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Jueves, 21 de noviembre de 2024

Concordato

De Enciclopedia Católica

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Concordato

Definición

Los canonistas y publicistas no concurren en cuanto a la naturaleza de un concordato y, en consecuencia, varían mucho en la definición que dan. Las diversas teorías se explicarán más adelante, pero en aras de una discusión ordenada se establecerá al menos una definición nominal. En general, un concordato significa un acuerdo, o unión de voluntades, sobre algún asunto; pero tan pronto intentamos definir esta noción general más claramente surge una dificultad. El acuerdo de voluntades se puede tener de muchas formas: en la amistad, en los privilegios, en un contrato bilateral, etc. Prescindiendo por el momento de la naturaleza exacta de un concordato, y sin dar una definición exacta, podemos decir que un concordato es una ley, eclesiástica y civil, hecha para un determinado país con respecto a asuntos que de alguna manera conciernen tanto a la Iglesia como al Estado; una ley, además, que posee la fuerza de un tratado celebrado tanto por el poder eclesiástico como por el civil y hasta cierto punto vinculante para ambos. El significado completo de los términos empleados se explicará a continuación.

Propósito

El propósito de un concordato es terminar o evitar la disensión entre la Iglesia y los poderes civiles, lo cual es evidente a partir de la historia. Durante los primeros tres siglos, cuando la autoridad civil estaba empeñada en la ruina y destrucción total de la Iglesia, los concordatos estaban fuera de discusión. Después que terminó la era de la persecución y, con la excepción de algunas usurpaciones y atropellos temporales, los emperadores cristianos de Roma generalmente reconocieron y defendieron los derechos de la Iglesia, por lo cual los concordatos fueron innecesarios. Este estado de cosas continuó hasta finales del siglo XI, cuando surgió el Conflicto de las Investiduras, que se resolvió en 1122 mediante el Concordato de Worms, o Pactum Callixtinum, entre Calixto II y Enrique V. Este se puede considerar el primer concordato, a menos que se considere el acuerdo de Londres (1107).

La contienda entre Bonifacio VIII (1294-1303) y Felipe el Hermoso, a fines del siglo XIII, abrió el camino para aún más desacuerdos entre la Iglesia, que se esforzó por mantener sus derechos inviolados, y los poderes civiles que pretendían usurparlos. Estos desacuerdos hicieron surgir varios concordatos. Antes del siglo XVIII había seis (o siete si se cuenta el acuerdo de Londres de 1107); durante el siglo XVIII hubo quince, y en el siglo XIX un número mucho mayor (vea “Resumen de los Principales Concordatos”, abajo).

Cabe señalar que De Angelis, a quien sigue Giobbio y en parte Cavagnis, no considera el Pactum Callixtinum un concordato, porque en él Calixto II no hizo ninguna concesión de importancia al emperador. Sin embargo, como bien observa Wernz, esta razón es falsa; pues, según las mejores autoridades sobre el Pactum Callixtinum, el Papa le otorgó a Enrique V varias concesiones importantes, entre las que estuvieron el permitir al emperador asistir a las elecciones episcopales y el exigir a los obispos electos en Alemania y a los obispos consagrados en otras partes del Imperio (es decir, en Borgoña e Italia) no meramente el juramento de simple lealtad sino incluso el de vasallaje, por el cual los derechos y libertades de la Iglesia quedaron considerablemente restringidos.

Asimismo Cavagnis comenta sobre el primer concordato con Portugal (1288) que fue más bien un decreto del Papa en el que, después de escuchar a los obispos y a los plenipotenciarios reales, decidió lo que se debía permitir y lo que se debía negar de los poderes que el rey reclamaba basado en el privilegio o en la costumbre. Reconociendo todo esto, no parece deducirse que tal acto no pueda llamarse concordato; pues de ninguna manera es evidente que las concesiones mutuas sean esenciales para la naturaleza misma de un concordato. Es muy posible que un acuerdo exista sin concesiones mutuas —un principio especialmente de acuerdo con la opinión de las autoridades (incluido Cavagnis) que ven en cada concordato un contrato estrictamente bilateral; pues los debidos derechos de cualquiera de las partes pueden reconocerse y establecerse adecuadamente mediante cualquier contrato propiamente dicho. De ahí que es evidente que, en general, se han hecho concordatos para poner fin a un desacuerdo y restaurar la armonía. Sin embargo, no siempre; pues en ocasiones se han hecho concordatos cuando no había ningún desacuerdo real que resolver —únicamente con el propósito de evitar desacuerdos en el futuro y de hacer más seguro y permanente el bienestar de la Iglesia en algún Estado. Esto lo hicieron Pío IX y García Moreno, presidente de Ecuador, en 1862.

Se deben evitar dos opiniones extremas respecto a la necesidad de los concordatos. Los concordatos no son absolutamente necesarios; tampoco son perjudiciales para la Iglesia ni para la sociedad civil. Seguramente sería deseable que la Iglesia nunca necesitase concordatos, y que siempre encontrara en los gobernantes civiles niños devotos, o al menos aquellos que usasen toda la diligencia para cuidar el bienestar espiritual de sus súbditos católicos y respetasen religiosamente sus derechos. Pero, lamentablemente, ocurre lo contrario con demasiada frecuencia. De ahí que la Iglesia, para evitar un mal mayor, a menudo ha tenido que prometer renunciar a este o aquel derecho natural propio para obtener del Estado una promesa de abstenerse de una mayor usurpación de los derechos eclesiásticos.

Materia u Objeto de un Concordato

La materia, o los objetos, tratados en un concordato pueden ser espirituales, mixtos o temporales.

Los asuntos espirituales son aquellos que pertenecen puramente al orden espiritual, o están relacionados con él; por ejemplo, asuntos relacionados con la liturgia. Así, en algunos concordatos se ha tratado de insertar el nombre del emperador en el canon y de cantar después del Oficio Divino la fórmula: "Domine, salvam fac rempublicam", o "Domine, salvos fac consules", o "Domine, salvos fac præsides eius"(cf. art. 8, del Concordato de 1801; arts. 23, 24 del Concordato con Costa Rica y Guatemala, 1853; art. 15, con Haití, 1860; art. 21, con Ecuador, 1862; arts.22, 23, con Nicaragua y San Salvador, 1863). Asimismo, se menciona frecuentemente la nominación de obispos, el establecimiento y otorgamiento de parroquias o la prescripción de reglamentos especiales para la promoción de clérigos a las órdenes sagradas o a dignidades eclesiásticas, a fin de evitar, por ejemplo, que el número de clérigos se vuelva demasiado grande (cf. art. 5, Concordato con España, 1737; C. IV, Concordato con Sicilia, 1741), y así sucesivamente.

Las materias mixtas son aquellas que pertenecen, aunque bajo aspectos diferentes, tanto al orden temporal como al espiritual, y están sometidas a ambas autoridades, como la educación pública, el matrimonio, etc.

Los asuntos temporales son aquellos que por su propia naturaleza no pertenecen al orden espiritual. En algunos concordatos, la Iglesia ha permitido que los gobernantes impongan tributos no sólo sobre las posesiones privadas de los clérigos, sino también sobre la propiedad eclesiástica; de modo que el Romano Pontífice a veces ha renunciado a sus derechos debido a ciertas propiedades eclesiásticas dañadas en el curso de disturbios civiles o religiosos. Ejemplos de cada uno de estos se encuentran en el Concordato con Colombia, en 1887. Cabe señalar que, cuando el Papa entrega absolutamente las posesiones temporales de la Iglesia, como en el art. 29 de este concordato, tales posesiones ya no quedan bajo el dominio o jurisdicción de la Iglesia ni están sujetas a ella. Sin embargo, cuando simplemente permite que se graven dichos bienes (como en el art. 6 del Concordato con Colombia, art. 18 o art. 19 del de Costa Rica, en 1853), entonces las propiedades quedan bajo el dominio de la Iglesia, lo cual no reconoce en el Estado ningún derecho inherente a imponer impuestos de este tipo, sino que implica lo contrario por la propia concesión.

Partes Contratantes

Es claro que solamente son competentes para celebrar un concordato aquellas personas en la Iglesia o el Estado que en sus respectivas esferas tengan el derecho de hacer tratados y, ciertamente de promulgar leyes. De ahí que, absolutamente hablando, los obispos, como verdaderos gobernantes de la Iglesia investidos con autoridad para hacer leyes estrictamente así llamadas, también pueden hacer concordatos sobre todos los asuntos que caen dentro de su jurisdicción. En épocas pasadas, a menudo han ejercido este derecho; se hizo un concordato entre los obispos de Portugal y el rey Diniz en 1288, y fue confirmado por Nicolás IV en 1289. En 1273 se hizo uno entre los obispos de Noruega y Magnus VI (IV), por el cual los obispos renunciaron al derecho de elegir al rey siempre que hubiera herederos de sangre legítimos, y el rey por su parte se comprometió a evitar que los funcionarios reales interfirieran con el libre ejercicio de la autoridad eclesiástica. Este concordato fue confirmado al año siguiente por Gregorio X en el Segundo Concilio de Lyon. Se puede mencionar muchos otros concordatos hechos por obispos; por ejemplo, entre los obispos de Portugal y el rey Manuel, confirmado por León X en 1516. Cándido Méndez de Almeida, en su "Jus Civile Ecclesiasticum Brasilicum Vetus et Recens", enumera dieciocho concordatos hechos entre los siglos XIII y XIV por los reyes de Portugal con el clero del reino, para la solución de serias controversias.

Al presente (a 1908) los obispos no poseen el poder de hacer concordatos; está reservado al Papa. La razón para esta reserva es que los concordatos tratan no sólo de una cuestión, sino de la solución de todos los asuntos eclesiásticos en un país en particular; un campo tan amplio de asuntos constituye manifiestamente una causa major y, como tal, está reservado exclusivamente al juicio del Romano Pontífice. Además, en los concordatos recientes casi siempre se han hecho concesiones contrarias al derecho canónico ordinario, y tales concesiones solo las puede hacer el Papa. También debe notarse que los gobiernos que desean entrar en un concordato con la Iglesia prefieren tratar con el Papa, a fin de tener un reglamento por el cual todos los obispos queden obligados. Cuando el Romano Pontífice hace un concordato actúa en su calidad de pontífice y no de gobernante civil; y este fue el caso incluso antes de que fuera despojado de su soberanía temporal. De ahí que al hacer un concordato actúa como Papa y, como supremo gobernante y pastor de la Iglesia Universal, ejerce la autoridad suprema y plena de su primacía.

Por parte del Estado, los competentes para hacer concordatos son los legisladores supremos o los magistrados principales —un emperador, rey o presidente, actuando solo, donde la autoridad suprema es plenaria e irrestricta; actuando con el consentimiento del órgano representativo, cuando dicho consentimiento sea constitucionalmente necesario para la legislación. Wernz (Jus Decret., I, 166) señala: "la Sede Apostólica, para evitar el riesgo de burla abierta, generalmente entra en empresas solemnes solo cuando un gobierno civil no tiene la obligación de buscar el consentimiento de un organismo representativo, o cuando no puede haber ninguna duda razonable de que se otorgará dicho consentimiento". También debe recordarse que el Romano Pontífice hace concordatos con gobiernos sólo en su capacidad civil, incluso cuando dichos gobiernos no son católicos. Por tanto, no se puede suponer que se haga un concordato con el zar de Rusia o el rey de Prusia como con el jefe espiritual supremo de una secta cismática o protestante.

Naturaleza de los Concordatos

Se han propuesto tres teorías para explicar la naturaleza de los concordatos:

  • (a) La teoría legal, presentada por los regalistas;
  • (b) La teoría contractual, que considera el concordato como un contrato bilateral;
  • (c) La teoría de privilegio, según la cual un concordato tiene la fuerza de un privilegio de parte del Romano Pontífice, pero de una obligación de parte del gobernante civil.

Antes de explicar y examinar estas teorías en detalle, conviene señalar en primer lugar que el nombre dado a cada teoría no debe entenderse como si los autores de las diversas opiniones consideraran que todos los artículos de un concordato poseen la misma fuerza. Quienes defienden la teoría del privilegio no sostienen que ningún artículo de ningún concordato impuso jamás una obligación de justicia al Romano Pontífice. Por otra parte, quienes defienden la teoría contractual no afirman que el Romano Pontífice esté obligado de la misma manera por todos los artículos de todo concordato. Estas teorías han sido nombradas, como señala Wernz, a partir de la característica más destacada de cada una. Está claro, entonces, que los autores que defienden la teoría del privilegio sostienen, en última instancia, nada más que esto: que, con respecto a la mayor parte de su materia, los concordatos deben ser calificados como privilegios otorgados por el Romano Pontífice. Sin embargo, como el tema de un concordato no es necesariamente homogéneo (al ser la unidad de un concordato meramente extrínseca y accidental), se deduce que, aunque el término privilegio puede aplicarse a un concordato tomado en su conjunto, no necesariamente puede utilizarse para todas las cláusulas en él.

(a) La teoría legal no admite que los concordatos tengan la fuerza de un contrato bilateral porque el Estado está por encima de la Iglesia y, al ser la sociedad suprema, no puede llegar a tal acuerdo con un cuerpo inferior o subordinado. Sin embargo, los concordatos son válidos porque son leyes civiles aprobadas por el Estado respecto a la Iglesia. De esta opinión se desprende que los concordatos siempre pueden ser revocados por el Estado, pero no por el Papa; en lo que respecta a la Iglesia, son meros privilegios revocables a voluntad del gobernante civil. Esta teoría es sostenida en nuestros días más o menos estrictamente por varios gobiernos y muchos escritores, el principal de los cuales es Hinschius.

(b) La teoría contractual, como ya se dijo, hace del concordato un pacto bilateral. Debe observarse, sin embargo, que los defensores de este punto de vista están divididos entre ellos. Algunos sostienen enérgicamente que el Romano Pontífice no puede hacer ningún cambio, ni siquiera válidamente, con respecto a cualquier cosa que haya concedido en un concordato. El escritor principal de esta escuela es Schulte, un ex católico, que basa abiertamente sus puntos de vista sobre los concordatos en su suposición de la perfecta coordinación e igualdad de la Iglesia y el Estado, así como la teoría legalista se basa en la subordinación del poder eclesiástico y el poder civil. Otros, entre los que podemos enumerar a De Angelis, Cavagnis y Fink, mientras defienden la teoría contractual, la explican de modo que esté totalmente de acuerdo con la estricta enseñanza católica sobre la constitución de la Iglesia. Un concordato, en su opinión, es un pacto bilateral, pero no en el sentido estricto del término. De hecho, limitan y debilitan tanto la fuerza de un contrato tal como se aplica a un concordato que a veces parecen afirmar la opinión de quienes sostienen que un concordato debe considerarse un privilegio en lugar de un contrato real.

(c) La teoría del privilegio, según la cual los concordatos, si consideramos su carácter general y el grueso de su contenido, carecen en su mayor parte de la fuerza de un verdadero contrato, y deben considerarse como una imposición de una obligación al poder civil solamente, mientras que de parte de la Iglesia son simplemente privilegios o concesiones otorgados por los Papas. Esta opinión, que cuenta entre sus recientes defensores acérrimos al cardenal Tarquini, parece descansar sobre bases más seguras que las demás.

Antes de presentar los argumentos a su favor, conviene examinar la posición de sus oponentes. Es evidente que los defensores de la primera teoría (la legal) construyen todos sus argumentos sobre la suposición de que la Iglesia está sujeta al Estado, del cual no forma más que un departamento, al igual que cualquier otro organismo está sujeto al conjunto del que es parte y del cual, en consecuencia, depende. Esta opinión la encontramos expresamente sostenida por Hinschius, quien dice: "La teoría que afirma que un concordato posee la fuerza de un contrato parece insostenible, a pesar del gran número de sus seguidores. Según el derecho civil moderno, la autoridad del Estado sobre todos los asuntos que caen dentro de su esfera son omnipotentes, y las iglesias cristianas que existen dentro del territorio de cualquier Estado están sujetas a ese Estado de la misma manera que las corporaciones privadas o los individuos".

Hammerstein, en su ingeniosa refutación de estos errores (De Ecclesiâ et Statu juridice consideratis, Trier, p. 211) dice que esta "esfera", dentro de la cual se dice que el Estado es omnipotente, puede entenderse en un sentido jurídico o geográfico, es decir, como que denota los límites de los derechos del Estado o de sus posesiones geográficas. Si se toman en el primer sentido, las grandiosas palabras de Hinschius se vuelven pueriles, si en el segundo sentido, Hinschius aboga por una enormidad legal; pues si se toma la palabra esfera con el significado de "extensión de autoridad", la afirmación de Hinschius no significa más que el Estado puede, dentro de los límites de sus propios derechos y autoridad, hacer lo que quiera. Y no necesitó ningún filósofo para proclamar esto, ya que es muy evidente que cualquiera puede hacer todo lo que puede.

Si, por otro lado, esfera se toma en el sentido de "extensión geográfica", Hinschius sostiene que el Estado puede, dentro de los límites de su propio territorio, perpetrar cualquier crimen que elija. Para citar a Hammerstein, "hemos dicho que la frase, 'la esfera del Estado', puede entenderse como extensión geográfica. En este caso, cuando se toma en lo concreto, la enseñanza del canonista prusiano, Hinschius, prácticamente llega a esto: —Que dentro del territorio del Reino de Prusia el gobierno prusiano puede, sin injusticia alguna, decapitar, quemar vivo o despojar de su propiedad a quien quiera y porque le plazca, y ¿por qué?, porque el gobierno prusiano es ¡omnipotente! ¡Sin duda un maravilloso sistema de jurisprudencia!" Además, es de notar que el principio mismo que esta escuela de escritores asume como base de su argumentación, a saber, que no puede existir un verdadero pacto entre un poder soberano y sus subordinados (de donde sostienen que entre las autoridades civiles y eclesiásticas no puede existir un pacto que implique obligaciones estrictas sobre los primeros), este principio fundamental no solo es falso en sí mismo, sino que sus propias teorías lo contradicen. Pues sostienen que se puede llegar a un pacto estricto entre gobernante y gobernado, por el cual la autoridad del primero puede ser disminuida, o incluso abolida parcial o totalmente.

Quienes afirman que los concordatos deben considerarse contratos bilaterales en el sentido más estricto de la palabra, al tratar de mantener su afirmación experimentan la misma dificultad que los seguidores de la teoría legalista. Ellos también recurren a un principio falso, el de la perfecta coordinación e igualdad de [[[Iglesia y Estado]]. No entra dentro del alcance de este artículo demostrar la falsedad de esta suposición; baste decir de pasada que la coordinación o subordinación de las sociedades entre sí se determinará por la coordinación o subordinación de los fines para cuya consecución se instituyeron dichas sociedades; ahora bien, el fin que debe alcanzar la Iglesia es superior al de cualquier otra sociedad.

Los argumentos de quienes sostienen que los concordatos son contratos bilaterales, aunque sólo en el sentido amplio del término, se basan en su lenguaje y forma diplomática. Pues argumentan que estos muestran claramente que los mismos Papas consideraban los concordatos como concesiones a las que se les adjuntaba la fuerza vinculante de un pacto, y que al hacerlos tenían la intención de obligarse por ellos a veces hasta el punto de declarar nulo y sin valor lo que ellos mismos o sus sucesores deberían hacer en contravención de cualquier cosa contenida en sus concordatos. Un ejemplo al respecto es el concordato entre León X y Francisco I de Francia. Además, se afirma que los Papas a menudo se han referido a los concordatos, de forma directa o equivalente, como contratos bilaterales o acuerdos que conllevan una obligación estricta. Así, Fink, en su obra "De Concordatis" (Lovaina, 1879), al resumir su argumento dice:

"En la estimación de la Santa Sede, los concordatos son acuerdos solemnes respecto a
la gestión de los asuntos eclesiásticos, celebrados por las autoridades supremas,
eclesiásticas y civiles, de los respectivos países; poseen la plena eficacia de una
obligación estricta, y tienen la fuerza de un pacto que vincula a ambas partes
contratantes, a la manera de los tratados internacionales. Además de la obligación
de justicia, la fuerza vinculante de un concordato se ve reforzada por una promesa
solemne hecha por cada una de las partes para sí misma y sus sucesores de observar
para siempre fiel e inviolablemente todo lo acordado. Entonces, a menos que sea por
consentimiento mutuo, ningún concordato puede romperse sin violar todo principio de
justicia y poner en peligro todos los demás contratos públicos y privados".

Se extraen otros argumentos a partir de expresiones que aparecen en la correspondencia diplomática del Secretario de Estado Pontificio. De hecho, mucho de lo que acabamos de dar de Fink no se encuentra en los propios documentos papales, sino en la correspondencia del Secretario de Estado. Por último, los defensores de esta forma de teoría contractual afirman que la opinión común entre los canonistas también está a su favor. Pero, con el debido respeto a los eruditos que sostienen y defienden la opinión, el argumento extraído de la forma del concordato tiene poco peso, pues no es nada raro que un acto esté revestido de una forma que, aunque quizás menos adaptada a la naturaleza del acto mismo, no cambie en modo alguno esa naturaleza.

Por ejemplo, la fórmula de absolución en la Iglesia Griega es deprecativa, pero esta forma de súplica no cambia de ninguna manera la naturaleza judicial del pronunciamiento. Así también Gregorio VII depuso a Enrique IV mediante una forma de deprecación, pero no se puede negar que la sentencia dictada fue verdaderamente condenatoria. Así también un religioso antes de su profesión solemne puede renunciar a todas sus posesiones bajo la forma de un testamento, forma que perdura incluso después de su profesión, mientras que la naturaleza del acto cambia esencialmente, ya que ya no existe esa voluntas ambulatoria que requieren una última voluntad y testamento de su naturaleza. Tampoco son más fuertes los argumentos extraídos de vez en cuando de promesas solemnes; pues el Papa a menudo llama a ciertas concesiones mencionadas en los concordatos "privilegios", "indultos", etc., y en ocasiones habla con mayor precisión al afirmar que de ninguna manera interferirá en hacer esto o aquello.

Si a veces se emplean las fórmulas más estrictas, como en el concordato entre León X y Francisco I (una fórmula que parece ser la más estricta de todas y decreta como nulo y sin efecto todo lo que los pontífices posteriores intenten en lo contrario), se emplean , como señala Palmieri en la primera edición de su tratado "De Romano Pontifice", primero, que el Papa puede dar testimonio de su firme propósito de observar, en la medida de sus posibilidades, los puntos mencionados en el concordato; segundo, debido al alcance del instrumento en sí, que es similar a un acuerdo celebrado por un padre y sus hijos desobedientes. En tales conciliaciones sucede a menudo que se utiliza una fórmula entre un padre y un hijo todavía bajo su jurisdicción que verbalmente significa un contrato bilateral, pero que de hecho se emplea con el único propósito de manifestar la indulgencia y la liberalidad del padre.

En tercer lugar, muy a menudo se emplean tales fórmulas debido a la unidad del acto mismo. Que esto es cierto, es evidente porque a veces hay artículos que obligan al Papa en justicia, y también porque por un concordato un gobernante civil (es decir, en el caso de un concordato redactado con un príncipe católico) está real y verdaderamente obligado por obediencia al Romano Pontífice. De ahí que, si bien este último sólo está vinculado a su promesa por la fidelidad a su palabra, se consideraba conveniente utilizar una forma común que, como en el caso de los contratos bilaterales, implicase una obligación mutua, cuya naturaleza e interpretación fuese suficientemente evidente a partir de la naturaleza y el tenor del concordato mismo. También cabe señalar que frases enfáticas como las mencionadas anteriormente, empleadas con miras a expresar la firme determinación del legislador, no son en absoluto raras; así, por ejemplo, a veces se adjunta a un código de leyes una cláusula derogatoria de todas las leyes futuras, v. g. "en virtud de esta constitución inmutable que perdurará para siempre". Sin embargo, nadie afirma que un legislador posterior esté obligado por tal cláusula, ni que no pueda derogar la constitución total o parcialmente.

No es del todo cierto que los Papas admiten que los concordatos son idénticos a los contratos bilaterales, pues rara vez se les llama así; la expresión ordinaria es que tienen la fuerza de un contrato bilateral —algo completamente diferente. Pues (como señala Baldi en su excelente obra sobre los concordatos, "De Naturâ et Indole Concordatorum) todas las frases técnicas como "tener la misma fuerza vinculante que un tratado", "ser una especie de contrato", "participar de la naturaleza de un privilegio", "asemejarse a un regalo", —todo esto no significa nada más que la participación y no la identidad con la naturaleza de todos ellos. Así como cuando la ley declara, "la admisión de la postulación tiene la fuerza de confirmación", es legítimo concluir, por tanto, que la admisión de la postulación no es confirmación, sino que participa y se acerca, en la medida en que su naturaleza lo permite, a la naturaleza de la confirmación”.

Una vez más, no argumenta nada en contra de la opinión sostenida en el artículo de que los concordatos a veces se diseñan expresamente como acuerdos o contratos bilaterales (quizás una vez, a saber, en la carta de León XIII, fechada el 16 de febrero de 1892, a los obispos y fieles de Francia), ya que en tales casos es evidente que el Papa solo deseaba observar todas las convencionalidades de los concordatos, —al menos en la medida en que el deber lo permitía. No era la intención del Papa definir y determinar la esencia exacta de un concordato, sino más bien manifestar su opinión sobre el asunto en cuestión, y asegurar que él, por su parte, no violaría los artículos acordados. En relación con este asunto, Wernz dice: "Pío X elogió a Bonald porque le hizo notar la naturaleza y característica peculiar de estos acuerdos o indultos". Entonces, también, León XIII recomendó encarecidamente que la cuestión de los concordatos se examinara seria y minuciosamente. Seguramente la alabanza de Pío y la recomendación de León hubieran sido completamente insensatas si la Sede Apostólica hubiese aceptado de manera evidente e incuestionable la teoría de los contratos bilaterales.

De menor valor es el argumento extraído de frases individuales que aparecen ocasionalmente en la correspondencia diplomática. Pues, aparte del hecho de que nunca, tal vez, en estas notas diplomáticas se dice que un concordato es idéntico a un contrato bilateral, también debe aceptarse, y sin evasión, que el tipo de argumento más débil es el que se extrae de una u otra frase usada por algún cardenal Secretario de Estado, o algún nuncio apostólico en una sola nota diplomática; pues no se nos obliga a admitir que estas frases son las mejores que, dadas las circunstancias, podrían elegirse. |

También es falso que la teoría del tratado sea más comúnmente apoyada por teólogos y canonistas; pues tampoco es esto cierto para los canonistas modernos, mientras que es absolutamente falso para los de épocas anteriores, muchos de los cuales (como Baldi demuestra claramente en su comentario erudito sobre los concordatos ya citado) sostenían la opinión presentada en este artículo. Esta opinión, cabe señalar, se basa en dos principios: primero, que la sociedad civil y la eclesiástica no están coordinadas; en segundo lugar, que el poder del Romano Pontífice no se puede enajenar ni disminuir. Wernz señala sabiamente sobre este punto: "Si se presenta la coordinación de la Iglesia y el Estado como argumento, entonces la teoría del tratado se basa en un error o en una ficción pura que carece de toda realidad objetiva" (Cf. Sägmuller, "Lehrbuch des kath. Kirchenrechts", 89 ss.). De ahí se deduce que es absolutamente imposible llamar a un concordato un tratado internacional en el real y verdadero sentido de la palabra (cf. un folleto editado anónimamente en Roma, 1872, bajo el título: "Della Natura e carattere essenziale dei Concordati", cuyo autor fue el cardenal Cagiano de Azevedo).

Tampoco se puede clasificar el concordato con los tratados internacionales, ya que estos últimos son celebrados por dos sociedades, cada una perfecta en sí misma y ambas iguales. La Iglesia, en cambio, no está subordinada ni es igual al Estado, sino que es en verdad su superior. De ahí, también, que los concordatos no sean contratos bilaterales; ya que para tal contrato se requieren esencialmente tres cosas:

  • (a) el consentimiento de dos partes sobre el mismo asunto;
  • (b) el cual impone a cada uno una obligación de justicia conmutativa;
  • (c) de modo que la obligación de una parte es la causa de un derecho en la otra, y una obligación es a la otra como efecto a causa.

Pero un derecho estricto que surge de la justicia conmutativa es totalmente independiente no sólo de la otra parte contratante, sino también, en general, de la autoridad pública; de ahí que nadie puede, legítima o válidamente, quitarme tal derecho contra mi voluntad. Además, no se puede decir que los concordatos imponen al Papa una obligación que es causa de un derecho en la otra parte, y de un derecho que no puede ser revocado ni legítima ni válidamente. Pues ciertamente, en esta hipótesis, un pontífice sucesor no podría hacer tanto como su predecesor; recibiría un poder disminuido, no el que Pedro recibió de Cristo para ser transmitido a sus sucesores para el gobierno de la Iglesia. Y esto ciertamente no puede ser, ya que cada Papa sucesivo recibe su poder no de su predecesor muerto, sino de Dios mismo, que siempre da lo mismo, como dijo una vez para siempre a Pedro y sus sucesores: "Tú eres Pedro y sobre esto roca edificaré mi iglesia ... apacienta mis corderos ... te daré las llaves".

Por lo tanto, un pontífice sucesor no está obligado por los pactos de su predecesor como por un contrato bilateral que otorgue un derecho de justicia conmutativa tan estricto que si viola el acuerdo sin causa, su acto es inválido. Y tampoco el pontífice que ha hecho tales pactos está tan sujeto a ellos, pues no es el dueño de esa plenitud de poder que es la primacía, sino sólo su administrador, de modo que no puede enajenarlo o disminuirlo. Tampoco se puede argumentar que por los concordatos, que son contratos bilaterales, no se disminuye el poder del Sumo Pontífice, sino solo su ejercicio. ¿Para qué es ese poder que nunca puede ejercerse o que, si se ejerce, permanece sin efecto? Y tal sería el caso, porque incluso si el Papa lo deseaba, no podía actuar válidamente y, por lo tanto, su poder se vería disminuido. Y de ahí que el pontífice romano debe retener la plenitud del poder y la jurisdicción sobre aquellas cuestiones que se resuelven en un concordato. Así lo mantuvo el cardenal Antonelli, Secretario de Estado, en su correspondencia diplomática, cuando el Reino de Portugal se quejó de que el pontífice había violado el concordato.

¿Entonces el Pontífice no contrae ninguna obligación en los concordatos? Seguramente contrae una obligación; y le hacen daño al cardenal Tarquini quienes piensan que él sostuvo lo contrario. Pues, aunque no menciona esta obligación en su definición de concordatos, ciertamente la admite al explicar su significado. Pero esta obligación es de fidelidad, no de justicia, obligación que convierte la violación del concordato sin justa causa en un acto ilícito, pero no en un acto inválido. Su Eminencia el cardenal Francis Satolli explica con su habitual profundidad y claridad la naturaleza de la obligación que tiene un Papa de observar un concordato. Su pequeña obra, de gran autoridad, lleva el título "Prima principiade Concordatis". El sabio autor comienza su investigación con el siguiente razonamiento de Santo Tomás, I, XXI, 1, ad 3. El Doctor Angélico, preguntándose si la justicia existe en Dios, se plantea esta objeción: el acto de justicia consiste en el pago de una deuda; pero Dios no es deudor de nadie, por lo que parecería que la justicia no existe en Dios.

Para resolver esta dificultad, el Santo Doctor establece primero el principio: a cada uno se le debe lo suyo. Luego pregunta qué uno puede llamar propio, y establece que lo propio es lo que es para uno, como el esclavo es de su amo, precisamente porque, en la medida que es esclavo, lo es para su amo. En el nombre deuda, por tanto, concluye el Doctor Angélico, se simplifica una relación de exigencia o necesidad en una cosa refiriéndola a aquello para lo que existe. Considerando esta relación más a fondo, se verá que es doble: una relación por la cual una criatura es para otra criatura y todas las criaturas para Dios. Dado que esta relación es doble, también hay una deuda doble en el plan divino; una por el cual una cosa se debe a Dios, otra por el cual una cosa se debe a la criatura, y en ambos sentidos, dice Santo Tomás, Dios puede pagar. Pues es debido a Dios que lo que la sabiduría de su voluntad ha decretado se cumpla en las criaturas, como es debido a la criatura que debe poseer lo que ha sido ordenado para ella. Por tanto, es debido al hombre que otros animales deben suplir sus necesidades. Pero esta segunda deuda depende de la primera, ya que una cosa se debe a las criaturas porque les ha sido ordenada a través de las relaciones establecidas por la sabiduría divina. Por tanto, dado que Dios paga una deuda con sus criaturas sólo de esta manera, no se convierte en deudor de sus criaturas, sino que la justicia de Dios siempre mira a su propia conveniencia y por ella se rinde a sí mismo lo que es debido.

El autor pasa luego a la Iglesia y le aplica este argumento, pues a la Iglesia también se le debe que la misión de su infalible y santo poder de enseñanza y la manifestación de la cualidad salvífica de la religión de Cristo se cumpla en todos los Estados del mundo. Asimismo, se debe a los diversos Estados y sus gobernantes que tengan lo que les pertenece. Pero esta deuda depende primero de toda relación entre la Iglesia, o Santa Sede, y un Estado; pues sería absurdo si todas las cosas no se ordenasen según las relaciones establecidas por la sabiduría divina, es decir, mantener la religión y promover el fin último de toda vida humana. La deuda que la Iglesia paga al tender a su fin sobrenatural es de justicia, pero de una justicia que mira a la conveniencia de la Iglesia misma, es decir, de la Santa Sede, una justicia que rinde a sí misma lo que le corresponde. En los asuntos puramente temporales la Iglesia debe observar la deuda de justicia como lo exigen los asuntos temporales, pues en estos no es superior ni se cuestiona su fin espiritual. Pero en todos los asuntos que pertenecen al fin sobrenatural de la Iglesia, ella no puede tener ninguna obligación de deuda estricta con el Estado, sino que su obligación es consigo misma y con el propósito espiritual de su existencia. Y así, en general, será deudora de los Estados, por pacto, ya que se debe a sí misma lo que su sabiduría y su incansable deseo por el bien espiritual de la humanidad le han demostrado que es necesario.

Presentaremos en forma breve lo que ciertamente se puede decir sobre los concordatos, los cuales, como de hecho se han acordado a menudo, imponen a menudo al Romano Pontífice una verdadera obligación de justicia conmutativa hacia el Estado. Esto sucede cuando se concluye un concordato sobre asuntos puramente temporales, por ejemplo, cuando la Iglesia cede algunas de sus posesiones temporales o cuando renuncia a algún derecho temporal o histórico. Tal fue el caso del concordato celebrado entre Urbano VIII y el emperador Fernando II, rey de Bohemia, pues en este caso el Papa cedió algunas posesiones eclesiásticas al recibir otras de Fernando en compensación; tal fue también el concordato con Colombia, en 1887, art. 29.

Pero debemos tener en mente que en tales concordatos el Papa sigue las leyes comunes de los contratos; por lo tanto, si un contrato le es extorsionado por fraude o intimidación, o si el asunto del concordato es ilícito, él o su sucesor pueden anular ese contrato, y tal acción es absolutamente lícita y válida. Además, si el asunto del concordato es ilícito, el Papa evidentemente está obligado a rescindir el contrato. Así, cuando Enrique V, por medio del miedo y el fraude, obligó a Pascual II a ciertos puntos de acuerdo, este Papa revocó esas concesiones en el Primer Concilio de Letrán (18 marzo 1112), porque todo el concilio proclamó que las concesiones hechas a Enrique eran ilícitas —no un privilegium, sino un pravilegium, como lo expresó el concilio. Así, también, si un Papa entrega a alguien posesiones temporales sin una causa justa, su sucesor evidentemente puede válidamente cancelar tal contrato, porque un Papa es solo el administrador, y no el propietario, de las posesiones eclesiásticas.

En los concordatos, el Pontífice Romano a menudo concede a los gobernantes seculares privilegios e indultos verdaderos; pues el Pontífice declara expresamente que concede un indulto, un privilegio —que concede tal o cual punto en particular, que hace tal o cual concesión, o concede un favor. Se pueden encontrar ejemplos de este tipo en el concordato con las Dos Sicilias, año 1741, c. VIII, art. 1; en otro con las Dos Sicilias de 1818, art. 28; en concordato con Costa Rica, de 1853, art. 7; en un concordato con Haití, de 1860, art. 4; en un concordato con Austria, de 1855, art. 25; con Ecuador, de 1863, art. 13, etc.

Ahora bien, si como lo dice el "Corpus Juris Canonici", regula juris 16 en Sexto, es decoroso que ningún favor otorgado por un soberano debe ser revocado, de lo dicho anteriormente se desprende plenamente que esta regla debe ser válida aún más cuando se concede un privilegio en una forma tan solemne como la que se utiliza en los concordatos; tampoco le conviene al Papa no revocar tales concesiones, sino que tiene una obligación de observar esos mismos artículos que contienen los privilegios. Esto se desprende de lo que ya dijimos, y esto lo afirman los mismos Papas, a veces, de hecho, en términos bastante estrictos. Sin embargo, a partir de las explicaciones dadas anteriormente, es evidente que se debe entender que estos términos de afirmación significan meramente que el Papa se obliga a sí mismo en la medida en que es capaz de hacerlo; pero si bien en tales concordatos puede vincularse a sí mismo en fidelidad, no puede vincularse en justicia conmutativa; por tanto, en los términos en que afirma su obligación, se compromete en fidelidad, pero no en justicia. Y, de hecho, los Papas han sido mucho más escrupulosamente fieles en el cumplimiento de estas promesas que los propios gobernantes civiles, aunque estos últimos hayan asumido una verdadera obligación de justicia.

En la segunda edición de su célebre obra "De Romano Pontifice" (Prato, 1891), Palmieri sostiene que, incluso si los concordatos fuesen estrictamente contratos bilaterales, el poder del Papa sobre ellos no disminuiría por ese motivo. Pero aunque Palmieri es reconocido con toda justicia como la máxima autoridad en asuntos eclesiásticos, tanto por su experiencia universal como por su perspicacia intelectual, no obstante, en este caso su posición parece insostenible. En la primera edición de la misma obra (Roma, 1877) afirmó que los concordatos no son contratos bilaterales en el sentido estricto del término; y basa su argumento para el dictamen expuesto en la segunda edición en la suposición de que la obligación de un contrato bilateral impide, o hace ilícita, cualquier acción del Papa contra las disposiciones del contrato, pero que, no obstante, tal acción podría aún ser válida. Pero esta suposición no es cierta, a menos que usemos el término contrato bilateral en su sentido más amplio; pero esto sería asunto sobre el significado de las palabras y no tocaría el punto en cuestión.

Pero si realmente queremos usar el término contrato bilateral en su significado obvio, ciertamente debemos sostener que dicho contrato hace nula e inválida cualquier acción contra sus disposiciones. Para probar su aseveración, el instruido autor aduce dos instancias extraídas del contrato de compraventa y del compromiso para contraer matrimonio; pero ninguno de estos dos casos va al grano. Pues el compromiso para contraer matrimonio, como admite el propio Palmieri, es un contrato bilateral, que consiste en la promesa mutua de matrimonio futuro; y sin embargo, si, por ejemplo, el novio se casa con otra mujer, su acción es meramente ilícita, pero no inválida. La venta de mercadería es igualmente un contrato bilateral y se completa únicamente al entregar el artículo en cuestión al comprador; y sin embargo, si el vendedor entrega a otra persona el artículo que ya se vendió, la transferencia del artículo en cuestión sigue siendo válida, aunque el vendedor está obligado a reparar los daños causados al primer comprador.

Por lo tanto, los dos casos presentados por Palmieri no prueban nada; pues un contrato bilateral invalida simplemente aquellas acciones que tengan el mismo objeto, y sólo en la medida en que tengan el mismo objeto, que el contrato mismo. Así es evidente que el compromiso de contraer matrimonio, al ser un contrato bilateral, anula e invalida cualquier nuevo compromiso, porque el objeto es el mismo; pero no invalida el matrimonio con otra persona, porque el matrimonio es otro tipo de contrato. El caso es similar en el contrato de compra y venta; incluso si el comprador y el vendedor han acordado y concluido la venta, siempre que no se haya realizado ninguna transferencia, ese contrato ciertamente no deja al vendedor incapaz de realizar una transferencia válida de los bienes en cuestión a otro comprador; pero indudablemente priva al vendedor de la facultad de vender válidamente las mercancías por segunda vez, a menos que la transferencia de las mercancías siga a la venta (Cfr. De Lugo, "De justitiâ et iure", disp. XXVI, 163 ss.).

Hasta ahora hemos estado considerando los concordatos en su relación con el Papa; los gobernantes seculares, por su parte, están obligados en justicia conmutativa por muchos artículos de un concordato, a menos que se pruebe una excepción. Pero a los gobernantes cristianos todos los artículos de un concordato imponen una obligación adicional de obediencia; pues, según señala Tarquini, un concordato puede definirse correctamente como "una ley eclesiástica particular para un determinado país, promulgada por la autoridad del Soberano Pontífice a petición del gobernante de ese país, y reforzada por la obligación especial que ese gobernante toma sobre sí mismo de observar sus disposiciones para siempre."

Efecto de los Concordatos

De todo esto se desprende naturalmente que, dado que una obligación recae sobre las partes contratantes, los términos del concordato deben cumplirse fielmente y respetarse estrictamente. Por tanto, ninguna de las partes podrá negarse sin consultar a la otra, salvo por motivos graves, a atenerse a los términos acordados. Además, en vista del hecho de que los concordatos tienen fuerza de leyes eclesiásticas, anulan de inmediato todas las leyes y costumbres especiales que establezcan lo contrario. Sin embargo, se mantienen todas las demás leyes, es decir, aquellas que no están en conflicto con la letra o el espíritu de los concordatos particulares; pues los concordatos, salvo naturalmente aquellas disposiciones que se mencionan especialmente, lejos de hacer inoperante el jus commune, restablecen su validez. Esto se desprende del hecho de que la intención del Soberano Pontífice, cuando a petición urgente de un gobernante civil cede un punto, o renuncia en ciertos casos a las pretensiones de la ley de la Iglesia, es obviamente insistir en el deber de respetar y observar las leyes eclesiásticas en todos los demás detalles.

Además, así como todas las demás leyes, cuando se promulgan debidamente, obligan al pueblo, así los concordatos, en la medida en que adoptan la forma de leyes civiles, son vinculantes para los ciudadanos del país, y en particular para los funcionarios estatales; tanto así que cualquier infracción de ellos equivale a una infracción de las leyes civiles. Y con razón, pues los concordatos se promulgan como leyes que emanan del poder conferido tanto al Estado como a la Iglesia. El soberano Pontífice publica los términos a través de sus cardenales reunidos en consistorio y mediante una bula especial; la autoridad civil, a través de los canales consuetudinarios, es decir, en la forma legal en que se deben y generalmente se promulgan otras leyes estatales.

Interpretación y Anulación de los Concordatos

Dado que puede suceder muy fácilmente que de vez en cuando surja una disputa o desacuerdo entre las partes contratantes sobre el significado que debe asignarse a los artículos acordados en el concordato, parece conveniente determinar cómo debe resolverse la controversia. en caso de tal dificultad.

En primer lugar, no cabe duda de que se deben hacer todos los esfuerzos posibles para resolver la disputa de manera amistosa, una precaución que se basa en los motivos que conducen a la formación de un concordato, —a saber, la de poner fin, si no prevenir, todas las disputas. En consecuencia, estaría en oposición directa a la naturaleza del concordato si él mismo demostrara una nueva razón para los malentendidos. Su propia naturaleza, entonces, hace imperativo que en caso de que surja un desacuerdo sobre el significado que debe atribuirse al concordato, la cuestión debe resolverse en la medida de lo posible sin ninguna ruptura de relaciones amistosas; y sin duda la Iglesia nunca ha fallado en sus esfuerzos por promover este fin. Debe agregarse que esta precaución se ha tomado a menudo al enmarcar los concordatos mismos. Por ejemplo, en el concordato elaborado por Pío IX con el emperador Francisco José I de Austria (1855) se añadió al artículo 35: "Sin embargo, si surgiera alguna dificultad en el futuro, Su Santidad y Su Majestad Imperial se consultarán entre sí para que la cuestión se decida amistosamente".

Las mismas palabras aparecen en el art. 13. del concordato redactado por el mismo Papa con Guillermo I de Würtembergo (1857); lo mismo ocurre en el art. 24. del que firmó ese mismo Papa con Federico I, Gran Duque de Baden en 1859; y de nuevo en el art. 24. del concordato ratificado con el presidente de Ecuador. Podrían citarse otros casos de naturaleza similar. Dado que esta cláusula, una vez que se adjunta a un concordato, se convierte en parte del acuerdo y, en consecuencia, asume la naturaleza de una ley tanto papal como civil, debe mantenerse al pie de la letra, siempre y cuando, por supuesto, sea posible hacerlo normalmente.

Por cierto que todo esto sea, sería erróneo afirmar que ambas partes deben coincidir en determinar el significado de una determinada cláusula o artículo, pues en el asunto en cuestión el legislador autorizado es el intérprete legítimo. Ahora bien, el Papa siempre conserva su jurisdicción y poder legislativo sobre asuntos que son total o parcialmente de naturaleza espiritual, y no puede transmitir ese poder a otro. En consecuencia, el Soberano Pontífice sigue siendo siempre el intérprete autorizado. Es evidente, entonces, que si surge una discusión y las autoridades civiles niegan su consentimiento para un ajuste razonable, la Iglesia, en virtud de su poder judicial superior, puede ejercer el derecho de anular el concordato. También está claro que en el caso de un malentendido futuro, si la Iglesia en algún momento se comprometiera a discutir la situación con las autoridades civiles a fin de lograr una solución amistosa, tal acto debe considerarse supererogatorio; pues cuando la Iglesia renuncia a cualquiera de sus pretensiones, hace una concesión al Estado, al ver que la comunidad superior disfruta del derecho de resolver una discusión aunque el organismo inferior niegue su consentimiento.

Sería bueno unir algunos cánones que servirán como guías para interpretar los diversos artículos de un concordato. Evidentemente, el significado de aquellos artículos que conllevan un contrato bilateral o unilateral debe ser juzgado por las leyes que determinan el alcance exacto de los contratos, mientras que el significado de las cláusulas que inciden en el otorgamiento de un privilegio debe decidirse mediante un recurso a las leyes para la interpretación de los privilegios. Sin embargo, en sus trabajos el juez competente de un concordato es hoy en día (a 1908) la Sagrada Congregación de Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios.

Por supuesto, mucho menos está el Estado justificado para rescindir las concesiones otorgadas al momento de la redacción del concordato. Pues sucede con frecuencia que el Estado se compromete a hacer sólo aquello a lo que ya está obligado por alguna obligación preexistente; o, a veces, la discusión gira en torno a ciertos asuntos que la Iglesia ordena, en virtud del poder indirecto que tiene sobre el Estado, o también sobre asuntos temporales sobre los que el Estado había entregado a la Iglesia el dominio pleno y absoluto. En el último caso, esta pérdida de dominio no puede revocarse, y por dos razones: (a) primera, porque estos obsequios suelen ser compensatorios por la propiedad confiscada; —por ejemplo, los gobiernos que se habían apoderado de una cantidad considerable de propiedad eclesiástica han prometido una y otra vez en los concordatos dotar seminarios, fábricas de iglesias, etc.— y (b) segunda, porque una vez se haya otorgado cualquier don a un igual o superior, aunque sea puramente gratuito, no puede ser revocado, ya que tal acto sería un ejercicio de jurisdicción que no puede emplear excepto contra un sujeto.

Sin embargo, todos reconocen que la Iglesia puede legítima y justamente negarse a acatar un concordato en todas aquellas circunstancias que permitirían o incluso obligarían a romper un contrato. Si se tratara de privilegios o indultos otorgados por el Papa en un concordato, de lo que hemos dicho se deduce lógicamente que, dada una razón justa y adecuada, pueden ser revocados válida y lícitamente; si no hubiese razón, tal acción seguiría siendo válida, aunque no lícita. Aunque debe recordarse que los Papas ejercen su autoridad solo por las razones más graves y después de que se hayan observado debidamente todas las formalidades solemnes de la Curia Romana. Sin embargo, si el Papa rescindiera estos privilegios, normalmente no estaría obligado a compensar al Estado, ya que la compensación es estrictamente obligatoria solo cuando los privilegios revocados son los técnicamente llamados onerosa (vea PRIVILEGIO). Los concordatos, sin embargo, no son de esta naturaleza. Todo esto se aplica con mayor fuerza a las concesiones arrancadas al Papa mediante artimañas, amenazas o violencia abierta, o que exceden la prerrogativa papal. Nuevamente, si se trata de dominio sobre bienes temporales que han pasado de la Iglesia al Estado, es evidente que la Iglesia no puede revocar esta concesión, aunque sí puede retirar una concesión espontánea.

Resumen de los Principales Concordatos

Antes del Siglo XVIII

Siglo XVIII

Siglo XIX

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RENARD en Dict. de théol. catholique, s.v.; HERGENRÖTHER en Kirchenlex., s.v.—Para concordatos con España: HERGENRÖTHER, Spaniens Verhandlungen mit dem römischen Stuhle in Archiv f. katholischen Kirchenrecht, X.—Para concordatos con América Central: SENTIS, Die Concordate des römischen Stuhles mit den Republiken Centralamerikas in Archiv f. katholischen Kirchenrecht, XII, 225; NUSSI, Quinquaginta Conventiones de Rebus Ecclesiasticis inter S. Sedem et Civilem Potestatem variis formis init (Roma, 1869); IDEM, Conventiones . . . init sub Pontificatu . . . Leonis PP. XIII (Roma, 1893).

Fuente: Kelly, Leo, and Benedetto Ojetti. "Concordat." The Catholic Encyclopedia. Vol. 4, págs. 196-204. New York: Robert Appleton Company, 1908. 23 sept. 2020 <http://www.newadvent.org/cathen/04196a.htm>.

Está siendo traducido por Luz María Hernández Medina