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Domingo, 24 de noviembre de 2024

Diferencia entre revisiones de «Cautiverios de los israelitas»

De Enciclopedia Católica

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(La restauración bajo Ciro: el regreso de Zorobabel)
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==El cautiverio en Roma==
 
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Jerusalén cayó ante las armas romanas en agosto del año 70 d.C., luego de un largo y terrible sitio conducido por [[Tito]], el hijo del emperador [[Vespasiano]] y él mismo más tarde emperador.  Ejércitos de [[prisión|prisioneros]] fueron tomados en esta [[guerra]], cuya cantidad se estimó en 97,000, siendo substancialmente todo lo que quedaba de la nación en Palestina.  La severidad del trato dado a estos infortunados nos dice de la exasperación [[causa]]da por la tenaz defensa de Jerusalén.  Los débiles y enfermos prisioneros fueron [[homicidio|asesinados]] inmediatamente.  El resto del concurso fueron reunidos en el Patio de los [[Gentiles]] del arruinado [[Templo de Jerusalén|Templo]] y repartidos en varias categorías.  Todos aquellos reconocidos o informados como activos en la rebelión fueron puestos aparte para la masacre, excepto setecientos jóvenes de agradable presencia, que se reservaron para adornar el triunfo en [[Roma]].  El resto de los cautivos fue dividido en los mayores o menores de diecisiete años.  De los primeros, parte fueron encadenados y enviados a trabajos forzados en las minas de [[Egipto]]; otros, incluyendo miles de [[mujer]]es, fueron dispersados entre las ciudades romanas para ser víctimas de los inhumanos juegos públicos.  Los menores de diecisiete años fueron vendidos como [[esclavitud y cristianismo|esclavos]].  Los líderes de la rebelión, Juan de Gishkhala y Simón de [[Gerasa]], fueron llevados cautivos a Roma para estar presente en el triunfo de Tito, Juan fue luego condenado a [[pena capital|muerte]].
  
  

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El cautiverio en Asiria

(1) Final del Reino del Norte

El Reino de Israel, formado por la secesión de las diez tribus bajo el mando de Jeroboam, cubría la parte norte y noreste completa del reino de David, la cual constituía la mayor parte del territorio de los hebreos. Política y materialmente era de mucha más importancia que su vecina del sur, Judá. Bajo Jeroboam II (782-746 a.C.) se había recuperado de las incursiones de los sirios y de las exacciones pecuniarias de Salmanasar II de Asiria, y había recuperado en el este y noreste los límites de antaño conquistados por Salomón. De hecho, el Israel de Jeroboam II estuvo en la cumbre de su prosperidad; pero debajo de este florecimiento material había una profunda corrupción moral y religiosa. Yahveh siempre había sido reconocido como el Dios supremo, pero su culto estaba aún contaminado por el simbolismo pagano del becerro en los templos nacionales de Betel y Dan (Oseas 8,5-7); y ultrajado por el culto cananeo en los lugares altos y las arboledas, donde a los Baalim o dioses de la fertilidad se les ofrecían ritos acompañados por licencia sexual desenfrenada (Os. 2,13.17; 4,12 ss).

Los profetas Amós y Oseas (V.A., Hoseas), especialmente el último, pintan en vivos colores una imagen de la extrema maldad de la época: “No hay [[verdad ni misericordia, no hay conocimiento de Dios en la tierra; sino perjurio y mentira, asesinato y robo, adulterio y violencia, sangre que sucede a sangre.” (Oseas 4,1-2). Prácticamente prevalecía el principio de que Yahveh no podía dejar de defender a su pueblo, pecador como era, siempre y cuando que la gente le rindiera el homenaje externo del sacrificio y la ceremonia. Oseas habló con ardientes palabras contra esta presunción supersticiosa y contra el libertinaje de la tierra, y en el apogeo mismo de la prosperidad de Israel predijo la destrucción del reino como la pena de su maldad. Anunciaron el cautiverio en el extranjero: "No habitarán en la tierra de Yahveh; Efraín volverá a Egipto, y en Asiria comerán viandas impuras.” (Os. 9,3).

Después de Jeroboam II, comenzó la desintegración política desde el interior por una serie de cortos reinados de los usurpadores, que alcanzaban el trono y eran arrojados de él por asesinato. Al mismo tiempo una potencia mundial, Asiria, se perfilaba en Oriente y amenazaba la existencia de los pequeños estados que estaban entre éste y el Mediterráneo. Un rey asirio, Tiglatpileser III (B.D. Teglatfalasar, el Pul de 2 Ry. 15,19), encabezó una campaña contra Siria de Damasco, Jamat y Palestina (742-738), y Menajem, el príncipe reinante de Israel, se vio obligado a comprar la seguridad con un pesado tributo en plata. El hijo de Menajem, Pecajías, después de un reinado de dos años cayó víctima de una conspiración, y el trono fue capturado por su líder, Pecaj. Este último entró en una alianza con el rey Rasin de Damasco, cuyo objetivo era la captura de Jerusalén y la colocación de un rey damasceno sobre Judá, a fin de consolidar la defensa sirio-israelita contra el siempre amenazante dominio asirio. Pero Ajaz de Jerusalén reconoció la soberanía de Teglatfalasar, y lo llamó en su ayuda en oposición a las advertencias proféticas de Isaías. Más tarde, en Damasco, le rindió homenaje al emperador asirio, y desde esa ciudad importó ideas paganas para el ritual del Templo. El poder que Ajaz invocó estaba destinado en última instancia al flagelo de su país, pero primero cayó pesadamente sobre la coalición contra Judá. Teglatfalasar reapareció en Siria en 734, y su avance obligó a los aliados a levantar el sitio de Jerusalén. Después de derrotar a Rasin y bloquear a Damasco, los asirios se volvieron hacia el oeste y ocuparon el norte de Palestina. Las inscripciones cuneiformes nos dicen que Teglatfalasar pidió la muerte de Pecaj como la pena por su presunción, y colocó a Oseas como rey en su lugar (Cf. 2 Rey. 15,29 ss.). Se llevaron fuera de Israel muchos cautivos, la cual fue la primera de las deportaciones que despobló el país. Los prisioneros fueron llevados de Calad, Galilea y otros distritos del norte del reino, tanto al este como al oeste de la cuenca del Jordán.

Por lo tanto, fue sobre una desmantelada y empobrecida tierra que Oseas gobernó como vasallo-rey. Para aliviar esta presión irritante se volvió a Egipto, la única nación que podría pretender hacer frente a Asiria. Dejó de pagar el tributo anual y se alió con Shua (So), un gobernante del Bajo Egipto, y Ganan, un príncipe filisteo de Gaza. La expedición fue un fracaso ruinoso; Egipto había sido siempre un falso amigo de Israel y abandonó a Oseas. El sucesor de Teglatfalasar, Salmanasar (el cuarto de su nombre), al saber sobre dicha conspiración, cayó sobre el Reino de Israel y tomó prisionero a Oseas. Pero la revuelta patriótica era nacional y sobrevivió a la captura del rey. Samaria, la capital, resistió desesperadamente contra un ejército sitiador asirio durante tres años, y no fue tomada hasta el 722 a. C.; en el entretanto Sargón II había sucedido a Salmanasar. Fue el golpe de muerte del Reino de Israel. Una inscripción asiria encontrada en las ruinas del palacio de Sargón en Nínive nos informa que se llevó 27.290 del pueblo. La guerra, el hambre y las deportaciones anteriores deben haber reducido mucho la población. Para llenar el lugar de los israelitas muertos y exiliados, Sargón trajo entre el remanente de Babilonia y otros pueblos paganos de las tierras conquistadas. El Reino del Norte se convirtió en la provincia asiria de Samaria, y del matrimonio mixto de sus varias razas surgieron los samaritanos. Sin embargo, la despoblación del antiguo reino de sus nativos estaba lejos de ser completa. Al grueso de la población, integrada por los habitantes más pobres y menos influyentes, se le permitió permanecer, por lo que leemos en los monumentos asirios de un esfuerzo inútil después de Hamat, Arpad, Simnira, Damasco, y "Samarina", es decir, Samaria, para sacudirse el señorío de Sargón. (Schrader, Keilinschriftliche Bibliothek, II, 56, 57.) Pero la población israelita dejada en la tierra poco a poco se mezcló en la raza combinada de los samaritanos.

(2) Las diez tribus en el exilio

Los conquistadores establecieron a los exiliados "en Halah y Habor [un río] por el río de Gozan, en las ciudades de los medos". Sus colonias estaban por lo tanto, en el corazón del norte de Mesopotamia y en el oeste de Persia, entonces sujeta a Asiria. En Mesopotamia, o Asiria propiamente, los israelitas fueron asignados a la región que bordea la ciudad de Nisibis, que es mencionada por Josefo como su asentamiento principal. Los exiliados de las diez tribus se mantuvieron y se multiplicaron, y nunca regresaron a Palestina. (Vea las autoridades citadas por Schurer en el art. "Diáspora" en sup. vol. Of Hastings’ Bib. Dict., 92). Wellhausen y otros que asumen que los israelitas desterrados del reino del norte perdieron su identidad y desaparecieron en las poblaciones circundantes hacen caso omiso del testimonio explícito en el sentido contrario de Josefo en su "Antigüedades": "las diez tribus están más allá del Éufrates hasta ahora, y son una inmensa multitud (muriades apeipoi) que no pueden ser estimados por los números." Muy bien podemos creer que el enjambre de población hebrea del sur de Rusia se compone en gran parte de los descendientes de los israelitas expatriados en el norte de Asiria y las regiones al sur del Caspio. No nos han llegado datos relativos a la suerte de estos habitantes trasplantados del Reino del Norte. Sólo podemos conjeturar a partir de la forma en que se multiplicaban que su situación era por lo menos una tolerable.

(3) El acoso asirio a Judá

La aniquilación de su reino hermano dejó a la pequeña Judá bajo la total presión de Asiria. A partir de entonces ese estado infeliz, situado entre los imperios rivales Asiria y Egipto, estaba a merced del que fuese más fuerte en ese momento. Una intervención milagrosa (2 Rey. 19,35), efectivamente arrojó el ejército asirio de Senaquerib fuera de los muros de Jerusalén durante el reinado de Ezequías, pero el país fuera de la ciudad sufrió cruelmente de los estragos de aquella expedición. Un monumento a Senaquerib, que era hijo y sucesor de Sargón, registra que capturó cuarenta y seis ciudades fortificadas y un sinnúmero de lugares pequeños de Judá, y se llevó como botín, presumiblemente a Asiria, los 200,150 personas y un inmenso número de bestias y ganado. (Cf. 2 Ry. 18,13, en confirmación de esto.)

El cautiverio en Babilonia

Destrucción del reino de Judá

Sin embargo, Jerusalén, el Templo, y la dinastía se mantuvieron intactos. Bajo los gobernantes siguientes, Manasés y Amón, el reino se recuperó lentamente, pero su ejemplo potente y aprobación dirigió a la nación a excesos sincréticos sin precedentes. Tan flagrante era la idolatría, la adoración de los baales bajo el símbolo de obeliscos y columnas o árboles sagrados, y los cultos degradantes de Astarté y Moloc, que ni siquiera los recintos sagrados del Templo de Yahveh estaban libres de tales abominaciones. Se puede imaginar la moral de un pueblo entregado al sincretismo cruel y licencioso. La amplia reforma religiosa bajo Josías no parece haber penetrado muy profundo, y la propensión pagana inveterada de la nación estalló en reinados posteriores. Los profetas denunciaban y advertían en vano. Salvo en el esfuerzo de la reforma de Josías, no fueron escuchados. Sólo un castigo nacional supremo podía purificar a este pueblo carnal, y arrancar efectivamente las supersticiones idólatras de sus corazones. Judá sufriría el mismo destino que Israel.

Un preludio al proceso de extinción nacional fue la derrota de Josías y su ejército a manos del faraón Nekó en Meguiddó o Migdol. Egipto se había quitado la soberanía asiria y amenazaba a Asiria misma. Josías había luchado contra los egipcios, probablemente en un esfuerzo por mantener la independencia que Judá había disfrutado durante su reinado. Pero por este tiempo el segundo imperio asirio se tambaleaba hacia su caída. Antes de que Nekó llegara al Éufrates, Nínive se había entregado a los medos y babilonios, los territorios asirios se habían repartido entre los vencedores, y en lugar de Asiria, Nekó se tuvo que enfrentar al creciente poder caldeo. Nabucodonosor, el hijo y heredero del rey babilonio Nabopolasar, habría derrotado a los egipcios en Carquemis en el año 605. Ahora era el reino caldeo, con su capital en Babilonia, que tenía gran influencia en el horizonte político.

Joacaz, un hijo de Josías, se vio obligado a intercambiar el vasallaje egipcio por el babilónico; pero un patriotismo fanático los instó a desafiar a los caldeos. El pueblo miraba el Templo, morada de Yahveh, como un escudo nacional que protegería a Judá, o por lo menos a Jerusalén, del destino de Samaria. En vano Jeremías les advirtió que a menos que se convirtieron de sus malas maneras Sión caería delante de sus enemigos según había caído antes el santuario de Silo. Sus palabras sólo estimularon a los judíos y sus líderes a la furia, y el profeta escapó por poco de una muerte violenta. En el tercer año de su reinado Yoyaquim se rebeló, y Judá fue capaz de alejar por cuatro o cinco años la inevitable toma de Jerusalén por Nabucodonosor.

Joaquín, que mientras tanto había sucedido a la corona de Judá, fue obligado a entregar la ciudad sitiada en el año 597 a.C. Su vida se salvó, pero el conquistador de Jerusalén le asestó un terrible golpe. Se llevó cautivos a Caldea a los príncipes y líderes principales, la tropa del ejército, los ciudadanos ricos, y artesanos, en número ascendiente a diez mil. El Templo y el palacio fueron saqueados de sus tesoros. Sedecías, tío de Joaquín, fue colocado sobre la sombra del restante del reino (2 Rey. 24,8 ss.). Después de nueve años de un reinado caracterizado por el deterioro gradual y el caos moral y religioso, la rebelión flameó de nuevo, alimentada por la siempre ilusoria esperanza del socorro procedente de Egipto. Las advertencias de Jeremías contra la locura de la resistencia a la dominación caldea fueron inútiles; una furia fanática y ciega poseía a los príncipes y al pueblo. Cuando la causa patriótica triunfó momentáneamente, el avance del ejército egipcio hizo que Nabucodonosor levantara temporalmente el sitio a Jerusalén; la del profeta fue la voz solitaria que rompió el repique exultante por el estribillo persistente de la ruina a manos de los caldeos.

El resultado verificó la profecía. Los egipcios le fallaron de nuevo a los israelitas en su hora de necesidad, y el ejército babilonio se acercó a la ciudad condenada. Jerusalén resistió durante más de un año, pero una hambruna horrible debilitó la defensa y los babilonios finalmente entraron a través de un hueco en la muralla, en 586 a.C. Sedecías y el resto de su ejército escaparon de noche, pero fueron alcanzados en la llanura de Jericó, el rey fue capturado y sus seguidores huyeron (Jer. 3,7-9). Fue llevado al campamento babilonia en Riblá de Jamat, y fue cruelmente enceguecido, pero no antes de haber visto el asesinato de sus hijos. El palacio real fue quemado. Una suerte similar corrió el espléndido Templo de Salomón, el cual había sido el estímulo y la estancia de los brotes religiosos nacionales. Sus vasos sagrados, de enorme valor, fueron llevados a Babilonia y en parte distribuidos entre los templos paganos allí; las columnas de bronce fueron cortadas en pedazos. La destrucción de las casas más grandes y de la muralla de la ciudad dejó a Jerusalén en ruinas.

La gente que se hallaba en Jerusalén y, presumiblemente, un gran número de los que no habían buscado refugio en la ciudad fueron deportados a Caldea, dejando sólo a los más pobres para cultivar la tierra y salvarla de volverse una pérdida absoluta. Como se necesitaba un gobierno local para los habitantes restantes, se escogió a Mispá como su asiento, y se nombró a Godolías, un hebreo, como gobernador del resto. Al saber esto, algunos israelitas que habían huido a países vecinos regresaron y una colonia considerable se reunió en Mispá. Pero un cierto Ismael, del linaje de David, actuando incitado por el rey de los ammonitas, masacró traidoramente a Godolías y cierto número de sus subordinados. El asesino y su banda de diez le llevaban a Ammón el aterrorizado resto de la población, cuando éstos fueron rescatados por un oficial militar hebreo relacionado con la administración. Pero por miedo a que la venganza caldea por la muerte del capataz los destruyera indiscriminadamente, llevó la colonia a Egipto, y Jeremías, que había tomado asilo en Mispá, se vio obligado a acompañarlos hasta allá.

El exilio y sus efectos

Se nos deja conjeturar el número de los deportados desde Judá a Babilonia. Podemos razonablemente suponer que los 200,150 cautivos que el asirio Senaquerib tomó del Reino del Sur tres generaciones antes de su caída fueron establecidos en Asiria, es decir, el norte de Mesopotamia, tal vez en la vecindad de las comunidades israelitas (véase más arriba). Éstos no pueden ser considerados como propiamente exiliados a Babilonia. No tenemos información para un estimado cercano al número de los llevados lejos por los caldeos. Suponiendo que las fechas de Jeremías 52,28-30 sean correctas, ninguna de las deportaciones ahí señaladas tuvieron lugar en los años de los grandes desastres, a saber, 597 y 586 a.C. La adición de las expatriaciones de menor importancia---una suma de 4,600---a los 10.000 de la primera captura de Jerusalén, da 14,600; y puesto que la catástrofe final fue más radical que la primera, se justifica que tripliquemos esa cifra como un estimado del total exiliado a Babilonia. Los exiliados se asentaron en el reino de Babilonia, parte en la capital, Babilonia, pero sobre todo en las localidades no lejos de ella, a lo largo del Éufrates y los canales que irrigaban la gran planicie caldea. Nehardea, o Neerda, una de las principales de estas colonias judías, yacía en el gran río. (Josefo, Antiq. XVIII, IX, 1.) Nippur, una importante ciudad entre el Éufrates y el Tigris, tuvo también muchos cautivos hebreos dentro de sus muros o de las inmediaciones. Uno de los principales canales que fertilizaba la llanura interfluvial, y que pasaba por Nippur, era el nar Kabari, que es idéntico al río Kebar "en la tierra de los caldeos" de Ezequiel 1,1.3; 3,15. [Ver Hilprecht, Explorations in Bible Lands (1903), 410 ss]. Otras colonias estaban en Sora y Pumbeditha.

Se ha conjeturado plausiblemente que Nabucodonosor, a quien los registros cuneiformes muestran como constructor y restaurador, no dejaría de utilizar la gran fuerza laboral de los cautivos hebreos en los trabajos de recuperación y drenaje de los terrenos baldíos en Babilonia; pues, como lo prueba su condición actual, esa región sin el riego artificial y el control del desbordamiento de los ríos es un simple desierto. El país cerca de Nippur parece haber sido restaurado de ese modo en la antigüedad. De cualquier modo es probable a priori que la masa de los exiliados estuvieron por un tiempo al menos en una condición de esclavitud mitigada. La condición de los esclavos en Babilonia no era uno de siervos oprimidos; disfrutaban de ciertos derechos, y podían, por redención y otros medios, mejorar su suerte e incluso ganar la completa libertad. Es evidente que poco después de su deportación muchos de los judíos en Caldea estaban en posiciones de construir hogares y plantar jardínes (Jer. 29,5). Babilonia era eminentemente un país agrícola, y los israelitas del Sur, que en casa, en conjunto, había sido un pueblo vitícola y pastoral, ahora por elección, si no por necesidad, se dieron a la labranza de la tierra y a la cría de ganado en las ricas planicies aluviales de Mesopotamia (cf. Esdras 2,66). Los productos de Babilonia, especialmente de cereales, formaban el artículo principal de su ocupado comercio interno, y sin duda el gran emporio en Babilonia, Nippur y en otros lugares, atraían a muchos judíos a empresas mercantiles. Las actividades mercantiles y los exactos y bien regulados métodos comerciales de Babilonia deben haber estimulado y desarrollado el genio comercial innato de la raza de expatriados.

El hecho de que a los judíos se les permitiese establecerse en colonias, y esto de acuerdo a las familias y clanes, tuvo una influencia vital en los destinos de ese pueblo. Mantuvo vivo el espíritu nacional y la individualidad, que habría desaparecido en la masa del paganismo circundante si los israelitas del sur hubiesen sido dispersados en pequeñas unidades. Hay indicios de que esta vida nacional se vio fortalecida por una organización social determinada, en la que reaparecieron las divisiones primitivas de la familia líder y las ramas tribales, y que sus jefes, los "ancianos", administraban bajo licencia real los asuntos puramente domésticos del asentamiento (cf. Ez. 8,1; Esd. 2,2; Neh. 7,7). Mientras el Templo estaba en pie, era el centro y la promesa de las esperanzas y aspiraciones judías, e incluso los primeros exiliados mantuvieron su visión mental fija en él como un faro de liberación anticipada. Ellos desatendieron la voz negativa y predictora de males de Ezequiel. Cuando cayeron Jerusalén y el Templo, hubo un sentimiento de estupor. Era inconcebible que Yahveh olvidara su morada y permitiera que su santuario fuera humillado en el polvo por gentiles burlones; pero el hecho terrible estaba ahí. ¿Acaso el Señor no era ya su Dios y mayor que todos los otros dioses? Fue una crisis en la religión de Israel.

El providencial rescate estaba a la mano en la profecía. ¿Acaso Jeremías, Ezequiel y otros antes que ellos no habían predicho en varias ocasiones esta ruina como el castigo de la infidelidad y el pecado nacional? Esto era recordado ahora por los que en su fanática sordera no les escuchaban. Lejos de Yahveh ser un Dios derrotado y humillado, fue su decreto mismo el que había permitido que ocurriera la catástrofe. Los caldeos habían sido solamente los instrumentos de su justicia. Ahora se revelaba a los judíos como un Dios de justicia moral y dominio universal, como un Dios que no toleraba ningún rival. Tal vez ellos nunca se habían percatado de esto; y desde luego nunca como ahora. Por ello es que el exilio es un gran punto crucial en la historia de Israel---un castigo que fue una purificación y un renacimiento. Pero la profecía sobre el exilio no se limitó a señalar la gran lección ético-religiosa de las visitas del pasado, sino que planteó con más fuerza que nunca la nota de esperanza y promesa. Ahora que el propósito de Yahveh se había cumplido, y el pueblo elegido había sido humillado por debajo de su mano, una nueva era estaba por venir. Incluso el luctuoso Jeremías había declarado que los cautivos regresarían a finales de setenta años---un número redondo, no debe tomarse literalmente. En medio de la desolación del exilio, Ezequiel esbozó valientemente un plan de resurgimiento de Sión. Y Deutero-Isaías, probablemente un poco más tarde, trajo un inspirador y jubiloso mensaje de consuelo y la seguridad de una nueva y alegre vida en la patria.

Varios factores menores pero importantes contribuyeron a la conservación y limpieza de la religión de Israel. Uno de ellos fue negativo: el desarraigo forzoso de la tierra donde las idolatrías cananeas habían sobrevivido tanto tiempo, separaron a los judíos de estas tradiciones nefastas. Los otros son positivos: Sin el Templo no se podían practicar legalmente los sacrificios ni el culto solemne. La falta fue suplida en parte por la observancia del sábado, sobre todo por las asambleas religiosas en ese día---los comienzos de las futuras sinagogas. La Legislación de Moisés, también, asumió nueva importancia y sacralidad, porque Yahveh manifestaba en ella su voluntad, y de algún modo vivía en ella, como una Presencia ordenadora. Los escritos de los [[profecía, profeta y profetisa|profetas y otras Escrituras, en la medida en que existían, también recibieron una parte de la veneración popular que hasta entonces se había concentrado en el Templo y en los ritos externos. En resumen, la ausencia de sacrificio y culto ceremonial durante medio siglo tuvo la tendencia a refinar el monoteísmo y, en general, a espiritualizar la religión de los hebreos.

El preludio a la restauración

Después de un largo y próspero reinado Nabucodonosor fue sucedido por su hijo Evil Merodac, el Amil Marduk de los monumentos. Este último se mostró benigno con el por largo tiempo encarcelado ex rey Joaquín (Jeconías), al liberarlo y reconocerle en cierta medida su dignidad real. Después de un breve reinado Evil Merodac fue depuesto, y dentro del intervalo de cuatro años (560-556) el trono fue ocupado por tres usurpadores. Bajo el último de éstos, Nabonido, la otrora todopoderosa monarquía babilónica declinó rápidamente. Un nuevo poder político apareció en las fronteras oriental y septentrional. Ciro, el rey de Anzan (Elam) y Persia, había vencido a Astiages, rey de Media (o Manda), y se había apoderado de su capital, Ecbataná. Media, por la repartición del imperio asirio y las ulteriores conquistas de Ciajares, había crecido poderosamente; sus territorios comprendía, por norte y oeste, a Armenia y la mitad de Capadocia. Ciro amplió estas conquistas al subyugar a Lidia, extendiendo así su soberanía al Mediterráneo Egeo y formó un vasto imperio. El balance en Asia fue destruido, y Babilonia fue amenazada por este nuevo y formidable poder. El profeta Deutero-Isaías saludó alegremente a esta estrella brillante en el horizonte político, y se reconoció en Ciro al servidor preordenado de Dios, predijo por él la caída de Babilonia y la liberación de Israel (Isaías 44,28 - 45,7). En el año 538 a.C. el monarca persa invadió el territorio caldeo, ayudado por el descontento en el sur; uno de sus generales fue capaz en pocos días de tomar a Babilonia sin resistencia, y Ciro se convirtió en el gobernante del reino caldeo.

La restauración bajo Ciro: el regreso de Zorobabel

Ciro revirtió la política de deportación seguida por los reyes de Asiria y Babilonia. Consideraba que este arte de gobernar era el más sabio, probablemente debido a que había experimentado en la conquista de Babilonia el peligro de mantener una población enferma en medio de un país amenazado por un enemigo extranjero. Al mismo tiempo, el repoblar Judea con una nación vinculada a la dinastía persa por lazos de gratitud reforzaría su reino contra la invasión de Egipto. Así fue como la Divina Providencia "movió el corazón de Ciro" a un curso liberal hacia los israelitas, y los empleó como un instrumento involuntario en la reconstitución de un pueblo cuya misión aún no se había logrado. Ciro, en consecuencia, en el primer año de su reinado en Babilonia (538 a.C.), cuarenta y ocho años después de la destrucción de Jerusalén, emitió un edicto en el que permitía y recomendaba el regreso de todos los hebreos en su dominio a la patria; ordenó la reconstrucción del Templo, para lo cual concedió una subvención de la real hacienda; ordenó que se devolviesen los vasos sagrados confiscados por Nabucodonosor para el retorno, e instó a todos los israelitas a contribuir a la restauración del culto público. La suma liberalidad del monarca persa en el asunto del Templo es menos sorprendente cuando consideramos que una Jerusalén restaurada era inconcebible sin un santuario restaurado. Las ciudades y distritos semitas ascendían o declinaban con los santuarios de sus deidad es, y la magnanimidad de Ciro hacia los judíos en asuntos religiosos está muy en consonancia con su rehabilitación de ciertos templos babilónicos y el retorno de las imágenes a sus moradas anteriores, como lo atestiguan su proclamación inaugural (Records of the Past, new series, V, 143ss.). El que los israelitas del norte que vivían en la Mesopotamia de los asirios no fueran igualmente favorecidos se explica no sólo por el tiempo mucho más largo transcurrido desde su extinción política---un lapso que les había permitido arraigarse a la tierra de su exilio---sino principalmente debido a la ausencia por su parte de cualquier deseo de establecer los antiguos y simbólicos santuarios medio paganos de Yahveh. También ellos habían aprendido la dura lección de la cautividad.

Ciro había determinado crear una provincia del Imperio Persa y no el Reino de Judá, y por lo tanto, Zorobabel, el nieto de Joaquín, alias Jeconías (1 Crón. 3,17-19), y por lo tanto el heredero real de la línea davídica, iba a ser el único gobernador. Este era un hombre joven que nunca había conocido ninguna corte excepto la de Babilonia, y hasta donde la historia registra, nunca violó la sorprendente confianza depositada en él al tratar de recuperar la corona de sus padres. Sellin (Serubbabel, Leipzig, 1898) ha defendido una tesis contraria sin motivos suficientes. Sasabasár, "el príncipe judío" que se menciona en el Libro de Esdras, es idéntico a Zorobabel. A él y a Josué, el sumo sacerdote, se les encomendó los muebles del Templo, y fueron los dirigentes de la gola, o expedición de regreso de los judíos. Además, el considerable número de 42,360 esclavos siguieron a Zorobabel en el largo viaje a Judea. Los datos de esta repatriación en el Libro de Esdras son fragmentarios. "Todo hombre entró en su propia ciudad", y a partir de estos detalles debemos inferir que el cuerpo de los inmigrantes se instalaron en las pequeñas ciudades y pueblos de las afueras, y sobre todo al sur de Jerusalén, ciudad que debe haber sido poco más que una ruina. Los exiliados que regresaron encontraron las tribus y razas vecinas, los samaritanos, ammonitas, moabitas, edomitas, instalados cercanamente en muchos puntos en suelo judío, junto a los restos lamentables de sus compatriotas, y se debió necesitar la autoridad, si no la fuerza, del emperador persa para hacer sitio a los israelitas en sus anteriores hogares. Bajo Zorobabel la comunidad luchadora gozó de autonomía en sus asuntos internos. En la ausencia del antiguo sistema de administración real, ganó renovado vigor la primitiva organización por clanes y familias, que se había reanudado en parte en el exilio, y los jefes de estas secciones, los "príncipes" y "ancianos", los representaban en todas las asambleas generales.

Sin embargo, el nuevo Israel fue menos una comunidad política que religiosa. Sólo una fracción de los 250,000 o más judíos que se habían ido a Oriente podrían haber vivido para regresar, y, teniendo en cuenta el crecimiento natural entre las personas cautivas, una parte aún más pequeña de los que pudieron haber mirado a Judea como su hogar regresaron del Exilio a habitar dentro de sus fronteras. Sólo los más patrióticos y religiosos, la elite celosa, respondió a la llamada de Ciro y emigró de sus ya fijas moradas movidos por un deseo de restaurar la teocracia en una forma más pura con la "casa de Dios" como su corazón y su centro (cf. I Esd. 1,5). Por lo tanto, una de las primeras medidas a la que los líderes se dirigieron fue la reconstrucción del altar del holocausto, por cuya dedicación los fieles se regocijaron por la reanudación de los sacrificios diarios. En menos de un año después se colocó la piedra angular para el nuevo Templo.

Sin embargo, encontraron un obstáculo en los celos de los samaritanos, los vecinos medio paganos del norte. Ellos estuvieron representados en gran medida en los elementos extranjeros que vivían entre los judíos, y veían con desconfianza la reorganización de una religión y comunidad en la que no desempeñarían un rol importante, ni mucho menos predominante. En consecuencia pidieron unirse en la construcción del Templo. Zorobabel rechazó su ayuda amparándose en el decreto de Ciro. Con ese acto inauguró la política de separación de todas las influencias contaminantes que continuaron por mucho tiempo los líderes posteriores de Israel. Pero los samaritanos, si no podían ayudar, podían obstaculizar la empresa mediante intrigas en la corte persa. El trabajo se suspendió debido a estas dificultades, y el celo del pueblo se enfrió. No fue hasta que éste se despertó por los reproches de los profetas Ageo (Hageo) y Zacarías que Zorobabel y Josué comenzaron de nuevo el trabajo bajo Darío Histaspis (521), dieciséis años después de su suspensión. Los obstáculos externos habían sido eliminados por un decreto de Darío, la empresa fue emprendida con ahínco, y el segundo Templo estuvo terminado cuatro años más tarde. Pero los que habían visto el Templo de Salomón confesaron tristemente que el nuevo santuario no podía compararse con la gloria del antiguo.

La historia de la cautividad judía propiamente dicha abarca la migración adicional desde Babilonia de cerca de 1,400 almas dirigida por el sacerdote y escriba Esdras. En la narración sagrada el relato de este segundo gola sigue inmediatamente al de la terminación del Templo. Pero su verdadero entorno cronológico es un asunto de controversia considerable. La oscuridad alrededor del asunto surge del hecho de que los libros de Esdras y Nehemías, las principales fuentes inspiración para la historia de la Restauración, mencionan en varios lugares un rey Artajerjes, sin precisar a cuál de los tres monarcas persas de ese nombre se refiere, a saber; si al primera, de sobrenombre Longímano (465-424 a.C.); el segundo, Mnemón (405-362), o el tercero, Ocos (362-338). La controversia gira sobre la cuestión de si la expedición de Esdras, narrada en el primer libro de ese nombre (cap. 8), precedía o seguía el primer período de gobierno de Nehemías. El orden aceptado hasta ahora sitúa la gola de Esdras en el séptimo año de Artajerjes I (458 a. C.), y por lo tanto antes del nombramiento de Nehemías, que tuvo lugar en el vigésimo año de un Artajerjes. Pero varios exégetas han impulsado recientemente fuertes razones para invertir este orden. Van Hoonacker, el principal impulsor de la prioridad de Nehemías a Esdras, asigna la expedición de este último al séptimo año de Artajerjes II, es decir a 398 a.C. Lagrange, para quien la misión de Nehemías tuvo lugar durante el gobierno del segundo Artajerjes, fija la migración de Esdras tan tarde como 355, poco más de un siglo después de la fecha prevaleciente. Por supuesto, una revisión de las relaciones temporales de las misiones de Esdras y Nehemías postula una grave confusión en el texto y la disposición de los libros que llevan sus nombres según han llegado hasta nosotros. Más o menos implicadas en esta cuestión cronológica es la de las partes respectivas de Nehemías y Esdras en la reconstrucción de la teocracia judía. Van Hoonacker sostiene que la cooperación de Esdras con Nehemías, descrita en el cap. 8 de Nehemías, ocurrió antes de que, como dice, Esdras se hubiese ido a Babilonia a organizar la expedición con el fin de fortalecer la nueva comunidad, y que debemos aceptar que el lugar del escriba sacerdote en la tarea de la reorganización fue menor y suplementaria a la de Nehemías, el gobernador. De acuerdo a esta opinión---y en esto es en gran medida corroborada por los términos de la comisión de Esdras según dada por el rey persa (Esd. 7,13-26)---el encargo del sacerdote-escriba no fue la promulgación de la Ley, sino el embellecimiento y la mejora del servicio del Templo, la constitución de jueces y otras medidas administrativas. La cuestión no carece de una influencia importante sobre la validez de la hipótesis de Graf-Wellhausen sobre el origen del Pentateuco. (Vea los artículos Esdras, Nehemías).

El cautiverio en Roma

Jerusalén cayó ante las armas romanas en agosto del año 70 d.C., luego de un largo y terrible sitio conducido por Tito, el hijo del emperador Vespasiano y él mismo más tarde emperador. Ejércitos de prisioneros fueron tomados en esta guerra, cuya cantidad se estimó en 97,000, siendo substancialmente todo lo que quedaba de la nación en Palestina. La severidad del trato dado a estos infortunados nos dice de la exasperación causada por la tenaz defensa de Jerusalén. Los débiles y enfermos prisioneros fueron asesinados inmediatamente. El resto del concurso fueron reunidos en el Patio de los Gentiles del arruinado Templo y repartidos en varias categorías. Todos aquellos reconocidos o informados como activos en la rebelión fueron puestos aparte para la masacre, excepto setecientos jóvenes de agradable presencia, que se reservaron para adornar el triunfo en Roma. El resto de los cautivos fue dividido en los mayores o menores de diecisiete años. De los primeros, parte fueron encadenados y enviados a trabajos forzados en las minas de Egipto; otros, incluyendo miles de mujeres, fueron dispersados entre las ciudades romanas para ser víctimas de los inhumanos juegos públicos. Los menores de diecisiete años fueron vendidos como esclavos. Los líderes de la rebelión, Juan de Gishkhala y Simón de Gerasa, fueron llevados cautivos a Roma para estar presente en el triunfo de Tito, Juan fue luego condenado a muerte.


Fuente: Reid, George. "Captivities of the Israelites." The Catholic Encyclopedia. Vol. 3. New York: Robert Appleton Company, 1908. <http://www.newadvent.org/cathen/03315a.htm>.

Traducido por Luz María Hernández Medina