptadas las listas episcopales de muchas diócesis importantes que remontaban la sucesión de obispos tan lejos como al siglo I. Tal, por ejemplo, fue el caso de Roma.
  • Se debe notar cuidadosamente que esta teoría no contradice los textos históricos. Según estos documentos, había un colegio de presbíteros o de obispos que administraban varias iglesias, pero que tenían un presidente que no era otro que el obispo monárquico. Aunque el poder de estos últimos había existido desde el principio, se volvió cada vez más conspicuo. El rol desempeñado por el “presbyterium”, o cuerpo de sacerdotes, era uno muy importante en los primeros días de la Iglesia cristiana; sin embargo, no excluía la existencia de un episcopado monárquico (Duchesne, 89-95).

Durante los primeros tres siglos, toda la vida religiosa de la diócesis se centraba alrededor de la persona del obispo. Los sacerdotes y diáconos eran sus ayudantes, pero trabajaban bajo su supervisión inmediata. Sin embargo, en las grandes ciudades, como Roma, pronto se hizo necesario entregarles permanentemente a los diáconos y sacerdotes ciertas funciones definidas. Además, como resultado de la expansión del cristianismo fuera de los grandes centros poblacionales, el obispo gradualmente les delegó a otros eclesiásticos la administración de una porción fija del territorio diocesano. En Oriente, al principio se crearon diócesis en todos los distritos donde había un número considerable de cristianos, pero este sistema presentó grandes inconvenientes. Sin embargo, la Iglesia envió obispos a las localidades rurales o distantes, quienes eran sólo delegados del obispo de la ciudad y quienes no poseían el derecho a ejercer los más importantes poderes de un obispo. Tales obispos eran conocidos como corepíscopi u obispos rurales, y más tarde fueron reemplazados por sacerdotes (Gillman, Das Institut der Chorbischöfe im Orient, Munich, 1003). El establecimiento de parroquias desde el siglo IV y V en adelante gradualmente liberó a los obispos de muchas de sus tareas originales; se reservaron para sí sólo los asuntos más importantes, es decir, aquellos relativos a toda la diócesis y los que pertenecían a la iglesia catedral. Sin embargo, sobre todos los asuntos, los obispos retuvieron el derecho de supervisión y dirección suprema.

Mientras se realizaba este cambio, el Imperio Romano, ahora cristiano, les concedió más poderes a los obispos. Se les facultó exclusivamente para asumir competencia sobre las faltas de los clérigos, y toda demanda entablada contra éstos tenía que ser traída ante la corte del obispo. El emperador Constantino el Grande a menudo permitió a todos los cristianos llevar sus demandas judiciales ante el obispo, pero este derecho fue retirado a fines del siglo IV. Sin embargo, ellos continuaron actuando como árbitros, cuyo oficio le había sido encomendado por los primeros cristianos. Más importante quizás es la parte que la ley romana les asigna a los obispos como protectores de los débiles y oprimidos. Se le permitía al amo emancipar legalmente a sus esclavos en presencia del obispo; éste tenía también el poder de remover y restaurarles la libertad a las doncellas de casas inmorales donde sus padres o amos las habían colocado. Se le entregaba legalmente los infantes abandonados por sus padres a aquellos que los habían acogido, pero para evitar abusos se requería que el obispo certificara que el niño era expósito. La ley romana les concedía a los obispos el derecho a visitar los prisioneros a su discreción con el propósito de mejorar la condición del prisionero y para comprobar si se observaban las reglas a favor de éste. Los obispos ejercían gran influencia sobre los emperadores cristianos, y aunque en las Iglesias Orientales estas relaciones íntimas entre Iglesia y Estado llevaron al cesaropapismo, los obispos de Occidente conservaron en gran medida su independencia del Imperio (Löning, Geschichte des deutschen Kirchenrechts, Estrasburgo, 1878, I, 314-331; Troplong, De l'influence du christianisme sur le droit civil des Romains, Paris, 1842, new ed., 1902).

La influencia del obispo fue aun mayor luego de las invasiones bárbaras; se convirtió pronto en un personaje influyente y poderoso entre los pueblos germánicos. Inspiraba confianza y demandaba respeto. Era muy amado pues protegía a los jóvenes y débiles, era el amigo de los pobres, solía interceder a favor de las víctimas de injusticia, y especialmente a favor de los huérfanos y las mujeres. A través de su influencia en muchas esferas, se convirtió en el amo real de la ciudad episcopal. Los únicos funcionarios cuya influencia era similar a la del obispo eran los duques y los condes, representantes del rey. En ciertos distritos la preeminencia se mostraba clara a favor del obispo; en algunas ciudades el obispo también se convertía en conde. En Francia, como regla general, este estado de cosas no continuó, pero en Alemania muchos obispos se llegaron a ser señores o príncipes seculares. Finalmente, el obispo adquirió una amplia autoridad civil no sólo sobre su clero, sino también sobre los laicos de su diócesis (Viollet, Histoire des institutions politiques de la France, Paris, 1890, I. 380-409). Tan alta posición no carecía de dificultades; una de las más graves era la interferencia de la autoridad laica en la elección de los obispos. Hasta el siglo XVI el clero y el pueblo elegían al obispo con la condición de que la elección fuese aprobada por los obispos vecinos. Sin duda, los emperadores romanos cristianos algunas veces intervenían en estas elecciones, pero sólo fuera de las ciudades imperiales, y generalmente en el caso de desacuerdo en cuanto a la persona adecuada.

Como regla se conformaban con ejercer influencia sobre los electores. Pero desde el principio del siglo XV esta actitud fue modificada. En Oriente el clero y los primados, o ciudadanos principales, nominaban tres candidatos, entre los cuales el metropolitano escogía al obispo. En una fecha posterior, los obispos de la provincia eclesiástica asumían el derecho exclusivo de nominar candidatos. En Occidente, los reyes intervenían en estas elecciones, notablemente en España y Galia, y a veces asumían el derecho de nominación directa (Funk, "Die Bischofswahl im christlichen Altertum und im Anfang des Mittelalters" en "Kirchengeschichtliche Abhandlungen und Untersuchungen", Paderborn: 1897, I, 23-39; Imbart. de la Tour. "Les élections épiscopales dans l'ancienne France", París, 1890). Esta interferencia de los príncipes y emperadores duró hasta el Conflicto de las Investiduras, el cual fue especialmente violento en Alemania, donde desde el siglo IX hasta el XI los abades y obispos se habían convertido en príncipes temporales reales (vea Investidura. El Segundo Concilio de Letrán (1139) le concedió al capítulo de la iglesia catedral el derecho exclusivo de escoger el obispo, y esta legislación fue sancionada por las decretales (Decretum Gratiani. P. I., Dist. LXIII, ch. XXXV; ch. III. De causa possessionis et proprietatis, X, II, XII; ch. LIV, De electione et electi potestate, X, I, VI; Friedberg, Corpus Juris Canonici, Leipzig, 1879-81, I, 247, II, 95,276)

Los obispos de la Edad Media adquirieron mucho poder temporal, pero éste estuvo acompañado de la correspondiente disminución de su autoridad espiritual. Por el ejercicio de la prerrogativa de la primacía, la Santa Sede se reservaba para sí misma todos los asuntos más importantes, los llamados “causae majores”, como por ejemplo la beatificación y canonización de los santos (ch. I, De reliquiis X, III, XLV; Friedberg, II, 650), el permiso de venerar públicamente reliquias recién descubiertas, la absolución de ciertos pecados graves, etc. Se volvieron cada vez más frecuentes las apelaciones a los Papas contra las decisiones judiciales de los obispos. Las órdenes religiosas y los capítulos de catedral e iglesias colegiatas obtuvieron exención de la autoridad episcopal. El capítulo catedral obtuvo una influencia considerable en la administración de la diócesis. El Papa se reservó también la nominación de muchos beneficios eclesiásticos (C. Lux. Constitutionum apostolicarum de generali beneficiorum reservatione collectio et Breslau, 1904). También reclamó el derecho a nominar a los obispos, pero en el Concordato Alemán de 1448 le concedió a los capítulos el derecho de elegirlos, mientras que en el de 1516 le permitió al rey de Francia nominar a los obispos de esa nación. Subsiguientemente el Concilio de Trento definió los derechos del obispo y remedió los abusos que se habían deslizado a la administración de la diócesis y la conducta de los obispos. El concilio les concedió el derecho exclusivo a publicar indulgencias; también les impuso la obligación de residir en sus diócesis, el deber de recibir la consagración dentro de tres meses después de su elevación al episcopado, de erigir seminarios, de convocar sínodos diocesanos anuales, de asistir a los sínodos provinciales y de visitar sus diócesis. También les prohibió acumular beneficios, etc. El mismo concilio disminuyó las excepciones de la autoridad episcopal, y delegó a los obispos algunos de los derechos que en el pasado se había reservado para sí la Santa Sede. Actos pontificales posteriores completaron la legislación Tridentina, la cual es todavía válida. El protestantismo y luego la Revolución Francesa destruyeron todo el poder temporal de los obispos; de ahí en adelante estuvieron más libres para consagrarse con mayor ardor a los deberes del ministerio espiritual.

Legislación hasta el siglo XIX

Se debe distinguir dos clases de obispos, no con respecto al poder de orden, pues todos los obispos reciben la plenitud del sacerdocio, sino respecto al poder de jurisdicción: el obispo diocesano y el obispo titular o, como se le llamaba antes de 1882, el “episcopus in partibus infidelium. Aquí se considerará el primero, pues los que pertenecen a la segunda clase no pueden realizar ninguna función episcopal sin la autorización del obispo diocesano; pues como obispos titulares no tienen ninguna jurisdicción ordinaria. Pueden, sin embargo, actuar como obispos auxiliares, es decir, el Papa los puede designar para ayudar al obispo diocesano en el ejercicio de los deberes que surgen del orden episcopal, pero sin suponer poder de jurisdicción. (Vea obispo auxiliar). Tal obispo es llamado también “vicarius in pontificalibus”, es decir, un representante en ciertos actos ceremoniales propios al obispo diocesano, algunas veces obispo sufragáneo, “episcopus suffraganeus”. Sin embargo, en el sentido propio del término, el obispo sufragáneo es obispo diocesano en sus relaciones con el metropolitano de la provincia eclesiástica a la cual pertenece, mientras que el obispo que es independiente de cualquier metropolitano se llama un obispo exento, “episcopus exemptus”. El obispo titular puede ser también obispo coadjutor cuando se le nombra para asistir a un obispo ordinario en la administración de la diócesis. A veces se le llama incorrectamente obispo auxiliar. Él posee algunos poderes de jurisdicción determinados por las cartas apostólicas que lo nombran. También a menudo, en países misioneros, el obispo coadjutor es llamado “cum jure successionis”, o sea, con el derecho de sucesión; a la muerte del obispo diocesano él entra a la administración ordinaria de la diócesis.

El Concilio de Trento determinó las condiciones requeridas para los candidatos al episcopado, de las cuales las principales son las siguientes: nacido de un matrimonio legítimo, libre de censura e irregularidad o cualquier defecto en su mente, pureza de moral personal y buena reputación. El candidato debe también tener treinta años cumplidos y no haber estado menos de seis meses en los Órdenes Sagradas. Debe también tener el grado de doctor en teología o por lo menos ser licenciado en teología o derecho canónico o tener el testimonio de una academia o centro de enseñanza público (o, si es un religioso, de la más alta autoridad en su orden) de modo que sea capaz de enseñar a otros (C. VII, De electione et electi potestate, X.I. VI; Friedberg, II, 51. Concilio de Trento, Sess. XXII, De ref., ch. II). El Santo Oficio es el encargado de examinar a las personas llamadas al episcopado, con la excepción de los territorios sujetos a la Sagrada Congregación de Propaganda o a la Congregación de Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios, o de aquellos países donde la nominación de obispos esté gobernada por leyes y concordatos especiales ("Motu Proprio" de Papa San Pío X. 17 de diciembre de 1903; "Acta Sanctae Sedis, 1904, XXXVI, 385).

Hemos dicho que las decretales papales reconocen el derecho de los capítulos catedrales a elegir el obispo. Este derecho hace tiempo fue retirado y ya no está en vigor. En virtud de la segunda regla de la Cancillería Papal la elección de obispos pertenece exclusivamente al Papa (Walter, Fontes juris eccesiastici antiqui et hodierni, Bonn, 1861, 483). Sin embargo, las excepciones a esta regla son numerosas. En Austria (con la excepción de algunas sedes episcopales), en Baviera, en España, en Portugal y en el Perú, el gobierno presenta al sumo pontífice los candidatos al episcopado. Era así en Francia, y en varias repúblicas de Sudamérica antes de la ruptura o denuncia de los concordatos entre los estados y la Sede Apostólica. Con el cese de estos concordatos tales estados perdieron todo derecho de intervención en la nominación de obispos; sin embargo, esto no evitó que los gobiernos en varias repúblicas de América del Sur recomendaran candidatos al Papa. El capítulo catedral está autorizado a elegir el obispo en varias diócesis de Austria, Suiza, Prusia; y en algunos estados de Alemania, notablemente en la provincia eclesiástica del Alto Rin. Sin embargo, la acción de los electores no es completamente libre. Por ejemplo, ellos no pueden escoger personas no gratas para el gobierno (Carta del Cardenal Secretario de Estado a los Capítulos de Alemania, 20 de julio de 1900; Canonist Contemporain, 1901, XXIV, 727). De otro modo el Papa mismo nomina a los obispos, pero en Italia el Gobierno insiste que ellos obtienen el exequatur real antes de tomar posesión de la sede episcopal. En países misioneros el Papa generalmente permite la “recomendación” de candidatos, pero esto no obliga jurídicamente al sumo pontífice, quien tiene el poder de escoger al nuevo obispo de entre personas no incluidas en la lista de candidatos recomendados.

En Inglaterra los canónigos de la catedral seleccionan por mayoría de votos, en tres votaciones sucesivas, tres candidatos para la sede episcopal vacante. Sus nombres, colocados en orden alfabético, se transmiten a la Propaganda y al arzobispo de la provincia, o a la sufragánea más antigua de la provincia, si la cuestión es sobre la elección de un arzobispo. Los obispos de la provincia discuten los méritos de los candidatos y transmiten sus observaciones a la Propaganda. Desde 1847 los obispos tienen el poder, si lo desean, de proponer otros nombres para la elección de la Santa Sede, y una decisión de la Propaganda (25 de abril, 3 de mayo de 1904) confirma esta práctica (Instrucción de la Propaganda, 21 de abril de 1852; "Collectanea S. C. de Propagandâ Fide", Roma, 1893. no. 42; Taunton, 87-88). Leyes similares están vigentes en Irlanda. Los canónigos de la catedral, y todos los sacerdotes parroquiales libres de censura y en posesión real y pacífica de su parroquia o parroquias unidas, escogen a tres eclesiásticos en una sola votación. Los nombres de los tres candidatos que han obtenido el mayor número de votos se anuncian y se envían a la Propaganda y al arzobispo de la provincia. El arzobispo y los obispos de la provincia le dan a la Santa Sede su opinión sobre los candidatos. Si juzgan que ninguno de los candidatos es capaz de realizar las funciones episcopales, no hacen ninguna recomendación. Si se trata de la nominación de un obispo coadjutor con el derecho de sucesión, se siguen las mismas reglas, pero la presidencia de la reunión electoral, en lugar de se ocupada por el metropolitano, su delegado o el obispo más antiguo de la provincia, pertenece al obispo que solicita el coadjutor (Instrucción de Propaganda, 17 de septiembre de 1829 y 25 de abril de 1835; "Collectanea," núms. 40 y 41).

En Escocia, donde no hay capítulo ni canónigos, siguen las mismas reglas que Inglaterra; y cuando no hay capítulo, los obispos de Escocia y los arzobispos de Edimburgo y Glasgo y escogen a tres candidatos en una triple votación. Los nombres de éstos se comunican a la Santa Sede junto con los votos que ha obtenido cada uno. Al mismo tiempos e transmite información útil sobre cada uno de acuerdo a las preguntas determinadas por la Propaganda (Instrucción de la Propaganda, 25 de julio de 1883; "Collectanea". no. 45). En los Estados Unidos de América se reúnen los consultores diocesanos y los rectores inamovibles de la diócesis bajo la presidencia del arzobispo u obispo más antiguo de la provincia, y escogen a tres candidatos, el primero dignissimus, el segundo dignior y el tercero digmus. Se envían sus nombres a la Propaganda y a los arzobispos de la provincia, los cuales examinan los méritos de los candidatos propuestos por el clero y a su vez, en una votación secreta, proponen a tres candidatos. Si escogen a otros candidatos distintos a los designados por el clero, indican sus razones a la Propaganda. En el caso de nominación de un coadjutor con derecho de sucesión, la reunión del clero es presidida por el obispo que solicita el coadjutor. Si se trata de una diócesis recién creada, los consultores de todas las diócesis de cuyo territorio surgió la nueva, y todos los rectores inamovibles de la nueva diócesis, escogen los tres candidatos de entre el clero. Finalmente, si se trata de sustituir a un arzobispo o de concederle un coadjutor con derecho de sucesión, la Propaganda consulta a todos los metropolitanos de Estados Unidos (Decreto de Propaganda, 2l de enero de 1861, modificado por el de 31 de septiembre de 1885; Collectanea, núm. 43).

Por un decreto de 2 de diciembre de 1862, en Canadá la Iglesia todavía sigue las reglas que la Propaganda estableció para los Estados Unidos el 21 de enero de 1861 (Collectanea. no. 43; Collectio Lacensis 1875, III, 684, 688). Cada tres años los obispos deben comunicarle a la Propaganda y al metropolitano los nombres de los sacerdotes que consideran dignos de funciones episcopales. En adición, cada obispo debe designar en una carta secreta tres eclesiásticos que él considera digno de sucederle. Cuando ocurre una vacante, todos los obispos de la provincia le indican al arzobispo o al obispo más antiguo los nombres de los sacerdotes que ellos consideran recomendables. Entonces los obispos se reúnen y discuten los méritos de cada sacerdote recomendado, y proceden a la nominación de los candidatos por voto secreto, y se envía a la Propaganda la minuta de la reunión. En Australia se sigue un método similar al de Estados Unidos. Sin embargo, se deben notar dos diferencias: primero los obispos todavía notifican cada tres años, al metropolitano y a la Propaganda, los nombres de los sacerdotes que consideran dignos del oficio episcopal. Segundo, cuando es cuestión de la nominación de un obispo coadjutor, ocupa la presidencia de la asamblea de consultores y rectores inamovibles, no el obispo que demanda el coadjutor, sino el metropolitano o el obispo delegado por él (Instrucción de Propaganda, 19 de mayo de 1866, modificada por el decreto de 1 de mayo de 1887; Collectanea núm. 44).

No importa cuál sea el modo de su nominación, el obispo no posee poderes hasta que su nominación haya sido confirmada por la Santa Sede, ya sea en un consistorio o mediante carta pontifical. Además, se le prohíbe entrar a la administración de su diócesis y tomar posesión de su sede por la comunicación al capítulo catedral de las cartas apostólicas de su nominación (Const. “Apostolicae Sedis” 12 de octubre de 1869, V, I; “Collectanea”, núm. 1002). Desde este momento, incluso antes de su consagración, el nuevo obispo tiene todos los derechos de jurisdicción en su diócesis. Se le requiere hacer la profesión de fe requerida en el primer sínodo provincial que se celebre después de su elevación (Concilio de Trento, Ses. XXV, De ref., Ch. II). Finalmente, está obligado a recibir la consagración episcopal dentro de tres meses. El derecho a consagrar a un nuevo obispo le pertenece al soberano pontífice, quien generalmente le permite al recién elegido ser consagrado por tres obispos de su elección. Sin embargo, si la consagración se efectúa en Roma, él debe seleccionar un cardenal o uno de los patriarcas mayores que residen en Roma. Si sin embargo, su propio metropolitano está en Roma en ese momento, está obligado a escogerlo. La consagración se debe realizar un domingo o por lo menos en la fiesta de un apóstol, de preferencia en la iglesia catedral de la diócesis o al menos dentro de la provincia eclesiástica (Concilio de Trento, Ses. XXIII, De ref., Ch. II). Antes de la consagración, el obispo debe hacer un juramento de fidelidad a la Santa Sede. (Para la fórmula de este juramento en los Estados Unidos vea "Acta et Decreta conc. Plen. Balt., III", Baltimore, 1886. Apéndice, 202.). La consagración por un sólo obispo no sería inválida pero sería ilícita. Sin embargo, los obispos de Sudamérica tienen el privilegio de ser consagrados por un obispo ayudado por dos o tres sacerdotes, si se les hace difícil obtener tres obispos (Cartas Apostólicas del Papa León XIII “Trans Oceanum”, 18 de abril de 1897; "Acta Sanctae Sedis", 1896-97, XXIX, 659). La consagración episcopal tiene el efecto de dar al obispo la plenitud de los poderes del Orden (vea órdenes sagradas).

Derechos y Poderes del Obispo

Como ya se estableció, el obispo posee los poderes del orden y la jurisdicción. El poder del orden le viene a través de la consagración episcopal, pero el ejercicio de este derecho depende de su poder de jurisdicción. La ordenación sacerdotal realizada por cada obispo debidamente consagrado es indudablemente válida, aunque los obispos pueden ordenar sólo en conformidad con los estatutos del derecho canónico; sólo él puede conferir las órdenes mayores. Se ha discutido la cuestión de si el Papa puede delegar en un sacerdote, por ejemplo el abad de un monasterio, el poder de ordenar a un diácono. El obispo es el único ministro ordinario del Sacramento de la Confirmación (Concilio de Trento, Ses. XXIII, can. VII). El derecho canónico le ha reservado ciertas bendiciones y consagraciones a él, es decir, aquellas que se realizan con el óleo sagrado. Las siguientes funciones están reservadas al obispo: la dedicación de un altar, de cálices y patenas, y generalmente de artículos que sirven para la celebración del Santo Sacrificio de la Misa, la reconciliación de una iglesia desecrada, la bendición de campanas, la bendición de un abad, la bendición de los santos óleos, etc. Al obispo se le prohíbe ejercer la Pontificalia, es decir, realizar las funciones episcopales en otra diócesis, sin el consentimiento del ordinario, es decir, el obispo propio (Concilio de Trento, Ses. VI, De ref., Ch. V).

Además del poder del orden, los obispos poseen el de jurisdicción; ellos tienen el derecho de prescribir para los fieles las reglas que éstos deben seguir para obtener la salvación eterna. El poder de jurisdicción es de origen divino, en el sentido que el Papa debe establecer en la Iglesia obispos cuya misión sea dirigir a los fieles hacia la salvación. Los obispos tienen entonces en sus diócesis una jurisdicción ordinaria, limitada, sin embargo, por los derechos que el Papa se reserva para sí mismo en virtud de su primacía. Pero esta jurisdicción es independiente del deseo y consentimiento de los fieles, e incluso del clero. En ciertos asuntos importantes, sin embargo, el obispo debe a veces buscar el consejo, en otras el consentimiento, del capítulo catedral. En ciertos países donde no se han establecido capítulos, el obispo está obligado a consultar en algunos casos específicos a los consultores cleri dioecesani, o consultores diocesanos (Tercer Concilio de Baltimore, nos. 17-22, 33, 179). Por otro lado, cierta clase de personas, especialmente los regulares propiamente llamados, están exentos de autoridad episcopal, y ciertos asuntos son removidos de la jurisdicción de los obispos. Además, él no tiene poder contra la voluntad de una autoridad superior, es decir, el Papa, un concilio, ya sea general, plenario o provincial. El obispo posee también otros importantes poderes a través de jurisdicción “delegada”, la cual se le adjudica ya sea por ley, ya sea escrito o establecido por las Congregaciones Romanas; él ejerce esta última jurisdicción en nombre de la Sede Apostólica (vea abajo). Ciertos escritores le atribuyen al obispo una tercera clase de jurisdicción, la cual llaman “cuasi ordinaria”, pero hay amplias diferencias sobre las definiciones de esta clase de jurisdicción. Varios escritores (tal como: Wernz, II, 10; Bargilliat, "Praelect. ju. can.", París, 1900, I, 164; y entre los canonistas antiguos, Boix, "De princep. juris canonici", París, 1852, 530) piensan que esta distinción es inútil; la jurisdicción conocida como cuasi ordinaria no es nada más que una ordinaria o delegada concedida por una ley escrita o por la costumbre.

Es un asunto muy controvertido si los obispos obtienen su jurisdicción directamente de Dios o del soberano pontífice. Esta última opinión, sin embargo, es casi generalmente aceptada al presente, pues está más en conformidad con la constitución monárquica de la Iglesia, la cual parece demandar que no haya poder en la Iglesia que no emane inmediatamente del Papa. Los autores que sostienen la opinión contraria dicen que es durante la consagración episcopal que los obispos reciben de Dios su poder de jurisdicción. Pero habitualmente los obispos tienen todos los poderes de jurisdicción sobre sus diócesis antes de la consagración (Bargilliat, I, 442-445). Otro asunto muy discutido es si la "potestas magisterii", o autoridad docente, es una consecuencia del poder del orden o del de jurisdicción (Sägmüller, Lehrbuch des katholischen Kirchenrechts, Frieberg, 1900-04, 24-25). Sea cual sea la conclusión, la autoridad docente debe ser clasificada aquí entre los poderes de jurisdicción. La autoridad docente del obispo y su autoridad de gobernar ("potestas regiminis") se deben considerar sucesivamente, pues la última comprende los poderes legislativos, dispensativos, judiciales, coercitivos y administrativos.

Autoridad Docente

Por Ley Divina los obispos tienen el derecho de enseñar la doctrina cristiana (Mt. 28,19; Concilio de Trento, Ses. XXIV, De ref., ch. IV; Encíclica de León XIII, "Sapientiae christianae", 10 de enero de 1890; "Acta Sanctae Sedis": 1890, XXXII, 385). Al mismo tiempo, le incumbe la obligación de instruir a los fieles ya sea personalmente o, si le es difícil, a través de otros eclesiásticos. También están obligados a ver que en las parroquias los párrocos llenen los requisitos de predicar y enseñar que les impone el Concilio de Trento (Ses. V, De ref., Ch. II; Ses. XXIV, De ref. Ch. IV). También debe supervisar la enseñanza de la doctrina cristiana en los seminarios, así como en escuelas primarias y secundarias (Conc. Balt. III, nos. 194 ss.; Const. "Romanos pontifices", 8 de mayo de 1881; op. cit., Apéndice, 212). En virtud de este derecho de superintendencia, y debido a las íntimas relaciones existentes entre la instrucción y la educación, el obispo está facultado para prohibir la asistencia a escuelas no sectarias, por lo menos en aquellos distritos donde existan escuelas católicas, y donde la asistencia a dichas escuelas sea peligrosa. En virtud del mismo derecho a menudo estará compelido a erigir escuelas católicas o a fomentar su establecimiento (Tercer Concilio de Baltimore, núms. 194-213). A nadie le es permitido predicar la doctrina cristiana sin el consentimiento del obispo, o al menos sin su conocimiento si es cuestión de predicación religiosa exenta en sus propias iglesias (Concilio de Trento, Sess. V, De ref., ch., II; Sess. XVIV, De ref., ch. IV).

El obispo tiene el poder de supervisar los escritos publicados o leídos en sus diócesis, obras respecto a las ciencias sagradas están sujetas a su aprobación; debe prohibir la lectura de libros y periódicos perniciosos. Él ejerce control especial sobre las publicaciones del clero secular, quienes están obligados a consultarle antes de emprender la dirección de periódicos o de publicar obras incluso sobre asuntos profanos (Const. de León XIII, "Officiorum et munerum", 25 de enero de 1897; Vermeersch, "De probitione et censura liborum", 4ta. ed., Roma, 1906). Tiene el derecho de supervisión especial sobre manuales usados en instituciones educativas, y hasta donde sea posible, debe fomentar la publicación de buenos libros y periódicos (Tercer Concilio de Baltimore, núms. 210,220, 221, 225, 226). El obispo es el Inquisitor natus o protector de la fe de su diócesis. Aunque es cierto que no tiene el derecho a definir, fuera de los concilios ecuménicos cuestiones controvertidas respecto a la fe y la moral, pero cuando surge una discusión acalorada en su diócesis, él puede imponer silencio sobre las partes involucradas mientras espera una decisión de la Santa Sede. Si alguno, sin embargo, niega un punto de doctrina definido por la Iglesia, aunque sea del todo religiosa exenta, el obispo está facultado para castigarlo (Concilio de Trento, Sess. V, De ref., ch. II; Sess. XXIV, De ref., ch, III). Asimismo, debe guardar a los fieles de su diócesis contra sociedades condenadas por la Santa Sede (Tercer Concilio de Baltimore, núms. 244-255).

Autoridad para Gobernar

(1) Poder Legislativo:

El obispo puede aprobar para su diócesis aquellas leyes que considere conducentes al bien general. Aunque no está obligado a convocar un sínodo para dicho propósito, su poder legislativo no es absoluto. Él no puede legislar contra jus commune, es decir, aprobar una ley contraria a la ley general de la Iglesia, escrita o establecida por la costumbre, o a las decisiones de concilios generales, plenarios o provinciales. Esto se basa en el principio que un inferior no puede actuar contrario a la voluntad de sus superiores (ch. 11, “De electione et electi potestate”, I, III, en las Clementinas; Friedberg, II, 937). Sin embargo, él puede aprobar leyes juxta jus commune, es decir, puede insistir en la observancia de provisiones de la ley eclesiástica común penalizando la violación de la misma (ch. II. De constitutionibus, VI, I, II; Friedberg, II, 937). Él puede determinar la ley eclesiástica común, o sea, puede permitir o prohibir lo que la ley común no permite ni prohibe con certeza, y puede aplicar a las necesidades particulares de su diócesis las sanciones generales de las leyes pontificales.

Muchos escritores dicen que el obispo tiene también el poder de aprobar leyes praeter jus commune, o sea, regular aquellos asuntos respecto a los cuales la ley eclesiástica es silente; o por lo menos puntos particulares imprevistos por la ley común. En cualquier caso, si el obispo desea añadir a las sanciones de la ley común (y el mismo principio es válido cuando es cuestión de aplicar a las necesidades de su propia diócesis una ley general de la Iglesia), debe tener cuidado de no sancionar asuntos que la ley común, en la intención del legislador supremo, ha regulado completamente. La ley común prohíbe implícitamente cualquier acción episcopal a tales efectos. Así, por ejemplo, el obispo no puede introducir nuevas irregularidades. En su legislación diocesana el obispo no debe ir más allá del propósito propuesto por la ley eclesiástica común. Así, ésta última prohíbe al clero tomar parte en juegos de azar (ludi aleatorii), siendo la meta de la ley condenar el amor al lucro y evitar el escándalo; al mismo tiempo el obispo no puede prohibir en casas privadas otros juegos que no sean de azar. Por otro lado, si es un asunto respecto al cual la ley común es silente, el obispo puede tomar todas las medidas necesarias para prevenir y poner fin a los abusos y para mantener la disciplina eclesiástica. Sin embargo, él se debe abstener de imponer a su clero obligaciones y cargos extraordinarios, y de innovaciones inusuales. Por lo tanto, el poder legislativo del obispo præter jus commune está lejos de ser absoluto (Chaeys-Bouuaert, De canonicâ cleri sæcularis obedientiâ, Lovaina, 1904, 69-77). Los escritores canónicos discuten el derecho del obispo a abrogar una costumbre local contraria a las sanciones de la ley eclesiástica común. Probablemente él no tiene el derecho, siempre que la costumbre sea jurídica, es decir, una razonable y legítimamente prescrita por consentimiento papal, no pertenece al obispo el acto contrario a la voluntad del Papa.

El poder de conceder dispensas es correlativo al poder legislativo. El obispo puede, por lo tanto, dispensar con respecto a todas las leyes diocesanas. Puede también dispensar, sólo en casos particulares, de las leyes de los sínodos provinciales y plenarios; cualquier dispensa de estas leyes sería casi imposible, si fuera necesario en todas las ocasiones convocar un nuevo sínodo plenario o provincial. El obispo, sin embargo, no puede dispensar de leyes que se relacionen directamente a sí mismo, e imponer obligaciones sobre él, o de leyes que concedan derechos a una tercera parte. El obispo no puede dispensar de leyes hechas por el Papa, a lo cual hay, sin embargo, algunas excepciones. En ciertos asuntos, la ley escrita o costumbra le ha concedido ese derecho al obispo. Él puede también dispensar de tales leyes en virtud de un poder expresamente delegado, o incluso a veces en virtud del consentimiento, presumido o tácito, del Papa; estos casos en realidad son determinados por la costumbre. Los escritores canónicos también aceptan que un obispo puede conceder una dispensa, cuando hay duda sobre si la dispensa es requerida, aunque en tal caso puede ser cuestión de si es necesaria del todo una dispensa (Bargilliat, I, 483-491).

(2) Poder Judicial:

Este poder se ejerce de dos maneras: sin el aparato legal (extra judicialiter) o en un proceso judicial (judicialiter). En su diócesis el obispo es juez de primera instancia en todos los juicios, civiles y criminales que atañan al tribunal eclesiástico, a menos que las personas estén exentas de su autoridad o la materia esté reservada para otros jueces; tales por ejemplo son el proceso de canonización reservado al Papa o la mala conducta de un vicario general, que cae bajo la competencia del arzobispo (Cap. VII, De officio judicis ordinarii, VI, I, XVI; Friedberg, II, 988; Concilio de Trento, Ses. XXIV, De ref., cap. XX). En los juicios eclesiásticos se debe conformar a las provisiones generales o especiales de la ley. (Para juicios matrimoniales vea "Instructio de judiciis ecclesiasticis circa causas matrimoniales" en "Acta et decreta Concilii Plenarii Baltimorensis III", Appendix, 262; para juicios a eclesiásticos vea la Instrucción de Propaganda, "Cum Magnopere", la cual reproduce substancialmente la Instrucción de la Congregación de Obispos y Regulares de 11 de junio de 1880 op. cit., 287; vea también S. Smith, "Nuevo procedimiento en causas criminales y disciplinarias de eclesiásticos”, 3ra. ed., Nueva York, 1898.) El obispo tiene también poder judicial que ejerce extra judicialiter tanto in foro externo (públicamente) como in foro interno (en conciencia). Tiene el poder de absolver a todos sus súbditos de sus pecados y censuras no reservados a la Santa Sede. Además la absolución de una censura infligida por un juez eclesiástico está siempre reservada a éste o a sus superiores (Bula, "Sacramentum Poenitentiæ" 1 de junio de 1741 en "Benedicti XIV, Bullarium", Venecia, 1775, I, 22; Const. “Apostolicae Sedis”, "Collectanea S.C.P.", 1002). Por otro lado, el obispo se puede reservar para sí mismo la absolución de ciertos pecados (Concilio de Trento, Ses. XIV, "De poenit.", cap. VII; Tercer Concilio Plenario de Baltimore, núms. 124, 127)

(3) Poder Coercitivo:

El derecho a castigar es una consecuencia necesaria del derecho a juzgar. Anteriormente el obispo podía e infligía incluso castigos corporales y multas, los cuales ya no se acostumbran ni siquiera para eclesiásticos. Las penalidades usuales para los laicos son censuras; para eclesiásticos, ejercicios religiosos, confinamiento por un tiempo en un monasterio (Tercer Concilio Plenario de Baltimore, núms. 72-73), degradación a un oficio de menor importancia (privatio officii ecclesiastici), y censuras, especialmente la suspensión. El obispo puede infligir suspensión ex informatâ conscientia, es decir, bajo su responsabilidad personal, y sin observar ninguna formalidad legal, pero en casos previstos por la ley (Instrucción de Propaganda, 20 de octubre de 1884; Conc. Balt. en Ap. 298). Al poder coercitivo del obispo pertenece también el derecho a emitir ciertas órdenes (præcepta), es decir, de imponerle a un eclesiástico en particular obligaciones especiales sancionadas por ciertas penalidades (Constitución “Cum Magnopere” núms. 4 y 8). Él tiene también el poder legítimo de remover las penalidades infligidas por él mismo. Los obispos pueden también conceder indulgencias: cardenales, 200 días de indulgencia, arzobispos, 100, y obispos, 50. (Decreto de la Congregación de Indulgencias, 28 de agosto de 1903; Acta Sanctae Sedis. XXXVI, 318).

(4) Poder Administrativo:

Aquí sólo podemos indicar brevemente los asuntos a los cuales se extiende el poder administrativo del obispo:

• El principal es la dirección suprema del clero. A principios del siglo XX, generalmente hablando, se podía decir que el obispo tenía el derecho a retener en su diócesis a un sacerdote a quien le había confiado funciones eclesiásticas y dado los medios de subsistencia (Claeys-Bouuaert, 200-244). En caso de necesidad o gran utilidad, por ejemplo, debido a escasez de sacerdotes, el obispo puede obligar a un eclesiástico a aceptar funciones, pero se requerirá un indulto pontifical para imponerle el cura animarum, o cura de almas. Eclesiásticos ordenados titulo missionis (vea Órdenes Sagrados, misiones) aceptan obligaciones especiales a este respecto. (Vea Instrucción de Propaganda. 27 de abril de 1871, y la Respuesta del 4 de febrero de 1873; Conc. Plen. Balt. III, Appendix, 204-211; decreto "De seminariorum alumnis" 22 de diciembre de 1905; "Acta Sanctae Sedis", 1905, XXXVIII, 407.) El obispo puede también nominar para beneficios y funciones eclesiásticas en su propia diócesis. Ciertas nominaciones, sin embargo, están reservadas para la Santa Sede, y en muchos países todavía existe el derecho de patronato.

• El obispo, además, interviene en la administración de la propiedad eclesiástica. No es posible enajenar ningún bien eclesiástico sin su consentimiento, y él ejerce la supervisión suprema sobre su administración.

• Tiene el derecho especial de intervenir en todos los asuntos relativos al culto divino y a los Sacramentos; autoriza y supervisa la impresión de libros litúrgicos, regula el culto público, procesiones, exposición del Santísimo Sacramento, celebración de la Santa Misa, celebración de Misa dos veces el mismo día por el mismo sacerdote (vea binación), y exorcismos; se requiere su consentimiento para la erección de iglesias y oratorios; autoriza la veneración pública de las reliquias de los santos y de aquellos que han sido beatificados; ejerce supervisión sobre las estatuas e imágenes expuestas para la veneración de los fieles; publica indulgencias, etc. Pero su poder no es ilimitado en todos estos asuntos; él debe conformarse a los decretos del derecho canónico.

Los obispos tienen también una “jurisdicción delegada”, la cual ejercen a nombre de la Santa Sede; este poder se les concede a jure o ab homine. La ley eclesiástica a menudo le concede a los obispos poderes delegados; pero sería erróneo decir, por ejemplo, que todo poder de dispensa concedido por una ley general de la Iglesia es un poder delegado. Tal poder es quizás demasiado a menudo un poder ordinario. Pero cuando la ley le concede al obispo un poder de jurisdicción tanquam Sedis apostolicæ delegatus, lo que él recibe es un poder delegado. (vea, por ejemplo Concilio de Trento, Ses. V, De ref. cap., I, II; Ses. VI, De ref., cap. III; Ses. VII, De ref., cap VI, VIII, XIV, etc). Los escritores no concurren en cuanto a la naturaleza del poder concedido a un obispo también como delegado a la Sede Apostólica, etiam tanquam sedis apostolicæ delegatus. Algunos afirman que en este caso el obispo tiene al mismo tiempo poder ordinario y delegado, pero sólo relativo a tales personas que son sujetos de su jurisdicción. (Reiffenstuel, Jus canonicum universum, Paris, 1864, tit. XXIX, 37); otros arguyen que en este caso el obispo tiene jurisdicción ordinaria respecto a sus súbditos, y sólo una delegada respecto a aquellos que están exentos (Hinschius, System des katholischen Kirchenrechts, Berlin, 1869, I, 178; Scherer, Handbuch des Kirchenrechts, Graz, 1886, I, 421, note 36); otros afirman que el obispo tiene al mismo tiempo poder tanto ordinario como delegado sobre sus súbditos, y poder delegado sobre los que sean exentos (Wernz, II, 816); finalmente, otros ven en esta fórmula sólo un medio de remover cualesquiera obstáculos que pudieran impedirle al obispo usar el poder concedido a él (Santi, Praelect. jur. can., Nueva York, 1898, I, 259). Los poderes delegados ab homine son al presente de una gran importancia especialmente en países misioneros. La Penitenciaría Apostólica concede sólo aquellos que conciernen al foro de la conciencia. Los otros son concedidos por la Sagrada Congregación de Propaganda, y son llamados facultates habituales, porque no se conceden para un caso individual determinado. Estas facultades ya no se conceden sólo al obispo en su propia persona, sino a los ordinarios, es decir, al obispo, a su sucesor, al administrador pro tem de la diócesis, y al vicario general, vicarios apostólicos, prefectos, etc. (Declaración del Santo Oficio, 26 de noviembre de 1897, 22 de abril de 1898, 25 de junio de 1898, 5 de septiembre de 1900; Acta Sanctæ Sedis, 1897-98, XXX, 627, 702; 1898-99, XXXI, 120; 1900-01, XXXIII, 225). Como regla general el obispo puede subdelegar estos poderes, siempre que las facultades no se lo prohíban (Santo Oficio, 16 de diciembre de 1898; Acta Sanctæ Sedis, 1898-99, XXXI, 635). Para más información vea Putzer-Konings, "Commentarium in facultates apostolicas" (5ta. ed., Nueva York, 1898). Por otro lado, el obispo siempre puede pedir a la Santa Sede tales poderes en la medida que sean necesarios para la administración de su diócesis. El obispo es también el ejecutor de las dispensas que concede la Santa Sede in foro externo, es decir, para uso o aplicación públicos.

Obligaciones del Obispo

Al describir los derechos del obispo ya hemos indicado en gran medida cuáles son sus obligaciones. Todos sus esfuerzos deben dirigirse hacia la meta de preservar la verdadera fe y un alto nivel moral entre la gente; ellos alcanzan este fin con el buen ejemplo, la predicación, el afán diario por la buena administración de la diócesis y con la oración. De hecho, los obispos están obligados por Ley Divina a implorar la ayuda de Dios para los fieles encomendados a su cuidado. El derecho canónico ha determinado más completamente esta obligación, y le impone a los obispos la obligación de celebrar Misa por los fieles de su diócesis (missa pro grege) todos los domingos, en los días de precepto y en los días de fiesta abrogados (Const. León XIII (Const. León XIII "In supremâ", 10 de junio de 1882; "Collectanea, S.C.P.", no. 112). El obispo está obligado a tener especial cuidado de la educación de los jóvenes y del adiestramiento del clero; debe ejercer continua vigilancia sobre este último y ayudarles con sus consejos. La Iglesia le ha impuesto como una obligación especial a los obispos la visita canónica de la diócesis y la celebración de un sínodo diocesano anual. También está obligado a visitar anualmente la mayor parte de su diócesis ya sea personalmente o, si no puede, a través de sus delegados. Esta visita le permitirá administrar el Sacramento de la Confirmación (Concilio de Trento, Ses. XXXIV, De ref., cap. III). El Tercer Concilio Plenario de Baltimore le concede al obispo tres años para hacer esta visita (Acta et decreta, no. 14). El Concilio de Trento ordenó que se celebrase un concilio diocesano anual (Ses. XXIV, De ref. cap II).

Para 1907 la Santa Sede ya no instaba a la observancia estricta de esta legislación (Santi Praelect. Jr. Can., I, 360). El Tercer Concilio de Baltimore decretó que el obispo debía asesorarse con los consultores diocesanos cada vez que deseara convocar un sínodo (Acta et decreta, no.20); por lo tanto es innecesario que el sínodo se reúna anualmente. Sin embargo, en países misioneros la Santa Sede desea que estos sínodos sean más frecuentes y dispensa al obispo de la observancia de las formalidades difíciles de realizar, como por ejemplo, el convocar a todos los eclesiásticos que debean asistir al sínodo (Carta de la Sagrada Congregación de Propaganda al Obispo de Milwaukee, 19 de julio de 1889, “Collectanrea, S.C.P.” no. 117). Finalmente, es evidene que el obispo no puede cumplir todos los deberes de su oficio a menos que observe la ley de residencia, la cual le obliga a residir en su diócesis y es adecuado que esté en la ciudad episcopal en los principales días de fiesta del año. No puede ausentarse de su diócesis por más de tres meses, excepto por una razón seria aprobada por la Santa Sede (Concilio de Trento, Ses. VI, De ref., cap. I; Ses. XXXIII, De ref., ch. Ii; Benedicto XIV, "Ad universae christianae", 3 de septiembre de 1746; Cartas de Propaganda, 24 de abril y 24 de agosto de 1861; "Collectanea, S.C.P.", nos. 103, 105).

El obispo tiene también obligaciones respecto a la Santa Sede. A través de toda su administración él debe conformarse a la legislación general de la Iglesia y a las directrices del Papa. A este respecto le incumben dos obligaciones: debe hacer la Visitatio ad limina Apostolorum, y presentar el Relatio de statu diocesis, es decir, debe visitar los santuarios de San Pedro y San Pablo en Roma y presentar un informe sobre la condición de su diócesis. En tiempos del Papa Pascual II (1099-1118), sólo los metropolitanos estaban obligados a hacer esta visita. Las decretales le imponían esta obligación al obispo cuya consagración se reservaba el Papa para sí mismo (C. IV; "De electione et electi potestate"; X, I, VI; c. XIII, "De majoritate et obentia" X, I, XXXIII; c. IV, "De jurejurando", X, II, XXIV; Friedberg, II, 49, 201. 360). Se ha convertido en una práctica general desde el siglo XV, y Sixto V definitivamente gobernó a favor de esta obligación (Bula, “Romanus Pontifex”, 20 de diciembre de 1585; "Bullarum amplissima collectio", ed. Cocquelines, Roma, 1747, IV, IV, 173). Según dicha Bula los obispos de Italia e islas adyacentes, de Dalmacia y Grecia, deben hacer la visita ad limina cada tres años; los de Alemania, Francia, España, Inglaterra, Portugal, Bélgica, Bohemia, Hungría, Polonia y las islas del Mar Mediterráneo, cada cuatro años; los de otras partes de Europa, del norte de África, y las islas del Océano Atlántico situadas al este del Nuevo Mundo, cada cinco años; los de otras partes del mundo, cada diez años. En virtud de un privilegio del 10 de mayo de 1631, los obispos de Irlanda deben hacer esta visita sólo cada diez años. Incluso en el caso de diócesis más recientemente erigidas, los años se cuentan desde el 20 de diciembre de 1585, fecha de la antedicha Bula (Instrucción de Propaganda, 1 de junio de 1877; Collectanea, S.C.P., no. 110).

Los obispos deben hacer esta visita personalmente y con este propósito se les permite ausentarse de sus diócesis; los obispos de Italia durante cuatro meses, otros obispos por siete meses. La Santa Sede a veces dispensa a un obispo de la obligación de hacer la visita personalmente, especialmente a uno de aquellos que han sido promovidos a un oficio más alto (dignitates), o a un sacerdote de su diócesis que viva en Roma, o incluso al agente del obispo en esa ciudad, si es un eclesiástico. Mientras que esta visita, según se dijo antes, debe ser hecha al tercer, cuarto, quinto o décimo año, la regla sufre frecuentes excepciones en la práctica (Wernz, II, 914). La Visitatio Liminum incluye una visita a las tumbas de San Pedro y San Pablo, una audiencia con el Santo Padre, y un informe escrito que el obispo debe presntar a la Congregación del Concilio (Congregatio specialis super statu ecclesiarum también llamado Concilietto) según una fórmula de Benedicto XIII en 1725 (A. Lucidi, De Visitatione saerorim Liminum, 5ta. ed., Roma, 1883).

Los obispos sujetos a la Propaganda presentan esta declaración a esta congregación (la fórmula propia está en “Acta Sanctae Sedis”, 1891-92; XXIV, 382. “Collectanea”, no. 104). Además deben enviar cada cinco años un informe a la Propaganda según el formulario redactado por esta congregación el 24 de abril de 1861 (Collectanea, no. 104). Esta obligación anteriormente había sido todos una vez al año (Decretos de Propaganda, 31 de octubre de 1838, 27 de septiembre de 1843 y 23 de marzo de 1844; Collectanea, nos. 97-99; Tercer Concilio de Baltimore, no. 14).

Finalmente, se debe hacer mención de ciertos privilegios que disfrutan los obispos. Ellos no caen bajo suspensiones e interdictos, latæ sententia, es decir, incurridas ipso facto, a menos que la misma contenga una mención expresa de ellos; aquellos que resulten culpables de agresiones son castigados con la excomunión reservada speciali modo al sumo pontífice; ellos tienen el derecho de tener una capilla doméstica y disfrutan del privilegio de altare portabile, o altar portátil, etc.

Uso No Católico

Ciertas iglesias protestantes todavía retienen el título de obispo. Para su uso en la Iglesia Anglicana vea Sir r. Phillimore. "Ley Eclesiástica en la Iglesia de Inglaterra” (nueva ed., 1895; F. Makeower, "Verfassung der Kirche von England" (1894), y la "Encycl. Britannica" (9na. ed.), III, 788-789; cf., también O. J. Reichel. "Un Corto Manual de Derecho Canónico” (Los Sacramentos), Londres, 1896, 283-'298. Para su uso en las Iglesias Protestantes nacionales de Dinamarca y Suecia, vea los artículos que tratan sobre dichos países, y para su historia y uso en las iglesias evangélicas de Prusia y el continente europeo, Jacobson-Friedberg en "Real-Encycl. f. prot. Theol. und Kirche" (3ra ed., 1897), III, 246-247. Para su uso en las iglesias protestantes de Estados Unidos vea Bautistas, Metodistas, Mormones. Las antigüedades y constitución del episcopado griego se tratan en J. M. Heineccius en "Abbildung der alten und neuen griechischen Kirche" (Leipzig, 1711), y en Milasch-Pessic, "Das Kirchenrecht der morgenländischen Kirche" (Germ. tr. of 2da ed., Mostar, 1905); las condiciones actuales del episcopado griego, católicos y ortodoxos (cismáticos), se describen en Silbernagl-Schnitzer, Verfassung und gegenwartiger Bestand samtlicher "Kirchen des Orients" (2da ed., Ratisbona, 1904), passim.


Fuente: Van Hove, Alphonse. "Bishop." The Catholic Encyclopedia. Vol. 2. New York: Robert Appleton Company, 1907. <http://www.newadvent.org/cathen/02581b.htm>.

Traducido por Luz María Hernández Medina.


[1] El Obispado: disertación de la potestad de gobernar la Iglesia