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Domingo, 22 de diciembre de 2024

Tenencia de Tierras en la Era Cristiana

De Enciclopedia Católica

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Tenencia de Tierras en la Era Cristiana: Es un asunto para la investigación histórica la forma en que se ha tenido o poseído la tierra durante los 1,900 años que han visto en Europa el surgimiento y el establecimiento de la Iglesia. Estrictamente hablando, la forma en que dicha propiedad o tenencia no solo se dispuso legalmente, sino que se consideró éticamente, es también un asunto de investigación histórica. Pero la determinación a partir del registro del motivo y de la actitud mental es siempre un asunto discutible, mientras que la determinación de la definición jurídica y de los actos públicos es una cuestión de registro documental y comprobable. Durante las dos últimas generaciones (a 1910), ciertas teorías del Estado, basadas, a su vez, en una filosofía vaga y general pero apreciable, han hecho de la historia ética de la tenencia o posesión de la tierra un punto capital de discusión y, para apoyar lo que fue hasta hace poco el punto de vista académico principal, la historia registrada y comprobable fue presionada e incluso deformada al servicio de la teoría.

El objeto de este artículo es exponer lo que es rígidamente comprobable en el asunto, distinguirlo de lo dudoso y, además, de lo meramente hipotético.

La teoría moderna a la que se alude aquí es la concepción de que la propiedad en todas sus formas no tiene relación directa con la personalidad, no es una extensión ni un soporte de la dignidad y voluntad humanas (que, estrictamente, solo puede atribuirse a las personas), sino que es un arreglo mecánico o institución que deriva su autoridad del Estado, no de la naturaleza del hombre y, por lo tanto, no del propósito de su Creador. En este aspecto de la propiedad se unen muchos apologistas modernos aparentemente divergentes. Así, quien afirme que la propiedad es necesaria para dar el impulso requerido al esfuerzo humano, o que su adquisición es la recompensa adecuada a la virtud de la astucia (como él la imagina), o que los hombres deben soportarla como un mal necesario procedente de las imperfecciones de su naturaleza, coincide realmente en su teoría general de la cosa con su oponente aparentemente irreconciliable que afirmará que la propiedad es robo porque su existencia tiende a producir una desigualdad en el disfrute material.

Además el filósofo que analiza lo que se llama renta económica o ricardiana, y enfatiza su cualidad colectiva, por mucho que apoye en privado las leyes que defienden la propiedad privada, traiciona con todo su método de pensamiento su concepción de que la propiedad es adventicia y no nativa del hombre. En general, toda esa ola de pensamiento no cristiano y (en su agudeza) anticristiano que ha sufrido el siglo XIX, considera la propiedad, entre otros establecimientos humanos, como algo que no tiene esa cualidad que llamamos sagrada. No se basa en una sanción moral última: es una función que debe expresarse en términos de utilidad común o privada. No es el propósito de estas páginas discutir las consecuencias de largo alcance de esta filosofía; ha producido, no solo la inseguridad y la pobreza extendida, sino también el descarado espíritu financiero de nuestro tiempo; ha puesto la especulación en lugar de la producción y ha eliminado, en la medida en que ha sido poderosa, las bases económicas permanentes de la sociedad.

La filosofía opuesta no tiene nombre; y aquí tenemos un fenómeno que se asemeja a muchos otros casos. Así conocemos la actitud moderna que considera el matrimonio como un contrato, pero no tenemos nombre para la opinión de esa gran mayoría a los que les repugna tal concepción. Además, podemos marcar la concepción moderna de que el Estado no tiene autoridad sobre el ciudadano —la teoría llamada anarquía— pero no tenemos nombre para la filosofía pública y popular de la gran mayoría para la que tal doctrina es fundamentalmente inmoral. Debemos proceder, por tanto, sin una nomenclatura estricta, y postular lo que todos los observadores modernos admitirán de inmediato, el contraste entre quienes tienen la actitud novedosa descrita respecto a la propiedad en todas sus formas y quienes continúan reposando en la concepción más antigua de la propiedad como una cosa conectada con el sentido ético último del hombre.

A los efectos de este artículo, el interés de esa gran disputa radica en esto: que las academias y universidades (de cuyos centros de intelectualismo proceden, por supuesto, todas esas novedades de larga o corta duración), en su determinación de desestabilizar el sentido de propiedad como una cosa absoluta, han puesto a su servicio la evidencia histórica, y este es especialmente el caso en lo que respecta a la propiedad de la tierra. El hombre es un animal de la tierra; sin tierra no puede vivir. Todo lo que consume y cada condición de su ser material es, en última instancia, atribuible a la tierra. No, la condición primordial de todo, el mero espacio en el que extender su ser, implica la ocupación de la tierra. Por lo tanto, en todas las edades la tierra ha sido salvaguardada de una manera peculiar de los peligros que conlleva el abuso, o incluso el proceso natural, de la propiedad privada en cualquier material. Y si esas salvaguardias han sido o son una afirmación del dominio último del Estado sobre la tierra, o instituciones para asegurar la herencia de la tierra, o para salvaguardarla contra la fluctuación de la fortuna, o para garantizar una parte de ella para lo que es esencial para la vida común de los hombres, o para prohibir su adquisición en más de ciertas áreas por una familia —sin importar cuáles sean o hayan sido las garantías, en última instancia se basan en la verdad primordial y evidente de que sin la tierra el hombre no puede existir.

A la verdad de que la tierra es necesaria para la vida del hombre, otra verdad igualmente evidente aporta fuerza adicional, a saber, que, mientras que todas las demás formas de propiedad pueden ser reemplazadas, la tierra no puede ser reemplazada. Un hombre o un grupo de hombres pueden, si las leyes son suficientemente malas o se observan con laxitud suficiente, acaparar el mercado de trigo para controlar todo el suministro de trigo durante un cierto período, pero no pueden controlarlo por más de cierto período a menos que también controlen la tierra, porque el trigo es perecedero. También son perecederas todas las demás formas de cosas sujetas a la propiedad privada, con la excepción de la tierra. Repartir toda la tierra de la comunidad en una familia o un grupo de familias, hacer que su tenencia sea fija, y es evidente que toda la comunidad dependerá por completo de ella o de ellos. En otras palabras, para seguir siendo un Estado, en el caso de la tierra el Estado debe fijar garantías y salvaguardias contra los peligros inherentes a la institución de la propiedad que no necesita establecer en el caso de otras formas de propiedad.

Por lo tanto, siempre encontraremos en los registros históricos de cada comunidad, por más fija y absoluta que sea su concepción del derecho de propiedad privada sobre la tierra, alguna tierra poseída en común, otra propiedad del Estado o del municipio, e incluso que la tierra que está en manos de individuos o corporaciones se tratará legalmente de una manera diferente, más estricta y contrastante, de la manera en que se tratarán otras formas de propiedad.

Aprovechando esta verdad, la escuela de filosofía antes mencionada ha intentado establecer un esquema de progreso histórico totalmente hipotético. Se ha pretendido que en su primera concepción de la tierra los hombres pensaron en ella como un mero espacio, no heredable para nadie y abierta a todos: que a partir de esto los hombres, organizados en estrictas comunidades, procedieron a otorgar a la comunidad los derechos sobre la tierra que les negaba a los individuos, y a dejar al gobierno de la tribu o de la aldea el poder absoluto y continuo —y poder que se ejerce habitual y frecuentemente— para determinar una labranza y unos pastos comunes. A continuación (imaginada esta hipótesis) las mutaciones de reparto de lotes se hicieron más raras y la vigilancia de los derechos comunes menos celosa, hasta que por fin se encontró —lo que todo hombre puede ver ahora a su alrededor en la civilización europea— una serie de propiedades privadas, y lado a lado con ellas ciertas extensiones de territorio comunal y público. Los derechos que se ejercen sobre esta última o antiguas costumbres que se le atribuyen se denominan (en la terminología de la teoría académica) "supervivencias de un comunismo original de la tierra".

Ahora bien, antes de que se pueda intentar cualquier examen de la verdadera historia de la tenencia de la tierra, es de primera consecuencia librar la mente de todos esos extravíos. No hay ni una pizca de prueba que apoye tal hipótesis: es sólo una de las muchas que podrían formularse. Corresponde al temperamento, si no de nuestros días, al menos de ayer en el círculo intelectual de Europa, si fuera cierta, apoyaría poderosamente una parte de su filosofía general y de su actitud general hacia el desarrollo humano. Pero, como no hay pruebas, el historiador debe contentarse con ignorarla

Para que esta afirmación no parezca demasiado abrupta a los oídos de quienes están acostumbrados a escuchar esta hipótesis afirmada dogmáticamente como verdad histórica, es sólo señalar de pasada el tipo de argumentos sobre los que se apoya.

Se producen registros y se dan pruebas contemporáneas de un comunismo absoluto. Estos registros, ya que son comúnmente legendarios o a lo mejor extremadamente vagos, son más confiables que la evidencia contemporánea, que en este departamento es muy rara y nunca está por encima de toda sospecha. Incluso admitiendo que la evidencia legendaria o la observación contemporánea de casos aislados establece la posibilidad de que los hombres toleren un comunismo en la tierra, de ninguna manera establece un progreso desde el comunismo hacia la propiedad privada. Intentar hacerlo es argumentar en círculo. Llamar “primitivo” al comunismo dondequiera que aparezca, incluso en una forma muy imperfecta, y llamar a la propiedad privada donde aparece "un desarrollo posterior", es meramente evadir todo el asunto. Es un proceso contra el cual se debe advertir al estudiante, porque es, o ha sido, de la mayor popularidad posible en todos los departamentos del intelectualismo moderno. Es lógicamente vicioso y, a menudo, demostrablemente poco sincero. No hay un solo caso determinable en la historia de una progresión regular del comunismo en la tierra a la propiedad privada. Son innumerables los casos en que el dominio de la propiedad privada invade, con el paso de los años, el dominio de la propiedad pública o comunal. Y hay muchos casos, aunque menos numerosos, de propiedad comunal que se extienden después de una restricción anterior y crecen a expensas de las propiedades privadas. Pero pretender que un esquema de desarrollo regular es comprobable u observable es simplemente afirmar como una verdad histórica algo para lo cual vemos que no existe evidencia histórica.

Con este prefacio, que, si bien es extenso, es necesario para cualquier concepción justa del asunto, volvamos a la evidencia que tenemos ante nosotros.

Los límites de la era cristiana forman no solo los límites naturales para un artículo en una Enciclopedia como esta, sino también un excelente límite histórico en el que enmarcar nuestra investigación. Pues el nacimiento de Cristo fue aproximadamente contemporáneo con la expansión del arte de escribir sobre las civilizaciones tribales del norte y oeste de Europa, y aproximadamente contemporáneo también con esa organización de todo el mundo conocido, y especialmente de los antiguos estados y ciudades orientales bajo el esquema unificado y simple del dominio romano. En otras palabras, un medio en el que por un lado podían conservarse los registros antiguos y por el otro, establecerse los nuevos registros, tal medio, coincidente con toda nuestra civilización, es aproximadamente contemporáneo con el comienzo de la era cristiana. Una generación antes de que comenzara dicha era vio a las armas romanas ocupar la Galia, esas mismas fuerzas alcanzaron los últimos límites, y se extinguió la última independencia del litoral norte de africano en Cherchel al oeste, en el Valle del Nilo al este; la generación siguiente a la fundación de la Iglesia Católica vio la ocupación de Gran Bretaña en un extremo de las fronteras romanas y la completa absorción de Judea en el otro.

Por lo tanto, desde el primer siglo de la era cristiana tenemos registros claros, y sobre la base de tales registros podemos establecer nuestro juicio. Lo que descubrimos es aproximadamente lo siguiente:

La tenencia real de la tierra en toda esta área, a la que se aplicó el esquema de derecho romano y el apetito romano por el registro, consideraba la propiedad privada de la tierra como un esquema nativo y necesario para el hombre. Pero la cualidad absoluta de este derecho y la extensión del área sobre la que se ejercía diferían mucho según las distintas secciones del mundo. La civilización que Roma había reemplazado en la Galia y estaba en proceso de reemplazar en Gran Bretaña, la civilización de la que tomó nota, aunque no la reemplazó, en las Germanias, y que su religión desarrollaría más tarde en Irlanda, no era municipal, sino tribal.

Generalmente se asume que la civilización tribal es necesariamente nómada o, en todo caso, tan nómada como la persecución y la guerra continua connotan. La suposición tiene algo de verdad, pero en su forma absoluta puede ser muy exagerada. Así podemos estar seguros de que el clan galo llamado senones, a pesar de sus expediciones lejanas y las colonias que arrojaron a los límites más extremos de su mundo, tenía un asiento fijo en el Yonne, un asiento que aún permanece en la forma de una ciudad catedralicia. Podemos estar igualmente seguros de que los arvernos eran una población arraigada y condicionada por la antigua región volcánica del centro de Francia. Argumentos negativos demasiado largos para detenernos aquí son suficientes para demostrar que los límites del pueblo vasco en el norte de los Pirineos han sido prácticamente los mismos a lo largo de todo el período de conocimiento registrado y siguen siendo hoy dentro de pocas millas lo que eran durante las guerras civiles de los romanos. Y, en general, el carácter nómada de un sistema tribal es indefinidamente elástico. La tribu puede ser totalmente nómada o puede haberse asentado, conservando al mismo tiempo su organización y moral tribales, en un conjunto fijo de aldeas agrícolas. Esto es muy cierto: donde los hombres construyen y no dependen de tiendas de campaña para refugiarse, el carácter nómada de sus comunidades es limitado.

Ahora bien, la importancia de tal consideración radica en esto: que una comunidad totalmente nómada está necesariamente al margen de cualquier concepto fundamental de propiedad, —comunista en lo que respecta a la tierra. Los hombres que pasan de un lugar a otro sin una morada fija nunca pueden concebir la tierra de otra manera que como un mero espacio sobre el que avanzan, o una mera área de tierra de la que obtienen el sustento para ellos y su ganado. Pero inmediatamente se plantea la pregunta inversa: donde el sistema tribal no era totalmente nómada, ¿hasta qué punto la vivienda asentada acompañó al establecimiento de la propiedad privada en la tierra? La respuesta a esta pregunta es de capital importancia y volveremos a ella después de abordar la otra mitad del esquema romano.

Esa otra mitad, la antigua civilización del Mediterráneo, era municipal; es decir, la organización de los hombres era principalmente una organización de ciudades-estados. Existían la agricultura y los asentamientos aldeanos, una como sirviente y los otros como satélites de ciudades-estado que resumían la vida de cada sociedad. Desde tiempos inmemoriales, más allá de todo registro e incluso más allá del horizonte brumoso de leyendas creíbles, los hombres habían vivido así en las orillas del Mediterráneo. Ciertas excepciones pintorescas, numéricamente insignificantes, por su mismo contraste daban relieve a este carácter fundamental de la vida mediterránea. Raras y escasas tribus semitas vagaban por los desiertos más allá de su esquina sureste; los jinetes bereberes asolaban las estepas que se encontraban detrás de las ciudades del norte de África. Pero todo el esquema de la vida era municipal.

En ese esquema descubrimos al inicio de la era cristiana una cierta actitud ni complicada ni difícil de definir hacia la tenencia de la tierra. En todas partes se tenía la tierra como propiedad privada; se compraba y vendía, y el Estado romano concedía sobre ella los derechos más absolutos imaginables. Pero esto no significa que el sistema fuera simple o que no contuviera vestigios de instituciones menos absolutas. Aunque se establecía absolutamente la propiedad privada (y eso con toda la apariencia de ser de uso inmemorial), y aunque estaba permitida de una manera que la mayoría de los estados modernos considerarían un peligro, acumular en amplias haciendas, sin embargo, primero, siempre se mantenía una reserva muy grande de tierras pertenecientes a la ciudad y al gobierno imperial; y, en segundo lugar, no las hipótesis, sino los registros existentes mostraban cómo en el pasado la sociedad en todo el Mediterráneo, aunque ni siquiera podía concebir el comunismo, había hecho esfuerzos continuos para prevenir el crecimiento de una clase de hombres libres que debían ser desposeídos de la tierra. Sin embargo, los esfuerzos para alcanzar este ideal, que ahora tomaba la forma de estallidos populares, ahora de legislación aristocrática, se dirigían, en su mayor parte, hacia la subdivisión adecuada de las tierras públicas restantes o hacia el establecimiento de una población autónoma en tierras que habían adquirido por conquista de un enemigo.

Como apenas hay que recordarle al lector, la institución de la esclavitud debe ser tenida en cuenta constantemente en relación con tal esquema de sociedad. Para la época de que hablamos, el Estado en el Mediterráneo normalmente, aunque no en todas partes, estaba formado por una minoría de hombres libres, ciudadanos como deberíamos llamarlos, para quienes trabajaba una mayoría de hombres no poseedores de derechos cívicos y técnicamente ninguna porción del Estado en absoluto. Incluso en tales condiciones estaba creciendo una clase que, aunque libre, estaba despojada de cualquier tenencia de tierra. Había aparecido muy temprano en la historia de Roma y del nombre romano primitivo para ello extraemos nuestro término técnico moderno "el proletariado". Pero había un instinto constante a favor de aumentar la seguridad del Estado mediante el establecimiento de tales hombres sin tierra como dueños absolutos y propietarios de las decrecientes tierras públicas. Este, el objetivo de los Gracchi y el logro de Julio César, aunque al final no tuvo éxito, demostró la fuerte tendencia del Estado romano a apoyarse en ciudadanos que deberían ser dueños absolutos. Ya sea que heredemos esa concepción solo de la política romana, o si es algo nativo de la sangre europea en su conjunto, es cierto que desde las guerras civiles romanas hasta nuestros días, la idea de que un gran número de propietarios absolutos de la tierra forme la mejor y más natural base para un estado, ha perdurado intacta y puede considerarse normal para la mente política de Europa.

Se podría proponer una serie de excepciones indefinidamente grandes para un esquema tan simple. Las costumbres locales variaban infinitamente, y los eruditos pueden descubrir muchos vestigios de tenencia antigua, pero, considerando nuestro punto de partida en su conjunto —considerándola como un todo, es decir, la civilización del Mediterráneo en el primer siglo de nuestra era— fue una civilización de terratenientes, propietarios que podían comprar y vender, equilibrada por la retención de grandes áreas en manos de la comunidad para su distribución, no para la labranza común.

A esta concepción de la tenencia de la tierra (que es casi idéntica a la de la tradición republicana francesa que se ha impuesto hoy en la mayor parte del oeste de Europa) se añadió en los siete siglos siguientes un lento proceso de modificación que es tan difícil de estimar en su naturaleza y orígenes, ya que es esencial comprenderlo si se quiere comprender el problema de la tierra en Europa. La propiedad absoluta del derecho romano y de la idea romana permaneció inalterada en las mentes de los hombres, en la terminología de sus leyes, en las frases de su conversación e incluso en los principales hechos de su sociedad.

Pero a una concepción tan simple se superpuso una relación novedosa entre los propietarios más grandes y los más pequeños, entre el propietario y el no propietario que simplemente había contratado un término de tenencia a cambio de una renta — es más, incluso entre el propietario y la clase que alguna vez fueron sus esclavos para ser comprados y vendidos a voluntad— que transformó la sociedad de Europa. Digo que esta nueva relación surgió más gradualmente durante los primeros siete siglos; es ampliamente reconocible en derecho en el siglo VIII. La oscuridad del siglo IX, con su violento asalto bárbaro, arroja a la sociedad a un crisol; cuando la masa caótica se recristaliza, encontramos establecida y en adelante dominando toda la Edad Media, desde finales del siglo X hasta los tiempos modernos, esa concepción de la tenencia de la tierra a la que se le da el título aproximado, aunque algo inexacto, de feudalismo.

Es en este punto de importancia que volvemos al hilo de la organización tribal para poder descubrir hasta dónde este cambio en el hábito de la mente romana, entre la propiedad absoluta del Imperio primitivo y la concepción de la tenencia en la Edad Media, procedía de ese sistema tribal exterior y bárbaro, y hasta qué punto procedía de algún cambio orgánico interno dentro de la estructura de la sociedad romana.

Hemos visto que el sistema tribal no era necesariamente nómada y, por lo tanto, no era necesariamente comunista en materia de tierra. Su carácter nómada varió en intensidad, desde las hordas puramente nómadas que parecen haber ocupado las grandes llanuras del este de Europa hasta los clanes más o menos fijos de los galos, con sus ciudades centrales o fortalezas establecidas, y sus atribuciones locales de áreas y fronteras.

Tenemos muy poca evidencia sobre las tribus al este del Imperio Romano. Es costumbre dar a este indefinido grupo de bárbaros el nombre de teutones; y ciertamente muchas de las tribus que la componen (aunque no todas) parecen tener ciertas costumbres religiosas, e incluso los nombres de ciertos dioses, en común al comienzo de la era cristiana. En cuanto a la homogeneidad de esta etnia, tenemos pruebas tan contradictorias como escasas. Tácito, cuyo objetivo principal era la producción de una sátira literaria pulida, pinta una comunidad ideal, todos de una sangre muy distinguible y exactamente poseídos de todas las virtudes que deseaba pero que no pudo encontrar en el Estado romano de su tiempo. Sin embargo, en su “Germania” este escritor admite, para fortalecer su obra, un considerable número de notas que parecen llevar el sello de la observación real, realizada, por supuesto no por el autor, sino por mercaderes o soldados a quienes él pudo haber interrogado.

En el siglo anterior, Julio César, un escritor militar con un objetivo muy diferente y preocupado por la precisión más que por el efecto, ofrece una imagen mucho menos favorable. Se debe recordar que ninguno de los escritores tenía forma alguna de apreciar las Germanias y su población mixta y flotante dentro de una gran distancia de las líneas romanas. Pero es notable que ambos insistieron en el carácter nómada de estos bárbaros. En el relato de César, se enfatiza la escasez de agricultura y la importancia de los pastos; describe que la tierra era poseída en común por un organismo que se movía de año en año. Sus habitaciones no eran más que chozas temporales.

El relato de Tácito no forma un todo coherente, y la oración más importante en él para nuestro propósito está tan corrupta en el texto que ningún erudito puede dar fe de ella; pero generalmente se entiende que significa que la tierra (no podemos decir si pastos o arables) se reasignaba año tras año; y es cierto que, como ocurre con la mayoría de los bárbaros, se mantenían grandes áreas de terreno baldío alrededor del asentamiento de cada tribu. Prácticamente no hay otro testimonio respecto al sistema tribal al este del Imperio Romano. Se ha erigido una enorme masa de conjeturas sobre la frágil base de oscuras costumbres y supuestos vestigios del pasado que se descubrieron siglos más tarde, cuando las Germanias fueron civilizadas por los ejércitos cristianos, y en particular por los de Carlomagno, y cuando los registros escritos pudieron asentar por primera vez lo que hasta ahora había sido fluctuante y quizás una leyenda reciente.

El sistema tribal occidental tiene otra importancia mucho mayor. Sabemos más sobre él; formó la civilización de un número mucho mayor de hombres, y de hombres mucho más cultivados y, por lo tanto, de mayor influencia sobre la mente romana. Del sistema galo no sabemos prácticamente nada. Sobre los británicos no podemos más que adivinar, pero nos instruye la supervivencia de lo que se llama hábito "celta" en Irlanda y su recrudecimiento (que también es una forma de supervivencia) en Gales, tras la disolución del dominio romano. La característica de esa civilización parece haber sido un fuerte vínculo de sangre y de interés común entre los miembros de un clan. Quizás la evidencia más sorprendente de esto es que, cuando la Iglesia Católica mantuvo registros estrictos para toda su elaborada organización y, por así decirlo, la maquinaria necesaria, tomó en su unidad las tribus celtas independientes, incluso una institución como el episcopado fue influenciada por el esquema tribal; y al principio el obispo fue el obispo de la tribu o de su instituto monástico, no el funcionario de un municipio, como lo fue en todo el resto del mundo conocido.

La proporción de tierra que podía considerarse correctamente como propiedad privada bajo el sistema tribal de Occidente variaba indefinidamente. Por supuesto, los registros solo comienzan a existir con el advenimiento de la civilización, letras, religión y derecho romanos, incluso después de la caída del Imperio Romano. No fue hasta que la investigación moderna comenzó a funcionar que se pudo adivinar el alcance de la propiedad comunal en la tribu, ya que es una idea ajena a los primeros cronistas que escribieron en lengua romana y bajo las tradiciones romanas. Incluso las tradiciones escritas y orales galesas hacen difícil establecer una proporción, y ciertamente los eruditos en los campos de las costumbres tribales galesas, escocesas e irlandesas se ven obligados, a pesar de toda su erudición, a presentar muchas más hipótesis que conocimiento directo.

Quizás sea un resumen justo que la mitad del sistema tribal que se encontraba fuera del Imperio Romano en las Islas Británicas estaba condicionada en cuanto a su proporción de propiedad privada frente a la comunal por las circunstancias geográficas en las que vivía. Los distritos que ocupaba en Gran Bretaña eran montañosos; los pastos, campos baldíos y bosques en las montañas eran comunales. Los estrechos cinturones aluviales a lo largo de los arroyos del valle eran en parte comunales como pastos, en parte se mantenían cooperativamente para la labranza y en parte —necesariamente en las cercanías de las viviendas— eran particulares y de propiedad.

En Irlanda, donde amplias extensiones de llanura (aunque de llanura húmeda, aptas principalmente para pastos) contrastaban con los distritos montañosos, la propiedad privada en el pleno sentido romano se modificó, —según se modificó, para el caso, en las pequeñas propiedades privadas de los valles galeses y escoceses— por un carácter político o ético común a todo el sistema tribal, el cual fue su carácter intensamente militar, un carácter que, se debe recordar, las llamadas tribus celtas de Occidente derramaron como un riachuelo espiritual vigorizante en la vida de la Alta Edad Media. Este carácter implicaba una intensa lealtad al clan y a la persona de un jefe. La concepción de un individuo poseyendo en oposición al clan, o defendiendo su existencia particular y su base económica en oposición a su jefe, era una concepción que, aunque presente, era considerada un vicio y era odiosa para el espíritu de esa sociedad. Había posesión, pues había robo y un sentido de propiedad de la tierra, pues hay muchos ejemplos de hombres enfurecidos contra el expolio injusto de esa forma de propiedad como lo harían contra el expolio injusto de cualquier otra forma de propiedad. Pero el clan era sobre todo militar, y la propiedad privada, por muy sentida o reconocida universalmente, estaba sujeta al espíritu de sacrificio que es esencial para el temperamento militar.

Una apreciación general del espíritu tribal de Occidente, aunque históricamente de primera importancia ya que la Edad Media se inspiró principalmente en él, no afecta en gran medida la historia particular de la tenencia de la tierra, porque tiene, tanto numérica como institucionalmente, una relación tan leve con la vasta, compacta y estable civilización de Roma, cuya transformación interna sólo puede explicar el cambio gradual de la concepción romana de propiedad al sistema feudal.

Desafortunadamente, falta un tercer campo de evidencia que sería de suma importancia para nuestra investigación y nunca podrá ser recuperada: es decir, la evidencia del sur y el este de Gran Bretaña. Allí ciertamente tuvo lugar una infiltración de tribus, y a menudo quizás, de familias únicas, desde las Germanias hacia el sur y el este de Gran Bretaña durante los siglos IV, V y VI. No hay duda de que, desde una posición originalmente subsidiaria y quizás insignificante bajo el Imperio Romano, la población de habla alemana del sur y este de Gran Bretaña aumentó enormemente hasta la llegada de San Agustín, justo antes de los albores del siglo VII. Una vez más, no hay duda de que los ataques de los piratas, que probablemente también hablaban principalmente dialectos teutónicos, de ser acosadores en el siglo III y amenazantes en el IV, se habían convertido en un flagelo en el siglo V; y el peso de la leyenda, aunque es sólo leyenda, es demasiado fuerte para ignorarlo cuando describe su progreso en el VI. Un cierto número de ciudades romanas en Gran Bretaña fueron realmente tomadas por asalto, algunas quizás por los piratas solos, algunas por una combinación de estos con otros bárbaros como los celtas del norte más allá de la muralla romana. En cualquier caso, aunque no hay un registro directo, e incluso solo tradiciones muy engañosas a modo de mito, sobre los peores 150 años del trato, y aunque el sur y el este de Gran Bretaña desaparecen de la historia durante ese período, podemos decir con confianza que la sociedad resultante de las invasiones piratas, la resistencia de las ciudades romanas y las tribus británicas independientes que se unieron a la refriega, era una sociedad que exhibía, después de su conversión, un mayor número de rasgos tribales que la de cualquier otra provincia anteriormente imperial.

Si tuviéramos alguna evidencia sobre el estado de la sociedad en proceso de formación, podríamos establecer un interesante conjunto de hechos, e incluso podría parecer que lo que se llama costumbre "teutónica" fue de un tipo calculado para afectar a la sociedad romana en dirección al feudalismo. Desafortunadamente, no poseemos tal evidencia. La primera descripción clara de la sociedad mixta producida por las invasiones piratas y la difusión de los dialectos alemanes llega demasiado tarde para nuestro propósito, y para el historiador no queda nada más que el trabajo muy poco rentable de las conjeturas sobre lo que posiblemente haya sido la organización tribal en las casas de los piratas antes de que tomaran el mar, o entre las tribus británicas semiindependientes que rodeaban a las sociedades romanas en el declive del poder romano. Para cuando se desarrollan registros claros bajo la influencia de la Iglesia, no queda nada sobre el sistema de la verdadera organización tribal. Los municipios romanos han sobrevivido al impacto y están todos de pie, con la excepción de tres.

La organización agrícola de las aldeas tienen ciertas características locales que parecen diferenciarla de su equivalente en la Galia, pero estas diferencias son leves y sin importancia, y con la excepción del cambio creciente en el idioma popular (cuyos elementos alemanes se extienden cada vez más), de una considerable mezcla de sangre nueva (no podemos decir cuánta), de un aflojamiento necesario y obvio de los lazos de la sociedad, y de una ausencia de organización militar como la que aún se conserva en la Galia, la provincia romana de Gran Bretaña es, a finales del siglo VIII, una vez más una parte del mundo romano. No podemos juzgar a partir de su constitución social de entonces qué influencias tribales anteriores pudieron haber contribuido a moldear el Estado.

Sin embargo, se ha sugerido otra fuente para la transformación en la tenencia de la tierra que sufrió la sociedad romana. Algunos han pensado que los orígenes del feudalismo fueron dos instituciones presentes en el Imperio Romano en la época de su vigor, —una militar y descubierta temprano especialmente en Occidente, la otra civil y desarrollada más tarde en Oriente bajo la ley bizantina.

La primera de ellas fue la tenencia militar otorgada por la Corona a los veteranos en las fronteras con la condición de que prestaran su servicio militar cuando fuera necesario. Este caso de tenencia fue excepcional en lo que respecta al número de individuos, pero tuvo una amplia extensión en las largas fronteras del Imperio. De hecho, guarda un gran parecido con una característica del feudalismo posterior, a saber, la conexión entre la tenencia y el servicio militar. Pero es absolutamente imposible establecer un vínculo entre este sistema excepcional, artificial y ocasional y todo el estado de ánimo que produjo (como veremos más adelante) el sistema feudal. No hay rastro de que el uno surgiese del otro: no se encuentra una tenencia heredada que comenzase bajo este experimento militar romano y terminase como un verdadero estado feudal. La semejanza entre los dos es más mecánica que orgánica, y la analogía es verbal. Al examinarlo, encontramos que no hay afiliación entre el espíritu de uno y el espíritu del otro.

La segunda institución fue la tenencia denominada emphyteusis (enfiteusis), bajo la cual se concedía tierras bajo el dominio de la Corona (y también otras tierras, pero especialmente las tierras bajo el dominio de la Corona) no en propiedad absoluta, sino en tenencia por ciertas cuotas fijas, y se concedía de forma permanente. De hecho, este sistema casi se parece en su forma al beneficium (beneficio), que se traslapó con él, pero creció más tarde y floreció con más vigor en Occidente. Carece, sin embargo, del carácter primordial del beneficium, a saber, el vínculo moral entre el otorgante y el cesionario, la concepción de un favor personal hecho por el otorgante que espera del cesionario la lealtad personal.

Ahora bien, este factor moral fue la vida del crecimiento feudal, y aunque las formas de la concesión en Occidente fueron indudablemente influenciadas por la estricta ley del Imperio, no se puede descubrir en la historia si existe una relación orgánica entre uno y otro. Un proceso más directo, razonable y demostrable produjo a partir del material de la sociedad romana, y dentro de su propia tradición, la estructura de la tenencia conocida más tarde como feudalismo. Pues, mientras varias formas de tenencia fija que tenían por característica la tenencia de la tierra ajena, en contraposición a la idea fundamental e indestructible de propiedad, estaban surgiendo así en la civilización asentada todavía sujeta al gobierno romano centralizado y que residía principalmente en la parte oriental de la cristiandad, en la parte occidental las ideas de la época se expresaban de otra manera.

La concepción de tenencia, u ocupar tierra ajena permanentemente, a diferencia de la propiedad (una idea tan fundamental e indestructible en Occidente como en Oriente), se estaba desarrollando en la Galia a través de la fusión de dos corrientes de costumbres bastante distintas. Para comprender estas dos corrientes, el lector debe postular primero como la base de toda la sociedad romana al final del Imperio Romano una serie de grandes propiedades que variaban en tamaño desde muchos cientos hasta muchos miles de acres, cada una en posesión absoluta de un propietario que labraba su tierra con mano de obra esclava. Estas fincas eran las unidades de la sociedad, eran las parroquias en las que se dividía la organización eclesiástica y las villae en las que se dividía la industria agrícola. Una familia podía poseer muchas; ninguna familia rica o importante poseía menos de una. Es su agrupación la que veremos construyendo el sistema feudal; son sus propietarios cuyos descendientes se convirtieron en la nobleza de Europa en la Edad Media, sus capellanes que se convirtieron en párrocos, sus esclavos que se convirtieron en campesinos. Una vez comprendida esta concepción, podremos comprender la naturaleza de las dos corrientes cuya fusión resultó en la producción plena del feudalismo, un proceso que ahora estamos a punto de examinar. Las dos corrientes fueron las siguientes:

(1) Los grandes terratenientes que el Imperio Romano, mientras era aún gobernado estrictamente desde un centro, había dejado como dueños absolutos de sus haciendas, comenzaron a organizarse en una jerarquía desde el mayor al menor: estos últimos se relacionaban con los primeros mediante un entendimiento que luego se convirtió en un contrato, y que llevaba consigo una concepción de dependencia.

(2) En muchos casos, al ser los altos funcionarios del Estado también los propietarios de grandes latifundios, las dos ideas de oficio y de propiedad se asociaron en las mentes de los hombres y, mientras que el poder político se volvió hereditario al igual que el traspaso de la tierra, se volvió natural, recíprocamente, pensar en la propiedad, por fija y continua que fuera, como algo que se poseía desde arriba, ya que el poder político, que por fin estaba inseparablemente asociado con la propiedad, debía por su propia naturaleza sostenerse desde la autoridad suprema del Estado.

Estos dos desarrollos se examinarán por separado. Incluso antes de la caída del Imperio y del establecimiento de los generales de los ejércitos locales (algunos bárbaros, algunos romanos y pronto, una mezcla de los dos), ya había aparecido la tendencia del hombre más pequeño a ponerse bajo la protección del hombre mayor, la cual fue producida por la decadencia de la autoridad civil. La propiedad fue la institución principal que sobrevivió; tenía una sanción en la mente popular que sobrevivió al poder de castigo conferido a las leyes y la policía del Estado romano. Un hombre era poderoso en proporción al número de terrenos que poseía en un distrito; podía ejercer ese poder de varias formas; podía asegurarse de que las dotaciones religiosas fueran a la persona o personas que deseaba, podía fundar monasterios, podía influir con el peso de su presencia en el curso de la justicia; podía adelantar dinero cuando el dinero se interponía entre un individuo y el castigo, podía ser responsable de los impuestos. Cuantas más propiedades poseía un hombre en un distrito en particular, más —a medida que declinaba la autoridad pública y permanecía el sentido de la santidad de la propiedad— ese hombre tendía a convertirse en el verdadero jefe del distrito, en contraposición a la debilitada autoridad de la maquinaria política.

Además, el carácter anárquico que estaba tomando la guerra —las incursiones irresponsables de pequeños pero feroces grupos de bárbaros— creaban peligros contra los cuales un hombre se aseguraba mejor estableciendo un conjunto estrecho de deberes mutuos entre él y algún hombre más rico del vecindario. La tendencia se oponía a la tradición romana y, dado que trabajaba fuera del marco del derecho romano, era obviamente hostil a la concepción imperial, pero esa concepción se debilitaba de generación en generación, y ya en el siglo V se encuentra este tipo de "recomendación" como una costumbre establecida vigorosa y vital, que el marco muerto de la ley imperial no puede romper. Cuando los jefes de las pequeñas tribus invasoras, principalmente alemanas, y los generales de los ejércitos se apoderaron de la maquinaria del gobierno se convirtieron en los amos de las autoridades recaudadoras de impuestos, residieron en el palacio romano de las capitales y llegaron a ser llamados "reyes" locales y cesaron todos los intentos por frenar esta tendencia natural.

Bajo la dinastía merovingia, que vio un continuo declive de la autoridad central, la institución floreció enormemente. Se volvió normal y casi universal que el hombre con una o dos propiedades se uniera, él y sus herederos, de manera permanente al hombre local dueño de muchas propiedades. Este nuevo vínculo entre los terratenientes mayores y menores de un distrito tenía varios nombres. A veces se decía que el hombre menor estaba "in feu" con el mayor; se utilizaba la palabra latina técnica fides, es decir, "el vínculo de honor". A veces, se utilizaba el antiguo término latino "patronato" para denotar lo mismo. En el siglo VI los hombres ya lo daban por sentado; en el VII, aunque todavía no había aparecido en la ley escrita, había aparecido en muchos documentos escritos y era casi universal.

Hacia fines del siglo VII y comienzos del VIII era aparente en la sociedad un movimiento político especial que no sólo aceptó y sancionó tales acuerdos, sino que los favoreció activa y conscientemente. Los grandes oficiales de la Corona, y en particular su jefe, el mayordomo de palacio, se habían vuelto más fuertes que la propia Corona. Ahora bien, estos grandes oficiales eran también los grandes terratenientes que formaban la cabeza de esta jerarquía de innumerables contratos o acuerdos individuales o relaciones consuetudinarias. Y a medida que estos mayordomos de palacio se acercaban cada vez más a apoderarse del poder supremo del Estado, la fuerza principal detrás de ellos era la multitud de hombres y los grandes oficiales, sus seguidores, que les debían esta "fidelidad".

El siglo VIII fue testigo de una revolución política que finalmente confirmó y estableció, introdujo a la región del derecho positivo y puso en marcha su carrera a lo largo de la Edad Media, a la institución plena del "patronato" o, como se llamaba ahora, de "antigüedad". El vínculo de la "fidelidad" se había convertido en el nexo que unía al Estado y, en adelante, el feudalismo era la característica de la sociedad.

Esta revolución política consistió en la llegada al poder supremo de la antigua familia romana de Ferreolo. Fue una de las grandes familias senatoriales de la Galia romana establecida en el distrito de Narbonne en el siglo V. Después de muchas aventuras, durante las cuales el cabeza de familia en un momento emigró a los límites de habla alemana de la Galia, y durante las cuales más de un matrimonio alemán trajo a la antigua estirpe paterna galo-romana una mezcla de sangre por el lado femenino, los descendientes de Ferreoli ocuparon el cargo de estado más alto en la porción oriental de la monarquía.

Un tal Pipino (el nombre galo es característico) era mayordomo de palacio —jefe, es decir, de la jerarquía hacendada y jefe de Estado en la mitad oriental— cuando, al final de una serie de confusas disputas entre los grandes nobles, en la batalla de Testry (687) conquistó a su rival, el otro mayordomo de palacio, primer oficial de la mitad occidental de la monarquía. No hay división racial aparente en este confuso negocio, pero la que era la familia terrateniente más rica de toda la Galia se convierte, bajo Pipino, en la cabeza de toda la Galia, el amo de todo el Estado. El hijo de Pipino, Carlos, detuvo la invasión de los sarracenos; su nieto, otro Pipino, fue finalmente coronado rey de todo el Estado francés en 757, y se puede decir que desde ese momento el nuevo sistema de tenencia ha sustituido definitivamente a la antigua organización social de Roma.

Pues, aunque Carlomagno, el hijo de Pipino, recuperó, y en cierto sentido perpetuó, la idea de unidad europea que se resume en la palabra imperio, nunca permitió la ley centralizada que él estableció (en la medida de lo posible en una sociedad tan bárbara) para interferir con el crecimiento natural del feudalismo; por el contrario, lo fomentó. Y en las Capitulares de Carlomagno la institución adquiere fuerza de ley. El monarca ordena que se observen y él mismo concluye arreglos sobre la base de senioritas o fidelitas al mismo momento que intenta revivir la antigua idea impersonal y antifeudal del Imperio.

Tal fue el crecimiento gradual de la tenencia feudal desde abajo. Debe hacerse ahora un breve esbozo de la segunda rama de su desarrollo, su crecimiento desde arriba.

El César romano en los últimos tiempos del Imperio confió el gobierno de varios distritos a funcionarios cuyos títulos militares indicaban suficientemente su origen. Un dux (la palabra que traducimos por "duque") o líder, se establecía en un distrito, un comes (la palabra que traducimos por "conde"), o compañero del soberano, sobre otro. Y en la naturaleza de las cosas, estos cargos de estado eran revocables y dependían de la voluntad del gobierno, pero el proceso de la sociedad que acabamos de describir asoció tales cargos, incluso hacia el final del Imperio, con grandes propiedades de tierra. Cuando el Imperio se hubo derrumbado, y los jefes de tribus o los generales de los ejércitos se apoderaron del gobierno local, esta asociación del poder político con la propiedad de la tierra tendió a volverse universal; y la confusión de ideas se vio favorecida aún más por la institución del beneficium (beneficio).

Como es todavía el caso en todos los estados europeos modernos, con la excepción de Inglaterra, grandes extensiones de cada provincia eran tierras públicas. Estas extensiones tampoco disminuían necesariamente con la enajenación, venta, etc., ya que habían sido adquiridas por conquista, confiscación, caducidad por falta de herederos y/o fusión. Bajo la institución del beneficium (beneficio), un gran terrateniente, deseando adherirse a los servicios de alguna persona o institución importante, entregaba a dicha persona o institución el usufructo de cierta parte de su tierra a condición de recibir a cambio servicios y fidelidad, o, como se le llamó más tarde, "vasallaje". Después del colapso del Imperio, las decadentes monarquías locales —y en particular las monarquías francas del norte—, comenzaron a otorgar tales beneficia a gran escala, y en la época de Carlomagno hicieron incursiones en la mayor parte del dominio público". Durante generaciones se entendió que un beneficium era un contrato puramente personal celebrado bajo las estrictas concepciones del derecho romano y, si no se mencionaba ningún término, rescindible a más tardar al fallecimiento del otorgante.

Sin embargo, es evidente que, bajo la presión de las instituciones que lo rodeaban, el beneficium tendería a volverse feudal y hereditario como el resto; y así fue. Tenemos, entonces, bajo los reyes merovingios de Francia, completamente establecidos en la costumbre y bajo la dinastía carolingia, abiertamente aparentes en ley, una multitud de actos reales que —ya sean una concesión a un siervo fiel o el nombramiento de un hombre de confianza para un cargo, especialmente para un mandato local, o la nominación de alguno para un cargo que es demasiado importante para ser rechazado— todo se convierte cada día menos en el acto voluntario y revocable de un gobierno absoluto, y cada vez más en el reconocimiento de un sistema de tierras establecido.

Cuando la tormenta del siglo IX estalló sobre la cristiandad, el sistema feudal se había soldado a partir de estas dos corrientes: el crecimiento del feudalismo desde abajo por la interdependencia voluntaria de propietarios menores y mayores, y el crecimiento del feudalismo desde arriba debido a la analogía cada vez más fuerte que hacía del cargo y de la concesión real una tenencia permanente en el deber y el honor. En esa tormenta nuestra civilización casi desapareció. Su símbolo, el nombre imperial, desapareció por completo; pues el establecimiento del Imperio Alemán en el siglo X y sus 300 años de disputa con Italia, no fue universal: dejó a un lado a la Galia, Gran Bretaña y la reconquista de España, que era un asunto tan característicamente nacional y tan característicamente no europeo. Sufrió el destino de todos los meros nombres. El violento asalto bárbaro a la cristiandad que siguió al período carolingio estaba calculado para hacer de la concepción feudal algo más fuerte que nunca. Una jerarquía de tipo militar, basada en el poder económico local, era absolutamente necesaria en ese momento.

El violento asalto bárbaro a la cristiandad que siguió al período carolingio estaba calculado para hacer de la concepción feudal algo más fuerte que nunca. Una jerarquía de tipo militar, basada en el poder económico local, era absolutamente necesaria en ese momento.

Quizás el mejor ejemplo de cómo la tenencia se había convertido en una necesidad para las mentes de los hombres es la concesión de Normandía. La historia es bastante simple. Las invasiones piratas, aunque no hubieran podido traer numerosos ejércitos, acosaron suficiente y continuamente las costas del norte de Francia. Su acción data de poco después de la muerte de Carlomagno y continuó hasta el siglo X. La salida de la dificultad es un símbolo de todo lo que la sociedad imaginaba entonces: el jefe de los piratas debía ser bautizado; es decir, debía aceptar todo el cuerpo de la civilización si él y sus seguidores desean establecerse en ella. Los piratas habían venido para ganar dinero, habían saqueado bastante, y la civilización sólo les permitiría permanecer dentro de sus límites si regularizaban su posición llamándose a sí mismos y viviendo como señores galo-romanos de las aldeas; presumiblemente solo los líderes podrían tener tal posición, sus seguidores serían inquilinos debajo de ellos o sirvientes armados en sus pasillos.

Las haciendas baldías en las aldeas, las tierras de las aldeas adquiridas por los matrimonios forzados de las herederas y las concesiones del dominio real presumiblemente serían la base de este acuerdo. Por ejemplo, el jefe principal (Rollo) debía casarse con la hija del emperador, y más importante que todo es el límite del territorio concedido y el título del cesionario. Rollo habría de ser dux, y el hombre del emperador, deberle fidelidad, etc. Los límites territoriales de su jurisdicción son precisamente los de una antigua frontera romana a la que nunca se ha dejado caer en desuso. Rollo, el dux tiene del emperador, como su hombre, la provincia del Segundo Lyonnese (Gallia Lugdunensis Secunda). La costumbre dará posteriormente a este distrito el nuevo nombre de Normandía, pero corresponderá desde ese día a este con las fronteras exactas de la antigua provincia romana.

El mundo romano tuvo tal poder de absorción incluso en su peor momento al final del feroz ataque bárbaro, que el nuevo estado es dentro de dos generaciones un modelo de feudalismo. Los pocos cientos de jefes se establecieron como propietarios bajo el esquema romano, al lado de sus más numerosos iguales galo-romanos. Sus pocos miles de seguidores se han convertido en villanos siervos o jinetes armados en sus mansiones. El conjunto es organizado en una estricta jerarquía bajo el dux hereditario, el hombre de su señor feudal hereditario, el rey en París, y el Segundo Lyonnese presenta un modelo perfecto de la teoría feudal. De hecho, es esta fusión de numerosos señores de haciendas galorromanas con unos pocos señores bárbaros de fincas intercalados entre ellos lo que desarrolla la teoría feudal más a fondo y la lleva más lejos; pues la nobleza normanda —en Inglaterra, Sicilia y Palestina— fueron los principales organizadores de la Edad Media.

Acabamos de utilizar las palabras villanos y siervos, y en este punto de nuestro examen de la tenencia de la tierra europea en la época cristiana, merece nuestra atención la posición de la masa del pueblo.

El desarrollo feudal que hemos descrito se refería a una pequeña minoría, la cual estaba formada por los numerosos descendientes de los grandes terratenientes del Imperio Romano y un número algo menor de aventureros bárbaros que en los disturbios del siglo V (a las que hay que añadir otras invasiones, especialmente en el IX) habían adquirido terrenos. Estas propiedades eran las unidades del esquema romano, y el feudalismo era la organización de sus propietarios sobre el sistema de tenencia que hemos descrito. ¿Qué pasó con la gran masa de población de esclavos que en la época romana había cultivado la tierra de estos terratenientes? Estos también habían sido transformados en su constitución social durante los siglos cristianos, y la transformación, aunque es más oscura en su proceso, es bastante clara en su origen y en su fin. Entre los siglos V y X, la Iglesia había transformado al esclavo romano en el campesino europeo. La palabra se mantuvo, y serf no es más que una forma de servus, mientras que villein no es más que una forma de villanus, el esclavo agrícola que trabaja en una villa o en las fincas rurales romanas.

Pero la posición política a la que se atribuía esos nombres había cambiado por completo. De hecho, la esclavitud como institución aún perduraba en el siglo X, —hay rastros de ella incluso en el XI— pero esa esclavitud era doméstica y rara. El hombre que labra la tierra, al final del proceso que hemos estado describiendo, no es un esclavo en absoluto. Por otro lado, su posición es bastante diferente de la concepción romana de ciudadano o de la concepción europea moderna de la misma entidad política.

La finca romana que permaneció, a menudo sin cambios incluso en los detalles de sus límites, a lo largo de todos estos siglos, ahora la llamaremos "señorío" o feudo (un término probablemente de origen normando), porque bajo este nombre se alude en la mayoría de los libros de texto. El señorío medieval o feudal tenía a la cabeza un señor que podía ser un individuo o una corporación como un monasterio, o un oficio como la Corona o el Arzobispado de Canterbury, y estos señores eran, por supuesto, las unidades que componían la jerarquía feudal. A este señor, el representante de los antiguos dueños de esclavos romanos, todavía, en la fraseología legal, se debía todo el trabajo del villano. De hecho, la definición de un villano era alguien que al levantarse por la mañana no podía decidir por su propia voluntad lo que debía hacer antes de la noche.

Pero incluso si esta tradición legal (que en el siglo X era solo una forma de palabras) hubiera tenido una existencia real en los hechos sociales, el villano habría sido una persona muy diferente del esclavo romano. Tenía su propia tierra, una casa propia heredable a su familia, no podía ser comprado ni vendido, y parecería que mientras su trabajo estuviera hecho no existía ninguna restricción sobre su persona. Estaba sujeto a la justicia común de la tierra y no a la voluntad arbitraria de su amo, etc. Pero su posición real era mucho más favorable que esta, pues la costumbre y la opinión común le habían prohibido desde hacía tiempo dar a su señor más de un número fijo de cuotas algo complicadas, que variaban de una propiedad a otra.

De la antigua hacienda romana sólo una parte (que también difería de parroquia en parroquia) permaneció absolutamente bajo el control de los señores y se llamó su "dominio”, es decir," tierra de los señores ", de dominium. El siervo debía trabajar en ella ciertos días del año bajo reglas establecidas, a veces dos días a la semana, a veces tres, siempre excepto los días santos. También debía dar cierta cantidad de productos, generalmente bastante pequeña en los momentos establecidos, algunos huevos en Pascua, etc., de acuerdo con la industria del lugar; y debía realizar ciertos servicios. Por lo demás, su tiempo era libre, y la tierra que se le asignaba era suya en casi todos los sentidos. Era suya porque no se le podía quitar incluso bajo proceso de deuda, ni tampoco se le podía quitar su capital bajo proceso de deuda. Era suya porque, aunque las cuotas y el trabajo iban con ella, sin embargo, no podían ser recaudados según o si mejoraba el valor de su tierra; la costumbre lo prohibía. Lo que se llama en la jerga moderna "la plusvalía" era suya, y esa es la prueba de la propiedad de la tierra; así también la plusvalía que se debía a su propia labor.

Más aún, el villano tenía, lado a lado con su señor, ciertos derechos comunes que eran de suma importancia. La tierra común del señorío, que anteriormente había sido de los propietarios romanos tanto como cualquier otra parte, ahora se usaba de acuerdo con reglas cuidadosas. El señor podía tener en él la misma cantidad de ganado que el villano. Se le concedieron derechos comunales estrictos similares en los bosques del lugar, en las pesquerías, el uso de las vías fluviales y de la energía hidráulica, etc. El molino de la aldea era comúnmente un monopolio de los señores y una o dos cosas más comunes a la vida del pueblo. Es decir, les cobraba cuotas regulares y fijas, pero, por supuesto, no podía utilizarlos unilateralmente para su beneficio o cobrar las tarifas que eligiera, como podría hacerlo un propietario moderno.

La analogía de las ideas feudales que se habían extendido hacia arriba desde sus orígenes, los terratenientes unitarios del sistema romano, se extendía también hacia abajo desde ellos hacia las tierras de las que antes eran dueños y de las que ahora eran sólo los custodios señoriales. No se decía que el villano fuese dueño, sino ocupante; ocupaba la tierra de su señor a cambio de un servicio y por un vínculo que, aunque no era militar y honorable, como era fides, se basaba en la misma concepción ética de un deber moral, más que en un contrato económico.

El sistema se complicaba por otras formas de tenencia menos comunes. Así, había los dueños absolutos lado a lado con los villanos, es decir. hombres cuyas pequeñas propiedades implicaban alguna forma de servicio insignificante o degradado; por ejemplo, era una regla común, aunque no universal, que si un hombre podía probar que nunca había pagado por su tierra nada más que una cantidad fija, debía ser considerado un dueño absoluto. Y todo el trabajo no servil para el señor entraba en esa misma categoría. La tenencia del sacerdote era de otro tipo, y así sucesivamente. También había numerosas personas menores que tenían porciones de tierra muy pequeñas (el villano podía tener desde 15 o 30 acres hasta 120 o más), pero cuando el feudalismo estaba en su vigor el marco general de la sociedad era como el que hemos descrito.

Atrapados en el sistema agrícola general que los rodeaba estaban los antiguos municipios romanos de los que no trata este artículo: Orleans, Chartres, Ruán, Limôges, para tomar algunos nombres galos al azar; Newcastle, Londres, Winchester, para tomar tres nombres británicos igualmente al azar. Y estos municipios estaban en la práctica, por supuesto, compuestos por una serie de pequeños dueños absolutos de la tierra en la que estaban sus casas y sus jardines. Pero la idea feudal era tan fuerte que se extendió por analogía incluso a las ciudades. Una ciudad podía tener un señor, muy a menudo la Corona, o algún obispo u otro gran funcionario del estado. Los impuestos públicos se pagaban a este señor bajo el análogo de la tenencia feudal en la villa. Cuando el desarrollo del comercio durante y después de las Cruzadas hizo que la ficción fuera inconveniente, los señores concedieron cédulas, es decir, reconocimientos escritos de las costumbres inmemoriales de las ciudades, y a menudo añadían a estas inmunidades especiales contra la interferencia, a cambio de dinero.

Otras excepciones al sistema feudal se encuentran en las tierras alodiales, que simplemente significa las haciendas, grandes o pequeñas, que nunca quedaron atrapadas en el desarrollo feudal, pero que permanecieron en posesión absoluta de una tradición ininterrumpida de instituciones romanas. Estas eran especialmente comunes en el sur de Francia, y es característico del poder organizador de los normandos que, en su pasión por el sistema, se negaron a admitir una concepción tan feudal dentro de sus dominios, de modo que hasta el día de hoy (a 1910) en Inglaterra no existe técnicamente tal propiedad absoluta de la tierra.

Además, se pueden encontrar otras excepciones en la organización comunal de los valles montañosos, especialmente en los Alpes y los Pirineos, donde el sistema feudal nunca se arraigó realmente, y donde pueblos remotos y aislados desde tiempos inmemoriales arreglan sus asuntos sobre un sistema económico que corresponde a su republicanismo político. Debe recordarse siempre que en la más antigua e inalterada de las sociedades europeas, la propiedad privada de la tierra es absoluta y se reconoce más estrictamente. La gestión comunal se aplica únicamente a la madera, los pastos y, aquí y allá, es un campo público.

El siguiente paso en nuestra investigación debe ser cómo este sistema feudal establecido procedió a su decadencia. Para comprender el declive del sistema feudal y la transformación de la tenencia feudal en tenencia de la tierra de la cristiandad moderna, primero debe entenderse claramente que lo que he llamado la idea indestructible de la propiedad privada de la tierra sobrevivió, por paradójico que parezca, durante todo el largo reinado de la denominada tenencia. Estuvo presente cuando los propietarios absolutos de las haciendas romanas empezaron a agruparse en la Galia en patronos y clientes, "señores" y "hombres", mayores y menores; estuvo presente cuando Carlomagno, en sus Capitulares, dio las formas de la ley al vínculo personal de la tenencia —el servicio militar y la lealtad como condición de tenencia—; estuvo presente después de la irrupción de los bárbaros en el siglo IX, cuando el feudalismo, en una época necesariamente militar, echó sus raíces más vigorosas. Estuvo presente cuando los abogados normandos, justo antes y durante las Cruzadas (es decir, a finales del siglo XI y durante el XII), codificaron el sistema feudal y lo erigieron en una estricta máquina de ley.

Sabemos que esta idea de propiedad privada estuvo presente de dos maneras: (1) la conocemos como un hecho histórico, porque encontramos terrenos comprados, vendidos e hipotecados; (2) la conocemos como una cuestión de juicio histórico, porque encontramos que se habla de la tierra como propiedad, el pronombre posesivo personal que se usa respecto a ella, las concepciones de robo respecto a ella, la indignación por su ocupación injusta, la creciente riqueza de la misma acumulada a un propietario en particular, etc. y alusiones a todo esto.

Si la sociedad hubiera permanecido primitiva durante muchos siglos después de la declaración completa del feudalismo en los siglos IX y X, nunca habría ocurrido el choque lógico entre la teoría feudal de la tenencia por servicio realizado y el íntimo sentido personal de propiedad de la tierra, que es común a todos los europeos. Era muy fácil para una familia continuar la tenencia de una propiedad de padres a hijos, y pensar en ella como una propiedad privada por un lado y como una tenencia por el otro. Había un contrato en teoría, pero ningún contrato de hecho. Es cierto que la traición contra el señor supremo habría implicado la pérdida de la tierra tal como lo implica ahora la bancarrota, pero esa era una contingencia poco común y que la mente consideraba la más excepcional porque era vergonzosa. Los señores supremos perdían con frecuencia su señorío; los señores menores con menos frecuencia; los hombres con propiedades únicas o señoríos muy raramente, los monasterios y cuerpos eclesiásticos casi nunca; los villanos, se puede decir, nunca en absoluto. Y las dos concepciones —la concepción de propiedad y la concepción de tenencia— aunque contradictorias en sus términos, podrían haber vivido pacíficamente una al lado de la otra, al igual que en nuestra sociedad, por el momento, la concepción del contrato libre existe pacíficamente al lado del hecho social contradictorio de un proletariado y una clase capitalista.

Lo que arruinó el sistema feudal —a medida que la sociedad se desarrollaba en actividad, a medida que cambiaban los valores y crecían las ciudades, a medida que se desarrollaba una clase sin tierra y a medida que aparecía todo lo que acompaña a la expansión de una sociedad— fue la tendencia de aquellos que formaban las unidades de las sociedades feudales a definir su posición con exactitud. Así, dentro de la comunidad de la aldea, que era el microcosmos del todo, hubo momentos en que un villano que hacía mucho tiempo había conmutado su pago en trabajo por un pago fijo en dinero, ya sea por el cambio en el valor del dinero o por el aumento en el precio del trabajo, era más valioso para su señor como trabajador que como pagador de cuotas. El señor reclamaría el servicio, el villano disputaría en el tribunal su derecho al servicio. Una vez más, como entre señor y señor supremo, el servicio en hombres armados, una vez natural y normal, podría convertirse en algo fijo y mecánico. El señor supremo podría encontrar rentable aceptar una redención del servicio militar requerido.

De nuevo, en la concepción feudal primitiva el rey era simplemente el dueño de un gran número de propiedades y del dominio real (es decir, los bosques y otras tierras públicas). Su negocio era administrar el Estado con sus ingresos como un caballero privado rico, con mucho el caballero privado más rico de todo el reino. Pero a medida que la civilización aumentó en complejidad, no pudo hacer esto. Aumentadas las funciones del Estado, el rey debía acudir en busca de ayudas a sus señores menores, quienes estaban obligados a prestar ayudas por el lazo personal de lealtad. Se convirtió en una carga intolerable; esas simples ayudas feudales debían complementarse con impuestos que recaían sobre todos. La Corona estaba regresando por la mera fuerza de las cosas hacia lo que había sido bajo el dominio romano, antes de que se supiera del feudalismo y la tenencia.

Mientras tanto, el vínculo entre el señor y el señor supremo se debilitaba tanto como el vínculo entre el villano y su señor o el rey y sus inquilinos feudales directos. Era contrario al interés de las cortes reales permitir que los señores supremos se fortalecieran; en todos los países ese interés tendería a apoyar a un hombre con un señorío que podría estar luchando en una acción para evitar la confiscación de ese señorío, por algún motivo técnico, a un hombre local más rico que era su superior feudal. Y, lado a lado con todo esto, la creciente actividad comercial, al hacer de la tierra cada vez más una cuestión de contrato, trueque y venta, rompió el antiguo vínculo personal sobre el que descansaba la concepción ética del feudalismo.

La dislocación de la tenencia, su reversión hacia el dominio absoluto fue solo parte del movimiento europeo universal hacia la alta civilización del Imperio que se emprendió en la primavera del siglo XI, y que se acerca a su clímax en nuestro tiempo —pues la historia de la vida de Europa es como la historia de la vida de un cometa siguiendo su órbita; y en esa metáfora se puede llamar al siglo IX el punto de su curso más distante de su centro de actividad. El punto de ruptura entre el sentido fundamental e indestructible de propiedad y la concepción feudal que lo había sobrepuesto durante un tiempo llegó, como el punto de ruptura de tantas otras tensiones, con el Renacimiento. Pero la propiedad de la tierra no pasó por una revolución, como tantas otras instituciones de la época; no cambió abruptamente, como lo hizo el arte plástico, ni sufrió una catástrofe, como lo hizo la religión. Se conservaron las formas de tenencia, ya que se utilizaron para enmascarar lo que ahora ya no era tenencia sino propiedad.

Ahora bien, desde la acción violenta bajo formas feudales mediante la cual Enrique VIII adquirió la tierra de la Iglesia y la concedió de nuevo a cambio de dinero fácil a una manada de aventureros, hasta nuestros días no ha habido ruptura en el hecho social aceptado de la propiedad absoluta de la tierra. La tenencia, para todos los efectos prácticos, desapareció con el siglo XVI. A través de los siglos XVII, XVIII y XIX la tierra ha sido poseída, no ocupada, como un hecho social, aunque en algunas provincias de Europa (como notablemente en Gran Bretaña) el lenguaje legal y técnico ha continuado redactando traspasos en términos de tenencia en lugar de propiedad. Sin embargo, en esta revolución apareció un hecho social de tal vez más trascendencia para la cristiandad que cualquier otro de tipo material. No se refería a la relación entre el señor del señorío y sus jefes supremos; se refería a la condición de la masa del pueblo.

Pues a partir del siglo XVI el destino del villano o campesino comenzó a diferir profundamente en dos tipos de comunidades. En aquellas comunidades que se habían separado de la unidad de la civilización y que pronto serían agrupadas como protestantes, el señor del señorío tendía a convertirse en dueño de la tierra, y en las que permanecían dentro de la unidad de la Iglesia Católica, el villano tendía a convertirse en dueño de la tierra.

Esta fórmula general es la verdad histórica capital sobre la que todos los interesados en el desarrollo económico de la Europa moderna deberían fijar sus ojos. Fuera de los antiguos límites del Imperio Romano, las fortunas variaban. La escasa población de Escandinavia, por ejemplo, se alejó de la fe; Noruega, que nunca había sido feudal, se convirtió en una especie de república de agricultores propietarios, mientras que Suecia desarrolló una aristocracia terrateniente. La Alemania protestante y del norte en su conjunto, aunque no del todo, destruyó la propiedad del villano; fue absorbido por el señor. En Holanda, Dinamarca y Suiza (hasta que se sintió el efecto de la Revolución Francesa), apareció un proceso de acrecentamiento de poder para el señor y un proceso de disminución de poder en el villano, —es decir, del poder económico. Pero si contrastamos las dos principales provincias contiguas del antiguo Imperio Romano — Gran Bretaña, que había tomado un señor, la Galia, que, cuando emergió repentinamente del asalto hugonote, había tomado otro—, veremos fácilmente cuán cierta es la fórmula.

En Gran Bretaña, la Corona se empobreció rápidamente, hasta que a fines del siglo XVII desaparecieron todos los vínculos feudales, incluso nominales, entre ella y los señores de las aldeas, salvo en la tenencia conocida como "sergeantry" (N. de la T.: un tipo de tenencia feudal acompañada de la obligación de servir al rey en una capacidad personal específica) y uno o dos arcaísmos más peculiares. Pero el vínculo entre el villano y el señor se mantuvo en la medida en que beneficiaba al señor. El dueño de una finca crecía a expensas de sus inquilinos. Con el transcurso del tiempo se cerraron las tierras comunes, ningún límite de costumbre defendía al dueño absoluto, los pobres remanentes de la tenencia de los villanos (ahora llamados "copyholders" (poseedores de copia), porque tenían por derecho la copia del registro del señorío) disminuyeron como clase, y cuando la Revolución Industrial llegó para completar el negocio, es solo para considerar la Inglaterra agrícola en general, —con muchas excepciones y muchas calificaciones debido a la complejidad de una sociedad grande— como un cúmulo de grandes propiedades, cada una de varios miles de acres, y poseídas por una clase de entre 9,000 y 20,000 familias. Más que esto, las grandes ciudades en su expansión se vieron obligadas a extenderse sobre las propiedades agrícolas de estos grandes terratenientes, que se cuidaron de no vender; no existía ningún gobierno central para refrenar sus apetitos, pues el poder nominal de la Corona era ahora un sirviente, asalariado (y muy insuficientemente asalariado) por una oligarquía terrateniente. El campesino había desaparecido.

Si se busca un origen histórico para este vasto cambio, lo mejor es encontrarlo en las guerras civiles, que fueron en su efecto la conquista de la pequeña clase terrateniente sobre el poder ejecutivo del monarca. En la Galia tuvo lugar un desarrollo precisamente opuesto. El campesino aumentó su tenencia y aumentó su seguridad en ella. Los derechos comunales fueron en hecho social cada vez más suyos y cada vez menos del señor. El poder ejecutivo de la Corona se hizo mayor que nunca, y la nobleza, los descendientes de los antiguos señores feudales de los señoríos, si bien conservaba intacta, e incluso aumentaba, su distinción social, se empobreció en todos los sentidos y perdió su poder político ante el monarca, su tierra al campesinado, y retuvo sólo los fósiles de su antigua jurisdicción comunal. Su empobrecimiento los obligó a usar esos derechos fósiles con dureza; la independencia económica del campesino hizo cada vez más difícil el uso continuado de tales derechos, hasta que finalmente la tensión se resolvió con el estallido de la Revolución. En esa explosión, la sociedad europea volvió a descubrir sus elementos originales. La tenencia, incluso como ficción, desapareció; se restauró la concepción de la propiedad absoluta, el control de las tierras públicas por parte de las autoridades públicas se volvió tan absoluto como lo había sido durante el Imperio Romano, y se completó la órbita del cambio.

No es necesario agregar que las guerras revolucionarias resultaron en una extensión de estas concepciones a toda Europa Occidental.

El desarrollo industrial de las ciudades y el crecimiento del proletariado en ellas ha traído otros problemas. Ha producido, bajo la guía de ciertos filósofos, muchos de ellos no de ascendencia europea, la concepción del colectivismo, que, como teoría abstracta, niega esa vieja concepción indestructible de la propiedad de la tierra y trataría todas las tierras como propiedad del soberano. Pero esta teoría académica no ha hecho ni puede hacer ningún progreso sobre el terreno, y se puede decir con seguridad que la vieja idea romana de propiedad absoluta y dividida es segura.


Vea también FEUDALISMO y los artículos enumerados en el artículo PROPIEDAD.

Fuente: Belloc, Hilaire. "Land-Tenure in the Christian Era." The Catholic Encyclopedia. Vol. 8, págs. 775-784. New York: Robert Appleton Company, 1910. 19 sept. 2021 <http://www.newadvent.org/cathen/08775a.htm>.

Traducido por Luz María Hernández Medina