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Martes, 19 de marzo de 2024

Melecio de Antioquía

De Enciclopedia Católica

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Obispo, nació en Melitene, Armenia Menor; murió en Antioquía en el año 381. Antes de ocupar la sede de Antioquía había sido obispo de Sebaste, capital de Armenia Prima. Sócrates supone un traslado de Sebaste a Berea y de ahí a Antioquía; su elevación a Sebaste puede datar de 358 ó 359. Su estadía en dicha ciudad fue breve y no libre de vejaciones debido al apego popular a su predecesor San Eustatio. Asia Menor y Siria estaban entonces agitadas por disputas teológicas de carácter arriano o semiarriano. Bajo Eustatio (324-330) Antioquía había sido uno de los centros de la ortodoxia nicena. Este gran hombre fue puesto a un lado, y sus primeros sucesores, Paulino y Eulalio ocuparon la sede por poco tiempo (330-332). Siguieron otros, la mayoría de ellos ineficaces para la tarea, y la Iglesia de Antioquía fue desgarrada en dos por el cisma.

Los eustacianos permanecieron como una minoría ardiente e ingobernable en el campo ortodoxo, pero los detalles de esta división se nos escapan hasta la elección de Leonacio (344-358). Su simpatía por la herejía arriana era abierta, y su discípulo Aecio predicaba el arrianismo puro que no impidió el que fuera ordenado diácono. Esto fue demasiado para la paciencia de los ortodoxos bajo el liderazgo de Flavio y Diodoro. Aecio tenía que ser removido. A la muerte de Leoncio, Eudoxio de Germanicia, uno de los arrianos más influyentes, se fue inmediatamente a Antioquía, y mediante intrigas se aseguro su nombramiento a la sede vacante, la cual ocupó por poco tiempo, pues fue desterrado a Armenia. En 359 el Concilio de Seléucida nombró un sucesor llamado Ananio, que fue exiliado tan pronto fue instalado. Eudoxio recobró el favor en 360, y fue nombrado obispo de Constantinopla, con lo cual se reabrió la sucesión episcopal antioquena. Se reunieron obispos de todas partes para la elección, en la cual los acacianos eran el partido dominante. Sin embargo, la elección pareció ser un compromiso. Melecio, quien había renunciado a su sede de Sebaste, y quien era amigo personal de Acacio, fue elegido. La elección fue en general satisfactoria, pues Melecio le había hecho promesas a ambos partidos, de modo que los ortodoxos y los arrianos pensaban que estaba de su lado.

Indudablemente Melecio creía que la verdad estriba en distinciones delicadas, pero esta fórmula era tan indefinida que incluso hoy día, es difícil captarla con precisión. No era ni un niceno completo ni un arriano decidido. Mientras tanto pasaba como acaciano, homoousiano, homoiano, o neo-niceno, buscando siempre permanecer fuera de cualquier clasificación inflexible. Es posible que estuviera todavía indeciso y que esperaba del fermento teológico contemporáneo alguna nueva e ingeniosa combinación, satisfactoria para él, pero sobre todo no comprometedora. Hasta aquí lo había favorecido la fortuna; estaba ausente de Antioquía cuando fue electo, y ni siquiera había sido auscultado sobre sus preferencias doctrinales. Los hombres estaban cansados de la discusión interminable, y el temperamento amable y gentil de Melecio parecía prometer la muy deseada paz. Él no era Atanasio, ni la poco heroica Antioquía deseaba un hombre de ese tipo. Las cualidades de Melecio eran genuinas; una vida simple, moral pura, piedad sincera y maneras afables. No tenía méritos extraordinarios, a menos que el incluso balance armonioso de sus virtudes cristianas pudieran aparecer sobresalientes.

El nuevo obispo gozaba del afecto de la gran y turbulenta población que gobernaba, y era estimado por hombres tales como San Juan Crisóstomo, San Gregorio Nacianceno, San Gregorio de Nisa, San Basilio el Grande, e incluso su adversario San Epifanio. San Gregorio Nacianceno nos dice que el era un hombre muy piadoso, simple y sin doblez; su semblante reflejaba paz y los que lo veían confiaban en él y lo respetaban. Él era lo que le llamaban, y su nombre griego lo revelaba, porque había miel tanto en su disposición como en su nombre. Al llegar a Antioquia fue recibido por una inmensa concurrencia de cristianos y judíos; cada uno se preguntaba a cuál facción pertenecía, y pronto se esparció el informe de que él era simplemente un partidario del Credo de Nicea. Melecio se tomó su tiempo. Comenzó reformando ciertos abusos notorios y educando a su pueblo, en cuyo trabajo posterior pudo haber creado enemistades si no hubiese evitado todas las preguntas en disputa. El emperador Constante, un arriano militante, citó una asamblea para extraerle a Melecio sus pensamientos recónditos. El emperador invitó a varios obispos entonces en Antioquía para hablar sobre la principal prueba de la controversia arriana. “El Señor me poseía al principio de su camino.” (Prov. 8,22).

Al principio Melecio fue algo prolongado y tedioso, pero exhibió un gran conocimiento de la Escritura. Precavidamente declaró que “la Escritura no se contradice, que todo lenguaje es adecuado cuando es cuestión de explicar la naturaleza del Hijo Unigénito de Dios. Uno no va más allá de una aproximación que nos permita entender hasta cierto alcance, y que nos lleve lenta y progresivamente de las cosas visibles a las escondidas. Ahora, creer en Cristo es creer que el Hijo es como el Padre, su imagen, quien está en todo, creador de todo; y no una imagen imperfecta sino adecuada, incluso como el efecto corresponde a la causa. La generación del único Hijo engendrado, anterior a todos los tiempos, lleva consigo los conceptos de subsistencia, estabilidad y exclusivismo”. Melecio luego pasó a consideraciones morales, pero había satisfecho a sus oyentes, principalmente por abstenerse de lenguaje técnico y discusión vana. La ortodoxia del obispo estaba completamente establecida, y su profesión de fe fue un rudo golpe para el partido arriano. San Basilio le escribió al vacilante San Epifanio que “Melecio fue el primero en hablar libremente a favor de la verdad y pelear la buena batalla en el reinado de Constante. Cuando Melecio finalizó su discurso la audiencia le pidió que diera un resumen de su enseñanza. Él extendió tres dedos hacia la gente, luego cerró dos y dijo “Tres Personas se conciben en la mente pero es como si nos dirigiéramos a una sola”. Este gesto se volvió famoso y se convirtió en una señal de unión. Los arrianos no fueron lentos en vengarse. Por pretextos vagos el emperador desterró a Melecio a su nativa Armenia. Había ocupado la sede por menos de un mes.

Este exilio fue la causa inmediata de un largo y deplorable cisma entre los católicos de Antioquía, de ahí en adelante divididos entre melecianos y eustacianos. Las iglesias permanecían en manos de los arrianos, Paulino gobernaba a los eustacianos, mientras que Flavio y Diodoro eran los jefes del rebaño meleciano. En cada familia un niño llevaba el nombre de Melecio, cuyo retrato se grababa en sortijas, relieves, copas y en las paredes de los apartamentos. Melecio se fue al exilio en la primera parte del año 361. Unos pocos meses después el emperador Constante murió repentinamente, y una de las primeras medidas de su sucesor, Juliano, fue revocar los decretos de destierro de su predecesor. Es bastante probable que Melecio regresara a Antioquia, pero su presencia era difícil frente a los eustacianos. El Concilio de Alejandría (362) trató de reestablecer la armonía y poner fin al cisma, pero fracasó.

Ambos partidos estaban firmes en sus reclamos, mientras que la vehemencia e imprudencia del mediador ortodoxo aumento la disensión, y arruinó toda esperanza de paz. Aunque la elección de Melecio estaba fuera de discusión, el impetuoso Lucifer de Cagliari cedió a las peticiones de la facción opuesta, y en lugar de contemporizar y esperar el inminente regreso de Melecio del exilio, ayudado por dos confesores, se apresuró a consagrar obispo de Antioquia al líder eustaciano, Paulino. Esta medida desatinada fue una gran calamidad, pues estableció el cisma definitivamente. Melecio y sus seguidores no fueron responsables, y es una injusticia peculiar de la historia que esta división se conozca como el cisma meleciano cuando los eustacianos o paulinianos fueron los únicos responsables. Pronto llegaron Melecio y San Eusebio de Vercelli, pero no pudieron hacer nada en esas circunstancias. La persecución del emperador Juliano, cuya residencia estaba en Antioquia, trajo nuevas vejaciones. Ambas facciones del partido ortodoxo fueron igualmente hostigadas y atormentadas, y ambas enfrentaron valientemente sus juicios.

Un incidente inesperado hizo distinguirse a los melecianos. Un escrito anti-cristiano de Juliano fue contestado por el antedicho meleciano Diodoro, a quien el emperador había denigrado groseramente. “Por muchos años”, dijo el apologista imperial del helenismo, “su pecho ha estado hundido, sus miembros macilentos, sus mejillas flácidas, su semblante lívido”. Tan ocupado estaba Juliano describiendo los síntomas mórbidos de Diodoro que pareció olvidarse del obispo Melecio. Éste sin duda no tenía deseos de llamar la atención y persecución hacia sí mismo, consciente de que su grey tenía más probabilidades de perder que de ganar. Él y dos de sus chorepiscopi, se nos dice, acompañaron a dos oficiales, Bonoso y Maximiliano, al lugar del martirio. También se dice que Melecio envió a un converso de Antioquía a Jerusalén. Esto, y la mención de la huída de todos los eclesiásticos antioquenos, nos lleva a la suposición arbitraria de que el segundo destierro de Melecio ocurrió durante el reinado de Juliano. Sea como fuere, el súbito fin del emperador perseguidor y la accesión de Joviano deben haber acortado grandemente el exilio de Melecio. Joviano se encontró con Melecio en Antioquía y le mostró gran respeto. Justo entonces San Atanasio vino a Antioquia por orden del emperador, y le expresó a Melecio su deseo de entrar en comunión con él. Melecio, mal aconsejado, se demoró en contestarle, y San Atanasio se marchó y le dejó con Paulino, a quien él todavía no había reconocido como obispo, la declaración de que lo admitía a su comunión. Tal equivocación resultó en tristes consecuencias para la causa meleciana. La moderación mostrada constantemente por Atanasio, quien creía completamente en la ortodoxia de Melecio, no se halló en su sucesor, San Pedro de Alejandría, quien no escondió su creencia de que Melecio era un hereje. Por largo tiempo la posición de Melecio fue disputada por los mismos que, según parecía, debieron haberla establecido firmemente. Un concilio de 26 obispos en Antioquia presidido por Melecio fue de ulteriores consecuencias, pero un panfleto adscrito a Paulito de nuevo levantó dudas sobre la ortodoxia de Melecio. Además, nuevas e insospechadas dificultades estaban por surgir.

La muerte de Joviano hizo triunfar de nuevo el arrianismo y estalló una violenta persecución bajo el emperador Flavio Valente. Al mismo tiempo la calmada pero persistente rivalidad entre Alejandría y Antioquia ayudó a la causa de Melecio. No importa cuan ilustre un patriarca egipcio pudiera ser, el episcopado cristiano de Siria y Asia Menor era demasiado nacional o racial, demasiado centrado en sí mismo, para buscar o aceptar su liderazgo. Atanasio, ciertamente, permaneció como un poder autoritativo en Oriente, pero sólo un obispo de Antioquia podía unir a los tres que estaban ahora listos para aceptar el Credo de Nicea. En este aspecto el rol de Melecio se volvía cada día más prominente. Mientras que en su propia ciudad una minoría disputaba su derecho a la sede y cuestionaba su ortodoxia, su influencia se extendía en Oriente, y obispos de varias partes del imperio aceptaban su autoridad. Calcedonia, Ancira, Melitene, Pérgamo, Cesarea de Capadocia, Bostra, partes de Siria y Palestina, buscaban su guía, y este movimiento creció rápidamente. En 363 Melecio podía contar con 26 obispos, en 379 más de 150 se concentraban a su alrededor. La unidad teológica se restauró por lo menos en Siria y Asia Menor.

Melecio y sus discípulos, sin embargo, no habían sido perdonados por los arrianos. Mientras habían descuidado a Paulino y su facción, Melecio fue exiliado de nuevo (mayo de 365) a Armenia. Sus seguidores, expulsados de las iglesias, buscaron lugares de culto donde pudiesen. Este nuevo exilio, debido a una tregua en la persecución, fue de corta duración, y probablemente en 367 Melecio tomó de nuevo el gobierno de su sede. Fue entonces que Juan, el futuro Crisóstomo, entró a la categoría del clero. La tregua terminó pronto. En 371 la persecución arreció de nuevo en Antioquia, donde residió Valente casi hasta el momento de su muerte. En este tiempo Basilio ocupaba la sede de Cesarea (370) y era un fuerte partidario de Melecio. Con rara intuición Basilio entendió completamente la situación que hacía imposible la restauración de la paz religiosa en Oriente. Era claro que el antagonismo entre Atanasio y Melecio alargaba infinitamente el conflicto. Melecio, el único obispo legítimo de Antioquia, era el único aceptable para Oriente, desafortunadamente se iba al exilio por tercera vez. En estas circunstancias Basilio comenzó negociaciones con Melecio y Atanasio para la pacificación de Oriente.

Aparte de las dificultades inherentes de la situación, la lentitud de comunicación era un impedimento adicional. No sólo el representante de Basilio tenía que viajar de Cesarea a Armenia, y de Armenia a Alejandría, también tenía que ir a Roma a obtener la sanción del Papa Dámaso y la aquiescencia de Occidente. No obstante la equivocación cometida en Antioquia en 363, el generoso espíritu de Atanasio dio esperanza de éxito, su súbita muerte, sin embargo (mayo de 373) hizo que se abandonaran todos los esfuerzos. Incluso en Roma y en Occidente, Basilio y Melecio tendrían contrariedades. Mientras trataban insistentemente de restaurar la paz, una nueva comunidad antioquena, que se declaraba a sí misma relacionada con Roma y Atanasio, aumentaba el número de disidentes, agravaba la rivalidad y renovaba las disputas. Ahora había tres iglesias antioquenas que formalmente adoptaban el Credo Niceno.

El generoso esquema de Basilio por sosiego y unión había terminado desafortunadamente, y para hacer las cosas peores, Evagrio, el principal promotor de la ansiada reconciliación, se unió una vez más al partido de Paulino. Esta importante conversión se ganó para los intrusos a San Jerónimo y al Papa Dámaso; al próximo año, y sin ninguna declaración respecto al cisma, el Papa mostró una decidida preferencia por Paulino, lo reconoció como obispo, lo recibió como hermano, y lo consideró su legado papal en Oriente. Grande fue la consternación de Melecio y su comunidad, la cual en la ausencia del líder natural era todavía gobernada por Flavio y Diodoro, alentados por la presencia del monje Afrates y el apoyo de San Basilio. Aunque descorazonado, éste último no perdió completamente la esperanza de llevar a Occidente, especialmente al Papa, a un entendimiento completo de la situación de la Iglesia Antioquena. Pero Occidente no captaba los complejos intereses y situaciones personales, ni apreciaba la violencia de la persecución contra la que estaban luchando las facciones ortodoxas. Para iluminar a estos hombres bien intencionados, se necesitaban relaciones más cercanas y diputados de carácter más heroico, pero las dificultades eran grandes y el “statu quo” permaneció.

Después de muchos fracasos frustrantes, finalmente hubo un asomo de esperanza. Dos legados enviados a roma, Doroteo y Santísimo, regresaron en la primavera de 377, trayendo consigo las cordiales declaraciones que Basilio procedió a publicar inmediatamente y por doquier. Estas declaraciones pronunciaban anatemas contra Arrio y la herejía de Apolinario (vea Apolinarismo) que se esparcía por Antioquia, condenaciones muy a tiempo, pues la excitación teológica estaba ahora en su cúspide en Antioquia, y paulatinamente se estaba extendiendo a Palestina. San Jerónimo entró al conflicto, quizás sin tener un conocimiento completo de la situación. Rechazando a Melecio, Vitaliano y Paulino, hacía una apelación directa al Papa Dámaso en una carta todavía famosa, pero a la que el Papa no contestó. Descontento, Jerónimo regresó a Antioquia, se dejó ordenar presbítero por Paulino, y se convirtió en eco de las imputaciones paulinistas contra Melecio y sus seguidores. En 378 Doroteo y Santísimo regresaron de Roma, portadores de una condenación formal de los errores señalados por los Orientales; este decreto definitivamente unió a las dos mitades de la cristiandad. Parece como si San Basilio hubiese estado esperando por este objetivo de todos sus esfuerzos, pues murió el 1 de enero de 379. La causa a la que había servido tan bien pareció ganada, y la muerte del emperador Valente cinco meses antes garantizó un panorama esperanzador.

Una de las primeras medidas del nuevo emperador, Graciano, fue la restauración de la paz en la Iglesia y la llamada de los obispos exiliados. Por lo tanto, Melecio fue reinstalado (finales de 378) y su grey probablemente se reunía para el culto en el “Palaia” o vieja iglesia. Era una tarea muy pesada para el anciano obispo reestablecer el destrozado destino del partido ortodoxo. El paso más urgente era la ordenación de obispos para las sedes que habían quedado vacantes durante la persecución. En 379 Melecio realizó un concilio de 150 obispos para afirmar el triunfo de la ortodoxia en Oriente, y publicó una profesión de fe que hallaría la aprobación del Concilio de Constantinopla (382). El fin del cisma estaba al alcance de la mano. Puesto que las dos facciones que dividían la Iglesia Antioquena eran ortodoxas, sólo restaba unirlas realmente, una movida difícil, pero fácil cuando la muerte de uno de los obispos hiciera fácil para el sobreviviente ejercer completa autoridad sin lastimar el orgullo o disciplina. Melecio reconoció esta solución tan temprano como en 381, pero sus amigables y pacificadoras propuestas fueron rechazadas por Paulino, quien se negó a entrar en acuerdos o componendas. Mientras tanto, un gran concilio de obispos orientales fue convocado para Constantinopla para nombrar un obispo para la ciudad imperial y para ajustar otros asuntos eclesiásticos.

En ausencia del obispo de Alejandría, la presidencia recaía legalmente en el obispo de Antioquia, a quien el emperador Teodosio I recibió con notable deferencia, y el favor imperial era provechoso para Melecio en su calidad de presidente de la asamblea. Comenzó con la elección de San Gregorio Nacianceno como obispo de Constantinopla, y para gran satisfacción de la ortodoxia fue Melecio quien lo entronizó. El concilio inmediatamente procedió a confirmar la fe nicena, pero durante esta importante sesión Melecio murió casi repentinamente. Sintiendo que su fin estaba próximo, pasó sus días restantes, recalcando su deseo ferviente por la paz y unidad. La muerte de uno cuya firmeza y gentileza había producido grandes expectativas causó pena universal. Las exequias, en las que estuvo presente el emperador Teodosio, se realizaron en la iglesia de los Apóstoles. Los panegíricos en el funeral fueron conmovedores y magníficos. Su muerte quebró muchas esperanzas y justificó graves presentimientos. El cuerpo fue trasladado de Constantinopla a Antioquia, donde, después de un segundo y solemne servicio funeral, el cuerpo del anciano obispo fue puesto al lado del de su predecesor, San Babilas. Pero su nombre le sobreviviría, y por mucho tiempo permaneció para los fieles orientales como signo y sinónimo de ortodoxia.


Bibliografía: ALLARD, Julien l'Apostat (Paris, 1903); HEFELE, Histoire des conciles, ed. LECLERCQ, II, 1; LOOFS en Realencyk. für prot. Theol. und Kirche, s.v.; CAVALLERA, Le schisme d'Antioche au IV et V siècle (Paris, 1905).

Fuente: Leclercq, Henri. "Meletius of Antioch." The Catholic Encyclopedia. Vol. 10. New York: Robert Appleton Company, 1911. <http://www.newadvent.org/cathen/10161b.htm>.

Traducido por Luz María Hernández Medina