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Martes, 19 de marzo de 2024

Tradición y Magisterio Viviente

De Enciclopedia Católica

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Introducción

La palabra tradición (griego paradosis, en sentido eclesiástico, que es el único en que se utiliza aquí, a veces se refiere a la cosa (doctrina, narración o costumbre) transmitida de una generación a la otra, otras veces al órgano o modo de transmisión (kerigma ekklesiastikon, predicatio ecclesiastica). En el primer sentido, es una vieja tradición que Jesucristo nació un 25 de diciembre, en el segundo sentido la tradición relata que en el camino al Calvario una piadosa mujer enjugó el rostro de Jesús. En lenguaje teológico, que en muchas circunstancias se ha vuelto común, hay aún más precisión, y ésta en muchas direcciones. Al principio sólo se trataba de tradiciones que reclamaban un origen divino, pero subsecuentemente emergieron cuestiones de tradición oral como distintas de la tradición escrita, en el sentido de que una doctrina o institución no depende directamente de la Sagrada Escritura como fuente sino sólo de la enseñanza oral de Cristo o de los apóstoles. Finalmente, respecto al órgano de la tradición, debe ser uno oficial, un magisterium o autoridad docente.

Ahora bien, en ese aspecto hay varios puntos de controversia entre los católicos y cada cuerpo de protestantes. ¿Está toda la verdad revelada depositada en la Sagrada Escritura? ¿O puede, o debe, admitirse que Cristo dio a sus apóstoles instrucciones divinas para ser trasmitidas a su Iglesia, que ellos las recibieron ya sea de los mismos labios de Jesús o de la inspiración o de la revelación, y que luego las transmitieron a la Iglesia y las cuales no están incluidas en los escritos inspirados? ¿Debe admitirse que Cristo instituyó su Iglesia como el órgano oficial y auténtico para transmitir y explicar, en virtud de la autoridad divina, la revelación hecha a los hombres? El principio protestante es: la Biblia y solamente la Biblia. Según ellos, la Biblia es la única fuente teológica; no hay verdades reveladas excepto las que aparecen en la Biblia. Según ellos, la Biblia es la única regla de fe: por ella sólo por ella se deben resolver todas las cuestiones dogmáticas; es la única autoridad vinculante.

Por otro lado, los católicos sostienen que puede haber, que de hecho hay y debe haber por necesidad ciertas verdades reveladas aparte de aquellas que aparecen en la Biblia. Sostienen además que Jesucristo ha establecido de hecho ---y para adecuar los medios al fin debió haber establecido--- un órgano vivo tanto para transmitir la Escritura y la revelación escrita como para poner la verdad revelada al alcance de todos y en todas partes. Tales son en ese sentido los dos puntos principales de la controversia entre los católicos y los así llamados protestantes ortodoxos (diferentes de los protestantes liberales que no admiten ni la revelación sobrenatural ni la autoridad de la Biblia). Las otras diferencias están relacionadas con éstos o surgen de ellos, como también las diferencias entre las diferentes sectas protestantes ---en la medida en que son más o menos fieles al principio protestante, se alejan o se acercan a la posición católica.

No existen las mismas diferencias fundamentales entre los católicos y las sectas cristianas orientales, ya que ambas partes admiten la institución divina y la autoridad divina de la Iglesia, con un sentido más o menos vivo y explícito de su infalibilidad e indefectibilidad, y de sus otras prerrogativas docentes; pero hay controversias respecto a los portadores de la autoridad, a la unidad orgánica del cuerpo docente, a la infalibilidad del Papa y a la existencia y naturaleza del desarrollo dogmático en la transmisión de la verdad revelada. Sin embargo, la teología de la tradición no consiste solamente en controversias y discusiones con adversarios. Surgen muchas preguntas a este respecto para todo católico que desee dar razón exacta de su creencia y de los principios que profesa: ¿Cuál es la relación precisa entre la tradición oral y las verdades reveladas en la Biblia, y la relación entre el magisterio vivo y las Escrituras inspiradas? ¿Pueden nuevas verdades entrar a la corriente de la tradición, y qué papel juega el magisterio en relación con las revelaciones que Dios pueda hacer aún? ¿Cómo está organizado este magisterio oficial y cómo ha de reconocer una tradición divina o una verdad revelada? ¿Cuál es su papel adecuado respecto a la tradición? ¿Cuándo y cómo se preservan y se transmiten las verdades reveladas? ¿Qué le acontece al depósito de la tradición en su transmisión a través de las épocas? Estas y otras preguntas semejantes se tratan en otras partes de la ENCICLOPEDIA CATÓLICA, pero aquí debemos separar y agrupar todas las que hacen referencia a la tradición y al magisterio vivo en la medida en que éste es el órgano de preservación y transmisión de la tradición y de la verdad revelada.

Los siguientes son los puntos a tratarse:

  • I. La existencia tradiciones divinas que no están contenidas en la Sagrada Escritura, y la institución divina del magisterio vivo para defender y transmitir la verdad revelada y la prerrogativa de ese magisterio.
  • II: La relación de la Escritura con el magisterio vivo, y de éste con la Escritura.
  • III. El modo correcto de existencia de la verdad revelada en la mente de la Iglesia y la manera de reconocer esa verdad.
  • IV. La organización y el ejercicio del magisterio vivo, su papel preciso en la defensa y transmisión de la verdad revelada; sus límites y modos de acción.
  • V. La identidad de la verdad revelada en la multitud de fórmulas, sistematización y desarrollo dogmático; la identidad de la fe en la Iglesia y a través de las variaciones de la teología.

Un tratamiento completo de esas cuestiones requeriría un desarrollo muy largo; aquí sólo se puede dar una breve descripción. El lector deberá referirse a obras especiales para una explicación más completa (N. del T.: En especial al capítulo segundo de la 1ª. Parte del Nuevo Catecismo de la Iglesia Católica y al documento Dei Verbum, del Concilio Vaticano II).

Tradiciones Divinas no Contenidas en la Escritura. Institución del Magisterio Viviente. Sus Prerrogativas

Los ataques de Lutero a la Iglesia se dirigieron al principio solamente a detalles doctrinales, pero la misma autoridad de la Iglesia se involucró en la disputa, y esto pronto se volvió evidente para ambas partes. Sin embargo, la controversia continuó por muchos años para versar sobre puntos particulares de la enseñanza tradicional más que sobre la autoridad docente y las armas principales fueron los textos bíblicos. El Concilio de Trento, incluso mientras implicaba en sus decisiones y anatemas la autoridad del magisterio vivo (que los mismos protestantes no osaban negar explícitamente), mientras apelaba a la tradición eclesiástica y al sentido de la Iglesia ya fuese para la determinación del canon o para la interpretación de algunos pasajes de la Sagrada Escritura, incluso mientras establecía una regla para interpretar los asuntos bíblicos, nunca se pronunció explícitamente en lo relativo a la autoridad docente; se contentó con decir que la verdad revelada se encuentra en los libros sagrados y en la tradición no escrita que viene de Dios a través de los apóstoles; esas eran las fuentes de las que podía sacar. Como es evidente, el Concilio sostenía que hay tradiciones divinas no contenidas en la Sagrada Escritura, revelaciones hechas a los apóstoles ya sea oralmente por Jesucristo, ya por inspiración del Espíritu Santo y transmitida por los apóstoles a la Iglesia.

La Sagrada Escritura no es por tanto la única fuente teológica de la revelación hecha por Dios a su Iglesia. Lado a lado con la Escritura está la tradición; lado a lado con la revelación escrita está la revelación oral. Dando esto por sentado, es imposible quedar satisfecho con sólo la Biblia para solucionar todas las cuestiones dogmáticas. Ese fue el primer campo de controversia entre los teólogos católicos y los reformadores. A la designación de la tradición divina no escrita no siempre se le dio toda la claridad deseable, especialmente en los primeros tiempos. Sin embargo, los controversistas católicos pronto les probaron a los protestantes que para ser lógicos y consistentes debían admitir como reveladas las tradiciones no escritas. De otro modo, ¿por qué derecho descansaban en domingo y no en sábado? ¿Cómo podían considerar válido el bautismo de niños, o el bautismo por infusión? ¿Cómo podían permitir la toma de juramento si Cristo nos mandó que no juráramos por nada en absoluto? Los cuáqueros eran más lógicos al rechazar todos los juramentos; los anabaptistas al rebautizar a los adultos; los sabatarios al descansar el sábado. Pero ninguno era tan consistente como para no estar abierto a la crítica en algún punto. ¿Dónde dice en la Biblia que la Biblia es la única fuente de fe? Yendo más lejos, los controversistas católicos les mostraron a sus oponentes que de esta misma Biblia, a la que sólo deseaban referirse, no podían tener el canon auténtico ni siquiera una garantía suficiente sin una autoridad distinta de la Biblia.

Calvino esquivó el golpe al recurrir a un cierto sabor por el que la palabra divina se manifiesta a sí misma como tal, en forma parecida a como el paladar reconoce la miel. Y esta de hecho fue la única escapatoria, pues Calvino reconoció que ninguna autoridad humana era aceptable en ese asunto. Pero ese era un criterio muy subjetivo y uno que demandaba precaución. Los protestantes no se atrevieron a adherirse a él. Después de rechazar la tradición divina recibida de los apóstoles por la Iglesia infalible, eventualmente vinieron a apoyar su fe únicamente en la Biblia como una autoridad humana, que además era especialmente insuficiente dadas las circunstancias, ya que abría toda clase de dudas y preparaba el camino para el racionalismo bíblico. De hecho, no hay ninguna garantía suficiente para el canon de las Escrituras, para la total inspiración o inerrancia de la Biblia, excepto en un testimonio divino que, al no estar amplia y claramente contenido en los Libros Sagrados, ni al ser fácilmente discernible en el escrutinio de los académicos, que son sólo académicos, no nos llega con la garantía necesaria que aportaría si fuese transmitido por una autoridad asistida divinamente como lo es, según los católicos, la autoridad del magisterio vivo de la Iglesia. Tal es la forma como los católicos les demuestran a los protestantes que debe haber y de hecho hay tradiciones divinas no contenidas en la Sagrada Escritura.

Igualmente les demuestran que no pueden prescindir de una autoridad docente, un magisterio vivo autorizado divinamente para solucionar controversias que surgen entre ellos y de las que a menudo la Biblia misma es la ocasión. De hecho la experiencia probó que cada hombre encontró en la Biblia sus propias ideas, como lo dijo uno de los primeros sectaríos reformadores: "Hic liber est in quo quaerit sua dogmata quisque, invenit et pariter dogmata quisque sua." Un hombre encontró la Presencia Divina, otro una presencia puramente simbólica, otro una cierta forma de presencia eficaz. El ejercicio de la libre indagación respecto a los textos bíblicos llevó a disputas interminables, a la anarquía doctrinal y, finalmente, a la negación de todo dogma. Estas disputas, anarquía y negación no podían estar de acuerdo con la intención divina. De ahí la necesidad de una autoridad competente para resolver controversias e interpretar la Biblia. Afirmar que la Biblia es perfectamente clara y suficiente para todos fue obviamente una réplica nacida de la desesperación, un desafío a la experiencia y el sentido común. Los católicos la refutaron sin dificultad y su posición quedó justificada con creces cuando los protestantes comenzaron a involucrarse con el poder civil, rechazando la autoridad doctrinal del magisterio eclesiástico solo para caer bajo la de los príncipes

Además bastaba mirar la Biblia, leerla sin prejuicios, para ver que la economía de la predicación cristiana era sobre todo una de enseñanza oral. Cristo predicó, no escribió. En su predicación apeló a la Biblia, pero no se conformaba con su mera lectura; la explicaba y la interpretaba, la utilizó en su enseñanza, pero no la sustituyó con su enseñanza. Existe el ejemplo del misterioso viajero que les explicó a los discípulos de Emaús lo que hacía referencia a Él mismo en las Escrituras para convencerlos de que Cristo debía sufrir y entrar así en su gloria. Y tal como Él mismo predicó, así envió a sus apóstoles a predicar; no los envió a escribir sino a enseñar, y fue a través de la predicación y la enseñanza oral que ellos instruyeron a las naciones y las trajeron a la fe. Si alguno de ellos escribió y lo hizo bajo la inspiración divina, es manifiesto que esto fue, por decirlo así, incidentalmente. No escribieron en aras de la escritura, sino para complementar su enseñanza oral cuando no podían ir personalmente a recordarla o explicarla, para resolver problemas prácticos, etc. San Pablo, entre todos los apóstoles el que más escribió, nunca soñó con escribir todo, ni en substituir su enseñanza oral con sus escritos.

Por último, los mismos textos que nos muestran a Cristo instituyendo su Iglesia y a los apóstoles fundando comunidades y difundiendo la doctrina de Cristo a través del mundo nos muestran al mismo tiempo la Iglesia instituida como una autoridad docente; los mismos apóstoles reclamaban para sí mismos dicha autoridad, y enviaban a otros del mismo modo que ellos habían sido enviados por Cristo, y como Cristo había sido enviado por Dios, siempre con el poder de enseñar y para imponer doctrina así como para gobernar la Iglesia y bautizar. Quien creyera en ellos se salvaría; quien los rechazara se condenaría. San Pablo nos señala a la Iglesia viva, y no a la Escritura, como el pilar y el terreno firme de la verdad. Y la inferencia de los textos y hechos es sólo lo que se obtiene por la naturaleza de las cosas. Ningún libro, así sea inspirado y divino, no está destinado a apoyarse a sí mismo. Si es obscuro (y ¿qué persona sin prejuicios negaría que hay oscuridades en la Biblia?) debe ser interpretado. E incluso si es claro, no lleva la garantía de su divinidad, su autenticidad o de su valor. Alguien debe ponerlo al alcance, y no importa lo que se haga, el creyente no puede creer en la Biblia ni encontrar en ella el objeto de su fe hasta que no haya hecho previamente un acto de fe en las autoridades intermedias entre la Palabra de Dios y su lectura. Ahora bien, autoridad por autoridad, ¿no es mejor recurrir a la de la Iglesia que a la del primer advenedizo? Los protestantes liberales, como M. Auguste Sabatier, han sido los primeros en reconocer que, si hubiese una religión de autoridad, el sistema católico con la maravillosa organización de su magisterio vivo es muy superior al sistema protestante, que basa todo en la autoridad de un libro.

Las prerrogativas de esta autoridad docente están suficientemente claras en los textos, los cuales hasta cierto punto están implícitos en la institución misma. Según la Epístola de San Pablo a Timoteo, la Iglesia es el pilar y la base de la verdad; los apóstoles y, en consecuencia, sus sucesores, tienen el derecho de imponer su doctrina; quienes se nieguen a creerles, se condenarán, cualquiera que rechace cualquier cosa es náufrago en la fe. La autoridad es, por tanto, infalible. Y tal infalibilidad está garantizada implícita pero directamente por la promesa del Salvador: "Miren, estoy con ustedes todos los días hasta la consumación de los siglos". Brevemente, la Iglesia continúa la misión de Cristo de enseñar, así como la misión de santificar. Su poder es el mismo que Él recibió de su Padre, y así como Él vino lleno de verdad no menos que de gracia, la Iglesia es asimismo una institución de verdad así como una institución de gracia. Esta ||Doctrina Cristiana |doctrina]] fue destinada a ser extendida por todo el mundo a pesar de tantos obstáculos de toda clase, y el cumplimiento de la tarea requirió milagros. Así que Cristo les dio a sus apóstoles el poder milagroso que garantizaba su enseñanza. Según Él mismo confirmó sus palabras con sus obras, Él deseó que ellos también presentasen su doctrina con motivos excepcionales para su credibilidad. Sus milagros eran los sellos divinos de su misión y de su apostolado. El sello divino siempre ha estado estampado sobre la autoridad docente. No es necesario que todo misionero haga milagros, la Iglesia misma es un milagro siempre vivo que lleva siempre en su frente el testigo excepcional de que Dios está con ella

La relación de la Escritura con el magisterio vivo y del magisterio vivo con la Escritura

Esta relación es igual a la que existe entre el Evangelio y la predicación apostólica. Cristo utilizó la Biblia; apeló a ella como una autoridad irrefutable; la explicó, interpretó, y proveyó la clave para ella, con ella derramó luz sobre su propia doctrina y misión. Lo mismo hicieron los apóstoles cuando hablaban con los judíos. Ambas partes tenían acceso a las Escrituras en un texto aceptado por todos; ambos reconocían en ellas la autoridad divina, como en la misma palabra de Dios. Los fieles seguían este mismo procedimiento en sus estudios y discusiones; pero con los paganos y no creyentes era necesario comenzar con la presentación de la Biblia y garantizar su autoridad ---la doctrina cristiana referente a la Biblia tenía que ser explicada a los fieles mismos, y había que demostrar la garantía de esa doctrina. La Biblia había sido encomendada al cuidado del magisterio vivo. Era el deber de la Iglesia guardar la Biblia, presentarla a los fieles en ediciones autorizadas y traducciones precisas, le atañía dar a conocer la naturaleza y el valor del Libro Divino declarando lo que ella conocía respecto a su inspiración y a su inerrancia, ella debía proveer la clave al explicar por qué y cómo fue inspirada la Biblia, cómo contenía la revelación, cómo el objeto adecuado de esa revelación no era la instrucción puramente humana sino una doctrina religiosa y moral con miras a nuestro destino sobrenatural y los medios para alcanzarlo; cómo, en el Antiguo Testamento, al ser una preparación y anuncio del Mesías y la nueva dispensación, se podrían encontrar debajo de la cáscara de la letra significados, figuras y profecías típicas. En consecuencia, le correspondía a la Iglesia determinar el canon auténtico, especificar las reglas y condiciones especiales para la interpretación; pronunciarse, en caso de duda, respecto al sentido exacto de algún libro o texto, e incluso cuando fuese necesario, debía salvaguardar el valor histórico, profético o apologético de algún texto o pasaje; pronunciarse en ciertas cuestiones de autenticidad, cronología, exégesis o traducción, ya sea para rechazar una opinión que comprometiese la autoridad del libro o la veracidad de su doctrina, o para sostener algún cuerpo de verdad revelada contenido en un texto dado. Sobre todo le incumbía a la Iglesia circular el Libro Divino Sagrado acuñando su doctrina, adaptándola y explicándola, ofreciéndola y sacando de ella el alimento con el cual nutrir las [|alma]]s, brevemente complementando el libro, utilizándolo y enseñando a otros a utilizarlo. Esta es la deuda de la Escritura con el magisterio vivo.

Por otro lado, el magisterio vivo le debe mucho a la Escritura. Allí él encuentra la palabra de Dios, recién proclamada ---por así decirlo---, según fue expresada bajo la agencia divina por el autor inspirado; mientras que la tradición oral, aunque transmitió fielmente la verdad revelada con la ayuda divina, sin embargo la transmite solamente en fórmulas humanas. En cierta medida, más allá de toda duda, la Escritura nos da una expresión humana de la verdad que presenta, dado que esta verdad es desarrollada en y por un cerebro humano actuando en forma humana, pero también hasta cierto punto divina, puesto que ese desarrollo humano tiene lugar completamente bajo la acción de Dios. (N. del T.: Vea Inspiración de la Biblia). Así también, con la debida proporción, se puede decir de la palabra inspirada lo que Cristo dijo de la suya propia: "Es espíritu y vida". En un sentido que difiere del sentido protestante que a veces llega tan lejos como para deificar la Biblia, pero en un sentido verdadero, admitimos que Dios nos habla en la Biblia más directamente que a través de la enseñanza oral. Esta última, además, siempre fiel a las recomendaciones que San Pablo le hizo a su discípulo Timoteo, no falla en recurrir a las fuentes bíblicas para su instrucción y sacar de ahí la doctrina celestial, tomar de allí junto con la doctrina una expresión segura, siempre joven y siempre viva de ésta, una más adecuada que ninguna otra a pesar de la inevitable inadaptabilidad de las fórmulas humanas a las realidades divinas. En manos de los maestros, la Sagrada Escritura puede convertirse en una afilada arma defensiva y ofensiva contra el error y la herejía. Cuando surge una controversia, se recurre primero a la Biblia. Con frecuencia, cuando se encuentran textos decisivos, los maestros los manejan hábilmente y de tal modo que demuestren su fuerza irresistible. Si no se encuentra ninguno con la claridad necesaria, no se abandona por ello la ayuda de la Escritura. Guiado por el sentido claro de la verdad viva y luminosa, que lleva dentro de sí mismo, por su semejanza con la fe defendida en caso necesario contra el error bajo la asistencia divina, el magisterio vivo se esfuerza, explica, arguye y, ocasionalmente, sutiliza para presentar textos que, si carecen de un valor independiente y absoluto, adquieren una fuerza, o valor, ad hominem a través de la autoridad del intérprete auténtico, cuyo mismo pensamiento si no es, o si no está claramente, en la Escritura, sin embargo se presenta con una distinción y claridad nueva en este manejo de la Escritura, por este contacto con ella.

Evidentemente no se trata aquí de un significado que no esté en la Escritura y que el magisterio lo interpreta y lo impone como si fuese el significado bíblico. Esto lo pueden hacer, y a veces lo han hecho, algunos escritores individuales, pues ellos no son infalibles como individuos, pero no el magisterio auténtico. Aquí se trata solo de la ventaja que el magisterio saca de la Escritura ya sea para alcanzar una conciencia más clara de su propio pensamiento, para formularla en términos hieráticos, o bien para rechazar triunfalmente una opinión favorable al error o la herejía. En cuanto a la interpretación bíblica propiamente dicha, la Iglesia es infalible en el sentido que, si por decisión auténtica del Papa o del concilio, o por su enseñanza corriente, ella afirma que cierto pasaje de la Escritura tiene determinado sentido, ese sentido debe considerarse como el verdadero sentido del pasaje en cuestión. Ella reclama este poder de interpretación infalible sólo en asuntos de fe y moral, o sea, cuando la verdad moral o religiosa está en peligro, directamente, si el texto o pasaje pertenece al orden moral o religioso; indirectamente, si al atribuir un significado a un texto o libro la veracidad de la Biblia, su valor moral, o el dogma de su inspiración o inerrancia están en peligro. Sin ir más lejos en los múltiples servicios que la Biblia presta al magisterio vivo, sin embargo, se debe mencionar como de particular importancia los que le presta en el orden apologético. De hecho, la Escritura por su valor histórico, el cual es indisputable e indiscutible en muchos aspectos, provee al apologista con argumentos irrefutables para apoyar la religión sobrenatural. Por ejemplo, contiene milagros cuya realidad queda grabada en el historiador con la misma certeza que los hechos más reconocidos. Esto es cierto y quizás más sorprendente de los argumentos sacados de las profecías, pues las Escrituras, tanto en el Antiguo como el Nuevo Testamento, contienen profecías manifiestas, cuyo cumplimiento contemplamos ya en Cristo y sus apóstoles o en el desarrollo posterior de la religión cristiana.

En vista de todo esto, se entiende fácilmente que desde la época de San Pablo la Iglesia ha recomendado insistentemente a sus ministros el estudio de la Sagrada Escritura, que ella ha velado con autoridad celosa por su transmisión integral, su traducción exacta y su fiel interpretación. Si ocasionalmente ella ha parecido restringir su uso o su difusión esto también se debió amor fácilmente comprensible y una estima particular por la Biblia, no sea que el Libro sagrado, como si fuese un libro profano, sea tomado como objeto de simple curiosidad, de interminable debate o de abuso de cualquier clase. En pocas palabras, ya que la Iglesia finalmente prueba ser la mejor salvaguarda de la razón humana contra los excesos de una razón desenfrenada, así por el exacto reconocimiento de protestantes sinceros, ella se muestra al presente como la mejor defensora de la Biblia en contra de un biblicismo libre o de una crítica no comprobada.

El modo adecuado de existencia de la verdad revelada en la mente de la Iglesia y la forma de reconocer esta verdad

Hay una fórmula común en la enseñanza cristiana (la cual se tomó prestada del propio San Pablo) que la verdad tradicional fue confiada a la Iglesia como un depósito que ella guardaría y transmitiría fielmente tal como la recibió, sin quitar ni añadir cosa alguna. Esta fórmula expresa muy bien uno de los aspectos de la tradición y uno de los principales roles del magisterio vivo. Pero esta idea de un depósito no nos debe hacer perder de vista la verdadera manera en la que la verdad tradicional vive y es transmitida en la Iglesia. De hecho, el depósito no es una cosa inanimada pasada de mano en mano; no es, hablando apropiadamente, un conjunto de doctrinas e instituciones consignadas a libros u otros monumentos. Los libros y los monumentos de toda clase son un medio, un órgano de transmisión, pero, estrictamente hablando, no son la tradición misma. Para entenderla mejor esta se debe representar como una corriente de vida y verdad que viene de Dios a través de Cristo y de los apóstoles, hasta el último de los fieles que repite el credo y aprende su catecismo. Este concepto de tradición no está siempre claro para todos a primera vista. Empero, debemos comprenderlo si queremos formarnos una idea clara y exacta. Podemos intentar explicárnoslo del siguiente modo: Todos somos conscientes de un conjunto de ideas u opiniones que viven en nuestra mente y que forman parte de la vida misma de nuestra mente. A veces encuentran su expresión correcta; otras veces nos encontramos sin la fórmula exacta con la cual expresarlas a nosotros mismos o a los demás. Una idea busca, por así decirlo, su expresión, a veces incluso actúa en nosotros y nos lleva a acciones sin que nosotros tengamos todavía la conciencia reflexiva de ella. Algo semejante se puede decir de las ideas u opiniones que viven, por así decirlo, y provocan el sentimiento social de un pueblo, una familia o cualquier otro grupo bien definido para formar lo que se llama el espíritu del día, el espíritu de una familia, o el espíritu de un pueblo.

Este sentimiento común es, en cierto sentido, nada más que la suma de los sentimientos individuales, y sin embargo sentimos claramente que es totalmente otra cosa que el sentimiento individual tomado individualmente. Es un hecho de la experiencia que hay un sentimiento común, como si hubiera tal cosa como un espíritu común, y como si este espíritu común fuese la morada de ciertas ideas y opiniones que son sin duda las ideas y opiniones de cada hombre, pero que adoptan un aspecto en cada persona en cuanto que son las ideas y opiniones de todos. La existencia de la tradición en la Iglesia debe verse como algo que vive en el espíritu y en el corazón, de ahí se traduce en actos, y se expresa en palabras o escritos; pero aquí no debemos tener en mente el sentimiento individual, sino el sentimiento común de la Iglesia, el sentido o sentimiento de los fieles, es decir, de todos los que viven por la vida de la Iglesia y están en comunión de pensamiento entre ellos mismos y con ella. La idea viva es la idea de todos, es la idea de los individuos pero no simplemente en cuanto son individuos, sino en cuanto son parte del mismo cuerpo social. Este sentimiento de la Iglesia es peculiar en que es ella misma bajo la influencia de la gracia. De ahí surge que no está sujeto, como el de otros grupos humanos, a error y tendencias irreflexivas o culpables. El Espíritu de Dios que vive siempre en su Iglesia sostiene el sentido e verdad revelada que vive siempre en ella.

Documentos de todas clases (escritos, monumentos, etc.) son, en manos de los maestros, como de los fieles, un medio de encontrar o reconocer la verdad revelada confiada a la Iglesia bajo la dirección de sus pastores. Entre los documentos escritos y el magisterio vivo de la Iglesia hay una relación semejante, proporcionalmente hablando, a la ya esbozada entre la Escritura y el magisterio vivo. En ellos se encuentra el pensamiento tradicional expresado de acuerdo a los diferentes ambientes y circunstancias, ya no en un lenguaje inspirado como en el caso de las Escrituras, sino en un lenguaje puramente humano, sujeto consecuentemente a las imperfecciones y limitaciones del pensamiento humano. Sin embargo, mientras más son los documentos la expresión exacta del pensamiento vivo de la Iglesia, más poseen el valor y la autoridad que pertenecen a ese pensamiento, porque son mucho más la mejor expresión de la tradición. A menudo fórmulas del pasado han entrado por sí mismas a la corriente tradicional y se han convertido en fórmulas oficiales de la Iglesia. De ahí se entiende que el magisterio vivo busque en el pasado, ya tanto por autoridades a favor de su pensamiento presente para defenderlo contra ataques o peligros de mutilación, ya por luz para caminar la senda correcta sin desviarse.

El pensamiento de la Iglesia es esencialmente tradicional y el magisterio vivo, al tomar conocimiento de las fórmulas antiguas de ese pensamiento, restablece su fuerza y se prepara para darle a la inmutable verdad una expresión nueva que estará en armonía con las circunstancias del día y al alcance de las mentes contemporáneas. La verdad revelada ha encontrado fórmulas definitivas desde los primeros tiempos; entonces el magisterio sólo tiene que preservarlas, explicarlas y ponerlas en circulación. A veces los intentos por expresar esta verdad han sido fallidos. Ha sucedido incluso que al intentar expresar la verdad revelada en términos de alguna filosofía, o fusionarla con alguna corriente de pensamiento humano, ha sido tan distorsionada hasta hacerla apenas reconocible, tan íntimamente mezclada con el error que es difícil separarlos. Cuando la Iglesia estudia los antiguos monumentos de su fe ella extiende sobre el pasado el reflejo de su pensamiento vivo y presente, y por alguna simpatía de la verdad de hoy con la de ayer, ella logra reconocer a través de las obscuridades e imprecisiones de las fórmulas antiguas las partes de la verdad tradicional, incluso cuando se mezclan con el error. La Iglesia también es (respecto a doctrinas morales y religiosas) la mejor intérprete de los documentos verdaderamente tradicionales; ella reconoce como por instinto lo que pertenece a la corriente de su pensamiento vivo y lo distingue de elementos foráneos con los que se haya podido mezclar en el curso de los siglos.

El magisterio vivo, por tanto, hace uso extenso de documentos del pasado, pero lo hace al juzgar e interpretar, contento de encontrar en ellos su pensamiento actual; pero asimismo, cuando es necesario, distingue su pensamiento actual de lo que es tradicional sólo en apariencia. Es la verdad revelada siempre viva en la mente de la Iglesia o, si se prefiere, el pensamiento actual de la Iglesia en continuidad con su pensamiento tradicional, el cual es para ella su criterio final, según el cual el magisterio vivo adopta como verdaderas o rechaza como falsas las fórmulas a menudo obscuras y confusas que aparecen en los monumentos del pasado. Así se explican tanto su respeto por los escritos de los Padres de la Iglesia como su independencia suprema hacia esos escritos ---los juzga más de lo que es juzgada por ellos. Harnack ha dicho que la Iglesia está acostumbrada a ocultar su evolución y a borrar lo mejor que puede las diferencias entre su pensamiento presente y su pasado a base de condenar como heréticos a los más fieles testigos de lo que antes era la ortodoxia. Por no entender lo que es la tradición, el pensamiento siempre vivo de la Iglesia, ese autor cree que ella abjuró su pasado cuando simplemente distinguió entre lo que era la verdad tradicional en el pasado y lo que era solo aleación humana en esa verdad, la opinión personal de un autor que se sustituía el pensamiento general de la comunidad cristiana con el suyo propio. En cuanto a documentos oficiales, la expresión del magisterio infalible de la Iglesia encarnada en las decisiones de los concilios, o los juicios solemnes de los Papas, la Iglesia nunca contradice lo que ya ha decidido una vez. Ella está vinculada con su pasado porque en él está comprometido todo su ser y no cualquier órgano falible de su pensamiento. De ahí que ella aún encuentre su doctrina y regla de fe en esos venerables monumentos; las fórmulas pueden haber envejecido, pero la verdad que expresan es siempre su pensamiento actual.

Organización y ejercicio del magisterio viviente; su papel específico en la defensa y transmisión de la verdad revelada; sus límites y modos de acción

Un estudio más detallado del magisterio vivo nos permitirá comprender mejor el espléndido organismo creado por Dios y gradualmente desarrollado, para que pueda preservar, transmitir y poner al alcance de todos la verdad revelada, siempre la misma, pero adaptada a la variedad de tiempo, circunstancias y medio ambiente. Hablando con propiedad, este magisterio es una autoridad docente; no sólo presenta la verdad, sino que tiene derecho a imponerla, dado que su poder es el mismo poder que Dios dio a Cristo y Cristo a la Iglesia. Esta autoridad es llamada la Iglesia docente. La Iglesia docente está compuesta esencialmente del cuerpo episcopal, que continúa aquí en la tierra la misión del Colegio Apostólico. Ciertamente fue en forma de colegio, o cuerpo social, que Cristo agrupó a sus apóstoles y es asimismo como un cuerpo social que el episcopado ejerce su misión de enseñar. La infalibilidad doctrinal se le ha garantizado al cuerpo episcopal y a la cabeza de ese cuerpo igual que le fue garantizada a los apóstoles, con la diferencia, sin embargo, entre los apóstoles y los obispos, que cada apóstol era personalmente infalible (en virtud de su extraordinaria misión como fundador y de la plenitud del Espíritu Santo recibida en Pentecostés por los Doce y luego comunicada a San Pablo igual que a los Doce), mientras que sólo es infalible el cuerpo de obispos, no así cada obispo en particular, excepto en la medida en que enseñe en comunión y concierto con todo el cuerpo episcopal.

A la cabeza del cuerpo episcopal está la suprema autoridad del Romano Pontífice, sucesor de San Pedro en su primacía al igual que lo es en su sede. Como autoridad suprema del cuerpo docente, que es infalible, el Papa también es infalible. El cuerpo episcopal también es infalible, pero sólo en unión con su cabeza, de la cual además no se puede separar, ya que equivaldría a separarse del fundamento sobre el cual está construida la Iglesia. El Papa puede ejercer su autoridad sin la cooperación de los obispos, incluso en decisiones infalibles, que tanto obispos como fieles están obligados a recibir con la misma sumisión. Los obispos pueden ejercer su autoridad de dos formas: que cada obispo enseñe a la grey que se la ha confiado, o que los obispos se reúnan en concilio para redactar juntos y transmitir los decretos doctrinales o disciplinarios. Cuando todos los obispos del mundo católico (esta totalidad debe entenderse en el sentido moral; es suficiente que toda la Iglesia esté representada) se reúnen en concilio, éste se llama ecuménico (Vea artículo LOS 22 CONCILIOS ECUMÉNICOS). Los decretos doctrinales de un concilio ecuménico, una vez aprobados por el Papa, son infalibles igual que lo son las definiciones ex cátedra del soberano pontífice. Aunque los obispos, considerados individualmente, no son infalibles, su enseñanza participa de la infalibilidad de la Iglesia en la medida en que enseñen en concierto y en unión con el cuerpo episcopal, o sea, cuando no expresan ideas personales sino el pensamiento auténtico de la Iglesia.

Junto al Soberano Pontífice están las Congregaciones Romanas, muchas de las cuales se ocupan especialmente de cuestiones doctrinales. Algunas de ellas, tales como la Congregación del Índice no se ocupan de esa forma excepto desde el punto de vista disciplinario, al prohibir la lectura de ciertos libros considerados peligrosos para la fe o la moral, si no por la doctrina misma que contienen, al menos por la forma en que la expresan o por su irracionalidad. Otras congregaciones, la de la Inquisición, por ejemplo, tienen una mayor autoridad doctrinal. Esta autoridad nunca es infalible; sin embargo, es vinculante y exige una sumisión religiosa, interior así como exterior. Sin embargo, esta sumisión interior no necesariamente tiene que ver con la verdad o falsedad absoluta de la doctrina contenida en un decreto; sólo puede versar sobre la seguridad o peligro de cierta enseñanza u opinión, dado que el decreto mismo generalmente tiene en cuenta solamente la calificación moral de una doctrina. Para asistirlos en su tarea doctrinal los obispos tienen a todos los que enseñan por su autoridad o bajo su vigilancia: párrocos y sacerdotes, profesores en escuelas eclesiásticas, en una palabra, todos los que enseñan o explican la doctrina cristiana.

La enseñanza teológica en todas sus formas (en seminarios, universidades, etc.) provee una ayuda valiosa en su conjunto a la autoridad docente y a todos los que enseñan bajo esa autoridad. En el estudio de la teología los maestros mismos han adquirido el conocimiento que usualmente les ayuda a discernir la verdad o falsedad en materia doctrinal; de ahí han sacado lo que ellos mismos han de ofrecer. Los teólogos como tales no forman parte de la Iglesia docente, sino que como expositores profesionales de la verdad revelada, la estudian científicamente, la recopilan y sistematizan, la iluminan con todas las luces de la filosofía, de la historia, etc. Son, por así decirlo, los consultores naturales de la autoridad docente, para proveerle la información y datos necesarios; de ese modo ellos preparan, y a veces en forma incluso más directa mediante sus informes, sus consultas escritas, sus proyectos o "schemata", y sus redacciones preparatorias, los documentos oficiales que finalmente la autoridad docente desarrolla y pública con autoridad. Por otro lado, sus obras científicas son útiles para la instrucción de quienes han de difundir y popularizar la doctrina, ponerla en circulación y adaptarla a todos a través de palabras y escritos de todo tipo. Es evidente la maravillosa unidad alcanzada en este punto solo en la enseñanza eclesiástica y cómo la misma verdad, que desciende de lo alto, distribuida a través de mil canales diferentes, llega finalmente pura e inmaculada hasta los más humildes y hasta los más ignorantes.

Esta variada obra, de exposición científica así como de popularización y propaganda, es asimismo asistida por las incontables formas escritas de enseñanza religiosa, entre las que el catecismo tiene un carácter especial de seguridad doctrinal, aprobadas como lo son por la autoridad docente y reclamando sólo exponer con claridad y precisión la enseñanza común en la Iglesia. De ese modo, el niño que aprende el catecismo puede, siempre que esté instruido sobre él, adquirir el conocimiento que la doctrina que se le presenta no es la opinión personal del catequista voluntario ni la del sacerdote que se la transmiten. El catecismo es igual en todas las parroquias de una diócesis; aparte de pequeñas diferencias de detalles que no afectan la doctrina, todos los catecismos de un país son iguales; las diferencias entre los de un país y otro son apenas perceptibles. Es genuinamente la mente de la Iglesia recibida de Dios o Cristo y transmitida por los apóstoles a la sociedad cristiana que así llega incluso a los pequeños por la voz del catequista, o a los no civilizados por boca del misionero. Esta difusión de la misma verdad a través del mundo, y esta unidad de la misma fe entre los pueblos más diversos es una maravilla que por sí misma obliga al reconocimiento de que Dios está con su Iglesia. San Ireneo en su época la admiraba y lo expresaba en un lenguaje tan brillante y poético como pocas veces se encuentra en la obra del venerable obispo de Lyon.

La causa externa y visible de esa difusión y unidad es la maravillosa organización del magisterio vivo. Este magisterio no fue instituido para recibir nuevas verdades sino para guardar, transmitir, propagar y preservar la verdad revelada de cualquier mezcla de error, y para hacerla prevalecer. Además no se ha de considerar al magisterio como algo externo a la comunidad de los fieles. Quienes enseñan no pueden ni deben enseñar sino aquello que ellos mismos aprendieron; quienes tienen el oficio de maestros han sido escogidos de entre los fieles y en primer lugar están obligados a creer lo que ellos proponen a la fe de los demás. Además, ellos usualmente presentan a la creencia de los fieles sólo las verdades de las que éstos ya han hecho profesión más o menos explícita. A veces es incluso sondeando, por así decirlo, el sentimiento común de la Iglesia, aún más mediante el escrutinio de los monumentos del pasado, los maestros y teólogos descubren que tal o cual doctrina, quizás en disputa, pertenece sin embargo al depósito de la tradición. Más de uno de los fieles puede incluso ser inconsciente de su creencia personal en ella, pero si está en unión de pensamiento con la Iglesia, él cree implícitamente aquello que quizás se niega a reconocer explícitamente como objeto de su fe. Sucedió así respecto al dogma de la Inmaculada Concepción antes de que fuera incluido en la fe explícita de la Iglesia.

Por tanto hay una unión íntima de pensamiento y corazón entre la Iglesia docente y los fieles. La autoridad docente no pierde nada de sus derechos. Éstos están limitados solamente desde arriba por las mismas condiciones del mandato que han recibido. Pero el ejercicio de esa autoridad es por eso mucho más cierto y fácil a medida que los fieles, usualmente, por decirlo así, confirman con su adhesión las decisiones de esa autoridad: una definición dogmática apenas hace más que sancionar la fe ya existente en la comunidad cristiana. Los maestros en la Iglesia y los profesores de teología naturalmente apelan a todos los recursos que ofrece la ciencia humana para mejor entender, adaptar y preservar la verdad revelada contra ataques o errores. Entre las ciencias que necesariamente tienen un lugar importante en el arsenal del magisterio docente están la filosofía, la historia, los lenguajes y la filología en todas sus formas.

Respecto a la sistematización teológica en particular, la filosofía interviene necesariamente para ayudar a la teología a comprender mejor la verdad revelada, a sintetizar mejor la información tradicional y a explicar mejor las ideas dogmáticas. En la Edad Media se formó una fructífera alianza entre la filosofía escolástica y la teología. Puede suceder que la filosofía y otras ciencias humanas estén en discrepancia con la teología, la ciencia de la verdad revelada. El conflicto nunca es insoluble, pues lo verdadero nunca se puede oponer a lo verdadero, ni la verdad humana de la filosofía, y el conocimiento humano a la verdad sobrenatural de la teología. Pero queda el hecho de que las hipótesis científicas, la ciencia que se busca a sí misma, y la filosofía que se desarrolla a sí misma a veces parecen estar en oposición a la verdad revelada (N.T.: Léase la encíclica "Fides et ratio" de S.S. Juan Pablo II). En este caso la Iglesia docente tiene el derecho, a fin de preservar la verdad tradicional, a condenar las aseveraciones, opiniones e hipótesis que, aunque no sean negaciones directas, sin embargo, ponen en peligro o más bien exponen a algunas almas a perderla. La autoridad necesita ser prudente en tales condenas y es bien sabido que son raros los casos en que se pueda afirmar con alguna apariencia de justificación que no haya sido suficientemente así, pero su derecho a intervenir es indiscutible para cualquiera que admita la institución divina del magisterio.

Entre los hechos y opiniones puramente profanos y las verdades reveladas existen hechos y opiniones mixtos que por su naturaleza pertenecen al orden humano, pero que están en contacto íntimo y relación cercana con la verdad sobrenatural. Tales hechos son llamados hechos dogmáticos y tales opiniones son llamadas teológicas. En virtud misma de su misión la autoridad docente tiene jurisdicción sobre estos hechos y opiniones; es incluso una verdad positiva, no una verdad revelada, que los hechos dogmáticos y las opiniones teológicas pueden ser también, al igual que las verdades dogmáticas mismas, objeto de una decisión infalible. La Iglesia no es menos infalible al afirmar que las cinco famosas proposiciones están en el jansenismo que al condenarlas como heréticas.

Se debe distinguir entre las tradiciones dogmáticas o verdades reveladas, tradiciones piadosas, costumbres litúrgicas y los relatos de manifestaciones o revelaciones sobrenaturales que circulan en el mundo de la piedad cristiana. Cuando la Iglesia interviene para pronunciarse sobre esos asuntos nunca es para canonizarlos, si se puede decir así, ni para otorgarles una autoridad de fe; en tales casos solo reclama preservarlos contra ataques temerarios, declarar que no contienen nada contrario a la fe o la moral, y reconocer en ellos suficiente valor humano para que la piedad se nutra a sí misma con ello libremente y sin peligro.

La identidad de la verdad revelada en la variedad de fórmulas, sistematización y desarrollo dogmático; la identidad de la fe en la Iglesia a través de las variaciones de la teología

Son bien conocidas las palabras de Sally Prud'homme: "¿Cómo se explica que algo tan complicado (la 'Summa' de Santo Tomás) haya emergido de algo tan sencillo (el Evangelio)?" De hecho cuando leemos un tratado teológico o la profesión de fe y el juramento antimodernista impuesto por Pío X, a primera vista parecen muy diferentes de la Sagrada Escritura o del Credo de los Apóstoles. Sin embargo, un estudio más a fondo nos revela que las diferencias son reconciliables; a pesar de las apariencias, la "Summa" y el juramento antimodernista están vinculados naturalmente con la Escritura y la fe de los primeros cristianos. Para comprender plenamente la identidad de la verdad revelada, como se creía en los primeros siglos, con los dogmas que ahora profesamos, es necesario estudiar a fondo el proceso de la expresión dogmática a través de la historia completa del dogma y de la teología. Es suficiente aquí indicar sus líneas y características generales.

Lo que se mostró en la Escritura o en la revelación evangélica como una realidad viviente (la persona divina de Jesucristo) ha sido formulado en términos abstractos (una persona, dos naturalezas) o en fórmulas concretas (mi Padre y yo somos uno); los hombres pasaron constantemente de lo implícito visto o recibido a lo explícito razonado o reflexionado; analizaron los datos complejos, compararon los elementos separados, construyeron un sistema de verdades dispersas; mediante analogías de fe y a la luz de la razón, clarificaron puntos que estaban todavía obscuros y los fundieron en un todo, en cuyas partes a veces era difícil distinguir entre los datos de la revelación divina y los del conocimiento humano. En pocas palabras, todo ese condujo a una obra de transposición, análisis, síntesis, deducción e inducción, y de la elaboración de la materia revelada por la teología. En el curso de esa faena las fórmulas han cambiado, las realidades divinas se han matizado con los colores del pensamiento humano, las verdades reveladas se han entremezclado con las de la ciencia y la filosofía, pero la doctrina celestial ha permanecido igual a través de la variedad de fórmulas, sistematización y expresiones dogmáticas. Se ve desde diferentes ángulos y, hasta cierto punto, con otros ojos, pero es la misma verdad que fue presentada a los primeros cristianos y la que se nos presenta hoy a nosotros.

A esa identidad de la verdad revelada corresponde la identidad de la fe. Nosotros todavía creemos lo mismo que creían los primeros cristianos; lo que nosotros creemos hoy, ellos lo creyeron más o menos explícitamente, en un modo más o menos consciente. Dado que el depósito de la revelación ha permanecido igual, igual también, en substancia, ha permanecido la toma de posesión del depósito por la fe viva. Cada uno de los fieles no tiene todo el tiempo ni tiene siempre conciencia explícita de todo lo que cree, pero su creencia implícita contiene siempre lo que un día hace explícito en la profesión de fe. Siempre se han profesado explícitamente en la Iglesia, de palabra o de obra, algunas verdades que podemos llamar fundamentales; Otras, que pueden ser llamadas secundarias, pueden haber permanecido implícitas por largo tiempo, o envueltas, en lo tocante al detalle, en una verdad más general en la que la fe no las distingue a primera vista. En el primer caso, en cierto tiempo pudieron haber existido incertidumbres, surgido controversias, aparecido herejías. Pero la mente de la Iglesia, el sentido católico, no ha vacilado en lo que era esencial, nunca ha habido en el mundo cristiano ese obscurecimiento de la verdad por la que los herejes la han reprochado; éstos podrían haber visto y los que tenían ojos para ver vieron. Nunca se han dado disputas entre los fieles en cuanto a esos puntos; a veces ha habido disputas muy agrias, pero tuvieron que ver con malos entendidos o se tuvieron que ver sólo con detalles de expresión.

En lo tocante a verdades tales como el [[dogma[[ de la Inmaculada Concepción, ha habido incertidumbres y controversias sobre la substancia misma de los temas en cuestión. La verdad revelada estaba de hecho en el depósito de la verdad de la Iglesia, pero no se había formulada en términos explícitos, ni siquiera en términos claramente equivalentes; estaba envuelta en una verdad más general (la de, por ejemplo, la santidad total de María), cuya fórmula pudo haberse entendido en una forma más o menos absoluta (exención del pecado actual, exención incluso del pecado original). Por otra parte, esta verdad (la exención de María del pecado original) pudo parecer en conflicto al menos aparente con otras verdades ciertas (la universalidad del pecado original, la redención de todos por Cristo). Se puede comprender fácilmente que en algunas circunstancias, cuando la cuestión se plantea explícitamente por primera vez, los fieles hayan dudado. Es incluso natural que los teólogos muestren mayores dudas que los demás fieles. Más conscientes de la aparente oposición entre la nueva opinión y la verdad antigua, pueden resistir legítimamente, mientras esperan una luz mayor, lo que les puede parecer premura irreflexiva o piedad no instruida. Así lo hicieron San Anselmo, Santo Tomás y San Buenaventura en el caso de la Inmaculada Concepción.

Pero la idea viva de María en la mente de la Iglesia implicaba absoluta exención de todo pecado, incluso del pecado original; los fieles, a los que las preocupaciones teológicas no les impedían sostener esa idea en toda su pureza, con esa intuición del corazón a menudo más dispuesta e iluminada que la misma razón y el pensamiento reflexivo, se apartaban de toda restricción y no podían soportar, según la expresión de San Agustín, que hubiese discusión sobre pecado alguno, cualquiera que fuese, en relación con María. Poco a poco el sentimiento de los fieles obtuvo la victoria. No, como se ha dicho, porque los teólogos, incapaces de luchar contra un sentimiento ciego, tuviesen que seguir el movimiento, sino porque sus percepciones, aceleradas por los fieles y por su propio instinto de [[fe], se volvieron más consideradas del sentimiento de los fieles y eventualmente examinaron con más cuidado la nueva opinión para asegurarse que, lejos de contradecir algún dogma, armonizara maravillosamente con otras verdades reveladas y correspondiese como un todo a la analogía de la fe y la congruencia racional. Por último, luego de escudriñar con cuidado renovado el depósito de la revelación, descubrieron la opinión piadosa, escondida hasta ese momento, por lo que a ellos respecta, en una fórmula más general, y no contentos con declararla verdadera, la declararon revelada. De ese modo, luego de largas discusiones, a la fe implícita en una verdad revelada sucedió la fe explícita en esa misma verdad, pero brillando ya a la vista de todos. No había nuevos datos, pero ha habido, bajo el impulso de la gracia y con el sentimiento y esfuerzo de la teología, una visión más distinta y clara respecto a lo que los datos antiguos contenían. Cuando la Iglesia definió la Inmaculada Concepción, definió lo que estaba realmente en la fe explícita de los fieles, lo que siempre había estado implícito en esa fe. Y lo mismo se aplica a todos los casos semejantes, excepto por diferencias accidentales de circunstancias. Al reconocer una nueva verdad la Iglesia reconoce con ello que ella ya poseía esa verdad.

Por lo tanto, en la Iglesia sí existe progreso en el dogma, en la teología, hasta cierto punto en la fe misma, pero ese progreso no consiste en una adición de información fresca o en un cambio de ideas. Lo que se cree es lo que siempre se ha creído, pero a través del tiempo se entiende en forma más común y generalizada y se expresa explícitamente. De ese modo, gracias al magisterio vivo y a la predicación eclesiástica, gracias al sentido vivo de la verdad que reside en la Iglesia, a la acción del Espíritu Santo que simultáneamente dirige a los maestros y a los fieles, la verdad tradicional vive y se desarrolla en la Iglesia, siempre inmutable, al mismo tiempo nueva y antigua ---antigua, pues los primeros cristianos ya la contemplaban en cierta manera; nueva porque la vemos con nuestros propios ojos y en armonía con nuestras ideas presentes. Tal es la noción de tradición en el doble sentido de la palabra; es verdad divina que viene a nosotros en la mente de la Iglesia y es la custodia y transmisión de esta verdad divina por el órgano del magisterio vivo, por la predicación eclesiástica, por la profesión de la misma realizada por todos en la vida cristiana.


Fuente: Bainvel, Jean. "Tradition and Living Magisterium." The Catholic Encyclopedia. Vol. 15. New York: Robert Appleton Company, 1912. <http://www.newadvent.org/cathen/15006b.htm>.

Traducido por Javier Algara Cossío