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Miércoles, 24 de abril de 2024

Brujería

De Enciclopedia Católica

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Brujería: No es fácil establecer una distinción clara entre magia y brujería. Ambas se ocupan de producir efectos más allá de los poderes naturales del hombre por medios diferentes al divino. (ver ARTE OCULTO, OCULTISMO). Pero en la brujería, como comúnmente se entiende, está involucrada la idea de un pacto diabólico o al menos de una apelación a la intervención de los espíritus del mal. En estos casos, esta ayuda sobrenatural se suele invocar, ya sea para lograr la muerte de alguna persona repugnante, para despertar la pasión del amor en aquellos que son objeto de deseo, para llamar a los muertos o para traer calamidad o impotencia sobre enemigos, rivales y opresores imaginarios. Esta no es una enumeración exhaustiva, pero estos representan algunos de los propósitos principales a los que les ha servido la brujería durante casi todos los periodos de la historia del mundo.

Según la creencia tradicional, no solo de la edad oscura, sino de los tiempos posteriores a la Reforma, las brujas o magos adictos a tales prácticas hicieron un pacto con Satanás, abjuraron de Cristo y los sacramentos, observaron el “sábado de las brujas” —mediante la realización de ritos infernales que a menudo tomaban la forma de parodia de la Misa o de los oficios de la Iglesia— rendían honor divino al Príncipe de la Oscuridad y a cambio, recibían de él poderes preternaturales tales como volar por los aires en una escoba, asumir diferentes formas a voluntad y atormentar a sus víctimas escogidas, mientras se ponía a su disposición un diablillo o “espíritu familiar” capaz y dispuesto a realizar cualquier servicio que pudiese ser necesario para promover sus nefastos propósitos.

La creencia en la brujería y su práctica parece haber existido entre todos los pueblos primitivos. Tanto en el antiguo Egipto como en Babilonia jugó un papel conspicuo, como muestran claramente los registros existentes. Bastará con citar una breve sección del recientemente recuperado Código de Hammurabi (aprox. 2000 a.C.), en el que se prescribe: “Si un hombre radica una denuncia por brujería y no la justifica, aquél sobre quien pese la acusación irá al río sagrado; se sumergirá en el río sagrado y si el río sagrado lo vence, el acusador tomará para sí su casa.”

Las referencias sobre brujería son frecuentes en las Sagradas Escrituras, y las fuertes condenas de tales prácticas que leemos allí no parecen estar basadas tanto en la suposición de fraude, como en la “abominación” de la magia misma. (Vea Deut. 18,11-12, Éxodo 22,17: "A los magos no los dejarás vivir” —Versión Autorizada “A la bruja no la dejarás vivir”.) Toda la narración de la visita de Saúl a la bruja de Endor (1 Sam. 28) supone la realidad de la invocación de la sombra de Samuel por parte de la bruja. Y por Levítico 20,27: “El hombre o la mujer en que haya espíritu de nigromante o adivino, morirá sin remedio: los lapidarán. Caerá su sangre sobre ellos” deberíamos inferir naturalmente que el espíritu adivinador no era una mera impostura. Las prohibiciones de la hechicería en el Nuevo Testamento nos dan la misma impresión. (Gál. 5,20 comparado con Apoc. 21,8, 22,15; y Hch. 8,9, 13,6). Suponiendo que la creencia en la brujería hubiese sido una superstición vana, sería extraño que en ninguna parte se sugiriera que la maldad de tales prácticas solo residía en fingir la posesión de poderes que realmente no existían.

Podemos llegar a la misma conclusión por la actitud de la Iglesia primitiva, la cual probablemente fue no poco influenciada tanto por la legislación criminal del Imperio como por el sentimiento judío. La ley de las Doce Tablas ya asume la realidad de poderes mágicos, y los términos de las frecuentes referencias en Horacio a Canidia nos permiten ver el odio que se les tenía a tales hechiceras. Bajo el Imperio, en el siglo III, el Estado imponía y realizaba el castigo de quemar vivas a las brujas que provocaban la muerte de otra persona por medio de sus encantamientos (Julio Pablo, “Sent.”, V, 23, 17). La legislación eclesiástica siguió un curso similar pero mucho menos severo.

El Concilio de Elvira (306), canon VI, les negó el santo viático a aquéllos que habían asesinado a un hombre mediante un hechizo (per maleficium), y añade la razón de que tal crimen no se puede realizar “sin idolatría”; lo que probablemente significa sin la ayuda del diablo, pues en ese entonces adoración al demonio e idolatría eran términos equivalentes. De forma similar, el canon 24 del Concilio de Ancira (314) impone cinco años de penitencia a quienes consulten a los magos y, aquí nuevamente la ofensa se trata como una participación práctica en el paganismo. Esta legislación representó la mente de la Iglesia durante muchos siglos. Penas similares se aprobaron en el Concilio in Trullo en Oriente (692) mientras que algunos de los primeros cánones irlandeses del lejano oeste trataron a la hechicería como un crimen punible con la excomunión hasta que se hubiese realizado una penitencia adecuada.

Aún más, el deseo general del clero por controlar el fanatismo queda bien ilustrado en un concilio como el de Paderborn (785). Aunque promulgó que los hechiceros debían ser reducidos a la servidumbre y quedar al servicio de la Iglesia, también aprobó un decreto bajo los términos siguientes: "Cualquiera que, cegado por el diablo e infectado con errores paganos, tome a otra persona por una bruja que come carne humana y, por lo tanto, la queme, coma su carne o se la dé a comer a otros, será castigado con la muerte". En resumen puede decirse que durante los primeros 1,300 años de la era cristiana no encontramos rastro de esa feroz denuncia y persecución de supuestas hechiceras que caracterizaría la cruel cacería de brujas de tiempos posteriores.

En estos primeros siglos se llevaron a cabo algunos enjuiciamientos individuales por brujería, y en algunos de estos aparentemente el castigo fue la tortura (permitida por el derecho civil romano). De hecho, el Papa Nicolás I (866 d.C.) prohibió el uso de la tortura, y un decreto similar se encuentra en las decretales pseudo isidorianas. A pesar de esto en todas partes no se renunció a la brujería. También debemos notar que muchas supuestas brujas eran sometidas a la ordalía del agua fría pero como el hundimiento de la víctima era considerado como prueba de su inocencia, podemos creer razonablemente que los veredictos a los que así se llegaba generalmente eran veredictos de absolución.

En muchas diferentes ocasiones los eclesiásticos que hablaban con autoridad hicieron todo lo posible por desengañar a la gente de su creencia en la brujería. Este fue, por ejemplo, el tenor general del libro "Contra insulsam vulgi opinionem de grandine et tonitruis" (Contra la tonta creencia común sobre el granizo y el trueno) escrito por San Agobardo (m. 841), arzobispo de Lyon (P.L., CIV, 147). Aún más pertinente es la sección 364 de la obra "De ecclesiasticis disciplinis" atribuida a Regino de Prüm (906 d.C.). En dicha sección 364 leemos: Esto tampoco debe pasarse por alto, “que algunas mujeres abandonadas, desviadas para seguir a Satanás, seducidas por las ilusiones y fantasmas de los demonios, creen y profesan abiertamente que en la oscuridad de la noche cabalgan sobre ciertas bestias junto a la diosa pagana Diana y una incontable horda de mujeres, y que durante estas horas silentes vuelan sobre vastos territorios y la obedecen como a su ama, mientras que otras noches son convocadas para rendirle homenaje.”

Y luego continúa señalando que si tan sólo fueran estas mismas mujeres las que estuviesen engañadas sería un asunto de pocas consecuencias, pero que desgraciadamente una inmensa cantidad de personas (innumera multitudo) creen que estas cosas son ciertas y que al creer en ellas se apartan de la fe verdadera, de modo que, prácticamente hablando, caen en el paganismo. Y en este relato dice que "es deber de los sacerdotes instruir encarecidamente a la gente que estas cosas son absolutamente falsas y que tales imaginaciones han sido plantadas en las mentes de la gente incrédula, no por el Espíritu Divino, sino por el espíritu del mal" (P.L., CXXXII, 352; cf. ibid., 284). Como ha mostrado Hansen (Zauberwahn, págs. 81-82), sería una conclusión demasiado abarcadora la inferencia de que con esta declaración la Iglesia carolingia proclamó su incredulidad en la brujería, pero el pasaje al menos prueba que entre el clero había comenzado a prevalecer un espíritu más sano y mucho más crítico respecto a estos asuntos.

Otra obra de gran importancia es el "Decretum" de Burcardo, obispo de Worms (aprox. año 1020), especialmente su vigésimo noveno libro, comúnmente conocido por separado como el "Corrector". Burcardo, o los maestros de quienes compiló su tratado, aún creen en algunas formas de brujería –en pociones mágicas que, por ejemplo, producen impotencia o inducen el aborto. Pero rechazaba por completo la posibilidad de muchos de los maravillosos poderes que se les acreditaba popularmente a las brujas como, por ejemplo, las cabalgatas nocturnas por el aire, el cambio de la disposición de una persona del amor al odio, el control del trueno, la lluvia y la luz del sol; la transformación de hombre a animal, las relaciones sexuales de íncubos y súcubos con seres humanos. No sólo el intento de practicar tales cosas, sino la creencia misma en la posibilidad de llevarlas a cabo, es tratado por él como un pecado para el cual el confesor debe asignarle y exigirle al penitente que haga una severa penitencia.

En 1080 Gregorio VII le escribió al rey Harold de Dinamarca, prohibiendo que se ejecutara a las brujas bajo la presunción de haber causado tormentas, la pérdida de cosechas o pestilencia. Estos tampoco fueron los únicos ejemplos del esfuerzo por contener la oleada de injustas sospechas a las que estas pobres criaturas estaban expuestas. Vea, por ejemplo, el caso Weihenstephan discutido por Weiland en la "Zeitschrift f. Kirchengesch.", IX, 592.

Por el otro lado, después de mediados del siglo XIII, la recién constituida Inquisición papal comenzó a ocuparse de las acusaciones de brujería. Alejandro IV, de hecho, ordenó (1258) que los inquisidores debían limitar su intervención a casos en los que existiese alguna presunción clara de creencia herética (manifeste haeresim saparent); pero Hansen muestra razones para suponer que las tendencias heréticas ya se inferían de casi cualquier tipo de prácticas mágicas. Tampoco es sorprendente cuando recordamos con cuánta libertad los cátaros parodiaban el ritual católico en su "consolamentum" y otros ritos, y cuán fácilmente el dualismo maniqueo de su sistema podía interpretarse como un homenaje a los poderes de las tinieblas. En todo caso fue en Toulouse, el foco de la infección cátara, que encontramos en 1275 el ejemplo más antiguo de una bruja muerta en la hoguera tras la sentencia judicial de un inquisidor que en este caso fue un tal Hugo de Baniol (Cauzons, "La Magic", II, 217). La mujer, probablemente medio loca, "confesó" haber dado a luz un monstruo tras haber tenido relaciones sexuales con un espíritu maligno y haberlo alimentado con la carne de los bebés que ella conseguía en sus expediciones nocturnas. La posibilidad de tales encuentros carnales entre seres humanos y demonios fue desafortunadamente aceptada por algunos de los grandes escolásticos, incluso, por ejemplo, por Santo Tomás de Aquino y San Buenaventura.

Sin embargo, dentro de la Iglesia misma siempre hubo una fuerte reacción de sentido común contra esta teorización, reacción que se manifestó más especialmente en los manuales de confesión de finales del siglo XV. Estos fueron compilados en gran parte por hombres que tenían un contacto real con la gente y quienes se dieron cuenta del daño que resultaba de la extravagancia de tales creencias supersticiosas. Stephen Lanzkranna, por ejemplo, trató como uno de los mayores pecados la creencia en mujeres que cabalgaban por la noche, duendes malignos, hombres lobos y "otras imposturas paganas sin sentido".

Además, esta influencia del sentido común fue poderosa. Hablando de los sínodos llevados a cabo en Baviera, testigos tan poco amigable como Riezler ("Hexenprozesse in Bayern", p. 32) declara que "entre los representantes oficiales de la Iglesia, esta tendencia más saludable continuó siendo la predominante hasta el umbral de la epidemia de juicios de brujería, eso es hasta muy entrado el siglo XVI”. Incluso tan tarde como cuando se llevó a cabo el Concilio Provincial de Salzburgo en 1569 (Dalham, "Concillia Salisburgensia", p. 372) encontramos indicios de una fuerte tendencia a prevenir la imposición de la pena de muerte tanto como se pudiera en casos de supuesta brujería, mediante la insistencia de que estas cosas eran ilusiones diabólicas.

Aun así no hay duda de que durante el siglo XIV ciertas constituciones papales de Juan XXII y Benedicto XII (ver Hansen, "Quellen und Untersuchungen", pp. 2-15) hicieron mucho para estimular el que los inquisidores iniciaran procesos contra brujas y otros involucrados en prácticas de magia especialmente en el sur de Francia. En un juicio de brujería a gran escala llevado a cabo en Toulouse en 1334, de 63 personas acusadas de ofensas de este tipo, 8 fueron entregadas al brazo secular para ser quemadas y el resto fueron encarcelados de por vida o por un largo periodo de años. Dos de las condenadas, ambas ancianas, tras repetida aplicación de tortura, confesaron que habían asistido al aquelarre de brujas, que habían adorado al demonio, que eran culpables de indecencias con él y con otros de los presentes, y que habían comido la carne de los infantes que les habían quitado a sus nodrizas de noche (Hansen, "Zauberwahn", 315; y "Quellen und Untersuchungen", 451).

En 1324 Petronila de Midia fue quemada en Kilkenny, Irlanda, a petición de Ricardo, obispo de Ossory, pero casos análogos en las Islas Británicas parecen haber sido muy raros. Durante este periodo, los tribunales seculares procedieron contra la brujería con igual o mayor severidad que los tribunales eclesiásticos, y aquí también se utilizó la tortura y la quema en la hoguera. El fuego fue el castigo legalmente designado para esta ofensa en los códigos seculares conocidos como el "Sachsenspiegel", (1225) y el "Schwabenspiegel", (1275). De hecho, no se sabe si en los siglos XIII y XIV los inquisidores papales emprendieron enjuiciamientos por brujería en Alemania.

Alrededor del año 1400 encontramos procesamientos de brujas a gran escala llevados a cabo en Berne, Suiza, por Pedro de Gruyères quien, a pesar de las afirmaciones de Riezler, era indiscutiblemente un juez secular (ver Hansen, "Quellen, etc.", Fuentes, etc., 91 n.); y los tribunales seculares realizaron otras campañas —por ejemplo en el Valais (1428-1434) cuando 200 brujas fueron ejecutadas, o en Briançon (1437), donde más de 150 sufrieron, algunas por ahogamiento (Vea ORDALÍAS). Las víctimas de los inquisidores, por ejemplo en Heidelberg (1447) o en Savoya (1462), no parecen haber sido muy numerosas. Durante este período en Francia el crimen de brujería a menudo era designado como "Vauderie", debido a una aparente confusión con los seguidores del hereje Pedro de Valdo. Pero esta confusión entre hechicería y una forma particular de herejía estaba destinada, desafortunadamente, a someter a un número aún mayor de personas bajo el celoso escrutinio de los inquisidores.

De lo anterior se puede comprender fácilmente que es del todo ilusoria la importancia que muchos escritores antiguos le adjudicaron a la Bula "Summis desiderantes affectibus" del Papa Inocencio VIII (1484), como si este documento papal fuera el responsable de la manía por las brujas de los dos siglos siguientes. No sólo que desde hacía tiempo que había comenzado una campaña activa contra la mayoría de las formas de hechicería, sino que en materia de procedimiento, castigos, jueces, etc., la Bula de Inocencio no promulgó nada nuevo. Su propósito directo era simplemente ratificar los poderes ya conferidos a los inquisidores Henry Institoris y James Sprenger para tratar con toda clase de personas y con todas las formas de delitos (por ejemplo, con la brujería así como la herejía), y exhortó al obispo de Estrasburgo a brindar todo el apoyo posible a los inquisidores.

Indirectamente, sin embargo, al especificar las prácticas maléficas adjudicadas contra las brujas –por ejemplo sus relaciones sexuales con íncubos y súcubos, su interferencia en los partos de mujeres y animales, el daño que hacían al ganado y a los frutos de la tierra, su poder y malicia al infligir el dolor y la enfermedad, los obstáculos causados a los hombre en su relación conyugal y el repudio de las brujas de la fe de su bautismo– sin duda debe considerarse que el Papa afirmó la realidad de dicho fenómeno. Pero, como incluso señala Hansen (Zauberwahn, 468, n. 3), "es perfectamente obvio que la Bula no pronuncia ninguna decisión dogmática"; ni tampoco sugiere que el Papa desee obligar a nadie a creer más acerca de la realidad de la brujería que lo que implican las palabras de las Sagradas Escrituras.

Probablemente el episodio más desastroso fue que, uno o dos años más tarde, los mismos inquisidores publicaron el libro "Malleus Maleficarum" (El Martillo de las Brujas). Esta obra está dividida en tres partes; las primeras dos tratan sobre la realidad de la brujería según establecida en la Biblia, etc., así como su naturaleza, sus horrores y la forma de lidiar con ella, mientras que la tercera parte establece las reglas prácticas de procedimiento, tanto si el juicio se conducía en un tribunal eclesiástico o en uno secular. No puede haber duda de que el libro ejerció gran influencia, pues debió su reproducción a la imprenta. De hecho, no contenía nada nuevo. El "Formicaris" de John Nider, que había sido escrito casi cincuenta años antes, exhibió un conocimiento igualmente íntimo del supuesto fenómeno de la hechicería. Pero el "Malleus" profesó (en parte fraudulentamente) haber sido aprobado por la Universidad de Colonia y era sensacional en cuanto al estigma que le imponía a la brujería como un crimen peor que la herejía y en su notable animadversión contra el sexo femenino.

El tema comenzó de inmediato a llamar la atención incluso en el mundo de las letras. Ulrich Molitoris publicó uno o dos años después la obra "De Lamiis" la cual, aunque discrepaba de las representaciones más extravagantes hechas en el "Malleus", no cuestionaba la existencia de las brujas. Otros teólogos y predicadores populares se unieron a la discusión y, aun cuando se levantaron muchas voces en nombre del sentido común, la publicidad dada a estos temas enardeció la imaginación popular. Ciertamente, se han exagerado mucho los efectos inmediatos de la Bula de Inocencio VIII. Henry Institoris comenzó una campaña contra las brujas en Innsbruck en 1485, pero allí el obispo de Brixen criticó severamente y resistió su procedimiento (ver Janssen, "Hist. of Germ. People", trad. al inglés, XVI, 249-251). En lo que a los inquisidores papales se refiere, especialmente en Alemania, la Bula anunció más bien el cierre y no el inicio de su actividad. La mayor parte de los juicios por brujería en los siglos XVI y XVII estuvieron en manos seculares.

Un hecho que es absolutamente cierto es que, en lo que respecta a Lutero, Calvino y sus seguidores, la creencia popular en el poder del diablo ejercido a través de la brujería y otras prácticas mágicas se desarrolló más allá de toda medida. Naturalmente Lutero no apeló a la bula papal. Buscó solo en la Biblia, y fue en virtud del mandato bíblico que abogó por el exterminio de las brujas. Pero ninguna parte de la "History" de Janssen es más indisputable que los capítulos IV y V del último volumen (vol. XVI de la edición en inglés) en la que les atribuye a los reformadores una gran, si no la mayor, parte de la responsabilidad por la manía contra las brujas.

El código penal conocido como Carolina (1532) decretó que la hechicería se debía de tratar como una ofensa criminal en todo el imperio alemán, y si pretendía infligir daño a alguna persona, la bruja sería quemada en la hoguera. En 1572 Augusto de Sajonia impuso la quema como pena para cualquier tipo de brujería, incluyendo la simple adivinación. En general, hubo más actividad de cacería de brujas en los distritos protestantes que en las provincias católicas. Janssen nos da ejemplos sorprendentes. En 1583 en Osnabrück 121 personas fueron quemadas en tres meses. En Wolfenbuttenl (1593) se quemaban alrededor de diez brujas al día.

No fue sino hasta 1563 que se comenzó a ofrecer resistencia efectiva a la persecución. Esta vino primero por parte de un protestante de Cleues, John Weyer, y poco después Ewich y Witekind publicaron otras protestas en ese mismo sentido. Por el otro lado, Jean Bodin, un abogado protestante francés, le contestó a Weyer con mucha aspereza en 1580. En 1589 el obispo católico Biensfeld y el padre jesuita Delrio escribieron del mismo lado, aun cuando Delrio deseaba mitigar la severidad de los juicios por brujería y denunció el uso excesivo de la tortura. El libro de Bodin fue contestado, entre otros, por el inglés Reginald Scott en su "Discoverie of Witchcraft", (1584), pero Jacobo I, quien replicó en su "Daemonologie", ordenó que esta respuesta fuera quemada.

Tal vez la protesta más efectiva del lado de la humanidad y la ilustración fue ofrecida por el jesuita Friedrich Von Spee, quien en 1631 publicó su "Cautio criminalis" y luchó contra esa locura con todos los medios a su alcance. Esta cruel persecución parece haberse extendido por todas las partes del mundo. En el siglo XVI hubo casos en los que las brujas eran condenadas por tribunales laicos y quemadas en las inmediaciones de Roma. Sin embargo, el Papa Gregorio XV en su Constitución "Omnipotentis" (1623) recomendó un proceso menos severo y en 1657 una instrucción de la Inquisición levantó protestas efectivas relacionadas con la crueldad mostrada en estos procesamientos.

Inglaterra y Escocia, por supuesto, no estuvieron exentas de la misma epidemia de crueldad, aunque las brujas no solían ser quemadas. En cuanto al número de ejecuciones en Gran Bretaña es imposible formar un estimado certero. Una declaración informa que 30,000, otra que 3,000, fueron colgadas en Inglaterra durante el reinado del Parlamento (Notestein, op. cit. infra, p. 194). Stearne, el cazador de brujas, alardeó que él supo personalmente de 200 ejecuciones. Howell, cuyo escrito data de 1648, dice que se procesó a 300 brujas en un periodo de dos años y que en Essex y Suffolk se ejecutó a la mayoría (ibid., 195). Para Escocia existe la misma falta de estadísticas. Un artículo minucioso de Legge en el "Scottish Review" (oct. 1891) estima que durante los siglos XVI y XVII "perecieron 3400 personas". Este número es enorme para una población tan reducida como la escocesa, pero muchas autoridades, aunque confiesan que son solo conjeturas, han dado un estimado mucho mayor. Los Estados Unidos tampoco estuvieron exentos de esta plaga. El conocido Cotton Mather, en su “Wonders of the Invisible World” (1693), da un relato de 19 ejecuciones de brujas en Nueva Inglaterra, donde una pobre criatura fue prensada a muerte.

En tiempos modernos Hexham y otros le han otorgado una atención considerable a este tema. Al final del siglo XVII la persecución comenzó a debilitarse casi en todas partes, y a principios del siglo XVIII prácticamente cesó. La tortura fue abolida en Prusia en 1754, en Baviera en 1807 y en Hanover en 1822. El último juicio por brujería en Alemania fue en 1749 en Würzburgo, pero en Suiza se ejecutó a una niña por esta ofensa en el cantón protestante de Glarus en 1783. No parece existir evidencia que apoye la alegación de que se haya enjuiciado y dado muerte a mujeres en México por cargos de brujería a finales de siglo XIX (vea Stimmen aus Maria-Laach, XXXII, 1887, p. 378).

No es fácil emitir un juicio seguro sobre el asunto de la realidad de la brujería. De cara a la Sagrada Escritura, a la enseñanza de los Padres y de los teólogos, apenas se puede negar la posibilidad abstracta de un pacto con el diablo y de una interferencia diabólica en asuntos humanos; pero nadie puede leer la literatura sobre este tema sin percatarse de las terribles crueldades causadas por esta creencia y sin quedar convencido de que en 99 de 100 casos las alegaciones se basaban en puras ilusiones. La circunstancia más desconcertante es el hecho de que en un gran número de procesos por brujería las confesiones de las víctimas, que a menudo incluían todo tipo de horrores satánicos, fueron hechas espontáneamente y al parecer sin amenaza o miedo a la tortura. También la total admisión de culpabilidad parece haberse confirmado constantemente en el patíbulo cuando la pobre sufriente ya no tenía nada que perder o ganar con la confesión. El hecho sólo se puede registrar como un problema psicológico, y señalar que la misma tendencia parece manifestarse en casos similares. El ejemplo más notable, tal vez, lo menciona San Agobardo en el siglo IX (P.L., CIV, 158). Durante el pánico engendrado por una plaga que estaba aniquilando todo el ganado, un tal Grimaldo, Duque de Benevento, fue acusado de haber mandado hombres con polvo envenenado a esparcir una infección entre rebaños de ovejas y manadas de ganado. Dice Agobardo que estos hombres, al ser arrestados e interrogados, fueron persistentes en afirmar su culpa aunque la absurdidad era evidente.


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Fuente: Thurston, Herbert. "Witchcraft." The Catholic Encyclopedia. Vol. 15, págs. 674-677. New York: Robert Appleton Company, 1912. 15 sept. 2021 <http://www.newadvent.org/cathen/15674a.htm>.

Traducido por Marielle Schmitz San Martín. lmhm