Arrianismo
De Enciclopedia Católica
Herejía que surgió en el siglo IV, y negaba la Divinidad de Jesucristo.
DOCTRINA
Es la primera entre las disputas doctrinarias que perturbaron a los cristianos después que Constantino el Grande hubo reconocido a la Iglesia en 313 d.C., y origen de muchas otras durante tres siglos, el arrianismo ocupa un gran lugar en la historia eclesiástica. No es una forma moderna de incredulidad, y por tanto parecerá extraña a los ojos modernos. Pero comprenderemos mejor su significado si la calificamos como un intento Oriental de racionalizar el credo despojándolo del misterio en lo concerniente a la relación de Cristo con Dios. En el Nuevo Testamento y en la enseñanza de la Iglesia, Jesús de Nazaret aparece como el Hijo de Dios. Tomó este nombre para sí mismo (Mateo 11,27; Juan 10,36), mientras que el Cuarto Evangelio declara que Él es el Verbo el Logos, quien al principio estaba con Dios y era Dios, por quien fueron hechas todas las cosas. San Pablo establece una doctrina similar en sus indudablemente genuinas Epístolas a los Efesios, Colosenses y Filipenses. Ignacio las reitera en sus Cartas, y explica la observación de Plinio al mencionar que los cristianos cantan en sus asambleas un himno a Cristo como Dios.
Pero la pregunta de cómo estaba el Hijo relacionado al Padre (Él mismo reconocido totalmente como la Suprema Deidad), dio lugar, entre los años 60 y 200 d.C., a una cantidad de sistemas teosóficos, llamados generalmente gnosticismo, cuyos autores fueron Basílides, Valentino, Tatiano y otros especuladores griegos. Aunque todos ellos visitaron Roma, no tuvieron seguidores en Occidente, el que permaneció libre de controversias de una naturaleza abstracta, y fue fiel al credo de su bautismo. Los centros intelectuales eran principalmente Alejandría y Antioquía, egipcios y sirios, y la especulación se llevó a cabo en griego. La Iglesia Romana sostuvo firmemente la tradición. Bajo esas circunstancias, cuando las escuelas gnósticas habían muerto con sus “conjugaciones” de los poderes Divinos, y “emanaciones” del Dios Supremo irreconocible (el “Profundo” y el “Silencio”) toda especulación se convirtió en la forma de una pregunta tocante a la “semejanza” del Hijo con Su Padre y la “identidad” de Su Esencia.
Los católicos han afirmado siempre que Cristo fue verdaderamente el Hijo y verdaderamente Dios. Ellos le rinden culto con honores divinos; nunca consentirían en separarlo, en idea o realidad, del Padre, cuya Palabra, Razón, Mente, Él era, y en Cuyo Corazón Él mora desde la eternidad. Pero los términos técnicos de la doctrina no estaban completamente definidos; y aún en griego palabras como esencia (ousia), sustancia (hypostasis), naturaleza (phisis), persona (hiposopon) conllevaban una variedad de significados extraídos de las sectas de filósofos pre-cristianos, lo que no podía sino implicar malos entendidos hasta que fueran aclaradas. La adaptación del vocabulario empleado por Platón y Aristóteles a la verdad cristiana fue cuestión de tiempo; no podía hacerse en un día; y cuando fue realizado para el griego tuvo que ser emprendido para el latín, el cual no se prestaba fácilmente para necesarias aunque sutiles diferencias. Era inevitable que surgieran las disputas aún entre los ortodoxos que profesaban todos una misma fe. Y los racionalistas tomarían ventaja de todas estas discusiones para sustituir el antiguo credo por sus propias invenciones.
La tendencia que todos tomaron fue ésta: negar que en ningún verdadero sentido Dios podía tener un Hijo; como concisamente lo expresó Mahoma más tarde, “Dios no engendra, ni es engendrado” (Corán, 112). Hemos aprendido a llamar a esa negación unitarismo. Fue el alcance esencial de la oposición arriana a lo que los cristianos habían siempre creído. Pero el arriano, aunque no venía directamente del gnóstico, seguía una línea argumental y enseñaba una visión que las especulaciones del gnóstico habían hecho familiar. Describía al Hijo como segundo, o Dios inferior, ubicado entre medio de la Primera Causa y las criaturas; como Él mismo creado de la nada, aún como creando todas las otras cosas; como existente antes de los mundos de las edades; y como ataviado con todas las perfecciones divinas excepto aquella que era su sustento y fundamento. Sólo Dios era sin principio, no creado; el Hijo era creado, y alguna vez no había existido, pues todo lo que tiene origen debe comenzar a ser.
Tal es la genuina doctrina de Arrio. Usando términos griegos, niega que el Hijo es de una sola esencia, naturaleza o sustancia con Dios; Él no es consubstancial (homoousion) con el Padre, y por lo tanto no es como Él, o igual en dignidad, o coeterno, o dentro de la esfera real de Deidad. El Logos que exalta San Juan es un atributo, Razón, perteneciente a la Divina naturaleza, no una persona distinta de otra, y por lo tanto es un Hijo meramente en figura retórica. Estas consecuencias siguen el principio que Arrio mantiene en su carta a Eusebio de Nicomedia, que el Hijo “no es parte del Ingénito”. De ahí que los sectarios arrianos que razonaban lógicamente eran llamados eunomianos: decían que el Hijo era “distinto” del Padre. Y definían a Dios como simplemente el Increado. Ellos son asimismo calificados como los exucontianos (ex ouk onton), porque sostenían que el Hijo había sido creado de la nada.
Pero una opinión tan distinta a la tradición encontró poco apoyo; requería suavizarla o paliarla, aún a costa de la lógica; y la escuela que suplantó al arrianismo desde el comienzo afirmó la semejanza, ya sea sin adjuntos, o en todas las cosas, o en sustancia, del Hijo al Padre, mientras continuaban negando Su co-igual dignidad y co-eterna existencia. Estos hombres de la vía media, eran llamados semiarrianos. Se aproximaban, en estricto razonamiento, al extremo herético; pero muchos de ellos sostenían la fe ortodoxa, aunque inconsistentemente; sus dificultades rondaban sobre el idioma o el prejuicio local, y en no pequeño número se sometieron a la larga, a la enseñanza católica. Los semiarrianos intentaron por años inventar un acuerdo entre opiniones irreconciliables, y sus cambiantes credos, concilios tumultuosos y mundanas divisas nos dicen cuan mezclada y moteada era la multitud reunida bajo su bandera. El punto que debe recordarse es que, mientras que afirmaban que la Palabra de Dios era eterna, lo imaginaban a Él como habiéndose convertido en el Hijo para crear los mundos y redimir la humanidad.
Entre los escritores ante-nicenos, puede detectarse una cierta ambigüedad de expresión, excepto la escuela de Alejandría, en lo tocante a este ultimo encabezado de doctrina. Mientras los maestros católicos sostenían la “monarchia”, es decir, que existe un solo Dios; y la Santísima Trinidad, que este Único Absoluto existía en tres diferentes subsistencias; y la “Circumincession”, que Padre, Verbo, y Espíritu no podían ser separados uno de otro, en acto o pensamiento; sin embargo se dejó una abertura para la discusión relativa al término “Hijo”, y el período de su “generación” (gennesis). Se cita especialmente a cinco padres ante nicenos: Atenágoras, Tatiano, Teófilo de Antioquía, San Hipólito y Novaciano, cuyo lenguaje parece involucrar una noción peculiar de la Filiación, como si Ella no se convirtiera en ser o no se perfeccionara, hasta los albores de la creación. A estos pueden agregárseles Tertuliano y Metodio. El cardenal Newman sostuvo que su opinión, que se encuentra claramente en Tertuliano, del Hijo existiendo después de la Palabra, está conectada como un antecedente con el arrianismo. Petavio interpreta las mismas expresiones en un sentido reprensible; pero el obispo anglicano Bull los defiende como ortodoxos, no sin dificultad. Aún si es metafórico, tal lenguaje podría albergar a injustos disputadores; pero no somos responsables por los deslices de los maestros que fallan en percibir todas las consecuencias de las verdades doctrinarias realmente sostenidas por ellos.
Roma y Alejandría se mantuvieron distantes de estos dudosos teorizantes. El mismo Orígenes, cuyas imprudentes especulaciones fueron cargadas con la culpa de arrianismo, y que empleó términos como “el segundo Dios” respecto al Logos, que nunca fueron adoptados por la Iglesia---este mismo Orígenes enseñó la eterna Filiación del Verbo, y no era un semiarriano. Para él el Logos, el Hijo, y Jesús de Nazaret eran una Persona Divina eterna, engendrado del Padre, y, de esta forma, “subordinado” a la fuente de su ser. Él proviene de Dios como la Palabra creativa, y por tanto es un Agente ministerial, o, desde un punto de vista diferente, es el Primer-nacido de la creación. San Dionisio de Alejandría (260) fue incluso denunciado en Roma por llamar al Hijo como una obra o criatura de Dios; pero se explicó ante el Papa sobre principios ortodoxos, y confesó el Credo Homoousiano.
HISTORIA
Pablo de Samosata, quien fue contemporáneo con Dionisio, y obispo de Antioquía, puede ser juzgado el verdadero antecesor de aquellas herejías que relegaban a Cristo mas allá de la esfera Divina, sea cuales fueren los epítetos de deidad que le concedieran a Él. El hombre Jesús, dice Pablo, fue distinto del Logos, y, en el posterior lenguaje de Milton, por mérito fue hecho el Hijo de Dios. El Supremo es uno en Persona y en Esencia. Tres concilios efectuados en Antioquía (264-268 ó 269) condenaron y excomulgaron al samosateno. Pero estos Padres no aceptarían la fórmula Homoousion, temiendo que fuera tomada como significando una sustancia material o abstracta, de acuerdo con la costumbre de las filosofías paganas. Asociado con Pablo, y separado por años de la comunión católica, encontramos al bien conocido Luciano, quien editó la Versión de los Setenta y se convirtió al final en mártir. La escuela de Antioquía obtuvo su inspiración de este hombre sabio. Eusebio de Cesarea, el historiador, Eusebio de Nicomedia y Arrio mismo, todos cayeron bajo la influencia de Luciano. Por tanto, no debemos mirar a Egipto y sus enseñanzas místicas, sino a Siria, donde floreció Aristóteles con su lógica y su tendencia al racionalismo, para ver el hogar de una aberración que, de haber finalmente triunfado, se hubiera anticipado al Islam, reduciendo al Hijo Eterno a la categoría de profeta, y deshaciendo así la revelación cristiana.
Arrio, un libio por descendencia, se crió en Antioquía y fue compañero de escuela de Eusebio, luego obispo de Nicomedia, tomó parte (306) del oscuro cisma meleciano, fue hecho presbítero de la iglesia llamada “Baucalis”, en Alejandría, y se opuso a los sabelianos, comprometidos ellos mismos a una visión de la Trinidad que negaba toda real distinción en el Supremo. San Epifanio describe al hereje como alto, grave y persuasivo; no se ha sostenido ninguna calumnia sobre su carácter moral; pero hay alguna posibilidad de que diferencias personales hayan llevado a su disputa con el patriarca Alejandro a quien, en sínodo público, acusó de enseñar que el Hijo era idéntico al Padre (319). Las circunstancias reales de esta disputa son oscuras; pero Alejandro condenó a Arrio en una gran asamblea, y este último encontró un refugio con Eusebio, el historiador de la Iglesia, en Cesarea. Motivos políticos o partidarios amargaron el conflicto. Muchos obispos de Asia Menor y Siria tomaron la defensa de su “compañero Lucianista”, como no dudaba en llamarse a sí mismo Arrio. Sínodos en Palestina y Bitinia se opusieron a los sínodos en Egipto.
Durante varios años la disputa fue furiosa; pero cuando, por su derrota a Licinio (324), Constantino el Grande se convirtió en amo del mundo romano, se determinó a la restauración del orden eclesiástico en el Oriente, como en Occidente ya había emprendido la supresión de los donatistas en el Concilio de Arles. Arrio, en una carta al prelado nicomedio, había rechazado la fe católica. Pero Constantino, aleccionado por este hombre de mente mundana, envió de Nicomedia a Alejandro una carta famosa, en la cual trató la controversia como una disputa vana acerca de palabras y agrandada por la bendición de la paz. El emperador, deberíamos recordarlo, era solamente un catecúmeno, imperfectamente familiarizado con el griego, mucho más incompetente en teología, y aún así ambicioso de ejercer sobre la Iglesia Católica un dominio parecido al que, como Pontifex Maximus, ejercía sobre el culto pagano. De esta concepción bizantina (llamada en términos modernos como erastianismo) debemos derivar las calamidades que durante muchos siglos marcaron el desarrollo del dogma cristiano.
Alejandro no podía ceder en un tema de tan vital importancia. Arrio y sus seguidores no se rendirían. Por lo tanto, se reunió un concilio en Nicea, Bitinia, el que ha sido siempre considerado como el primero ecuménico, y que sesionó desde mediados de junio de 325. (Ver Primer Concilio de Nicea). Comúnmente se dice que presidió Hosio de Córdoba. El Papa Silvestre, estuvo representado por sus legados y asistieron 318 Padres, casi todos de Oriente. Desafortunadamente, las actas del concilio no se han conservado. El emperador, que estuvo presente, prestó una religiosa deferencia a una reunión que desplegaba la autoridad de la doctrina cristiana de un modo tan notable. Desde un principio fue evidente que Arrio no contaba con un gran número de favorecedores entre los obispos. Alejandro fue acompañado por su joven diácono, el siempre memorable San Atanasio quien se involucró en una discusión con el propio hereje, y desde ese momento se convirtió en el líder de los católicos durante casi cincuenta años. Los Padres apelaron a la tradición contra los innovadores, y fueron apasionadamente ortodoxos; mientras tanto se recibió una carta de Eusebio de Nicomedia, declarando abiertamente que él nunca admitiría que Cristo era una sola sustancia con Dios. Esta confesión sugirió unos medios de discriminación entre los verdaderos creyentes y todos aquellos que, bajo ese pretexto, no sostenían la fe recibida.
Eusebio de Cesarea escribió un credo en nombre del partido de los arrianos en el cual se le atribuía a Nuestro Señor todo término de honor y dignidad, excepto la unidad de la sustancia. Claramente, entonces, ninguna otra prueba salvo Homoousion probaría una coincidencia para las sutiles ambigüedades de lenguaje que, como siempre, fueron agudamente adoptadas por los disidentes del pensamiento de la Iglesia. Se había descubierto una fórmula que serviría como comprobación, aunque no simple de encontrar en las Escrituras, sin embargo resumía la doctrina de San Juan, San Pablo y el propio Cristo, “Yo y el Padre somos uno”. La herejía, como destaca San Ambrosio, había provisto desde su propia vaina el arma para cortar su cabeza. La “consubstancialidad” fue aceptada, solamente trece obispos disintieron, y rápidamente se redujeron a siete. Hosio redactó las declaraciones conciliares, a las que fueron anexados anatemas contra aquellos que afirmaran que el Hijo alguna vez no había existido, o que no existía antes de ser engendrado, o que Él había sido hecho de la nada, o que Él era de una substancia o esencia diferente del Padre, o era creado o variable. Todos los obispos hicieron esta declaración excepto seis, de los cuales cuatro a la larga se retractaron. Eusebio de Nicomedia retiró su oposición a los términos de Nicea, pero no firmaría la condena de Arrio. El emperador, que consideraba la herejía como rebelión, propuso las alternativas de suscripción o destierro; y, en el terreno político, el Obispo de Nicomedia fue exiliado poco después del concilio, involucrando a Arrio en su ruina. El heresiarca y sus seguidores soportaron su sentencia en Iliria.
Pero estos incidentes, que podría parecer que cerraría el capítulo, probaron el comienzo de conflictos, y llevaron a los más complicados procedimientos de los que hayamos leído en el siglo IV. Mientras el credo arriano manifiesto era defendido por pocos, aquellos prelados políticos alineados con Eusebio llevaban a cabo una doble lucha contra el término “consustancial”, y su campeón San Atanasio. Éste, el mas grande de los Padres Orientales había sucedido a Alejandro en el patriarcado egipcio (326). No tenía más que treinta años de edad; pero sus escritos publicados, anteriores al Concilio, desplegaban, en pensamiento y precisión, una maestría de los asuntos involucrados que ningún maestro católico podía sobrepasar. Su vida inmaculada, temperamento considerado y lealtad a sus amigos lo hacían difícil de atacar por ningún lado. Pero las artimañas de Eusebio, quien en 328 recobró el favor de Constantino, estaban secundadas por las intrigas asiáticas, y comenzó un período de reacción arriana. San Eustacio de Antioquía fue depuesto bajo el cargo de sabelianismo (331), y el emperador envió su mandato de que Atanasio debía recibir de regreso a Arrio a la comunión. El santo se rehusó firmemente. En 325 el heresiarca fue absuelto por dos concilios, en Tiro y en Jerusalén, el primero de los cuales depuso a Atanasio basado en falsos y vergonzosos fundamentos de mala conducta personal. Fue exiliado a Tréveris y su estadía de dieciocho meses en esos lugares cimentó más estrechamente a Alejandría con Roma y el Occidente católico.
Mientras tanto, Constanza, la hermana del emperador, había recomendado a Arrio, a quien consideraba un hombre injuriado, a la indulgencia de Constantino. Sus palabras de moribunda lo afectaron, llamó al libio, le extrajo una solemne adhesión a la fe de Nicea, y ordenó a Alejandro, obispo de la Ciudad Imperial, darle la Comunión en su propia iglesia (336). Arrio triunfó abiertamente; pero mientras andaba pavoneándose, la tarde anterior al día en que iba a tener lugar este acontecimiento, murió de un repentino desorden, al que los católicos no puedieron dejar de atribuir a un juicio de los cielos, debido a las oraciones de los obispos. Su muerte, sin embargo, no detuvo la plaga. Constantino entonces no favoreció más que a los arrianos; fue bautizado en sus últimos momentos por el artero prelado de Nicomedia; y legó a sus tres hijos (337) un imperio desgarrado por disensiones a las que su ignorancia y debilidad habían agravado.
Constancio, quien nominalmente gobernaba el Oriente, era un títere de su emperatriz y de los ministros del palacio. Obedeció a la facción de Eusebio; su director espiritual, Valente, obispo de Mursa, hizo lo que estuvo a su alcance para infectar Italia y el Occidente con dogmas arrianos. El término “igual en sustancia”, Homoousion, que había sido empleado meramente para librarse de la fórmula Nicena, se convirtió en consigna. Pero tantos como catorce concilios, realizados entre 341 y 360, en los cuales encontraron expresión todos los matices de los subterfugios herejes, fueron testigos de la necesidad y eficacia de la piedra de toque católica que todos rechazaban.
Alrededor de 340, una reunión alejandrina había defendido a su arzobispo en una epístola al Papa San Julio I. A la muerte de Constantino, y por la influencia del hijo y homónimo de ese emperador, había sido restaurado a su pueblo. Pero el joven príncipe falleció, y en 341 el famoso Concilio de Antioquía de la Dedicación degradó a Atanasio por segunda vez, quien ahora buscó refugio en Roma, donde pasó tres años. Gibbon cita y adopta “una juiciosa observación” de Wetstein que merece ser recordada siempre. Desde el siglo IV en adelante, destaca el erudito alemán, cuando las Iglesias Orientales estaban casi igualmente divididas en elocuencia y habilidad entre los sectores contendientes, el partido que buscaba ganar, hizo su aparición en el Vaticano, cultivó la majestad papal, conquistó y estableció el credo ortodoxo con la ayuda de los obispos latinos. Por lo tanto, es por eso que Atanasio fue a Roma. Un extranjero, Gregorio, usurpó su lugar. El concilio romano proclamó su inocencia.
En 343, Constancio, quien reinaba sobre el Occidente desde Iliria hasta Bretaña, convocó a los obispos a reunirse en Sárdica en Pannonia. Noventa y cuatro prelados latinos y setenta griegos u orientales comenzaron los debates; pero no pudieron llegar a término y los asiáticos se retiraron, y realizaron una sesión separada y hostil en Filipópolis en Tracia. Se ha dicho justamente que el Concilio de Sárdica revela los primeros síntomas de la discordia que, mas adelante, produjo el triste cisma de Oriente y Occidente. Pero para los latinos esta reunión, que permitió las apelaciones al Papa Julio, o a la Iglesia Romana, pareció un epílogo que completó la legislación nicena, y a estos efectos fue citado por el Papa San Inocencio I en su correspondencia con los obispos de África.
Habiendo vencido sobre Constancio, quien aceptó su causa cálidamente, el invencible Atanasio recibió tres cartas de su semiarriano y oriental soberano, en las que le ordenaba y, a la larga le suplicaba que regresara a Alejandría (349). Los obispos facciosos, Ursacio y Valente, retiraron sus cargos contra él en manos del Papa Julio; y mientras viajaba al hogar, a través de Tracia, Asia Menor y Siria, la multitud de prelados de la corte le hicieron servil homenaje; estos hombres giraban con cada viento. Algunos, como Eusebio de Cesarea, sostenían una doctrina platonizante a la que no renunciarían, auque declinaron la blasfemia arriana. Pero muchos eran oportunistas, indiferentes al dogma. Y un nuevo partido había surgido, los estrictos y píos Homoousianos, ni amigos de Atanasio, ni dispuestos a suscribir los términos de Nicea, pero aún así lentamente desplazándose más cerca del verdadero credo y finalmente aceptándolo. Estos buenos hombres jugaron su parte en los siguientes concilios.
Sin embargo, cuando murió Constancio (350), y su semiarriano hermano fue dejado supremo, la persecución a Atanasio se redobló en violencia. Mediante una serie de intrigas los obispos Occidentales fueron persuadidos a removerlo a Arles, Milán, Rimini. Fue con relación a este último concilio (vea Concilio de Rimini) (359) que San Jerónimo escribió, “el mundo entero gimió y se maravilló de encontrarse arriano”. Pues los obispos latinos fueron conducidos mediante amenazas y triquiñuelas a firmar concesiones que en ningún momento representaban sus genuinas opiniones. Los concilios fueron tan frecuentes que sus fechas son todavía materia de controversia. Asuntos personales enmascaraban la importancia dogmática de la lucha que se había desarrollado por treinta años. El Papa del momento, Liberio, valiente al principio, indudablemente ortodoxo, pero arrancado de su sede y exiliado a la lóbrega soledad de Tracia, firmó un credo, en tono semiarriano (compilado principalmente de uno de Sirmium), abandonó a Atanasio, pero tomó una postura contra la así llamada “Homoeana” fórmula de Rimini.
El nuevo partido estaba liderado por Acacio de Cesarea, un eclesiástico aspirante que sostenía que él, y no San Cirilo de Jerusalén, era metropolitano sobre Palestina. Los acacianos, una especie de protestantes, no emplearían términos que no fuesen encontrados en las Escrituras, y por tanto evadían firmar la “Consubstancialidad”. Un más extremo conjunto, los “eunomianos”, seguidores de Aecio y dirigidos por Eunomio, sostuvieron reuniones en Antioquía y Sirmiun, declararon al Hijo como “distinto” del Padre, y se hicieron poderosos en la corte en los últimos años de Constancio. Jorge de Capadocia persiguió a los católicos alejandrinos. Atanasio se retiró al desierto entre los solitarios. Hosio había sido obligado mediante torturas a suscribir el credo de moda. Cuando murió el vacilante emperador (361), Julián, conocido como el Apóstata, sufrió lo mismo para volver a sus hogares a quienes habían sido exiliados debido a la religión. Una importante reunión, presidida por Atanasio en 362, en Alejandría, unió a los ortodoxos semiarrianos con él mismo y el Occidente. Cuatro años después cincuenta y nueve prelados macedonios, es decir, hasta entonces anti nicenos, se sometieron al Papa Liberio. Pero el Emperador Valente, un feroz hereje, todavía ponía devastación a la Iglesia.
Sin embargo, la larga batalla estaba entonces tornándose decididamente a favor de la tradición católica. Obispos occidentales, como San Hilario de Poitiers y San Eusebio de Vercelli, desterrados al Asia por sostener la fe nicena, estaban actuando al unísono con San Basilio el Grande, los dos San Gregorio (San Gregorio de Nisa y San Gregorio Nacianceno, y los reconciliados semiarrianos. Como movimiento intelectual la herejía había perdido su fuerza. Teodosio I, un español y católico, gobernaba todo el Imperio. Atanasio murió en 373; pero su causa triunfó en Constantinopla, arriana por largo tiempo, primero por la prédica de San Gregorio Nacianceno, luego en el Segundo Concilio General (381), cuya apertura presidió Melecio de Antioquía. Este santo varón había sido apartado de los paladines nicenos durante el largo cisma; pero hizo la paz con Atanasio, y entonces, en compañía de San Cirilo de Jerusalén, representó una influencia moderada que ganó el momento. No aparecieron diputados del Occidente. Melecio murió casi inmediatamente. San Gregorio Nacianceno, quien tomó su lugar, muy pronto renunció. San Gregorio de Nisa redactó un credo encarnando al de Nicea, pero no es el que es recita en la Misa, este último se dice que se debe a San Epifanio y la Iglesia de Jerusalén. El Concilio se convirtió en ecuménico mediante la aceptación del Papa y de los siempre ortodoxos occidentales. Desde este momento el arrianismo en todas sus formas perdió su lugar dentro del Imperio.
Su desarrollo entre los bárbaros fue más político que doctrinal. Ulfilas (311-388), quien tradujo las Escrituras al maeso-gótico, enseñó una teología acaciana a los ostrogodos del Danubio; reinos arrianos surgieron en España, África, Italia. Los gépidas, hérulos, vándalos, alanos y lombardos recibieron un sistema que eran tan poco capaces de comprender como de defender, y los obispos católicos, los monjes, la espada de Clodoveo y la acción del papado, terminaron esto a comienzos del siglo VIII. Nunca ha sido revivido en la forma que tomó bajo Arrio, Eusebio de Cesarea y Eunomio. Individuos, entre los que están Milton y Sir Isaac Newton, fueron quizás contaminados con el mismo. Pero la tendencia sociniana de la que salieron las doctrinas unitarias no le debe nada a la escuela de Antioquía o a los concilios opuestos a Nicea. Tampoco ha quedado ningún líder arriano con un carácter de proporciones heroicas en la historia. En toda la historia no hubo sino un solo héroe---el impertérrito San Atanasio---cuya mente fue igual a los problemas, como su gran espíritu lo fue a las vicisitudes, una cuestión sobre la que el futuro del cristianismo dependió.
Fuente: Barry, William. "Arianism." The Catholic Encyclopedia. Vol. 1. New York: Robert Appleton Company, 1907. <http://www.newadvent.org/cathen/01707c.htm>.
Traducido por Luis Alberto Alvarez Bianchi. L H M.